CIPIÓN Y BERGANZA o EL COLOQUIO DE
LOS PERROS
Novela y coloquio que pasó entre Cipión y
Berganza, perros del Hospital de la Resurrección, que está en la Ciudad de
Valladolid, fuera de la puerta del campo, a quien comúnmente llaman «Los perros
de Mahude».
CIPIÓN.—Berganza amigo, dejemos esta noche el Hospital en guarda de la confianza y retirémonos a esta soledad y entre estas esteras, donde podremos gozar sin ser sentidos desta no vista merced que el cielo en un mismo punto a los dos nos ha hecho.
BERGANZA.—Cipión hermano, óyote hablar y sé que
te hablo, y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los
términos de naturaleza.
CIPIÓN.—Así es la verdad, Berganza; y viene a ser
mayor este milagro en que no solamente hablamos, sino en que hablamos con discurso, como si
fuéramos capaces de razón, estando tan sin ella que la diferencia que
hay del animal bruto al hombre es ser el hombre animal racional, y el bruto,
irracional.
BERGANZA.—Todo lo que dices, Cipión, entiendo, y
el decirlo tú y entenderlo yo me causa nueva admiración y nueva maravilla. Bien
es verdad que, en el discurso de mi vida, diversas y muchas veces he oído decir
grandes prerrogativas nuestras: tanto, que parece que algunos han querido
sentir que tenemos un natural distinto, tan vivo y tan agudo en muchas cosas,
que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué
de entendimiento capaz de discurso.
CIPIÓN.—Lo que yo he oído alabar y encarecer es nuestra mucha memoria, el
agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar
por símbolo de la amistad; y así, habrás visto (si has mirado en ello) que en
las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que allí
están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una figura de perro, en señal que se guardaron en la vida
amistad y fidelidad inviolable.
BERGANZA.—Bien sé que ha habido perros tan
agradecidos que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la
misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados
sus señores sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida.
Sé también que, después
del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene
entendimiento; luego, el caballo, y el último, la jimia.
CIPIÓN.—Ansí es, pero bien confesarás que ni has
visto ni oído decir jamás que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o
mona; por donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso cae
debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos, las cuales, cuando se muestran y parecen,
tiene averiguado la experiencia que alguna calamidad grande amenaza a las
gentes.
BERGANZA.—Desa manera, no haré yo mucho en tener
por señal portentosa lo que oí decir los días pasados a un estudiante, pasando
por Alcalá de Henares.
CIPIÓN.—¿Qué le oíste decir?
BERGANZA.—Que de
cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad, los dos mil
oían Medicina.
CIPIÓN.—Pues, ¿qué vienes a inferir deso?
BERGANZA.—Infiero, o
que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta
plaga y mala ventura), o ellos se han de morir de hambre.
CIPIÓN.—Pero, sea lo que fuere, nosotros
hablamos, sea portento o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda, no
hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir; y así, no hay para
qué ponernos a disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será que este
buen día, o buena noche, la metamos en nuestra casa; y, pues la tenemos tan
buena en estas esteras y no
sabemos cuánto durará esta nuestra ventura, sepamos aprovecharnos della
y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al
sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado.
BERGANZA.—Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas
para roer un hueso tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la
memoria; y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me olvidaban.
Empero, ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido deste divino don de la
habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo más que pudiere, dándome priesa a decir todo aquello que se me acordare,
aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé cuándo me volverán a pedir
este bien, que por prestado tengo. [cuando
se tiene la palabra]
CIPIÓN.—Sea ésta la manera, Berganza amigo: que esta noche me cuentes tu vida
y los trances por donde has venido al punto en que ahora te hallas, y si mañana en la noche
estuviéremos con habla, yo te contaré la mía; porque mejor será gastar el tiempo en contar las propias que en
procurar saber las ajenas vidas.
BERGANZA.—Siempre, Cipión, te he tenido por
discreto y por amigo; y ahora más que nunca, pues como amigo quieres decirme
tus sucesos y saber los míos, y como discreto has repartido el tiempo donde
podamos manifestallos. Pero advierte primero si nos
oye alguno.
CIPIÓN.—Ninguno, a lo
que creo, puesto que aquí cerca está un soldado tomando sudores; pero en
esta sazón más estará para dormir que para ponerse a escuchar a nadie.
BERGANZA.—Pues si puedo hablar con ese seguro,
escucha; y si te cansare lo que te fuere diciendo,
o me reprehende o manda que calle.
CIPIÓN.—Habla hasta que amanezca, o hasta que
seamos sentidos; que yo te escucharé de muy buena
gana, sin impedirte sino cuando viere ser necesario.
BERGANZA.—«Paréceme que la primera vez que vi el
sol fue en Sevilla y en su Matadero, que está fuera de la Puerta de la Carne;
por donde imaginara (si no fuera por lo que después te diré) que mis padres
debieron de ser alanos de aquellos que crían los ministros de aquella
confusión, a quien llaman jiferos. El primero que conocí por amo fue uno
llamado Nicolás el Romo, mozo robusto, doblado y
colérico, como lo son todos aquellos que ejercitan la jifería. Este tal Nicolás
me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos,
arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas. Con
mucha facilidad salí un águila en esto.»
CIPIÓN.—No me maravillo, Berganza; que, como el hacer mal viene de
natural cosecha, fácilmente se aprende el hacerle.
BERGANZA.—¿Qué te diría, Cipión hermano, de lo
que vi en aquel Matadero y de las cosas exorbitantes que en él pasan? Primero,
has de presuponer que todos cuantos en él trabajan, desde el menor hasta el
mayor, es gente ancha de conciencia, desalmada, sin
temer al Rey ni a su justicia; los más, amancebados; son aves de rapiña
carniceras: mantiénense ellos y sus amigas de lo que hurtan. Todas las
mañanas que son días de carne, antes que amanezca, están en el Matadero gran
cantidad de mujercillas y muchachos, todos con talegas, que, viniendo vacías,
vuelven llenas de pedazos de carne, y las criadas con criadillas y lomos medio
enteros. No hay res alguna que se mate de quien no lleve esta gente diezmos y
primicias de lo más sabroso y bien parado. Y, como en Sevilla no hay obligado
de la carne, cada uno puede traer la que quisiere; y la que primero se mata, o
es la mejor, o la de más baja postura, y con este concierto hay siempre mucha
abundancia. Los dueños se encomiendan a esta buena
gente que he dicho, no para que no les hurten (que esto es imposible), sino
para que se moderen en las tajadas y socaliñas que hacen en las reses muertas,
que las escamondan y podan como si fuesen sauces o parras. Pero ninguna cosa me admiraba
más ni me parecía peor que el ver que estos jiferos con la misma facilidad
matan a un hombre que a una vaca; por quítame allá esa paja, a dos por tres meten un
cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen
un toro. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a veces sin
muertes; todos se pican de valientes, y aun tienen
sus puntas de rufianes; no hay ninguno que no tenga su ángel de guarda
en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y lenguas de vaca.
Finalmente, oí decir a un
hombre discreto que tres cosas tenía el Rey por ganar en Sevilla: la calle de
la Caza, la Costanilla y el Matadero.
CIPIÓN.—Si en contar las condiciones de los amos
que has tenido y las faltas de sus oficios te has de estar, amigo Berganza,
tanto como esta vez, menester será pedir al cielo nos conceda la habla siquiera
por un año, y aun temo que, al paso que llevas, no llegarás a la mitad de tu
historia. Y quiérote advertir de una cosa, de la cual verás la experiencia
cuando te cuente los sucesos de mi vida; y es que los
cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos, otros en el modo de
contarlos (quiero decir que algunos hay que, aunque se cuenten sin preámbulos y
ornamentos de palabras, dan contento); otros hay que es menester vestirlos de
palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos, y con mudar la voz,
se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos;
y no se te olvide este advertimiento, para aprovecharte dél en lo que te queda
por decir.
BERGANZA.—Yo lo haré así, si pudiere y si me da
lugar la grande tentación que tengo de hablar; aunque me
parece que con grandísima dificultad me podré ir a la mano.
CIPIÓN.—Vete a la lengua, que en ella consisten los mayores daños
de la humana vida.
BERGANZA.—«Digo, pues, que mi amo me enseñó a llevar una espuerta en la boca
y a defenderla de quien quitármela quisiese. Enseñóme también la casa de su
amiga, y con esto se escusó la venida de su criada al Matadero, porque yo le
llevaba las madrugadas lo que él había hurtado las noches. Y un día que, entre
dos luces, iba yo diligente a llevarle la porción, oí que me llamaban por mi
nombre desde una ventana; alcé los ojos y vi una moza hermosa en estremo;
detúveme un poco, y ella bajó a la puerta de la calle, y me tornó a llamar.
Lleguéme a ella, como si fuera a ver lo que me quería, que no fue otra cosa que
quitarme lo que llevaba en la cesta y ponerme en su lugar un chapín viejo. Entonces dije entre mí: La
carne se ha ido a la carne. Díjome la moza, en habiéndome quitado la carne:
Andad Gavilán, o como os llamáis, y decid a Nicolás el Romo, vuestro amo,
que no se fíe de animales, y que del lobo un pelo, y ése de la espuerta.
Bien pudiera yo volver a quitar lo que me quitó, pero no quise, por no poner mi
boca jifera y sucia en aquellas manos limpias y blancas.»
CIPIÓN.—Hiciste muy bien, por ser prerrogativa de
la hermosura que siempre se le tenga respecto.
BERGANZA.—«Así lo hice yo; y así, me volví a mi
amo sin la porción y con el chapín. Parecióle que volví presto, vio el chapín,
imaginó la burla, sacó uno de cachas y tiróme una
puñalada que, a no desviarme, nunca tú oyeras ahora este cuento, ni aun
otros muchos que pienso contarte. Puse pies en polvorosa, y, tomando el camino
en las manos y en los pies, por detrás de San Bernardo, me fui por aquellos
campos de Dios adonde la fortuna quisiese llevarme.
»Aquella noche dormí al cielo abierto, y otro día
me deparó la suerte un hato o rebaño de ovejas y carneros. Así como le vi, creí
que había hallado en él el centro de mi reposo, pareciéndome ser propio y natural oficio de los perros
guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es
amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco
pueden. Apenas me hubo visto uno de tres pastores que el ganado
guardaban, cuando diciendo ¡To, to! me llamó; y yo, que otra cosa no
deseaba, me llegué a él bajando la cabeza y meneando la cola. Trújome la mano
por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi
edad, y dijo a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro de
casta. Llegó a este instante el señor del ganado sobre una yegua rucia a la
jineta, con lanza y adarga: que más parecía atajador de la costa que señor de
ganado. Preguntó el pastor: ¿Qué perro es éste, que tiene señales de ser
bueno? Bien lo puede vuesa merced creer —respondió el pastor—, que yo le
he cotejado bien y no hay señal en él que no muestre y prometa que ha de ser un
gran perro. Agora se llegó aquí y no sé cúyo sea, aunque sé que no es de los
rebaños de la redonda. Pues así es —respondió el señor—, ponle luego el
collar de Leoncillo, el perro que se murió, y denle la ración que a los demás,
y acaríciale, porque tome cariño al hato y se quede en él. En diciendo
esto, se fue; y el pastor me puso luego al cuello unas carlancas llenas de
puntas de acero, habiéndome dado primero en un dornajo gran cantidad de sopas
en leche. Y, asimismo, me puso nombre, y me llamó Barcino.
»Vime harto y contento con el segundo amo y con
el nuevo oficio; mostréme solícito y diligente en
la guarda del rebaño, sin apartarme dél sino las siestas, que me iba a
pasarlas o ya a la sombra de algún árbol, o de algún ribazo o peña, o a la de
alguna mata, a la margen de algún arroyo de los muchos que por allí corrían. Y
estas horas de mi sosiego no las pasaba ociosas, porque en ellas ocupaba la
memoria en acordarme de muchas cosas, especialmente en la vida que había tenido
en el Matadero, y en la que tenía mi amo y todos los
como él, que están sujetos a cumplir los gustos impertinentes de sus amigas.»
¡Oh, qué de cosas te pudiera decir ahora de las
que aprendí en la escuela de aquella jifera dama de mi amo! Pero habrélas de callar, porque no me tengas por largo y por
murmurador.
CIPIÓN.—Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los
antiguos que era difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré que
murmures un poco de luz y no de sangre; quiero decir que señales y no hieras ni
des mate a ninguno en cosa señalada: que no es buena la murmuración, aunque haga reír a muchos, si
mata a uno; y si puedes agradar sin ella, te tendré por muy discreto.
BERGANZA.—Yo tomaré tu consejo, y esperaré con
gran deseo que llegue el tiempo en que me cuentes tus sucesos; que de quien tan
bien sabe conocer y enmendar los defetos que tengo en contar los míos, bien se
puede esperar que contará los suyos de manera que
enseñen y deleiten a un mismo punto.
«Pero, anudando el roto hilo de mi cuento, digo
que en aquel silencio y soledad de mis siestas, entre otras cosas, consideraba
que no debía de ser verdad lo que había oído contar de la vida de los pastores;
a lo menos, de aquellos que la dama de mi amo leía en unos libros cuando yo iba a su casa, que todos trataban de pastores y pastoras, diciendo que se les pasaba toda la vida cantando y tañendo con
gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas, y con otros instrumentos
extraordinarios. Deteníame a oírla leer, y leía cómo el pastor de Anfriso
cantaba estremada y divinamente, alabando a la sin par Belisarda, sin haber en
todos los montes de Arcadia árbol en cuyo tronco no se hubiese sentado a
cantar, desde que salía el sol en los brazos de la Aurora hasta que se ponía en
los de Tetis; y aun después de haber tendido la negra noche por la faz de la
tierra sus negras y escuras alas, él no cesaba de
sus bien cantadas y mejor lloradas quejas. No se le quedaba entre
renglones el pastor Elicio, más enamorado que atrevido, de quien decía que, sin atender a sus amores ni a su
ganado, se entraba en los cuidados ajenos. Decía también que el gran
pastor de Fílida, único pintor de un retrato, había sido más confiado que
dichoso. De los desmayos de Sireno y arrepentimiento de Diana decía que daba
gracias a Dios y a la sabia Felicia, que con su agua encantada deshizo aquella
máquina de enredos y aclaró aquel laberinto de dificultades. Acordábame de
otros muchos libros que deste jaez la había oído leer, pero no eran dignos de traerlos a la memoria.»
CIPIÓN.—Aprovechándote vas, Berganza, de mi
aviso: murmura, pica y
pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca.
BERGANZA.—En estas materias nunca tropieza la lengua si no cae primero la intención;
pero si acaso por descuido
o por malicia murmurare, responderé a quien me reprehendiere lo que
respondió Mauleón, poeta tonto y académico de burla de la Academia de los
Imitadores, a uno que le preguntó que qué quería decir Deum de Deo; y respondió
que "dé donde diere".
CIPIÓN.—Esa fue respuesta de un simple; pero tú, si eres discreto o lo quieres
ser, nunca has de decir cosa de que debas dar disculpa. Di adelante.
BERGANZA.—«Digo que todos los pensamientos que he
dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis
pastores, y todos los demás de aquella marina, tenían de aquellos que había oído
leer que tenían los pastores de los libros; porque si
los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un "Cata el lobo dó va, Juanica" y otras
cosas semejantes; y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas
tejuelas puestas entre los dedos; y no con voces delicadas, sonoras y
admirables, sino con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que
cantaban, sino que gritaban o gruñían. Lo más del
día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos
se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos,
Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por
donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas
soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna;
que, a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima
vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos
jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos
cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí
la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.»
CIPIÓN.—Basta, Berganza; vuelve a tu senda y
camina.
BERGANZA.—Agradézcotelo, Cipión amigo; porque si
no me avisaras, de manera se me iba calentando la boca, que no parara hasta
pintarte un libro entero
destos que me tenían engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga todo con
mejores razones y con mejor discurso que ahora.
CIPIÓN.—Mírate a los pies y desharás la rueda,
Berganza; quiero decir que mires que eres un animal que carece de razón, y si
ahora muestras tener alguna, ya hemos averiguado entre los dos ser cosa
sobrenatural y jamás vista.
BERGANZA.—Eso fuera ansí si yo estuviera en mi
primera ignorancia; mas ahora que me ha venido a la memoria lo que te había de
haber dicho al principio de nuestra plática, no sólo no me maravillo de lo que
hablo, pero espántome de
lo que dejo de hablar.
CIPIÓN.—Pues ¿ahora no puedes decir lo que ahora
se te acuerda?
BERGANZA.—Es una cierta historia que me pasó con
una grande hechicera, discípula de la Camacha de Montilla.
CIPIÓN.—Digo que me la cuentes antes que pases más
adelante en el cuento de tu vida.
BERGANZA.— Eso no haré yo, por cierto, hasta su
tiempo: ten paciencia y escucha por su orden mis
sucesos, que así te darán más gusto, si ya no te fatiga querer saber los
medios antes de los principios.
CIPIÓN.—Sé breve, y
cuenta lo que quisieres y como quisieres.
BERGANZA.—«Digo, pues, que yo me hallaba bien con
el oficio de guardar ganado, por parecerme que
comía el pan de mi sudor y trabajo, y que la ociosidad, raíz y madre de todos
los vicios, no tenía que ver conmigo, a causa que si los días holgaba,
las noches no dormía, dándonos asaltos a menudo y
tocándonos a arma los lobos; y, apenas me habían dicho los pastores ¡al
lobo, Barcino!, cuando acudía, primero que los otros perros, a la parte que
me señalaban que estaba el lobo: corría los valles, escudriñaba los montes,
desentrañaba las selvas, saltaba barrancos, cruzaba caminos, y a la mañana volvía al hato, sin haber hallado lobo ni
rastro dél, anhelando, cansado, hecho pedazos y los pies abiertos de los
garranchos; y hallaba en el hato, o ya una oveja muerta, o un carnero
degollado y medio comido del lobo. Desesperábame de ver de cuán poco servía mi mucho cuidado y
diligencia. Venía el señor del ganado; salían los pastores a recebirle
con las pieles de la res muerta; culpaba a los pastores por negligentes, y mandaba castigar a los perros
por perezosos: llovían
sobre nosotros palos, y sobre ellos reprehensiones; y así, viéndome un día castigado sin
culpa, y que mi cuidado, ligereza y braveza no eran de provecho para coger
el lobo, determiné de mudar estilo, no desviándome a buscarle, como tenía de
costumbre, lejos del rebaño, sino estarme junto a él; que, pues el lobo allí
venía, allí sería más cierta la presa.
»Cada semana nos tocaban a rebato, y en una
escurísima noche tuve yo vista para ver los lobos, de quien era imposible que
el ganado se guardase. Agachéme detrás de una mata, pasaron los perros, mis
compañeros, adelante, y desde allí oteé, y vi que dos pastores asieron de un carnero de los mejores
del aprisco, y le mataron de manera que verdaderamente pareció a la mañana que
había sido su verdugo el lobo. Pasméme, quedé suspenso cuando vi que los
pastores eran los lobos y que despedazaban el ganado los mismos que le habían
de guardar. Al punto, hacían saber a su amo la presa del lobo, dábanle el
pellejo y parte de la carne, y comíanse ellos lo más y lo mejor. Volvía a
reñirles el señor, y volvía también el castigo de los perros. No había lobos,
menguaba el rebaño; quisiera
yo descubrillo, hallábame mudo. Todo lo cual me traía lleno de admiración y de
congoja. ¡Válame Dios! —decía entre mí—, ¿quién podrá remediar esta
maldad? ¿Quién será poderoso a dar a entender que la defensa ofende, que las centinelas duermen, que la
confianza roba y el que os guarda os mata?»
CIPIÓN.—Y decías muy bien, Berganza, porque no
hay mayor ni más sotil ladrón que el doméstico, y así, mueren
muchos más de los confiados que de los recatados; pero el daño está en
que es imposible que puedan pasar bien las gentes
en el mundo si no se fía y se confía. Mas quédese aquí esto, que no
quiero que parezcamos predicadores. Pasa adelante.
BERGANZA.—«Paso adelante, y digo que determiné
dejar aquel oficio, aunque parecía tan bueno, y escoger otro donde por hacerle
bien, ya que no fuese remunerado, no fuese castigado. Volvíme a Sevilla, y
entré a servir a un mercader muy rico.»
CIPIÓN.—¿Qué modo tenías para entrar con amo?
Porque, según lo que se usa, con
gran dificultad el día de hoy halla un hombre de bien señor a quien servir. Muy
diferentes son los señores de la tierra del Señor del cielo: aquéllos,
para recebir un criado, primero le espulgan el
linaje, examinan la habilidad, le marcan la apostura, y aun quieren saber los
vestidos que tiene; pero, para entrar a servir a Dios, el más pobre es más rico; el más
humilde, de mejor linaje; y, con sólo que se
disponga con limpieza de corazón a querer servirle, luego le manda poner
en el libro de sus gajes, señalándoselos tan aventajados que, de muchos y de
grandes, apenas pueden caber en su deseo.
BERGANZA.—Todo eso es predicar, Cipión amigo.
CIPIÓN.—Así me lo parece a mí, y así, callo.
BERGANZA.—A lo que me preguntaste del orden que
tenía para entrar con amo, digo que ya tú sabes que la humildad es la basa y fundamento de todas
virtudes, y que sin ella no hay alguna que lo sea. Ella allana
inconvenientes, vence dificultades, y es un medio que siempre a gloriosos fines
nos conduce; de los enemigos hace amigos, templa la
cólera de los airados y menoscaba la arrogancia de los soberbios; es
madre de la modestia y hermana de la templanza; en fin, con ella no pueden
atravesar triunfo que les sea de provecho los vicios, porque en su blandura y
mansedumbre se embotan y despuntan las flechas de los pecados.
«Désta, pues, me
aprovechaba yo cuando quería entrar a servir en alguna casa, habiendo
primero considerado y mirado muy bien ser casa que pudiese mantener y donde
pudiese entrar un perro grande. Luego arrimábame a la puerta, y cuando, a mi parecer, entraba algún forastero, le
ladraba, y cuando venía el señor bajaba la cabeza y, moviendo la cola, me iba a
él, y con la lengua le limpiaba los zapatos. Si me echaban a palos, sufríalos,
y con la misma mansedumbre volvía a hacer halagos al que me apaleaba,
que ninguno segundaba, viendo mi porfía y mi noble término. Desta manera, a dos
porfías me quedaba en casa: servía bien, queríanme luego bien, y nadie me
despidió, si no era que yo me despidiese, o, por mejor decir, me fuese; y tal
vez hallé amo que éste fuera el día que yo estuviera en su casa, si la
contraria suerte no me hubiera perseguido.»
CIPIÓN.—De la misma manera que has contado
entraba yo con los amos que tuve, y parece que nos leímos los pensamientos.
BERGANZA.—Como en esas cosas nos hemos
encontrado, si no me engaño, y yo te las diré a su tiempo, como tengo
prometido; y ahora escucha lo que me sucedió después que dejé el ganado en
poder de aquellos perdidos.
«Volvíme a
Sevilla, como dije, que es amparo de pobres y refugio de desechados, que en su
grandeza no sólo caben los pequeños, pero no se echan de ver los grandes. Arriméme
a la puerta de una gran casa de un mercader, hice mis acostumbradas
diligencias, y a pocos lances me quedé en ella. Recibiéronme para tenerme atado
detrás de la puerta de día y suelto de noche; servía con gran cuidado y
diligencia; ladraba a los forasteros y gruñía a los que no eran muy conocidos;
no dormía de noche, visitando los corrales, subiendo a los terrados, hecho universal centinela de la mía y de las casas ajenas.
Agradóse tanto mi amo de mi buen servicio, que mandó que me tratasen bien y me
diesen ración de pan y los huesos que se levantasen o arrojasen de su mesa, con
las sobras de la cocina, a lo que yo me mostraba agradecido, dando infinitos
saltos cuando veía a mi amo, especialmente cuando venía de fuera; que eran
tantas las muestras de regocijo que daba y tantos los saltos, que mi amo ordenó
que me desatasen y me dejasen andar suelto de día y de noche. Como me vi
suelto, corrí a él, rodeéle todo, sin osar llegarle con las manos, acordándome
de la fábula de Isopo, cuando aquel asno, tan asno
que quiso hacer a su señor las mismas caricias que le hacía una perrilla
regalada suya, que le granjearon ser molido a palos. Parecióme que en
esta fábula se nos dio a entender que las gracias y
donaires de algunos no están bien en otros.»
Apode el truhán, juegue de manos y voltee el
histrión, rebuzne el pícaro, imite el canto de los pájaros y los diversos
gestos y acciones de los animales y los hombres el
hombre bajo que se hubiere dado a ello, y no lo quiera hacer el hombre
principal, a quien ninguna habilidad déstas le puede dar crédito ni nombre
honroso.
CIPIÓN.—Basta; adelante, Berganza, que ya estás
entendido.
BERGANZA.—¡Ojalá que como tú me entiendes me
entendiesen aquellos por quien lo digo; que no sé qué tengo de buen natural,
que me pesa infinito
cuando veo que un caballero se hace chocarrero y se precia que sabe
jugar los cubiletes y las agallas, y que no hay quien como él sepa bailar la
chacona! Un caballero conozco yo que se alababa que, a ruegos de un sacristán,
había cortado de papel treinta y dos florones para poner en un monumento sobre
paños negros, y destas cortaduras hizo tanto caudal, que así llevaba a sus
amigos a verlas como si los llevara a ver las banderas y despojos de enemigos que
sobre la sepultura de sus padres y abuelos estaban puestas.
«Este mercader, pues, tenía dos hijos, el uno de
doce y el otro de hasta catorce años, los cuales estudiaban gramática en el
estudio de la Compañía de Jesús; iban con autoridad, con ayo y con pajes, que
les llevaban los libros y aquel que llaman vademécum. El verlos ir con tanto aparato, en sillas
si hacía sol, en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza con que su padre iba a
la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado que un
negro, y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien
aderezado.»
CIPIÓN.—Has de saber, Berganza, que es costumbre
y condición de los mercaderes de Sevilla, y aun de las otras ciudades, mostrar su autoridad y riqueza, no en sus personas, sino
en las de sus hijos; porque los mercaderes son mayores en su sombra que
en sí mismos. Y, como ellos por maravilla atienden a otra cosa que a sus tratos
y contratos, trátanse modestamente; y, como la
ambición y la riqueza muere por manifestarse, revienta por sus hijos, y
así los tratan y autorizan como si fuesen hijos de algún príncipe; y algunos
hay que les procuran títulos, y ponerles en el pecho la marca que tanto
distingue la gente principal de la plebeya.
BERGANZA.—Ambición es, pero ambición generosa, la
de aquel que pretende mejorar su estado sin
perjuicio de tercero.
CIPIÓN.—Pocas o
ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero.
BERGANZA.—Ya hemos dicho que no hemos de
murmurar.
CIPIÓN.—Sí, que yo no murmuro de nadie.
BERGANZA.—Ahora acabo de confirmar por verdad lo
que muchas veces he oído decir. Acaba un
maldiciente murmurador de echar a perder diez linajes y de caluniar veinte
buenos, y si alguno le reprehende por lo que ha dicho, responde que él no ha
dicho nada, y que si ha dicho algo, no lo ha dicho por tanto, y que
si pensara que alguno se había de agraviar, no lo dijera. A la fe, Cipión, mucho ha de saber, y muy sobre los estribos ha de andar
el que quisiere sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la
murmuración; porque yo veo en mí que, con ser un animal, como soy, a
cuatro razones que digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino,
y todas maliciosas y murmurantes; por lo cual vuelvo a decir lo que otra vez he
dicho: que el hacer y decir mal lo heredamos de
nuestros primeros padres y lo mamamos en la leche. Vese claro en
que, apenas ha sacado el niño el brazo de las fajas, cuando levanta la mano con
muestras de querer vengarse de quien, a su
parecer, le ofende; y casi la primera palabra articulada que habla
es llamar puta a su ama o a su madre.
CIPIÓN.—Así es verdad, y yo confieso mi yerro y
quiero que me le perdones, pues te he perdonado tantos. Echemos pelillos a la
mar, como dicen los muchachos, y no murmuremos de aquí adelante; y sigue tu
cuento, que le dejaste en la autoridad con que los hijos del mercader tu amo
iban al estudio de la Compañía de Jesús.
BERGANZA.—A Él me encomiendo en todo
acontecimiento; y, aunque el
dejar de murmurar lo tengo por dificultoso, pienso usar de un remedio
que oí decir que usaba un gran jurador, el cual, arrepentido de su mala
costumbre, cada vez que después de su arrepentimiento juraba, se daba un
pellizco en el brazo, o besaba la tierra, en pena de su culpa; pero, con todo
esto, juraba. Así yo, cada vez que fuere contra el
precepto que me has dado de que no murmure y contra la intención que tengo de
no murmurar, me morderé el pico de la lengua de modo que me duela y me
acuerde de mi culpa para no volver a ella.
CIPIÓN.—Tal es ese remedio, que si usas dél
espero que te has de morder tantas veces que has de quedar sin lengua, y así,
quedarás imposibilitado de murmurar.
BERGANZA.—A lo menos, yo haré de mi parte mis
diligencias, y supla las faltas el cielo.
«Y así, digo que los hijos de mi amo se dejaron
un día un cartapacio en el patio, donde yo a la sazón estaba; y, como estaba
enseñado a llevar la esportilla del jifero mi amo, así del vademécum y fuime
tras ellos, con intención de no soltalle hasta el estudio. Sucedióme todo como
lo deseaba: que mis amos, que me vieron venir con el vademécum en la boca,
asido sotilmente de las cintas, mandaron a un paje me le quitase; mas yo no lo
consentí ni le solté hasta que entré en el aula con él, cosa que causó risa a
todos los estudiantes. Lleguéme al mayor de mis amos, y, a mi parecer, con
mucha crianza se le puse en las manos, y quedéme sentado en cuclillas a la
puerta del aula, mirando de hito en hito al maestro que en la cátedra leía. No sé qué tiene la virtud, que,
con alcanzárseme a mí tan poco o nada della, luego recibí gusto de ver el amor,
el término, la solicitud y la industria con que aquellos benditos padres y
maestros enseñaban a aquellos niños, enderezando las tiernas varas de su
juventud, porque no torciesen ni tomasen mal siniestro en el camino de la
virtud, que juntamente con las letras les mostraban. Consideraba cómo los reñían con suavidad, los castigaban con misericordia,
los animaban con ejemplos, los incitaban con premios y los sobrellevaban con
cordura; y, finalmente, cómo les pintaban la fealdad y horror de los vicios y
les dibujaban la hermosura de las virtudes, para que, aborrecidos ellos y
amadas ellas, consiguiesen el fin para que fueron criados.»
CIPIÓN.—Muy bien dices, Berganza; porque yo he
oído decir desa bendita gente que para repúblicos del mundo no los hay tan
prudentes en todo él, y para guiadores y adalides del camino del cielo, pocos
les llegan. Son espejos donde se mira la
honestidad, la católica dotrina, la singular prudencia, y, finalmente, la
humildad profunda, basa sobre quien se levanta todo el edificio de la
bienaventuranza.
BERGANZA.—Todo es así como lo dices.
«Y, siguiendo mi historia, digo que mis amos
gustaron de que les llevase siempre el vademécum, lo que hice de muy buena
voluntad; con lo cual tenía una vida de rey, y aun mejor, porque era
descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse conmigo, y
domestiquéme con ellos de tal manera, que me metían la mano en la boca y los
más chiquillos subían sobre mí. Arrojaban los bonetes o sombreros, y yo se los
volvía a la mano limpiamente y con muestras de grande regocijo. Dieron en darme
de comer cuanto ellos podían, y gustaban de ver que, cuando me daban nueces o
avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo lo tierno. Tal
hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo en un pañuelo gran
cantidad de ensalada, la cual comí como si fuera persona. Era tiempo de
invierno, cuando campean en Sevilla los molletes y mantequillas, de quien era
tan bien servido, que más de dos Antonios se empeñaron o vendieron para que yo
almorzase. Finalmente, yo pasaba una vida de
estudiante sin hambre y sin sarna, que es lo más que se puede encarecer para
decir que era buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas
con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo,
porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose.
»Desta gloria y desta quietud me vino a quitar
una señora que, a mi parecer, llaman por ahí razón de estado; que, cuando con
ella se cumple, se ha de descumplir con otras razones muchas. Es el caso que
aquellos señores maestros les pareció que la media hora que hay de lición a
lición la ocupaban los estudiantes, no en repasar las liciones, sino en holgarse
conmigo; y así, ordenaron a mis amos que no me llevasen más al estudio.
Obedecieron, volviéronme a casa y a la antigua guarda de la puerta, y, sin
acordarse señor el viejo de la merced que me había hecho de que de día y de
noche anduviese suelto, volví a entregar el cuello a la cadena y el cuerpo a
una esterilla que detrás de la puerta me pusieron.»
¡Ay, amigo Cipión, si supieses cuán dura cosa es de sufrir el
pasar de un estado felice a un desdichado! Mira: cuando las miserias y
desdichas tienen larga la corriente y son continuas, o se acaban presto, con la
muerte, o la continuación dellas hace un hábito y costumbre en padecellas, que
suele en su mayor rigor servir de alivio; mas, cuando de la suerte desdichada y
calamitosa, sin pensarlo y de improviso, se sale a gozar de otra suerte
próspera, venturosa y alegre, y de allí a poco se
vuelve a padecer la suerte primera y a los primeros trabajos y desdichas, es un
dolor tan riguroso que si no acaba la vida, es por atormentarla más viviendo.
«Digo, en fin, que volví a mi ración perruna y a
los huesos que una negra de casa me arrojaba, y aun éstos me dezmaban dos gatos
romanos: que, como sueltos y ligeros, érales fácil quitarme lo que no caía
debajo del distrito que alcanzaba mi cadena.»
Cipión hermano, así el cielo te conceda el bien
que deseas, que, sin que te enfades, me dejes ahora filosofar un poco; porque si dejase de decir las
cosas que en este instante me han venido a la memoria de aquellas que entonces
me ocurrieron, me parece que no sería mi historia cabal ni de fruto alguno.
CIPIÓN.—Advierte, Berganza, no sea tentación del
demonio esa gana de filosofar que dices te ha venido, porque no tiene la murmuración mejor velo para paliar y encubrir
su maldad disoluta que darse a entender el murmurador que todo cuanto dice son
sentencias de filósofos, y que el decir mal es reprehensión y el descubrir los
defetos ajenos buen celo. Y no hay vida de ningún murmurante que, si
la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias. Y
debajo de saber esto, filosofea ahora cuanto quisieres.
BERGANZA.—Seguro puedes estar, Cipión, de que más
murmure, porque así lo tengo prosupuesto.
«Es, pues, el caso, que como me estaba todo el día ocioso y la ociosidad sea
madre de los pensamientos, di en repasar por la memoria algunos
latines que me quedaron en ella de muchos que oí cuando fui con mis amos al
estudio, con que, a mi parecer, me hallé algo más mejorado de entendimiento, y
determiné, como si hablar supiera, aprovecharme dellos en las ocasiones que se
me ofreciesen; pero en manera diferente de la que se suelen aprovechar algunos
ignorantes.»
Hay algunos
romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún
latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son
grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un
verbo.
CIPIÓN.—Por menor daño tengo ése que el que hacen
los que verdaderamente saben latín, de los cuales hay algunos tan imprudentes que, hablando con un zapatero o con un
sastre, arrojan latines como agua.
BERGANZA.—Deso podremos inferir que tanto peca el que dice latines
delante de quien los ignora, como el que los dice ignorándolos.
CIPIÓN.—Pues otra cosa puedes advertir, y es que
hay algunos que no les escusa el ser latinos de ser asnos.
BERGANZA.—Pues ¿quién lo duda? La razón está
clara, pues cuando en tiempo de los romanos hablaban todos latín, como lengua
materna suya, algún majadero habría entre ellos, a quien no escusaría el hablar
latín dejar de ser necio.
CIPIÓN.—Para saber callar en romance y hablar en latín,
discreción es menester, hermano Berganza.
BERGANZA.—Así es, porque también se puede decir
una necedad en latín como en romance, y yo he visto letrados tontos, y
gramáticos pesados, y romancistas vareteados con sus listas de latín, que con
mucha facilidad pueden enfadar al mundo, no una sino muchas veces.
CIPIÓN.—Dejemos esto, y comienza a decir tus
filosofías.
BERGANZA.—Ya las he dicho: éstas son que acabo de
decir.
CIPIÓN.—¿Cuáles?
BERGANZA.—Estas de los latines y romances, que yo
comencé y tú acabaste.
CIPIÓN.—¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Así va
ello! Canoniza, canoniza, Berganza, a la maldita plaga de la murmuración, y
dale el nombre que quisieres, que ella dará a nosotros el de cínicos, que quiere decir perros
murmuradores; y por tu vida que calles ya y sigas tu historia.
BERGANZA.—¿Cómo la tengo de seguir si callo?
CIPIÓN.—Quiero decir que la sigas de golpe, sin
que la hagas que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.
BERGANZA.—Habla con propiedad: que no se llaman
colas las del pulpo.
CIPIÓN.—Ése es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar
las cosas por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea
forzoso nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos que templen la
asquerosidad que causa el oírlas por sus mismos nombres. Las honestas palabras dan indicio de la honestidad del
que las pronuncia o las escribe.
BERGANZA.—Quiero creerte; «y digo que, no
contenta mi fortuna de haberme quitado de mis estudios y de la vida que en
ellos pasaba, tan regocijada y compuesta, y haberme puesto atraillado tras de
una puerta, y de haber trocado la liberalidad de los estudiantes en la
mezquinidad de la negra, ordenó de sobresaltarme en lo que ya por quietud y
descanso tenía.»
Mira, Cipión, ten por cierto y averiguado, como
yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se
esconda en los últimos rincones de la tierra.
«Dígolo porque la negra de casa estaba enamorada de
un negro, asimismo esclavo de casa, el cual negro dormía en el zaguán, que es
entre la puerta de la calle y la de en medio, detrás de la cual yo estaba; y no
se podían juntar sino de noche, y para esto habían hurtado o contrahecho las
llaves; y así, las más de las noches bajaba la negra, y, tapándome la boca con algún pedazo de carne o queso,
abría al negro, con quien se daba buen tiempo, facilitándolo mi silencio, y a
costa de muchas cosas que la negra hurtaba. Algunos días me estragaron la conciencia las
dádivas de la negra, pareciéndome que sin ellas se me apretarían las
ijadas y daría de mastín en galgo. Pero, en efeto, llevado de mi buen natural,
quise responder a lo que a mi amo debía, pues tiraba sus gajes y comía su pan,
como lo deben hacer no sólo los perros honrados, a quien se les da renombre de
agradecidos, sino todos aquellos que sirven.»
CIPIÓN.—Esto sí, Berganza, quiero que pase por
filosofía, porque son razones que consisten en buena verdad y en buen
entendimiento; y adelante y no hagas soga, por no
decir cola, de tu historia.
BERGANZA.—Primero te quiero rogar me digas, si es
que lo sabes, qué quiere
decir filosofía; que, aunque yo la nombro, no sé lo que es; sólo me doy
a entender que es cosa buena.
CIPIÓN.— Con brevedad te la diré. Este nombre se
compone de dos nombres griegos, que son filos y sofía; filos quiere decir amor,
y sofía, la ciencia; así que filosofía significa 'amor de la ciencia', y
filósofo, 'amador de la ciencia'.
BERGANZA.—Mucho sabes, Cipión. ¿Quién diablos te
enseñó a ti nombres griegos?
CIPIÓN.—Verdaderamente, Berganza, que eres
simple, pues desto haces caso; porque éstas son cosas que las saben los niños
de la escuela, y también hay quien presuma saber la lengua griega sin saberla,
como la latina ignorándola.
BERGANZA.—Eso es lo que yo digo, y quisiera que a
estos tales los pusieran en una prensa, y a fuerza de vueltas les sacaran el
jugo de lo que saben, porque no anduviesen
engañando el mundo con el oropel de sus gregüescos rotos y sus latines falsos,
como hacen los portugueses con los negros de Guinea.
CIPIÓN.—Ahora sí, Berganza, que te puedes morder
la lengua, y tarazármela yo, porque todo cuanto decimos es murmurar.
BERGANZA.—Sí, que no estoy obligado a hacer lo
que he oído decir que hizo uno llamado Corondas, tirio, el cual puso ley que
ninguno entrase en el ayuntamiento de su ciudad con armas, so pena de la vida.
Descuidóse desto, y otro día entró en el cabildo ceñida la espada;
advirtiéronselo y, acordándose de la pena por él puesta, al momento desenvainó
su espada y se pasó con ella el pecho, y fue el primero que puso y quebrantó la
ley y pagó la pena. Lo que yo dije no fue poner ley, sino prometer que me
mordería la lengua cuando murmurase; pero ahora no van las cosas por el tenor y
rigor de las antiguas: hoy se hace una ley y mañana
se rompe, y quizá conviene que así sea. Ahora promete uno de enmendarse de sus
vicios, y de allí a un momento cae en otros mayores. Una cosa es alabar la disciplina y otra el darse con ella,
y, en efeto, del dicho al hecho hay gran trecho. Muérdase el diablo, que yo no
quiero morderme ni hacer finezas detrás de una estera, donde de nadie soy visto
que pueda alabar mi honrosa determinación.
CIPIÓN.—Según eso, Berganza, si tú fueras
persona, fueras hipócrita, y todas las obras que
hicieras fueran aparentes, fingidas y falsas, cubiertas con la capa de la
virtud, sólo porque te alabaran, como todos los hipócritas hacen.
BERGANZA.—No sé lo que entonces hiciera; esto sé
que quiero hacer ahora: que es no morderme, quedándome tantas cosas por decir
que no sé cómo ni cuándo podré acabarlas; y más, estando temeroso que al salir
del sol nos hemos de quedar a escuras, faltándonos la habla.
CIPIÓN.—Mejor lo hará el cielo. Sigue tu historia
y no te desvíes del camino carretero con impertinentes digresiones; y así, por
larga que sea, la acabarás presto.
BERGANZA.—«Digo, pues, que, habiendo visto la
insolencia, ladronicio y deshonestidad de los negros, determiné,
como buen criado, estorbarlo, por los mejores medios que pudiese; y pude tan
bien, que salí con mi intento. Bajaba la negra, como has oído, a
refocilarse con el negro, fiada en que me enmudecían los pedazos de carne, pan
o queso que me arrojaba...»
¡Mucho pueden las dádivas, Cipión!
CIPIÓN.—Mucho. No te diviertas, pasa adelante.
BERGANZA.—Acuérdome que cuando estudiaba oí decir
al precetor un refrán latino, que ellos llaman adagio, que decía: Habet bovem
in lingua.
CIPIÓN.—¡Oh, que en hora mala hayáis encajado
vuestro latín! ¿Tan presto se te ha olvidado lo que poco ha dijimos contra los que entremeten latines en las conversaciones
de romance?
BERGANZA.—Este
latín viene aquí de molde; que has de saber que los atenienses
usaban, entre otras, de una moneda sellada con la figura de un buey, y cuando algún juez dejaba de
decir o hacer lo que era razón y justicia, por estar cohechado, decían: Este
tiene el buey en la lengua.
CIPIÓN.—La aplicación falta.
BERGANZA.—¿No está bien clara, si las dádivas de
la negra me tuvieron muchos días mudo, que ni quería ni osaba ladrarla cuando
bajaba a verse con su negro enamorado? Por lo que vuelvo a decir que pueden mucho las dádivas.
CIPIÓN.—Ya te he respondido que pueden mucho, y
si no fuera por no hacer ahora una larga digresión, con mil ejemplos probara lo
mucho que las dádivas pueden; mas quizá lo diré, si el cielo me concede tiempo,
lugar y habla para contarte mi vida.
BERGANZA.—Dios te dé lo que deseas, y escucha.
«Finalmente, mi buena intención rompió por las
malas dádivas de la negra; a la cual, bajando una noche muy escura a su
acostumbrado pasatiempo, arremetí sin ladrar, porque no se alborotasen los de
casa, y en un instante le hice pedazos toda la camisa y le arranqué un pedazo
de muslo: burla que fue bastante a tenerla de veras más de ocho días en la
cama, fingiendo para con sus amos no sé qué enfermedad. Sanó, volvió otra
noche, y yo volví a la pelea con mi perra, y, sin morderla, la arañé todo el
cuerpo como si la hubiera cardado como manta. Nuestras
batallas eran a la sorda, de las cuales salía siempre vencedor, y la
negra, malparada y peor contenta. Pero sus enojos se parecían bien en mi pelo y
en mi salud: alzóseme con la ración y los huesos, y los míos poco a poco iban
señalando los nudos del espinazo. Con todo esto,
aunque me quitaron el comer, no me pudieron quitar el ladrar. Pero
la negra, por acabarme de una vez, me trujo una esponja frita con manteca; conocí la maldad; vi que era peor que comer
zarazas, porque a quien la come se le hincha el estómago y no sale dél sin
llevarse tras sí la vida. Y, pareciéndome ser
imposible guardarme de las asechanzas de tan indignados enemigos,
acordé de poner tierra en medio, quitándomeles delante de los ojos.
»Halléme un día suelto, y sin decir adiós a
ninguno de casa, me puse en la calle, y a menos de cien pasos me deparó la
suerte al alguacil que dije al principio de mi historia, que era grande amigo
de mi amo Nicolás el Romo; el cual, apenas me hubo visto, cuando me conoció y
me llamó por mi nombre; también le conocí yo y, al llamarme, me llegué a él con
mis acostumbradas ceremonias y caricias. Asióme del cuello y dijo a dos
corchetes suyos: Éste es famoso perro de ayuda, que fue de un grande amigo
mío; llevémosle a casa. Holgáronse los corchetes, y dijeron que si era de ayuda a todos sería de provecho.
Quisieron asirme para llevarme, y mi amo dijo que no era menester asirme, que
yo me iría, porque le conocía.
»Háseme olvidado decirte que las carlancas con
puntas de acero que saqué cuando me desgarré y ausenté del ganado me las quitó
un gitano en una venta, y ya en Sevilla andaba sin ellas; pero el alguacil me
puso un collar tachonado todo de latón morisco.»
Considera, Cipión, ahora esta rueda variable de la fortuna mía: ayer me vi estudiante y
hoy me vees corchete.
CIPIÓN.—Así va el mundo, y no hay para qué te
pongas ahora a esagerar los vaivenes de fortuna, como si hubiera mucha
diferencia de ser mozo de un jifero a serlo de un corchete. No puedo sufrir ni llevar en paciencia oír las quejas que
dan de la fortuna algunos hombres que la mayor que tuvieron fue tener premisas
y esperanzas de llegar a ser escuderos. ¡Con qué maldiciones la
maldicen! ¡Con cuántos improperios la deshonran! Y no por más de que porque piense el que los oye que
de alta, próspera y buena ventura han venido a la desdichada y baja en que
los miran.
BERGANZA.—Tienes razón; «y has de saber que este
alguacil tenía amistad con un escribano, con quien se acompañaba; estaban los
dos amancebados con dos mujercillas, no de
poco más a menos, sino de menos en todo; verdad es que tenían algo de buenas
caras, pero mucho de desenfado y de taimería putesca. Éstas
les servían de red y de anzuelo para pescar en seco, en esta forma:
vestíanse de suerte que por la pinta descubrían la figura, y a tiro de arcabuz mostraban ser damas de la vida libre; andaban siempre a
caza de estranjeros, y, cuando llegaba la vendeja a Cádiz y a Sevilla,
llegaba la huella de su ganancia, no quedando bretón con quien no embistiesen;
y, en cayendo el grasiento con alguna destas limpias, avisaban al alguacil y al
escribano adónde y a qué posada iban, y, en estando juntos, les daban asalto y
los prendían por amancebados; pero nunca los llevaban a la cárcel, a causa que los estranjeros siempre redimían la vejación con dineros.
«Sucedió, pues, que la Colindres, que así se
llamaba la amiga del alguacil, pescó un bretón unto y bisunto; concertó con él
cena y noche en su posada; dio el cañuto a su amigo; y, apenas se habían
desnudado, cuando el alguacil, el escribano, dos corchetes y yo dimos con
ellos. Alborotáronse los amantes; esageró el alguacil el delito; mandólos
vestir a toda priesa para llevarlos a la cárcel; afligióse el bretón; terció,
movido de caridad, el escribano, y a puros ruegos redujo la pena a solos cien
reales. Pidió el bretón unos follados de camuza que había puesto en una silla a
los pies de la cama, donde tenía dineros para pagar
su libertad, y no parecieron los follados, ni podían parecer; porque,
así como yo entré en el aposento, llegó a mis narices un olor de tocino que me
consoló todo; descubríle con el olfato, y halléle en una faldriquera de los
follados. Digo que hallé en ella un pedazo de jamón famoso, y, por gozarle y
poderle sacar sin rumor, saqué los follados a la calle, y allí me entregué en
el jamón a toda mi voluntad, y cuando volví al aposento hallé que el bretón daba voces diciendo en lenguaje adúltero y
bastardo, aunque se entendía, que le volviesen sus calzas, que en ellas tenía
cincuenta escuti d'oro in oro. Imaginó el escribano o que la Colindres o los
corchetes se los habían robado; el alguacil pensó lo mismo; llamólos aparte, no
confesó ninguno, y diéronse al diablo todos. Viendo yo lo que pasaba,
volví a la calle donde había dejado los follados, para volverlos, pues a mí no
me aprovechaba nada el dinero; no los hallé, porque ya algún venturoso que pasó
se los había llevado. Como
el alguacil vio que el bretón no tenía dinero para el cohecho, se desesperaba,
y pensó sacar de la huéspeda de casa lo que el bretón no tenía; llamóla,
y vino medio desnuda, y como oyó las voces y quejas del bretón, y a la
Colindres desnuda y llorando, al alguacil en cólera y al escribano enojado y a
los corchetes despabilando lo que hallaban en el aposento, no le plugo mucho.
Mandó el alguacil que se cubriese y se viniese con él a la cárcel, porque
consentía en su casa hombres y mujeres de mal vivir. ¡Aquí fue ello! Aquí sí
que fue cuando se aumentaron las voces y creció la confusión; porque dijo la huéspeda: Señor
alguacil y señor escribano, no conmigo tretas, que entrevo toda costura;
no conmigo dijes ni poleos: callen la boca y váyanse con Dios; si no, por mi
santiguada que arroje el bodegón por la ventana y que saque a plaza toda la
chirinola desta historia; que bien conozco a la señora Colindres y sé que ha
muchos meses que es su cobertor el señor alguacil; y no hagan que me aclare
más, sino vuélvase el dinero a este señor, y quedemos todos por buenos; porque
yo soy mujer honrada y tengo un marido con su carta de ejecutoria, y con a
perpenan rei de memoria, con sus colgaderos de plomo, Dios sea loado, y hago
este oficio muy limpiamente y sin daño de barras. El arancel tengo clavado
donde todo el mundo le vea; y no conmigo cuentos, que, por Dios, que sé
despolvorearme. ¡Bonita soy yo para que por mi orden entren mujeres con los
huéspedes! Ellos tienen las llaves de sus aposentos, y yo no soy quince, que
tengo de ver tras siete paredes.
»Pasmados quedaron mis amos de haber oído la
arenga de la huéspeda y de ver cómo les leía la historia de sus vidas; pero, como vieron que no tenían de
quién sacar dinero si della no, porfiaban en llevarla a la cárcel. Quejábase ella al cielo de la sinrazón y justicia que la
hacían, estando su marido ausente y siendo tan principal hidalgo. El
bretón bramaba por sus cincuenta escuti. Los corchetes porfiaban que ellos no
habían visto los follados, ni Dios permitiese lo tal. El escribano, por lo
callado, insistía al alguacil que mirase los vestidos de la Colindres, que le
daba sospecha que ella debía de tener los cincuenta escuti, por tener de
costumbre visitar los escondrijos y faldriqueras de aquellos que con ella se
envolvían. Ella decía que el bretón estaba borracho y que debía de mentir en lo
del dinero. En efeto, todo era confusión, gritos y juramentos, sin llevar modo
de apaciguarse, ni se apaciguaran si al instante no
entrara en el aposento el teniente de asistente, que, viniendo a visitar
aquella posada, las voces le llevaron adonde era la grita. Preguntó la causa de
aquellas voces; la huéspeda se la dio muy por menudo: dijo quién era la ninfa
Colindres, que ya estaba vestida; publicó la pública amistad suya y del
alguacil; echó en la calle sus tretas y modo de robar; disculpóse a sí misma
de que con su consentimiento jamás había entrado en su casa mujer de mala
sospecha; canonizóse por santa y a su marido por un bendito, y dio voces a una
moza que fuese corriendo y trujese de un cofre la carta ejecutoria de su
marido, para que la viese el señor tiniente, diciéndole que por ella echaría de
ver que mujer de tan honrado marido no podía hacer
cosa mala; y que si tenía aquel oficio de casa de camas, era a no poder
más: que Dios sabía lo que le pesaba, y si quisiera ella tener alguna renta y
pan cuotidiano para pasar la vida, que tener aquel ejercicio. El teniente,
enfadado de su mucho hablar y presumir de ejecutoria, le dijo: Hermana
camera, yo quiero creer que vuestro marido tiene carta de hidalguía con que vos
me confeséis que es hidalgo mesonero. Y con mucha honra —respondió la
huéspeda—. Y ¿qué linaje hay en el mundo, por bueno
que sea, que no tenga algún dime y direte? Lo que yo os digo,
hermana, es que os cubráis, que habéis de venir a la cárcel. La cual nueva dio con ella en
el suelo; arañóse el rostro; alzó el grito; pero, con todo eso, el teniente,
demasiadamente severo, los llevó a todos a la cárcel; conviene a saber: al
bretón, a la Colindres y a la huéspeda. Después supe que el bretón perdió sus cincuenta escuti, y
más diez, en que le condenaron en las costas; la huéspeda pagó otro tanto, y la
Colindres salió libre por la puerta afuera. Y el mismo día que la soltaron pescó a un marinero, que pagó
por el bretón, con el mismo embuste del soplo; porque veas, Cipión,
cuántos y cuán grandes inconvenientes nacieron de mi golosina.»
CIPIÓN.—Mejor dijeras de la bellaquería de tu
amo.
BERGANZA.—Pues escucha, que aún más adelante
tiraban la barra, puesto que me pesa de decir mal
de alguaciles y de escribanos.
CIPIÓN.—Sí, que decir
mal de uno no es decirlo de todos; sí, que muchos y muy muchos
escribanos hay buenos, fieles y legales, y amigos de hacer placer sin daño de
tercero; sí, que no todos entretienen los pleitos, ni avisan a las partes, ni
todos llevan más de sus derechos, ni todos van buscando e inquiriendo las vidas
ajenas para ponerlas en tela de juicio, ni todos se aúnan con el juez para
"háceme la barba y hacerte he el copete", ni todos los alguaciles se
conciertan con los vagamundos y fulleros, ni tienen todos las amigas de tu amo
para sus embustes. Muchos y muy muchos hay
hidalgos por naturaleza y de hidalgas condiciones; muchos no son
arrojados, insolentes, ni mal criados, ni rateros, como los que andan por los
mesones midiendo las espadas a los estranjeros, y, hallándolas un pelo más de
la marca, destruyen a sus dueños. Sí, que no
todos como prenden sueltan, y son jueces y abogados cuando quieren.
BERGANZA.—«Más alto picaba mi amo; otro camino
era el suyo; presumía de valiente y de hacer prisiones famosas; sustentaba la valentía sin peligro de su persona, pero a
costa de su bolsa. Un día acometió en la Puerta de Jerez él solo a
seis famosos rufianes, sin que yo le pudiese ayudar en nada, porque llevaba con
un freno de cordel impedida la boca (que así me traía de día, y de noche me le
quitaba). Quedé maravillado de ver su atrevimiento, su brío y su denuedo; así
se entraba y salía por las seis espadas de los rufos como si fueran varas de
mimbre; era cosa maravillosa ver la ligereza con que acometía, las estocadas
que tiraba, los reparos, la cuenta, el ojo alerta porque no le tomasen las
espaldas. Finalmente, él quedó en mi opinión y en la de todos cuantos la
pendencia miraron y supieron por un nuevo Rodamonte, habiendo llevado a sus
enemigos desde la Puerta de Jerez hasta los mármoles del Colegio de Mase
Rodrigo, que hay más de cien pasos. Dejólos encerrados, y volvió a coger los
trofeos de la batalla, que fueron tres vainas, y luego se las fue a mostrar al
asistente, que, si mal no me acuerdo, lo era entonces el licenciado Sarmiento
de Valladares, famoso por la destruición de La Sauceda. Miraban a mi amo por
las calles do pasaba, señalándole con el dedo, como si dijeran: Aquél es el
valiente que se atrevió a reñir solo con la flor de los bravos de la Andalucía.
En dar vueltas a la ciudad, para dejarse ver, se pasó lo que quedaba del día, y
la noche nos halló en Triana, en una calle junto al Molino de la Pólvora; y,
habiendo mi amo avizorado (como en la jácara se dice) si alguien le veía, se
entró en una casa, y yo tras él, y hallamos en
un patio a todos los jayanes de la pendencia, sin capas ni espadas, y todos
desabrochados; y uno, que debía de ser el huésped, tenía un gran jarro de vino
en la una mano y en la otra una copa grande de taberna, la cual, colmándola de
vino generoso y espumante, brindaba a toda la compañía. Apenas hubieron visto a
mi amo, cuando todos se fueron a él con los brazos abiertos, y todos le
brindaron, y él hizo la razón a todos, y aun la hiciera a otros
tantos si le fuera algo en ello, por ser de condición afable y amigo de no
enfadar a nadie por pocas cosas.»
Quererte yo contar ahora lo que allí se trató, la
cena que cenaron, las peleas que se contaron, los hurtos que se refirieron, las
damas que de su trato se calificaron y las que se reprobaron, las alabanzas que
los unos a los otros se dieron, los bravos ausentes que se nombraron, la
destreza que allí se puso en su punto, levantándose en mitad de la cena a poner
en prática las tretas que se les ofrecían, esgrimiendo con las manos, los
vocablos tan exquisitos de que usaban; y, finalmente, el talle de la persona del huésped, a quien todos
respetaban como a señor y padre, sería meterme en un laberinto donde
no me fuese posible salir cuando quisiese.
»Finalmente, vine a entender con toda certeza que
el dueño de la casa, a quien llamaban Monipodio,
era encubridor de ladrones y pala de rufianes, y que la gran pendencia de mi
amo había sido primero concertada con ellos, con las circunstancias del
retirarse y de dejar las vainas, las cuales pagó mi amo allí, luego,
de contado, con todo cuanto Monipodio dijo que había costado la cena, que se
concluyó casi al amanecer, con mucho gusto de todos. Y
fue su postre dar soplo a mi amo de un rufián forastero que, nuevo y
flamante, había llegado a la ciudad; debía de ser más valiente que ellos, y de
envidia le soplaron. Prendióle mi amo la siguiente
noche, desnudo en la cama: que si vestido estuviera, yo vi en su talle
que no se dejara prender tan a mansalva. Con esta prisión que sobrevino sobre
la pendencia, creció la fama de mi cobarde, que lo era mi amo más que una
liebre, y a fuerza de meriendas y tragos sustentaba la fama de ser valiente, y
todo cuanto con su oficio y con sus inteligencias granjeaba se le iba y
desaguaba por la canal de la valentía.
Novelas ejemplares de Miguel de Cervantes
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