jueves, 13 de agosto de 2015

Testigos de su tiempo

Max Aub. Escritor sin público, ciudadano sin país, Antonio Muñoz Molina

Hiroshima y la mentira atómica, Juan Gabriel Vásquez

Rafael Chirbes sobre Las tormentas del 48, de Benito Pérez Galdós [El País, 28 de diciembre de 2013]


Tres artículos que recomendaría y que me han gustado especialmente, por lo que he podido aprender de ellos:

En el primero, Muñoz Molina comenta San Juan, de Max Aub; Hiroshima, de John Hersey, comentado por Juan Gabriel Vásquez, su traductor al castellano; y Las tormentas del 48, de Benito Pérez Galdós, comentado por Rafael Chirbes.

Creo que se nota cuando un articulista hace un perfil sobre otro autor al que conoce bien y admira mucho. En este caso, además, se hace patente una cadena de admiraciones ya que, por ejemplo, Max Aub y Pérez Galdós sirven de maestros a Muñoz Molina y a Chirbes. ¿Cuál es la línea que tienen en común todos ellos? Te invito a descubrirla.
Me gustaría resumir/destacar una vez más lo fundamental [Ich möchte das Wesentliche noch einmal zusammenfassen]:

Max Aub

Escritor sin público, ciudadano sin país

Por Antonio Muñoz Molina

Max Aub, español de vocación, mexicano de adopción, siempre republicano, socialista y liberal, es uno de los grandes heterodoxos de nuestras letras. Irónico, lúdico, de la novela al teatro, de los diarios a la historia ficción, del cuento al anecdotario, su obra nunca decepciona. En su centenario, Antonio Muñoz Molina, uno de los que más ha hecho para que su obra tenga el reconocimiento que merece, vuelve a Aub para narrarnos la lucha del escritor exiliado por sus lectores.
En marzo de 1998 asistí a una representación de San Juan, de Max Aub, en el teatro María Guerrero de Madrid. La sala estaba llena de público, el montaje tenía una admirable envergadura visual y dramática, los numerosos actores, sin excepción, interpretaban a sus personajes con intensidad y sin énfasis. El final apocalíptico dejó un silencio de congoja seguido inmediatamente por un largo diluvio de aplausos. Puesto en pie, entre la gente entusiasmada y conmovida, me acordé de Max Aub, que llevaba muerto 26 años, y a quien le llegaba tan tarde la justicia de aquel reconocimiento. Lo que acabábamos de ver y escuchar en el María Guerrero lo había escrito él hacía exactamente 56 años, en la bodega del barco que lo llevaba de Casablanca a Veracruz, pero lo había empezado a imaginar algún tiempo antes y en otro barco más siniestro, aquel donde viajó prisionero de los franceses de Vichy desde Marsella a África. Max Aub, que fue un escritor asiduo y excelente de diarios, tuvo sin embargo la virtud paradójica de usar la propia experiencia como material narrativo o dramático despojándola de cualquier indicio de autobiografía: "Veo lo que vi sin verme", anota en alguna parte, y ese conciso aforismo, entre Gracián y Bergamín, contiene una parte de su poética. El doble viaje en barco —por el Mediterráneo, por el Atlántico— vivido por él mismo aporta los materiales inmediatos y veraces de la escritura, pero ésta se desplaza narrativamente más allá de la experiencia de su autor, se vuelca en el relato de otro viaje no vivido por él pero verdadero en la medida en que se alimenta de las sensaciones, los olores, el agobio que él ha conocido en esas bodegas penitenciarias y sombrías de buques de carga condenados al desguace: el viaje sin destino de un grupo de judíos europeos a los que nadie quiere en ningún puerto y acaban tragados por el mar, en un anticipo de la gran matanza que en 1938, cuando se sitúa la acción de San Juan, aún no había comenzado, y de la que ni siquiera había noticias muy claras en 1942, cuando Max Aub escribió su drama, que se publicó un año más tarde, ya en México, pero que él no vio nunca representado.




Sin duda Max Aub habría deseado, como dice Czeslaw Milosz, que su vida hubiera sido un poco más sencilla, menos entreverada con acontecimientos históricos. 1938, el año en que sucede el viaje del San Juan, es también el de la capitulación de Munich, cuando las potencias democráticas europeas accedieron a entregar Checoslovaquia a Hitler, cuando la República española perdió simultáneamente la batalla del Ebro y las últimas esperanzas de un cambio favorable en la coyuntura internacional; en 1938, en noviembre, tuvo lugar la ominosa Noche de los cristales rotos. 1942, el año de la escritura de San Juan y del viaje de Max Aub a México, es también el de la conferencia de Wansee, en la que los jerarcas nazis acordaron los pormenores técnicos de la Solución Final, y el de las primeras deportaciones de judíos franceses a los campos de exterminio. San Juan, si se recapitulan con cuidado las fechas, es menos una crónica que un aterrado vaticinio, más lúcido aún porque en el tiempo en que se escribió no había conocimiento ni conciencia de la escala del horror cuya maquinaria ya estaba en marcha en Europa.
También es, literariamente, un proyecto insensato: ¿qué esperanza podía tener un fugitivo recién llegado a México de estrenar alguna vez una obra de tal complejidad, con tantos personajes, con tan desmedidas exigencias técnicas? En marzo de 1998, en el María Guerrero, la bodega y las cubiertas del buque a punto de naufragar desbordaban el espacio del escenario y ocupaban parte del patio de butacas y de los palcos laterales, como si la tragedia que se representaba fuera tan imperiosa que no pudiera quedar sujeta por los límites usuales de un espacio escénico. No era nada difícil, esa noche, notar una acidez de melancolía bajo el arrebato de una emoción compartida, de un triunfo que su autor había deseado y merecido tanto, y siempre se le negó: por las circunstancias adversas que rodearon su vida, pero también por una soledad intelectual que le martirizó siempre, y que aflora casi en cada página de sus diarios o de La gallina ciega.


Max Aub, escritor incesante, adicto a cualquier género, aguijoneado siempre por la urgencia de contar lo que había visto, fue también, en gran medida, un escritor sin público. En los años peores de huidas y cautiverios, escribe anotaciones sueltas de su diario que tienen algo de mensajes cifrados y emprende el gran proyecto de El laberinto mágico, y da la impresión de que en el mismo momento en que las cosas le suceden ya está imaginando el modo de convertirlas en literatura. Escribe sin parar en los treinta años del exilio mexicano, y el volumen de su trabajo y la categoría de muchas de sus páginas resultan más asombrosos si se reflexiona en la indiferencia con que aquella literatura incesante estaba siendo recibida, en México y en España.

¿Por qué y para qué escribe un escritor que no tiene lectores? Esa pregunta se la formuló a sí mismo Francisco Ayala en un artículo célebre de los años cuarenta: "Para quién escribimos nosotros". En los diarios de Max Aub, la pregunta se repite con frecuencia, con grados mayores o menores de amargura, o de estoicismo. El escritor que no tiene casi más lector que él mismo se interroga sobre el sentido de su pasión en apariencia inútil y su oficio superfluo, y a veces anota respuestas que en cuatro o cinco palabras retratan íntegra su condición personal. "Escribo por no olvidarme", apunta el 15 de octubre de 1951: escribir es una manera de preservar la propia identidad, de no volverse por completo invisible de tanto no ser visto por los otros. Y unos días más tarde reanuda este solitario monólogo frente al papel: "Escribo para explicar y para explicarme cómo veo las cosas en espera de ver cómo las cosas me ven a mí."
La espera es, en la literatura de Max Aub, lo mismo en su obra de ficción que en sus diarios, un tema tan permanente como el destierro: la espera del que aguarda ser liberado de un campo de prisioneros o de una cárcel, del que espera cada día un salvoconducto, una carta, un pasaje, un visado, la llegada a un puerto, el día de un regreso. Sala de espera se llamó entre 1948 y 1951 una de aquellas revistas que Max Aub escribía y publicaba robinsonianamente en México, y que tenían algo de botellas con mensajes lanzadas al mar desde la costa de un naufragio. En alguno de sus cuentos satirizó como nadie el juego monótono de esperas y esperanzas en el que sobrevivían muchos republicanos españoles, que en los veladores de los cafés del exilio daban puñetazos en medio de espectrales discusiones políticas sobre un pasado cada vez más lejano y vaticinaban para un futuro inmediato la caída del general Franco. El 13 de marzo de 1964, anota Aub en su diario: "Uno vive porque espera que le suceda algo que no sucede." Luis Cernuda, que se murió esperando en 1963, explicó este sentimiento en uno de los poemas más tristes que yo conozco sobre la experiencia del exilio, "Un español habla de su tierra":
Amargos son los días      
De la vida, viviendo      
Sólo una larga espera      
A fuerza de recuerdos.
Otros volvían, o se iban muriendo, pero Max Aub resistió y esperó, y sólo se decidió a interrumpir provisionalmente la espera en el verano de 1969, cuando vino a España con el propósito —o más bien con la coartada— de trabajar en un libro sobre su querido Luis Buñuel. En México, durante 27 años, había tenido la sensación y la sospecha de escribir para nadie, para ofrecer testimonios que nadie parecía interesado en escuchar, o para encontrarse menos solo escuchando en las palabras escritas, en el roce de la pluma sobre el papel o el rumor de las teclas de la máquina, el sonido de la propia voz, como Robinson Crusoe se hablaba a sí mismo en voz alta. A veces tenía una conciencia aguda de que el desdoblamiento de su identidad se correspondía con un desdoblamiento paralelo en el tiempo, entre el presente en el que escribía y el porvenir incierto en el que sus palabras encontrarían un lector. 


"Escribo ahora a las doce cuarenta y cinco del 17 de febrero de 1964; sin embargo, sin quererlo, lo hago para cuando salgan impresas estas palabras, es decir, para un mañana indeterminado." Pero al llegar a España, la constatación de la invisibilidad de su escritura deja casi de tener la pesadumbre de un fracaso para convertirse en la experiencia de una vida fantasma, de una irrealidad personal tan aguda, y tan irreversible, como la del país que buscaba y que ya no existía, borrado por una distancia mucho mayor que la de los años pasados, porque era, como él mismo escribió, "el tiempo multiplicado por la ausencia".

Se encuentra con alguien en Barcelona, le dice su nombre y el otro se queda esperando una explicación, esos datos sumarios que nos representan ante un desconocido, pero él no es capaz de añadir nada: "No sé qué decir. No sé cómo presentarme. No sé quién soy ni quién fui."
Pero no se trata de un infortunio personal, aunque él lo sienta como un agravio íntimo: regresado a España Max Aub comprende que forma parte de una gran generación de fantasmas, iguales en irrealidad los muertos y los vivos, porque el paso de los años, la cerrazón agresiva de la dictadura, las lejanías del exilio, han borrado los nombres más valiosos de la cultura española, y ni siquiera los que volvieron han logrado recuperar un poco de existencia: Américo Castro vive regresado e invisible en Madrid, Juan Gil Albert lleva veinte años recluido en su casa de Valencia, igualmente aquejado de un destino de fantasma, olvidado hasta por los que fueron amigos suyos antes de la guerra, tomando el té cada tarde como un espectro anglófilo, rodeado de cuadros y de muebles antiguos, escribiendo libros que publica en pequeñas colecciones de provincia.


La imposibilidad de alcanzar a los lectores, de acortar esa fosa de tiempo entre el presente de la escritura y el porvenir de su resonancia pública, acompañan a Max Aub a lo largo de todo su viaje español, en el que poco a poco va comprendiendo que hay algo más grave que la posible censura, que la hostilidad política de los vencedores: lo más grave de todo es la indiferencia, muy parecida a la que él ya había conocido en México. "Si no me hice en contra de todos", había anotado en su diario el 26 de diciembre de 1955, "sí frente a su indiferencia". No sólo la indiferencia de los extraños, también la de los más próximos, la de los amigos: Aub no olvida que José Bergamín se negó a publicarle San Juan, y que en casa de su amigo Mantecón se encontró "arrumbado" el manuscrito de Campo abierto. "Ni Losada, ni Calpe, ni Porrúa, ni nadie ha querido jamás publicar un libro mío." Los que publica en el Fondo de Cultura Económica, de tan prestigioso nombre, se los pagaba él mismo, y aun así la editorial no los distribuía. "La verdad, que no se venden", concluye la anotación de diciembre del 55.
En 1969, en España, encuentra un desapego semejante. Quizá sería consolador que la censura hubiera prohibido sus libros, lo cual les daría un prestigio de clandestinidad, una justificación para su casi anonimato. El 28 de agosto visita en Barcelona las oficinas de la editorial Aymá, que ha publicado dos de sus mejores novelas, Las buenas intenciones y La calle de Valverde. "Se venden poco", le dicen, en ese tono de congoja, como de amable reprobación, con el que tan a menudo es martirizado un escritor sin éxito por sus editores. Alguien aventura una explicación: "A la gente no le interesa demasiado la guerra."

Años atrás, había anotado que escribía para recordarse: ahora, en España, sentía que el olvido de la guerra y del pasado se lo tragaba a él también, y que la escritura, más que una herramienta a favor del recuerdo, le servía sobre todo para atestiguar la extensión aniquiladora de la desmemoria. Visitaba las librerías, con ese apocamiento del escritor que busca sus libros por los estantes temiendo no encontrarlos, y que al comprobar que efectivamente sus libros no están se siente al filo de la capitulación, de la pura inexistencia. En México había escrito él solo sus periódicos y revistas de náufrago: en Madrid descubría que las revistas españolas en las que se publicaban colaboraciones suyas y comentarios sobre sus obras no llegaban a nadie, a lo sumo a unos pocos y remotos hispanistas norteamericanos. Asiste a la tertulia de Ínsula, en la calle del Carmen, y el alma se le cae a los pies: un cuartucho interior y sombrío, estantes medio vacíos, sucios de polvo, unos cuantos profesores extranjeros. Visto de cerca qué pobre queda el prestigio literario. "Yo creí que cuando colaboraba en Ínsula o en Papeles de Son Armadans escribía para España. Que la gente, aquí, se enteraba", dice tristemente, y alguien le explica: "No, aquí no las lee nadie: los suscriptores, que son poquísimos, y los profesores de español en el extranjero, sobre todo en Norteamérica..."
Y sin embargo, sigue escribiendo. Domina el desaliento igual que la sensación de irrealidad, anota con una especie de objetiva indiferencia las cosas que escucha, las palabrerías o las confesiones de sus interlocutores, el dictamen frío y certero de un sobrino español que le reprocha su melancolía quejumbrosa: "No te das cuenta, pero no ves las cosas como son. Buscas cómo fueron y te figuras cómo podrían ser si no te hubieras ido." Se fue, pero siguió atado a España; ha vuelto, pero no quiere acomodarse, y se niega con furia a la idea de morir aquí mientras viva el tirano, como si aceptar el entierro en la patria sojuzgada y perdida fuera una rendición. Ha adoptado la nacionalidad mexicana, pero sabe que allí lo siguen viendo como a un español, un gachupín no del todo aceptable; podía haber sido francés, pero no quiso: podía haber sido israelí, y prefirió seguir siendo español, lo cual, en su caso, es una pura elección de la voluntad, un acto de la inteligencia. Demasiado sabía el precio que pagaba: 


"¡Qué daño me ha hecho, en nuestro mundo cerrado, el no ser de ninguna parte! [...] En estas horas de nacionalismo cerrado el haber nacido en París, y ser español, tener padre español nacido en Alemania, madre parisina, pero de origen también alemán, pero de apellido eslavo, y hablar con este acento francés que desgarra mi castellano, ¡qué daño no me ha hecho!"


Pero eligió seguir siendo de corazón ciudadano de un país que ya no existía —la España abierta y republicana de su primera juventud—, igual que aceptó seguir siendo novelista sin lectores, dramaturgo sin teatro y sin público, colaborador de revistas que nadie leía, escritor de diarios en los que simultáneamente se revela y se esconde, se confiesa y guarda silencio. Stendhal calculaba con detalle los años que faltaban para que sus novelas encontraran por fin a los lectores que les correspondían. En momentos de rara lucidez, Max Aub escribió sintiendo el vértigo que separaba el acto de la escritura del encuentro con el lector, el pasado de su memoria del presente de amnesia al que regresaba en España, la carnalidad y la resonancia que alcanzarían alguna vez los personajes que se movían y hablaban en sus dramas imposibles. En 1998 yo tuve una sensación casi equivalente, cuando vi en el María Guerrero la representación de San Juan: veía lo que estaba sucediendo ante mis ojos, pero también imaginaba el tiempo en que esas palabras fueron escritas, en que Max Aub soñó ese barco, esos personajes. El naufragio de un buque de carga en 1938 imaginado en 1942 se volvía verdadero y alcanzaba a su público en los años finales de un siglo de cuyos peores espantos fue testigo y víctima Max Aub. Por fin la espera, al cabo de tanto tiempo, llegaba a su fin, pero hay esperas que duran más que la vida, y si es posible que haya, al cabo del tiempo, una cierta justicia poética, también es cierto que el consuelo póstumo no existe. "No hay justicia posible si hablamos hoy a la luz del futuro. Es pedir demasiado. O entonces hay que inventarlo todo. Y no se puede: el tiempo nos tiene encadenados." Estas palabras las escribió Max Aub en su diario el 17 de febrero de 1964. Al leerlas yo me acuerdo de las palabras finales que le dirige a su patria perdida Luis Cernuda en su poema del destierro:
Un día, tú ya libre      
De la mentira de ellos      
Me buscarás. Entonces,      
¿Qué ha de decir un muerto? ~

Hiroshima y la mentira atómica

Por Juan Gabriel Vásquez

John Hersey, en su célebre reportaje sobre Hiroshima, le dio voz a las víctimas y narró el horror del arma atómica. Convertido en un clásico del periodismo, la editorial Turner lo publica 55 años después de su resonante aparición. Juan Gabriel Vásquez, escritor colombiano, fue su traductor. En este texto desnuda las razones esgrimidas para justificar el uso de la bomba.


El siglo XX tardó varios años en comenzar (sería formalmente inaugurado en 1914, con el asesinato de un archiduque), y tal vez no haya terminado todavía, pero ya es posible hacer un inventario de los documentos que lo anunciaron. Uno de ellos es cierta frase de un novelista polaco, un hombre que usaba el francés como segunda lengua y el inglés como lengua literaria, y que en 1899 puso en boca de un colonialista enloquecido la reiteración menos redundante de la literatura: "El horror, el horror." [Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas] Por supuesto, hay otro inventario posible: el de los documentos que confirmaron esa predicción. Hiroshima, el artículo de revista más famoso que se ha publicado, es uno de ellos. No se trata de una extrapolación, ni de buscar un efecto, sino de mera estadística: traduciendo las 150 páginas del libro, llegué a contar más de treinta utilizaciones del adjetivo "terrible" o del adverbio correspondiente. "Horror" aparece (sólo) dos veces; "horrible" u "horriblemente", unas quince.


El lector de Hiroshima es una especie de Marlowe contaminado; el libro es una de tantas versiones de Kurtz, ese gran contaminador. La traducción, que suele ser la forma más perfecta de lectura, es en este caso (no podía ser de otro modo) una contaminación perfecta. En la página 44 leemos: "El hombre trajo también a dos personas horriblemente heridas —una mujer a la cual le había sido arrancado un seno y un hombre cuya cara estaba en carne viva..." En la página 65: "Sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de los ojos derretidos resbalando por las mejillas." Traducir Hiroshima es contaminante por lo que tiene de distracción: porque el proceso consiste en evitar la imagen del pecho arrancado, de los ojos líquidos, durante los segundos que se tarda en encontrar la nueva sintaxis o en ceder a la necesidad de los adverbios, ese mal necesario de nuestro idioma. Cuando se dice slowly, explica Borges en alguna parte, la voz hace hincapié en slow; cuando se dice "lentamente", la voz se recuesta en mente. Y así ocurre que uno está viendo la imagen de los kimonos calcados por el calor sobre la piel de las mujeres, y su cabeza está pensando en lo que decía un escritor argentino, en cierta dificultad —en cierta antipática dificultad— de la lengua española.


Terminé la traducción del libro hace un año, y hoy, releyendo algunos pasajes, encuentro cosas que habría preferido hacer de manera distinta; encuentro también que el original, a pesar de la mansedumbre, de la poca suntuosidad, resultaba —como no siempre es el caso, a pesar de lo que suele decirse— intransferible a nuestra lengua. La razón es muy sencilla: al tema y a la prosa de John Hersey les conviene la lengua inglesa (y su registro periodístico) tanto como convenía a Proust el francés, con sus miles de tiempos verbales y su prestancia para el periodo extendido. Hersey escribió Hiroshima con un martillo anglosajón en la mano: palabras duras, secas y cortas; frases cuadradas, declarativas, terminadas en ángulo recto, como un ladrillo. En el libro casi no hay palabras de origen latino; en alguna oportunidad Hersey escribe perished, "pereció", donde habría podido escribir la más simple y más directa y sobre todo anglosajona died, y el párrafo tiembla y el libro tiembla en la mano del lector. Se trata de un libro distante y frío, y traducirlo al español, que es por naturaleza y por música solemne y cálido, equivale a falsear algo en el texto. Tan importantes son la distancia y la frialdad en Hiroshima, que Gore Vidal —estilista de mucho interés; autor de novelas de más bien poco— solía lapidar a Hersey con el argumento de que sus artículos enseñaban sólo el cómo de las cosas, nunca el por qué; al dogmático Vidal le habría gustado que Hersey se acercara al debate sobre "si era o no necesario usar semejante arma, siendo que Japón ya estaba mostrando intenciones de rendirse". La exigencia me parece ridícula: haciendo el proceso inverso, uno podría despotricar contra Aristóteles por hablarnos de ética sin describir la vida diaria de un ateniense atribulado por la virtud de sus comportamientos. Una cosa son los hechos y otra, muy lejana, la calificación de esos hechos. Hersey conocía la diferencia; en ella basaría toda una vida de periodismo escrito.

Lo único claro es que el libro vino a llenar una laguna. En medio de las reflexiones por escrito posteriores al 6 de agosto del 45, en medio de la obsesión por justificar la bomba como abstracción bélica o instrumento de la venganza merecida, casi nadie en Estados Unidos se paró a pensar que debajo de la bomba había gente. Hersey lo hizo. Se trató, por supuesto, de una conspiración: en marzo del 46 William Shawn, editor ejecutivo del New Yorker, llevaba varios meses preocupado por la conspicua ausencia de lo humano en las publicaciones que hablaban de Hiroshima. Los cables fueron y vinieron, y Hersey, apostado en Shangái como corresponsal conjunto del New Yorker y Time, decidió pasar tres semanas de mayo en Japón. Vio, preguntó, investigó, y presentó un resultado de 150 páginas que los editores pensaron, en un principio, publicar en cuatro partes. Shawn sugirió que se hiciera en una sola; los debates duraron más de una semana; al final, en completo secreto, eso fue lo que se decidió. El 31 de agosto del 46, un artículo, un solo artículo de un solo autor, cubrió todas las páginas de la revista, excepto las dedicadas a la cartelera de teatro. He dicho que se trató del artículo más famoso del mundo. Hay un muestrario de reacciones que lo corrobora; hay, también, un inventario de anécdotas. Que la revista haya sido comentada y elogiada en otras publicaciones es extraordinario, pero que haya sido reseñada como si se tratara de un libro es casi anormal. Que Einstein haya ordenado mil ejemplares de la revista es una curiosidad de museo, sobre todo porque su solicitud no pudo ser atendida. El texto fue leído (entero, sí) por radio; cuando apareció en forma de libro, se tradujo con presteza en todo el mundo... o casi. La única traducción en nuestra lengua se hizo en Argentina, en los años sesenta, y ese texto, cuya calidad elogian quienes lo conocen, es hoy una especie de unicornio de los libros, algo de lo que pocos hablan pero que casi nadie ha visto. Pero el libro nunca se tradujo en España. Y hoy, cuando se hace por primera vez, el traductor recibe la libertad (muy bienvenida) de no renunciar al español latinoamericano.
Sea como sea, los cultores de Hiroshima solemos coleccionar las reacciones que provocó el artículo. Mary McCarthy me cae menos simpática desde cuando supe que había llamado a Hiroshima "insípida falsificación de la verdad de la guerra atómica"; un lector del New Yorker se anticipó a las jamesbondianas tensiones de la Guerra Fría cuando escribió a la revista: "Leí el reportaje de Hersey. Es maravilloso. Ahora, echemos unas cuantas sobre Moscú." Y Hersey explica que quiso escribir acerca de lo sucedido no a los edificios, sino a los seres humanos. Sin embargo, las imágenes que nos persiguen con más insistencia —sí: Hiroshima es uno de esos libros-espectro, capaz de despertarlo a uno por las noches— suelen ser las materiales. "En algunos lugares la bomba había dejado marcas correspondientes a las sombras de las formas que su luz había iluminado", escribe Hersey. "Algunas siluetas vagamente humanas fueron encontradas, y esto dio origen a leyendas que eventualmente llegaron a incluir detalles imaginativos y precisos. Una de las historias contaba que un pintor subido en su escalera había sido perpetuado, como monumento de bajorrelieve, en el acto de mojar su brocha en el bote de pintura, sobre la fachada de piedra del banco que pintaba; otra, que en el centro de la explosión, sobre el puente que hay cerca del Museo de la Ciencia y la Industria, un hombre y su carruaje habían sido proyectados en forma de una sombra repujada que revelaba que el hombre había estado a punto de azotar a su caballo."

El periodista que cuenta Hiroshima ve a través de sus entrevistados; no va más allá; en la mejor tradición del narrador moderno (que Joyce redujo a un dios con lima de uñas), desaparece. La lectura de Hiroshima implica por eso un acto de simpatía crónica, casi enfermiza. Se pueden encontrar muchos de estos eventos (en el libro, la simpatía es inflacionaria, exponencial). Primero leemos que "la bomba... no era para nada una bomba; era una especie de fino polvo de magnesio que habían rociado sobre la ciudad entera y que explotaba al entrar en contacto con los cables de alta tensión del sistema eléctrico de la ciudad". Y dos páginas más adelante: "Cerca de una semana después de que cayera la bomba, un rumor vago e incomprensible llegó a Hiroshima: la ciudad había sido destruida por la energía que se libera cuando los átomos, de alguna manera, se parten en dos." El lector imita el tránsito de los personajes, ese viaje necesario y dolorosamente inútil entre la ignorancia y el conocimiento; el hecho me parece un testimonio de la sutileza del libro, de su elegancia. Frente a su lector, Hersey conserva algo muy parecido al respeto; pero sobre todo llega a rozar, por instantes, una densidad que es preciso llamar moral. Los márgenes de Hiroshima están llenos de preguntas, pero una de ellas —"¿Qué consecuencias tienen nuestros actos?"— es una especie de seña de identidad del libro. Hiroshima lucha a brazo partido contra la abstracción, contra la insustancialidad de toda experiencia pasada, contra ese talento que tiene la falible memoria humana para convertirlo todo, al estilo de los mejores publicistas, en imágenes generales, en símbolos vacíos o vaciados: una nube en forma de hongo; un inventario de casualties. Los lectores del libro se niegan a heredar esas abstracciones. Esto, que parece tan simple, no le resultó comprensible a Vidal. Pero no tiene nada de raro: su opinión sobre el estilo de Hersey la dio una vez, con tres palabras que había tomado prestadas de otra opinión sobre otro libro: "Aburrido, aburrido, aburrido."
Hersey no era un gran prosista. Sus ritmos resultan más bien monótonos; su confianza en las cifras (en una página de Hiroshima puede haber diez o más), a veces ingenua y a veces agobiante. Pero permítanme una pequeña fábula: cuando murió Conrad, una de las modas más populares entre los escritores era, precisamente, despreciar a Conrad, y la moda solía ir acompañada del elogio de Eliot, ese brillante estilista. Hemingway, hombre práctico si los hay —es decir, capaz de distinguir lo que sirve de lo que no—, escribió algo que me ha servido más de una vez en circunstancias análogas: "Si supiera que moliendo al señor Eliot y rociando ese polvillo sobre la tumba del señor Conrad éste reaparecería y comenzaría a escribir, saldría mañana temprano para Londres con un molinillo de salchichas."

La bomba atómica, o nuestra percepción de ella, está hecha de frases. "Dios mío, ¿qué hemos hecho?", una de las más célebres, es del copiloto del Enola Gay (y tiene ese tono de contrición inmediata que suele tranquilizar a muchas conciencias). En una frase, Oppenheimer dijo que la bomba atómica no era más que "un gran estallido"; en otra, Henry Stimson aseguró que el único propósito de la bomba era "salvar vidas". Stimson, por supuesto, llegó a ser secretario de Guerra de la administración Truman; fue, también, redactor del texto que durante muchos años —durante toda la Guerra Fría, por lo menos— formó la opinión de la inmensa mayoría de los estadounidenses acerca de los bombardeos. El texto se titula, con notoria falta de imaginación, "La decisión de usar la bomba atómica". Fue publicado dos años después de usada la bomba, y pocos meses después de la aparición de Hiroshima en el New Yorker; fue, de alguna manera, la respuesta oficial a las perturbadoras revelaciones de Hersey. No estoy seguro de que la importancia de este artículo haya sido medida o comprendida por nosotros, los hijos de la era nuclear; de ahí, de esas páginas, salieron las convicciones —la tranquilidad, la esperada redención— de ciudadanos, políticos y militares ansiosos de justificar el exterminio de unos 150 000 civiles. (De esas páginas salieron argumentos que más de treinta años después sirvieron a Reagan, un actor de cine barato generalmente incapaz de armar sus propios argumentos, para defender el lugar común de su presidencia: la carrera armamentista. Pero Reagan sería, en este momento, una digresión demasiado onerosa.) Las convicciones de las que hablo, las razones por las cuales era inevitable arrojar Little Boy sobre la ciudad de Hiroshima, son, básicamente, tres: que la bomba y sólo la bomba forzó la rendición incondicional del emperador Hirohito; que la única opción disponible era prolongar la guerra cerca de un año, el tiempo que tardaría una invasión; que en el curso de ese año morirían alrededor de un millón de soldados estadounidenses. Ah, las frases: ese artículo está lleno de ellas.


Pero luego hay dos declaraciones curiosas, dos conjuntos de frases que han movido, sacudido, incomodado a los estadounidenses, militares o no, durante más de medio siglo. La primera explotó (es el verbo justo) cinco años después de las bombas. "Es mi parecer que el uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no representó ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra el Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse..." William Leahy, el perpetrador, no era un pacifista ni un ecólogo inocente; era un almirante de cinco estrellas, jefe de Estado Mayor de Roosevelt y de Truman, y amigo personal de este último. La segunda declaración vino trece años después, en plena Guerra Fría: "Le expresé mis serias dudas, primero sobre la base de mi convicción de que Japón ya estaba derrotado y que arrojar la bomba era completamente innecesario, y en segundo lugar porque creía que nuestro país debía evitar escandalizar a la opinión mundial mediante el uso de un arma cuyo empleo ya no era, creía yo, obligatorio como medida para salvar vidas estadounidenses." Quien habla es Dwight Eisenhower, comandante de las Fuerzas Aliadas contra Hitler y luego presidente de Estados Unidos (es decir, ni un pacifista ni un ecólogo inocente). La persona que escucha es Henry Stimson.


Que estas declaraciones importaban, que no estaban hechas para que las despreciaran o las dieran por muertas entre los basureros políticos de la Guerra Fría fue evidente cincuenta años después, en 1995, cuando el instituto Smithsonian intentó montar una exposición (se diría: un memorial) en la cual se planeaba exhibir el fuselaje del Enola Gay junto a las frases —o, en todo caso, peligrosamente cerca de ellas— de Eisenhower y Leahy. No estoy seguro del origen de las presiones, pero presiones hubo; y la exposición, en los términos agudamente críticos en que fue concebida, tuvo que cancelarse. El Enola Gay fue exhibido, pero sin las frases; como un buen semental, pero castrado. A finales de ese año, el clima que se vivía en los periódicos, en sus columnas de opinión, en sus cartas al director, era una reminiscencia de los peores miedos del macartismo. Hubo frases repetidas una y otra vez en la prensa. "Censura oficial" era una de ellas; "mito y hecho" era otra. Durante un par de décadas, el esfuerzo de los historiadores porque se revelaran los documentos del último año de la Segunda Guerra, y su acceso a los ya disponibles, había producido una renovada línea de esa disciplina intensamente estadounidense: la crítica nuclear. La cual, casi no hay que decirlo, no era bien vista. Cualquiera comprende la trascendencia de la empresa: si Japón ya estaba derrotado ese 6 de agosto del 45, si no es cierto que la bomba salvó miles de vidas estadounidenses, si el mito de la bomba atómica era eso, un mito, si las políticas de deterrence —la famosa disuasión, el cliché nuclear por excelencia—, la polarización del mundo, la carrera de ojivas y las pruebas nucleares de Francia y Rusia y China y Gran Bretaña, de la India y Pakistán, si todo eso había salido de una gran, elaborada mentira, ¿quiénes eran los vencedores de la Segunda Guerra? ¿Y dónde quedaba el siglo XX?

Hoy se da por sabido entre los historiadores algo que Truman omitió en sus memorias con la desfachatez propia de algunos memorialistas: que la primavera de 1945 trajo consigo la derrota absoluta, aunque no declarada ni hecha pública, del Japón. En abril los estadounidenses ocuparon Okinawa, y quedaron, por lo tanto, a un paso de Tokio; también por esos días la URSS manifestó que no renovaría su pacto de neutralidad con el emperador. La entrada de la URSS a la guerra, por supuesto, era lo peor que podía pasarle a las perspectivas japonesas, una especie de desahucio, de condena anticipada. La radio de Tokio anunció un programa de construcción de aviones de madera; otro, para fomentar el consumo de bellota molida en lugar de arroz. Así de desesperada era la situación japonesa: su capital bélico (y esto lo sabían los aliados) se había reducido a niveles de caricatura; la materia prima de su vida era casi inexistente. No es para sorprenderse, entonces, que Japón haya comenzado a principios de 1945 a tantear la posibilidad de una rendición negociada. De Suecia a Moscú, enviados o embajadores japoneses estaban soltando sondas de paz, seudópodos extraoficiales pero no por ello menos autorizados. En toda esa información, en todas esas pruebas coleccionadas con diligencia por espías aliados, había una sola solicitud, tan humilde que no es posible llamarla condición: para rendirse, los oficiales japoneses pedían la preservación del emperador y la posibilidad de regresar a la Constitución de 1889. Digamos que todo esto seguía siendo extraoficial, y que eso explica los oídos sordos de los aliados. Pero el 13 de julio, tres semanas antes de la bomba, la inteligencia estadounidense interceptó un mensaje particular. Lo enviaba el ministro de Exteriores al embajador japonés en Moscú; en otras circunstancias, semejante hallazgo habría bastado para terminar la guerra, cualquier guerra, en cuestión de horas (pero en este caso, horas antes de Hiroshima y de Nagasaki). "Su Majestad el Emperador, consciente de que la actual guerra trae cada día peores males y sacrificios a los pueblos de las potencias beligerantes, desea de todo corazón que sea rápidamente terminada." Éste y los demás cables interceptados se mantuvieron en secreto total hasta 1960, cuando se reveló apenas su existencia. Entonces se confirmó también que Truman y su gabinete habían conocido su contenido, pero no fue revelado de qué contenido se trataba. El grueso de los textos comenzó a darse a conocer en 1978; los que seguían siendo secretos fueron desclasificados por completo, y puestos a disposición de los investigadores sólo a mediados de los años noventa. Sea como sea, la liberación de los documentos relacionados con la bomba atómica —uno los imagina como rehenes de un loco, saliendo del secuestro en fila india, uno por uno— ha dejado también otras certezas. Una de ellas es la discusión, seria y extensa, acerca de la opción de hacer una demostración con la bomba, en lugar de lanzarla sobre una ciudad sin que el mundo supiera de su existencia; es decir, de disuadir, en el sentido del término moderno. Ésa es la verdadera intención de quienes han llevado a cabo pruebas atómicas desde el fin de la Segunda Guerra. Las pruebas estadounidenses en el atolón Bikini o las francesas en el desierto del Sahara son eso, un perro mostrando los dientes. Truman tuvo la oportunidad de disuadir, de forzar la rendición japonesa sin exterminios de ningún tipo, y no lo hizo, entre otras cosas —aquí va una certeza más— porque no era a Japón a quien le interesaba disuadir, sino a la URSS.


Explicada como lo hace Gar Alperovitz en The Decision to Use the Atomic Bomb, esta situación es quizá la ironía más dolorosa de un libro de más de ochocientas páginas de ironías dolorosas. En 1945 —escribe Alperovitz— la posibilidad de que los horrores de la bomba no hubieran respondido a la necesidad de salvar vidas estadounidenses, esa machacada ortodoxia, sino los juegos de poder de la nueva geopolítica, no se le habría pasado por la cabeza a la mayoría de los habitantes de Estados Unidos. Durante la Guerra Fría, la mera idea fue ridiculizada por políticos y analistas; quienes llegaban a insinuarla eran tildados de paranoicos o apátridas. En este caso, como en los demás, las frases han ido saliendo a la superficie, y Alperovitz ha dedicado treinta años a recogerlas. Ahora podemos leer, en el diario de Henry Stimson, que "la forma de lidiar con Rusia era callarnos la boca y dejar que nuestros actos hablaran en lugar de nuestras palabras". Leo Szilard, uno de los cracks científicos del Proyecto Manhattan (y, dicho sea de paso, quien convenció a Einstein de que participara en él), se reunió en mayo del 45 con James Byrnes, secretario de Estado de Truman. Mucho después escribió esto:
El señor Byrnes no argumentó que fuera necesario usar la bomba contra las ciudades de Japón para ganar la guerra. Él sabía en ese momento, igual que sabía el resto del gobierno, que Japón estaba esencialmente derrotado y que en seis meses más habríamos podido ganar la guerra. En ese momento el señor Byrnes estaba muy preocupado por la propagación de la influencia rusa en Europa... [En opinión del señor Byrnes] nuestra posesión y demostración de la bomba harían que Rusia fuera más manejable en Europa...
Así es la cosa: Truman, convencido de que la demostración de la bomba le permitiría dictar los términos de la política mundial e imponerlos a la amenaza comunista, eligió a 150 mil civiles como ratas de laboratorio, eligió dos ciudades enteras como gigantescos polígonos. La astuta estrategia funcionó: Estados Unidos dominó, efectiva y absolutamente, la amenaza comunista... durante cuatro años. En septiembre de 1949, la Unión Soviética anunció su propia bomba. Y nuestra época mitológica y caricaturesca —la época del miedo de los países ricos y la alineación (o no) de los pobres; la época de los espías y el doctor Strangelove; la época del zapato de Kruschev y los misiles cubanos; la época de las reuniones en Islandia, ya se dieran entre los dos líderes o entre los dos ajedrecistas de las dos potencias— fue inaugurada.

Para cuando apareció el libro de Alperovitz, Hersey, que había tenido acceso a la explicación de algunos de esos misterios (y los había incorporado en el capítulo final de Hiroshima), ya estaba muerto. Por supuesto, murió sabiendo hasta qué punto el lanzamiento de la bomba había sido innecesario; el capítulo final, "Las secuelas del desastre", fue redactado casi cuarenta años después del resto, cuando esa circunstancia era un secreto a voces. "Las secuelas" se publicó, igual que el resto de Hiroshima, en el New Yorker; es, por donde se le mire, una especie de arquetipo del periodismo, con su recatada variedad de recursos, con su avasallante melancolía. Están sus escenas terribles y, para este momento, casi idiosincrásicas: el sobreviviente que conoce al copiloto del Enola Gay; el hijo que va a recoger el informe de la autopsia de su padre y, al encontrarse con los órganos distribuidos en varios contenedores, sólo atina a decir: "Ahí estás, Otochan; ahí estás, papá". Están sus modosas intervenciones en cursiva, soltadas como un pañuelo entre dos capítulos, que corren el riesgo de parecer denuncia fácil y logran algo que se parece mucho al lamento: "En octubre de 1952, Gran Bretaña llevó a cabo su primera prueba de bomba atómica." "El 18 de mayo de 1974, la India llevó a cabo su primera prueba nuclear." Y está, en fin, ese fragmento del discurso pronunciado por el sobreviviente Kiyoshi Tanimoto ante el Senado de los Estados Unidos, cuyo más notorio atributo es la total —e inverosímil— ausencia de ironía:
Padre Nuestro que estás en los cielos, te damos gracias por la gran bendición que has dado a América al permitirle construir, en esta última década, la más grande civilización de la historia humana... Te damos gracias, Dios, por haber permitido que Japón sea uno de los afortunados destinatarios de la generosidad americana. Te damos gracias por haber dado a nuestra gente el don de la libertad, que les permite levantarse de las cenizas de la ruina y nacer de nuevo.
La Constitución japonesa, reformada después de la guerra, se hizo parte de ese renacimiento, e incluye tres principios que la distinguen de cualquier otra constitución política de cualquier otro país del mundo (y que, de paso, son una seña de identidad de nuestro tiempo): no poseer, no producir y no albergar armas atómicas en su territorio. Hoy, 3 de marzo de 2003, leo en un periódico de Barcelona que esa constitución está a punto de ser modificada para permitir todo lo que hasta ahora prohibía. El texto cita las declaraciones de un experto: "La mejor manera para que Japón eluda ser objetivo de misiles nucleares norcoreanos es que el primer ministro declare sin demora que Japón se dotará de armas nucleares." La disuasión está lejos de haber muerto, pienso entonces, y al siglo XX le quedan todavía varios años de vida.

Tras la publicación de Hiroshima, los apologistas de la bomba atómica se encontraron con que no era fácil despreciar a Hersey. Borrarlo de un plumazo, despacharlo con un red o un commie, no era posible: Hersey tenía su carnet de patriota estadounidense bien visible en la solapa. Mientras cubría la guerra en el Pacífico, instalado en Guadalcanal, había hecho más que cubrir la guerra en el Pacífico: las bajas sufridas por su unidad fueron tantas, que el reportero se vio obligado a volverse camillero, y fue después condecorado por la Marina. No sólo eso: su primer libro, Men on Bataan, era un retrato —no: un panegírico— del general MacArthur y sus tropas; el libro era tan encomiástico como puede serlo un Velásquez de la realeza española.

El autor de Hiroshima, hijo de misioneros, nació en Tientsin, China, en 1914 (fíjense ustedes: con el siglo), y allí vivió diez años. Parece poco tiempo, pero fue suficiente para que desarrollara un cariño muy personal por el país; sus detractores más imbéciles suelen cuestionar la objetividad de Hiroshima basándose en la filiación china del autor, lo cual implica, para ellos, un cierto desprecio por el rival japonés. Ese tipo de malentendidos no fue escaso en su vida: en su momento fue acusado también de dar a todos sus artículos un "tinte de izquierda". Pero tal vez esto no sea demasiado raro, visto que Hersey había redactado los discursos de Adlai Stevenson, ese candidato de la izquierda estadounidense cuya derrota, creo yo, definió la trayectoria política del país (y, por lo tanto, de todo el mundo) desde los años cincuenta. De todas formas, nada de eso le impidió pelearse con la revista Time; en ella, dijo una vez, había tanto periodismo veraz como en el Pravda de Moscú.
Hersey tiene algo de escritor inmediato. Los novelistas que se ocupan de hechos históricos hablan mucho de la perspectiva necesaria, del tiempo que ha de pasar antes de emprender la puesta en libro de los hechos. A él no parecen asustarlo mucho esos asuntos: escribió su libro sobre MacArthur en 1942; publicó su reportaje sobre la batalla de Guadalcanal en 1943, cuando todavía la batalla estaba fresca. Su primera novela, A Bell for Adano, trata de la ocupación en un pueblito italiano durante la guerra; fue publicada en 1944, antes de que esa guerra terminara. En 1950 publicó The Wall, una novela sobre el gueto de Varsovia. Se suele decir que es la primera novela estadounidense sobre el Holocausto. Lo sorprendente, para mí, no es eso: es que Hersey haya tardado cinco años en novelarlo. La espera debió de parecerle interminable. ~



Rafael Chirbes sobre Las tormentas del 48, de Benito Pérez Galdós [El País, 28 de diciembre de 2013]


¿Qué vale más, comer o ser comido? Hay que optar entre estos dos papeles: o el del cocinero o el del pobre animal que cae en la cazuela”. Es el dilema que se le plantea al protagonista de Las tormentas del 48, un joven revolucionario que está a punto de dejar de serlo. Acaba de descubrir el valor del dinero “tan necesario (…) en los días fúnebres como en los alegres días— y, para conseguirlo, se decide a casarse con una mujer a la que no quiere. “Mercantilismo matrimonial”, llama él mismo a su acto. “Esto (es) venderse, no casarse”.En cualquier caso, mejor estar arriba que abajo; mejor comer que ser comido. Nos encontramos al inicio de la cuarta serie de los Episodios nacionales. Volví a leerla mientras escribía En la orilla.Galdós como maestro, modelo para cualquier novelista que, además de saberse síntoma de su tiempo, quiera ser testigo.
En ese tramo de los Episodios,un Galdós sesentón y desengañado vuelve la mirada hacia la España de sus años juveniles. El reinado de Isabel II. Un momento de oportunidades. Los bienes desamortizados sirven para enriquecer a los especuladores inmobiliarios; los usureros y los burgueses de nuevo cuño adquieren títulos de nobleza mientras la vieja aristocracia que no ha sabido adaptarse se arruina, la Iglesia mueve sus hilos entre las sombras, el nepotismo y la corrupción minan la Administración del Estado, los militares se pelean por el poder y manejan la desesperación de los de abajo, que son quienes aportan la ración de sangre en el tiovivo de una España intrascendente y trágica.
Galdós captura el fulgor de la historia tejiendo una telaraña invisible en la que, a la vez, queda apresado el propio lector que cree estar a solas con la verdad, sin intermediación literaria. Es justo lo contrario. Para su propósito, se sirve de todas las técnicas: narrador omnisciente, dialogismo, flujo de conciencia, epistolario, cuaderno de memorias…, discute y se pelea con sus criaturas de ficción (al modo en que pasado el tiempo lo harán Unamuno o Pirandello), y compone capítulos enteros como pequeñas obras de teatro, siguiendo el modelo de La Celestina. El lector se mueve de un lugar a otro, entra en cualquier parte, visita los cuartuchos malolientes del Rastro madrileño; los comedores, cocinas y dormitorios donde discurre la vida de la clase media; los vestidores, los despachos, los salones aristocráticos en los que se celebra una fiesta; los cafés: el aire cargado de humo y su vibrante agitación. Recorre de la mano del narrador los encinares y los campos de olivos y encinares de Toledo y de Córdoba, ve desplegarse desde la ventanilla de un tren los campos “trasquilados y amarillos” de Castilla, las tierras yermas, las borrosas imágenes de los campesinos pobres, un paisaje que es cristalización de una historia de injusticia.
Leyendo a Galdós oímos las voces de un país, nos enfrentamos al reto de discernir entre una pluralidad de puntos de vista: escuchamos las conversaciones de unos y otros, y se nos obliga a descifrar las diversas hablas de los personajes: la retórica de los políticos, el lenguaje castrense, los estilemas de periodistas y literatos, las tiradas verbales de los folletinistas, las divagaciones escatológicas del clero, los parlamentos de los aristócratas, la jerga forense, el argot de las clases bajas madrileñas o el de los campesinos del delta del Ebro. Todo se le convierte a Galdós en pasta narrativa al servicio de su gran proyecto: levantar un país literario trasunto del país real; descubrir, mediante el pequeño artefacto de la novela, los mecanismos que mueven ese gran artefacto que es España: la novela como modelo que permite aprender el engranaje social.
Llevo más de medio siglo leyendo a Galdós y cada día aumenta mi admiración por su maestría a la hora de construir un universo narrativo desde esa aparente falta de estilo que es dominio de todos los estilos. Admiración también por su modestia. Porque su despliegue de recursos literarios lo lleva a cabo con un pudor exquisito, sin que el lector se dé apenas cuenta; sin que note la tramoya, ni advierta sus deslizamientos, sus travestismos, su trabajo en filigrana, siempre atrapado en la invisible telaraña novelesca. Galdós no es un narrador tradicional, sino un narrador total, un maestro que —eso sí— se sitúa en el polo opuesto de los escritores que convierten su trabajo en espectáculo. En las novelas de Galdós las cosas fluyen sin dar nunca la impresión de que son fruto de un gran esfuerzo. Se diría que el escritor no existe, que todo nace inocentemente, con extrema facilidad. Hasta ahí llegan su respeto por el lector y su elegancia.

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