domingo, 17 de noviembre de 2013

"Me rebelo, luego somos"


Entre la pobreza y el sol: Albert Camus. Maite Larrauri es escritora y profesora. En FronteraD
Una claridad inaceptable, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de noviembre de 2013]
Dos cabalgan juntos, Fernando Savater [El País, 23 de enero de 2010]
Albert Camus, filosofía de un espontáneo; Fernando Savater [El País, 7 de noviembre de 2013]





He leído con pasión a Albert Camus durante el último año. He llegado tarde, lo sé, quizá víctima inconsciente de la campaña de difamación que lo arrinconó, narrada profusamente por un también apasionado Michel Onfray en su reciente libro L'ordre libertaire. La vie philosophique d'Albert Camus (ed. Flammarion, 2012). Como cuenta Onfray, lo que puso a Camus en el punto de mira de los intelectuales franceses, capitaneados por Sartre y De Beauvoir, fue su temprana crítica (1951) del comunismo, su denuncia de los campos de internamiento soviéticos, su alejamiento de las ideologías, su pacifismo frente a la guerra de Argelia. Fue Camus un intempestivo y sufrió el destino de todos los intempestivos: no encontró fácilmente oídos que pudieran escucharle. Incluso su nietzscheanismo estaba lejos de poder ser comprendido en los años 50 del pasado siglo, y Camus, como recuerda insistentemente Onfray, fue siempre lector y seguidor de Nietzsche: en el discurso de aceptación del premio Nobel recordó que uno de sus maestros había sido Nietzsche, y en la cartera que viajaba con él el día de su accidente mortal de coche, junto al manuscrito inacabado de Le premier homme, se encontraba un ejemplar de La gaya ciencia.




Onfray quiere demostrar a lo largo de sus más de 500 páginas que Camus es un anarquista. Pero para ello demarca con claridad que la idea de anarquismo que está utilizando está lejos de cualquier dogma, inclusive del dogma anarquista. Anarquista, dice Onfray, es el que no quiere ni seguir a nadie, ni guiar a nadie. Entre Platón y Diógenes el cínico, Camus elegiría a Diógenes. Para entender mejor esta elección, recordemos aquí una de las anécdotas que reúne a estos dos filósofos de la antigüedad. Se cuenta que Diógenes, que como todos sabemos vivía en la calle (en un tonel se dice, pero más bien parece ser que se trataba de una tinaja), se encontraba un buen día enjuagando unas hojas de lechuga en una fuente antes de comérselas. Platón se le acercó y le dijo: “Diógenes, si hubieras aceptado la invitación de Dionisio [se trata del tirano de Siracusa, con el que Platón aceptó vivir durante un tiempo en su corte, aconsejándolo en las tareas propias de gobierno], no tendrías que estar enjuagando tú mismo unas hojas de lechuga”. A lo que Diógenes respondió: “Y tú, Platón, si supieras enjuagar unas hojas de lechuga para comer, no habrías tenido la necesidad de aceptar la invitación de Dioniso”.

El título del libro de Onfray se explica así: un “orden libertario”, expresión que alude a la necesidad de principios, y una “vida filosófica”, esto es una vida en la que las acciones se conforman a las ideas que se defienden. Camus busca un orden al que obedecer pero sólo como quien se obedece a sí mismo, como quien se gobierna a sí mismo. Y eso, en la medida en que lo consigue, lo hace ejemplar.

Cuando Camus publicó L'homme révolté (1951), pocos años antes de su prematura muerte (1960), el libro levantó ampollas: un libro antifascista, antitotalitario, anticapitalista, anticomunista. Muy pocos pensadores quedan a salvo de las críticas de Camus. En cambio, el apoyo que Camus confiere al pensamiento de Simone Weil es excepcional. Encontró en ella un alma gemela y por eso luchó siempre para que su obra fuera publicada y conocida. En este libro se refiere a los análisis que Weil hizo a propósito de la condición obrera y de las críticas a Marx que de ellos se derivan. Marx no tuvo en consideración la degradación de los trabajadores cuando realizan un trabajo repetitivo, en cadena. Y no supo entender las relaciones de poder que se establecen en el trabajo y en la sociedad. Por esa razón Marx resultó un ingenuo cuanto menos, ya que no entendió que lo que estaba en juego en muchos enfrentamientos sociales no era el dinero o la propiedad sino la dignidad humana.

Hay algunos elementos esenciales comunes a Simone Weil y Albert Camus. Uno fundamental es que no se engañaron respecto a la naturaleza humana, sus propias experiencias los colocaron en una posición de extrema cercanía respecto a los seres humanos y entendieron algo: que los comportamientos brutales, prepotentes, violentos son moneda corriente y lo que es singular y raro es que, en algunos momentos milagrosos, estos comportamientos no se den. Weil dice que sólo los santos –indicando de esta manera que se trata de muy pocos y selectos- son capaces de no ejercer su poder cuando pueden. La ley que rige los comportamientos humanos es que todo aquel que se encuentra en una posición de superioridad se muestra autoritario o condescendiente, porque de esta manera sus actos son una confirmación de la inferioridad del otro y de su propia superioridad. Camus dice que habría que alabar a los humanos no por sus grandes hazañas, como normalmente se hace, sino por aquello de lo que se han abstenido aún pudiendo hacerlo. Camus, que no conoció a su padre, muerto durante la Primera Guerra Mundial, cuenta de él la historia que guarda en su recuerdo como único legado. Cuando su padre vio el modo bárbaro en el que habían torturado a unos soldados, cortándoles el pene e introduciéndoselo en la boca hasta la asfixia, dijo lleno de rabia que eso no era un comportamiento propio de hombres, y cuando le hicieron notar que esas brutalidades suceden siempre en las guerras, añadió la frase que Camus conservó como un tesoro: “Un homme, ça s'empêche”, o sea, un hombre tiene que contenerse, impedirse, reprimirse y si no lo hace no es un hombre.

Hace unos días oí al filósofo y ex alcalde de Venecia Massimo Cacciari afirmar solemnemente en una conferencia que la filosofía que de verdad merece ese nombre no puede ser dualista. Me sentí directamente atacada: no comparto la admiración de Cacciari por lo que se podría llamar la autopista de la filosofía, los grandes sistemas monistas desde Platón hasta Hegel. Muchas carreteras secundarias me atraen. Y en ocasiones no sé pensar el mundo si no es gracias a ellas. Es el caso del dualismo que hace coincidir a Weil con Camus. Los dos creen que la realidad debe atraparse con pinzas de dos brazos, porque en ella se da lo que hay y lo que se desea que haya; lo que es material y pesado, y lo que impulsa hacia arriba por su ligereza y su entusiasmo; lo que nos hace ser violentos, ambiciosos y prepotentes y lo que nos lleva a poner freno a nuestras pasiones y seguir un modelo de concordia. Es como decir que hay dos formas de humanidad: una general, que se muestra en lo que hay de despreciable en los humanos; y otra escasa, pero deseable.

En el prefacio de L'endroit et l'envers, Camus escribe acerca de sí mismo: “fui puesto a mitad de distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”. ¡Difícil encontrar una expresión más hermosa del dualismo! La vida entera de Camus está encerrada en esa frase. Su familia era pobre e ignorante. Su madre ni siquiera sabía leer. A ella le dedica Le premier homme : “A ti, que no podrás nunca leer este libro”. Le premier homme es un relato autobiográfico con el que Camus quiere encontrar las palabras para decir lo que no tiene palabras para explicarse. Cuenta del silencio de su madre sorda, de su imposibilidad de proyectos, de cómo mira por la ventana cuando está en casa, sin salir, sin leer. Cuenta de su abuela dominante que impone su autoridad en toda la casa. Y cuenta sobre todo de la difícil relación del niño Camus con todo esto: un niño despierto e inteligente, atravesado por una inmensa alegría de vivir, confrontado a una familia sin padre (muerto), con una madre a la que ama apasionadamente pero con la que la comunicación es inexistente, con una abuela que lo brutaliza con la fusta. En una ocasión en la que el niño quiso engañar a su abuela diciéndole que los dos francos que tenía que devolverle se le habían caído por el agujero que hacía de water, la abuela se arremangó y metió el brazo en las aguas putrefactas, escarbando para encontrar la moneda; el niño miraba horrorizado. Comprendió que no era la avaricia lo que había impulsado a su abuela a rebuscar en la mierda, sino la necesidad que hacía que dos francos fuera una enormidad para aquella familia.

Pero Camus es solar. Y por esta razón no tiene vergüenza de ser feliz. En un texto admirable que Onfray me ha descubierto, escrito cuando apenas tenía 23 años, una obra maestra de amor por el mundo, Camus celebra la vida, el sol y el mar como los elementos que hacen grandes en su simplicidad a las gentes de Argelia. El texto –Noces à Tipasa (Nupcias en Tipasa)- tiene apenas unas páginas y es un ejemplo maravilloso del amor fati nietzscheano, porque se trata de una exaltación de un día de nupcias con el mundo. Hay que leerlo y no sólo, hay que releerlo una y mil veces y encontrar en él el eco que demuestra que en algunos momentos de nuestra vida también nosotros hemos sentido algo semejante: “sentido” sí, porque como dice Camus, en Tipasa ver equivale a creer. Ver el gran libertinaje de la naturaleza y del mar, sentir la gloria de un mundo en el que una puede abandonarse. Y este joven Camus hace su propia transvaloración de los valores: pobre es el que necesita mitos, el que necesita hablar de Dionisos para afirmar que es maravilloso el olor de la tierra ardiente de plantas aromáticas. Unos años más tarde, afirmará que existe una injusticia de la que no se habla y es la injusticia del clima: la pobreza en los suburbios de París es más injusta que en Argelia.

Es tan nietzscheano Camus que lo traiciona. Amor fati sí, pero también rebelión. No acogiéndose a los grandes relatos de la revolución, contra todo dogma y toda ideología, Camus parece suscribir lo que algunos años después diría otro gran nietzscheano: Foucault afirmaba que las relaciones de poder entre los humanos existirían siempre, que no habría un amanecer revolucionario ni una lucha final, pero que era importante luchar, porque si bien es triste pensar que siempre habrá poderosos y oprimidos, lo que es mucho más triste es no combatir.

Han sido escasos los pensadores que se han separado de las ideologías partidistas durante el desarrollo del siglo XX. Los que lo hacían eran anatemizados. No tiene ningún mérito que ahora mismo reconozcamos el valor de lo que pensaron entonces, cuando nadie los entendía. Durante años, de ellos se dijo que eran pequeño-burgueses, radicales y anarquistas de derechas y con estas etiquetas ya se tenía suficiente para no hacer ningún esfuerzo en entenderlos. Cuando cayó el muro de Berlín en las mentes de los luchadores del 68 descubrimos cuánta verdad encerraban sus escritos. Me ha llamado la atención de que a ese grupo de pensadores pertenecieron dos mujeres: Simone Weil y Hannah Arendt. En varias ocasiones me he planteado si el hecho de ser mujeres las hacía más cercanas a las verdades concretas, más alejadas de los grandes relatos de la revolución. Los argumentos para defender esta afirmación me los ha aportado Camus.

¿Por qué Le premier homme? Sin duda Camus está hablando de sí mismo: un blanco descendiente de europeos en Argelia, pobre, sin padre, sin memoria histórica, sin tradición, sin moral. Para orientarse, para reconciliarse con el mundo tiene por un lado, como ya hemos dicho, Tipasa, el sol y el mar que dan grandeza a su vida y le ofrecen una cierta medida de las cosas. Por otro lado, apenas una frase de su padre (“un homme, ça s'empêche”) y el silencio de su madre, ambos dignos del máximo respeto. Pero sin duda es poco. Camus afirmará que tiene que fabricarse una conducta como si él fuera el primer habitante de un país nuevo. Es una posición de enorme libertad que puede dar vértigo: se trata de crear valores sin traicionar a los suyos, esa mezcla de sol y de pobreza.

¿Y qué le pasa a una mujer cuando quiere ser filósofa e intenta igualmente ser fiel a sí misma? Tampoco existe para una pensadora una cultura en la que reconocerse. También ella será “primera”: las mujeres antes de ella no son un referente, ella no tiene tradición ni moral que le sirva. No ha habido en la Historia de la Filosofía mujeres filósofas, sólo pequeños atisbos, nada que constituya una lección de la que aprender, hasta que llegamos al siglo XX y nos encontramos con Simone Weil y con Hannah Arendt. Las primeras, las primeras en denunciar las relaciones de poder, los totalitarismos de cualquier signo, la mentira de las ideologías, la injusticia de todas las guerras. Con ellas también está Camus, un hombre blanco tan pobre y tan fuera de la cultura que cuando toma la palabra para decir alguna verdad no tiene ante sí sino su propia experiencia.

En una situación tan difícil como la que estamos atravesando, en la que a la crisis económica se une la falta de ideas y de perspectivas, el pensamiento concreto y valiente de este primer hombre, como de aquellas dos primeras mujeres, es valiosísimo. Todos aquellos que ya no somos marxistas, ni comunistas, que desconfiamos de cualquier ideología defendida por un partido político o por cualquier otra iglesia, que no creemos en ninguna solución final, todos aquellos que no dejaremos de luchar hasta el fin de nuestros días para que  el mundo sea mejor, se parezca más a eso que querríamos ser, podemos sentirnos ahora acompañados. Y así tener la fuerza de pensar fuera del marco de inevitable capitalismo que se nos propone, del inevitable sistema de partidos políticos.

Estar en contra de las ideologías significa estar en contra de las ideas generales. ¿Acaso no es una idea general la que lleva a pensar en la riqueza como producción y consumo? ¿No es eso mismo, producción y consumo, lo que tanto la izquierda como la derecha parecen desear que se recupere? ¿No es una idea general que los partidos políticos defienden los intereses de las partes de la sociedad a las que representan y que la corrupción es accidental? Quizá si le damos la espalda a las teorías históricas, sociales y políticas y pensamos más a partir de nuestra experiencia, veremos alguna cosa clara: que es la carrera por el crecimiento lo que nos ha llevado a esta situación; y que los partidos políticos, sin reglas que les impidan hacer lo que hasta nuestros días vienen haciendo, se convierten en castas.

Estos primeros humanos intempestivos se quedaron solos combatiendo la explotación y la barbarie, y al mismo tiempo negando que la alternativa al capitalismo fuera el comunismo. Pusieron lo mejor de sus inteligencias y de sus vidas en la tarea de comprender la realidad histórica fuera de los marcos establecidos. Elaboraron ciertos principios morales en torno a la verdad, la dignidad y la libertad que no admitían matices coyunturales o partidistas. ¡Aprendamos de ellos! Nosotros estamos en un momento en el que vale la pena pensarlo todo de nuevo, somos los primeros humanos de una tierra que todavía hay que descubrir. Y además tenemos la justicia del sol y del mar de nuestra parte.




Canonizar a Camus en la ocasión oficiosa de su centenario es seguir empeñándose en lo que ni sus peores enemigos lograron cuando estaba vivo: domesticarlo, o en su defecto sepultarlo en la irrelevancia, o peor todavía, en el malentendido. Más de medio siglo después de su muerte, cuando las causas que más le importaron —la guerra de la independencia de Argelia, la revolución antisoviética en Hungría— ya están olvidadas, cuesta poco seleccionar unas cuantas frases suyas que suenen bien y ponerlas al pie de una de sus fotografías en blanco y negro para lograr un Camus confortable, que nos venga bien para legitimar nuestras posiciones o nuestros prejuicios. Seguro en su lugar del pasado, inmóvil en sus imágenes como un santo en una hornacina, leído por encima o citado de oídas, y desde luego desprendido de las controversias feroces que lo angustiaban y lo estimulaban, Camus queda solemne, indiscutible, irrelevante en el fondo, un escritor con madera de galán del tiempo en que los intelectuales salían en las fotos con un cigarrillo en la boca, fotogénico, eso sí, más fotogénico que ningún otro, ideal para pósters de librerías y portadas de suplementos literarios.

Pero basta leerlo de verdad para que esa efigie cobre voz e irrumpa en el presente, con la misma entonación apasionada que si lo que leemos acabara de escribirse, con una claridad que ha resistido limpiamente el paso del tiempo. Ser claro, para Camus, igual que para Orwell, era una exigencia a la vez estética y política. Las palabras tenían la tarea urgente de revelar la faceta del mundo que los seres humanos poseen en común, la que no está en las ficciones ni en los sueños, la que ayuda a distinguir entre lo que creemos o deseamos o imaginamos y lo que tenemos delante de los ojos. En su discurso del Premio Nobel, Camus reflexionó sobre los hitos históricos terribles que habían formado a su generación: los nacidos en los umbrales de la I Guerra Mundial, los que llegaban a la edad de la razón en medio de las grandes crecidas del comunismo y el fascismo, la que vio los campos de exterminio y cuando entraba en la madurez encontró, en vez de un principio de sosiego después de tanta devastación, el nuevo pánico de la guerra nuclear. Nada era más fácil para una generación así que dejarse seducir y cegar por las ideologías, o que caer en el nihilismo o en el fatalismo. Camus eligió a conciencia el camino opuesto: la racionalidad escéptica, la atención observadora, la búsqueda de soluciones tangibles y modestas que hicieran algo mejor la vida, sin aceptar la inevitabilidad de la injusticia ni tampoco la obcecación en el fondo religiosa y milenarista por paraísos futuros ganados al precio de matanzas de inocentes y de tiranías policiales del presente.

En ese empeño, la claridad expresiva era tan fundamental como la rebeldía contra las unanimidades y la consiguiente aceptación de su consecuencia inevitable, la soledad política. Ese Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo muchas veces y sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado hasta extremos de vileza que fueron todavía más vergonzosos porque los cometían antiguos amigos suyos y personas a las que él había ayudado y defendido. Leer el último de los tres volúmenes de sus Carnets es asomarse a la intimidad de un hombre sometido a un acoso que no sabe que no merece y que nunca había sido capaz de prever. Esa creciente negrura es la misma que sobrecoge tanto en sus Crónicas argelinas, que acaba de publicar en una nueva traducción al inglés de Arthur Goldhammer la Harvard University Press, en una edición ejemplar de Alice Kaplan. Camus reunió los materiales del libro en 1958, rompiendo el voto de silencio sobre la situación en Argelia que se había impuesto a sí mismo en 1956, después de un viaje a su tierra natal en el que había intentado, sin ningún éxito, lograr un acuerdo mínimo entre las autoridades francesas y los sublevados del FLN: ni siquiera una tregua militar, sino tan solo el compromiso mutuo de no matar a civiles.

La desvergüenza política puede ser ilimitada: a Camus, que había escrito ya en 1939 sus primeras crónicas contra las injusticias de la dominación francesa sobre Argelia, lo acusaban de defender el colonialismo quienes habían tardado casi veinte años más que él en advertir sus abusos; y habiéndose jugado la vida en la Resistencia tuvo que oír que lo llamaran cobarde colegas intelectuales que solo se habían sumado a ella, tan heroica como retrospectivamente, una vez asegurada la liberación de París.

Una y otra vez, a lo largo de los años, con creciente desolación, con integridad insobornable, Camus reitera en los artículos de periódico, las cartas y las conferencias, una postura política que es también una actitud vital, porque está escribiendo sobre la tierra en la que nació y la que más ama, la que siente como su patria luminosa y verdadera: es justo defender a los oprimidos, pero no es lícito aprobar la injusticias y los horrores cometidos en nombre de ellos; no se puede condenar el terrorismo y al mismo tiempo justificar la tortura aduciendo que es necesaria para combatirlo; los crímenes de un bando no hacen menos imperdonables los crímenes del otro.

Entre los paracaidistas franceses que torturaban y asesinaban a prisioneros argelinos y los militantes del Frente de Liberación Nacional que mataban y mutilaban a cualquiera, adulto o niño, militar o civil, por el simple hecho de ser francés, Camus se negaba a tomar partido. No por afán cobarde de neutralidad, sino porque estaba tan de parte de las víctimas de un lado como de las de otro, del derecho de los árabes argelinos a vivir en libertad y recibir justicia y también del derecho de más de un millón de argelinos de origen europeo a seguir viviendo en la misma tierra en la que había nacido. En un tiempo de estereotipos y caricaturas crueles dibujadas por el odio, quiso ver siempre a las personas reales por encima de las abstracciones de los pueblos. Ni los árabes eran terroristas fanáticos en su mayoría ni todos los europeos eran funcionarios coloniales ni terratenientes tiránicos. Y la mejor esperanza de unos y otros, europeos y árabes, cristianos, musulmanes, judíos, agnósticos, sería una democracia sin excluidos ni proscritos en la que todos, manteniendo sus diferencias legítimas, pudieran ser ciudadanos iguales ante la ley.

En las épocas y en las sociedades sometidas a la escalada del extremismo, nada es más imperdonable que el sentido común. La búsqueda de mesura y concordia es una afrenta para los aspirantes a saqueadores del desastre. Aprender de Camus es tan necesario ahora como hace sesenta años. Los aficionados a organizarse contra el que disiente a solas no son menos eficaces que entonces. Y la raíz de lo que él defendió sigue provocando el mismo rechazo, velado o explícito: no hay tiranías legítimas; no es lícito borrar la individualidad ni el albedrío de las personas para someterlas a la siniestra uniformidad de las identidades colectivas; ninguna causa es lo bastante noble como para no ser manchada sin remedio por el asesinato.

Una claridad inaceptable, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de noviembre de 2013]



Suele decirse, es casi un lugar común, que los grandes escritores padecen un purgatorio más o menos largo de indiferencia tras su muerte. Algunos salen de él fortalecidos y eternos, otros permanecen incurablemente en el olvido. Pero Albert Camus representa una notable excepción a esta regla: a 50 años de su muerte temprana en un accidente de carretera, su figura intelectual ha aumentado sin cesar de tamaño y es hoy más prestigiosa que nunca.

Aún más sorprendente resulta la casi total unanimidad encomiástica que le rodea. Las polémicas y críticas acerbas que acompañaron la mayor parte de su vida creadora parecen haber desembocado hoy en un plácido estuario de reconocimiento sin fisuras. Resulta casi inevitable preguntarse si tanta aceptación no encierra un malentendido (el propio Camus dijo que el éxito suele implicarlo) o incluso una forma de olvido más soterrada y por tanto más difícilmente remediable.

Desde luego, abundan los motivos para recordar hoy a Camus con especial aprecio y simpatía. Para empezar, los acontecimientos históricos han venido a demostrar que en asuntos esenciales tenía razón: sobre todo en su denuncia del totalitarismo estalinista. Pocos años después de su muerte, Jruschov comenzó pudorosamente a desvelar la realidad atroz de la Rusia soviética, que los más furibundos detractores de Camus se negaban a admitir. A partir de ese momento -y sobre todo desde la caída del muro de Berlín- el comunismo realmente existente perdió casi todos sus abogados intelectuales y ha revelado sin paliativos su fracaso político y su desastre moral. La denuncia de Camus, que en su día fue malinterpretada o denostada, se ha convertido hoy en un tópico que casi todo el mundo suscribe sin rodeos.

Aún más. El lenguaje teológico puesto al servicio del exterminio de seres humanos era uno de los temas fundamentales estudiados en El hombre rebelde. Camus comprendió bien hasta qué punto la búsqueda del absoluto puede convertirse en justificación para pisotear los derechos humanos más elementales. Cuando publicó su célebre ensayo, la invocación inquisitorial de motivaciones religiosas para persecuciones y matanzas parecía algo del pasado, pero medio siglo más tarde ha vuelto a ponerse de trágica actualidad.

Entonces se pensaba que las ideologías políticas (nacionalismo, nazismo, bolchevismo, etcétera) habían venido a sustituir al furor teológico de las religiones, pero hoy vemos que -tras la decadencia de esas ideologías digamos "laicas"- son de nuevo las coartadas religiosas las que regresan para legitimar atentados mortíferos, matanzas tribales, deportaciones masivas o bombardeos preventivos.

La denuncia de Camus en su día sonaba a algunos como una concesión al "idealismo" o al "espiritualismo" que desconoce las motivaciones socioeconómicas: resulta hoy una precursora señal de alarma.

Esta denuncia del totalitarismo y del terrorismo, que se adelanta a los acontecimientos venideros, ha conseguido hoy aplauso general para Albert Camus, entre los conservadores de derechas y también entre muchos izquierdistas arrepentidos. Pero este aprecio póstumo puede ocultar, como decíamos, un cierto malentendido y hasta un olvido selectivo de una parte importante del pensamiento político y moral de Albert Camus. Porque en su obra no hay un rechazo global sino más bien una exigencia ética de la rebelión: "Yo me rebelo, luego nosotros somos". Decir "no" y rebelarse contra la injusticia y la desigualdad social ("la sociedad del dinero y de la explotación no se ha encargado nunca, que yo sepa, de hacer reinar la libertad y la justicia"), contra la opresión colonial de los países más desfavorecidos, contra la pena de muerte, contra la utilización de armas atómicas... Todo eso también formó parte central de sus manifestaciones políticas. Albert Camus fue crítico con la revolución que entroniza el terror y la violencia como dioses justicieros, confundiendo la depuración con el camino de la pureza, pero no fue un conformista ni un cínico que acepta sin más -en nombre del orden sacrosanto- los peores manejos de la razón de Estado. Fue moralmente exigente con la rebeldía (sostuvo que en política deben ser los medios quienes justifiquen el fin y no al revés), pero sin duda fue también un rebelde: "La rebelión no es en sí misma un elemento de civilización. Pero es previa a toda civilización".

Probablemente el intelectual del siglo XX con quien más tiene en común Albert Camus, hasta la coincidencia casi desconcertante, es George Orwell. Y no sólo por similitudes biográficas, como que ambos fueron tuberculosos, ambos murieron (aunque por causas distintas) a los 47 años, ambos tuvieron una preocupación especial por la guerra civil de España y su tragedia posterior y ambos padecieron la maledicencia calumniosa de muchos colegas comprometidos con el disimulo o la minimización de la realidad totalitaria comunista. Hay además otras concordancias esenciales. Una de las principales es la importancia concedida al lenguaje y a la sinceridad que lo emplea en busca, ante todo, de la verdad.

Orwell denunció: "El lenguaje político -y con variaciones esto es válido para todos los partidos políticos, desde los conservadores a los anarquistas- es empleado para que las mentiras parezcan verdaderas y el crimen respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro humo". Y concluyó: "El gran enemigo del lenguaje claro es la insinceridad".

Por su parte, Camus señaló: "He escuchado tantos razonamientos que han estado a punto de hacerme dar vueltas la cabeza, y que han hecho dar a otros vueltas la cabeza hasta hacerles consentir en el asesinato, que he llegado a comprender que toda la desdicha de los hombres proviene de que no tienen un lenguaje claro. He tomado entonces el partido de hablar y actuar claramente para volver a ponerme en el buen camino. Por consiguiente digo que hay las atrocidades y víctimas, y nada más" (La peste).

Tanto uno como otro fueron explícitamente contrarios al culto del músculo y la fuerza como garantía de eficacia para resolver los conflictos, aunque Camus simpatizó más con el pacifismo y las doctrinas gandhianas de la no violencia (para Orwell "el pacifismo es más una curiosidad psicológica que un movimiento político").

Y ambos criticaron el nacionalismo: Camus escribió a su imaginario amigo alemán que él "amaba demasiado a su país para ser nacionalista" y Orwell unas perspicaces y siempre actuales Notas sobre el nacionalismo en las que dejó caer esta observación de largo alcance: "Todo nacionalista está obsesionado por la creencia de que el pasado puede ser alterado".

Pero cada uno de ellos se interesó a su modo por el patriotismo, entendido como ciudadanía compartida y no como etnia de pertenencia.

Orwell se asombraba en 1940 (probablemente pensando en el grupo de Bloomsbury o gente parecida) de que Inglaterra fuese "el único gran país cuyos intelectuales se avergüenzan de su propia nacionalidad" y deseaba para el futuro que "el patriotismo y la inteligencia volviesen a ir juntos de nuevo".

Por su parte Camus, en el prefacio a sus Crónicas argelinas, en las que expuso una postura que desagradaba a casi todos, dice: "Desde la derecha se ha emprendido, en nombre del honor francés, lo que era más contrario a tal honor. Desde la izquierda, frecuentemente y en nombre de la justicia, se ha excusado lo que era un insulto a toda verdadera justicia. La derecha ha cedido así la exclusiva del reflejo moral a la izquierda, la cual le ha cedido a su vez la exclusiva del reflejo patriótico. El país ha sufrido dos veces".

Tuviesen o no razón en sus opiniones y actitudes políticas, tanto Camus como Orwell fueron librepensadores. Es decir, sostuvieron principios y argumentos, no partidos. Rechazaron algo muy frecuente, el escándalo selectivo, las condenas que siempre barren para casa y silencian lo que perjudica a nuestro convento. Cincuenta años después, reciben incienso de los mismos que hoy excomulgan a quienes se comportan como ellos: la hipocresía es el tardío homenaje que el sectarismo rinde a quienes han dejado de ser molestos. ¿Victoria póstuma o dulce derrota definitiva?

Dos cabalgan juntos, Fernando Savater [El País, 23 de enero de 2010]



¿Camus, filósofo? En todo caso “un filósofo para alumnos de bachillerato”, se burlaron en su día los detractores. Hoy sigue siendo la opinión de no pocos académicos. En efecto, como señaló Sartre desde la primera hora (ni siquiera se conocían personalmente aún) “Camus pone cierta coquetería en citar textos de Jaspers, de Heidegger, de Kierkegaard, que por otra parte no siempre parece entender bien”. ¡Tocado! En “El mito de Sísifo”, añado yo, repite el tópico de un Schopenhauer indecente predicando el suicidio ante una mesa bien servida: pues bien, Schopenhauer no recomendó el suicidio, todo lo contrario. Ese tipo de erudición no es lo suyo, lo cual no le descarta como pensador como aclara el propio Sartre de los buenos tiempos: “Sus verdaderos maestros son otros: el contorno de sus razonamientos, la claridad de sus ideas, el corte de su estilo de ensayista y un cierto tipo de siniestro solar, ordenado, ceremonioso y desolado, todo anuncia un clásico, un mediterráneo”. Más tarde también Czeslaw Milosz, que le estaba agradecido por ser uno de los poquísimos intelectuales que le acogió bien cuando huyó del comunismo, le defendió contra la acusación común de que carecía de doctorado filosófico: “Pero, en primer lugar, ¿qué se entiende por filosofía? Para algunos, como Camus, la filosofía exige una alimentación casi carnal y se rehúsan a hablar de las cosas que no tocan por sí mismos”.

Entonces ¿era o no era filósofo? Digamos que fue un espontáneo que saltó al ruedo de la filosofía sin llevar nada más que su hambre vital de voyou argelino y la vergüenza torera de no aceptar una existencia irreflexiva. El capote con que dio sus primeros pases en esa faena improvisada (“El mito de Sísifo”) fue el absurdo, mucho más que una palabra y algo menos que un concepto. El absurdo no es el sinsentido del mundo, sino la falta de sentido en un mundo que nosotros –los inventores y huérfanos del sentido- reclamamos que lo tenga: “El hombre se encuentra ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de felicidad y de razón. El absurdo nace de esa confrontación entre la llamada humana y el silencio sin razones del mundo”. El absurdo no es un dato elemental sino un divorcio: la demanda de los hombres y la callada por respuesta del universo, un amor imposible. La peculiaridad del absurdo es que deja der serlo si lo aceptamos como tal: es un pensamiento inaceptable y sólo si no lo aceptamos, si nos sublevamos contra él, podemos pensarlo. No es una idea, ni mucho menos una doctrina, ni siquiera algo que pueda explicarse en el aula, como las categorías de Aristóteles o la dialéctica trascendental de Kant. El absurdo… ¡eso hay que vivirlo! Tal como decimos de otros padecimientos. Por eso se presta mejor a la narración que al tratado. Pero se equivocan quienes expulsan a Camus del jardín de la filosofía, porque sin la filosofía no se entienden ni se justifican sus ficciones, que son el modo que utiliza para hacerla comprensible. “¿Por qué escribes novelas o dramas teatrales?”, pregunta la filosofía; y Camus responde: “Para vivirte mejor…”.

Intelectualmente el absurdo es un callejón sin salida aunque la vida consiste precisamente en hacer como si la tuviera. El muro que nos cierra el paso es infranqueable, pero nosotros pintamos voluntariosamente una puerta en él y la puerta se abre…o al menos nos permite imaginar que se abre y salimos por ella. De esa puerta pintada en el muro de la realidad, imposible pero irrenunciable, es de lo que habla “El hombre rebelde”, donde por segunda vez el espontáneo Camus se echa al ruedo de la filosofía. La primera faena se la perdonaron como una manifestación de simpática inexperiencia, pero por esta otra ya fue seriamente sancionado por los comisarios de la plaza. “Me rebelo, luego somos”: ¿habrase visto mayor atrevimiento? Sublevarse entonces no es una consecuencia histórica de la solidaridad, sino que la solidaridad nace a partir de la individualidad que se subleva por impulso metafísico. El ser humano se rebela y al hacerlo descubre la humanidad que le vincula a los demás. Los dogmáticos de la revolución comprendieron que ésta, violenta y totalitaria, forma parte del muro de la realidad contra el que se insurge el rebelde. “Los hombres mueren y no son felices”, resume Calígula. Pero cada hombre puede rebelarse contra lo que impone la muerte y la infelicidad, descubriendo así su camaradería con los demás. Y esa rebelión no es simple grandilocuencia, sino búsqueda de soluciones políticas, es decir, contra el estado de guerra que exige mantenerse en el odio. Para Camus, la democracia –despreciada por los revolucionarios y por Sartre- tiene el gran mérito de solicitar modestia: nadie puede zanjarlo todo por sí mismo, hace falta el consejo de otros y el acuerdo. Rebelarse contra la infelicidad del terror exige evitar el absolutismo decapitador de los principios y a menudo atenerse a los matices, a las medias tintas: ¡qué bien comprendemos hoy, tras las contradicciones de las primaveras árabes, la actitud tentativa y fluctuante de Camus ante el conflicto de Argelia a finales de los años cincuenta!

En Youtube puede verse una breve filmación de Albert Camus en la que, con una sonrisa y aire de pillo, finge ante la cámara muletazos sin toro ni muleta. Es un espontáneo, el maletilla que aspira a la gloria. O que ya la conoce: “Comprendo aquí lo que se llama gloria: el derecho de amar sin medida” (Bodas).

Albert Camus, filosofía de un espontáneo; Fernando Savater [El País, 7 de noviembre de 2013]


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