La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche
y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo
por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la
frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo "Cabe
destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de
poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de
la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva",
cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la
máquina, ofreciéndole el sobre.
-Ésta
es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de
los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún
espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué queres que
llene la columna.
El
sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era
el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando
subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y
contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en
la última frase: "Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace
años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público
aficionado". El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la
madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de
vidrio, cuando
Risso abrió descuidado el sobre.
Traía
una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y
la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas
indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada.
Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por
olvidar lo que había visto.
Guardó
la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales
salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.
-Hola
-dijo ella-, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.
Risso
la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la
papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas,
excesivas alegrías que le adornaban las ropas. "Es una mujer, también
ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los
dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio
en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la
curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las
sonrisas. Todo
va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer".
-Parece
una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si
siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el
material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe.
Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres
que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia
y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una
brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya
nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la
rambla.
Cuando Risso se casó con
Gracia César, nos
unimos todos en el silencio, suprimimos los vaticinios pesimistas. Por aquel
tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las
carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas
por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por
uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras volvía a medias la cabeza para
mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza
de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que
había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la
totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.
Lo
cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía
con el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de
innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con
acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en
el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se
vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la
siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del
dormitorio del prostíbulo.
Se casaron, y Risso creyó
que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin
pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos
que lo poseía durante las noches alargadas.
Ella imaginó en Risso un
puente, una salida, un principio.
Había atravesado virgen dos noviazgos -un director, un actor-, tal vez porque
para ella el teatro era un oficio además de un juego y pensaba que el amor debía nacer y
conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y
olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las
plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de
adecuación la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara
siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirarla o
palpársela. Actuaba
animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del otro, el sudor y el
polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de la edad.
Cuando
llegó la segunda
fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto
Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido
que no era ni odio ni dolor, que moriría con
él sin nombre, que se emparentaba con la injusticia
y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la tierra,
con el nihilismo y el principio de la fe.
La
segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija
desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin
abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo
esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la
cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba
de espaldas.
Pero
había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero
y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error un absurdo transitorio.
Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo
servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.
Estaba
tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.
-Bueno-dijo
en voz alta-, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no lo
viera sabría que sucede.
¿Por qué lo hace? ¿qué persigue? ¿por qué le llegan, cada vez, a
través de una persona distinta?
(Al
sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto
oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta
reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor.
Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él
desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)
Volvió
a protegerse antes de mirar: "Estoy solo y me estoy muriendo de frío en
una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y
arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como
si la hubiera merecido".
En
la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un
borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el
inevitable primer plano, estaría segura de que no era necesario mostrar la cara
para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía "Recuerdos de
Bahía".
En
la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó
que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero
supo que estaban más allá de su alcance la
deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su
desproporción, se
sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.
[¿Venganza?]
Cuando
Gracia conoció a Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su
soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba
amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse.
Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con
cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado
en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o
en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la
mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única
sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte
años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades
de la curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.
Durante
las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones
fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue
orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los
gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó
a la hija de Risso y le modificó la cara,
exaltando los parecidos con el padre. No
dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora
tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa,
de su dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de
la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y
olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura
de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería
un asombro distinto y recién creado.
-Todo
-insistía Risso-, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar
siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o
inventemos nosotros.
En
realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban
imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de
Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el
invierno al trigo.
La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de
Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al
final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido
aconsejado defenderse
del pavor y la demencia conservando toda futura fotografía en la cartera y
hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un centenar de
distraídas miradas diarias.
La
mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la
persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio,
su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como
a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del
descuido, del error propicio.
En
la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras
de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia
atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo
suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho
fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua
de sus sonrisas.
Solo
tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por
ella, por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la
verdad y error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el
complejo absurdo
del amor creado por los hombres.
Pero
también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y
seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a
dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper
las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor
remordimiento.
En
el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que
obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle,
en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía
prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la
cámara y al disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse
aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.
-Es
que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en
esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo
menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.
Y
después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de
pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto,
disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en
Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado
para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario
que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres. Y sin
comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no
había comprendido nunca.
[Carlota Fainberg
¿Por qué dejó Risso a Gracia César? Hay
algo más que una primera infidelidad. ¿Por deslealtad?
Está claro que él todavía la quiere y
ella lo sabe. En caso contrario, ella no se tomaría la molestia de mandar esas
cartas y a él no le afectarían de ese modo.
¿qué es lo que ella no había comprendido
nunca?
¿qué puede ofender tanto para llegar a
esa determinación de hundirle? ¿voy a hacerte probar de tu propia medicina,
quizá?]
Sin
exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa
habitación de hotel, midiendo distancias y luces, corrigiendo la posición del
cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira
crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del
hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos
cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los
segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad
con que la foto aludiría a su amor
con Risso.
[¿esto no es reducir el amor al
encuentro sexual? No sé de qué forma
puede aludir una foto a la clase de intimidad que podía haber entre ellos.
Tengo poca imaginación, me temo. Una forma de decirle “Mira, de la forma que a ti
te gusta”.]
Pero
como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o
no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos
y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y
Gracia.
Llegó
a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por
el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara
con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró
necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía
hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran
desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la
torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado
mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de
los sobres.
[Quería asegurarse de que le llegaba el
mensaje. Pero, ¿qué mensaje? Mira en lo que me has convertido. Tú eres
responsable de mi perversión. Ahora ya sólo puedo pensar en ti mientras lo
hago.
¿Qué reacción espera ella de él?]
La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue
bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano-ahora Teatro Municipal de
Santa María-subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego
alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el
escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar.
Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y
lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído,
y pagado para ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto
acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.
De
modo que el juego, el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que
ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fjord,
estremeciéndose y murmurando para toda la sala: "Tal vez... pero yo
también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás",
también era aceptado en El Rosario; Siempre caían naipes en respuesta al que
ella arrojaba, el
juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.
La primera separación duró
exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que
había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al
mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y
soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las
anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes
excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.
Eran
diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por
vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del
invierno. Le
sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la locura que
compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de
no ser medio para nada.
En
cuanto a ella,
había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba,
tendido, con fresco asombro, abrumado:
-Todo puede
suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.
Ya
la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada
e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo
que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el
amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser
utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento.
Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un
mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por
hechos sin valor.
Así
que solo
pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del
teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la
ropa.
Era
la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las
cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada
tenía que ver con ellos; porque ella había actuado
como un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con
cierto desdén por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso. Y
cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de
jueves-porque los jueves Risso no iba al diario-, hasta una noche sin tiempo,
hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.
Lo empezó a contar antes
de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado, simplemente,
una nueva caricia.
Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la
hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose
descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil,
dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y
otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado
apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces
solo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría
de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en
El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie,
junto a Risso.
-Bueno;
ahora te vestís otra vez-dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había
repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.
Ella
le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron
los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro
de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar
con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse
por anticipado de las entrevistas de reconciliación.
Hubo
después un
tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba
simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro.
Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era
necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio
siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a
tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.
Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la
lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y
vagas, comenzó
a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones
debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria
entre personas y lugares, que le estaba
predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer
encuentro.
Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.
-No
se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba
esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no
podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la
sinrazón de la parte demandada.
Era
aquél un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando
del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como
si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando
actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada
codicia.
Risso había destruido, sin
mirar, los últimos tres mensajes.
Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña
en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores
en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la
muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia.
Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la
furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado
a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía
hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás,
vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un
viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo
escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal,
incomprensión.
Había
empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas
cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que
procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías.
Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la
obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está
condenado a perseguir -para él y para ella-la destrucción, la paz definitiva de
la nada.
Pensaba
en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la
rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que
inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que
coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en
aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en
que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y
capaz, en que lo
elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba
admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con
cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar
fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires.
[¿de haber sentado cabeza? ¿quién eligió
a quién?
No parece que ella esté dispuesta a
aceptar su abandono.
Lo más torpe por parte de Risso es
actuar como si no pasara nada sabiendo que la provocación va a más.
A alguien que intenta llamar la atención
y provocar una sacudida lo que más le enfurece es la indiferencia, la
pasividad, el desprecio. Parece que a estas alturas él esté intentando
justificarla y piense que él lo tiene merecido.]
Por
qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa
preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de
nostalgia, en la misma congénita lealtad.
La
próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y
no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones,
la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo.
Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado
sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la
sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle
los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho
llegar al diario durante la jornada, estaba
impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.
-De
hombre a hombre-dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más
felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted;
y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he
oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o
dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin
dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma
y la arterioesclerosis, me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces
hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible
dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí.
Al dorso dice: "Para ser donada a la colección Risso", o cosa
parecida. Me llegó el sábado y estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué
a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a
usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; solo le pido
permiso para romper la fotografía sin mostrársela.
Risso
dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la
calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza era
esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos
soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor
del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.
La cuarta fotografía no
dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había
ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón
y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella,
mostrando entusiastas letras en tinta azul.
-Comprenderás
que después de esto... -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara
de Risso, buscándole
en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su
hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para
creerlas-. Comprenderas-repitió con furia, con la voz cómica y
envejecida.
Pero
no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se
esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo
apoyado en el borde del plato.
Afuera
la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al
misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres sus afanes
y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que
como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y
de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los
pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al
cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué
era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su
quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en
la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el
ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido
acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la
fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana,
lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el
movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la
habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los
desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días
siguientes.
Estuvo
conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido
inalcanzables, el
desinterés, la dicha sin causa, la aceptación de la soledad. Y
cuando despertó a mediodía cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj
pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la
ventana, lo
invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los
hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de
Gracia, llamarla o irse a vivir con ella.
[¿Cómo sabe, sin hablar con ella, que es
eso lo que ella busca?]
Aquella
noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién
nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es
común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que
Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que
el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de
los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las
claras de la entidad del mal que lo aqueja.
-Recordando
que él hacía Hípicas-contó
Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que
se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey,
el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía,
según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin
más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de
hacerlo no fue otra cosa que el
razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había
estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo
ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún
momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías
por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le
tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua-en
cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas
ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad
de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse
con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de
él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había
dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y
también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente
conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado,
insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña,
al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana
superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la
hija de Risso, segura
esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.
El infierno tan
temido; Juan Carlos Onetti
[Creo que el momento al que él se refiere es el de su
reacción cuando ella le cuenta su infidelidad.
La frialdad con la que Risso actúa, su determinación
inmediata a abandonarle. Creo que una persona enamorada no actúa así.]
O nos
comprendemos o nos destruimos. Félix Grande.
El
amor, mezclado con el odio, es tal vez lo que puede explicar el extraordinario
sacrificio que se inflige a sí misma Gracia César para poder enviar esas
fotografías. Mario Vargas Llosa [La lógica de la venganza: Tuerto con
tal de que tú te quedes ciego]
El
relato me sobrecogió más que nunca, acaso porque mi ánimo reclamaba una lectura
así, perpleja ante la condición humana, un relato sobre la maldad y sobre la
venganza más refinada, sobre la escalada fría del rencor, sobre el hombre como
albergue insatisfecho e insaciable de las pequeñas maldades hasta que alcanza
la maldad máxima: la posibilidad del odio. Les recomiendo el relato; su lectura
acaso les sirva de base para comentar aquí, entre todos, sobre la identidad de
la maldad en el mundo en el que vivimos. La ligereza espeluznante de la prosa
de este cuento de Onetti va desarrollando la terrible historia como si una mano
de miel estuviera acariciando un animal prehistórico, punzante y peligroso.
Luego Dolly me dijo que en realidad era una historia de amor. De celos. Y de
odio. Sólo se odia tanto cuando se ha
amado mucho. Juan Cruz
[No estoy de acuerdo con esto
último. No se odia como resultado de haber amado mucho.
Me parece que defender esta
idea es un error. Uno quiere devolver todo el daño que siente que le han hecho.
Pero ¿ha habido intención? ¿vamos calculando a cada paso las consecuencias de
nuestros actos?
Lo que a mí me parece que hay
en la base es una absoluta falta de comprensión. Eso que decía
Onetti de que al menos uno de los dos está sordo. Sólo una mayúscula sordera
nos puede llevar a la maldad. Me quedo con aquello que decía Cervantes sobre el
daño que se calcula: La venganza pensada arguye crueldad y mal
ánimo.
]
El infierno tan temido es que
la persona amada se convierta en enemigo. La persona amada es quien mejor nos
conoce y justo por eso sabe en qué punto somos vulnerables. Traicionar esa
confianza es deshonesto y mucho peor que sufrir una infidelidad.
—¿Te
fue infiel?
—Sí. Muchas veces, pero no me importaba. Yo siempre
les explico a mis amigas por qué digo que no me importaba. ¿Te acordás del
cuento de Juan El infierno tan temido?
—Sí.
—Bueno, ahí está ese pacto
que el hombre rompe. Teníamos, sin decirlo, un pacto así. Era para toda la vida,
pase lo que pase y como sea. Yo lo conocí muy rodeado de mujeres. Cuando
lo conocí, por ejemplo, estábamos en una fiesta. Había una mujer que andaba
detrás de él y dijo: "Está tan tomado que es imposible, ni me puedo poner
en la cola". Juan era absolutamente atrayente para las mujeres.
Físicamente interesante, su mirada, su cuerpo, su manera de tratar a las
mujeres era excepcional, y eso atraía muchísimo. Tenía muchas mujeres, pero
como yo lo conocí así, no me llamaba la atención. Era su vida, era parte de su
escritura, lo necesitaba. .. Yo no le podía decir: "Estás conmigo y se
acabó". Hubiera sido absolutamente absurdo. Además yo sabía que no tenía
importancia, que era parte de su vida, como tomar un whisky; algunas veces eran
relaciones más fuertes que otras, pero en general me contaba todo.
Sólo al leer esta entrevista
de Dorothea Muhr [Dolly Onetti] he entendido a qué se refería él [Risso] cuando
decía que había empezado a comprender y que la culpa era suya.
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