miércoles, 20 de noviembre de 2013

Mirar con nuevos ojos



El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos. 





Hay una fotografía de Marcel Proust, su hermano y su madre capaz de producir escalofríos. Madame Proust está sentada, mientras que sus hijos, dos jóvenes veinteañeros, están de pie uno a cada lado de ella. Van bien vestidos y en sus ojos hay una mirada que hace pensar en el boulevard y en el salon. Los dos tienen algo de felino y afectado.Es fácil imaginar por qué maman tiene un aire tan severo y reprobador. Es una mujer que ha visto la cara a las dificultades, y estos jóvenes están preparados para las dificultades más dulces, delicadas y placenteras. Cuando el observador vuelve a deslizar su mirada hacia ellos puede apreciar en Marcel más inquietud interior; su mirada no es tan sosegada como la de su hermano Robert.Las cartas que su madre envió a Proust establecieron el escenario del primer volumen de su novela y marcaron la pauta de su vida. Una de las misivas, por ejemplo, fue escrita en 1895, cuando Proust tenía 24 años y estaba en Dieppe con el compositor Reynaldo Hahn, del cual estaba enamorado. Su madre quería saber exactamente a qué hora se iba a dormir y a qué hora se levantaba. Así que escribió: couche (acuesta) y dejó un espacio en blanco para que su hijo lo rellenase, y a continuación, escribió leve (levanta), y dejó otro espacio.Cuando comenzó a explicarse en su larga novela, que empezó pocos años después de la muerte de su madre, tuvo la hermosa idea de que ella, al morir, le había dejado un enorme espacio en blanco que tenía que llenar. Deseaba conocer todos los detalles; no quería que se le escatimase nada mientras estaba sentada en su silla en el cielo, con la mirada baja; y él haría cualquier cosa por complacerla.Las cartas de su madre marcaron su gran novela... y la pauta de su vida


Marcel Proust: El laberinto de la memoria; Colm Tóibín [El País, 12 de noviembre de 2013]
En busca del tiempo perdido, de Proust: Juventud de un centenario; Félix de Azúa [El País, 12 de noviembre de 2013]

Marcel Proust y los diez pilares de En busca del tiempo perdido, Winston Manrique Sabogal [El País, 14 de noviembre de 2013]
El lector inmortaliza a Marcel Proust por Nelson Fredy Padilla [El espectador, 24 de noviembre de 2012]
Fiebre manuscrita, Antonio Muñoz Molina [El País, 20 de febrero de 2013]




En sus comienzos, Proust dudaba de si era un ensayista o un novelista. En una carta se pregunta: “¿Soy un novelista?”. Poco a poco, los caprichosos cuadernos de notas, adquiridos por su aspecto exterior, fueron sustituidos por sobrias libretas de ejercicios, y quedó de manifiesto que era un novelista, aunque un novelista de una clase muy especial.
Dedicaba muchísimo esfuerzo a la revisión. Una de sus costumbres, como muestran los manuscritos pertenecientes a la Biblioteca Nacional de Francia que estuvieron expuestos en la Biblioteca Morgan de Nueva York a principios de año, era arrancar páginas y después pegarlas en otro lugar. Reescribía y tachaba mucho, incluidos los numerosos borradores de la página inicial de su larga novela.
La famosa palabra magdalena, con todas las asociaciones que conlleva, aparecía en un borrador de 1910 de Por el camino de Swann con el término más banal de galletas.
La letra de Proust era la de un novelista más que la de un dandi. Sin embargo, en una carta a un editor, cuando trataba de explicar de qué trataba su obra, una palabra aparecía escrita con extraña precisión. En esa carta, Proust describía el trabajo que tenía entre manos: “Es una auténtica novela, indecente a veces. Uno de los personajes principales es un homosexual”. Su letra es terrible. La mayor parte de las palabras se puede reconstruir solo por el contexto. Pero la palabra homosexual, escrita de su mano, destaca por la claridad de su trazo, cada letra perfecta. Al mirarla se tiene la sensación de que era una palabra que Proust no solía escribir, o tal vez que disfrutaba escribiéndola, o que era un término al que en ese momento quería dedicar su tiempo.
O quizá la palabra fue escrita para que maman, que miraba desde el cielo preocupándose felizmente hasta la eternidad, pudiese descifrarla con facilidad.
En el primer volumen, publicado hace cien años, Proust pretendía cancelar la cómoda simplicidad del hecho de recordar; además aspiraba a procurar a un niño el cúmulo de preocupaciones e inquietudes neuróticas que podrían corresponder a un adulto sofisticado y consciente de sí mismo. Sin embargo, para él no bastaba con dejar constancia de la memoria, sino que pretendía brindar a la emoción que la envuelve las metáforas y los símiles más exquisitos. Algunos de ellos eran sumamente rebuscados y complejos, pero brillantes en su minuciosidad, resultado de abundante reflexión y análisis.
Para Proust, la memoria era un laberinto, cuyo interior, sin embargo, no encerraba espacios amables ni un resplandor acogedor. Era obsesiva, abierta a desplazamientos y a cambios, con grandes dosis de calificación y modificación. Marcel Proust no estaba preparado para conformarse con lo simple. Si bien era un observador natural que se ajustaba a la definición de Henry James según la cual un novelista es “alguien a quien nada se le escapa”, también trasladó algo de la forma ensayística al espacio más sensual de la novela. Su habilidad para transmitir sensualidad al acto mismo de pensar era extraordinaria. Asimismo, disfrutaba dramatizando los sentimientos con una precisión y una exactitud máximas. Con esta combinación compuso su obra maestra.
Marcel Proust: El laberinto de la memoria; Colm Tóibín [El País, 12 de noviembre de 2013]


Sobre Proust se ha escrito ya casi todo, pero sobre la Recherche no, porque es un clásico y lo propio de los clásicos es su misteriosa capacidad para cargarse de nuevos contenidos en cada sucesiva generación. Lo que hoy significa esa obra no es lo que significó en 1913. Ahora hace cien años aparecía la primera parte, Por el camino de Swann, traducido a veces, con mayor exactitud, como Por donde vive Swann.
El inmenso retablo se presentó al juicio de los lectores anteriores a la primera guerra con un fragmento que hacía imposible adivinar el conjunto. Su escala iba a ser desmesurada, más de tres mil páginas, y habría sido quimérico predecir que aquellas inaugurales teselas se insertarían años más tarde en un mosaico gigantesco donde jugarían un papel esencial, pero impredecible. Es lo único que justifica el error inmenso de Gide al rechazarlo para la editorial Gallimard.
Y tras aquella primera aparición estalló uno de los más sangrientos conflictos que ha conocido la muy sanguinaria sociedad europea. La guerra del 14/18, como la llaman los franceses, influyó decisivamente en el proyecto de Proust y no hay nada tan estremecedor como El tiempo reencontrado, la última parte de la Recherche, en forma de baile de máscaras o de danza de cadáveres que reúne a los personajes tras la contienda y cierra una vida que había comenzado con la luminosidad gótica de la duquesa de Guermantes. Tras la guerra no hay héroes, los bellos militares, las hermosas damas, los sutiles aristócratas, las seductoras adolescentes de la fureur de vivre son ahora macabros restos de una sociedad difunta. El ciclo de la vida y la muerte se había completado con aquella última y lúgubre escena.
André Gide rechazó el manuscrito para Gallimard, y al final lo editó Grasset
La obra estaba acabada y si bien Proust no alcanzó a corregirla hasta el final, el lector puede hoy leerla sorteando los bloques de mármol aún no esculpidos o inacabados, como La Prisionera o La Fugitiva, los más imperfectos. Eso no quiere decir que deba evitarlos, son de lectura obligada, pero admiten un seguimiento menos atento que el resto del material.
Esta perpetua actualidad de la Recherche se debe, entre otras causas, a que no es exactamente una novela, aunque es una de las más grandes que se hayan escrito, pero es también mucho más. Sus cientos de personajes tienen la realidad verosímil del mejor retrato realista y sin embargo encarnan iconos anímicos de la misma intensidad que Odiseo o don Quijote, es decir, mitos que reúnen en sí un resumen exacto, estremecedor, de los modos de ser del humano contemporáneo y sus distintos destinos. Leer la Recherche no es solo introducirse en un universo de ficción extremadamente inteligente, es también aprender a reflexionar sobre nuestros vicios y virtudes, modos de amar, creencias falsas, esclavitudes, holgazanerías, o verdades hipócritas. Es una auténtica enciclopedia de la humanidad moderna, de su gloria y de su estupidez.
Víctor Gómez Pin, quien ha dedicado a Proust dos libros en verdad filosóficos, afirma que el único personaje de la Recherche es el lenguaje mismo y que por esta razón va mucho más allá de las peripecias y avatares de la alta burguesía parisina del ochocientos. El lenguaje tal y como lo poseemos nosotros, es decir, nuestra esencia, lo que nos hace humanos, está derivando de un modo universal e inexorable a puro instrumento, a utensilio práctico. A medida que el lenguaje se hace instrumento nosotros nos convertimos en meras herramientas. No obstante, el lenguaje de la Recherche es perfectamente ajeno a toda instrumentalización, incluso aquella que obliga al novelista a respetar la acción o el suspense, de ahí la longitud pertinaz de las frases y esa dificultad que pone nerviosos a los lectores apresurados. Podríamos decir (pero ese sería otro artículo) que el lenguaje de Proust es estrictamente poético en su sentido más riguroso y por eso exige nuestra esforzada colaboración.
Cuando uno busca, como Proust, el lenguaje en su labor poética, entonces el habla, el lenguaje de la gente en su vida corriente, se transforma en un encantamiento que permite llegar a lo más recóndito del hablante. El modo de hablar es una representación fiel del alma de cada individuo y la Recherche es, por encima de todo, un repertorio de modos de hablar. Cada modo de hablar es una posibilidad de vivir.
En una útil antología de pensamientos de Proust, recogida por Jaime Fernández en El almuerzo en la hierba, figura esta frase: “Las palabras no me informaban sino a condición de interpretarlas como se interpreta una afluencia de sangre al rostro de una persona que se azara, o también un silencio repentino”.
Para Proust las palabras del habla cotidiana, en ocasiones significativas, toman una función mágica capaz de provocar reacciones involuntarias del cuerpo. Esta capacidad enigmática del lenguaje es lo que hace de la Recherche una obra que transforma al que la lee, no solo anímicamente, sino con frecuencia también físicamente. Si se hace con seriedad, su lectura no es una lectura, sino una transfusión de lenguaje, análoga a las transfusiones de sangre que reviven a un moribundo. Es posible que esa sea, hoy en día, la mejor forma de preparar nuestro cuerpo para la mortalidad.
En busca del tiempo perdido, de Proust: Juventud de un centenario; Félix de Azúa [El País, 12 de noviembre de 2013]


Desengaño y belleza. 'En busca del tiempo perdido' es la manera artística en que Marcel Proust (1871-1922) nos recuerda que todo es finito, que el universo y la perpetuidad están en los detalles y de que solo nuestras ilusiones y sueños pueden aspirar a la eternidad. Una obra que nos lleva por la ruta de la verdad real e inesperada. Gran conocedor del corazón y la razón, de los lugares abisales de nuestra alma e identidad y de nuestros deseos desconocidos y dormidos pero atentos a despertar a la más leve señal. Siete libros que nos muestran en un lenguaje convertido en arte la vida misma y, sobre todo, quiénes somos en realidad, qué queremos y anhelamos de verdad. Una lección magistral y cautivadora sobre el teatro que es la vida, sobre el simulacro que se necesita para que el mundo siga girando. A pesar, o gracias, a los corazones rotos.
Uno de los libros que resume las principales ideas y conceptos de Proust en su obra cumbre es 'El almuerzo en la hierba'. Una antología seleccionada por Jaime Fernández y traducida por María Teresa Gallego y Amaya García, publicada por Hermida Editores. Más de 60 conceptos y su registro en los siete volúmenes con términos que van desde Adolescencia hasta Vida, pasando por Arte, Envidia, Literatura o Soledad.
He seleccionado diez que considero como los pilares de su literatura y que sirven para entender el valor de esta obra cumbre de las letras. Como prólogo el siguiente pasaje:
"[…] para dar a conocer la verdad no es necesario decirla, y quizá podamos captarla con mayor certidumbre, sin necesidad de esperar a las palabras y sin siquiera tenerlas mínimamente en cuenta, en mil señales externas e incluso en determinados fenómenos invisibles, que son, en el mundo de los caracteres, lo mismo que los cambios atmosféricos en la naturaleza física. Quizá podría haberlo sospechado, pues yo mismo, a la sazón, solía decir a menudo cosas totalmente ajenas a la verdad, mientras la daba a conocer mediante tantísimas confidencias involuntarias de mi cuerpo y de mis actos". (del volumen III de 'En busca del tiempo perdido')
Prestar más atención a lo que se hace y menos a lo que se dice.

Tiempo
"Sabemos, en teoría, que la Tierra gira, pero de hecho no nos damos cuenta; el suelo que pisamos no parece moverse y vivimos en paz. Otro tanto sucede con el Tiempo en la vida. (volumen II)
"Pero a veces el porvenir mora en nosotros sin que lo sepamos y las palabras que decimos creyendo mentir bosquejan una realidad cercana". (vol. IV)
"Igual que existe una geometría en el espacio, existe una psicología en el tiempo, en que los cálculos de una psicología plana no serían ya exactos porque no tendríamos en cuenta el tiempo ni una de las formas que adopta, el olvido: el olvido, cuya fuerza empezaba yo a notar y que es una herramienta tan poderosa de adaptación a la realidad porque destruye poco a poco en nosotros el pasado superviviente que está en constante contradicción con ella". (vol. VI)
"El ser que había vuelto a nacer en mí cuando, con aquel estremecimiento de dicha, oí el ruido ese que les era común a la cuchara que toca el plato y al martillo que golpea la rueda, y cuando noté el desnivel de los pasos en los adoquines del patio de Guermantes y del baptisterio de San Marcos, ese ser sólo se nutre de la esencia de las cosas, sólo en ellas halla la subsistencia y sólo en ellas se deleita. Se mustia si contempla el presente, en que los sentidos no pueden proporcionársela, si se fija en un pasado que la inteligencia le agosta, si espera un porvenir que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado a los que desvía aún más de su realidad, no conservando de ellos sino lo que encaja con la finalidad utilitaria y cicateramente humana que les asigna. Pero si un ruido oído anteriormente, si un olor notado antaño vuelven a oírse o a notarse, en el presente y en el pasado a un tiempo, reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en el acto queda liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro yo auténtico, que parecía muerto, y a veces desde hacía mucho, pero que no lo estaba en absoluto, despierta y cobra vida al recibir el alimento celestial que le traen. Un minuto, manumiso del orden del tiempo ha vuelto a crear en nosotros al hombre manumiso del orden del tiempo para que sintamos su esencia. Y ese hombre se comprende que confíe en su alegría; incluso aunque en el simple sabor de una magdalena no parezcan darse, lógicamente, las razones de esa alegría, se comprende que la palabra «muerte» carezca de sentido para él; si está fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro? (vol. VII)


Vivir es irse muriendo, rápido o lento. Desapareces del todo cuando ya no queda nadie que guarde un recuerdo asociado a ti. Te vas muriendo conforme olvidas y te olvidan. El recuerdo te permite revivir el pasado. El recuerdo y la memoria están asociados a las sensaciones. Hay olores o sensaciones que te permiten regresar a la infancia, a lo que parece muerto y olvidado en nosotros.



Memoria
"Porque los trastornos de la memoria tienen mucho que ver con las intermitencias del corazón. Es seguramente la existencia de nuestro cuerpo, que nos parece semejante a una vasija donde está encerrada nuestra espiritualidad, lo que nos anima a suponer que siempre están en posesión nuestra todos los bienes interiores, las alegrías pasadas, todos los dolores. Quizá carece no menos de exactitud creer que estos huyen o que regresan (vol. II)

"Los días van cayendo poco a poco encima de los anteriores y, a su vez, los entierran los siguientes. Pero todos los días pasados se quedan depositados en nosotros como en una inmensa biblioteca donde hay libros más viejos, y algún ejemplar que seguramente nadie pedirá nunca. No obstante, si ese día pasado, cruzado por el espacio traslúcido de las épocas siguientes vuelve a la superficie y nos cubre, tapándonos del todo, entonces, por un momento, los nombres recuperan el significado antiguo; y las personas el rostro antiguo; y nosotros nuestra alma de entonces; y sentimos, con un sufrimiento inconcreto, pero que se ha vuelto tolerable y no durará, los problemas que hace mucho se tornaron insolubles y tanto nos angustiaban a la sazón. Se compone nuestro yo de la superposición de nuestros estados sucesivos. Pero esa superposición no es inmutable como los estratos de una montaña. Hay perpetuamente plegamientos que hacen aflorar las capas antiguas". (vol. VI)
"Esa era la razón de que hubiese cesado las preocupaciones referidas a mi muerte en el preciso momento en que reconocí, inconscientemente, el sabor de la magdalenita, ya que en ese momento la persona que yo había sido era un ser extratemporal y, por lo tanto, despreocupado de las vicisitudes del porvenir. Aquel ser nunca había acudido a mí, nunca se había manifestado sino fuera de la acción, del disfrute inmediato, en todas las ocasiones en que el milagro de una analogía me había permitido evadirme del presente. Solo él tenía el poder para hacerme recuperar los días pasados, el tiempo perdido, ante el que los esfuerzos de mi mente y mi inteligencia siempre iban a encallarse. (vol. VII)
"El tiempo que cambia a las personas no modifica la imagen que de ellas nos ha quedado. Nada resulta más doloroso que esa oposición entre la alteración de las personas y la fijeza del recuerdo cuando caemos en la cuenta de que tenemos una vida vagabunda, pero una memoria sedentaria (vol. VII)


La fijeza del recuerdo. Somos como éramos, como hemos sido a lo largo de nuestra vida, las personas son cómo las recordamos. El vicio o la virtud están en los comportamientos y no en las personas. Los bienes interiores huyen o regresan, vienen y van. Las personas cambian, los recuerdos son fijos, invariables. La memoria es selectiva: recordamos lo que podemos y lo que queremos. Nos acordamos de aquello en lo que nos hemos fijado


Apariencia y realidad

“Pero aun desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida, no somos un todo constituido materialmente, idéntico para todo el mundo y de cuyo contenido pueda cualquiera limitarse a tomar constancia como si se tratase de un pliego de cargos o un testamento; nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Incluso ese hecho tan sencillo que llamamos ‘ver a una persona conocida’ es, en parte, un hecho intelectual. Rellenamos la apariencia física de la persona a la que estamos viendo con todas las nociones que poseemos de ella y, en el aspecto global con cuya representación contamos, esas nociones son seguramente las que más lugar ocupan”. (vol.I)
Nuestro error es creer que las cosas suelen presentarse tal y como son en realidad, los nombres tal y como se escriben, las personas según esa noción inmóvil que proporcionan de ella la fotografía y la psicología. De hecho no es eso en absoluto lo que vemos habitualmente. Vemos, oímos, concebimos el mundo de mala manera. Repetimos un nombre tal y como lo oímos hasta que la experiencia rectifique el error, cosa que no siempre sucede (…) No tenemos del universo sino visiones informes, fragmentadas, y que completamos con asociaciones de ideas arbitrarias, que crean sugestiones peligrosas”. (vol. VII)


Somos como los demás nos piensan: cómo nos ven, cómo nos conocen. La visión es limitada, parcial, cambiante, parcialmente inteligible y varía de una persona a otra. Las personas no se presentan tal y como son. Algunas veces, ni siquiera ellos se reconocen en lo que hacen, dicen o piensan. Las apariencias muestran y ocultan la verdad.


Creación, Literatura y Lenguaje
La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el científico, con la diferencia de que en el científico la labor de la inteligencia es anterior y en el escritor llega después. Lo que no hemos tenido que descifrar ni aclarar mediante un esfuerzo personal, lo que ya estaba claro anteriormente a nosotros, no es nuestro. Solo procede de nosotros lo que sacamos de la oscuridad que llevamos dentro y de la que nada saben los demás”. (vol. VII)
“…para escribir el libro esencial, el único libro auténtico, un gran escritor no tiene que inventárselo, en el sentido usual, puesto que existe ya en todos y cada uno de nosotros, sino traducirlo. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor” (vol. VII)
“…los libros auténticos tienen que ser hijos no de la plena luz y la charla sino de la oscuridad y del silencio”. (vol. VII)
Literatura: "[…] el hábito determina tanto el estilo del escritor cuanto el carácter del hombre, y el autor que se ha conformado en varias ocasiones con alcanzar, al expresar lo que piensa, una forma un tanto grata, está asentando así para siempre los límites de su talento. (vol. II)
Lenguaje: "[…] en aquella época aún pensaba que las palabras eran la forma de contarles a los demás la verdad. Incluso las palabras que me decían depositaban con tanta eficacia su significado inalterable en mi mente sensible que me parecía del todo imposible que alguien que hubiera dicho que me quería no me quisiera […]. (vol. III)


La realidad nos viene dada y la imaginación es muy limitada. La imaginación depende de nuestra experiencia. Las palabras muestran y ocultan. El hábito, la costumbre, la virtud o el vicio determinan el carácter]

Relaciones sociales
"La ignorancia en que nos hallábamos de esa brillante vida de sociedad que llevaba Swann se debía en parte, claro está, a que era de carácter reservado y discreto; pero también a que, a la sazón, la clase media tenía de la sociedad una idea que recordaba hasta cierto punto a la que tienen en la India y consideraba que se componía de castas cerradas en que todos ocupaban desde que nacían el mismo rango que sus padres y de las que nada, a no ser los azares de una carrera excepcional o de un matrimonio inesperado, nos podía sacar para situarnos dentro de la casta superior". (vol. I)
"Las tres cuartas partes de los esfuerzos ingeniosos y de las mentiras fruto de la vanidad, tan habituales desde que el mundo existe en personas a quienes, de ese modo, les hacían de menos, se los prodigaron éstas a los inferiores. Y Swann, que era sencillo y descuidado con una duquesa, temía que lo despreciasen y era afectado en presencia de una doncella". (vol. I)
"[…] hay momentos en los que necesitamos salir fuera de nosotros y aceptar la hospitalidad del alma de los demás, a condición de que esta alma, por humilde y fea que nos parezca, sea un alma ajena". (vol. III)



La importancia de vernos con los ojos de otro, la capacidad de adoptar el punto de vista ajeno, de contar nuestra vida sin afectación, la capacidad de ser críticos y auto-críticos, el sentido del humor, ser capaces de admitir que estábamos equivocados, la falta de suficiencia, la necesaria sociabilidad

Amor
“Que creamos que una persona es partícipe de una vida desconocida en que nos introduciría su amor, eso es lo que requiere el amor para nacer, y lo que más le importa y lo mueve a no tener muy en cuenta todo lo demás”. (vol. I)
“El amor físico, tan injustamente desacreditado, fuerza de tal modo a cualquier persona a mostrar hasta las mínimas parcelas de bondad que en ella residen y su capacidad de entrega, que su entorno más inmediato la ve resplandecer”. (vol. I)
“Pero, a la edad, un tanto desengañada ya, a la que se estaba acercando Swann y en que sabemos contentarnos con estar enamorados por el gusto de estarlo, aspirando muy poco a la reciprocidad, esa aproximación de los corazones, aunque no sea ya, como en la primera juventud, la meta hacia la que tiende necesariamente el amor, no por ello deja de existir una asociación de ideas tan fuertemente vinculadas al amor que puede convertirse en causa de amor si aparece de forma previa. Antes soñábamos con poseer el corazón de la mujer de la que estábamos enamorados; más adelante, notar que poseemos el corazón de una mujer puede bastar para que nos enamoremos de ella. Y así, a esa edad en que parecería, porque buscamos sobre todo en el amor un placer subjetivo, que la parte del gusto por la belleza de una mujer debería ser preponderante, puede nacer el amor —el amor más físico— sin que exista en su base un deseo previo.En esa época de la vida hemos padecido ya el amor varias veces; ya no evoluciona él solo según sus propias leyes desconocidas y fatales ante nuestro corazón asombrado y pasivo. Le echamos una mano, lo alteramos con la memoria y con la sugestión. Vuelven los recuerdos, al reconocer uno de sus síntomas, y propiciamos que vuelvan a nacer los demás. Como nos sabemos ya la canción, que llevamos grabada entera por dentro, no necesitamos que una mujer nos diga cómo empieza —comienzo repleto de la admiración que inspira la belleza— para saber cómo sigue. Y si ella la empieza por la mitad —en ese punto en que los corazones se aproximan, en que se habla de no vivir ya sino uno para otro— estamos ya lo bastante acostumbrados a esa música para alcanzar en el acto a nuestra pareja en el pasaje en que nos está esperando”. (vol. I)
Cómo interviene la voluntad en el enamoramiento. En una primera fase, somos pacientes. En una segunda fase, la voluntad está maniatada. En una última fase, la voluntad es libre.

“No cabe duda de que pocas personas entienden el carácter puramente subjetivo de ese fenómeno que es el amor y que consiste en algo así como la creación de una persona añadida, diferente de esa que lleva en sociedad el mismo nombre que nosotros y cuyos elementos proceden en su mayoría de nosotros mismos”. (vol. II)
“… si la vida no les trae cambios a nuestros amores, seremos nosotros quienes querremos traerlos o fingirlos, y hablar de separación, pues hasta ese punto notamos que todos los amores y todas las cosas van evolucionando velozmente hacia el adiós. Queremos llorar las lágrimas que vendrán con ese adiós mucho antes de que llegue”. (vol. V)
“… amar es un maleficio como esos que salen en los cuentos, contra los que nada se puede hasta que concluye el sortilegio”. (vol. VII)


¿de qué te enamoras realmente o qué te enamora de alguien? Si no conoces a la persona, necesariamente te enamoras de la imagen que de ella tienes, de lo que piensas que esa persona es y le atribuyes las cualidades que se te antojan conforme a una serie de impresiones. Al ir descubriendo al otro tal como es, el sentimiento que te une a él o se refuerza o se debilita. El sentimiento nunca es el mismo, no permanece constante.

Celos
“… como supe que más adelante, una angustia como esta lo estuvo atormentando muchos años y nadie como él habría podido comprenderme; supo de esa angustia que da saber que la persona amada está en un lugar de diversión donde no estamos nosotros, adonde no podemos ir a reunirnos con ella por el amor, ese amor al que está predestinada esa angustia, como quien dice, y que la acaparará y la convertirá en especialista suya”. (vol. I)
“Por lo demás, los celos son una de esas enfermedades intermitentes de causa caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo y, a veces, diferente por completo en otro. (…) No hay celoso cuyos celos no admitan ciertas derogaciones. Hay quien consiente en que lo engañen con tal de que se lo cuenten; y otro, con tal de que se lo oculten; en lo cual no es aquél menos absurdo que este, ya que si a este lo engañan más, puesto que le esconden la verdad, aquél exige en dicha verdad el alimento, el crecimiento y la renovación de los sufrimientos que padece”. (vol. V)
“Y resulta así que los celos son interminables, pues incluso aunque el ser amado hubiera muerto, por ejemplo, y no pudiera ya causarlos con su comportamiento, ocurre que hay recuerdos que, posteriormente a cualquier acontecimiento, se portan de forma tal en nuestra memoria como si fueran también acontecimientos, unos recuerdos que no habíamos aclarado hasta ahora y a los que basta con que reflexionemos, sin ningún hecho exterior, para darles un sentido nuevo y terrible (…) Por lo tanto no debemos temer en el amor, como sucede en la vida cotidiana, solo el porvenir, sino, además, el pasado, que muchas veces no cobra realidad para nosotros más que después del porvenir, y nos estamos refiriendo solo al pasado del que nos enteramos a posteriori, sino de ese que llevamos mucho conservando por dentro y que, de pronto, aprendemos a leer”. (vol. V)
“Los celos son también un demonio que es imposible exorcizar y regresan siempre para encarnarse en una nueva forma”. (vol. V)
“Es asombroso qué poca imaginación tienen los celos, que se pasan la vida haciendo, sin salir de la falsedad, suposiciones de poca monta, cuando de lo que se trata es de descubrir la verdad”. (vol. VI)
“…puesto que para los celos no existen ni pasado ni futuro y que lo que imaginan siempre es presente”. (vol. VI)


Aprender a leer el pasado y comprender que te engañaron. Entonces no es sólo celos lo que sientes. Es otra cosa.

Imaginación
"Intentamos hallar en las cosas, que un hecho así ha convertido en muy valiosas, el reflejo que proyectó en ellas nuestra alma; nos decepciona comprobar que, al natural, parecen carecer de ese encanto que le debían, en nuestros pensamientos, a la vecindad con determinadas ideas; hay veces en que convertimos todas las fuerzas de dicha alma en habilidad y en esplendor para influir en personas a las que notamos, desde luego, más allá de nosotros y a las que nunca alcanzaremos”. (vol. I)
“Nos hallamos todos en la obligación, para que la realidad nos resulte soportable, de cultivar unas cuantas locuras menores”. (vol. II)
Siempre se nos olvida (que la hermosura y la felicidad) son individuales y, al sustituirlas en nuestras mentes por una categoría convencional que elaboramos, haciendo algo así como el promedio de las diversas caras que nos han agradado y de los placeres que hemos conocido, no tenemos sino imágenes abstractas que son lacias y desabridas porque carecen precisamente de ese carácter de cosa nueva, diferente a lo que ya conocíamos, ese carácter que es lo propio de la hermosura y la felicidad”. (vol. II)
“…hay siempre menos egoísmo en la pura imaginación que en el recuerdo”. (vol. IV)
“…mi destino era no perseguir sino fantasmas, seres cuya realidad tenía yo, en buena parte, en la imaginación; hay personas, efectivamente, -y tal había sido mi caso desde la juventud- para quienes todo cuanto posee un valor fijo que otros pueden comprobar; el dinero, el éxito, las posiciones elevadas no cuenta; lo que necesitan los fantasmas. Por ello sacrifican todo lo demás, arbitran todos los medios y lo ponen al servicio de poder encontrarse con tal o cual fantasma. Pero éste no tarda en desvanecerse, entonces, persiguen a otro, sin que ello impida que vuelvan después al primero”. (vol. IV)
Arte
"[…] la genialidad, por no mencionar el talento magno, no procede tanto de elementos intelectuales y especialmente agudos, superiores a los del prójimo, cuanto de la capacidad de transformarlos, de transponerlos. (vol. II)
"Si el arte no era en realidad más que una prolongación de la vida, ¿valía la pena sacrificar algo por él? ¿No era acaso tan irreal como la vida misma?" (vol. V)
"El único viaje auténtico, el único baño de eterna juventud, no sería encaminarnos hacia paisajes nuevos, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que ve cada uno de ellos, que son cada uno de ellos; y eso podemos conseguirlo con un Elstir, con un Vinteuil; con sus semejantes volamos de verdad de unas estrellas a otras". (vol. V)
"Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber qué ve otra persona de ese universo que no es igual que el nuestro y cuyos paisajes habrían sido para nosotros tan desconocidos como los que puedan existir en la luna. Gracias al arte, en vez de ver un único mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, contamos con tantos mundos a nuestra disposición como artistas originales hay, y son más diferentes unos de otros que los mundos que ruedan por el infinito y que, muchos siglos después de que se haya apagado la lumbre de que brotaban, ora se llamase Rembrandt, ora Vermeer, nos envían su particular rayo de luz". (vol. VII)
"La felicidad le resulta salutífera al cuerpo, pero es la pena la que desarrolla las fuerzas de la mente. Por lo demás, aunque no nos descubriese en todas las ocasiones una ley, no por ello dejaría de ser indispensable para encauzarnos hacia la verdad en todas las ocasiones y obligarnos a tomarnos las cosas en serio, arrancando en todas esas ocasiones las malas hierbas de los hábitos, del escepticismo, de la superficialidad y de la indiferencia. Cierto es que esa verdad, que no es compatible con la felicidad ni con la salud, no siempre lo es con la vida. La pena mata a la postre. Con cada pena demasiado grande notamos que se abulta otra vena más, que va desarrollando su sinuosidad mortal por la sien o por debajo de los ojos. Y así es, poco a poco, como aparecen los estragos en esos terribles rostros de Rembrandt viejo, de Beethoven viejo, de los que todos se reían". (vol. VII)
Marcel Proust y los diez pilares de En busca del tiempo perdido, Winston Manrique Sabogal [El País, 14 de noviembre de 2013]


Aún así, no son muchos los que realmente han disfrutado a conciencia de esta obra monumental, tal vez intimidados por su tamaño y densidad (3.000 páginas). En Colombia, un especialista en Proust es el escritor y profesor Carlos José Reyes, dramaturgo de 72 años, pionero del teatro nacional, ganador de los premios Casa de las Américas y Vida y Obra de la Secretaría de Cultura de Bogotá, y recordado como guionista de la serie de televisión Revivamos nuestra historia. Este lector e investigador ejemplar, exdirector de la Biblioteca Nacional, enseñó a leer En busca del tiempo perdido durante un seminario para estudiantes de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.
No basta haberse acercado con timidez a alguna de las siete novelas, la gracia es completar paso a paso, degustando cada página, esta maratón literaria confrontándola con la vida de Proust y con los eventos históricos que influyeron en él y en su escritura. No es una prueba de velocidad como Pedro Páramo de Rulfo, sino una de largo aliento. Entre seis meses y un año, dependiendo del juicio del emprendedor, demanda la lectura disciplinada de Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado. En la era del afán parece una locura dedicarle tanto tiempo a un autor, pero Reyes la releyó con los alumnos haciendo anotaciones al margen, en español y en francés, hasta descubrir la verdadera riqueza de La recherche.
Aunque Proust ha sido incluido en la odiosa lista de “autores imposibles”, como James Joyce, cualquier lector puede dejarse llevar por la sensibilidad con que describe su vida campestre en Combray (en realidad Illiers) y Balbec (Deauville) y la citadina en París, desde su triste y enfermiza niñez, su soledad inspiradora, hasta su vida en los salones de la alta sociedad francesa, pasando por el complejo de Edipo y la definitiva influencia de su madre, lectora y traductora; su amor por la pintura y la música; el conflicto con su padre médico porque lo hizo estudiar ciencia política en la Sorbona y lo imaginaba diplomático, mientras él soñaba con ser escritor; sus depresiones, sus enamoramientos y desenamoramientos contenidos y dosificados; el descubrimiento gradual de su homosexualidad; su visión crítica del hombre en la transición entre el siglo XIX y el XX.
Sólo un experto como Reyes, que ha leído las principales biografías sobre Proust, por ejemplo la de Ghislain de Diesbach (Anagrama) y la de George Painter (Lumen), en especial la primera, que confronta esa vida con la historia y luego recoge los pasos del autor en Francia, puede ver aquello que los desprevenidos que dicen aburrirse en la primera novela no intuyen.
El autor de En busca del tiempo perdido nació en París el 10 de julio de 1871, en plena caída del imperio de Napoleón III, sobrino de Bonaparte, mientras estallaba la comuna de la capital francesa. Con el tiempo este ambiente revolucionario afectó a un niño hipersensible como Proust. El único evento político en el que participó tiene que ver con tal proceso y fue el famoso caso del capitán Alfred Dreyfus, juzgado como traidor por la supuesta venta de secretos militares franceses a Alemania, condenado a cadena perpetua, declarado inocente luego de ser defendido por Émile Zola, a quien se plegó Proust en 1898, en una cruzada contra el antisemitismo, porque Dreyfus era de origen judío, como la madre de Proust. Se les unieron artistas como Monet y otros escritores como Anatole France, la estrella del momento que no trascendió a pesar de ganar el Nobel en 1921, ¡premio que no recibió Proust!
Por pintores como Monet, Degas, por la última etapa del impresionismo, por el puntillismo de Seurat, el comienzo del cubismo de Picasso, la amistad con Beraud, es que En busca del tiempo perdido se convirtió “en un paralelo entre la vida y el arte, con una mirada ennoblecida por la sublimación estética”. Preguntas del profesor Reyes a los lectores: ¿por qué el protagónico señor Swann es un conocedor del arte? ¿Cómo no ver la influencia de Renoir en las muchachas en flor y la de Botticelli en el imaginario de Odette de Crécy? El último deseo de Proust antes de morir el 18 de noviembre de 1922, a causa de una insuficiencia pulmonar que ni su padre pudo controlar, fue contemplar el óleo Vista de Delft (1660), del holandés Vermeer.
A partir de la toma de La Bastilla (1879), el comienzo de la Revolución francesa, Proust descubrió a Chateaubriand. Leyó El genio del cristianismo, atraído por iglesias, catedrales y ritos católicos que luego desfilaron por su obra. Lo impactaron las Memorias de ultratumba, esa crónica personal del vizconde sobre su vida en Francia e Inglaterra. La tragedia griega, las Confesiones de San Agustín y La comedia humana de Balzac también fueron grandes influencias contrapuestas de intentos de “contar la vida”.
En el caso del burgués Balzac, analizó su aproximación a los arquetipos de la sociedad francesa que Proust luego penetró con maestría a través del señor Swann, su esposa Odette, la señora de Villeparisis, el señor de Norpois, la familia Verdurin, etc., personajes que encarnan los hipócritas rituales parisinos de reconocimiento y ascenso social, todavía reinantes en la actualidad.
Una vez estudió los modelos narrativos de la novela de los siglos XVIII y XIX encontró en Flaubert “la obra abierta, sin comienzo ni final establecido”, una línea innovadora que lo llevó, teniendo en cuenta a Madame Bovary, a la Naná de Zola y a la Dulcinea del Quijote, a crear su Albertina, el amor imposible de Marcel, el protagonista de En busca del tiempo perdido. Es la voz adulta de Marcel la que “destruye desde adentro, desde su primera persona, la estructura que hasta entonces le daba el hilo conductor a un protagonista creado por un narrador omnisciente”.
Proust, según Reyes, revalida en carne propia el eterno retorno al yo aprendido de Nietzsche y el mundo en acción representado bajo la concepción de Schopenhauer. El yo vuelve a la niñez y desde allí se desplaza hacia los demás personajes. Tampoco fue ajeno a los efectos de la Ilustración a través de Rousseau, ni a la poesía de Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. “Las flores del mal le dieron aliento poético, el equilibrio estético entre el horror y la belleza”. La avidez de Proust lo llevó incluso a leer al colombiano José Asunción Silva, que vivió en Francia y frecuentó los salones parisinos de la intelectualidad modernista, donde el venezolano Reynaldo Hahn tocaba el piano mientras el dandy Proust leía sus borradores. En esa atmósfera conoció a Wilde y a Gide. Este último era crítico de libros y dijo que a En busca del tiempo perdido le faltaba estructura.
Otro arte transversal en la obra de Proust es la música. Reyes relee casi tarareándolo para demostrar “el ritmo de sonata en tres tiempos y el uso de la coda”. También están el teatro y la arquitectura. Proust dijo que sus novelas tenían la estructura del “edificio inmenso del recuerdo” con los detalles de una catedral gótica: “Mi obra es toda mi teoría del arte”. Integró la pasión artística a la pasión por la naturaleza y las experimentó hasta lo sensual.
Materia prima fundida, transformada en un clásico de ritmo no lineal sino arbitrario, al rescate de los recuerdos: “La memoria como fuente de escritura y a la vez como acto de vida; vivir y escribir se confundieron y Proust terminó viviendo en el libro y ahí plasmó su entrega absoluta a una obra monumental que le tomó entre 1908 y su muerte en 1922”. La vida biológica transcurre a la par de la vida mental: un olor, un objeto, una textura, una situación cotidiana, desatan el proceso creativo desde lo sensorial hacia la narración, la idealización, la reflexión, la ensoñación, la intensidad de lo que se ve, se siente, se oye, se percibe.
La narración —un flujo permanente, meticuloso pero sutil, rico en digresiones— se construye con base en frases subordinadas que molestan a algunos puristas de la llamada “narración eficaz” y desconcentran a lectores descuidados, pero son esas ideas, yendo y viniendo, las que dan musicalidad y belleza a la prosa. En la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional hay un ensayo de A. M. Bergmann sobre Proust, en el que define así su estilo: “Es como el deslizarse con las puntas de los dedos por la superficie de una seda suntuosa”. En concepto del poeta y ensayista Juan Gustavo Cobo Borda, otro experto colombiano en Proust, una “sólida y a la vez fulgurante hazaña narrativa”.
No por eso las novelas dejan de ceñirse a su época: la Francia convulsionada, la gran Exposición Universal de 1900, el París de las cenas y las fiestas, de los paseos por los Campos Elíseos, la Italia de la Florencia perfumada; fichas al servicio de la experiencia de vida y del ejercicio del escritor, no puestas allí para decorar. Proust no juzga a la aristocracia empoderada tras la caída de Napoleón III, sin embargo, gracias a su técnica narrativa logra una reveladora radiografía y establece una ruptura con la sociedad francesa que conoció. La misma técnica que permite a los personajes aparecer con discreción, tomar fuerza, trascender y difuminarse dejando huella. Bien dijo el profesor Reyes: “Balzac hacía sus personajes desde afuera y Proust los construyó desde adentro, desde sus emociones”.
La cereza del pastel, porque de Proust también se puede hacer un tratado de culinaria, es que de forma paralela elabora entre líneas un discurso contra el arribismo social, la politiquería, el nacionalismo, la religión que manipula, los tinterillos, el periodismo amarillista, las falsas posturas frente a la sexualidad para acallar la homosexualidad hace un siglo (leer Sodoma y Gomorra), sobre qué es y qué no es literatura. El resultado es una obra totalizante, comparable al Ulises en pretensión y efecto, distinta a la de Joyce en cuanto a lenguaje, estructura, ambigüedad y complejidad.
Con una obra de arte mayor como En busca del tiempo perdido y con un profesor de la talla de Carlos José Reyes es difícil negarse a conocer el mundo de Proust, sin importar si en ese viaje delicioso la vida contrapuesta del lector a la del autor se refleja más en el estético y dubitativo camino de Swann o en el mundano e ilusorio camino de Guermantes... o se funde en los dos.

El lector inmortaliza a Marcel Proust por Nelson Fredy Padilla [El espectador, 24 de noviembre de 2012]



Marcel Proust tenía una letra rasgada y diminuta y escribía sobre cualquier superficie que tuviera a mano. Escribía en estrechos cuadernos verticales quizás pensados para ajustarse a los bolsillos de una chaqueta o un abrigo de su época, cuadernos diseñados con una elegancia mundana de pitilleras o petacas de licor. Escribía en baratos cuadernos escolares y en hojas a veces no más grandes que un papel de fumar, en reversos de sobres, en páginas arrancadas de agendas. Escribía en los márgenes y entre las líneas de las copias mecanografiadas de los capítulos de su novela inacabable y en el reverso en blanco de esas mismas páginas. Escribía sobre las galeradas ya compuestas y a punto de editarse. La letra inclinada y mínima se infiltraba como raíces y tentáculos de una planta trepadora entre las líneas rectas y los márgenes fijos del texto impreso, que así recobraba su condición de borrador, de obra en marcha que no puede darse nunca por terminada mientras dure la vida y la imaginación permanezca activa. Lo que había parecido definitivo ahora sucumbía a tachaduras en aspa y borrones furiosos. A lo ya terminado y corregido le brotaba la hiedra selvática de nuevas ocurrencias, de vínculos recién descubiertos y de hilos de intuiciones que era preciso seguir.
Él mismo comparaba sus trances de inspiración a golpes sucesivos de olas contra una orilla en la que el mar no se apacigua nunca. En sus cuadernos verticales de anotarlo todo cabe igual una metáfora inusitada que un comentario trivial escuchado al paso por la calle o que uno de esos giros pomposos que infectan de un día para otro el habla común y el lenguaje de los periódicos. Sólo al final de su vida vivió Proust enclaustrado en su dormitorio de cortinajes echados durante el día y paredes forradas de corcho, y aun entonces aprovechó sus penúltimas fuerzas para salir a ver alguna cosa que le interesaba, para visitar de nuevo un lugar que deseaba describir con un máximo de precisión o encontrarse con alguien que le suministraría alguna dosis del material con el que modelaba un personaje. Un día de mayo de 1921, ya muy debilitado, fue al museo del Jeu de Paume para observar de cerca la Vista de Delft de Vermeer, no por amor desinteresado a la pintura sino porque ese cuadro precisamente era el preferido de su novelista inventado Bergotte, cuya muerte había contado ya. Testigos que lo veían entonces en París recordaron que tenía una palidez de ultratumba. Jean Cocteau fue a visitarlo una noche de invierno durante la guerra y al verlo envuelto en mantas y pieles, en su gran piso helado, en la penumbra del toque de queda, pensó que se parecía al capitán Nemo después de quedarse solo en su submarino.
Muy enfermo, más débil aún por la falta de ejercicio, la tarde del Jeu de Paume Proust sufrió un desvanecimiento delante de ese cuadro que era para él un emblema de la capacidad suprema del arte para apresar la belleza y el temblor de lo real y hacer duradero lo más fugitivo: esa mancha dorada del primer sol de la mañana en un muro de ladrillo. Un amigo lo sostuvo en pie. Volvió inmediatamente a casa y le pidió a Céleste Albaret, su ama de llaves y enfermera y secretaria, las páginas del manuscrito en las que estaba contada la muerte de Bergotte. Y se puso a tachar y a corregir y agregar de modo que la experiencia de su pérdida de conocimiento y su miedo a morir enriqueciera la escena de la agonía de su personaje.
Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su dormitorio, sin enterarse de si era de noche o de día, sobre una mesilla inestable de bambú no mucho mayor que una bandeja de desayuno, las hojas del manuscrito desplegadas sobre la cama o caídas por el suelo, la letra cada vez más rápida, más pequeña y rasgada, una línea nerviosa como de sismógrafo, como un registro de los impulsos eléctricos de la actividad cerebral.
Después de treinta años de mi vida leyendo a Proust, con una emoción que el tiempo y la familiaridad hacen cada vez más intensa, he visto por primera vez de cerca su letra, los primeros borradores tentativos de À la recherche, los cuadernos verticales y estrechos con sus tapas art nouveau, las libretas escolares rayadas, con los márgenes apurados por la codicia de la escritura, con las tapas de cartón desgastadas. He empujado la puerta de una sala con iluminación tenue, para no dañar el papel, en la Morgan Library, en la primera hora del primer día de la exposición dedicada al centenario del primer tomo de la novela, Du coté de chez Swann. Algunos proustianos más resueltos que yo me habían precedido. Nos movíamos en silencio de una vitrina a otra, y lo que nos estremecía, lo que nos agrupaba en una fraternidad sigilosa, no era tanto la materialidad estática del papel como la revelación visible del proceso de la escritura. Allí estaban las primeras incertidumbres, el tesón de persistir en algo que no se sabe todavía lo que es. En algún momento Proust se pregunta, en uno de esos cuadernos primeros, si lo que ha de escribir, lo que le viene rondando la imaginación desde hace tanto tiempo, será o no una novela, o quizás un ensayo literario, o un tratado filosófico. Escribe y tacha, cuenta un episodio que no sabe a qué pertenece y años después, en otro cuaderno, lo escribe de otra manera. Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable. Otras, por cada palabra, cada frase concluida, hay una tachadura.
Al cabo de un rato de observación cuidadosa hay nombres, pasajes manuscritos que puedo descifrar y reconocer: estoy viendo surgir por primera vez, delante de mí, como se vería en otro tiempo formarse una fotografía en el líquido del revelado, un fragmento de algo que ahora forma parte de mi archivo indeleble de la literatura. En una carta Proust felicita a Camile Saint-Saëns por su sonata para violín y piano: en un lugar de los manuscritos la sonata que escuchan Swann y Odette aún está identificada expresamente como la de Saint-Saëns. Poco después, en otra de las versiones sucesivas, la química de la ficción ha actuado y la música pertenece al compositor inventado Vinteuil.
La novela se extiende tanto que ya no puede caber en un solo volumen. La novela crece expandiéndose y ramificándose con una fecundidad orgánica que abarca la vida entera de su autor, y que se alimenta no sólo de su memoria sino también de lo que está ocurriendo mientras escribe. Cuando llega la guerra en 1914 y se detiene la publicación del segundo volumen, la guerra misma entra en la novela ya omnívora. En una vitrina, en el centro de la sala, en la Morgan Library, está lo que Proust nunca vio: la edición completa en siete tomos que sólo apareció en 1927, cuando llevaba muerto cinco años. No hay monumento fúnebre más noble para un escritor.
Marcel Proust and Swann’s Way: 100th Anniversary. The Morgan Library & Museum. 225 Madison Avenue. New York. Hasta el 28 de abril.
Fiebre manuscrita, Antonio Muñoz Molina [El País, 20 de febrero de 2013]

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