"Wer nicht von dreitausend Jahren
Sich weiß Rechenschaft zu geben Sich weiß Rechenschaft zu geben,
Bleib im Dunkel unerfahren,
Mag von Tag zu Tage leben."
El que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive al día.
―Johann Wolfgang von Goethe
Entrevista a José Álvarez Junco por Tomás Val [Mercurio, febrero 2014]
Entrevista a José Álvarez Junco por Daniel Arjona, [El Cultural, 27 de diciembre de 2013]
El famoso individualismo español, José Álvarez Junco
Las deformaciones de la memoria, José Álvarez Junco
Virtudes y peligros del populismo, José Álvarez Junco
—¿Cómo
era, grosso
modo,
la
España de 1914?
—Tenía
muchos rasgos comunes con la Europa de esa época. Era una sociedad
del antiguo Régimen, muy dominada por la aristocracia terrateniente,
con los pueblos encabezados por los caciques y los curas. Una España
muy tradicional con dos partidos, el
Liberal y el Conservador,
que habían sido de
Cánovas y de Sagasta
hasta que ambos murieron. El Partido Conservador lo heredó Maura,
que tenía una serie de rivales internos, y que, sobre todo, estaba
peleado con el rey. Maura era un político más bien autoritario,
cuarenta años mayor que el rey al que intentaba tutelar sin éxito.
A Alfonso
XIII
[1886-ab1902 hasta
la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931]
le
gustaba, por ejemplo, conducir coches a altas velocidades y Maura,
que sabía lo que valía la vida de un rey, lo que había costado
llevar a un niño al trono, se ponía muy nervioso. Además, el rey
le salió respondón e intentaba intervenir en política… Durante
el régimen de la
Restauración,
ninguno
de los dos partidos políticos llegaba al poder porque ganara unas
elecciones, era el rey el que decía: “te ha tocado a ti”. Eran
partidos con grandes personalidades que contaban con la buena
voluntad del monarca y una opinión pública manipulada con la ayuda
de los periódicos, que estaban comprados.
—Todo
eso no suena muy europeo…
—En
Europa, en general, no era la democracia lo que legitimaba el poder.
En Inglaterra había un régimen parlamentario,
pero las elecciones no eran democráticas. Eran elitistas, con
unas cuotas de representación. No existía el sufragio universal
masculino, no digamos el femenino. En Francia había sufragio
universal, pero las elecciones estaban muy manipuladas. En los demás
países, olvídese de democracia.
—A
principios del siglo XX hubo una ola de optimismo y de confianza en
el progreso.
—Afectaba
a ciertas áreas y aquí llegó en forma de reflejo y de complejo. La
española era una sociedad agraria, analfabeta. Empezamos
el siglo XX con casi un sesenta por ciento de analfabetismo.
Eso cambió muy rápidamente en Europa y también en España a raíz
de la Primera Guerra Mundial. Millones de muertos, millones de
movilizados, gentes a las que se les inculcaron nuevos ideales como
el ideal
patriótico y el ideal nacionalista. El nacionalismo es
relativamente nuevo antes de la guerra. La
gente se identificaba con la religión, con la clase social…
Si a un
europeo, antes de 1914, se le hubiera preguntado qué era, lo normal
habría sido que hubiera contestado que agricultor, o cristiano, o
luterano… A partir de 1914 empezaron a decir alemán, francés,
inglés… La nacionalización se produce de una forma
brutal y repentina en la guerra, y en España también, aunque de
manera refleja.
¡Esto se olvida y me parece muy importante!
—¿Qué
pasó en España durante el tránsito de la pesimista generación del
98 a la del 14, que proclama que la solución está en Europa y no en
nuestras esencias?
—Pasó
la guerra y la llegada de generaciones jóvenes. El
proceso de industrialización, de urbanización, de alfabetización,
de modernización, se desata a partir del 98. La idea
de que hay que modernizarse, hacerse europeos, de que hay que cambiar
muchas cosas, empieza a entrar en las conciencias después
de la Primera Guerra Mundial. La
economía española, entre 1900 y 1930, se transforma de una manera
radical como consecuencia de las políticas regeneracionistas.
Se construyen escuelas, carreteras; se regenera la Armada… Todos
están de acuerdo en que hay que regenerar el país, en que España
no puede seguir siendo tan rara dentro de Europa, pero éramos un
país bastante normal dentro del continente, muy parecido a Italia, a
Grecia, a Ucrania, a Polonia… La periferia
de Europa no se parecía a Francia, a Inglaterra, a Alemania…
Eso es lo que acompleja y despierta las ganas de cambio. Europa, para
ellos, eran Francia, Inglaterra y Alemania. Lo que pasa es que
modernizar y nacionalizar se pueden hacer de muchas maneras y de
hecho, la
gran crisis de los años treinta, lo que lleva a la Guerra Civil, se
produce porque chocan dos maneras de modernizar el país. Dos
Españas, la de la Residencia de Estudiantes, la urbana de Lorca y de
Buñuel, y la España del cura y del cacique.
—Esas
dos Españas también se manifiestan durante la Primera Guerra
Mundial, con la división entre germanófilos y aliadófilos.
—Era
más complicado, pero sí, a grandes rasgos los aliadófilos eran la
España de izquierdas y los germanófilos, la de derechas.
—¿Cuál
es el
origen de esas dos Españas?
—Quizás
el siglo XVIII. Los ilustrados encuentran
una gran oposición de la España rural, de
los nobles, de las clases medias con una mentalidad muy tradicional y
de una parte de la Iglesia. De ahí viene el primer
enfrentamiento, de esos reformistas que se llamaron afrancesados.
Después, en la guerra contra Napoleón, se llamará así a los
colaboracionistas, pero el insulto procedía de la Ilustración. Ese
es el germen de las dos Españas, aunque ese
mito se va reformulando en las diferentes situaciones
históricas.
—¿Tenían
razón Ortega y compañía cuando afirmaban que la solución era
Europa?
—O,
como he dicho, lo que ellos llamaban Europa: Inglaterra, Francia y
Alemania. Entonces, sí, claro que sí. Una
economía más basada en el conocimiento científico, unas clases
medias profesionales, dejar de tener unos aristócratas
que se dedicaban a la caza y unos campesinos
desposeídos de todo… Y no olvidemos a las mujeres: el
enorme cambio de la Primera Guerra Mundial estuvo relacionado con la
mujer. Los hombres se van al frente y las mujeres a las
fábricas o a nuevos oficios como telefonistas, secretarias,
enfermeras, maestras… La mujer empieza a tener independencia
económica, empieza a decidir sobre su vida. Esa Europa sí que era
la solución.
—¿Aportó,
la generación del 14, alguna idea que hoy continúe vigente?
¿Aguantan esos autores la comparación con las grandes figuras del
pensamiento?
—Fuera
de España, del único que han oído hablar es de Ortega. Pero en una
historia del pensamiento mundial, Ortega apenas merecería un par de
líneas. Nos movemos en un pensamiento de andar por casa, que no sale
al exterior y que no va a competir a las grandes ligas. Por
expresarlo en términos futbolísticos, un
equipo que quiera jugar contra los grandes tiene que tener jugadores
buenos, muchos traídos de fuera, comprar al mejor. Si hiciéramos
eso en el terreno educativo, otra cosa sería. Pero aquí
siempre se ha tratado de contratar a nuestros propios doctores y si
son de nuestro pueblo, mejor. No hay manera de que el mundo
universitario entienda eso y así nos va.
—Pocos
años después, con Lorca, Buñuel, Dalí, sí que empezamos a
competir en esas grandes ligas.
—En
efecto, un gran cambio, producto de muchos factores. Hay un dato
fundamental: la Junta de Ampliación de Estudios y el hecho de que, a
partir de 1910, se está mandando a alumnos españoles a estudiar
fuera de España. Así, más tarde, durante la Segunda República,
nos encontramos con varios miles de españoles que han aprendido otra
manera de pensar y de relacionarse, muy bien formados
intelectualmente.
—Las
antiguas becas Erasmus…
—Sí,
aunque las Erasmus son mucho menos ambiciosas porque solamente se
viaja por un año. Por otra parte, lo de la Junta afectaba a unos
pocos centenares y las Erasmus a muchos miles. En todo caso, las
Erasmus son maravillosas porque abren el mundo a los jóvenes.
—Detrás
de esa política aperturista estaba el espíritu de la Institución
Libre de enseñanza.
—Una
de las consecuencias del 98 es
que se crea el Ministerio de Educación, en aquel momento Ministerio
de Instrucción Pública. Hasta entonces no existía en España, el
Estado no se hacía cargo de los gastos de la educación. En
1900 se crea el Ministerio y el Estado asume el pago de los maestros.
La
Institución Libre de Enseñanza la había creado un grupo de
catedráticos que habían sido expulsados de sus puestos por
reivindicar la libertad de cátedra. Su influencia fue determinante
en iniciativas como esta de la ampliación de Estudios o la creación
de la Residencia de Estudiantes.
—Y,
después de muchos años, estamos plenamente instalados en Europa.
Desde su visión como historiador, ¿ha supuesto una cierta decepción
esa Europa con la que soñamos tantos años?
—Es
coyuntural y ya veremos cómo se resuelve esta crisis. Europa
ha sido el proyecto más interesante que habido en el mundo en los
últimos cincuenta años y está pasando un mal momento,
pero quién sabe. Yo creo que hay que unirse
más y crear un verdadero gobierno económico europeo.
¿Decepción? Hicimos una cosa muy bien: la Transición. Pero una
cosa es que la Transición se hiciera más o menos bien y otra pensar
que ya estaba todo hecho, que estábamos en Europa, que éramos
ricos. Aquellos fastos del 92, la España moderna, éramos los más
ricos y los más listos…
—¿Seguiría
hoy Ortega diciendo aquello de “No es eso, no es eso”?
—Ortega
lo dijo en la Segunda República, en unas circunstancias muy
especiales, y además estaba molesto porque no se le tenía en cuenta
tanto como él quería. Cuando Ortega hablaba de las élites estaba
pensando en sí mismo. Supongo que hoy diría que nuestra democracia
tiene sus defectos institucionales, pero lo
más grave es que no hay una educación cívica adecuada, que no se
ha transformado la sociedad y que, entre otras cosas, elige a unos
líderes bastante malos, a los que no exige que tengan una capacidad
profesional. Son gente de aparato, de partido.
—¿Somos
consecuencia de aquella España del 14? ¿Es la Historia una línea
recta?
—Somos
herederos del 14 en la medida en que sigue estando presente el viejo
sueño europeo, pero no sé si ese sueño es tan unánime
como lo era entonces ni si sale de las élites y llega al conjunto de
la sociedad. Estamos viendo en Europa muchos partidos
antieuropeístas, xenófobos y ultranacionalistas. Quién
sabe si ese es el futuro, si ganarán las elecciones los que halagan
los instintos más bajos y rastreros. Ciertos errores se repiten.
—¿Es
Ortega nuestra mayor figura intelectual?
—Ortega
es lo mejor que ha dado España en los últimos siglos. No es un
pensador de categoría mundial; no creó un sistema filosófico, pero
dijo cosas sensatas y, sobre todo, magníficamente escritas. Fue un
gran pedagogo, un magnífico introductor de las corrientes de
pensamiento que venían de Europa, de Alemania.
—¿Y
después de Ortega?
—Después
vino el desierto del franquismo.
—Pero
acabó hace cuarenta años.
—Sí,
pero fueron cuarenta años y, no lo olvidemos, no produjo nada. No
hay un solo libro de pensamiento que valga la pena recordar. Ni en
historia, ni en filosofía, ni en ciencia política… Nada de nada.
Y ocupó todas las cátedras, todas las Academias, todos los
tribunales. Y ahora son esos señores los
que deciden los puestos de los demás, con lo que el legado está
ahí.
Es
el volumen que cierra la más reciente e innovadora historia de
España publicada hasta la fecha. Con Las
historias de España
(2013), del profesor José Álvarez Junco (Viella, Lérida, 1942)
llega
el momento en el que el historiador se pregunta por su propia labor y
por la de sus iguales en el oficio a lo largo de los siglos.
Una aventura crítica tan vasta como imprescindible.
-Cuando afrontó coordinar una “historia de las historias” de España, ¿cuál era el mayor reto que un libro así le imponía?
-Cuando afrontó coordinar una “historia de las historias” de España, ¿cuál era el mayor reto que un libro así le imponía?
-Reunir la inmensa cantidad de material que un proyecto de este tipo requería. Tenga en cuenta que el libro comienza en el siglo I y termina a la muerte de Franco.
-¿Y cómo valora el resultado?
-En su carácter global. Por primera vez se pone orden y se ve cómo evoluciona la interpretación del pasado según las necesidades políticas del momento, cuáles son los problemas que preocupan en cada época. Al ser una visión global se puede aspirar a una coherencia que los estudios parciales no podían tener.
-El libro se subtitula Visiones del pasado y contrucción de identidad. ¿Cuándo se fija definitivamente “la identidad española”?
-Adverbios como “definitivamente” o “siempre” deberían estar prohibidos para un historiador. Nada es definitivo, salvo la muerte. Especialmente en el terreno de las identidades colectivas, que es movedizo y está en constante evolución. En todo caso, distinguiría entre la fijación de una identidad “española” y otra “nacional”. La primera se va forjando en la Edad Media y tiene unos rasgos muy marcados ya en la época de la hegemonía europea de los Habsburgo (siglos XVI-XVII). La segunda, que añade a la primera el dato político crucial de que ese colectivo, los españoles, son el sujeto de la soberanía, es producto de la excepcional coyuntura política de 1808-1814.
La Guerra de la Independencia, también conocida en español como la francesada, Guerra Peninsular, Guerra de España, Guerra del Francés, Guerra de los Seis Años, y el Levantamiento y revolución de los españoles, se solapa y confunde con lo que la historiografía anglosajona llama «Guerra Peninsular» (Peninsular War), iniciada en 1807 al declararle Francia y España la guerra a Portugal, tradicional aliado del Reino Unido. También tuvo un importante componente de guerra civil a nivel nacional entre afrancesados y patriotas. El conflicto se desarrolló en plena crisis del Antiguo Régimen y sobre un complejo trasfondo de profundos cambios sociales y políticos impulsados por el surgimiento de la identidad nacional española y la influencia en el campo de los «patriotas» de algunos de los ideales nacidos de la Ilustración y la Revolución francesa, paradójicamente difundidos por la élite de los afrancesados.
-¿Y qué elementos la forjan?
-Dependen de los momentos y de que se vean desde dentro o desde fuera. En el XIX, el romanticismo reinterpretaría todo para admirar lo español como paradigma de la caballerosidad, de las pasiones intensas, del desprecio a la muerte, del orientalismo; una imagen que no agradaría nada a las élites españolas modernizadoras. El siglo XX añade el dato trágico de la guerra civil, de los impulsos fratricidas. Y luego vienen los triunfalismos de la Transición -el “ya somos modernos”- y, de nuevo, una recaída en el pesimismo con la crisis actual.
-El relato del pasado se adapta a cada momento. Si la historia la escriben los vencedores, ¿quién escribe la historiografía?
-No sé si puede afirmarse que la historia la escriben siempre los vencedores. Normalmente son los vencedores, pero no siempre. Por ejemplo, tras la guerra civil la versión más extendida en el mundo (no en el interior de España, claro) simpatizaba más bien con los vencidos. Gerald Brenan en inglés o Ramos Oliveira en español. En cuanto a quién escribe la historiografía... pues los estudiosos tiempo después. Por tanto, los libros de historiografía también son producto de su tiempo. En realidad, este libro nuestro debería terminar autoanalizándose.
-Usted que ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar la idea de España, ¿cómo ve la salud de tal idea hoy en nuestro país cuando se anuncia un referéndum soberanista catalán?
-La identidad española es hoy, a la vez, frágil y fuerte. Es frágil porque importantes sectores de opinión, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, se sienten muy distanciados de ella y querrían abandonar el barco. Pero es también fuerte porque hay muchos millones de ciudadanos que se sienten españoles, que se emocionan con los triunfos de la selección nacional de fútbol y que están dispuestos a salir a la calle, orgullosos, con su bandera. El caso catalán es especial. Es una identidad muy fuerte pero siguen siendo mayoría en Cataluña quienes declaran sentir una doble identidad, catalana y española.
-Ha defendido que hoy es más importante identificarse como “joven”, “arquitecto” u “homosexual” que como español o francés. Pero el nacionalismo se resiste a morir...
-Cierto. La nación ha sido el mito político más fuerte de los últimos dos siglos. Ha competido con religiones o clases sociales y ha triunfado. Creo que está viviendo su ocaso, pero que se resistirá a morir. No sería de extrañar que el parlamento europeo, en las próximas elecciones, se viera lleno de partidos populistas nacionalistas, incompatibles entre sí y con la idea misma de Europa.
Lo cual sería completamente insensato, me permito añadir.
Al
narrar el episodio de Viriato
[Viriato
(muerto en 139 a. C.) —Viriathus
en latín, tal como fue recogido en las fuentes romanas— fue un
líder de la tribu de los lusitanos, que hizo frente a la expansión
de Roma en Hispania a mediados del siglo
II a. C.
en el territorio suroccidental de la península ibérica, dentro de
las llamadas guerras lusitanas.],
Modesto Lafuente, en su tan leída Historia
general de España,
le presenta como iniciador de una milenaria saga española de
caudillos o generales salidos del pueblo, protagonistas de proezas
que asombran al mundo pero que acaban en derrotas. Los seguidores de
Viriato, incapaces de “agruparse en derredor de la bandera de tan
intrépido jefe”, se dividieron en facciones que convirtieron
aquella gesta en un sacrificio inútil. El
“individualismo” español hizo que tanta heroicidad no lograra
evitar la “esclavización” de la Península por los romanos.
El
individualismo, concluía Lafuente, era el mayor defecto de los
españoles: a él se debió también que el país se dividiera en
reinos durante la Edad Media,
como se dividió en juntas frente a Napoleón, lo que prolongó
dolorosamente aquellas guerras.
Ángel
Ganivet, medio siglo más tarde, diría que España
se diferenciaba de Europa, y hasta era su polo opuesto, por su ética
estoica, su religiosidad intolerante, su creatividad poética, su
incompatibilidad con “objetivos materialistas” y su
“individualismo enérgico y sentimental”.
Al
individualismo se refirió igualmente Rafael Altamira, en su
Psicología
del pueblo español.
Y Ortega y Gasset, en su España
invertebrada,
vio el país entregado “al imperio de las masas” nada menos que
desde los visigodos. Esa “rebelión sentimental de las masas”,
ese “odio a los mejores”, era para él “la raíz verdadera del
gran fracaso hispánico”; de ahí partían los males
desintegradores o desvertebradores de España: la insolidaridad, el
“particularismo”, el individualismo
congénito.
Los
exiliados en 1939 añadieron al individualismo otro negativo
componente del “carácter nacional”: el cainismo, el
odio entre hermanos, que imposibilitaba la construcción de una
convivencia civil europea, moderna. Solo disentían en la causa de
aquel defecto: las guerras sertorianas, los visigodos, la carencia de
feudalismo, la herencia árabe, el aislamiento cultural decretado por
Felipe II, la represión inquisitorial, el carácter austero e
insolidario derivado de la sequedad del paisaje castellano... Pero
del arraigado individualismo hispánico no dudaba nadie.
La
más célebre de las polémicas posteriores a la guerra se libró a
miles de kilómetros de la Península, entre Américo
Castro y Claudio Sánchez Albornoz.
El primero elaboró toda una teoría sobre la “morada vital”
española basada en el “absolutismo personal” o “integralismo
de la persona”, derivado de la pugna entre —y la represión
sobre— las “castas” y la subsiguiente sumisión total de la
sociedad a un entramado de poder constituido por el Estado y la
Iglesia que oprimía al creador intelectual. Pero en lugar de
concluir que eso había ahogado todo individualismo, para Castro eso
había conducido a un
individualismo de tipo amargado y nihilista.
Albornoz, por su parte, pese a declararse positivista y enemigo del
Volksgeist
romántico, también defendía la existencia de una
“forma de ser” española,
derivada del medio físico y la herencia y vigente durante milenios,
cuyos rasgos constantes eran la rudeza, la violencia, la sobriedad y
un “exagerado individualismo”, consecuencia de la sequedad de la
tierra (mesetaria, desde luego; como tantos otros, identificaba
España con Castilla).
En
fin, tanto
la izquierda como la derecha se han dejado cautivar por esta creencia
en un “carácter español” dominado por un disolvente
individualismo. Pero ninguno de aquellos análisis fue
una descripción aséptica de la realidad ni se apoyó en datos
mínimamente verificables. Fueron, en definitiva, llamamientos a la
unión, a la represión de toda discrepancia, y residuos
del estereotipo romántico de los guerrilleros y las
Cármenes. Porque lo
que de verdad ha caracterizado a la cultura política española
moderna ha sido precisamente la debilidad del individualismo: el
estatismo, el corporativismo, el clientelismo, la fuerza de la
familia y del grupo sobre el individuo.
En
ninguna revolución española del XIX y XX dominó el individualismo.
La primera Constitución, la “liberal” de Cádiz, carece de una
declaración de libertades y no reconoce, por ejemplo, el derecho a
no ser católico. La nación sustituyó en ella, es cierto, al rey
como sujeto de la soberanía. Pero la nación se atribuyó poderes
absolutos, en la senda del revolucionarismo francés
que le había precedido pocos años antes. Fue colectivismo
autoritario, no individualismo libertario al estilo angloamericano.
En
el otro gran estallido revolucionario del XIX, el Sexenio 1868-1874,
brilló fugazmente alguien como Pi y
Margall, que hablaba de la soberanía individual, pero
todo se vio anegado, durante el caótico verano de 1873, por una
revolución protagonizada por entes colectivos, como los cantones.
Llegó
más tarde el anarquismo, que
pareció confirmar el cliché del individualismo hispano. Pero el
anarquismo que dominó aquí fue kropotkiniano,
de inspiración populista cristiana; su
sujeto mesiánico era una colectividad, el pueblo trabajador, puro y
sufriente, y proponía como ideal de sociedad igualitaria
la de las hormigas o las abejas, regidas por la cooperación
y el sacrificio por la colectividad. Hormigueros y
colmenas, vaya modelos de libertad individual.
Lo
mejor de la tradición político-intelectual moderna estuvo
representado por la
Institución Libre de Enseñanza, que sin duda dedicó sus esfuerzos
a formar individuos autónomos, pero cuya base filosófica era el
organicismo y el armonismo de Karl Krause, importado por Julián Sanz
del Río a mediados del XIX. Preguntado por qué le
había seducido precisamente Krause, filósofo de escaso renombre, el
propio Sanz del Río respondió que por la similitud que encontró
entre sus principios fundamentales y los del escolasticismo tomista
aprendido en su juventud.
En
fin, al revés que en las películas de Hollywood, el
héroe del radicalismo español del XIX y XX nunca es el individuo
rebelde, sino una colectividad: el pueblo, la clase, la nación.
Raras veces se ve con respeto que el individuo persiga, por su
cuenta, fines particulares.
La
derecha tradicionalista o antiliberal, por su parte, sintetiza
religión, orden social y patriotismo en la fórmula “la verdadera
España”, en la que no hay espacio para las libertades
individuales. En los últimos tiempos se diría que esto
ha cambiado, porque parte de la derecha se declara “liberal”.
Pero solo lo aplican a la economía, a la privatización
de empresas o servicios públicos o al desguace del Estado de
bienestar. Hay, sin duda, liberales entre ellos, pero como partido su
liberalismo se esfuma ante su intensa política
clientelar. Aznar cambió presidentes de empresas
privadas, obligó a fusiones, hizo que se crearan empresas para
perjudicar a adversarios políticos, desarrolló regulaciones que
favorecían a sus partidarios; su intervención en Caja Madrid,
sustituyendo a Terceiro por Blesa, merece especial recuerdo. En
cuanto a defender e incrementar las libertades políticas,
sencillamente no es lo suyo; al revés, “liberales” como Aznar o
Aguirre se distinguen por un autoritarismo chulesco que no
respeta las opiniones del adversario ni aun reconoce su derecho a
opinar.
Lo
comunitario es, en resumen, la referencia dominante en los programas
políticos, el sujeto en cuyo nombre se reivindican derechos. De ahí
que sea tan fácil la conversión de
excarlistas o exmarxistas en nacionalistas (españoles, catalanes,
vascos); transfieren su lealtad de una comunidad a otra. O
que los obispos, que durante dos siglos condenaron la declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano, se sumen tan alegremente a
la defensa de “derechos colectivos”. De ahí también el carácter
hasta cierto punto engañoso de la Transición a la democracia. Como
en 1812, una sociedad que se acostó un día autoritaria se levantó
al siguiente demócrata y moderna. Pero no liberal. No es
el respeto al discrepante lo que se enseña en la escuela. Y quien
gana las elecciones se cree con derecho a ejercer un poder con muy
escasas restricciones.
El
público, acostumbrado a este tipo de retórica desde hace siglos, lo
acepta. Pero pagaremos sus inconvenientes. Porque la sociedad ha
cambiado. Es moderna, está secularizada, es
individualista de hecho; en la vida diaria, los españoles persiguen
su bienestar material. El discurso político, sin
embargo, no lo refleja. En la retórica al uso siguen dominando las
llamadas a la “solidaridad” y las condenas del “individualismo”.
Eso
dificulta los arreglos. Porque es más fácil partir del individuo y
negociar cuotas de bienestar que dirimir exigencias absolutas de
comunidades metafísicas, como Euskadi, Cataluña o las “dos
Españas”.
Este
2014 ha sido un año de centenarios: el del inicio de la Gran Guerra
europea, por ejemplo, o el del final de la de Sucesión española.
Más inadvertido ha pasado, sin embargo, la conmemoración de 1814,
fecha en la que terminó la guerra napoleónica en España y volvió
el Deseado Fernando VII, quien dio su golpe de Estado contra
el régimen constitucional, encarcelando o enviando al exilio a sus
padres fundadores.
Aquella
guerra que finalizó hace 200 años fue un acontecimiento de
extraordinaria complejidad. Se combinaron en ella, como mínimo, un
enfrentamiento internacional (entre Francia e Inglaterra, las dos
grandes potencias imperiales del momento; suyos fueron los dos
Ejércitos que libraron las principales batallas en la Península) y
una guerra civil (pues hubo españoles en los dos bandos). Pero tuvo
mucho también de reacción xenófoba, antifrancesa, que
conectaba con la francofobia heredada de la Monarquía de los
Austrias y, específicamente, de las resistencias al reformismo
ilustrado del siglo anterior; de pugna
partidista entre godoístas y fernandinos (protagonistas,
estos últimos, de muchas de las sublevaciones que se presentaron
como “antifrancesas” a finales de mayo de 1808); de cruzada
antirrevolucionaria, que reactivaba las prédicas de la
guerra de 1793-1795 contra nuestros ateos y regicidas vecinos; de
explosión localista, plasmada en las diversas juntas rebeldes (cuya
unificación en una Central y Suprema no fue nada fácil); de
protesta social popular (contra los godoístas, que solían coincidir
los “afrancesados” y, no por casualidad, con los potentados del
lugar), etcétera.
Tan difícil fue
entender políticamente aquel conflicto que tardó años en ser
bautizado: tras recibir nombres como la Revolución
española
o la Guerra
del
Francés,
acabó siendo simplificado
en términos nacionales: había sido una Guerra
de Independencia
de todos los españoles —salvo los inevitables traidores;
hasta en las mejores familias hay degenerados— contra un intento de
absorción imperial por parte de Napoleón. Siguiendo este guión se
convertiría, durante el resto del XIX, en piedra angular de la
mitología nacionalista.
Año tras año, el Dos de Mayo sería conmemorado en términos
patrióticos, principalmente en Madrid; se erigirían monumentos a
los fusilados en esas fechas; Galdós dedicaría a aquella guerra la
primera serie de sus Episodios
nacionales;
y Bernardo López García escribiría el poema patriótico de mayor
éxito, que comenzaba con el lastimero “Oigo, patria, tu
aflicción”. En definitiva, era un buen comienzo para el siglo del
nacionalismo —un siglo que, en el caso español, parecía ofrecer
tan pocas cosas de las que enorgullecerse—: un levantamiento
unánime, protagonizado por un pueblo inerme, abandonado por sus
élites dirigentes, que pese a todo había derrotado al mejor
Ejército del mundo; proeza que reforzaba la leyenda escolar de la
raza invencible en milenaria pugna por afirmar su identidad frente a
intentos de dominio extranjero.
Para
defender aquella versión había
que olvidar que el general en jefe de los Ejércitos supuestamente
“españoles” se había llamado sir Arthur Wellesley, duque de
Wellington; que en las filas “francesas” habían luchado no solo
regimientos y mariscales de Napoleón (con tropas polacas o
italianas), sino también soldados y generales españoles; que las
élites intelectuales, eclesiásticas, burocráticas y militares del
país se habían alineado mayoritariamente con José Bonaparte; y que
la guerra había estado virtualmente ganada por los josefinos durante
tres años, entre principios de 1809 y finales de 1811, hasta que
Napoleón se llevó a más de la mitad de sus tropas a la desastrosa
campaña rusa; solo entonces se atrevió el cauteloso
Wellington a salir de Portugal; y fue él, y no los generales
españoles, quien ganó batallas a los franceses. En la primavera de
1810, cuando Cádiz y Palma de Mallorca eran las únicas ciudades
rebeldes al rey José, este hizo un periplo por Andalucía en el que
fue recibido de manera entusiasta en numerosas poblaciones. Ningún
monumento, ni libro subvencionado por instituciones nacionales ni
regionales, recuerda aquel viaje.
Para
explicar la complejidad de este conflicto sin herir susceptibilidades
patrióticas, se
me ocurre compararlo con un período paralelo de la historia
francesa: los años 1940-1944, pasados bajo ocupación alemana;
algo que seguramente agradará a los españolistas (así como el
chauvinista galo estará probablemente encantado de lo que lleva
leyendo en este artículo hasta el momento). Un siglo y cuarto
después de Napoleón, también Francia fue ocupada por los Ejércitos
de su vecino del noreste y se desarrolló un trágico enfrentamiento
que la
historia hoy dominante presenta como de resistencia unánime contra
el invasor alemán. El régimen de Vichy, según esta versión,
habría consistido en un puñado marginal de traidores, mero producto
de la imposición extranjera y desprovisto de toda legitimidad.
Quien encarnó la Francia
eterna
fue la Résistence,
acaudillada por De Gaulle desde el otro lado del Canal. Y de ahí que
nuestros vecinos galos se crean con perfecto derecho a figurar entre
los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.
Lamentablemente
para esta versión tan autocomplaciente, también en este caso se
produjo una colaboración con los ocupantes mucho más generalizada
de lo que se nos quiere hacer creer; que el gobierno de Vichy no fue
solo una marioneta (que lo fue), sino que sintonizaba con una parte
importante de la población francesa; que la conservadora visión del
mundo del mariscal Pétain, tan ajena a la tradición revolucionaria,
coincidía con lo que sentían muchos franceses, sobre todo
provincianos de clases medias. Para Pétain, el eximio patriota, el
héroe de Verdún, la colectividad debía
primar sobre los individuos; Francia era un país católico;
protestantes, extranjeros y judíos no eran gente de fiar; era
preciso eliminar el capitalismo liberal, una “importación
extranjera”; y el país debería reorganizarse, no sobre
la base del individualismo inorgánico propio de la “seudo-democracia
plutocrática”, sino a partir de sus “comunidades naturales”
(familia, profesión, región), únicos principios sólidos para una
sociedad ordenada y estable.
Con
Pétain colaboraron, aparte de la miríada de oportunistas
que aparecen en estas ocasiones, las
organizaciones de excombatientes de 1914-1918 y buena parte de los
altos cuerpos de la Administración, la Iglesia, los patronos, los
grandes industriales, la banca y muchos artistas e intelectuales; en
general, clases sociales acomodadas, dominadas por el
antibolchevismo, la obsesión por mantener el imperio colonial y el
temor a los cambios sociales propios de la modernidad
que Francia llevaba décadas experimentando. Hubo cientos de miles de
franceses, de todas las procedencias y clases sociales, que no solo
denunciaron a judíos sino que prestaron apoyo político explícito a
los alemanes, hicieron propaganda a favor de la colaboración e
incluso se enrolaron con el uniforme del ocupante.
La
principal diferencia entre estos dos fenómenos de ocupación y
colaboración es que Vichy está más próximo en el tiempo. Quizás
por eso, o porque en nuestra época los mitos nacionalistas van
siendo más difíciles de vender, en Francia ha habido gestos que
apuntan hacia la revisión de esta versión patriótica de aquellos
hechos. Incluso Chirac, presidente de la República, reconoció la
participación francesa en redadas antijudías y pidió perdón por
ello. En España, aparte de algunos libros
académicos de gran calidad, a nadie se le ha ocurrido todavía
reivindicar a los “afrancesados” ni denunciar las crueldades de
la guerrilla.
La
España de 1808-1814 y la Francia de 1940-1944 no son, desde luego,
casos únicos. No hace falta traer a colación la distorsión que el
nacionalismo catalán ha hecho de la Guerra de Sucesión española.
Algo similar ocurre en relación con la actuación de tantos países
europeos en la Segunda Guerra Mundial. Especialmente en
el este de Europa, donde las sociedades se dividieron y muchos
colaboraron con el nazismo y/o con el estalinismo, hoy no
se encuentran más rastros públicos de aquel complicado período que
los museos o las lápidas en que cada
país se autorretrata como víctima inocente de la barbarie
extranjera.
Puede
que la autoestima colectiva exija elaborar versiones del pasado en
las que se contraste la maldad extranjera con la nobleza propia. Pero
para
comprender adecuadamente el pasado no hay prisma más distorsionador
que el nacionalismo.
Se
habla mucho de populismo últimamente.
En Europa se aplica a la derecha xenófoba
francesa, británica u holandesa; en América Latina, al
eje chavista venezolano, ecuatoriano o boliviano. Pero el término
sigue teniendo difícil acceso al mundo académico. El diccionario de
la RAE, por ejemplo, no incluye el sustantivo “populismo”; y
define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o
relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería
más bien al adjetivo “popular”.
El
populismo no es, la verdad, fácil de definir. Muy frecuentemente se
usa en sentido denigratorio, atribuyéndolo a fenómenos que, como
mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace
años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con
que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener
en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como
para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su
significado.
Lo
primero indiscutible es que los movimientos o personajes políticos a
quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomía
Pueblo
/ Anti-pueblo.
El primero, no hace falta aclararlo, representa el súmmum de las
virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está
dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si
le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en
cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar
cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la
oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos,
la monarquía…; en el discurso dominante hoy, en España, sería la
“casta política” o “el régimen del 78”, a quienes se oponen
“los ciudadanos” o “la gente (decente)”. Por “pueblo” no
debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases
trabajadoras. De
nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis
de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una
invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el
Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la
legitimidad.
Invocar
la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes,
permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.
Un
segundo rasgo común a los populismos es la ausencia de programas
concretos.
Lo reconoció como nadie José Antonio Primo de Rivera, aspirante a
populista, cuando dijo aquello de que sus ideas eran demasiado
ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Fue típico
también declarar que no eran de derechas ni de izquierdas. De los
proyectos de los dirigentes populistas sabemos que están inspirados
por los deseos más grandiosos (“salvar al país”, establecer una
“democracia real”), pero
no cómo piensan hacerlo; no conocemos sus planes en el terreno
institucional, en el económico ni en el internacional.
Quiero cambiar todo,
decía el Lerroux juvenil. Estoy en contra de todo
lo que está mal,
declaró una vez el inefable Ruiz Mateos. Una vaguedad que les
permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran
las circunstancias. Para sus seguidores, lo que importa es que su
acción se verá guiada por unos principios políticos y morales
intachables, anclados en el interés popular.
Tercer
rasgo: en su discurso dominan los llamamientos emocionales dominan
sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción,
la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. Uno de sus
mantras preferidos es que hacen falta “menos palabras y más
acción”; es decir, hay que superar la ineficaz verborrea que
domina la política actual. El objetivo de estas invocaciones es
claro: no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de
movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy
indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser
extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el
“sistema”.
Cuarto:
a juzgar por sus proclamas, nadie puede llamarles anti-demócratas;
al revés, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero
democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como
conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la
participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en
términos de igualdad; y como “gobierno para el pueblo”, sistema
político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a
los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas
dictaduras pueden declararse “democráticas”; la Cuba de los
Castro, por ejemplo, un régimen que no convoca elecciones libres y
plurales pero que presume de grandes logros educativos o médicos
para las clases populares. También es
típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares,
dado que la función principal del líder debe ser la protección de
los débiles.
Y
esta, la existencia de un líder dotado de cualidades redentoristas,
es otra peculiaridad de muchos de estos fenómenos. El movimiento
está dirigido por un Jefe, un Caudillo, un Cirujano de Hierro, que
aúna honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación
con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie
de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. Obsérvese
que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El
anti-elitismo populista comporta una importante dosis de
anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo
modernizador, este elemento clave parece un
resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del
Antiguo Régimen.
Una última
característica común, que no corresponde al movimiento en sí sino
al entorno en el que florece, es que todos
los populismos prosperan en un contexto institucional muy
deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los
cauces legales de participación política, por corrupción o por
falta de representatividad, están desprestigiados hasta
niveles escandalosos.
Esta
enumeración de rasgos —no todos aplicables al caso español
actual, pero sí algunos— nos lleva a ciertas conclusiones. La
primera sería que los populistas tienen la
virtud de denunciar sistemas políticos anquilosados, lo
cual es de agradecer y obliga
a abrir, a flexibilizar, a modernizar las instituciones democráticas.
Al ser capaces de movilizar a los hasta hoy apáticos, abren cauces
institucionales a los antes excluidos, les permiten intervenir en la
toma de decisiones colectivas. Son, desde este punto de vista,
revitalizadores de la política; y suscitan simpatía: difícilmente
serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente.
Pero
no hay que equivocarse. Aunque los dirigentes populistas se proclamen
anti-políticos y exijan que el poder —hoy en manos de políticos
profesionales— retorne al pueblo, ellos también son políticos.
Quieren gobernar, quieren el poder. Y cuando llegan a él, les
molestan las cortapisas: no son de su agrado
ni la división y el control mutuo entre poderes, propio de las
democracias liberales, ni la existencia de una oposición crítica
ni el que su mandato se termine a fecha fija. Su lógica es, la
verdad, impecable: si el poder es ahora del pueblo, ¿por qué
limitarlo? ¿quién y en nombre de qué puede oponerse a la voluntad
del pueblo? Es decir, que su vínculo privilegiado con el pueblo
exige eliminar todo límite a su capacidad
de acción. Lo cual abre un peligroso camino hacia la
tiranía. Por otra parte, al no establecer ni reconocer normas,
tienden a recurrir a la acción directa, lo que suele significar
prácticas coactivas contra los discrepantes. Movimientos
políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no
son fiables.
Es
imposible, en resumen, saber adónde puede llevar un movimiento de
este tipo: su carencia de programa le permite seguir cualquier línea
política. El peronismo, siempre el mejor ejemplo, fue
intervencionista y expansivo en economía en los años
cuarenta-cincuenta y liberal en los tiempos de Menem. El lerrouxismo
representó a la izquierda incendiaria en 1909 y al republicanismo de
orden en 1934.
Al
final, para saber lo que nos espera cuando un movimiento de este tipo
asoma por el horizonte lo
más práctico es echar una ojeada a los regímenes alabados por
ellos o de quienes han recibido apoyo: si se trata
de la Venezuela bolivariana, sus votantes deberían considerar qué
harán cuando el Gobierno aupado por ellos acapare los medios de
comunicación públicos, hostigue a la prensa independiente o
amedrente a sus adversarios. Afortunadamente, la sociedad española
actual parece poco dispuesta a tolerar ese tipo de cosas.
Virtudes
y peligros del populismo, José Álvarez Junco

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