jueves, 22 de agosto de 2013

Quinientas mil víctimas sin nombre



Joseph Conrad había conocido a Casement en el Congo y de cómo le había tenido por la única persona franca de entre los europeos corruptos, en parte por el clima tropical y en parte por su propia codicia y avidez, que allí se había encontrado. […]

Al final del verano de 1862, la señora Evelina Korzeniowska salió de viaje con su hijo Teodor Josef Konrad, que en aquel entonces aún no tenía cinco años, de la pequeña ciudad polaca de Zitomir a Varsovia, para unirse a su esposo, Apollo Korzeniowski, quien ya en primavera había abandonado su escasamente retribuida existencia de administrador con la intención de ayudar a preparar, con una actividad literaria y conspiradora, la sublevación que tantos anhelaban contra la tiranía rusa. A mediados de septiembre tuvieron lugar las primeras asambleas del Comité Nacional ilegal polaco en el piso en Varsovia de los Korzeniowski, y, en el transcurso de las semanas siguientes, el pequeño Konrad habría visto entrar y salir de la casa de sus padres indudablemente a numerosas personas llenas de misterio.
Los rostros adustos de las señorías que conversaban con voces veladas en el salón blanco y rojo le habrán permitido intuir, cuando menos, el significado del momento histórico. Probablemente en aquel tiempo estuviera incluso iniciado en la finalidad conspiradora de los procesos y sabría que mamá —aun estando prohibido— vestía de color negro en señal de duelo por su pueblo, que desfallecía bajo un poder extranjero. De no ser así, a más tardar hubieran tenido que hacerle confidente cuando, a finales de octubre, su padre fue detenido y encerrado en la ciudadela. La sentencia, después de un rápido procedimiento ante el juzgado militar, le condenaba al destierro en Vologda, un lugar abandonado en alguna parte de un paraje desértico detrás de Nizhni Novgorod. Todo Vologda, escribe Apollo Korzeniowski a su primo en el verano de 1863, es un agujero pantanoso aislado cuyas calles y caminos consisten en troncos de árboles tendidos en el suelo.
Las casas, y también los palacios de la nobleza de provincias que se construían en tablas pintadas de colores, se erigen sobre postes colocados en medio del lodo. Todo se hunde alrededor, todo se pudre y se descompone. Solamente hay dos estaciones, un invierno blanco y un invierno verde. Durante nueve meses desciende el aire glacial desde el mar del Norte. El termómetro se hunde hasta profundidades inverosímiles.
Todo está rodeado de una oscuridad inagotable. Durante el invierno verde llueve sin interrupción. El fango se cuela por las puertas. La rigidez mortal se convierte en un marasmo cruento. En el invierno blanco todo está muerto, en el invierno verde todo está a punto de morir.
La tuberculosis que padece Evelina Korzeniowska desde hace años se desarrolla en estas circunstancias de una forma poco más o menos incontrolable. Los días que le quedan están casi contados. Para ella, la muestra de benevolencia de las autoridades zaristas que hace posible una prolongada estancia para el restablecimiento de su salud en la casa de campo ucraniana de su hermano, al final no es más que una mortificación adicional puesto que al expirar el plazo que se le había concedido, no obstante todas las peticiones y solicitudes y pese a que estaba más cercana a la muerte que a la vida, debe regresar con Konrad al exilio. El día de la partida, Evelina Korzeniowska, rodeada por multitud de parientes, personal de servicio y amigos venidos de las inmediaciones, está de pie sobre la escalinata de la residencia señorial de Novofastov. Todos los congregados, a excepción de los niños y de los que visten librea, llevan ropas de paño negro o seda negra.
No se pronuncia una sola palabra. La abuela, medio ciega, fija su mirada sobre la triste escena hacia la tierra vacía. En el camino curvo de arena que conduce alrededor de la rotonda de boj, se detiene un coche extravagante que producía la impresión de estar extrañamente alargado. Demasiado lejos se eleva la lanza del coche, demasiado lejos del final, emplazado en la parte posterior del vehículo sobrecargado con baúles de viaje y bultos de equipaje de todo tipo, parece estar distanciado el pescante con el cochero.
Incluso la carrocería del coche tiene una suspensión muy baja entre las ruedas, como si estuviese entre dos mundos separados para siempre. La portezuela está abierta y dentro, en el asiento acolchado de cuero rasgado, lleva algún tiempo el pequeño Konrad, viendo desde la oscuridad lo que describirá más adelante. […]

A comienzos de abril de 1865, dieciocho meses después de la partida de Novofastov, a la edad de treinta y dos años, muere Evelina Korzeniowska en el exilio de las sombras que la tuberculosis ha propagado por su cuerpo y de la nostalgia que desmoronaba su alma. También la voluntad de vivir de Apollo está casi extinta por completo. Apenas era capaz de dedicarse a la instrucción de su hijo, oprimido por tanta desgracia.
Ya casi no atiende a su propio trabajo. Como máximo modifica una línea de su traducción de Los trabajadores del mar de Víctor Hugo. Este libro infinitamente aburrido le parece ser el espejo de su propia vida.
C'est un livre sur des déstinées dépaysées, dice una vez a Konrad, sur des individus expulses et perdus, sur les éliminés du sort, un livre sur ceux qui sont seuls et évités. […]
leía durante horas gruesos libros polacos y franceses de aventuras, descripciones de viajes y novelas.
El entierro del nacionalista Apollo Korzeniowski se convirtió en una gran manifestación silenciosa. A lo largo de las calles cortadas al tráfico, permanecían de pie, presos de una solemne emoción, trabajadores con la cabeza descubierta, niños de escuela, estudiantes universitarios y ciudadanos con sombrero de copa alta en la mano, y por doquier, en las ventanas de los pisos superiores abiertas hacia fuera, se apiñaban grupos de personas vestidas de negro. El cortejo fúnebre con Konrad, de doce años, al frente como principal familia del difunto, salía del estrecho callejón y atravesaba el centro de la ciudad pasando por las torres desiguales de la iglesia de Santa María con dirección a la Puerta de Florian. Era una tarde hermosa. El cielo azul se abovedaba sobre los tejados de las casas y la nubes pasaban muy altas, empujadas por el viento, como una escuadra de veleros.

la idea absolutamente desacertada para el hijo de un hidalgo polaco de provincias, de querer hacerse capitán […]
Tan sólo un año después, el 14 de octubre de 1874 —todavía no tiene diecisiete años—, se despide en la estación de Cracovia, ya al otro lado de la ventana del tren, de su abuela Theophila Bobrowska y de su fiel tío Tadeusz. El billete a Marsella que tiene en el bolsillo ha costado 137 florines y 75 céntimos. Además de esto sólo lleva consigo lo que le cabe en su pequeña maleta de mano, y pasarán dieciséis años antes de que, de visita, regrese a su país natal, que todavía no ha sido liberado.
En 1875 Konrad Korzeniowski cruza por primera vez el océano Atlántico en el Mont Blanc […]

Hacia aquel lado se llevan armas, máquinas de vapor, pólvora y munición. A éste se trae azúcar en toneladas y madera cortada de los bosques tropicales. […]

en el salón de la mayestática esposa del banquero y naviero Delestang, se interna en una extraña sociedad mezclada de nobles, bohemios, mecenas, aventureros y legitimistas españoles. Los últimos coletazos de la caballerosidad se unen a las maquinaciones sin escrúpulos, se tienden complicadas intrigas, se fundan sindicatos de contrabandistas y se cierran negocios turbios. Korzeniowski está enredado de muchas maneras

la historia de amor, que en algunos aspectos roza lo fantástico, alcanzó su punto culminante a finales de febrero de 1877, cuando Korzeniowski se disparó al pecho o bien fue disparado por un rival. De hecho, hasta el día de hoy aún no se ha aclarado si la herida, no mortal, afortunadamente, fue consecuencia de un duelo, como Korzeniowski afirmó más tarde, o, como suponía el tío Tadeusz, de un intento de suicidio. El gesto dramático, en virtud del cual el joven, stendhalista de corazón, quería resolver su situación amorosa, estaba inspirado en la ópera que por aquel entonces determinaba las costumbres y, especialmente, la impronta de las penas de amor en la sociedad marsellesa al igual que en el resto de las ciudades europeas. Korzeniowski había conocido en el Teatro de Marsella las creaciones musicales de Rossini y de Meyerbeer y estaba cautivado sobre todo por las operetas de Jacques Offenbach

En febrero de 1890, es decir, doce años después de su llegada a Lowestoft y más de quince tras la despedida en la estación de Cracovia, Korzeniowski, que entre tanto ha adquirido la nacionalidad británica y la patente de capitán y ha estado en las regiones más apartadas del mundo, regresa por primera vez a Kazimierowska a casa de su tío Tadeusz. En unas notas que tomó mucho más tarde describe cómo después de breves estancias en Berlín, Varsovia y Lublin, llega a la estación ucraniana en la que el cochero y el mayordomo de su tío le están aguardando en un trineo tirado por cuatro caballos bayos, que por lo demás es
muy pequeño, casi de juguete. Quedan ocho horas de viaje hasta llegar a Kazimierowska. Cuidadosamente, escribe Korzeniowski, el mayordomo, antes de que tomara sitio a mi lado, me envolvió en un abrigo de piel de oso que me llegaba hasta las puntas de los pies, y me encasquetó un enorme gorro de piel provisto de orejeras en la cabeza. Cuando el trineo arrancó, comenzó para mí un viaje invernal de retorno a la infancia, acompañado del suave tintineo uniforme de los cascabeles. Con un seguro instinto, el joven cochero, de dieciséis años quizá, encontraba el camino a través de campos interminables, cubiertos de nieve. A una observación por mi parte, continúa Korzeniowski, sobre el admirable sentido de la orientación del cochero, que nunca titubeaba y ni siquiera perdió el camino una sola vez, el mayordomo dijo que él, el joven, era hijo de Josef, el viejo cochero que había llevado siempre a mi abuela Bobrowska, que en paz descanse, y que más tarde había servido con la misma fidelidad al pane Tadeusz hasta que la cólera se lo hubo llevado. También su mujer, dijo el mayordomo, había muerto de la enfermedad que se había presentado al romper el hielo, y también una casa entera llena de niños de la que solamente ha sobrevivido este joven sordomudo, que está sentado delante de nosotros, en el pescante. Nunca se le había
mandado a la escuela y nunca se había contado con que alguna vez pudiera servir para algo, hasta que se comprobó que los caballos le seguían como a ningún otro criado.
Ya antes de su viaje a Polonia y a Ucrania, Korzeniowski había buscado un empleo en la Societé Anonyme pour le Commerce du Haut-Congo. Inmediatamente después del regreso de Kazimierowska fue a visitar otra vez al gerente Albert Thys en la administración central de la sociedad en la rue de Brederode, de Bruselas.
Thys, con su cuerpo gelatinoso metido a la fuerza en una levita que le venía demasiado escasa, se hallaba en una oscura oficina debajo de un mapa de África que cubría la superficie entera de la pared, y sin más preámbulos ofreció a Korzeniowski, apenas hubo formulado su deseo, el comando de un vapor que cubría la travesía por el curso superior del Congo, probablemente porque a su capitán, un alemán o danés llamado Freiesleben, lo acababan de asesinar los nativos. […]
A partir de este pésimo estado de ánimo, Korzeniowski descubre paulatinamente, a lo largo de la gran travesía, la locura de toda la empresa colonial. […]
Efectivamente, en toda la historia del colonialismo, en su mayor parte aún no escrita, apenas hay un capítulo más lóbrego que el de la colonización del Congo. […]
Entre 1890 y 1900, se dejan la vida aproximadamente quinientas mil de estas víctimas sin nombre, que no aparecen registradas en ningún informe anual. En el mismo tiempo las acciones de la Compagnie du Chemin de Fer du Congo suben de 320 a 2.850 francos belgas. […]
Korzeniowski lleva ya un par de días en este campo de batalla colmado de un estruendo ininterrumpido que le recordaba una enorme cantera, cuando, como más adelante hace contar a Marlow, su portavoz en El corazón de las tinieblas, se topa con un lugar más apartado a las afueras del área colonizada, donde los devastados por la enfermedad y los mermados por el hambre y el trabajo se tumban para morir. Igual que después de una masacre yacen en la penumbra grisácea al fondo del despeñadero.
Evidentemente no se detiene a estos seres de sombras cuando se escurren hacia la selva. Ahora son libres, libres como el aire que los rodea y en el que poco a poco se disolverán. Pausadamente, relata Marlow, desde la oscuridad penetra el brillo de unos ojos que se dirigen hacia mí desde el más allá. Me inclino y junto a mi mano veo una cara. Con lentitud se elevan los párpados. Al cabo de un rato, en algún lugar, muy por detrás de la mirada vacía, se mueve una llamarada ciega que vuelve a extinguirse inmediatamente. Y mientras un ser humano apenas salido de la adolescencia emana su último aliento, aquellos que todavía no han llegado a su final portan pesadísimos sacos de alimentos, cajas de herramientas, cargas explosivas, objetos de implemento de todo tipo, partes de máquinas y cuerpos de barcos desmontados a través de los pantanos y bosques y sobre la tierra montañosa abrasada por el sol, o bien trabajan al pie de la montaña Pala-baila y junto al río M'pozo en el trazado del ferrocarril, que conectará Matadi con el curso superior del Congo. […]
Las primeras noticias acerca del tipo y la magnitud de los crímenes cometidos en el curso de la civilización del Congo contra la población autóctona llegaron a hacerse públicas en 1903 por mediación de Roger Casement, quien entonces ocupaba el cargo de cónsul británico en Boma.

Los anillos de Saturno, W.S. Sebald



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