jueves, 14 de junio de 2012

El sol del membrillo


Moreno Villa en La noche de los tiempos

Los pasos lo habían sacado de su ensimismamiento, muy profundo y a la vez despojado de reflexión y casi de recuerdos, ocupado sobre todo por la indolencia y por algo más que no se distinguía mucho en ella, la contemplación atenta de un pequeño lienzo en el que sólo había esbozado unas pocas líneas tenues a carboncillo y la de un cuenco de frutas del tiempo traído a mediodía del comedor de la Residencia: un membrillo, una granada, una manzana, un racimo de uvas.
Había estado observando cómo el descenso lento de la luz en la ventana hacía más densos los volúmenes al acentuar las sombras y atenuaba los colores.

Cada vez que se disponía a pintar algo había un momento de revelación y otro de desaliento…Cómo dar el siguiente paso en la hoja del cuaderno de dibujo o del lienzo. Quizás la textura indicaba algo, la resistencia o la suavidad del papel. Podía continuar y darse cuenta de que había malogrado el intento…sobre la hermosa anchura del papel ahora había una mancha inútil. La revelación parecía perderse sin que él hubiera sabido atraparla; el desaliento se quedaba con él, y para emprender el trabajo era preciso, si no vencerlo, al menos oponerle resistencia, dar los primeros pasos como si no sintiera uno su peso de plomo.

Una iluminación inminente que se deshacía sin rastro en puro abatimiento.

No imaginarse a uno mismo pintor: limitar las expectativas, el campo de visión. Concentrarse en el problema relativamente simple, pero también inagotable, de representar sobre un pequeño lienzo ese cuenco con unas pocas frutas.

Pintando el tiempo como Thomas Mann en La montaña mágica


No era verdad, él no se había retirado del mundo. La iluminación que había estado a punto de recibir mirando el cuenco con los frutos del otoño y la tipografía seductora y vulgar de una revista ilustrada se malograría porque no era capaz de sostener la disciplina exigente de la observación, el estado de alerta que habría afilado su pupila y guiado su mano sobre la cartulina blanca del cuaderno.

Moreno Villa apartó el frutero al que Abel había dedicado una mirada muy rápida, intrigada, seguida rápidamente por otra en dirección al lienzo casi en blanco, donde el único fruto de varias horas perezosas de contemplación eran unas pocas líneas a carboncillo.

_ ¿El modelo no le sirve de guía? Tranquiliza mirar estas frutas que tiene usted delante, el cuenco de cristal.
_Pero si pone usted atención están cambiando siempre. Ya no se ve lo mismo que cuando usted entró hace un rato. A los pintores antiguos de bodegones les gustaba poner alguna mancha en la fruta, incluso algún agujero del que asomara un gusano. Querían que se viera que la lozanía era falsa o transitoria y que la putrefacción ya estaba actuando.
_No me diga eso, Moreno. No quiero llegar mañana a las obras y pensar que llevo seis años trabajando para construir ruinas futuras.



¿Cómo serán las cosas cuando no las estamos mirando? Esta pregunta, que cada día me parece menos disparatada, me la hice muchas veces siendo niño, a mí mismo me la hacía.


_Veo las cosas como son. Tengo bien entrenados los ojos.
_Los físicos aseguran que las cosas que creemos ver no se parecen nada a la estructura de la materia. Según el doctor Negrín las conclusiones de Max Planck no están muy lejos de las de Platón o las de los místicos de nuestro Siglo de Oro. La realidad tal como usted y yo la vemos es un engaño de los sentidos…

Pero se hacía tarde: en la penumbra creciente …la falta de luz que suprime los detalles, …la mesa donde está el frutero, donde ya no llega la poca claridad residual que todavía entra por la ventana y resalta el blanco del pequeño lienzo sobre el caballete, con unas líneas esbozadas en carboncillo.

Contado por él mismo:

—¿Cómo le ha resultado esta experiencia de hacer un taller con doce jóvenes pintores?
—Me gusta lo que ocurre en estos talleres. Mi relación con otros pintores es una continuación del estudio, algo que tiene que ver con lo que te importa de tu vida.
—¿Les ha dado muchos consejos?
—No nos conocemos y lo que nos une es el amor por una actividad, pero más que consejos, lo que me gusta es estar presente con ellos, acompañarles. Tampoco tengo muchas cosas concretas que decirles.
—¿Y ellos a usted?
—Ellos me hablan de sus cosas. Y ver cómo están creando tan cerca de ti es algo muy emocionante.
—¿El arte se puede enseñar?
—El objetivo de estos talleres no es el aprendizaje. Pero yo pienso que hay gente que sabe más de la disciplina que otros. Por ejemplo, pescadores que saben más de pesca que otros, cocineros que saben más que otros y prostitutas que saben más que otras. Más que enseñar, creo que los pintores podemos transmitir cosas.
—Lleva pintando desde los 13 años y ya tiene 76. ¿No se cansa nunca de pintar?
—A veces sí. Y entonces hago otras cosas: escultura, dibujo. Pero mi trabajo me sigue interesando mucho. De todas maneras tengo la suerte de que tengo pocas distracciones.
—Un artistas como usted es ahora más libre de lo que lo fueron Velázquez o Goya en su época...
—Sí, pero más libre aparentemente, porque ahora el primer paso lo da el artista. Pero esto, insisto, es en apariencia, porque el segundo paso lo da la sociedad. Y ahí empieza el diálogo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Si el diálogo es bueno, sigues trabajando en libertad. Si no lo es, tienes que empezar a ver qué es lo que ocurre, qué es lo que no funciona. En ese caso creo que el artista debe hacer un movimiento de acercamiento a la sociedad o bien mudarse a otro lugar donde puedan entenderte.
—En otras manifestaciones culturales, el artista no puede dar ni siquiera ese primer paso...
—Es verdad. Sólo en pintura y literatura el artista depende inicialmente de sí mismo y no necesita el permiso de nadie. Los demás tienen que actuar casi desde el primer momento por encargo.
—¿Y los encargos pueden ser mejores para el artista, en algún caso, que dejarlo a su libre albedrío?
—Los encargos pueden ser buenos o malos.
—¿Usted ve progreso en el arte?
—No. El arte no ha progresado.
—¿Por qué?
—Porque el hombre tampoco ha progresado. El hombre del siglo XXI en esencia no es mejor al de la Grecia de Sócrates o al de los egipcios. Lo que ha hecho el hombre es ampliarse.
—¿Cuál es su etapa favorita en la Historia del Arte?
—El hombre occidental tiene un recorrido hacia atrás tan largo y tan rico que no sé qué decirle. Hay momentos maravillosos en el XVII, en el XVII, en el XIX, pero es que hace tres mil años también se hacían cosas maravillosas. Y también ahora, en este momento, se hacen cosas muy buenas.
—¿Y no cree que también se está haciendo mucha morralla?
—Muchísima. Actualmente hay una barbaridad de morralla, pero en siglos pasados también había mucha morralla. Para mí esta morralla tiene más relación con la impostura que con la torpeza o el desconocimiento. Hay mucha mentira en el arte actual, a montones.
—¿Los tiburones o las calaveras de Damien Hirst, por ejemplo?
—En este mundo hay gente con muchísimo dinero a la que les parece muy interesante poseer algo excepcional, sobre todo en el precio, algo que no puede poseer otra persona. Nuestra sociedad es cada vez más capitalista, cada vez más a lo bestia.
—¿Esa gran mentira que hay en el arte actual no se ve también en la política o en la economía?
—Sí, pero esa impostura no es de ahora. Lo que pasa es que ahora se hace muy evidente porque lo vemos todos los días en los periódicos o en la televisión, pero hace mucho tiempo que unos hombres están manipulando a otros.
—¿Es posible que ahora estamos en un momento cumbre de esa manipulación del hombre por el hombre?
—Creo es que esa manipulación que ha existido siempre ahora se hace con más descaro. Y se actúa de una manera más impune, con menos controles. No existe ya el control de la religión ni el temor a la sociedad porque vemos que uno hace lo que le da la gana y sabe que no le va pasar nada. Esa es la libertad que tenemos ahora.
—¿Es optimista?
—No. Pero la vida y el mundo siguen.
—¿La pintura debería estar al servicio de una historia o no necesariamente?
La pintura tiene que ser la materialización de la experiencia y los sentimientos del artista. Puede estar contenida en una historia o puede no haber una historia. En «El Juicio Final» de Miguel Ángel hay una historia, pero en una pintura de Van Gogh no hay propiamente una historia, pienso en unas flores en un jarrón, o una habitación, cosas aparentemente banales, aparentemente sin historia. Yo creo que en el arte contemporáneo tiene muchísimo valor el trabajo que hace el artista sin tener una historia propiamente dicha. Es algo que no había ocurrido nunca antes.
—¿Por eso dice que le costó entender menos a Tapiès que a Velázquez?
—Aunque esto pueda extrañar a alguien, a mí me parece muy racional porque entender lo que ocurre a tu lado es más fácil que entender lo que pasó hace tres siglos. El que no entiende lo contemporáneo no puede entender lo que no ha vivido. A mí Picasso y Tapiès me resultaron más fáciles de entender.
—Yo entiendo mejor un cuadro de Velázquez que otro de Tapiès. Y tal vez haya más gente como yo.
—A lo mejor es que a usted y a mucha gente le gusta más Velázquez, pero eso no quiere decir necesariamente que lo entiendan. La lectura de superficie de Velázquez es muy fácil, pero penetrar en la sensibilidad de aquello y emocionarse ante aquello creo que es más difícil.
—¿Usted se emociona más con un cuadro de Tapiès que con uno de Velázquez?
—No es eso. Lo que quiero decir es que me costó más entender a Velázquez, no que me guste menos Velázquez que Tapiès.
—A usted, a diferencia de Tapiès y de otros pintores de su generación, lo entiende todo el mundo...
—Una cosa es que guste algo y otro entenderlo. Cuando hablamos de público, en general, parece que la figuración tiene una puerta de comunicación más grande. Pero el arte, en lo básico, es emoción, sean las formas reconocibles o no.
—¿Por qué los detalles son tan importantes para usted?
—¿Por qué cree usted eso?
—Porque cuando veo un cuadro suyo, me parece que no pasa nada por alto ni el más mínimo detalle.
—Eso es porque si trabajo sobre una ciudad, quiero que el cuadro aporte toda la información necesaria para que esa ciudad se identifique. Si pinto la Torre del Oro me gusta sacar las ventanas o los elementos pequeños. Necesito ese tipo de descripción. Si Matisse pintara cualquiera de las cosas que pinto yo, no necesitaría aportar tantos datos. Para mí todo tiene que tener una máxima nitidez. Pero yo a eso no le llamo detalles.
—¿Compra cuadros de otros artistas?
—Sí, me gusta mucho comprar cuadros de otros pintores, en función de mis posibilidades
—¿Cuál fue el último?
—Uno de Pablo Palazuelo, hace mes y medio, en Madrid..
—Es el pintor vivo español más cotizado. Eso suena bien, ¿no le parece?
—Suena bien, pero tengo entendido que eso de ser el más cotizado ya ha pasado a otros. Y si se refiere a un cuadro concreto mío que se ha vendido ahora, yo lo vendí en 1981. El que lo ha vendido ahora es la familia de la persona que me lo compró a mí.
—¿Cuando vende un cuadro suyo siente que pierde algo, aunque paguen mucho dinero por él?
—Siento alegría porque los pintores trabajamos para que alguien pueda disfrutar con lo que hacemos.
—¿Prefiere ver sus cuadros en los museos a verlos en una colección particular?
—Es algo en lo que no pienso. Es tan difícil que alguien quiera algo que tú haces, que no puedes pedir ya más. Si me lo compra un museo, fantástico, pero si es un particular, también. Estoy muy agradecido a las personas que compran mis cuadros.
—¿Hay muchos pintores realmente buenos que ahora no pueden vender sus cuadros?
—Desgraciadamente, sí los hay.
—¿Está tan complicado ahora el mercado del arte?
—Sí, pero no más que cuando empecé yo a pintar, allá por 1949.
—¿Ha elegido ya el lugar desde el que va a hacer su «retrato de Sevilla?
—Sí, ya lo he elegido, aunque no lo desvelo porque me tengo aún que asegurar. Es un lugar que me permite cierta amplitud y en el que se identifican los elementos más importantes de la ciudad.
—¿Sevilla es una ciudad con muchas «cualidades pictóricas»?
—Me parecen asombrosas porque son el retrato del ser humano que las ha creado, un retrato superpuesto de los miles y miles de personas que han participado en ella, ya lo hayan hecho bien, regular o mal.

Sevilla es el retrato de los seres humanos que han participado en su creación.

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