Novela del
licenciado Vidriera
Miguel de Cervantes Saavedra
PASEÁNDOSE dos caballeros estudiantes
por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol durmiendo, a
un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador. Mandaron a un
criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho
respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de
Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntáronle si
sabía leer; respondió que sí, y escribir también.
-Desa manera -dijo uno
de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de
tu patria.
-Sea por lo que fuere
-respondió el muchacho-; que ni el della ni del de mis padres sabrá ninguno
hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.
-Con mis estudios
-respondió el muchacho-, siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que
de los hombres se hacen los obispos.
Esta respuesta movió a
los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole estudio de
la manera que se usa dar en aquella universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que
se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de
algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio
Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta
fidelidad, puntualidad y diligencia que, con no faltar un punto a sus estudios,
parecía que sólo se ocupaba en servirlos. Y, como el buen servir del siervo mueve la
voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos,
sino su compañero.
Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos,
se hizo tan famoso en la universidad, por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género
de gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero
en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria que era cosa de
espanto, e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos
famoso por él que por ella.
Sucedió que se llegó
el tiempo que sus amos acabaron sus estudios y se fueron a su lugar, que era
una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y
estuvo con ellos algunos días; pero, como le fatigasen los deseos de volver a
sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a
todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos
licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole
de suerte que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.
Novela del licenciado Vidriera, Miguel de Cervantes
Tomás Rueda, Azorín [Crítica literaria]
Fragmento de El rojo y el negro; Stendhal.
Despidióse dellos,
mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la
patria de sus señores); y, al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de
Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de
camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo cómo llevaba
su mismo viaje. Hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos
lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dio de su
bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y
que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca.
Alabó la vida de la
soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las
holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las
espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha,
patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macarela, li polastri e li macarroni.
Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado y de la
libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro
de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la
ruina de la minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen
por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas, que la discreción
de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan
cerca tiene la muerte.
El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba,
contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese
con él a Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa
y aun, si fuese necesario, su bandera, porque su alférez la había de dejar
presto.
Poco fue menester para
que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso
de que sería bueno ver a Italia y Flandes y otras diversas tierras y países,
pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos; y que en esto, a lo
más largo, podía gastar tres o cuatro años, que, añadidos a los pocos que él
tenía, no serían tantos que impidiesen volver a sus estudios. Y, como si todo
hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de
irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar
debajo de bandera, ni poner en lista de soldado, por no obligarse a seguir su
bandera; y, aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de
los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las veces que
se la pidiese.
-Eso sería -dijo Tomás-
ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir
suelto que obligado.
-Conciencia tan
escrupulosa -dijo don Diego-, más es de religioso que de soldado; pero,
comoquiera que sea, ya somos camaradas.
Llegaron aquella noche
a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la
compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de
Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano.
Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la
incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la
industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de
las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más
de los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo
aquello que notaba y mal le parecía.
Habíase vestido Tomás
de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es
Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas
de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos
faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena,
porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas
nuevas y gustosas.
Allí se embarcaron en
cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la estraña vida de
aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches,
roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan las
maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el
golfo de León, que tuvieron dos; que la una los echó en Córcega y la otra los
volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la
hermosa y bellísima ciudad de Génova; y, desembarcándose en su recogido
mandrache, después de haber visitado una iglesia, dio el capitán con todas sus
camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas
con el presente gaudeamus.
Allí conocieron la
suavidad del Treviano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la
generosidad de los dos griegos Candia y Soma, la grandeza del de las Cinco
Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha,
la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer
la bajeza del Romanesco. Y, habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan
diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni
como pintados en mapa, sino real y verdaderamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y
a la imperial más que Real Ciudad, recámara del dios de la risa; ofreció a
Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le
olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el
huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.
Admiráronle también al
buen Tomás los rubios cabellos de las ginovesas, y la gentileza y gallarda
disposición de los hombres; la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas
peñas parece que tiene las casas engastadas como diamantes en oro. Otro día se
desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso
Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo,
quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte,
donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría si ya no los hubiesen llevado
a Flandes, según se decía.
Despidióse Tomás del
capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto
primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras
partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle
Florencia en estremo, así por su agradable asiento como por su limpieza,
sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro
días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del
mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró
su grandeza; y, así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su
grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles,
medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus
magníficos pórticos y anfiteatros grandes; por su famoso y santo río, que
siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias
de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que
parece que se están mirando unas a otras, que con sólo el nombre cobran
autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la
Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división
de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los
otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó
también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice,
el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó y puso en su
punto. Y, habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con
un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y
cuentas, determinó irse a Nápoles; y, por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para
todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se
fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma añadió la que le
causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto,
la mejor de Europa y aun de todo el mundo.
Desde allí se fue a
Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina; de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de
toda la isla, la abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada
granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora
de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas
estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas,
de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban
manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la
mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen
suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa
de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen
adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se
relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron
todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas
sempiternas.
Desde allí,
embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que, a no haber nacido Colón en
el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando
Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en
alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en
las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo;
la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita,
su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos
alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de
su valor por todas las partes del orbe se estiende, dando causa de acreditar
más esta verdad la máquina de su famoso Arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen
número.
Por poco fueran los de Calipso los regalos y
pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar
de su primer intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma
y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia; ciudad, en fin, de
quien se dice que puede decir y hacer, haciéndola magnífica la grandeza suya y
de su templo y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana
necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día
marchaba el tercio a Flandes.
Fue muy bien recebido
de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no
menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a
Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas, para salir en
campaña el verano siguiente.
Y, habiendo cumplido
con el deseo que le movió a ver lo que había visto, determinó volverse a
España y a Salamanca a acabar sus estudios; y como lo pensó lo puso luego por
obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo del despedirse,
le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedía, y,
por Francia, volvió a España, sin haber visto a París, por estar
puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y, con
la comodidad que ellos le hicieron, prosiguió sus estudios hasta graduarse de
licenciado en leyes.
Sucedió que en este
tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la
añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademécum que
no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y, por ver si la conocía,
fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás. Y él, sin echar de ver
en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa.
Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda. Pero, como él
atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía
al gusto de la señora; la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida
y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de
Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer más eficaces y bastantes
para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un
membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le
daba cosa que le forzase la voluntad a quererla: como si hubiese en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a
forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o
comidas amatorias se llaman veneficios; porque no es otra cosa lo que
hacen sino dar veneno a quien las toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas
ocasiones.
Comió en tan mal punto
Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si
tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las
cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un
membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo
noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal
suceso, se había puesto en cobro y no pareció jamás.
Seis meses estuvo en
la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y
mostraba tener turbados todos los sentidos. Y, aunque le hicieron los remedios
posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo
del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más estraña locura que entre las locuras
hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta
imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y
suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le
quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que
todo era de vidrio de pies a cabeza.
Para sacarle desta
estraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron
a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo no se quebraba.
Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando
mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro
horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez
no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen, porque a
todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de
carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el
alma con más promptitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y
terrestre.
Quisieron algunos
experimentar si era verdad lo que decía; y así, le preguntaron muchas y
difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza
de ingenio: cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a
los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un sujeto donde se
contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se
encerrase tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con
propiedad y agudeza.
Pidió Tomás le diesen
alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al
vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así,
le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho
tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en
ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer, sin que a él
llegasen, fue poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le
ponían alguna cosa de fruta de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni
pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto con las manos;
cuando andaba por las calles iba por la mitad dellas, mirando a los tejados,
temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase. Los veranos dormía en
el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el
pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y
más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba,
temblaba como un azogado, y se salía al campo y no entraba en poblado hasta
haber pasado la tempestad.
Tuviéronle encerrado
sus amigos mucho tiempo; pero, viendo que su desgracia pasaba adelante,
determinaron de condecender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar
libre; y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y
lástima a todos los que le conocían.
Cercáronle luego los
muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados,
porque no se quebrase; que, por ser hombre de vidrio, era muy tierno y
quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a
despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras,
por ver si era de vidrio, como él decía. Pero él daba tantas voces y hacía
tales estremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los
muchachos porque no le tirasen.
-¿Qué me queréis,
muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches,
atrevidos como pulgas? ¿Soy yo, por ventura, el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos
tiestos y tejas?
Por oírle reñir y
responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor
partido antes oílle que tiralle.
Pasando un día por la
casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus
moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás que estaban alojados
en el mesón del infierno.
Preguntóle uno que qué consejo o consuelo
daría a un amigo suyo que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con
otro.
-¡Ni por pienso!
-replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero
testigo de su deshonra.
-Dale lo que hubiere
menester; déjala que mande a todos los de su casa, pero no sufras que ella
te mande a ti.
Estando a la puerta de
una iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los
que siempre blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no estaba
en tan buena opinión como el primero; y el Licenciado dio grandes voces al
labrador, diciendo:
De los maestros de
escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles; y que
fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos.
Otro le preguntó que qué le parecía de las
alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas, sino las vecinas.
Las nuevas de su
locura y de sus respuestas y dichos se estendió por toda Castilla; y, llegando
a noticia de un príncipe, o señor, que estaba en la Corte, quiso enviar por él,
y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en Salamanca, que se lo
enviase; y, topándole el caballero un día, le dijo:
-Vuesa merced me
escuse con ese señor, que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y
no sé lisonjear.
Con todo esto, el
caballero le envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta invención:
pusiéronle en unas árguenas de paja, como aquéllas donde llevan el vidrio,
igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos algunos vidrios, porque
se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó a Valladolid;
entró de noche y desembanastáronle en la casa del señor que había enviado por
él, de quien fue muy bien recebido, diciéndole:
-Ningún camino hay
malo, como se acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy neutral,
porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.
Otro día, habiendo
visto en muchas alcándaras muchos neblíes y azores y
otros pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de
príncipes y de grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el
gusto censo sobre el provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres
dijo que era muy gustosa, y más cuando se cazaba con galgos prestados.
El caballero gustó de
su locura y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y guarda de un hombre
que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal; de los cuales y de
toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada paso, en cada calle y en
cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían; entre las
cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que tenía
ingenio para todo.
Preguntóle otro
estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la
ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por qué
decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan
pocos los buenos, que casi no hacían número; y así, como si no hubiese poetas,
no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía porque
encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se
adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de
provecho, de deleite y de maravilla.
-Yo bien sé en lo que
se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de
Ovidio que dicen:
|
»Y menos se me olvida
la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón intérpretes de los
dioses, y dellos dice Ovidio:
»Y también dice:
»Esto se dice de los
buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir, sino que son la
idiotez y la arrogancia del mundo?
-¡Qué es ver a un
poeta destos de la primera impresión cuando quiere decir un soneto a otros que
le rodean, las salvas que les hace diciendo: «Vuesas mercedes escuchen un
sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no vale
nada, tiene un no sé qué de bonito!» Y en esto tuerce los labios, pone en arco
las cejas y se rasca la faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y
medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y
al fin le dice con tono melifluo y alfenicado. Y si acaso los que le
escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice: «O vuesas
mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido decir; y así, será bien
recitarle otra vez y que vuesas mercedes le presten más atención, porque en
verdad en verdad que el soneto lo merece». Y vuelve como primero a recitarle
con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los unos a los
otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los mastinazos
antiguos y graves? ¿Y qué de los que murmuran de algunos ilustres y
excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía; que,
tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones,
muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar
del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende, y del
que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de
doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?
Otra vez le
preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran
pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos,
si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos,
que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues tenían
los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas,
los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal
transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus
plantas pisaban, por dura y estéril tierra que fuese, al momento producía
jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que
todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras
cosas decía de los malos poetas, que de los buenos siempre dijo bien y los
levantó sobre el cuerno de la luna.
Vio un día en la acera
de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y
dijo que los buenos pintores imitaban a naturaleza, pero que los malos la vomitaban.
-Los melindres que
hacen cuando compran un privilegio de un libro, y de la burla que hacen a su
autor si acaso le imprime a su costa; pues, en lugar de mil y quinientos,
imprimen tres mil libros, y, cuando el autor piensa que se venden los suyos,
se despachan los ajenos.
Acaeció este mismo día
que pasaron por la plaza seis azotados; y, diciendo el pregón: «Al primero, por
ladrón», dio grandes voces a los que estaban delante dél, diciéndoles:
-No -respondió
Vidriera-, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un confesor; más es con
esta diferencia: que el confesor los sabe para tenerlos secretos, y vosotros
para publicarlos por las tabernas.
-De nosotros, señor
Redoma, poco o nada hay que decir, porque somos gente de bien y necesaria en la
república.
-La honra del amo
descubre la del criado. Según esto, mira a quién sirves y verás cuán honrado
eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una
mula de alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas, todas
capitales y enemigas del género humano. Todos los mozos de mulas tienen su
punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes. Si sus amos
(que así llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles [¿Bocazas? ¿Qué
hablan demasiado?], hacen más suertes en ellos que las que echaron en esta
ciudad los años pasados: si son estranjeros, los roban; si estudiantes, los
maldicen; y si religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros
y carreteros y arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos: el carretero pasa lo
más de la vida en espacio de vara y media de lugar, que poco más debe de haber
del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y la otra
mitad reniega; y en decir: «Háganse a zaga» se les pasa otra parte; y si acaso
les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos
pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no
sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son
diligentes y en la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen
pocos; su Dios es su arca y su rancho, y su pasatiempo ver mareados a los
pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha
casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos que, a trueco de no
perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, la
hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos; y sus misas, no oír
ninguna.
-Esto digo porque, en faltando cualquiera
aceite, la suple la del candil que está más a mano; y aún tiene otra cosa este
oficio bastante a quitar el crédito al más acertado médico del mundo.
Preguntándole por qué,
respondió que había boticario que, por no decir que faltaba en su botica lo que
recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponía otras que a su parecer tenían la misma
virtud y calidad, no siendo así; y con esto, la medicina mal compuesta obraba al revés de
lo que había de obrar la bien ordenada.
-Honora medicum propter necessitatem, etenim
creavit eum Altissimus. A Deo enim est
omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltavit caput
illius, et in conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra creavit medicinam,
et vir prudens non ab[h]orrebit illam. Esto dice -dijo- el Eclesiástico
de la medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría decir todo al
revés, porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El juez nos puede
torcer o dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su interés nuestra
injusta demanda; el mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las
personas con quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero
quitarnos la vida, sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno. Sólo los
médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar otra
espada que la de un récipe. Y no hay descubrirse sus delictos, porque al
momento los meten debajo de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era hombre de
carne, y no de vidrio como agora soy, que a un médico destos de segunda clase
le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de allí a cuatro
días, acertó a pasar por la botica donde receptaba el segundo, y preguntó al boticario que cómo le iba al enfermo que él había
dejado, y que si le había receptado alguna purga el otro médico. El boticario
le respondió que allí tenía una recepta de purga que el día siguiente había de
tomar el enfermo. Dijo que se la mostrase, y vio que al fin della estaba
escrito: Sumat dilúculo; y dijo: «Todo lo que lleva esta purga me
contenta, si no es este dilúculo, porque es húmido demasiadamente».
Por estas y otras
cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él, sin hacerle mal y sin
dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de los muchachos
si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para no tener envidia a nadie. Respondióle:
Otro le preguntó qué remedio tendría
para salir con una comisión que había dos años que la pretendía. Y díjole:
-Parte a caballo y a la
mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así saldrás con
ella.
Pasó acaso una vez por
delante donde él estaba un juez de comisión que iba de camino a una causa
criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó quién era,
y, como se lo dijeron, dijo:
-Yo apostaré que lleva
aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las manos,
para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo haber tenido un
amigo que, en una comisión criminal que tuvo, dio una sentencia tan exorbitante, que
excedía en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntéle que por qué
había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que
pensaba otorgar la apelación, y que con esto dejaba campo abierto a los señores del
Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa
sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera
haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues
con esto le tuvieran a él por juez recto y acertado.
En la rueda de la
mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo, estaba un conocido
suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamó Señor Licenciado; y,
sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun título
de bachiller, le dijo:
-Guardaos, compadre,
no encuentren con vuestro título los frailes de la redempción de cautivos, que
os le llevarán por mostrenco.
-¿En qué lo veo?
-respondió Vidriera-. Véolo en que, pues no tenéis qué hacer, no tendréis ocasión
de mentir.
-Desdichado del sastre
que no miente y cose las fiestas; cosa maravillosa es que casi en todos los
deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo, habiendo tantos que
los hagan pecadores.
De los zapateros decía
que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si al que se le
calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había de ser, por ser de
galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas vendrían más anchos que
alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían de venir, por amor de
la gota.
Un muchacho agudo que
escribía en un oficio de Provincia le apretaba mucho con preguntas y demandas,
y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo discantaba y
a todo respondía. Éste le dijo una vez:
En la acera de San
Francisco estaba un corro de ginoveses; y, pasando por
allí, uno dellos le llamó, diciéndole:
Topó una vez a una
tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy llena de
dijes, de galas y de perlas; y díjole a la madre:
De los pasteleros dijo que había muchos
años que jugaban a la dobladilla, sin que les llevasen [a] la pena, porque
habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el de a cuatro de a ocho, y el de
a ocho de a medio real, por sólo su albedrío y beneplácito.
De los titereros decía mil males:
decía que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas
divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retratos volvían la
devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del
Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer y beber en los bodegones y
tabernas. En resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les
ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del reino.
Acertó a pasar una vez
por donde él estaba un comediante vestido como un príncipe, y, en viéndole,
dijo:
-Yo me acuerdo haber
visto a éste salir al teatro enharinado el rostro y vestido un zamarro del
revés; y, con todo esto, a cada paso fuera del tablado, jura a fe de hijodalgo.
-Débelo de ser
-respondió uno-, porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos y
hijosdalgo.
-Así será verdad
-replicó Vidriera-, pero lo que menos ha menester la farsa es personas bien nacidas; galanes sí,
gentileshombres y de espeditas lenguas. También sé decir dellos que en el
sudor de su cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando contino de
memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar y de mesón en venta,
desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno
consiste su bien propio. Tienen más, que con su oficio no engañan a nadie, pues
por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos.
El trabajo de los autores es increíble, y su cuidado, extraordinario, y han de ganar mucho
para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer
pleito de acreedores. Y, con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las
florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que
honestamente recrean.
Decía que había sido
opinión de un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en sola una servía a
muchas damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a una diosa, a una fregona, a una
pastora, y muchas veces caía la suerte en que serviese en ella a un paje y a un
lacayo: que todas estas y más figuras suele hacer una farsanta.
Preguntóle uno que cuál había sido el más
dichoso del mundo. Respondió que Nemo; porque Nemo novit Patrem, Nemo sine crimine
vivit, Nemo sua sorte contentus, Nemo ascendit in coelum.
De los diestros dijo una vez que eran
maestros de una ciencia o arte que cuando la habían menester no la sabían, y
que tocaban algo en presumptuosos, pues querían reducir a demostraciones
matemáticas, que son infalibles, los movimientos y pensamientos coléricos de
sus contrarios. Con los que se teñían las barbas tenía particular enemistad; y,
riñendo una vez delante dél dos hombres, que el uno era portugués, éste dijo al
castellano, asiéndose de las barbas, que tenía muy teñidas:
Otro traía las barbas
jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a quien dijo Vidriera
que tenía las barbas de muladar overo. A otro, que traía las barbas por mitad
blancas y negras, por haberse descuidado, y los cañones crecidos, le dijo que
procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba aparejado a que le
dijesen que mentía por la mitad de la barba.
Una vez contó que una doncella discreta
y bien entendida, por acudir a la voluntad de sus padres, dio el sí de casarse
con un viejo todo cano, el cual la noche antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán,
como dicen las viejas, sino a la redomilla del agua fuerte y plata, con que
renovó de manera su barba, que la acostó de nieve y la levantó de pez. Llegóse
la hora de darse las manos, y la doncella conoció por la pinta y por la tinta
la figura, y dijo a sus padres que le diesen el mismo esposo que ellos le
habían mostrado, que no quería otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía
delante era el mismo que le habían mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no
era, y trujo testigos cómo el que sus padres le dieron era un hombre grave y
lleno de canas; y que, pues el presente no las tenía, no era él, y se llamaba a
engaño. Atúvose a esto, corrióse el teñido y deshízose el casamiento.
Con las dueñas tenía la misma
ojeriza que con los escabechados: decía maravillas de su permafoy, de
las mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de sus escrúpulos y de su
extraordinaria miseria. Amohinábanle sus flaquezas de estómago, su vaguidos de
cabeza, su modo de hablar, con más repulgos que sus tocas; y, finalmente, su
inutilidad y sus vainillas.
-¿Qué es esto, señor
licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios y jamás lo habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que
decir?
-Aunque de vidrio, no soy tan frágil que
me deje ir con la
corriente del vulgo, las más veces engañado. Paréceme a mí que la
gramática de los murmuradores y el la, la, la de los que cantan son los
escribanos; porque, así como no se puede pasar a otras ciencias, si no es por la
puerta de la gramática, y como el músico primero murmura que canta, así, los
maldicientes, por donde comienzan a mostrar la malignidad de sus lenguas es por
decir mal de los escribanos y alguaciles y de los
otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el
cual andaría la verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada; y así, dice el Eclesiástico:
In manu Dei potestas hominis est, et super faciem scribe imponet honorem.
Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no se puede ejercitar
cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y no esclavos, ni
hijos de esclavos: legítimos, no bastardos ni de ninguna mala raza nacidos.
Juran de secreto fidelidad y que no harán escritura usuraria; que ni amistad ni
enemistad, provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con buena y
cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de
pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España se lleve el diablo
la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero creer, ni es bien que
ninguno lo crea; porque, finalmente, digo que es la gente más necesaria que había en las
repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban demasiados derechos, también
hacían demasiados tuertos, y que destos dos estremos podía resultar un medio que les hiciese mirar
por el virote.
De los alguaciles dijo que no era mucho
que tuviesen algunos enemigos, siendo su oficio, o prenderte, o sacarte la
hacienda de casa, o tenerte en la suya en guarda y comer a tu costa. Tachaba la
negligencia e ignorancia de los procuradores y solicitadores, comparándolos a los médicos, los
cuales, que sane o no sane el enfermo, ellos llevan su propina, y los
procuradores y solicitadores, lo mismo, salgan o no salgan con el pleito que
ayudan.
-No lo entiendo
-repitió el que se lo preguntaba.
Oyó Vidriera que dijo
un hombre a otro que, así como había entrado en Valladolid, había caído su
mujer muy enferma, porque la había probado la tierra.
De los músicos y de
los correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las suertes limitadas, porque los unos
la acababan con llegar a serlo de a caballo, y los otros con alcanzar a ser
músicos del rey. De las damas que llaman cortesanas decía que todas, o las más,
tenían más de corteses que de sanas.
Estando un día en una
iglesia vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a velar una mujer,
todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran campos de batalla, donde
los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres triunfan.
Picábale una vez una
avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con todo
eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su
cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y
que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos
de bronce, no que de vidrio.
Y, subiéndose más en
cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que de muchos santos que de pocos años a
esta parte había canonizado la Iglesia y puesto en el número de los
bienaventurados, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don
Tal de don Tales, ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino fray Diego,
fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos;
porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos, de ordinario,
se ponen en la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los
murmuradores eran como las plumas del águila: que roen y menoscaban todas las
de las otras aves que a ellas se juntan. De los gariteros y tahúres decía
milagros: decía que los gariteros eran públicos prevaricadores, porque, en
sacando el barato del que iba haciendo suertes, deseaban que perdiese y pasase
el naipe adelante, porque el contrario las hiciese y él cobrase sus derechos.
Alababa mucho la paciencia de un tahúr, que estaba toda una noche jugando y
perdiendo, y con ser de condición colérico y endemoniado, a trueco de que su
contrario no se alzase, no descosía la boca, y sufría lo que un mártir de
Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos honrados gariteros que ni
por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y
cientos; y con esto, a fuego lento, sin temor y nota de malsines, sacaban al
cabo del mes más barato que los que consentían los juegos de estocada, del
reparolo, siete y llevar, y pinta en la del punto.
En resolución, él
decía tales cosas que, si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le
tocaban o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su
comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto
en el verano y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan
claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno
de los más cuerdos del mundo.
Dos años o poco más
duró en esta enfermedad, porque un religioso de la Orden de San Jerónimo, que
tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en
cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera,
movido de caridad; y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio,
entendimiento y discurso. Y, así como le vio sano, le vistió como letrado y le
hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las
había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él.
Hízolo así; y, llamándose el
licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde, apenas hubo entrado, cuando fue
conocido de los muchachos; mas, como le vieron en tan diferente hábito del que
solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle y decían unos
a otros:
-¿Éste no es el loco
Vidriera? ¡A fe que es él! Ya viene cuerdo. Pero tan bien puede ser loco bien
vestido como mal vestido; preguntémosle algo, y salgamos desta confusión.
Todo esto oía el
licenciado y callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin
juicio.
Pasó el conocimiento
de los muchachos a los hombres; y, antes que el licenciado llegase al patio de
los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de todas suertes.
Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde
le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a
la redonda, alzó la voz y dijo:
-Señores, yo soy el
licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda; sucesos y
desgracias que acontecen en el mundo, por permisión del cielo, me quitaron el
juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen
que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo
soy graduado en leyes por Salamanca, adonde estudié con pobreza y adonde llevé
segundo en licencias: de do se puede inferir que más la virtud que el favor
me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para
abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear
la muerte. Por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea
perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por
cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi
casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os
responderá mejor de pensado.
Escucháronle todos y
dejáronle algunos. Volvióse a su posada con poco menos acompañamiento que había
llevado.
Salió otro día y fue
lo mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada. Perdía mucho y no ganaba cosa;
y, viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volverse a Flandes,
donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las
de su ingenio.
-¡Oh Corte, que alargas
las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los
virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes
desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!
Esto dijo y se fue a
Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras la acabó
de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia,
dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.
Lo desconocido es el misterio de la vida. […]Y he hecho observar que todo eso, que era arcano para el poeta, nos lo aclara hoy la ciencia. No; el misterio cala más hondo y es más hermético. El gran misterio está ínsito en la realidad misma que nos circuye y que no sabemos, ni sabe, en fin de cuentas, un Kant, lo que es, ni sabrá nunca, con su inteligencia limitada, el hombre. […]Hay algo en el arte de Cervantes que nos conmueve: las despedidas. En la vida, en cualquier vida, el despedirse, despedirse para un viaje, despedirse para acaso no verse más, es algo que puede ir de la suave melancolía a la franca desesperación. En el Quijote existen despedidas inolvidables. Don Álvaro Tarfe y don Quijote, por ejemplo, se despiden. Echa uno por un camino y echa otro por camino distinto. Se habían unido momentáneamente los dos hombres en un afecto sincero y ya no se verán acaso otra vez. ¿Qué hubiéramos querido nosotros? ¿Cuál hubiera sido nuestro manejo en el destino de estas dos vidas? No lo acertamos a decir. Consideramos absortos el cruce de los caminos y callamos. No sabemos cuál será el destino, recobrado ya el juicio, allá lejos de España, de Tomás Rueda. Y cerramos el libro sintiendo viva punzada en el corazón.Azorín.Madrid, 1941.
Aquí tenemos a nuestro Tomás creyendo que el gran problema estriba en vivir la vida; no dice él estas cosas como las decimos ahora, pero las siente. La sabiduría está en la vida y no en los libros. Nada nos enseña tanto como este ajetreo por aldeas y ciudades, como este tumultuoso tráfago militar, como este ir y venir incansable y afanoso. Tomás, querido Tomás: no desaprobamos enteramente lo que haces; vives de la ilusión, y no queremos quitarte la ilusión. Además, y sobre todo, es necesario que los sentidos se llenen ahora de sensaciones. Si no hicieras esto, cuando llegara tu edad provecta, una gran amargura llenaría tu espíritu. «¡Ah! -exclamarás tú-. He perdido mi mocedad. No sé lo que es la vida; podía haber gustado de una porción de sensaciones, cuando mis sentidos estaban nuevos, de que ahora, estando viejos, no puedo gustar.» (No sabes tú, Tomás, dicho sea en secreto, y sin que tú te enteres ahora; no sabes tú que, cuando seas viejo, tanto dolor como el no haber gustado las satisfacciones del mundo, te causará el haberlas gustado. Uno de los maestros más ilustres que ha habido en Salamanca, antes de que tú estuvieras en ella, el maestro Hernán Pérez de Oliva, ha puesto en castellano una de las comedias de Plauto, la llamada Amphitrion; y mira lo que en ella dice uno de los personajes: «Todos los placeres de esta vida no son sino aparejo que se hace para el dolor de ser pasados.» El dolor de ser pasados...).
Tomás Rueda, Azorín
-Principia el postrero de mis días –pensó Julián.Súbitamente le inflamó la idea del deber. Había dominado su emoción y mantenía la resolución de no hablar, pero cuando el presidente de la Sala le preguntó si tenía algo que decir, se levantó maquinalmente, y habló de esta suerte:“Señores Jurados:El horror al desprecio, que creía que habría de desafiar en el momento de la muerte, me obliga a tomar la palabra. No me cabe la honra, señores, de pertenecer a vuestra clase, porque en mí estáis viendo a un rústico que se rebela contra la bajeza de su fortuna.“No os pido merced ni lástima –continuó Julián, con inconcebible entereza de voz y de tono-. Fuera necedad en mí hacerme ilusiones: la muerte me espera, y reconozco que la tengo merecida. He atentado contra la vida de la mujer más digna de todos los respetos, de todos los homenajes, contra la vida de la señora de Rênal, que para mí había sido una madre. Mi crimen es atroz, y fue premeditado; luego merezco la muerte, señores jurados.
Sin embargo, aun cuando mi culpabilidad fuese menor, estoy viendo hombres que, sin detenerse a considerar que acaso mi juventud pudiera ser acreedora a un poquito de piedad, querrán castigar en mi persona a esa clase de jóvenes que, nacidos en una clase inferior, y viéndose oprimidos por la pobreza, tienen la dicha de procurarse una buena educación, y la audacia de entrometerse en lo que el orgullo de los ricos llama sociedad.“Ése es mi crimen, señores, crimen que será castigado con tanta mayor severidad, cuanto que no son mis iguales los encargados de juzgarme. Yo no veo entre los señores jurados a ningún pobre enriquecido, sino a señores indignados…”Veinte minutos largos duró el discurso de Julián. Dijo todo lo que le dictó el corazón, y aunque dio a su arenga un giro un poquito abstracto, todas las mujeres vertieron copiosas lágrimas […]Antes de terminar, Julián volvió a hablar de su premeditación, de su arrepentimiento, del respeto, de la adoración filial que en tiempos más felices rindió a la señora Rênal…[…]En medio de un silencio sepulcral, declaró que la decisión del jurado era que Julián Sorel era culpable de delito de asesinato, con la agravante de premeditación. El veredicto llevaba aparejada la sentencia de muerte, que fue pronunciada en el acto.El rojo y el negro; Stendhal.
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