Al subir topé en la escalera oscura con el viejo
Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su perro. Hace ocho años que se los ve
juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que sarna, que le hace
perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir con él, solos
los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele.
Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro
ha tomado del amo una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante
y el cuello tendido. Parecen de la misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos veces por día, a las once y a las seis, el viejo lleva el perro a
pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo
largo de la calle de Lyon, el perro tirando del hombre hasta que el viejo
Salamano tropieza. Entonces pega al perro y lo
insulta. El perro se
arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe tirar de él.
Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega
y lo insulta. Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con
terror, el hombre con odio. Así todos los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da
tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un reguero de gotitas. Si por
casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también
le pega. Hace ocho años que ocurre lo mismo.
Fragmentos de El Extranjero, de Albert Camus
VARGAS LLOSA, Mario: «El extranjero debe morir», prólogo a El extranjero de Albert Camus. Círculo de Lectores, Barcelona 1988.
Hobbes, Naomi Klein y el uso político del miedo; Jorge A. Castillo Alonso [Garabatos al margen]
¿Existe la injusticia?, Elvira Lindo [El País, 8 de diciembre de 2013]
VARGAS LLOSA, Mario: «El extranjero debe morir», prólogo a El extranjero de Albert Camus. Círculo de Lectores, Barcelona 1988.
Hobbes, Naomi Klein y el uso político del miedo; Jorge A. Castillo Alonso [Garabatos al margen]
¿Existe la injusticia?, Elvira Lindo [El País, 8 de diciembre de 2013]
Celeste dice siempre que "es una
desgracia", pero, en el fondo, no se puede saber.
Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba
insultando al perro. Le decía: "¡Cochino! ¡Carroña!", y el perro
gemía. Dije: "Buenas tardes", pero el viejo continuó con los
insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió.
Decía solamente: "¡Cochino! ¡Carroña!" Me lo
imaginaba, inclinado sobre el perro, arreglando alguna cosa en el collar. Hablé
más alto. Entonces me respondió sin volverse, con una especie de rabia
contenida: "Se queda siempre ahí." Y se marchó tirando del animal,
que se dejaba arrastrar sobre las cuatro patas y gemía. […]
Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento
en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades
de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía más que los
golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero en la
habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente. […]
El amo acaba por parecerse al perro. El animal se comporta conforme a lo que el dueño le ha enseñado. Lo único que ha aprendido es a tenerle miedo. La pregunta clave es por qué lo maltrata en lugar de enseñarle. El hombre descarga su frustración con el animal, ¿por qué?. El viejo Salamano siente que tiene derecho a castigar a su mascota porque desobedece sus órdenes y, además, es de su propiedad. El perro es súbdito y él es rey. Gobierna sobre el animal no con la razón sino con la fuerza. La relación de poder se basa en el miedo.
Desde lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo
Salamano, que tenía aspecto agitado. Cuando nos acercamos vi que no tenía
consigo al perro. Miraba para todos lados, se volvía sobre sí mismo, trataba de
perforar la oscuridad del pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a
escudriñar la calle con los ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó
qué le sucedía, no respondió inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba:
"¡Cochino! ¡Carroña!", y continuaba agitándose. Le pregunté dónde estaba el
perro. Bruscamente me respondió que se había marchado. Luego, de
golpe, habló con volubilidad: "Lo llevé al Campo de Maniobras como de
costumbre. Había mucha gente en torno de los kioscos de saltimbanquis. Me
detuve a mirar 'El rey de la evasión'. Y cuando quise seguir no estaba más allí. Hace tiempo que
estaba por comprarle un collar menos grande. Pero jamás hubiera creído que esa
carroña pudiera marcharse así."
Raimundo le explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que
iba a volver.
Le citó ejemplos de perros que habían hecho decenas de
kilómetros para encontrar a su amo. A pesar de todo, el viejo pareció más
agitado. "Pero ellos lo agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos
alguien lo recogiera. Pero no es posible,
da asco a todo el mundo con las costras. Los agentes lo agarrarán es
seguro." Le dije entonces que debía ir a la perrera y que se lo
devolverían mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos
serían elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: "¡Dar dinero por
esa carroña! ¡Ah, que reviente!" Y se puso a
insultarlo. Raimundo rió y entró en la casa. Le seguí y nos separamos en el
rellano del piso. Un momento después oí los pasos del viejo que golpeó en mi
puerta. Cuando abrí quedó un momento en el umbral y me dijo: "¡Discúlpeme,
discúlpeme! ..." Le invité a entrar, pero no quiso. Miraba la punta de los
zapatos y le temblaban las manos costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó:
"¿No me lo han de agarrar, diga, señor Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué
va a ser de mí?" Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a
disposición de los propietarios y que después hacía con ellos lo que le
parecía. Me miró en silencio.
Luego dijo: "Buenas noches." Cerró la
puerta. Le oí ir y venir. La cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el tabique
comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá. Pero tenía que
levantarme temprano al día siguiente. No tenía hambre y me acosté sin cenar.
El perro abandona al amo. El dueño se lamenta de haberle dado demasiada libertad. Un collar más pequeño quizá hubiese bastado. El castigo por incumplimiento de la ley es ir a la cárcel. Un castigo más allá de la privación de libertad no es castigo, sino venganza.
¿Por qué llora el viejo Salamano por un perro al que detesta y aborrece? ¿Tiene sentido? ¿Se preocupa por su suerte? ¿La sociedad trata a los delincuentes como a perros? Los encerramos y, una vez en la calle, ya no importa lo que pase con ellos.
Lo cierto es que el viejo Salamano no se siente responsable de la suerte de su perro. Piensa que él se lo ha buscado. Lamenta haberlo perdido, porque era suyo pero no tiene mala conciencia ni se plantea que, de haberlo tratado mejor, habría sido un fiel compañero
[…]
Encontré al viejo Salamano en el umbral de mi puerta.
Le hice entrar y me enteró de que el perro estaba perdido, puesto que no se hallaba en la perrera. Los
empleados le habían dicho que quizá lo hubieran aplastado. Había preguntado si no era posible que en las comisarías lo supiesen. Se le había respondido que no se
llevaba cuenta de tales cosas porque ocurrían todos los días. Le dije al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero me hizo notar
con razón que estaba acostumbrado a éste.
Yo estaba acurrucado en mi cama y Salamano se había
sentado en una silla delante de la mesa. Estaba enfrente de mí y apoyaba las
dos manos en las rodillas. Tenía puesto el viejo sombrero. Mascullaba frases
incompletas bajo el bigote amarillento. Me fastidiaba un poco, pero no tenía
nada que hacer y no sentía sueño. Por decir algo le interrogué sobre el perro.
Me dijo que lo tenía desde la muerte de su mujer. Se había casado bastante
tarde. En su juventud tuvo intención de dedicarse al teatro; en el regimiento representaba
en las zarzuelas militares. Pero había entrado finalmente en los ferrocarriles y
no lo lamentaba porque ahora tenía un pequeño retiro. No había sido feliz con su mujer,
pero, en conjunto, se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había sentido muy
solo. Entonces había pedido un perro a un camarada del
taller y había recibido aquél, apenas recién nacido. Había tenido que
alimentarlo con mamadera. Pero como un perro vive menos que un hombre habían
concluido por ser viejos al mismo tiempo.
"Tenía mal
carácter", me dijo Salamano. "De vez en cuando nos tomábamos del
pico. Pero a pesar de todo era un buen perro." Dije que era de buena raza y Salamano se mostró satisfecho. "Y
eso", agregó, "que usted no lo conoció antes de la enfermedad. El pelo
era lo mejor que tenía." Todas las tardes y todas las mañanas, desde que
el perro tuvo aquella enfermedad de la piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera
enfermedad era la vejez, y la vejez no se cura.
También puede darse el caso de que un individuo desaparezca sin dejar rastro, como un perro atropellado. Aquí se rompe el pacto social. Ya no hay Estado de derecho. Al individuo se le juzga y condena no conforme a la aplicación de la ley sino conforme al capricho y arbitrio del gobernante.¿A qué tipo de vejez se refiere? ¿A una antigua forma de pensar y actuar difícil de cambiar? ¿A la doble moral? ¿Se refiere al uso político del miedo, al miedo como elemento civilizador que nos lleva al consenso?
[…]
Bostecé y el viejo me anunció que iba a marcharse. Le
dije que podía quedarse y que lamentaba lo que había sucedido al perro. Me lo
agradeció. Me dijo que mamá quería mucho al perro. Al referirse a ella
la llamaba "su pobre madre". Suponía que
debía de sentirme muy desgraciado desde que mamá murió, pero no respondí nada.
Me dijo entonces, muy rápidamente y con aire molesto, que sabía que en el barrio me habían juzgado
mal porque había puesto a mi madre en el asilo, pero él me conocía y sabía que quería
mucho a mamá. Respondí, aún no sé por qué, que hasta ese instante ignoraba que se me juzgase mal a este respecto, pero que el asilo me había
parecido una cosa natural desde que no tenía bastante dinero para cuidar a
mamá. "Por otra parte", agregué, "hacía mucho
tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola."
"Sí", me dijo, "y en el asilo por lo menos se hacen
compañeros". Luego se disculpó. Quería dormir. Su vida había cambiado ahora y no
sabía exactamente qué iba a hacer. Por primera
vez desde que le conocía, me tendió la mano con gesto furtivo y sentí las
escamas de su piel.
Sonrió levemente y antes de partir me dijo: "Espero
que los perros no ladrarán esta noche. Siempre me parece que es el mío." […]
El extranjero, Albert Camus
[En un estado de derecho las leyes organizan y fijan límites de derechos en que
toda acción está sujeta a una norma jurídica previamente aprobada y de
conocimiento público (en ese sentido no debe confundirse un estado de
derecho con un estado democrático, aunque ambas condiciones suelan darse
simultáneamente). Esta acepción de estado de derecho es la llamada
"acepción débil" o "formal" del estado de derecho.
Este
se crea cuando toda acción social y estatal
encuentra sustento en la norma; es así que
el poder del Estado queda subordinado al orden jurídico vigente por
cumplir con el procedimiento para su creación y es eficaz cuando se aplica en
la realidad con base en el poder del Estado a través de sus órganos de
gobierno, creando así un ambiente de respeto
absoluto del ser humano y del orden público.
La acepción
fuerte o substantiva (estado de derecho en sentido real o material), se
requiere además que «cualquier poder sea limitado
por la ley, que condiciona no solo sus formas sino también sus contenidos»2
Esta segunda condición según qué contenidos sean señalados como deseables excluiría a los estados totalitarios.
Si se fijan una
serie de requisitos como los siguientes:
- Deben crearse diferentes órganos del cuerpo del Estado y cada uno de ellos debe asumir una de las funciones de estado.
- Esos órganos de poder del Estado deben actuar autónomamente. Es decir, sus dictámenes o decisiones no pueden ser invalidadas, modificadas o anuladas por otro órgano.
- Debe estar establecida la forma en que se nombran los titulares del respectivo órgano, y las solemnidades y procedimientos para poner término a sus cargos.
- El poder debe estar institucionalizado y no personalizado, vale decir, debe recaer en instituciones jurídico-políticas y no en autoridades específicas, las cuales tienen temporalmente el poder en sus manos mientras revisten su cargo.
- Tal vez el requisito más importante tiene que ver con que tanto las normas jurídicas del respectivo Estado como las actuaciones de sus autoridades cuando aplican dichas normas jurídicas, deben respetar, promover y consagrar los derechos esenciales que emanan de la naturaleza de las personas y de los cuerpos intermedios que constituyen la trama de la sociedad.
En teoría, todo parece bastante claro pero ¿y en la práctica? ¿No será todo esto una gran mentira interesada? A cara descubierta las democracias modernas ofrecen la imagen de cumplir con todos los requisitos y ofrecer al individuo todas las garantías procesales pero, en la práctica, a puerta cerrada, ¿quién vigila que estas condiciones se cumplan? ¿es legítimo romper el pacto con la sociedad porque exista la sospecha de incumplimiento por la otra parte? ¿estoy legitimado a matar sólo porque la sociedad no me garantice que podrían matarme a mí?
Dice Vargas Llosa que El Extranjero [su interpretación
canónica pero incompleta] pasa por ser un alegato
contra la tiranía de las convenciones y de la mentira en que se asienta la vida
social. Mártir de la verdad, Meursault va a la cárcel, es sentenciado y,
presumiblemente, guillotinado, por su incapacidad ontológica para disimular sus
sentimientos y hacer lo que hacen los otros hombres: representar. […]
No puede simular ante el Tribunal arrepentimiento por
la muerte que ha causado. Esto se castiga en él, no su crimen. […]
No hay duda de que la manera como se lleva a cabo el
juicio de Meursault es ética y jurídicamente escandalosa, una parodia de
justicia, pues lo que se condena en él no es el asesinato del árabe [¿por qué no simplemente de un hombre?] sino
la conducta antisocial del acusado, su psicología y su moral excéntricas a lo
establecido por la comunidad. El comportamiento de Meursault nos ilumina las
insuficiencias y vicios de la administración de la justicia y nos deja entrever
las suciedades del periodismo.
Pero de ahí a condenar a la sociedad que lo condena
por ser “teatral” y reposar sobre un “mito colectivo” es ir demasiado lejos. […]
No hay sociedad, es decir, convivencia, sin un
consenso de los seres que la integran respecto a ciertos ritos o formas que
deben ser respetados por todos. Sin este acuerdo, no habría “sociedad” sino una
jungla de bípedos libérrimos donde sólo sobrevivirían los más fuertes. […]
¿La manera de ser de Meursault es preferible a la de
quienes lo condenan?
VARGAS LLOSA, Mario: «El extranjero debe morir», prólogo
a El extranjero de Albert Camus. Círculo de Lectores, Barcelona 1988.
El libro fue recibido como una metáfora sobre la
sinrazón del mundo y de la vida, una ilustración literaria de esa “sensibilidad
absurda” que Camus había descrito en El mito de Sísifo, ensayo que apareció
poco después de la novela.
Meursault sería la encarnación del hombre arrojado a
una vida sin sentido, víctima de unos mecanismos sociales que bajo el disfraz
de las grandes palabras –el Derecho, la Justicia- sólo escondían gratuidad e
irracionalidad. Pariente máximo de los anónimos héroes kafkianos, Meursault
personificaría la patética situación del individuo cuya suerte depende de
fuerzas tanto más incontrolables cuanto que son ininteligibles y arbitrarias.
«Pero, muy pronto, surgió una interpretación «positiva»
de la novela: Meursault como prototipo del hombre auténtico, libre de convenciones,
incapaz de engañar o de engañarse, a quien la sociedad condena por su ineptitud
para decir mentiras o decir lo que no siente. El propio Camus dio su respaldo a
esta lectura del personaje, pues, en el prólogo para una edición norteamericana
de El Extranjero, escribió: «el héroe del libro es condenado porque no juega al
juego... porque rechaza mentir. Mentir no sólo es decir lo que no es. También y
sobre todo significa decir más de lo que es, y, en lo que respecta al corazón
humano, decir más de lo que se siente. Esto es algo que hacemos todos a diario,
para simplificar la vida. Meursault, contrariamente a las apariencias, no
quiere simplificar la vida. Él dice lo que es, rehúsa enmascarar sus sentimientos
y al instante la sociedad se siente amenazada... no es del todo erróneo, pues,
ver en El extranjero la historia de un hombre que, sin actitudes heroicas,
acepta morir por la verdad...»
«Quien quizás haya desarrollado mejor esta argumentación
es Robert Champigny, en su libro Sur un héros païen (París, Gallimard, 1959),
dedicado a la novela. Allí asegura que Meursault es condenado porque rechaza «la
sociedad teatral, es decir, no la sociedad en tanto que se haya compuesta por
seres naturales, sino en cuanto ella es hipocresía consagrada». Con su conducta
«pagana» –es decir, no romántica y no cristiana– Meursault es una recusación
viviente del «mito colectivo». Su probable muerte en la guillotina es, pues, la
de un ser libre, un acto heroico y edificante.»
Pero muy interesante, para lo que nosotros queremos resaltar,
es la propia reflexión de Mario Vargas Llosa:
«El «mito colectivo» es el pacto tácito que permite a
los individuos, vivir en comunidad. Esto tiene un precio que al hombre –lo sepa
o no– le cuesta pagar: la renuncia a la soberanía absoluta, el recorte de ciertos
deseos, impulsos, fantasías, que si se materializaran pondrían en peligro a los
demás.
La tragedia que Meursault simboliza es la del individuo
cuya individualidad ha sido mutilada para que la vida colectiva sea posible. Eso, su
individualismo feroz, irreprimible, hace que el personaje de Camus nos conmueva
y despierte nuestra oscura solidaridad: en el fondo de todos nosotros hay un
esclavo nostálgico, un prisionero que quisiera ser tan espontáneo, franco y antisocial
como es él.
Pero, al mismo tiempo, es preciso reconocer que la sociedad no se equivoca cuando identifica en
Meursault a un enemigo, a alguien que si su ejemplo cundiera, desintegraría a
la comunidad. Su historia es una dolorosa pero inequívoca demostración
de la necesidad del «teatro», de la ficción, o, para decirlo más crudamente, de
la mentira en las relaciones humanas. El sentimiento fingido es indispensable
para asegurar la coexistencia social, una forma que, aunque parezca hueca y
forzada desde la perspectiva individual, se carga de sustancia y necesidad desde
el punto de vista comunitario. Esos
sentimientos ficticios son convenciones que sueldan el pacto colectivo, igual
que las palabras, esas convenciones sonoras sin las cuales la comunicación
humana no sería posible. Si los hombres fueran, a la manera de Meursault, puro
instinto, no sólo desaparecería la institución de la familia, sino la sociedad
en general, y los hombres terminarían entre ellos matándose de la misma manera banal
y absurda en que Meursault mata al árabe en la playa.».
El miedo como instrumento
que permite mantener el orden social
Con
este planteamiento, Hobbes estaba realizando la primera gran fundamentación
teórica del Estado absolutista. El poder del soberano no debía tener límites
mientras fuese capaz de proporcionar seguridad a su pueblo. Aunque varios
siglos después, parece que el liberalismo político ha ganado la batalla, el
miedo ha vuelto a surgir en numerosas ocasiones como instrumento de control
político. Todos los totalitarismos sin excepción
han hecho un uso abusivo del miedo como instrumento de cohesión social. No hay
nada que mantenga más unido a un pueblo que el miedo a un enemigo común.
Los judíos, los masones, los comunistas y demás enemigos fantasmáticos, no son
más que instrumentos de cohesión para mantener unido a un pueblo, que de otro
modo, no vería ninguna razón para unirse bajo la bandera de un tirano. El miedo
es aún más útil
como instrumento de dominio,
cuando conseguimos convencer al pueblo de que el enemigo no está sólo más allá
de nuestras fronteras, sino que también puede ser nuestro vecino. El imaginario
de la mayoría de las dictaduras está poblado de agentes encubiertos que buscan
perturbar el orden social y que constituyen un serio peligro para los valores
patrios. El
miedo, lejos de lo que pretendía Hobbes, no sólo no es una fuente de
legitimidad para el Estado sino que es un sustituto para la falta de
legitimidad del mismo. Cuando un Estado no puede o no quiere cumplir con las
funciones de las que mana su legitimidad, como la protección de los derechos
fundamentales de sus ciudadanos, el recurso al miedo es la única salida que le
queda para evitar un levantamiento popular.
El
caso es que en las democracias modernas parece que el miedo ha quedado
desterrado de la vida política. Seguimos viviendo con miedo por infinidad de
cosas, pero el Estado ha dejado de arrogarse la potestad de provocar miedo en
sus ciudadanos. Seguro que podemos encontrar ejemplos de gobiernos democráticos
que han coqueteado con las bazas del miedo y la necesidad de seguridad, para
hacer tragar a los ciudadanos cosas que en condiciones normales, no aceptarían.
El brutal ataque contra los derechos humanos que acometió la administración
Bush tras el 11-S, sería un ejemplo perfecto de ello. Sin embargo, tales
conductas políticas son desviaciones de la normalidad democrática. Cuando un
gobierno democrático promueve o se aprovecha del miedo para gobernar, lo que se
pone en peligro es la misma democraticidad de la democracia. En general,
podemos decir que la democracia y el uso político del miedo son incompatibles.
El
uso político del miedo para llevar a cabo medidas, que en condiciones normales
serían rechazadas por la soberanía popular, está magníficamente documentado en
el libro La doctrina de shock de Naomi Klein. Su hilo conductor pretende
mostrar cómo el paulatino desmantelamiento del Estado de bienestar, ha tendido
a apoyarse en sucesos dramáticos y desastrosos para acometer reformas, que de
no ser por el miedo y el desconcierto de la población, habrían encontrado una
seria resistencia popular. Klein nos muestra que no se trata de algo casual,
sino que responde a una estrategia deliberada de los neoconservadores. Milton
Friedman y la Escuela de Chicago, conscientes de que sus propuestas
son necesariamente impopulares en una sociedad “contaminada” por ideales
socialistas, han argumentado en más de una ocasión sobre la necesidad de
aprovechar aquellos momentos en los que la población está en estado de shock,
para llevar a cabo reformas liberalizadoras de gran calado. Klein emplea un
ejemplo especialmente ilustrativo de esta actitud. Tras el desastre del Katrina
en Nueva Orleans, a sus 93 años de edad, Friedman aún tuvo energías para
recomendar en The Wall Street Journal que se aprovechase el desastre para
acometer una reforma de la red educativa de Nueva Orleans. Antes de que los
ciudadanos pudiesen volver a sus hogares, la mayoría de las escuelas públicas
fueron sustituidas por escuelas privadas. Se trata de un ejemplo a pequeña
escala de la estrategia básica de los neoliberales. Como una gran mayoría
social se encuentra bastante apegada al Estado de bienestar, es necesario
acudir al desastre para privatizar y liberalizar los servicios públicos. Se
trata de usar el miedo y el desconcierto para burlar la soberanía popular.
Friedman y sus secuaces, convencidos de la verdad científica de la eficiencia y
perfección del libre mercado, y de la ignorancia del pueblo en materia
económica, sostienen que hay que aprovechar aquellos momentos en los que la
sociedad civil se encuentra en estado de shock, para profundizar en la economía
de libre mercado. Aquí nos encontramos con la vieja actitud antidemocrática del
platonismo: como los ciudadanos no saben lo que es bueno para ellos, es preferible
que gobiernen los que sí lo saben. Como el pueblo ignora las bondades del libre
mercado y se siente irracionalmente apegado a las instituciones del Estado de
bienestar, es necesario aprovechar su miedo para conducirlos por el buen
camino. Klein, en un monumental trabajo de investigación periodística, nos
muestra cómo los grandes avances en la implantación de políticas neoliberales,
han ido casi siempre precedidos de un estado de shock o conmoción en la
sociedad civil.
Estas
reflexiones son preocupantes porque vivimos en un continuo estado de miedo,
acechados por vaticinios catastrofistas. En los últimos años, el miedo difuso a
una quiebra del sistema financiero no deja de ser alimentado por instituciones
de gran peso internacional como el FMI. Por todas partes nos llueven mensajes
de catástrofe inminente. Las agencias de calificación de riesgo provocan
terror, cuantificando el miedo, mediante un sistema de letras ominosas. No hay
día que los periódicos no hablen del miedo de los mercados. Y así, en este clima
de incertidumbre, es donde florecen los ataques a la soberanía popular. ¿Hay algún ciudadano que viva
de su trabajo que pueda estar de acuerdo con la última reforma del sistema de
pensiones? ¿Realmente algún trabajador puede estar de acuerdo con las últimas
reformas laborales? ¿Cómo un gobierno democrático puede acometer tales reformas
sin apenas respuesta social? Sólo puede hacerlo alimentando el miedo a lo peor.
Si no se reforma el sistema de pensiones, la caja de la seguridad social puede
quedar vacía. Si no se reforma el mercado laboral, el paro seguirá creciendo.
Si no reformamos la constitución, los mercados pueden perder la confianza en
nuestra deuda. La
lógica que subyace a esta justificación de reformas impopulares, consiste en
presentar al ciudadano la alternativa entre algo malo y una situación
catastrófica. Todas las reformas neoliberales a las que estamos asistiendo son
alimentadas por el miedo a la catástrofe,
y si alguna vez cesa la tormenta y vuelve la confianza a los mercados, nos
encontraremos con que nos hemos dejado el Estado de bienestar por el camino.
Así, mediante el uso político del miedo, es como la democracia queda burlada.
No lo olviden. Los
que medran con el miedo, son los verdaderos enemigos de la democracia.
Hobbes, Naomi Klein y el uso político del miedo; Jorge
A. Castillo Alonso [Garabatos al margen]
No
sé si la película sacudiría conciencias en Estados Unidos. No lo creo. De
hecho, desde que el cine es cine hay todo un género cinematográfico dedicado a
los ajusticiados, más conmovedor si cabe si se descubre después que el
ajusticiado era inocente. Pero allí el ciudadano que cree en la cadena
perpetua o en la pena de muerte las defiende sin sonrojo, sin entrar a calibrar cómo
juzgarán los demás su posición. Aquí somos más cucos. Vemos una película como
la dirigida por Tim Robbins y volvemos a casa maldiciendo el sistema judicial
americano, analizando la falta de piedad de un pueblo rocoso, que se rige por
la falta de escrúpulos del Lejano Oeste; otro género, el de los westerns, que
también creó una poética de la justicia a manos del individuo. Luego, cuando
nos encontramos con asesinos de verdad, nuestro juicio cambia.
Aquí tiramos la piedra y escondemos la mano. La doble moral y meter miedo.
Muy
poco se utilizan estos días los términos cadena perpetua o pena de muerte, pero
en los discursos alertados de mucha gente es eso lo que resuena de fondo. Yo
estoy en contra de cualquiera de esas dos penas, y así lo escribo. Si estuviera
a favor de la cadena perpetua, también lo escribiría. En cualquier caso, parece
que exista una alianza tácita entre el espectáculo que los recientes
excarcelamientos proporcionan a los medios de comunicación y la torpeza del
sistema judicial y penitenciario: ¿no ha habido otra manera más chapucera de
que se produzcan? Los reporteros esperan a la puerta de las prisiones, y gentes
de mala ralea (amigos de los terroristas) reciben a los liberados como si
fueran héroes. En el caso de los “otros” asesinos se anuncia su posible llegada
a tal o cual pueblo, y algunos programas convocan a los paisanos ante las
cámaras a fin de que muestren su indignación y su miedo. La cuestión es
provocar una alarma social que
no se traduzca en nada, una alarma estéril, a la que encuentro una oscura
intención: la de poner sobre la mesa dos soluciones que no se nombran, la
cadena perpetua y la pena de muerte.
Me
pregunto si antes de que nos desayunáramos todas las mañanas con el rostro de
un criminal no sería posible evitar el espectáculo a las puertas de la cárcel y
negociarle al expresidiario una existencia discreta en un lugar lejos de donde
provocó tanto dolor; me pregunto también si antes de que se ande especulando
sobre la peligrosidad de los que vuelven a la calle no habría manera de que los
expertos valoraran ese riesgo caso por caso; al fin y al cabo, la posibilidad de que se vuelva a delinquir es más
crucial que el arrepentimiento por lo que se hizo. ¿Es posible la reinserción? Es
posible si se cree en ella. Se ha efectuado con éxito cuando se ha tenido la
firme voluntad de rehabilitar a un menor, por ejemplo, que es algo que jamás
podría lograrse con la prensa pisándole los talones.
De
discursos enardecidos todos somos capaces y hay verdaderos especialistas en
buscar el aplauso; particularmente, me revientan esos opinadores que al hilo de
un asunto tan sensible como este nos dan lecciones
de humanidad, comprensión y psicología criminal. A veces pienso que aprovechan cualquier suceso
sangriento para volver a defender algo a lo que no quieren ponerle nombre. Son
cucos, muy cucos. Alientan el desasosiego y la venganza personal, y
difunden la idea de que la justicia no existe. Ellos jamás apretarían un
gatillo ni moverían el culo del sillón de contertulio, pero disparan frases
como: “Si es mi hija la víctima, yo agarro al tipo y…”. De valientes por
delegación está lleno el planeta. Pero no es ese tipo de actitud el que
precisamos, sino medidas prácticas y sensatas que sosieguen los ánimos
encendidos. A no ser que lo que se pretenda es alterarnos hasta el punto de que
creamos que solo podemos esperar justicia de nuestras propias manos.
¿Existe la injusticia?, Elvira Lindo [El País, 8 de
diciembre de 2013]
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