miércoles, 21 de agosto de 2013

Y se desplomaron en la nada



En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo.

Los anillos de Saturno es en su integridad el recuento de este viaje a pie realizado con el propósito de disipar el vacío. Pero si el viaje tradicional nos acercaba a la naturaleza, aquí mide los grados de la devastación; el principio del libro nos dice que el narrador estuvo tan abatido al descubrir "las huellas de la destrucción" que un año después de comenzar su viaje debió ingresar a un hospital de Norwich "en un estado de inmovilidad casi total".

Los viajes bajo el signo de Saturno, divisa de la melancolía, son el tema de los tres libros escritos por Sebald en la primera mitad de los noventa. Su punto primordial es la destrucción: de la naturaleza (el lamento por los árboles que destruyó un mal holandés que atacó a los olmos, y por los que destruyó el huracán de 1987 en la penúltima sección de Los anillos de Saturno); la destrucción de las ciudades; de los estilos de vida. Los emigrantes relata un viaje a Deauville en 1991, en busca tal vez de "algún residuo del pasado" para confirmar que este "lugar de veraneo alguna vez legendario, como cualquier otro lugar que uno visita ahora en cualquier país o continente, estaba agotado, arruinado sin remedio por el tráfico, las tiendas y boutiques, el instinto insaciable de la destrucción". Y el cuarto relato de Vértigo, con el regreso a casa en W. —que el narrador dice no haber revisitado desde su infancia— es una extensa recherche du temps perdu.

W. G. SEBALD: EL VIAJERO Y SU LAMENTO, Susan Sontag Traducción de Roberto Diego Ortega

Estos son algunos fragmentos que he seleccionado de Los anillos de Saturno, de W.G. Sebald:
[Thomas Browne] Este médico nacido en 1605 en Londres, autor de tratados mitad arqueológicos, mitad metafísicos, se encontraba en Holanda en enero de 1632, una época en la que estaba enfrascado más que nunca en los secretos del cuerpo humano. En ese momento se practicó en el Waagebouw de Amsterdam una autopsia pública en el cuerpo del maleante de la ciudad, Adriaan Adriaanszoon, alias Aris Kindt, ahorcado pocas horas antes por robo. Pese a no haber documento alguno que lo justifique claramente, es más probable que Browne no se hubiera sustraído a la notificación de la autopsia y que haya presenciado el espectacular acontecimiento preservado por Rembrandt en su retrato del gremio de los cirujanos, sobre todo en tanto que la clase de anatomía del doctor Nicolaas Tulp, que se celebraba anualmente en pleno invierno, era del mayor interés no sólo para un médico novicio, sino que también era una fecha significativa en el calendario de la sociedad de aquel tiempo, convencida de estar saliendo de la oscuridad a la luz. Sin duda alguna, en el espectáculo ofrecido ante un público de pago procedente de las clases favorecidas se trataba, por un lado, de una demostración de un intrépido afán investigador de la ciencia moderna; por otro, no obstante, aunque seguramente esta afirmación la hubieran rechazado con firmeza, de un ritual arcaico de desmembración de un ser humano, de la mortificación de la carne del malhechor hasta más allá de la muerte, que, como antaño, seguía formando parte del registro de los castigos que se infligían.

El solemne carácter que se infiere de la representación de Rembrandt del despedazamiento del muerto -los cirujanos lucen sus mejores galas y el doctor Tulp incluso lleva un sombrero en la cabeza-, así como el hecho de que tras la consumación del procedimiento se celebró un banquete ceremonioso, simbólico en cierto sentido, habla en favor de que en la clase de anatomía de Amsterdam se trataba de algo más que de un conocimiento más hondo de los órganos internos de un ser humano. Cuando hoy día nos hallamos en el Mauritshuis ante La lección de anatomía de Rembrandt, de más de dos metros por uno y medio, estamos justo en el lugar de aquellos que en el Waagebouw de entonces siguieron el proceso de la disección, creyendo ver lo que ellos han visto: el cuerpo verdoso de Aris Kindt tendido en un primer plano, con el cuello partido, el pecho horriblemente abombado hacia fuera y con la rigidez de la muerte. Y sin embargo, es cuestionable que alguien haya visto este cuerpo, ya que el por aquel tiempo nuevo y próspero arte de la anatomización estaba al servicio de ocultar el cuerpo culpable. Es significativo que las miradas de los colegas del doctor Tulp no se fijen en este cuerpo como tal, sino que, casi rozándolo, lo pasen por alto para dirigirse hacia el atlas abierto de la anatomía, en el que la espantosa corporalidad está reducida a un diagrama, a un esquema del ser humano, tal como se imaginaba René Descartes, apasionado anatomista aficionado, al parecer también presente aquella mañana de enero en el Waagebouw. Como es sabido, Descartes, en uno de los capítulos principales de la historia de la sumisión, explica que se ha de prescindir de la carne incomprensible para dedicarse a la máquina que ya está esbozada en nuestro interior, a lo que puede entenderse en su totalidad, a aquello que puede aprovecharse enteramente para el trabajo y, en caso de defecto, puede repararse o desecharse. Al extraño aislamiento expuesto al público le corresponde que la muy alabada aproximación a la realidad del cuadro de Rembrandt resulta no ser más que aparente cuando se observa con mayor exactitud. En contra de toda costumbre, la autopsia que aquí se representa no comienza con la disección del abdomen y con la extracción de las vísceras que más rápidamente entran en estado de descomposición, sino (y es posible que esto también remita a un acto de penitencia) con la disección de la mano que había incurrido en el delito. Y esta mano tiene una característica peculiar. No sólo está desproporcionada en una forma grotesca en comparación con la que está más próxima a la persona que ve el cuadro,(hacé click para ver) sino que también desde el punto de vista anatómico está a la inversa. Los tendones abiertos que, según la posición del pulgar, deberían ser de la palma de la mano izquierda, son los del dorso de la derecha. De modo que se trata de una colocación puramente educativa, sacada sin más de un atlas anatómico, a través de la que el cuadro que por lo demás reproduce con exactitud la vida real, se echa a perder justo en el punto de mayor significado, allí donde se han hecho los cortes, y se convierte en una construcción fallida.

Es casi imposible que Rembrandt se haya equivocado. La ruptura de la composición parece aún más premeditada, si cabe. La mano informe es la señal de la violencia que se ha practicado en Aris Kindt. El artista se equipara con él, con la víctima, y no con el gremio que le había hecho el encargo. Él es el único que no tiene la mirada absorta, cartesiana. Es el único que percibe el cuerpo extinguido, verdoso, y ve la sombra en la boca entreabierta y sobre el ojo del muerto.

No hay ningún indicio de la perspectiva desde que la que Thomas Browne siguió de cerca la disección, como tampoco de lo que vio, si es que, según cree W. G. Sebald, se encontraba entre los espectadores en el anfiteatro de anatomía de Amsterdam. Quizá fuera ése el vapor blanco del que afirma, en una nota posterior donde hace referencia a la niebla que se extendía por vastas zonas de Inglaterra y de Holanda el 27 de noviembre de 1674, que emergía de las cavidades de un cuerpo recién abierto, mientras que ese mismo vapor -decía Browne en el mismo párrafo- nubla nuestro cerebro a lo largo de nuestra vida, cuando dormimos y cuando soñamos. [páginas 7-8]

Una décima de segundo, pienso a menudo, y se ha acabado toda una época. [pág.15]

[Somerleyton] Los visitantes no eran capaces de decir dónde terminaba lo impuesto por la naturaleza y dónde comenzaba lo artesano. […] todo ello combinado de tal forma que se evocaba la ilusión de una armonía perfecta entre crecimiento natural y manufactura. A los visitantes actuales, Somerleyton ya no les causa la impresión de un palacio de cuento oriental.
De hecho, cuando uno está deambulando por las salas de Somerleyton abiertas a los visitantes, a veces no sabe con certeza si se encuentra en una residencia veraniega de Suffolk o en un lugar muy apartado, cuasi extraterritorial, en la costa del mar del Norte, o en el corazón del continente negro. Tampoco puede decirse sin la menor dificultad el decenio o siglo en el que se está, ya que aquí se han superpuesto muchas épocas que se perpetúan en yuxtaposición.
Qué poco acogedor debió ser Somerleyton en tiempos del gran empresario y diputado parlamentario Morton Peto […] Y qué hermosa me parecía ahora la casa señorial aproximándose inapreciablemente al borde de la disolución y a la ruina silenciosa.
Los árboles plantados por Morton Peto colmaban ahora el espacio sobre el jardín, y los cedros, ya admirados por los visitantes de aquel entonces y de los que alguno extendía su ramaje sobre casi un cuarto de yugada [página 18]
La guerra aérea que después de 1940 se llevaba a Alemania desde los sesenta y siete campos de aviación instalados en East Anglia. Ya apenas es posible hacerse una idea aproximada, decía Hazel, de las dimensiones de esta empresa. Sólo la octava flota aérea consumió, en los mil y nueve días en que se prolongó la campaña, tres mil ochocientos millones de litros de gasolina, arrojó setecientas treinta y dos mil toneladas de bombas, perdió casi nueve mil aviones y cincuenta mil hombres. [página 19]
Nadie parecía haber escrito o recordar algo en aquel tiempo. E incluso cuando se le preguntaba a la gente, en privado, era como si todo se hubiese borrado de sus cabezas.
La gran cárcel de Blundeston
De modo que ahora, al entrar en Lowestoft, me parecía incomprensible lo mucho que había podido venirse abajo en un tiempo proporcionalmente tan breve [en quince años].
Se inflaron cada vez más, hasta que por fin cayeron en la fiebre de la especulación y se desplomaron en la nada.
Pese a que todo ello me era conocido, no estaba preparado contra el desconsuelo que inmediatamente le sobrecoge a uno en Lowestoft, ya que una cosa es leer informes en los periódicos sobre los llamados unemployment blackpots y otra muy distinta caminar una tarde sin luz por entre las filas de casas adosadas [pág. 20-21].
Me vino a la memoria el aprendiz de Tuttlingen
A partir de entonces, cuando de tarde en tarde se preguntaba por qué no había conseguido casi nada en su peregrinación por el mundo, pensaba en el comerciante de Amsterdam, a quien un día le había acompañado por última vez en su gran casa, en su rico barco y en su tumba estrecha. [pág 21].
Ciudad del Sur, Segunda mitad del XIX
Frederick Farrar Primera Guerra Mundial, verano de 1914, noche del baile de beneficencia.
[los pescadores] Y a pesar de que, según creo, a todos les conmuevan los mismos sentimientos inexplicables, cada uno de ellos está completamente solo y no tiene confianza más que consigo mismo y con sus pocos aparejos, con su pequeña navaja, por ejemplo, con su termo o con su pequeño transistor, del que se escapa un sonido áspero apenas audible, como si las piedras que ruedan hacia atrás con la olas hablaran entre ellas. [pág. 25]
Lo cierto es que, en la actualidad, apenas se pesca algo desde la orilla.
Fuera, en alta mar, la pesca continúa,aun cuando allí el rendimiento sea cada vez menor, por no mencionar que lo pescado no puede emplearse más que para harina. Ríos pequeños y grandes expulsan al océano alemán, año tras año, miles de toneladas de mercurio, cadmio y plomo, montañas de fertilizantes y pesticidas.
o aquella mañana, meditando sobre la misteriosa perdurabilidad del escrito, cerré cuidadosamente la tapa jaspeada del cuaderno de bitácora, llamó mi atención un libro grueso tamaño folio, deshojado, apartado en la mesa y que no había visto en mis anteriores visitas al Reading Room.
Resultó ser una historia fotográfica de la primera guerra mundial, compilada y publicada en el año 1933 por la redacción del Daily Express en memoria a la desgracia pasada, o bien como advertencia de lo que se cernía. Todos los escenarios de la guerra están documentados en el vasto compendio, desde el Vall'Inferno en el frente alpino ítalo-austriaco hasta los campos de Flandes, y se muestran todas las formas posibles de muerte violenta, desde la caída de un solo pionero aéreo sobre la desembocadura del Somme hasta la muerte en masa en los pantanos de Galitzia. Se pueden ver las ciudades francesas reducidas a escombros, los cadáveres pudriéndose entre las trincheras en tierra de nadie, los bosques segados por el fuego de artillería, acorazados hundiéndose entre nubes negras de petróleo, cuerpos del ejército en marcha, corrientes interminables de refugiados y zepelines reventados, imágenes de Przemysl y de St. Quentin, de Montfaucon y Gallípoli, imágenes de destrucción, de mutilación, de profanación, de hambre, de fuego, de frío glacial. Los rótulos, casi sin excepción, están impregnados de una amarga ironía:
When Cities Deck Their Streets for War! This was a Forest! This was a Man! There is a Corner in a Foreign Field that is Forever England!
Un capítulo especial del libro está dedicado a la caótica situación de los Balcanes, una región del mundo que en aquel tiempo estaba más lejos de Inglaterra que Lahore u Omdurman. En una página tras otra se alinean fotografías de Serbia, Bosnia y Albania, retratos de la población dispersa y de personas aisladas que bajo el calor del verano, por carreteras polvorientas, intentan esquivar los llamados sucesos de la guerra en carros de bueyes o a pie atravesando remolinos de nieve, con un pequeño caballo ya agotado hasta el desfallecimiento.
Lo que ocupa el primer lugar en esta crónica de desgracias es, evidentemente, la instantánea de Sarajevo, famosa en todo el mundo. Princip Lights the Fuse! pone encima de la foto. Es el 28 de junio de 1914, un día claro de sol, a las diez horas cuarenta y cinco minutos, junto al Puente Latino. Se ve a un par de bosnios, algunos militares austriacos y al autor del atentado en el instante de su detención.[…]
Gavrilo Princip, que acababa de cumplir diecinueve años en el momento del atentado, era hijo de un granjero del valle del Grahovo, que hasta hacía poco había estudiado en el Instituto de Belgrado; tras su condena fue encerrado en las casamatas de Theresienstadt, donde en abril de 1918 sucumbió a la tuberculosis ósea que le corroía desde su juventud. En 1993 los serbios celebraron el septuagésimo quinto día de su muerte.
me topé con un largo artículo que guardaba relación directa con las imágenes de los Balcanes […]
El artículo, que trataba de las denominadas limpiezas étnicas que los croatas habían llevado a cabo hace cincuenta años en Bosnia, bajo el consentimiento de alemanes y austríacos, comenzaba con la descripción de una fotografía sacada por uno de los milicianos de la ustachá croata, evidentemente para la posteridad, en la que los camaradas, de un humor excelente y en parte adoptando poses heroicas, cortan la cabeza a un serbio llamado Branco Jungic con un serrucho. Una segunda fotografía, tomada como en bromas, muestra el cuerpo ya separado de la cabeza con un cigarrillo entre los labios medio abiertos del último grito de dolor. El lugar de este hecho era Jasenovac, el campamento emplazado junto al Sava, en el que sólo setecientos mil hombres, mujeres y niños fueron asesinados con métodos que a los expertos del gran imperio alemán, como se comentaba en un círculo más íntimo, les hubieran puesto los pelos de punta.
ahorcaban en fila a quienes no pertenecían al pueblo croata, ya fueran serbios, judíos o bosnios que habían acorralado.
No muy lejos, a no más de quince kilómetros de Jasenovac, existían los campos de Prijedor, Stara Gradiska y Banja Luka, donde la milicia croata, con las espaldas cubiertas por las fuerzas armadas alemanas y con la bendición de la Iglesia católica, terminaba su jornada diaria de una forma similar. La historia de esta masacre de varios años está documentada en cincuenta mil actas que alemanes y croatas dejaron tras de sí en 1945, que hasta hoy, según el autor del artículo publicado en 1992, se conservan en el archivo Bosanske Krajine, de Banja Luka, que está o estuvo instalado en un antiguo cuartel del imperio austrohúngaro, donde la central de información del grupo E del ejército tenía su cuartel general en 1942.
Sin ninguna duda, allí estaban informados de lo que entonces pasaba en los campos de los ustachá así como de los hechos inauditos que acaecían, por ejemplo, en el transcurso de la campaña de Kozara, dirigidas contra los partisanos de Tito, en la que murieron entre sesenta y noventa mil personas por las llamadas acciones militares, ejecutadas o a consecuencia de las deportaciones. La población femenina de Kozara fue transportada a Alemania y una vez allí desguazada en su mayor parte mediante el sistema de trabajos forzados que se hacía extensivo a toda la zona del Reich. De los niños que habían quedado, de una cifra inicial de veintitrés mil, la milicia asesinó inmediatamente a la mitad, la otra fue deportada a Croacia, a diferentes puntos de reunión, y de ellos no fueron pocos los que, aun antes de que los vagones de ganado alcanzaran la capital croata, perecieron de tifus, agotamiento y terror. Muchos de aquellos que todavía seguían vivos, destrozaron con los dientes, de puro hambre, la pequeña placa de cartón que llevaban al cuello con sus datos personales, borrando así, en la desesperación más absoluta, su propio nombre. Más tarde fueron educados al catolicismo en el seno de familias croatas, se les envió a confesar y a tomar la primera sagrada comunión.
Como todos los demás aprendieron en la escuela la tabla de multiplicar socialista, se pusieron al frente de una profesión, se convirtieron en trabajadores del ferrocarril, vendedoras, constructores de herramientas o libreros. Pero hasta el día de hoy nadie sabe qué clase de sombras merodean en su interior.


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