martes, 6 de noviembre de 2012

Los niños pordioseros. La sonrisa de Dios


Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617  3 de abril de 1682)
Selección de textos de Paisaje con figuras, de Antonio Gala y wikipedia


Fue rigurosamente fiel a sí mismo, a su momento y a su pueblo. Es su eterna fidelidad a la vida –ésta de aquí y la de más allá- lo que le otorga la inmortalidad.
Realista e idealista a la vez: un casero que alquila sus casas, pero que pinta a sus vecinos como purísimas o santarrosas o sanantonios o sanjuanes; su familia se refugió en la Iglesia o se largó a las Indias.

El grueso de su producción está formado por obras de carácter religioso debido a que su clientela era en mayor medida eclesiástica, pero a diferencia de los restantes grandes maestros españoles cultivó también la pintura de género de forma continuada e independiente.

Mi padre, un honrado barbero-cirujano que se llamó Gaspar Esteban. Así que, en mi pensar, no es el Esteban un segundo nombre sino un primer apellido; aunque la gente de estas partes o quienes me conocen –que no son pocos, ni los peores, a mi entender- me conozcan a secas por Murillo. Fui el menor de catorce hermanos, bautizados todos en la iglesia de la Magdalena de esta bendita Sevilla, que, de no haber otras ciudades en el mundo, tampoco yo las echara de menos. Si alguien quisiese saber de mis trabajos o en qué ocupé mi vida, sólo tendría que recorrer sus iglesias y sus conventos, donde he dejado, a salpicones, mi amor y el arte –poco o mucho- que Dios me concedió.


De mi niñez recuerdo una riada en que, teniendo yo ocho años mal contados, llegó el Guadalquivir hasta las gradas de la Catedral. Me acuerdo de que, en aquella ocasión, refugiado con mi familia en las naves de la iglesia Mayor, oía a unos pedir pan y a otros pedir el Santísimo Sacramento. (…)Dos maneras hay de sobrevivir y dos posturas: la de quienes desprecian lo terreno, y la de quienes lo procuran con desesperación. (…) juzgo que por ambos caminos hay que ir, puesto que con dos manos nos compuso Dios, y de alma y cuerpo estamos hechos y el Santo Sacramento no deja de ser pan.
En seis meses, a los diez años, quedé huérfano de ambos. Mi hermana Ana, trece años mayor que yo y casada con el maestro cirujano Juan Agustín Lagares, hizo la compasión de recogerme, pero ya yo quedé como sin andaderas. (…) Quizá de entonces se me quedó el amor que tengo a la infancia desvalida, hambrienta y sola; a esos arrapiezos que se fingen duros porque no hallan quien los proteja, y valientes porque no tienen quien les quite el miedo. (…) no hubiese solicitado el ingreso en esta Hermandad de la Santa Caridad, (…) si no hubiera fundado vuestro hermano mayor, don Miguel de Mañara, el año último, un hospital-albergue, en que reciban acogida y buen trato los más desprovistos de los hombres y los menos culpables: los niños pordioseros.





(…) mi cuñado Lagares decidió mandarme al estudio del maestro Juan del Castillo cuando cumplí doce años. (…) Allí copié del natural personas y cosas y animales: sobre todo los perrillos sin amo ni collar, que el maestro solía echar a la calle por alborotar en el taller, y que después no he parado de pintar en mis cuadros. En aquel estudio de la plaza de las Monjas de Santa Isabel, junto a San Marcos, se me estimaba más por mi carácter que por mis dotes de artista. (…)
Quien no favorece a los que tiene a mano, mal podrá ser generoso con los alejados, ni hombre de bien con nadie. Para mí la caridad no es otra cosa que sentirse igual que los demás –ni mejor, ni peor- y tratarlos como si uno mismo fueran.
(…) La vida nos mueve como a peoncillos de ajedrez, y más seremos nosotros cuanto menos nos dejemos llevar –o acaso cuanto colaboremos más en ser llevados- y cuantas más conclusiones saquemos, que es de veras lo que mejor distingue a unos hombres de otros. [Mi libre albedrío] dentro de estrechos límites se mueve.
Cuántos miles de veces me he sentado en el Puerto, o en el rincón de una calleja llena de sombra y reverberación, o en el centro de una plazuela, mientras los niños harapientos jugaban al toro, o compartían sus limosnas, o comían la fruta robada, o se despiojaban los unos a los otros, rodeados de sus perros como yo a su edad. Mi compañero Velázquez prefiere la luz plateada y fina de Madrid. Yo la encuentro tan cruda…¿Habría yo pintado con otra luz y otro aire y otro modo de ver pasar las cosas? De haber vivido yo fuera de aquí, ¿qué pintaría?
En dos ocasiones hice preparativos para emigrar a Indias. A los quince años, porque me sentía solo, innecesario para todos, como un cachorro al que hoy se da un mendrugo y un puntapié mañana. Y luego, a los cuarenta y seis, cuando se murió mi mujer y pensé iniciar otra vida diversa.
Nueve hijos tuve con Beatriz de Cabrera, mi mujer. Sólo me viven cuatro. Si levantan el vuelo, con mi aplauso será: cada cual a lo suyo. Tengo mi casa ahora frente al convento de las Teresas, cerca de Santa Cruz, y allí, si no ordena Dios lo contrario, moriré. Pero he abierto casas por toda mi Sevilla. (…) Cuando ya había copiado a mis vecinos y estaban hartos de posarme, ¡hala!, a otro sitio.
Como ya decía Pacheco, el suegro de Velázquez, el arte del pintor ha de consagrarse al servicio de la Iglesia. ¿Quién paga más que ella? ¿Llegan a una docena quienes quieren retratarse pagando? ¿Quién compra un aguador, o un mendigo durmiendo o unos niños jugando a los dados, o una ramerilla asomada a su ventana aunque sea con la cara limpia como una santa Catalina? Vuesas mercedes saben que los que encargan, encargan lo que han visto de antemano; a mí, purísimas y santos. De atrás me viene la costumbre, claro. A mis dieciocho años pinté para la feria lienzos y lienzos. Al embarcarse, los cristianos gustan de llevarse a las Indias santitos sevillanos. Qué feria, Dios: cuánta abundancia junta: la creación entera sobre el Prado de San Sebastián para los cargadores de Indias. Yo dejaba para el final los últimos retoques, según el santo que se me pidiera. Ay, qué pintura apresurada y viva. ¿Un San Rafael?: un pez. ¿Un San Miguel?: una espada. (…)
Que buenos son, menos Valdés Leal, que en todo quiere ser él sólo, y me desmadró la mejor obra que hacer quise en mi vida: la Academia de Dibujo de la Lonja. Por su mal carácter agrió lo que estaba tramado y consentido, por sus celos y su soberbia. A los demás [pintores contemporáneos], qué hacer sino respetarlos y comprenderlos, que no es buen oficio éste, tan sometido a gustos de quien paga. Tanto que, si no fuera destino, yo lo habría dejado…De cuantos conozco que no sea por estampas, el mejor, señores, es Velázquez. Y luego, Zurbarán y Ribera. Si me lo permiten y no me lo atribuyen a orgullo, agregaré que siempre he querido yo más que ellos lo que veo, y, por eso lo pinto de manera distinta. Ribera, Dios me perdone, es casi un enemigo de lo que copia; Velázquez lo mira sólo con ojo alerta de pintor; Zurbarán observa los seres con melancolía: sus virgencitas parecen hospicianas, qué pena. Donde Ribera y Velázquez ven sólo contrahechos y modelos, yo veo la obra de Dios, el júbilo de Dios, criaturas que llevan, como una luz en la mano que acaso alguien no ve, su belleza y su gracia. No es mérito mío, señores, sino que yo he vivido sin salir de Sevilla. Y duéleme que Zurbarán tuviera que irse de ella porque, según él, soy yo aquí el único al que se solicitan cuadros. De edad era el infeliz cuando se fue a la Corte. La vida es una ola detrás de otra. También vendrá quién me empujará a mí, y yo haré sitio en la rama a los nuevos ruiseñores. (…)
Por eso es más verdad lo que les digo de que he pintado sólo a mis paisanos. Compréndanlo; mis vírgenes son mujeres con las que me crucé y vi que sonreían con dulzura; niñas cargando a hermanillos, o el cántaro en un hombro; mis santos son hombres que trabajan y beben y descargan galeones en el puerto. (…) Dios ha creado belleza y verdad suficiente como para ahorrarnos la fatiga de enmendarle la plana. Los ángeles son como nosotros: como nosotros deberíamos ser, quiero decir. Y si Dios se hizo niño, se hizo niño, no un injerto anormal. (…) Dios quiso ser como hijo nuestro; no allá arriba remoto y terrible, sino criatura pequeña que pide protección y ternura. No me agradan, ni las pinté jamás, escenas de martirios o de sangre. Reflejé la piedad de Dios y la piedad de los hombres. Esa es la virtud más importante: la piedad, que a toda la creación la reúne e identifica. Sé que de mí se dice que soy un admirador de milagros y un confidente de andrajosos. Quizá las dos definiciones no sean más que una. Siempre me atrajo rodearme de niños, ¿qué remedio?, de su jolgorio y su ruidoso bienestar y su hambre bullanguera, como si la mala vida fuera una burla que se terminase. Y se termina, señores. Y entramos en un mundo donde estaremos como debimos haber estado en éste si todos fuésemos igual que Dios soñaba. Cuando yo muera, espero encontrarme con mis cuadros, descubrir que mis cuadros no fueron fantasía, sino presentimiento. Yo, señores, soy andaluz: no tengo problemas místicos. Mis santos son de aquí, y Dios es de los hombres. (…)
En España, señores, ha muerto la grandeza: quizá bien muerta esté. No hay héroes ya. Ahora sólo quedamos hombres cortos que intentamos vivir. Y aun pervivir: unos, con el Santísimo Sacramento, y otros, con el cuscurro, como los que la inundación aquella de mi infancia. Aquí estamos los pícaros, señores, y los místicos: unos intentan ganarse esta vida trampeando, y otros, trampeando, intentan ganarse la otra. (…)
Sé que mi pintura religiosa no es tangible, real. (…) Sé que no son reales, pero mis mendigos sí lo son: demasiado. Y hay que mezclarlo todo, fundirlo todo: lo ideal y lo terrestre, lo celestial y el azabache de los panes. O emigrar a las Indias, u ordenarse en la Iglesia: ¿qué podemos hacer sino eso, señores? Más que de mi oficio, he sacado a flote a mis hijos de alquilar unas casillas que tengo próximas a San Pablo, en lo que hay hasta la Puerta de Triana. Entre ser casero y ser artista, no elijo yo: me quedo con las dos cosas.
Si es muy español eso de convertirse de pecador en santo como don Miguel de Mañara, tan español es esto mío de procurar llevárselo todo por delante, y meterse en el Reino de los Cielos escoltado de hijos, de amigos, de vecinos, con una alcucilla de buen aceite y una rebanada morena y un ramo de jazmines oliendo a gloria. Porque si el Paraíso es sólo contemplación y varas de azucenas, a punto estoy de decirles a vuesas mercedes que prefiero quedarme a vivir en Sevilla toda la eternidad.

[Desea ingresar en la Hermandad de la Santa Caridad] porque comprende que es lo más alto que hay. Sin caridad este mundo sería una equivocación y un desacierto.
Quince años hace, me admitieron aquí [en el Hospital de la Caridad]. Nada había de cuanto hay hoy: sólo la caridad ya predispuesta. Aquí aprendí yo a conjugar lo repelente con lo hermoso, lo suave con lo duro. Mientras pintaba mi Santa Isabel, Valdés Leal me dijo que verlo daba náuseas. Yo le contesté que sus cuadros, para que dieran náuseas, ni hacía falta verlos, con olerlos bastaba.
¿por qué impedirle a nadie comerse unas sopas de menudillos con su ramito de hierbabuena y su huevo y sus migas?
Aquí aprendí a contar lo que era la luz ya sólo interior.
Aquí aprendí a expresar que tan importante como sacar agua de la piedra, lo mismo que Moisés, es que un niño sonría del milagro a lomos de una mula. Obtener la sonrisa es también un milagro. Los niños quizá sean la sonrisa de Dios.
Habiendo renunciado a todas sus riquezas, [Mañara] trajo consigo a la Caridad sus rosales, su caballo y su perro. Son cosas que no pueden subsistir sin nosotros: las tenemos que llevar adonde nos vayamos…
Estoy cojo, porque me caí de un andamio cuando pintaba en Cádiz. Quién me mandaría a mí hacerles caso a los capuchinos. ¿No estuve trece años pintándoles el convento de aquí, qué falta hacía pintarles también la iglesia en Cádiz? Con que me llamó el rey Carlos II para nombrarme pintor de cámara en Madrid y no quise moverme, y lo que no consiguió el rey lo consiguieron los frailes capuchinos. Si seré fanfarrón.
Dios jugando a las tabas, Dios saltando a la comba, Dios adormecido al calor de una mañana en un banco cualquiera, Dios tocando la zanfoña, Dios cantando… Por el aire dorado, como un barco invisible, va la hermosura aquí. Ningún día de mi vida he dejado de verla. Ningún día de mi vida he dejado de cumplir mi destino.


Según Palomino, al dejar el taller de Juan del Castillo lo bastante capacitado para «mantenerse pintando de feria (lo cual entonces prevalecía mucho), hizo una partida de pinturas para cargazón de Indias; y habiendo por este medio adquirido un pedazo de caudal, pasó a Madrid, donde con la protección de Velázquez, su paisano (...), vio repetidas veces las eminentes pinturas de Palacio». Aunque no es improbable que, como otros pintores sevillanos, pintase en sus comienzos cuadros de devoción para el lucrativo comercio americano, nada indica que viajase a Madrid en estas fechas como tampoco es probable que realizase el viaje a Italia que le atribuyó Sandrart 

«Se había estado encerrado todo aquel tiempo en su casa estudiando por el natural, y que de esta suerte había adquirido la habilidad» con la que, al exponer sus primeras obras públicas, pintadas para el convento de los franciscanos, se ganó el respeto y la admiración de sus paisanos, quienes hasta ese momento nada sabían de su existencia y progresos en el arte. En cualquier caso, el estilo que se manifiesta en sus primeras obras importantes, como son las citadas pinturas del claustro chico del convento de San Francisco, pudo aprenderlo sin salir de Sevilla en artistas de la generación anterior como Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo.

Ostentando el monopolio del comercio con las Indias y contando con Audiencia, diversos tribunales de justicia, entre ellos el de la Inquisición, arzobispado, Casa de Contratación, Casa de Moneda, consulados y aduanas, Sevilla era a comienzos del siglo XVII el «paradigma de ciudad». Aunque los 130.000 habitantes con los que contaba a finales del siglo XVI habían disminuido algo a consecuencia de la peste de 1599 y la expulsión de los moriscos, cuando nació Murillo seguía siendo una ciudad cosmopolita, la más poblada de las españolas y una de las mayores del continente europeo. A partir de 1627 comenzaron a advertirse algunos síntomas de crisis a causa de la disminución del comercio con Indias, que lentamente se desplazaba hacia Cádiz, el estallido de la Guerra de los Treinta Años y la separación de Portugal. Pero el mayor problema llegó con la peste de 1649, de efectos devastadores, en la que el pintor podría haber perdido algún hijo. La población se redujo a la mitad, contabilizándose unos 60.000 muertos, y ya no se recuperó: amplias zonas urbanas, sobre todo en las parroquias populares de la zona norte, quedaron semidesiertas y con sus casas convertidas en solares.          

Las clases populares, las más afectadas por ella, protagonizaron en 1652 un motín de corto alcance provocado por el hambre, pero en líneas generales la caridad funcionó como paliativo de la injusticia y la miseria, que afectaba por igual a los pordioseros que se agolpaban a las puertas del palacio episcopal para recibir la hogaza de pan que repartía el arzobispo, como a los cientos de pobres «vergonzantes» contabilizados en cada parroquia o en instituciones específicamente dedicadas a su atención, como la Hermandad de la Caridad, revitalizada después de 1663 por Miguel Mañara, quien en 1650 y 1651 había actuado como padrino de bautismo de dos de los hijos de Murillo. El pintor, hombre devoto como demuestra su ingreso en la Cofradía del Rosario en 1644, la recepción del hábito de la Venerable Orden Tercera de San Francisco en 1662 y su presencia frecuente en los repartos de pan organizados por las parroquias a las que sucesivamente estuvo adscrito, ingresó también en esta institución en 1665.
Menos afectada por la crisis, la Iglesia también notó sus consecuencias; pero la ausencia de nuevas fundaciones conventuales no puso fin a la demanda de obras de arte.
El comercio con Indias, aunque no generase un tejido industrial, siguió aportando trabajo a tejedores, libreros y artistas.
Y nunca faltaron los comerciantes llegados del extranjero, que hacían de Sevilla una ciudad cosmopolita. 
Algunos se habían integrado plenamente en la ciudad tras hacer fortuna: Justino de Neve, protector de la iglesia de Santa María la Blanca y del Hospital de Venerables, para los que encargó a Murillo algunas de sus obras maestras, procedía de una de aquellas familias de antiguos comerciantes flamencos establecidos en la ciudad ya en el siglo XVI.
Ellos fueron también los encargados de extender la fama de Murillo más allá de la península, singularmente Nicolás de Omazur cuya amistad con el pintor le llevó a encargar tras su muerte un grabado del Autorretrato conservado en la National Gallery de Londres.
En 1658 pasó algunos meses en Madrid. Se desconocen los motivos de este viaje y lo que hiciera durante su estancia en aquella ciudad, pero cabe suponer que, estimulado por Herrera, quisiese conocer las últimas novedades que en materia de pintura se practicaban en la Corte. De regreso a Sevilla, se ocupó en la fundación de una academia de dibujo, cuya primera sesión tuvo lugar el 2 de enero de 1660 en la casa lonja. Su objetivo era permitir tanto a los maestros de pintura y escultura como a los jóvenes aprendices perfeccionarse en el dibujo anatómico del desnudo practicándolo con modelo vivo, sufragado por los maestros, que aportaban también el gasto en leña y velas pues las sesiones tenían lugar por la noche. Murillo fue su primer copresidente, junto con Herrera, el Mozo, que marchó ese mismo año a Madrid para asentarse definitivamente en la corte. En noviembre de 1663 aún participó en la sesión que acordó la redacción de las constituciones de la academia, pero para entonces había dejado su presidencia, pues al frente de ella aparece en la documentación Sebastián de Llanos y Valdés. Según Palomino, que pondera siempre el carácter apacible de Murillo y su modestia, la habría abandonado y establecido academia particular en su propia casa, para no vérselas con el carácter altivo de Juan de Valdés Leal, elegido presidente a continuación, quien «en todo quería ser solo».
Los cuadros de Murillo, en forma de medio punto, representaban historias de la fundación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma los dos más grandes.

Especialmente las dos primeras son obras magistrales. En el Sueño del patricio Juan y su esposa Murillo representa el momento en que, en sueños, se les aparece la Virgen en el mes de agosto para pedirles la dedicación de un templo en el lugar que verán trazado con nieve en el monte Esquilino. En lugar de mostrarles dormidos en el lecho, Murillo los imagina vencidos por el sueño, él recostado sobre la mesa cubierta por un tapete rojo, sobre la que reposa cerrado el grueso libro en que ha estado leyendo, y ella sobre un cojín, según la costumbre de la época, con la cabeza caída sobre las labores interrumpidas. Incluso un perrillo blanco duerme arremolinado sobre sí mismo. La composición decreciente amplifica la sensación de relajamiento. La penumbra que invade la escena, rota por el halo que envuelve a María con el Niño, aparece matizada por las luces que destacan sutilmente cada detalle de la composición y crean, con el tratamiento fluido y borroso de los contornos, el espacio donde se sitúan las figuras plácidamente.

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