Entre la pobreza y el sol: Albert Camus. Maite Larrauri es escritora y profesora. En FronteraD
Una claridad inaceptable, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de noviembre de 2013]
Dos cabalgan juntos, Fernando Savater [El País, 23 de enero de 2010]
Albert Camus, filosofía de un espontáneo; Fernando Savater [El País, 7 de noviembre de 2013]
He leído con pasión a Albert Camus durante el último año. He llegado tarde, lo sé, quizá víctima inconsciente de la campaña de difamación que lo arrinconó, narrada profusamente por un también apasionado Michel Onfray en su reciente libro L'ordre libertaire. La vie philosophique d'Albert Camus (ed. Flammarion, 2012). Como cuenta Onfray, lo que puso a Camus en el punto de mira de los intelectuales franceses, capitaneados por Sartre y De Beauvoir, fue su temprana crítica (1951) del comunismo, su denuncia de los campos de internamiento soviéticos, su alejamiento de las ideologías, su pacifismo frente a la guerra de Argelia. Fue Camus un intempestivo y sufrió el destino de todos los intempestivos: no encontró fácilmente oídos que pudieran escucharle. Incluso su nietzscheanismo estaba lejos de poder ser comprendido en los años 50 del pasado siglo, y Camus, como recuerda insistentemente Onfray, fue siempre lector y seguidor de Nietzsche: en el discurso de aceptación del premio Nobel recordó que uno de sus maestros había sido Nietzsche, y en la cartera que viajaba con él el día de su accidente mortal de coche, junto al manuscrito inacabado de Le premier homme, se encontraba un ejemplar de La gaya ciencia.
Onfray quiere demostrar a lo largo de sus más de 500 páginas que Camus es un anarquista. Pero para ello demarca con claridad que la idea de anarquismo que está utilizando está lejos de cualquier dogma, inclusive del dogma anarquista. Anarquista, dice Onfray, es el que no quiere ni seguir a nadie, ni guiar a nadie. Entre Platón y Diógenes el cínico, Camus elegiría a Diógenes. Para entender mejor esta elección, recordemos aquí una de las anécdotas que reúne a estos dos filósofos de la antigüedad. Se cuenta que Diógenes, que como todos sabemos vivía en la calle (en un tonel se dice, pero más bien parece ser que se trataba de una tinaja), se encontraba un buen día enjuagando unas hojas de lechuga en una fuente antes de comérselas. Platón se le acercó y le dijo: “Diógenes, si hubieras aceptado la invitación de Dionisio [se trata del tirano de Siracusa, con el que Platón aceptó vivir durante un tiempo en su corte, aconsejándolo en las tareas propias de gobierno], no tendrías que estar enjuagando tú mismo unas hojas de lechuga”. A lo que Diógenes respondió: “Y tú, Platón, si supieras enjuagar unas hojas de lechuga para comer, no habrías tenido la necesidad de aceptar la invitación de Dioniso”.
El
título del libro de Onfray se explica así: un “orden libertario”, expresión que
alude a la necesidad de
principios, y una “vida filosófica”, esto es una vida en la que las acciones se conforman a las
ideas que se defienden. Camus busca un orden al que obedecer pero sólo como quien se obedece a sí
mismo, como quien se gobierna a sí mismo. Y eso, en la medida en que lo
consigue, lo hace ejemplar.
Cuando
Camus publicó L'homme
révolté (1951), pocos años antes de su prematura muerte (1960), el
libro levantó ampollas: un libro antifascista, antitotalitario, anticapitalista, anticomunista.
Muy pocos pensadores quedan a salvo de las críticas de Camus. En cambio, el
apoyo que Camus confiere al pensamiento de Simone Weil es excepcional. Encontró en ella un
alma gemela y por eso luchó siempre para que su obra fuera publicada y conocida.
En este libro se refiere a los análisis que Weil hizo a propósito de la
condición obrera y de las críticas a Marx que de ellos se derivan. Marx no tuvo
en consideración la degradación de los trabajadores cuando realizan un trabajo
repetitivo, en cadena. Y no supo entender las relaciones de poder que se
establecen en el trabajo y en la sociedad. Por esa razón Marx resultó un
ingenuo cuanto menos, ya que no entendió que lo que estaba en juego en muchos
enfrentamientos sociales no era el dinero o la propiedad sino la dignidad humana.
Hay
algunos elementos esenciales comunes a Simone Weil y Albert Camus. Uno
fundamental es que no se engañaron respecto a la naturaleza humana, sus propias
experiencias los colocaron en una posición de extrema cercanía respecto a los
seres humanos y entendieron algo: que los comportamientos brutales,
prepotentes, violentos son moneda corriente y lo que es singular y raro es que,
en algunos momentos milagrosos, estos comportamientos no se den. Weil dice que
sólo los santos –indicando de esta manera que se trata de muy pocos y selectos-
son capaces de no ejercer
su poder cuando pueden. La ley que rige los comportamientos humanos es que todo aquel que se
encuentra en una posición de superioridad se muestra autoritario o condescendiente,
porque de esta manera sus actos son una confirmación de la inferioridad del
otro y de su propia superioridad. Camus dice que habría que alabar a los
humanos no por sus grandes hazañas, como normalmente se hace, sino por aquello
de lo que se han abstenido aún pudiendo hacerlo. Camus, que no conoció a su
padre, muerto durante la Primera Guerra Mundial, cuenta de él la historia que
guarda en su recuerdo como único legado. Cuando su padre vio el modo bárbaro en
el que habían torturado a unos soldados, cortándoles el pene e
introduciéndoselo en la boca hasta la asfixia, dijo lleno de rabia que eso no
era un comportamiento propio de hombres, y cuando le hicieron notar que esas
brutalidades suceden siempre en las guerras, añadió la frase que Camus conservó
como un tesoro: “Un homme, ça s'empêche”, o sea, un hombre tiene que contenerse, impedirse,
reprimirse y si no lo hace no es un hombre.
Hace
unos días oí al filósofo y ex alcalde de Venecia Massimo Cacciari afirmar
solemnemente en una conferencia que la filosofía que de verdad merece ese
nombre no puede ser dualista. Me sentí directamente atacada: no comparto la
admiración de Cacciari por lo que se podría llamar la autopista de la
filosofía, los grandes sistemas monistas desde Platón hasta Hegel. Muchas carreteras
secundarias me atraen. Y en ocasiones no sé pensar el mundo si no es gracias a
ellas. Es el caso del dualismo que hace coincidir a Weil con Camus. Los dos
creen que la realidad debe
atraparse con pinzas de dos brazos, porque en ella se da lo que hay y lo que se
desea que haya; lo que es material y pesado, y lo que impulsa hacia arriba por
su ligereza y su entusiasmo; lo que nos hace ser violentos, ambiciosos y
prepotentes y lo que nos lleva a poner freno a nuestras pasiones y seguir un
modelo de concordia. Es como decir que hay dos formas de humanidad: una
general, que se muestra en lo que hay de despreciable en los humanos; y otra
escasa, pero deseable.
En
el prefacio de L'endroit
et l'envers, Camus escribe acerca de sí mismo: “fui puesto a mitad de distancia
entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo está bien bajo
el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”.
¡Difícil encontrar una expresión más hermosa del dualismo! La vida entera de
Camus está encerrada en esa frase. Su familia era pobre e ignorante. Su madre
ni siquiera sabía leer. A ella le dedica Le
premier homme : “A ti, que no podrás nunca leer este libro”. Le premier homme es
un relato autobiográfico con el que Camus quiere encontrar las palabras para
decir lo que no tiene palabras para explicarse. Cuenta del silencio de su madre
sorda, de su imposibilidad de proyectos, de cómo mira por la ventana cuando
está en casa, sin salir, sin leer. Cuenta de su abuela dominante que impone su
autoridad en toda la casa. Y cuenta sobre todo de la difícil relación del niño
Camus con todo esto: un niño despierto e inteligente, atravesado por una
inmensa alegría de vivir, confrontado a una familia sin padre (muerto), con una
madre a la que ama apasionadamente pero con la que la comunicación es
inexistente, con una abuela que lo brutaliza con la fusta. En una ocasión en la
que el niño quiso engañar a su abuela diciéndole que los dos francos que tenía
que devolverle se le habían caído por el agujero que hacía de water, la abuela
se arremangó y metió el brazo en las aguas putrefactas, escarbando para
encontrar la moneda; el niño miraba horrorizado. Comprendió que no era la
avaricia lo que había impulsado a su abuela a rebuscar en la mierda, sino la
necesidad que hacía que dos francos fuera una enormidad para aquella familia.
Pero
Camus es solar. Y por esta razón no tiene vergüenza de ser feliz. En un texto
admirable que Onfray me ha descubierto, escrito cuando apenas tenía 23 años,
una obra maestra de amor por el mundo, Camus celebra la vida, el sol y el mar como los elementos
que hacen grandes en su simplicidad a las gentes de Argelia. El texto –Noces à Tipasa (Nupcias en
Tipasa)- tiene apenas unas páginas y es un ejemplo maravilloso del amor fati
nietzscheano, porque se trata de una exaltación de un día de nupcias con el
mundo. Hay que leerlo y no sólo, hay que releerlo una y mil veces y encontrar
en él el eco que demuestra que en algunos momentos de nuestra vida también
nosotros hemos sentido algo semejante: “sentido” sí, porque como dice Camus, en
Tipasa ver equivale a creer. Ver el gran libertinaje de la naturaleza y del
mar, sentir la gloria de un mundo en el que una puede abandonarse. Y este joven
Camus hace su propia transvaloración de los valores: pobre es el que necesita mitos, el que
necesita hablar de Dionisos para afirmar que es maravilloso el olor de la
tierra ardiente de plantas aromáticas. Unos años más tarde, afirmará que existe una injusticia de la que
no se habla y es la injusticia del clima: la pobreza en los suburbios de París
es más injusta que en Argelia.
Es
tan nietzscheano Camus que lo traiciona. Amor
fati sí, pero también rebelión. No acogiéndose a los grandes
relatos de la revolución, contra todo dogma y toda ideología, Camus parece suscribir
lo que algunos años después diría otro gran nietzscheano: Foucault afirmaba que
las relaciones de poder entre los humanos existirían siempre, que no habría un
amanecer revolucionario ni una lucha final, pero que era importante luchar,
porque si bien es triste pensar que siempre habrá poderosos y oprimidos, lo que
es mucho más triste es no combatir.
Han sido escasos los pensadores que se
han separado de las ideologías partidistas durante el desarrollo del siglo XX.
Los que lo hacían eran anatemizados. No tiene ningún mérito que ahora
mismo reconozcamos el valor de lo que pensaron entonces, cuando nadie los
entendía. Durante años, de ellos se dijo que eran pequeño-burgueses, radicales
y anarquistas de derechas y con estas etiquetas ya se tenía suficiente para no
hacer ningún esfuerzo en entenderlos. Cuando cayó el muro de Berlín en las
mentes de los luchadores del 68 descubrimos cuánta verdad encerraban sus
escritos. Me ha llamado la atención de que a ese grupo de pensadores
pertenecieron dos mujeres: Simone
Weil y Hannah Arendt. En varias ocasiones me he planteado si el hecho de
ser mujeres las hacía más cercanas a las verdades concretas, más alejadas de
los grandes relatos de la revolución. Los argumentos para defender esta
afirmación me los ha aportado Camus.
¿Por
qué Le premier homme?
Sin duda Camus está hablando de sí mismo: un blanco descendiente de europeos en
Argelia, pobre, sin padre, sin memoria histórica, sin tradición, sin moral.
Para orientarse, para reconciliarse con el mundo tiene por un lado, como ya
hemos dicho, Tipasa, el sol y el mar que dan grandeza a su vida y le ofrecen
una cierta medida de las cosas. Por otro lado, apenas una frase de su padre
(“un homme, ça s'empêche”) y el silencio de su madre, ambos dignos del máximo
respeto. Pero sin duda es poco. Camus afirmará que tiene que fabricarse una
conducta como si él fuera el primer habitante de un país nuevo. Es una posición
de enorme libertad que puede dar vértigo: se trata de crear valores sin traicionar a los suyos,
esa mezcla de sol y de pobreza.
¿Y
qué le pasa a una mujer cuando quiere ser filósofa e intenta igualmente ser
fiel a sí misma? Tampoco existe para una pensadora una cultura en la que
reconocerse. También ella será “primera”: las mujeres antes de ella no son un
referente, ella no tiene tradición ni moral que le sirva. No ha habido en la
Historia de la Filosofía mujeres filósofas, sólo pequeños atisbos, nada que
constituya una lección de la que aprender, hasta que llegamos al siglo XX y nos
encontramos con Simone Weil y con Hannah Arendt. Las primeras, las primeras en
denunciar las relaciones de poder, los totalitarismos de cualquier signo, la
mentira de las ideologías, la injusticia de todas las guerras. Con ellas
también está Camus, un hombre blanco tan pobre y tan fuera de la cultura que
cuando toma la palabra para decir alguna verdad no tiene ante sí sino su propia experiencia.
En
una situación tan difícil como la que estamos atravesando, en la que a la
crisis económica se une la falta de ideas y de perspectivas, el pensamiento
concreto y valiente de este primer hombre, como de aquellas dos primeras
mujeres, es valiosísimo. Todos aquellos que ya no somos marxistas, ni
comunistas, que desconfiamos
de cualquier ideología defendida por un partido político o por cualquier otra
iglesia, que no creemos en ninguna solución final, todos aquellos que no
dejaremos de luchar hasta el fin de nuestros días para que el mundo sea mejor, se parezca más a eso que
querríamos ser, podemos sentirnos ahora acompañados. Y así tener la fuerza de pensar fuera del marco de
inevitable capitalismo que se nos propone, del inevitable sistema de partidos
políticos.
Estar
en contra de las ideologías significa estar en contra de las ideas generales.
¿Acaso no es una idea general la que lleva a pensar en la riqueza como
producción y consumo? ¿No es eso mismo, producción y consumo, lo que tanto la
izquierda como la derecha parecen desear que se recupere? ¿No es una idea
general que los partidos políticos defienden los intereses de las partes de la
sociedad a las que representan y que la corrupción es accidental? Quizá si le damos la espalda a
las teorías históricas, sociales y políticas y pensamos más a partir de nuestra experiencia,
veremos alguna cosa clara: que es la carrera por el crecimiento lo que nos ha
llevado a esta situación; y que los partidos políticos, sin reglas que les
impidan hacer lo que hasta nuestros días vienen haciendo, se convierten en
castas.
Estos
primeros humanos intempestivos se quedaron solos combatiendo la explotación y
la barbarie, y al mismo tiempo negando que la alternativa al capitalismo fuera el comunismo.
Pusieron lo mejor de sus inteligencias y de sus vidas en la tarea de comprender
la realidad histórica fuera de los marcos establecidos. Elaboraron ciertos principios morales en torno a
la verdad, la dignidad y la libertad que no admitían matices coyunturales o
partidistas. ¡Aprendamos de ellos! Nosotros estamos en un momento en el
que vale la pena pensarlo todo de nuevo, somos los primeros humanos de una
tierra que todavía hay que descubrir. Y además tenemos la justicia del sol y
del mar de nuestra parte.
Maite
Larrauri es escritora y profesora. En FronteraD ha publicado, entre otros
artículos, Puede pasar
cualquier cosa. Sobre el independentismo en Cataluña, Cinco cosas
que sé sobre la escuela, La escuela es
los profesores, Montañas de lugares comunes, juicios petrificados, Virginia
Woolf no era una persona, Cuerpos mortales y Ser
materialista
Canonizar
a Camus en la ocasión oficiosa de su centenario es seguir empeñándose en lo que
ni sus peores enemigos lograron cuando estaba vivo: domesticarlo, o en su
defecto sepultarlo en la irrelevancia, o peor todavía, en el malentendido. Más
de medio siglo después de su muerte, cuando las causas que más le importaron —la guerra de la
independencia de Argelia, la revolución antisoviética en Hungría— ya están
olvidadas, cuesta poco seleccionar unas cuantas frases suyas que suenen
bien y ponerlas al pie de una de sus fotografías en blanco y negro para lograr
un Camus confortable, que nos venga bien para legitimar nuestras posiciones o
nuestros prejuicios. Seguro en su lugar del pasado, inmóvil en sus imágenes
como un santo en una hornacina, leído por encima o citado de oídas, y desde
luego desprendido de las controversias feroces que lo angustiaban y lo estimulaban,
Camus queda solemne,
indiscutible, irrelevante en el fondo, un escritor con madera de galán del
tiempo en que los intelectuales salían en las fotos con un cigarrillo en la
boca, fotogénico, eso sí, más fotogénico que ningún otro, ideal para pósters de
librerías y portadas de suplementos literarios.
Pero
basta leerlo de verdad para que esa efigie cobre voz e irrumpa en el presente,
con la misma entonación apasionada que si lo que leemos acabara de escribirse,
con una claridad que ha resistido limpiamente el paso del tiempo. Ser claro, para Camus, igual que
para Orwell, era una exigencia a la vez estética y política. Las palabras
tenían la tarea urgente de revelar la faceta del mundo que los seres humanos
poseen en común, la que no está en las ficciones ni en los sueños, la
que ayuda a distinguir entre lo que creemos o deseamos o imaginamos y lo que
tenemos delante de los ojos. En su discurso del Premio Nobel, Camus reflexionó sobre los hitos
históricos terribles que habían formado a su generación: los nacidos en
los umbrales de la I Guerra Mundial, los que llegaban a la edad de la razón en
medio de las grandes crecidas del comunismo y el fascismo, la que vio los
campos de exterminio y cuando entraba en la madurez encontró, en vez de un
principio de sosiego después de tanta devastación, el nuevo pánico de la guerra
nuclear. Nada era más
fácil para una generación así que dejarse seducir y cegar por las ideologías, o
que caer en el nihilismo o en el fatalismo. Camus eligió a conciencia el
camino opuesto: la
racionalidad escéptica, la atención observadora, la búsqueda de soluciones
tangibles y modestas que hicieran algo mejor la vida, sin aceptar la
inevitabilidad de la injusticia ni tampoco la obcecación en el fondo religiosa
y milenarista por paraísos futuros ganados al precio de matanzas de inocentes y
de tiranías policiales del presente.
En
ese empeño, la claridad expresiva era tan fundamental como la rebeldía contra
las unanimidades y la consiguiente aceptación de su consecuencia inevitable, la
soledad política. Ese Camus masculino y sereno de las fotografías estuvo solo
muchas veces y sufrió la amargura sin consuelo de ser agredido y calumniado
hasta extremos de vileza que fueron todavía más vergonzosos porque los cometían
antiguos amigos suyos y personas a las que él había ayudado y defendido. Leer
el último de los tres volúmenes de sus Carnets
es asomarse a la intimidad de un hombre sometido a un acoso que no sabe que no
merece y que nunca había sido capaz de prever. Esa creciente negrura es la
misma que sobrecoge tanto en sus Crónicas
argelinas,
que acaba de publicar en una nueva traducción al inglés de Arthur Goldhammer la
Harvard University Press, en una edición
ejemplar de Alice Kaplan. Camus
reunió los materiales del libro en 1958, rompiendo el voto de silencio sobre la
situación en Argelia que se había impuesto a sí mismo en 1956, después de un
viaje a su tierra natal en el que había intentado, sin ningún éxito, lograr un
acuerdo mínimo entre las autoridades francesas y los sublevados del FLN: ni
siquiera una tregua militar, sino tan solo el compromiso mutuo de no matar a
civiles.
La
desvergüenza política puede ser ilimitada: a Camus, que había escrito ya en
1939 sus primeras crónicas contra las injusticias de la dominación francesa
sobre Argelia, lo acusaban de defender el colonialismo quienes habían tardado
casi veinte años más que él en advertir sus abusos; y habiéndose jugado la vida
en la Resistencia tuvo que oír que lo llamaran cobarde colegas intelectuales
que solo se habían sumado a ella, tan heroica como retrospectivamente, una vez
asegurada la liberación de París.
Una
y otra vez, a lo largo de los años, con creciente desolación, con integridad
insobornable, Camus reitera en los artículos de periódico, las cartas y las
conferencias, una postura
política que es también una actitud vital, porque está escribiendo sobre
la tierra en la que nació y la que más ama, la que siente como su patria
luminosa y verdadera: es
justo defender a los oprimidos, pero no es lícito aprobar la injusticias y los
horrores cometidos en nombre de ellos; no se puede condenar el
terrorismo y al mismo tiempo justificar la tortura aduciendo que es necesaria
para combatirlo; los crímenes de un bando no hacen menos imperdonables los
crímenes del otro.
Entre
los paracaidistas franceses que torturaban y asesinaban a prisioneros argelinos
y los militantes del Frente
de Liberación Nacional que mataban y mutilaban a cualquiera, adulto o niño,
militar o civil, por el simple hecho de ser francés, Camus se negaba a tomar
partido. No por afán cobarde de neutralidad, sino porque estaba tan de parte de
las víctimas de un lado como de las de otro, del derecho de los árabes
argelinos a vivir en libertad y recibir justicia y también del derecho de más
de un millón de argelinos de origen europeo a seguir viviendo en la misma
tierra en la que había nacido. En un tiempo de estereotipos y caricaturas
crueles dibujadas por el odio, quiso ver siempre a las personas reales por encima de las abstracciones
de los pueblos. Ni los árabes eran terroristas fanáticos en su mayoría
ni todos los europeos eran funcionarios coloniales ni terratenientes tiránicos.
Y la mejor esperanza de unos y otros, europeos y árabes, cristianos,
musulmanes, judíos, agnósticos, sería una democracia sin excluidos ni proscritos en la que
todos, manteniendo sus diferencias legítimas, pudieran ser ciudadanos iguales
ante la ley.
En
las épocas y en las sociedades sometidas a la escalada del extremismo, nada es
más imperdonable que el
sentido común. La búsqueda de mesura y concordia es una afrenta para los
aspirantes a saqueadores del desastre. Aprender de Camus es tan necesario ahora
como hace sesenta años. Los aficionados a organizarse contra el que disiente a solas
no son menos eficaces que entonces. Y la raíz de lo que él defendió sigue
provocando el mismo rechazo, velado o explícito: no hay tiranías legítimas; no es lícito borrar la
individualidad ni el albedrío de las personas para someterlas a la siniestra
uniformidad de las identidades colectivas; ninguna causa es lo bastante noble
como para no ser manchada sin remedio por el asesinato.
Una
claridad inaceptable, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de noviembre de 2013]
Suele
decirse, es casi un lugar común, que los grandes escritores padecen un
purgatorio más o menos largo de indiferencia tras su muerte. Algunos salen de
él fortalecidos y eternos, otros permanecen incurablemente en el olvido. Pero
Albert Camus representa una notable excepción a esta regla: a 50 años de su
muerte temprana en un accidente de carretera, su figura intelectual ha
aumentado sin cesar de tamaño y es hoy más prestigiosa que nunca.
Aún
más sorprendente resulta la casi total unanimidad encomiástica que le rodea.
Las polémicas y críticas acerbas que acompañaron la mayor parte de su vida
creadora parecen haber desembocado hoy en un plácido estuario de reconocimiento
sin fisuras. Resulta casi inevitable preguntarse si tanta aceptación no encierra un malentendido (el
propio Camus dijo que el éxito suele implicarlo) o incluso una forma de olvido
más soterrada y por tanto más difícilmente remediable.
Desde
luego, abundan los motivos para recordar hoy a Camus con especial aprecio y
simpatía. Para empezar, los
acontecimientos históricos han venido a demostrar que en asuntos esenciales
tenía razón: sobre todo en su denuncia del totalitarismo estalinista.
Pocos años después de su muerte, Jruschov comenzó pudorosamente a desvelar la
realidad atroz de la Rusia soviética, que los más furibundos detractores de
Camus se negaban a admitir. A partir de ese momento -y sobre todo desde la
caída del muro de Berlín- el comunismo realmente existente perdió casi todos
sus abogados intelectuales y ha revelado sin paliativos su fracaso político y
su desastre moral. La denuncia
de Camus, que en su día fue malinterpretada o denostada, se ha
convertido hoy en un tópico que casi todo el mundo suscribe sin rodeos.
Aún
más. El lenguaje teológico
puesto al servicio del exterminio de seres humanos era uno de los temas
fundamentales estudiados en El
hombre rebelde. Camus comprendió bien hasta qué punto la búsqueda
del absoluto puede convertirse en justificación para pisotear los derechos
humanos más elementales. Cuando publicó su célebre ensayo, la invocación
inquisitorial de motivaciones
religiosas para persecuciones y matanzas parecía algo del pasado, pero
medio siglo más tarde ha vuelto a ponerse de trágica actualidad.
Entonces
se pensaba que las ideologías políticas (nacionalismo, nazismo, bolchevismo,
etcétera) habían venido a sustituir al furor teológico de las religiones, pero
hoy vemos que -tras la decadencia de esas ideologías digamos
"laicas"- son de
nuevo las coartadas religiosas las que regresan para legitimar atentados
mortíferos, matanzas tribales, deportaciones masivas o bombardeos preventivos.
La
denuncia de Camus en su día sonaba a algunos como una concesión al
"idealismo" o al "espiritualismo" que desconoce las
motivaciones socioeconómicas: resulta hoy una precursora señal de alarma.
Esta
denuncia del totalitarismo y del terrorismo, que se adelanta a los
acontecimientos venideros, ha conseguido hoy aplauso general para Albert Camus,
entre los conservadores de derechas y también entre muchos izquierdistas arrepentidos.
Pero este aprecio póstumo puede ocultar, como decíamos, un cierto malentendido
y hasta un olvido selectivo de una parte importante del pensamiento político y
moral de Albert Camus. Porque en su obra no hay un rechazo global sino más bien
una exigencia ética de la
rebelión: "Yo me rebelo, luego nosotros somos". Decir
"no" y rebelarse contra
la injusticia y la desigualdad social ("la sociedad del dinero y de
la explotación no se ha encargado nunca, que yo sepa, de hacer reinar la
libertad y la justicia"), contra la opresión colonial de los países más
desfavorecidos, contra la pena de muerte, contra la utilización de armas
atómicas... Todo eso también formó parte central de sus manifestaciones
políticas. Albert Camus fue crítico con la revolución que entroniza el terror y
la violencia como dioses justicieros, confundiendo la depuración con el camino
de la pureza, pero no fue
un conformista ni un cínico que acepta sin más -en nombre del orden
sacrosanto- los peores manejos de la razón de Estado. Fue moralmente exigente
con la rebeldía (sostuvo que en
política deben ser los medios quienes justifiquen el fin y no al revés),
pero sin duda fue también un rebelde: "La rebelión no es en sí misma un
elemento de civilización. Pero es previa a toda civilización".
Probablemente
el intelectual del siglo XX con quien más tiene en común Albert Camus, hasta la
coincidencia casi desconcertante, es George Orwell. Y no sólo por similitudes biográficas, como que
ambos fueron tuberculosos, ambos murieron (aunque por causas distintas) a los
47 años, ambos tuvieron una preocupación especial por la guerra civil de España
y su tragedia posterior y ambos padecieron la maledicencia calumniosa de muchos
colegas comprometidos con el disimulo o la minimización de la realidad totalitaria
comunista. Hay además otras concordancias esenciales. Una de las principales es la importancia concedida
al lenguaje y a la sinceridad que lo emplea en busca, ante todo, de la verdad.
Orwell
denunció: "El lenguaje político -y con variaciones esto es válido para
todos los partidos políticos, desde los conservadores a los anarquistas- es
empleado para que las mentiras parezcan verdaderas y el crimen respetable, y
para dar apariencia de solidez a lo que es puro humo". Y concluyó:
"El gran enemigo del lenguaje claro es la insinceridad".
Por
su parte, Camus señaló: "He escuchado tantos razonamientos que han estado
a punto de hacerme dar vueltas la cabeza, y que han hecho dar a otros vueltas
la cabeza hasta hacerles consentir en el asesinato, que he llegado a comprender
que toda la desdicha de los hombres proviene de que no tienen un lenguaje
claro. He tomado entonces el partido de hablar y actuar claramente para volver
a ponerme en el buen camino. Por consiguiente digo que hay las atrocidades y
víctimas, y nada más" (La
peste).
Tanto
uno como otro fueron explícitamente contrarios al culto del músculo y la fuerza
como garantía de eficacia para resolver los conflictos, aunque Camus simpatizó
más con el pacifismo y las doctrinas gandhianas de la no violencia (para Orwell
"el pacifismo es más una curiosidad psicológica que un movimiento
político").
Y
ambos criticaron el nacionalismo: Camus escribió a su imaginario amigo alemán
que él "amaba demasiado a su país para ser nacionalista" y Orwell
unas perspicaces y siempre actuales Notas
sobre el nacionalismo en las que dejó caer esta observación de
largo alcance: "Todo
nacionalista está obsesionado por la creencia de que el pasado puede ser
alterado".
Pero
cada uno de ellos se interesó a su modo por el patriotismo, entendido como ciudadanía compartida y
no como etnia de pertenencia.
Orwell
se asombraba en 1940 (probablemente pensando en el grupo de Bloomsbury o gente
parecida) de que Inglaterra fuese "el único gran país cuyos intelectuales
se avergüenzan de su propia nacionalidad" y deseaba para el futuro que
"el patriotismo y la inteligencia volviesen a ir juntos de nuevo".
Por
su parte Camus, en el prefacio a sus Crónicas
argelinas, en las que expuso una postura que desagradaba a casi
todos, dice: "Desde la derecha se ha emprendido, en nombre del honor
francés, lo que era más contrario a tal honor. Desde la izquierda,
frecuentemente y en nombre de la justicia, se ha excusado lo que era un insulto
a toda verdadera justicia. La derecha ha cedido así la exclusiva del reflejo
moral a la izquierda, la cual le ha cedido a su vez la exclusiva del reflejo
patriótico. El país ha sufrido dos veces".
Tuviesen
o no razón en sus opiniones y actitudes políticas, tanto Camus como Orwell
fueron librepensadores. Es
decir, sostuvieron principios y argumentos, no partidos. Rechazaron algo
muy frecuente, el escándalo selectivo, las condenas que siempre barren para
casa y silencian lo que perjudica a nuestro convento. Cincuenta años después, reciben incienso de los mismos
que hoy excomulgan a quienes se comportan como ellos: la hipocresía es el
tardío homenaje que el sectarismo rinde a quienes han dejado de ser molestos.
¿Victoria póstuma o dulce derrota definitiva?
Dos
cabalgan juntos, Fernando Savater [El País, 23 de enero de 2010]
¿Camus,
filósofo? En todo caso “un filósofo para alumnos de bachillerato”, se burlaron
en su día los detractores. Hoy sigue siendo la opinión de no pocos académicos.
En efecto, como señaló Sartre desde la primera hora (ni siquiera se conocían
personalmente aún) “Camus pone cierta coquetería en citar textos de Jaspers, de
Heidegger, de Kierkegaard, que por otra parte no siempre parece entender bien”.
¡Tocado! En “El mito de Sísifo”, añado yo, repite el tópico de un Schopenhauer
indecente predicando el suicidio ante una mesa bien servida: pues bien, Schopenhauer no recomendó el
suicidio, todo lo contrario. Ese tipo de erudición no es lo suyo, lo
cual no le descarta como pensador como aclara el propio Sartre de los buenos
tiempos: “Sus verdaderos maestros son otros: el contorno de sus razonamientos, la claridad de sus
ideas, el corte de su estilo de ensayista y un cierto tipo de siniestro
solar, ordenado, ceremonioso y desolado, todo anuncia un clásico, un
mediterráneo”. Más tarde también Czeslaw Milosz, que le estaba agradecido por
ser uno de los poquísimos intelectuales que le acogió bien cuando huyó del
comunismo, le defendió contra la acusación común de que carecía de doctorado
filosófico: “Pero, en primer lugar, ¿qué se entiende por filosofía? Para
algunos, como Camus, la filosofía exige una alimentación casi carnal y se
rehúsan a hablar de las cosas que no tocan por sí mismos”.
Entonces
¿era o no era filósofo? Digamos que fue un espontáneo que saltó al ruedo de la
filosofía sin llevar nada más que su hambre vital de voyou argelino y la
vergüenza torera de no aceptar una existencia irreflexiva. El capote con que
dio sus primeros pases en esa faena improvisada (“El mito de Sísifo”) fue el absurdo,
mucho más que una palabra y algo menos que un concepto. El absurdo no es el
sinsentido del mundo, sino la
falta de sentido en un mundo que nosotros –los inventores y huérfanos del
sentido- reclamamos que lo tenga: “El hombre se encuentra ante lo
irracional. Siente en sí mismo su deseo de felicidad y de razón. El absurdo
nace de esa confrontación entre la llamada humana y el silencio sin razones del
mundo”. El absurdo no es un dato elemental sino un divorcio: la demanda de los hombres y la
callada por respuesta del universo, un amor imposible. La peculiaridad
del absurdo es que deja der serlo si lo aceptamos como tal: es un pensamiento
inaceptable y sólo si no lo aceptamos, si nos sublevamos contra él, podemos
pensarlo. No es una idea, ni mucho menos una doctrina, ni siquiera algo que
pueda explicarse en el aula, como las categorías de Aristóteles o la dialéctica
trascendental de Kant. El absurdo… ¡eso hay que vivirlo! Tal como decimos de
otros padecimientos. Por eso se presta mejor a la narración que al tratado.
Pero se
equivocan quienes expulsan a Camus del jardín de la filosofía, porque sin la
filosofía no se entienden ni se justifican sus ficciones, que son el modo que
utiliza para hacerla comprensible. “¿Por qué escribes novelas o
dramas teatrales?”, pregunta la filosofía; y Camus responde: “Para vivirte
mejor…”.
Intelectualmente
el absurdo es un callejón
sin salida aunque la vida consiste precisamente en hacer como si la tuviera.
El muro que nos cierra el paso es infranqueable, pero nosotros pintamos
voluntariosamente una puerta en él y la puerta se abre…o al menos nos permite
imaginar que se abre y salimos por ella. De esa puerta pintada en el muro de la
realidad, imposible pero irrenunciable, es de lo que habla “El hombre rebelde”,
donde por segunda vez el espontáneo Camus se echa al ruedo de la filosofía. La
primera faena se la perdonaron como una manifestación de simpática
inexperiencia, pero por esta otra ya fue seriamente sancionado por los
comisarios de la plaza. “Me
rebelo, luego somos”: ¿habrase visto mayor atrevimiento? Sublevarse
entonces no es una consecuencia histórica de la solidaridad, sino que la
solidaridad nace a partir de la
individualidad que se subleva por impulso metafísico. El ser humano se
rebela y al hacerlo descubre la humanidad que le vincula a los demás. Los
dogmáticos de la revolución comprendieron que ésta, violenta y totalitaria,
forma parte del muro de la realidad contra el que se insurge el rebelde. “Los
hombres mueren y no son felices”, resume Calígula. Pero cada hombre puede
rebelarse contra lo que impone la muerte y la infelicidad, descubriendo así su
camaradería con los demás. Y esa
rebelión no es simple grandilocuencia, sino búsqueda de soluciones políticas,
es decir, contra el estado de guerra que exige mantenerse en el odio. Para Camus, la
democracia –despreciada por los revolucionarios y por Sartre- tiene el gran
mérito de solicitar modestia: nadie puede zanjarlo todo por sí mismo,
hace falta el consejo de otros y el acuerdo. Rebelarse contra la infelicidad
del terror exige evitar el absolutismo decapitador de los principios y a menudo
atenerse a los matices, a las medias tintas: ¡qué bien comprendemos
hoy, tras las contradicciones de las primaveras árabes, la actitud tentativa y
fluctuante de Camus ante el conflicto de Argelia a finales de los años
cincuenta!
En
Youtube puede verse una breve filmación de Albert Camus en la que, con una
sonrisa y aire de pillo, finge ante la cámara muletazos sin toro ni muleta. Es
un espontáneo, el maletilla que aspira a la gloria. O que ya la conoce:
“Comprendo aquí lo que se llama gloria: el derecho de amar sin medida” (Bodas).
Albert
Camus, filosofía de un espontáneo; Fernando Savater [El País, 7 de noviembre de
2013]
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