La memoria incompleta, por Antonio Muñoz Molina
La conferencia de Antonio Muñoz Molina se desarrolló en la Universidad de Utrecht el 20 de octubre de 2011 dentro del Ciclo de Conferencias Spinoza y contó con la presencia de Wiljan van den Akker, decano de la Facultad de Humanidades y Comunicación de la Universidad de Utrecht; Javier Vallaure, embajador de España en Países Bajos, y Pablo Valdivia, profesor de la Universidad de Ámsterdam (UVA).
La conferencia de Antonio Muñoz Molina se desarrolló en la Universidad de Utrecht el 20 de octubre de 2011 dentro del Ciclo de Conferencias Spinoza y contó con la presencia de Wiljan van den Akker, decano de la Facultad de Humanidades y Comunicación de la Universidad de Utrecht; Javier Vallaure, embajador de España en Países Bajos, y Pablo Valdivia, profesor de la Universidad de Ámsterdam (UVA).
En
primer lugar, tengo que decir que para mí, dar una conferencia que
lleva el nombre de Baruch Spinoza es
ya conmovedor porque representa dos cosas para mí muy importantes:
la defensa de la racionalidad frente al
fanatismo y al oscurantismo religioso y de cualquier otro
tipo, y representa también la dignidad de
las personas perseguidas que se quedan sin país, sin
idioma, y que son expulsadas hasta por aquellos que parecían los
suyos. Hay un soneto maravilloso de Borges dedicado a él que me
aprendí de memoria. Empieza diciendo:
Las traslúcidas manos del judíolabran en la penumbra los cristalesy la tarde que muere es miedo y frío.(Las tardes a las tardes son iguales).
Y
así sigue el poema. Imaginarse a Spinoza puliendo lentes que
ayudarán al conocimiento del mundo material y elaborando
teorías que contribuirán, de manera decisiva, en un futuro, al
progreso de la razón humana es una de las grandes
imágenes que para un escritor, que aspira a ser un escritor español
y europeo, es muy importante.
Cuando
el profesor Valdivia me invitó a venir aquí a dar esta conferencia,
yo pensé que podría ser útil que explicara el
modo en que la necesidad de indagar, de buscar o de completar de
algún modo la memoria española, la memoria del pasado español,
la necesidad que yo había sentido desde muy joven; y el modo en que
esa memoria fragmentaria, o dividida, o muchas veces suprimida o
engañada estaba flotando en el aire cuando yo era niño…; el modo
en que esa memoria contribuyó a crear mi
propia imaginación como escritor.
El reino de las voces
A
lo que aspira la literatura de ficción es a explicar el mundo
mediante relatos y cada escritor, creo yo, tiene una narración
básica que va persiguiendo a lo largo de su vida. Y, en mi caso, por
circunstancias biográficas y probablemente psicológicas, esa
búsqueda de una memoria rota, o perdida, o incompleta, ha sido desde
el principio un elemento fundamental. Entre los primeros recuerdos de
mi vida están los recuerdos de oír a los mayores: en mi casa, en la
familia o en el campo donde trabajaban mis padres. Oír a las
personas mayores hablar de algo que era muy extraño para mí: la
guerra.
La guerra para un niño era la guerra que se veía en las películas.
Eran los cómics que había cuando era pequeño que se llamaban
Hazañas
bélicas.
Eran cómics de soldados americanos luchando heroicamente contra los
nazis y contra los japoneses. La guerra eran también las películas
de guerra. Y para mí ver que aquellas personas que eran comunes y
que eran de mi familia o conocidos hablaban de una guerra en la que
ellos habían estado despertaba mi imaginación de una manera muy
poderosa. Porque después, en otras tentativas de modificación de la
memoria, se
ha dicho que en España,
hasta prácticamente el año pasado, no
se hablaba de la guerra.
Es una historia atractiva, pero tiene el defecto de ser falsa.
Se
hablaba mucho. Se hablaba, claro, en voz baja, y según con quién y
se contaba según qué. En un mundo oral, como el mundo en el que yo
me crie, esas historias de guerra formaban parte del catálogo de
cosas que un niño estaba siempre escuchando. Uno escuchaba
fragmentos de cosas, lo que le había sucedido a alguien al que
habían perseguido y habían matado. Yo escuchaba nombres que me
llamaban mucho la atención. Por ejemplo «Azaña» que suena épico.
Yo no sabía que Azaña fue primer ministro y luego presidente de la
Segunda República. No sabía qué era la Segunda República. Oía la
palabra «Negrín», don Juan Negrín. Oía la palabra «el Ejército
Rojo». Oía una serie de cosas que me costaba asociar con las
personas junto a las que vivía. Y no solo oía, sino que algunas
veces encontraba en estas casas campesinas que había antes, en las
que los niños están siempre indagando, encontraba por allí cosas
extrañas que me llamaban la atención y que no tenían explicación.
Encontraba,
por ejemplo, en un armario, algo que me subyugaba: un uniforme
militar azul marino. Había un uniforme, un correaje y una gorra de
plato. Y yo decía «¿y esto?». Eso pertenecía a mi abuelo materno
que había sido guardia de asalto en la República. Y la palabra
«guardia de asalto» sonaba tan bien, «guardia de asalto», algo
tremendo. Eso quedaba allí. Recuerdo otra cosa fundamental: había
una caja de lata que estaba llena de dinero, llena de billetes. Y,
claro, un niño piensa: «pero nosotros no tenemos dinero, tenemos
poco dinero, los mayores están siempre hablando del dinero, del
dinero que falta, que no hay. Y ¿cómo es que tienen esta caja de
dinero aquí?». Entonces, para mí, llegar allí, abrir este
armario, mirar, ver ese uniforme allí colgando y luego ver esa caja
llena de dinero me despertaba, por una parte, la intuición de algo,
no se sabe qué, el conocimiento incompleto y, por otra, la necesidad
de completar eso mediante la imaginación y mediante la atención.
Porque si uno prestaba atención, escuchaba cosas. Y
claro, yo veía a mi abuelo materno, que era campesino y no podía
imaginarme que hubiera sido un policía de uniforme.
¿Por
qué fue policía y ahora no lo es? ¿Por qué habrá sido eso? ¿Por
qué había estado preso? Decía: «Mi abuelo ha estado preso ¿por
qué?». Presos estaban los delincuentes, los ladrones…
Algo se sabía y algo se ignoraba. Además eso
contrastaba con la memoria o el relato del pasado que se hacía en la
escuela de esa época. Yo nací en 1956. Tengo un recuerdo
bastante nítido de lo que era estar en una escuela franquista en la
que se contaba, claro, el pasado de las glorias imperiales de España.
España había sido un gran imperio, los españoles habíamos sido
los primeros en descubrir América, en echar a los judíos, habíamos
sido los primeros en cristianizar al mundo. Luego habíamos caído en
la decadencia y había llegado el caudillo Francisco Franco que nos
había salvado de aquello. Como un nuevo cruzado. Entonces
la historia que se contaba en la escuela también chocaba un poco con
la otra historia. Porque si era verdad la historia que se
contaba en la escuela, si los que habían luchado en la guerra en el
lado franquista eran los españoles de verdad y los que no, eran los
antiespañoles, entonces esa gente a la que yo conocía y a la que
escuchaba hablar, esa gente ¿qué era?
Así
que una parte muy importante de mi educación
no tiene que ver con libros. Sí con la influencia —y
quien haya leído alguno de esos libros lo notará— que tuvieron
esos narradores orales, instintivos, que contaban
lo que había ocurrido, lo que ellos habían vivido y,
además, lo contaban de una manera muy sorprendente. Porque esas
personas hablaban de la guerra sin ningún
tono ni ideológico ni épico. Eran campesinos y los
campesinos son los que van a morir a las guerras. Todo el que tiene
estudios, el que sabe escribir a máquina o el que tiene alguna
habilidad, se coloca en el Estado Mayor o donde sea. Los que van al
frente y mueren en la guerra son campesinos. Estos campesinos
hablaban tanto de esas historias…; pero esas no se parecían en
nada a las de las películas o de los cómics.
Una
cosa que recuerdo contaban, y lo decían casi todos, era que ellos
siempre cerraban los ojos cuando disparaban. Cuando estaban en el
frente, si tenían que disparar, cerraban los ojos. Porque pensaban
que no tenían por qué matar a un desconocido. Y también había
como una continua sensación de sorna.
Recuerdo siempre a un amigo de mi abuelo que hablaba de cómo
murieron muchos compañeros suyos porque tenían que tomar una
colina. En el lenguaje de este hombre se le había quedado la
expresión «tomar la colina». Y decía: «Tenemos que tomar la
colina». «Colina» es una palabra que no forma parte del lenguaje
campesino. Y él decía… «¿cómo “tomar”? ¿Es que nos la
íbamos a llevar a nuestra casa? Nosotros moríamos para tomar la
colina, pero la colina seguía allí. Entonces ¿qué sentido tenía
eso?».
Jinete en la tormenta
Todas
esas historias por una parte, desarrollan la imaginación y, por otra
parte, lo llevan a uno a esa sensación de querer saber, querer
explicar. Uno puede explicar de dos maneras:
contando y averiguando lo que ocurrió, y hay otra manera que es
contar lo que podía haber ocurrido, que es la manera de la ficción.
En la época en que una persona de mi generación se volvía rebelde
—estoy hablando de finales de los años sesenta, principios de los
setenta—, había varias cosas que hacíamos o intentábamos hacer.
Una de ellas era dejarnos el pelo largo, en contra de la opinión de
nuestros padres y de nuestros mayores, y otra cosa, claro, ante la
presencia tan opresiva de la iglesia católica, lo primero que uno
hacía era hacerse ateo. Estoy en deuda con la jerarquía católica
española ya que desde los catorce años
carezco de cualquier problema religioso, porque yo asociaba la
Iglesia, la religión católica con el poder y con la autoridad
franquista. Por una buena razón: porque la
Iglesia católica en España fue la proveedora de la ideología del
régimen.
El
régimen de Franco era un régimen mentalmente muy perezoso. Entonces
no hicieron grandes elaboraciones teóricas. Para
el adoctrinamiento mental tenían a la Iglesia. Y les
aseguro que la presión que ejercía la Iglesia católica sobre la
gente, sobre las costumbres, sobre el pensamiento era terrible. Y era
una presión además que te creaba unas
ideas sobre el mundo completamente disparatadas. Por
ejemplo, las ideas sobre los protestantes… Aquí supongo que hay
bastantes ¿no? Para nosotros un protestante era un ser monstruoso y
prácticamente imaginario porque no habíamos visto ninguno. ¡Un
protestante! En un pueblo de al lado había una familia protestante.
No sé por qué. Y se hablaba de eso: «Allí viven unos
protestantes». Una persona que tiene el instinto de la rebeldía
quiere romper con eso. Uno no sabía nada ni de los protestantes ni
de nadie. Lo único que sabía era que estaba en contra de aquella
gente. Porque del mismo modo que el
régimen franquista se había hecho como una alianza entre la iglesia
católica y los militares sublevados y del mismo modo que el papa Pío
XII había declarado «cruzada» la guerra civil española —eso es
interesante recordarlo— una cruzada. No había habido cruzadas
desde el siglo xiii. Y el papa Pío XII declaró la
guerra, digo la guerra de la parte de Franco, la declaró una
«cruzada». Esas cosas se olvidan, pero es importante recordarlas.
Cuento
todo esto no por nada, sino por mostrar otro paso, otro episodio en
la formación de una persona, en la formación de la imaginación de
alguien. Es decir: la necesidad urgente y
virulenta de renegar de aquello. De renegar de la Iglesia, de la
dictadura, renegar de todo y de buscar un mundo fuera, en otros
lugares.
Fernweh, ansia por viajar, pasión por salir del lugar de origen
Heimweh, nostalgia por volver al hogar, al lugar de origen
Heimweh, nostalgia por volver al hogar, al lugar de origen
[A
Antonio Muñoz Molina le entregan una nota e informa de su contenido]
El
embajador acaba de comunicar que la banda terrorista ETA
ha anunciado el cese definitivo de su actividad armada. Me
alegro mucho porque uno de los horrores que ha sufrido España ha
sido ese terrorismo que ha matado casi mil personas inocentes a lo
largo de más de 40 años y además… Yo soy muy crítico con mi
país y creo que uno tiene que ser muy crítico con su país, pero
creo que si algo ha hecho ejemplarmente la
democracia española ha sido luchar contra el terrorismo,
meter a los terroristas en la cárcel, juzgarlos con todas las de la
ley, juzgar a aquellos dentro del Estado que no hayan cumplido las
leyes. Mi país muchas veces es criticado
como dudosamente democrático y oscurantista. Creo que
España ha dado un ejemplo admirable de lucha democrática y
resistencia contra el terrorismo. Así que me alegro muchísimo,
cierro el paréntesis… y sigo.
Estoy
muy contento y creo que todos los demócratas españoles tenemos que
estarlo y tenemos además que vindicar el imperio de la ley y
reivindicar los valores democráticos que han llevado a esto. Esto lo
ha traído la lucha democrática, el trabajo, el sacrificio de la
policía, de la guardia civil, de las leyes, de los jueces, lo ha
traído la serenidad de la gente que jamás, jamás ha incurrido en
la venganza. Lo digo porque ahora van a llegar muchos padres para
esta situación y va a parecer que han sido los mediadores, los
supuestos mediadores internacionales los que han traído la paz. La
paz en España ya existía. Lo que había era un problema de
terrorismo que la democracia española ha vencido y no pueden
imaginarse muchos de ustedes lo difícil que fue, y lo cruel y lo
doloroso que ha sido.
Pero
sigo. Estaba hablando de la necesidad de romper con esa memoria, con
esa historia postiza que venía, por una parte, del poder político y
por otra del poder eclesiástico. Es decir, el pasado español según
lo que yo estudiaba en la escuela, o en el instituto, el pasado
español era una constante lucha de nuestra nación católica contra
sus enemigos. Enemigos comunistas, protestantes, enemigos
liberales… Había un término terrible que se usaba mucho en esa
época que era la «anti España».
Es escalofriante si uno se para a pensarlo. Es decir: las personas
que no estaban con el poder no es que fueran distintas; es que eran
antiespañoles. Es que eran la «anti España». Y en esa búsqueda,
de pronto uno encontraba la necesidad de otra memoria. Uno
de pronto encontraba una tradición que no sabía que le pertenecía.
Porque en un libro de texto o recomendado por un amigo, leías
nombres, leías libros de gente, poemas de Federico García Lorca,
por ejemplo. O un poema de Miguel Hernández o de Pedro Salinas, o de
Antonio Machado. Y entonces querías sabes… Esa gente que sonaba
tan distinto de todo lo que conocías, esa gente, ¿dónde estaba?,
¿qué había sido de ella? Y había, de nuevo, otro muro de silencio
que había que vencer.
Los
libros de Lorca estaban publicados en la España de Franco, por
supuesto; una gran parte de ellos. Las obras de Machado también. Lo
que no estaba era la historia de esa gente. Y uno… —este es un
movimiento mental importante—… uno se
hacía antifranquista al mismo tiempo que intentaba crearse una
cultura literaria que implicaba la conexión con una memoria perdida.
Con una tradición perdida o interrumpida, que es la
tradición de la gran cultura española que quedó interrumpida por
la Guerra Civil. Cuando voy a la Abadía de Westminster en Londres y
veo «Poet’s corner» y veo donde están
Dickens, y este, y el otro, siempre me pregunto «¿dónde están los
poetas y los escritores españoles?». Pues García Lorca está en
una fosa común en las afueras de Granada, Antonio Machado está en
Francia en un cementerio francés, Luis Cernuda está enterrado en
México, etc., etc. El descubrimiento de esos escritores que le
hacían a uno creer, que le producían la emoción de algo
completamente nuevo, algo radicalmente distinto, estaba asociado
también con una disidencia política. Uno quería saltar
por encima de su propio tiempo, de su propia vida para conectarse con
esas personas, con esos nombres. Y entonces, como he dicho antes, uno
encontraba tirando del hilo de lo que había
ocurrido, encontraba cuál había sido el destino de esa gente y a
qué España pertenecía.
Beatus ille
Recuerdo,
por ejemplo, descubrir la lectura de Antonio Machado, de García
Lorca, de Miguel Hernández; la lectura también de Max Aub,
encontrar un libro de este escritor que había muerto en México. Y
el hecho, insisto, de amar a esos escritores te hacía querer formar
parte de esa tradición y recuperar ese ejemplo. La
primera novela que escribí, Beatus
ille, es,
en gran parte, el resumen de todo esto que les he venido contando
hasta ahora.
Esa es una novela que está hecha de varias cosas: una de ellas son
muchas historias que yo había escuchado de niño y que en la
imaginación fueron cobrando forma hasta formar parte de una novela.
Había una historia que a mí me impresionaba mucho de niño. Además
los campesinos repiten mucho las cosas. No vamos a idealizar. Los
campesinos son muy pesados. Son muy machacones.
Domingo González
Contaban
una historia de un falangista en mi ciudad que un grupo de milicianos
había ido a buscar en los primeros meses de la guerra para
ejecutarlo. No lo habían encontrado porque este hombre se había
escapado huyendo por unos tejados. Había entrado en un granero y se
había escondido entre la paja. Y los que lo perseguían llegaron al
granero y empezaron a clavar las hoces en la paja a ver si lo
encontraban. De pronto el hombre sintió que las puntas de una de
esas horcas le tocaban el cuerpo. Y pensó: «Ya está, me van a
matar». Para su sorpresa, esas puntas se apartaron de su cuerpo y
oyó una voz que decía: «Vámonos, que aquí no está». Este
hombre había sido salvado por un
desconocido. Quien haya leído alguna novela mía la
reconocerá, porque es una historia que yo he contado de diversas
maneras, en parte inventada, en parte recordada, muchas veces. Esas
historias eran un elemento fundamental en la creación de mi primera
novela. Una novela es, sobre todo, una
manera de encontrar la forma en la que se incluyan y se contengan
muchos materiales muy distintos. Y una gran parte de esos materiales
que había dentro de la novela eran todas aquellas historias que
había venido escuchando desde que era niño. Historias
que, además, han perdido su carácter testimonial, porque por el
hecho de ser contadas y recontadas, y por ser imaginadas, dejaron
de ser testimonios para convertirse en algo parecido al relato
mitológico.
Jacinto Solana
Ese
era un elemento. Pero había otro, también fundamental. Inventé
para esa novela un personaje que era como el retrato robot de esa
parte de la memoria intelectual española que había sido suprimida
por la dictadura y
que una persona joven, de mi generación, quería recuperar. Inventé
a un escritor que había pertenecido a la generación de la
República, que había sido amigo de los grandes de esa época. Lo
inventé en parte inspirado por Josep
Torres Campalans,
la novela de Max Aub. Es decir, puse un personaje falso rodeado de
gente que había existido de verdad. Pero no solo inventé a ese
escritor, sino que inventé también a un hombre mucho más joven que
busca el rastro de ese escritor. Me
parece significativo en mi trabajo el modo en que está vista la
cuestión de la guerra o la postguerra civil española.
No tanto la narración de los hechos en sí como el intento por parte
de las personas de otras generaciones que vienen después de dar un
salto y conectarse con ese pasado. Para una persona de mi generación,
los finales de los años setenta o principios de los años ochenta,
el pasado inmediato español era inútil, no nos servía para nada.
Necesitábamos
eso que se llama en inglés a
usable past. Necesitábamos
un pasado, una tradición con la que pudiéramos relacionarnos.
Y esa tradición venía, por una parte, de la necesidad de aprender
de maestros exteriores, de maestros de la literatura —Pablo ha
citado a Faulkner y a Proust—, maestros de la literatura
internacional, de la literatura latinoamericana, y dar el salto, a
veces injustamente, por encima de la generación anterior que había
pertenecido a la dictadura y conectarnos con la gran tradición, con
esa gran tradición de la literatura de la República.
Esa
novela es un ejercicio para alcanzar este fin. Es una reconstrucción
imaginaria del posible reencuentro entre alguien que perteneció a la
generación de la Guerra Civil,
que perteneció a ese mundo intelectual, a ese tiempo de tantas
posibilidades en todos los campos y los que vinieron después. Es
decir: es un intento de superar esa tierra baldía en que convierte
una dictadura a un país. Sobre todo una dictadura tan larga. Piensen
que es muy importante a la hora de juzgar la historia contemporánea
de España. ¿Cuánto duró el nazismo en Alemania? ¡Doce años! El
fascismo en Italia duró veintiún años, más o menos, en América
Latina la dictadura más larga es la de Pinochet —que yo recuerde—,
(no, la más larga es la de Fidel Castro, ¿no?); pero de las
dictaduras militares la más larga es la de Pinochet, desde 1973 a
1989. Son periodos manejables dentro de una vida humana. Pero
la dictadura de Franco, si sumamos la dictadura y la guerra, son
treintainueve años.
Es mucho, mucho tiempo. Es
la ruina de varias generaciones.
Cuando un argentino de 1983 quería conectarse con la Argentina
anterior al golpe militar, solo tenía que ir atrás siete años.
Cuando un chileno de 1989 quería conectarse con la historia anterior
de Chile tenía que viajar solo dieciséis años en el tiempo. Pero
en España, y por eso los paralelismos que se han hecho después
entre la dictadura española y las latinoamericanas no sirven, la
duración de la dictadura fue terrible.
Aquí
abro un paréntesis importante: no piensen que la dictadura duró en
España tanto tiempo porque los españoles llevamos en nuestros genes
las dictaduras y las guerras civiles. La
dictadura duró tanto tiempo por varias razones: una, porque las
democracias europeas se negaron a prestar la menor ayuda a la
República española en 1936; dos, porque las democracias europeas no
hicieron nada contra Franco cuando terminó la Guerra Mundial en
1945; tres, porque un representante de las grandes democracias, el
general Eisenhower, presidente de Estados Unidos, fue a España en
1959 y le dio un abrazo a Franco. Eso es muy importante.
Porque
en Europa hay la tentación de decir que los pueblos se merecen los
regímenes que tienen. La dictadura de Franco duró tanto en España
porque las democracias occidentales dejaron solos a los españoles.
Hay
otro fragmento de memoria del que a mí me interesa hablar aquí y es
que España a partir de los años sesenta, mucho antes de que
terminara la dictadura, España de pronto ha empezado a sufrir un
cambio muy rápido. Había sido un país muy atrasado. La España en
la que yo nací era un país paralizado en el tiempo —sobre todo la
España interior, Andalucía interior que el embajador mencionaba y
en la que yo nací era una tierra de un atraso pavoroso— y en solo
unos años empezó un despegue económico
que se multiplicó en los setenta y que hizo que aquel mundo rural,
que había durado tanto, desapareciera de pronto, y que
hubiera un desplazamiento de población enorme del campo a la ciudad.
La cultura del mundo rural desapareció de
golpe. Una transición que en otros países europeos había
durado, a lo mejor, un siglo en España se hizo en el curso de una
generación. Este tránsito determina otro de los rasgos de la vida
española y también ha determinado mi propia condición de escritor.
Por una razón: porque en el espacio de una
vida, no demasiado larga, la generación a la que yo pertenezco ha
vivido en dos mundos, ha vivido en dos siglos. Cuando yo
era niño los campesinos segaban con hoz y apenas había mecanización
en el campo. Los trabajos del campo se hacían a mano. Era una
sociedad patriarcal, rigurosamente cerrada, campesina,
autosuficiente. Y treinta años después la generación a la que yo
pertenezco estaba viajando por el mundo, manejaba computadoras…
Entonces, las personas de mi generación tenemos recuerdos que son
más antiguos que nosotros. Y eso lleva a un dislocamiento y lleva
también a la pérdida de la conciencia de
lo que se ha sido. Por una razón que es comprensible: la
gente no quiere recordar cuando era pobre.
El jinete polaco
España
de los años ochenta, de los primeros noventa, que es la época del
gran estallido de la democracia española, es decir… piensen que
Franco se muere en 1975 y España tiene una constitución nueva en
1978 y en 1982 gana las elecciones el Partido Socialista por mayoría
absoluta. Es decir, un país en el que unos años antes no había más
religión que la católica, en el que los protestantes eran criaturas
fantásticas y amenazadoras, en
menos de veinte años es un país con libertad religiosa, con
libertad plena de costumbres, y, al cabo de no mucho más tiempo, un
país en el que existe el matrimonio homosexual, y en el que la
asistencia a las iglesias es de las más bajas de Europa.
Es un cambio de una magnitud de la que nadie se da cuenta y que solo
quienes lo han visto pueden concebirlo. La generación de mis hijos,
la generación de Pablo, ya nació en otro mundo. Nosotros no.
Entonces esa necesidad de contar ese choque entre las dos partes de
la propia vida, ese
pasado campesino tan cercano y el mundo moderno en el que uno vivía,
está en la base de otra novela mía que es El
jinete polaco,
que
se publicó hace justo veinte años. Es el conflicto tremendo de las
personas de una generación que nacen en un mundo y tienen que vivir
en otro. Que nacen en la época del arado romano y de adultos
trabajan con Internet. El conflicto además que lleva también a la
desaparición de toda una cultura. Y una cultura que no hay que
idealizar, por supuesto, pero que era una cultura sólida e
importante: la
cultura popular. Las culturas populares desaparecen en seguida porque
no dejan testimonios escritos.
Ese
era otro fragmento de memoria para mí importantísimo. Y es curioso
que durante mucho tiempo quería
hacer una novela que trataba de una familia campesina en la guerra y
en la postguerra,
y empezaba a escribirla y la tenía que dejar porque siempre se
parecía a Cien
años de soledad. Empezaba
a escribir y me salía Macondo… Macondo o como una especie de
vocación nostálgica del mundo campesino. Tampoco era lo que yo
quería hacer. Solo
cuando me di cuenta de que tenía que mezclar el mundo que yo había
conocido y el mundo del que me habían hablado, el mundo de esos
relatos orales con mi propia condición contemporánea fui capaz de
poder escribir esa novela.
En ella además había otro fragmento de memoria incompleta que era
importante para mí. Después me he dado cuenta de que tenía casi
más función
alegórica.
Esa novela es una historia de amor. El protagonista masculino es una
persona de mi generación, alguien que procede del cataclismo de
España posterior a la guerra. Alguien que viene de esta parte de
España que, a consecuencia de la guerra, del fracaso social de la
guerra y de la postguerra, de esa clase social que se quedó sin
poder progresar, que se quedó condenada al aislamiento, a la
autosuficiencia, etc.
Y
había otra España que sufrió eso también, que fue la España
ilustrada que se fue. Y entonces yo que había
intentado escribir una novela de un militar, sin conseguirlo tampoco,
encontré esa confluencia. El
hombre que es el hijo de la España que se quedó, autóctona y
cerrada, se encuentra con la hija del exiliado republicano.
El exiliado republicano que se fue a Estados Unidos y que se hizo
allí una nueva vida y tuvo una hija. Esa alegoría se me ocurrió
después, pero era involuntaria. A mí me parecía que la España
de los años ochenta, de los primeros noventa, con esa
fascinación por la modernidad radical estaba
dejando atrás, de manera casi delictiva, el testimonio y las vidas
de las personas que habían sufrido tanto, que habían
trabajado tanto. La paradoja del cambio democrático en España es
que la democracia imponía tareas tan urgentes que el pasado se quedó
desplazado. La democracia y el desarrollo. Entonces había que ser
moderno. ¿Quién querría ser otra cosa que no fuera el personaje de
Almodóvar, por ejemplo? Yo sentía, de nuevo, que una
parte fundamental de la memoria española estaba siendo dejada al
margen.
Sefarad
Hay
un tercer paso que, en mi caso llegó gradualmente, que es el
descubrimiento y el estudio, hasta cierto punto cuidadoso, de algo
que ha mencionado Pablo: la
historia europea.
Los españoles, por razón de nuestra dictadura, hemos vivido muy
aislados. En mi propia experiencia de escritor hay un momento en el
que llega el
descubrimiento de los testimonios de la persecución nazi, del
nazismo y del comunismo.
Estos testimonios curiosamente en España, ni siquiera en la España
de la Transición, habían salido solo de manera muy marginal. Y las
razones son varias: una razón es el aislamiento del país; otra que
al
no tener población judía,
al no tenerla en el siglo xx, España se consideraba al margen de
todo eso; y otra muy importante y es que la
izquierda más dogmática, que fue la que hizo la transición
democrática, era profundamente comunista y profundamente anti
israelí y,
por tanto, en la creencia de ellos antijudía. Este es un factor
importante. A veces pienso que en
España culturalmente se hizo la transición del franquismo a la
democracia pero no del antifranquismo a la democracia. Entonces, del Gulag,
por
ejemplo, no se hablaba, y no se hablaba, porque quien hablaba de ello
eran solo los franquistas. La
gente de izquierdas no decía nada del Gulag.
Yo
recuerdo y quizás el embajador se acordará también de cuándo
Solzhenitsyn
fue a España, en los años ochenta —a principios de los años
ochenta— y muy importantes escritores españoles se dedicaron a
ponerlo en ridículo. Y hubo uno (que no quiero nombrar ahora por
respeto a su memoria), hubo uno que dijo: «El defecto de la Unión
Soviética es dejar que esta clase de individuos salgan de los campos
de concentración». Realmente esa es una cosa tremenda. Esa es una
parte, otro fragmento de memoria perdido.
Todo lo que era sólido
Archipiélago Gulag es una obra del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn que denuncia la estructura de represión del estado estalinista en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El extenso texto, compuesto por piezas autónomas, fue redactado entre 1958 y 1967 en la clandestinidad y sin archivos, partiendo de la propia experiencia del autor y la de más de dos centenares de testimonios orales de aquellos compañeros de campos de concentración, prisión, trabajo y «reeducación» (gulag) que depositaron en él la historia de sus vidas.
Archipiélago Gulag es una obra del escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn que denuncia la estructura de represión del estado estalinista en la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El extenso texto, compuesto por piezas autónomas, fue redactado entre 1958 y 1967 en la clandestinidad y sin archivos, partiendo de la propia experiencia del autor y la de más de dos centenares de testimonios orales de aquellos compañeros de campos de concentración, prisión, trabajo y «reeducación» (gulag) que depositaron en él la historia de sus vidas.
Recuerdo ese libro en mi casa desde siempre. Del Círculo de lectores.
Por
una parte, la sospecha de que cualquier mención del holocausto o de
la persecución de los judíos es una apología del sionismo y, por
otra, el
hecho de no querer aceptar y de preferir ignorar los crímenes
terribles cometidos en nombre del comunismo
y no querer aceptar los testimonios que proceden de allí. Ignorar
todo eso crea una conciencia completamente coja, en gran parte
provinciana. ¿Cómo se puede tener una conciencia lúcida y real
culturalmente y políticamente hablando si se ignora lo que ocurrió
en la Alemania nazi y lo que ocurrió en el Gulag? Además, ¿cómo
se puede entender la guerra civil española, lo que ocurrió en
España, sin la mención europea? Porque para entender de verdad lo
que ocurrió en España, no lo podemos entender solo en términos
españoles. Yo no sabía que iba a escribir este libro del cual Pablo
ha hecho una edición crítica ahora, no sabía que iba a escribir
Sefarad.
Lo que sabía era que leía sin parar: leía a Primo Levi, a Jean
Améry, a Eugenia Ginzburg,
a los escritores mayores de esa tradición… y los leía de una
manera obsesiva sin saber que eso me fuera a llevar a ninguna parte.
Hasta que finalmente se convirtió en esa novela
en la que intentaba conectar la tradición progresista española —de
la que me siento parte— con la tradición de persecuciones y huidas
que empezaron en España en el siglo xv con la expulsión de los
judíos —los judíos también habían sido expulsados ya de
Inglaterra y de Francia antes; no es un pecado exclusivamente
español— y con el hecho de que los grandes liberales de mi país,
en la mayor parte de los casos, acabaron yéndose al exilio.
El
franquismo nos había querido dar una tradición heroica y nosotros,
los que queríamos construir una tradición alternativa, la
encontrábamos casi exclusivamente en los perseguidos. Uno ve, por
ejemplo, La Pléyade, la tradición francesa. Casi todos son miembros
de la Academia Francesa. Casi todos están en el Panteón. Ve uno la
tradición española, el canon español y los nombres del canon: son
todas personas que están en la fosa común, o que tuvieron vidas
horribles. Entonces para mí era muy importante establecer esa
especie de linaje, intelectual y cultural; pero no hacerlo en forma
de ensayo histórico, sino hacerlo en forma de novela. Y ¿por qué
en forma de novela?, ¿por qué en forma de ficción? Porque
la diferencia entre la ficción y la no ficción es la empatía. Es
decir, para leer una novela uno tiene que ponerse en la piel (o, como
se dice ahora en español, en los zapatos…) del sufrimiento de
otro. Y porque al ponerte en la piel de otro aprendes una lección
que el otro aprendió y es que tú también podrías ser el otro.
Porque cuando uno estudia con cuidado lo que ocurrió en
Alemania, en Rusia o en China, lo que descubre es que no es que
estuvieran allí los judíos puestos en fila y perfectamente
identificables y fueran perseguidos; es que primero
se crea, además a veces de una manera muy complicada, la
identidad de judío perseguible y después se le atribuye a las
personas. O en el caso, por ejemplo, de las persecuciones
de Stalin, muchos de los perseguidos eran comunistas furiosos.
Entonces esa necesidad de ponerte en el lugar del otro solo se puede
hacer en la novela.
Eres, uno de los capítulos de Sefarad, Antonio Muñoz Molina
La noche de los tiempos
Y
hay un último paso. Descubrir que en mi país, en el que el pasado
no había tenido ninguna importancia desde el establecimiento de la
democracia, de pronto se ponía de moda la reivindicación
de la Segunda República. Se ponía de moda una
reivindicación, una nostalgia extraña por los años treinta y
un desprecio hacia la tradición democrática de la que
procedemos todos los españoles ahora mismo que es la Constitución
de 1978. Entonces había como una crecida de sentimentalismo
republicano, una añoranza de un pasado
mítico al que por culpa de otro no se puede volver. Ese
pasado mítico que alimenta tanto el narcisismo nacionalista.
Es decir, lo bueno en España fue la República, la guerra, allí sí
que luchamos de verdad, y esto que hay ahora es una farsa. Entonces
para mí de pronto lo urgente era construir otro fragmento de lo que
podemos llamar «memoria lúcida». Querer recordar, mediante la
ficción también, que las cosas son mucho más complicadas que
cualquier simplificación. Querer
construir una ficción que contara cómo podían haber vivido las
personas que estuvieron en aquel tiempo de la historia de España,
cómo lo podían haber vivido. Cómo las cosas podían no haber
sucedido. Cómo la normalidad que todo el mundo da por supuesto de
pronto se derrumba. Eso fue lo que me llevó a escribir
esta última novela que salió tan larga. Entonces, en todos los
casos, lo que yo creo que uno tiene que hacer
como escritor es una búsqueda de eliminar
la simplificación. Hay más cosas que merecen ser recordadas de las
que se recuerdan. Y el recuerdo tiene que ser más preciso
y más lúcido de lo que parece y uno no
puede proyectar hacia el pasado sus prejuicios o sus fantasías.
El atrevimiento de mirar, Todo lo que era sólido
Y
por último, y con esto termino, mientras escribía esta novela
última tenía un remordimiento por dentro y me decía: «Te estás
dedicando demasiado al pasado. Las grandes novelas casi siempre han
sido novelas contemporáneas. Quizás ya es el tiempo de dejar todo
esto y ponerse a escribir sobre lo que
tienes delante de los ojos, el puro presente». Y a eso
quisiera dedicarme ahora. Muchas gracias.

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