jueves, 17 de septiembre de 2015

Contabilidad por espacio de tres mil años

"Wer nicht von dreitausend Jahren
Sich weiß Rechenschaft zu geben
Sich weiß Rechenschaft zu geben,
Bleib im Dunkel unerfahren,
Mag von Tag zu Tage leben."   

El que no sabe llevar su contabilidad por espacio de tres mil años se queda como un ignorante en la oscuridad y sólo vive al día.
―Johann Wolfgang von Goethe




Entrevista a José Álvarez Junco por Tomás Val [Mercurio, febrero 2014]
Entrevista a José Álvarez Junco por Daniel Arjona, [El Cultural, 27 de diciembre de 2013]
El famoso individualismo español, José Álvarez Junco
Las deformaciones de la memoria, José Álvarez Junco
Virtudes y peligros del populismo, José Álvarez Junco

José Álvarez Junco es catedrático de Historia de la Universidad Complutense. En el año 2002 recibió el Premio Nacional de Ensayo y el Fastenrath de la Academia de la Lengua por su obra Mater dolorosa, donde reflexionaba acerca de la identidad de la nación, sus símbolos y tensiones. A punto de jubilarse de su cátedra, acaba de publicar Las historias de España (Crítica), un estudio sobre las diferentes visiones de nuestro país en la obra de los historiadores.
¿Cómo era, grosso modo, la España de 1914?
Tenía muchos rasgos comunes con la Europa de esa época. Era una sociedad del antiguo Régimen, muy dominada por la aristocracia terrateniente, con los pueblos encabezados por los caciques y los curas. Una España muy tradicional con dos partidos, el Liberal y el Conservador, que habían sido de Cánovas y de Sagasta hasta que ambos murieron. El Partido Conservador lo heredó Maura, que tenía una serie de rivales internos, y que, sobre todo, estaba peleado con el rey. Maura era un político más bien autoritario, cuarenta años mayor que el rey al que intentaba tutelar sin éxito. A Alfonso XIII [1886-ab1902 hasta la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931] le gustaba, por ejemplo, conducir coches a altas velocidades y Maura, que sabía lo que valía la vida de un rey, lo que había costado llevar a un niño al trono, se ponía muy nervioso. Además, el rey le salió respondón e intentaba intervenir en política… Durante el régimen de la Restauración, ninguno de los dos partidos políticos llegaba al poder porque ganara unas elecciones, era el rey el que decía: “te ha tocado a ti”. Eran partidos con grandes personalidades que contaban con la buena voluntad del monarca y una opinión pública manipulada con la ayuda de los periódicos, que estaban comprados.
Todo eso no suena muy europeo…
En Europa, en general, no era la democracia lo que legitimaba el poder. En Inglaterra había un régimen parlamentario, pero las elecciones no eran democráticas. Eran elitistas, con unas cuotas de representación. No existía el sufragio universal masculino, no digamos el femenino. En Francia había sufragio universal, pero las elecciones estaban muy manipuladas. En los demás países, olvídese de democracia.
A principios del siglo XX hubo una ola de optimismo y de confianza en el progreso.
Afectaba a ciertas áreas y aquí llegó en forma de reflejo y de complejo. La española era una sociedad agraria, analfabeta. Empezamos el siglo XX con casi un sesenta por ciento de analfabetismo. Eso cambió muy rápidamente en Europa y también en España a raíz de la Primera Guerra Mundial. Millones de muertos, millones de movilizados, gentes a las que se les inculcaron nuevos ideales como el ideal patriótico y el ideal nacionalista. El nacionalismo es relativamente nuevo antes de la guerra. La gente se identificaba con la religión, con la clase social… Si a un europeo, antes de 1914, se le hubiera preguntado qué era, lo normal habría sido que hubiera contestado que agricultor, o cristiano, o luterano… A partir de 1914 empezaron a decir alemán, francés, inglés… La nacionalización se produce de una forma brutal y repentina en la guerra, y en España también, aunque de manera refleja.


¡Esto se olvida y me parece muy importante!

¿Qué pasó en España durante el tránsito de la pesimista generación del 98 a la del 14, que proclama que la solución está en Europa y no en nuestras esencias?
Pasó la guerra y la llegada de generaciones jóvenes. El proceso de industrialización, de urbanización, de alfabetización, de modernización, se desata a partir del 98. La idea de que hay que modernizarse, hacerse europeos, de que hay que cambiar muchas cosas, empieza a entrar en las conciencias después de la Primera Guerra Mundial. La economía española, entre 1900 y 1930, se transforma de una manera radical como consecuencia de las políticas regeneracionistas. Se construyen escuelas, carreteras; se regenera la Armada… Todos están de acuerdo en que hay que regenerar el país, en que España no puede seguir siendo tan rara dentro de Europa, pero éramos un país bastante normal dentro del continente, muy parecido a Italia, a Grecia, a Ucrania, a Polonia… La periferia de Europa no se parecía a Francia, a Inglaterra, a Alemania… Eso es lo que acompleja y despierta las ganas de cambio. Europa, para ellos, eran Francia, Inglaterra y Alemania. Lo que pasa es que modernizar y nacionalizar se pueden hacer de muchas maneras y de hecho, la gran crisis de los años treinta, lo que lleva a la Guerra Civil, se produce porque chocan dos maneras de modernizar el país. Dos Españas, la de la Residencia de Estudiantes, la urbana de Lorca y de Buñuel, y la España del cura y del cacique.
Esas dos Españas también se manifiestan durante la Primera Guerra Mundial, con la división entre germanófilos y aliadófilos.
Era más complicado, pero sí, a grandes rasgos los aliadófilos eran la España de izquierdas y los germanófilos, la de derechas.
¿Cuál es el origen de esas dos Españas?
Quizás el siglo XVIII. Los ilustrados encuentran una gran oposición de la España rural, de los nobles, de las clases medias con una mentalidad muy tradicional y de una parte de la Iglesia. De ahí viene el primer enfrentamiento, de esos reformistas que se llamaron afrancesados. Después, en la guerra contra Napoleón, se llamará así a los colaboracionistas, pero el insulto procedía de la Ilustración. Ese es el germen de las dos Españas, aunque ese mito se va reformulando en las diferentes situaciones históricas.
¿Tenían razón Ortega y compañía cuando afirmaban que la solución era Europa?
O, como he dicho, lo que ellos llamaban Europa: Inglaterra, Francia y Alemania. Entonces, sí, claro que sí. Una economía más basada en el conocimiento científico, unas clases medias profesionales, dejar de tener unos aristócratas que se dedicaban a la caza y unos campesinos desposeídos de todo… Y no olvidemos a las mujeres: el enorme cambio de la Primera Guerra Mundial estuvo relacionado con la mujer. Los hombres se van al frente y las mujeres a las fábricas o a nuevos oficios como telefonistas, secretarias, enfermeras, maestras… La mujer empieza a tener independencia económica, empieza a decidir sobre su vida. Esa Europa sí que era la solución.
¿Aportó, la generación del 14, alguna idea que hoy continúe vigente? ¿Aguantan esos autores la comparación con las grandes figuras del pensamiento?
Fuera de España, del único que han oído hablar es de Ortega. Pero en una historia del pensamiento mundial, Ortega apenas merecería un par de líneas. Nos movemos en un pensamiento de andar por casa, que no sale al exterior y que no va a competir a las grandes ligas. Por expresarlo en términos futbolísticos, un equipo que quiera jugar contra los grandes tiene que tener jugadores buenos, muchos traídos de fuera, comprar al mejor. Si hiciéramos eso en el terreno educativo, otra cosa sería. Pero aquí siempre se ha tratado de contratar a nuestros propios doctores y si son de nuestro pueblo, mejor. No hay manera de que el mundo universitario entienda eso y así nos va.
Pocos años después, con Lorca, Buñuel, Dalí, sí que empezamos a competir en esas grandes ligas.
En efecto, un gran cambio, producto de muchos factores. Hay un dato fundamental: la Junta de Ampliación de Estudios y el hecho de que, a partir de 1910, se está mandando a alumnos españoles a estudiar fuera de España. Así, más tarde, durante la Segunda República, nos encontramos con varios miles de españoles que han aprendido otra manera de pensar y de relacionarse, muy bien formados intelectualmente.
Las antiguas becas Erasmus…
Sí, aunque las Erasmus son mucho menos ambiciosas porque solamente se viaja por un año. Por otra parte, lo de la Junta afectaba a unos pocos centenares y las Erasmus a muchos miles. En todo caso, las Erasmus son maravillosas porque abren el mundo a los jóvenes.
Detrás de esa política aperturista estaba el espíritu de la Institución Libre de enseñanza.
Una de las consecuencias del 98 es que se crea el Ministerio de Educación, en aquel momento Ministerio de Instrucción Pública. Hasta entonces no existía en España, el Estado no se hacía cargo de los gastos de la educación. En 1900 se crea el Ministerio y el Estado asume el pago de los maestros. La Institución Libre de Enseñanza la había creado un grupo de catedráticos que habían sido expulsados de sus puestos por reivindicar la libertad de cátedra. Su influencia fue determinante en iniciativas como esta de la ampliación de Estudios o la creación de la Residencia de Estudiantes.
Y, después de muchos años, estamos plenamente instalados en Europa. Desde su visión como historiador, ¿ha supuesto una cierta decepción esa Europa con la que soñamos tantos años?
Es coyuntural y ya veremos cómo se resuelve esta crisis. Europa ha sido el proyecto más interesante que habido en el mundo en los últimos cincuenta años y está pasando un mal momento, pero quién sabe. Yo creo que hay que unirse más y crear un verdadero gobierno económico europeo. ¿Decepción? Hicimos una cosa muy bien: la Transición. Pero una cosa es que la Transición se hiciera más o menos bien y otra pensar que ya estaba todo hecho, que estábamos en Europa, que éramos ricos. Aquellos fastos del 92, la España moderna, éramos los más ricos y los más listos…
¿Seguiría hoy Ortega diciendo aquello de “No es eso, no es eso”?
Ortega lo dijo en la Segunda República, en unas circunstancias muy especiales, y además estaba molesto porque no se le tenía en cuenta tanto como él quería. Cuando Ortega hablaba de las élites estaba pensando en sí mismo. Supongo que hoy diría que nuestra democracia tiene sus defectos institucionales, pero lo más grave es que no hay una educación cívica adecuada, que no se ha transformado la sociedad y que, entre otras cosas, elige a unos líderes bastante malos, a los que no exige que tengan una capacidad profesional. Son gente de aparato, de partido.
¿Somos consecuencia de aquella España del 14? ¿Es la Historia una línea recta?
Somos herederos del 14 en la medida en que sigue estando presente el viejo sueño europeo, pero no sé si ese sueño es tan unánime como lo era entonces ni si sale de las élites y llega al conjunto de la sociedad. Estamos viendo en Europa muchos partidos antieuropeístas, xenófobos y ultranacionalistas. Quién sabe si ese es el futuro, si ganarán las elecciones los que halagan los instintos más bajos y rastreros. Ciertos errores se repiten.
¿Es Ortega nuestra mayor figura intelectual?
Ortega es lo mejor que ha dado España en los últimos siglos. No es un pensador de categoría mundial; no creó un sistema filosófico, pero dijo cosas sensatas y, sobre todo, magníficamente escritas. Fue un gran pedagogo, un magnífico introductor de las corrientes de pensamiento que venían de Europa, de Alemania.
¿Y después de Ortega?
Después vino el desierto del franquismo.
Pero acabó hace cuarenta años.
Sí, pero fueron cuarenta años y, no lo olvidemos, no produjo nada. No hay un solo libro de pensamiento que valga la pena recordar. Ni en historia, ni en filosofía, ni en ciencia política… Nada de nada. Y ocupó todas las cátedras, todas las Academias, todos los tribunales. Y ahora son esos señores los que deciden los puestos de los demás, con lo que el legado está ahí.
Entrevista a José Álvarez Junco por Tomás Val [Mercurio, febrero 2014]




Es el volumen que cierra la más reciente e innovadora historia de España publicada hasta la fecha. Con Las historias de España (2013), del profesor José Álvarez Junco (Viella, Lérida, 1942) llega el momento en el que el historiador se pregunta por su propia labor y por la de sus iguales en el oficio a lo largo de los siglos. Una aventura crítica tan vasta como imprescindible.

-Cuando afrontó coordinar una “historia de las historias” de España, ¿cuál era el mayor reto que un libro así le imponía?

-Reunir la inmensa cantidad de material que un proyecto de este tipo requería. Tenga en cuenta que el libro
comienza en el siglo I y termina a la muerte de Franco.

-¿Y cómo valora el resultado?

-En su carácter global. Por primera vez se pone orden y se ve
cómo evoluciona la interpretación del pasado según las necesidades políticas del momento, cuáles son los problemas que preocupan en cada época. Al ser una visión global se puede aspirar a una coherencia que los estudios parciales no podían tener.

-El libro se subtitula
Visiones del pasado y contrucción de identidad. ¿Cuándo se fija definitivamente “la identidad española”?

-Adverbios como “definitivamente” o “siempre” deberían estar prohibidos para un historiador. Nada es definitivo, salvo la muerte. Especialmente en el terreno de las identidades colectivas, que es movedizo y está en constante evolución.
En todo caso, distinguiría entre la fijación de una identidad “española” y otra “nacional”. La primera se va forjando en la Edad Media y tiene unos rasgos muy marcados ya en la época de la hegemonía europea de los Habsburgo (siglos XVI-XVII). La segunda, que añade a la primera el dato político crucial de que ese colectivo, los españoles, son el sujeto de la soberanía, es producto de la excepcional coyuntura política de 1808-1814.

La Guerra de la Independencia, también conocida en español como la francesada, Guerra Peninsular, Guerra de España, Guerra del Francés, Guerra de los Seis Años, y el Levantamiento y revolución de los españoles, se solapa y confunde con lo que la historiografía anglosajona llama «Guerra Peninsular» (Peninsular War), iniciada en 1807 al declararle Francia y España la guerra a Portugal, tradicional aliado del Reino Unido. También tuvo un importante componente de guerra civil a nivel nacional entre afrancesados y patriotas. El conflicto se desarrolló en plena crisis del Antiguo Régimen y sobre un complejo trasfondo de profundos cambios sociales y políticos impulsados por el surgimiento de la identidad nacional española y la influencia en el campo de los «patriotas» de algunos de los ideales nacidos de la Ilustración y la Revolución francesa, paradójicamente difundidos por la élite de los afrancesados.

-¿Y qué elementos la forjan?

-Dependen de los momentos y de que se vean desde dentro o desde fuera. En el XIX, el romanticismo reinterpretaría todo para admirar lo español como paradigma de la caballerosidad, de las pasiones intensas, del desprecio a la muerte, del orientalismo; una imagen que no agradaría nada a las élites españolas modernizadoras. El siglo XX añade el dato trágico de la guerra civil, de los impulsos fratricidas.
Y luego vienen los triunfalismos de la Transición -el “ya somos modernos”- y, de nuevo, una recaída en el pesimismo con la crisis actual.

-El relato del pasado se adapta a cada momento. Si la historia la escriben los vencedores, ¿quién escribe la historiografía?

-No sé si puede afirmarse que la historia la escriben siempre los vencedores. Normalmente son los vencedores, pero no siempre.
Por ejemplo, tras la guerra civil la versión más extendida en el mundo (no en el interior de España, claro) simpatizaba más bien con los vencidos. Gerald Brenan en inglés o Ramos Oliveira en español. En cuanto a quién escribe la historiografía... pues los estudiosos tiempo después. Por tanto, los libros de historiografía también son producto de su tiempo. En realidad, este libro nuestro debería terminar autoanalizándose.

-Usted que ha dedicado gran parte de su carrera a estudiar la idea de España, ¿cómo ve la salud de tal idea hoy en nuestro país cuando se anuncia un referéndum soberanista catalán?

-La identidad española es hoy, a la vez, frágil y fuerte. Es frágil porque importantes sectores de opinión, sobre todo en Cataluña y el País Vasco, se sienten muy distanciados de ella y querrían abandonar el barco. Pero es también fuerte porque hay muchos millones de ciudadanos que se sienten españoles, que se emocionan con los triunfos de la selección nacional de fútbol y que están dispuestos a salir a la calle, orgullosos, con su bandera.
El caso catalán es especial. Es una identidad muy fuerte pero siguen siendo mayoría en Cataluña quienes declaran sentir una doble identidad, catalana y española.

-Ha defendido que hoy es más importante identificarse como “joven”, “arquitecto” u “homosexual” que como español o francés. Pero el nacionalismo se resiste a morir...

-Cierto.
La nación ha sido el mito político más fuerte de los últimos dos siglos. Ha competido con religiones o clases sociales y ha triunfado. Creo que está viviendo su ocaso, pero que se resistirá a morir. No sería de extrañar que el parlamento europeo, en las próximas elecciones, se viera lleno de partidos populistas nacionalistas, incompatibles entre sí y con la idea misma de Europa.


Lo cual sería completamente insensato, me permito añadir.

Entrevista a José Álvarez Junco por Daniel Arjona, [El Cultural, 27 de diciembre de 2013]



Al narrar el episodio de Viriato [Viriato (muerto en 139 a. C.) —Viriathus en latín, tal como fue recogido en las fuentes romanas— fue un líder de la tribu de los lusitanos, que hizo frente a la expansión de Roma en Hispania a mediados del siglo II a. C. en el territorio suroccidental de la península ibérica, dentro de las llamadas guerras lusitanas.], Modesto Lafuente, en su tan leída Historia general de España, le presenta como iniciador de una milenaria saga española de caudillos o generales salidos del pueblo, protagonistas de proezas que asombran al mundo pero que acaban en derrotas. Los seguidores de Viriato, incapaces de “agruparse en derredor de la bandera de tan intrépido jefe”, se dividieron en facciones que convirtieron aquella gesta en un sacrificio inútil. El “individualismo” español hizo que tanta heroicidad no lograra evitar la “esclavización” de la Península por los romanos. El individualismo, concluía Lafuente, era el mayor defecto de los españoles: a él se debió también que el país se dividiera en reinos durante la Edad Media, como se dividió en juntas frente a Napoleón, lo que prolongó dolorosamente aquellas guerras.
Ángel Ganivet, medio siglo más tarde, diría que España se diferenciaba de Europa, y hasta era su polo opuesto, por su ética estoica, su religiosidad intolerante, su creatividad poética, su incompatibilidad con “objetivos materialistas” y su “individualismo enérgico y sentimental”.
Al individualismo se refirió igualmente Rafael Altamira, en su Psicología del pueblo español. Y Ortega y Gasset, en su España invertebrada, vio el país entregado “al imperio de las masas” nada menos que desde los visigodos. Esa “rebelión sentimental de las masas”, ese “odio a los mejores”, era para él “la raíz verdadera del gran fracaso hispánico”; de ahí partían los males desintegradores o desvertebradores de España: la insolidaridad, el “particularismo”, el individualismo congénito.
Los exiliados en 1939 añadieron al individualismo otro negativo componente del “carácter nacional”: el cainismo, el odio entre hermanos, que imposibilitaba la construcción de una convivencia civil europea, moderna. Solo disentían en la causa de aquel defecto: las guerras sertorianas, los visigodos, la carencia de feudalismo, la herencia árabe, el aislamiento cultural decretado por Felipe II, la represión inquisitorial, el carácter austero e insolidario derivado de la sequedad del paisaje castellano... Pero del arraigado individualismo hispánico no dudaba nadie.
La más célebre de las polémicas posteriores a la guerra se libró a miles de kilómetros de la Península, entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. El primero elaboró toda una teoría sobre la “morada vital” española basada en el “absolutismo personal” o “integralismo de la persona”, derivado de la pugna entre —y la represión sobre— las “castas” y la subsiguiente sumisión total de la sociedad a un entramado de poder constituido por el Estado y la Iglesia que oprimía al creador intelectual. Pero en lugar de concluir que eso había ahogado todo individualismo, para Castro eso había conducido a un individualismo de tipo amargado y nihilista. Albornoz, por su parte, pese a declararse positivista y enemigo del Volksgeist romántico, también defendía la existencia de una “forma de ser” española, derivada del medio físico y la herencia y vigente durante milenios, cuyos rasgos constantes eran la rudeza, la violencia, la sobriedad y un “exagerado individualismo”, consecuencia de la sequedad de la tierra (mesetaria, desde luego; como tantos otros, identificaba España con Castilla).
En fin, tanto la izquierda como la derecha se han dejado cautivar por esta creencia en un “carácter español” dominado por un disolvente individualismo. Pero ninguno de aquellos análisis fue una descripción aséptica de la realidad ni se apoyó en datos mínimamente verificables. Fueron, en definitiva, llamamientos a la unión, a la represión de toda discrepancia, y residuos del estereotipo romántico de los guerrilleros y las Cármenes. Porque lo que de verdad ha caracterizado a la cultura política española moderna ha sido precisamente la debilidad del individualismo: el estatismo, el corporativismo, el clientelismo, la fuerza de la familia y del grupo sobre el individuo.
En ninguna revolución española del XIX y XX dominó el individualismo. La primera Constitución, la “liberal” de Cádiz, carece de una declaración de libertades y no reconoce, por ejemplo, el derecho a no ser católico. La nación sustituyó en ella, es cierto, al rey como sujeto de la soberanía. Pero la nación se atribuyó poderes absolutos, en la senda del revolucionarismo francés que le había precedido pocos años antes. Fue colectivismo autoritario, no individualismo libertario al estilo angloamericano.
En el otro gran estallido revolucionario del XIX, el Sexenio 1868-1874, brilló fugazmente alguien como Pi y Margall, que hablaba de la soberanía individual, pero todo se vio anegado, durante el caótico verano de 1873, por una revolución protagonizada por entes colectivos, como los cantones.
Llegó más tarde el anarquismo, que pareció confirmar el cliché del individualismo hispano. Pero el anarquismo que dominó aquí fue kropotkiniano, de inspiración populista cristiana; su sujeto mesiánico era una colectividad, el pueblo trabajador, puro y sufriente, y proponía como ideal de sociedad igualitaria la de las hormigas o las abejas, regidas por la cooperación y el sacrificio por la colectividad. Hormigueros y colmenas, vaya modelos de libertad individual.
Lo mejor de la tradición político-intelectual moderna estuvo representado por la Institución Libre de Enseñanza, que sin duda dedicó sus esfuerzos a formar individuos autónomos, pero cuya base filosófica era el organicismo y el armonismo de Karl Krause, importado por Julián Sanz del Río a mediados del XIX. Preguntado por qué le había seducido precisamente Krause, filósofo de escaso renombre, el propio Sanz del Río respondió que por la similitud que encontró entre sus principios fundamentales y los del escolasticismo tomista aprendido en su juventud.
En fin, al revés que en las películas de Hollywood, el héroe del radicalismo español del XIX y XX nunca es el individuo rebelde, sino una colectividad: el pueblo, la clase, la nación. Raras veces se ve con respeto que el individuo persiga, por su cuenta, fines particulares.
La derecha tradicionalista o antiliberal, por su parte, sintetiza religión, orden social y patriotismo en la fórmula “la verdadera España”, en la que no hay espacio para las libertades individuales. En los últimos tiempos se diría que esto ha cambiado, porque parte de la derecha se declara “liberal”. Pero solo lo aplican a la economía, a la privatización de empresas o servicios públicos o al desguace del Estado de bienestar. Hay, sin duda, liberales entre ellos, pero como partido su liberalismo se esfuma ante su intensa política clientelar. Aznar cambió presidentes de empresas privadas, obligó a fusiones, hizo que se crearan empresas para perjudicar a adversarios políticos, desarrolló regulaciones que favorecían a sus partidarios; su intervención en Caja Madrid, sustituyendo a Terceiro por Blesa, merece especial recuerdo. En cuanto a defender e incrementar las libertades políticas, sencillamente no es lo suyo; al revés, “liberales” como Aznar o Aguirre se distinguen por un autoritarismo chulesco que no respeta las opiniones del adversario ni aun reconoce su derecho a opinar.
Lo comunitario es, en resumen, la referencia dominante en los programas políticos, el sujeto en cuyo nombre se reivindican derechos. De ahí que sea tan fácil la conversión de excarlistas o exmarxistas en nacionalistas (españoles, catalanes, vascos); transfieren su lealtad de una comunidad a otra. O que los obispos, que durante dos siglos condenaron la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, se sumen tan alegremente a la defensa de “derechos colectivos”. De ahí también el carácter hasta cierto punto engañoso de la Transición a la democracia. Como en 1812, una sociedad que se acostó un día autoritaria se levantó al siguiente demócrata y moderna. Pero no liberal. No es el respeto al discrepante lo que se enseña en la escuela. Y quien gana las elecciones se cree con derecho a ejercer un poder con muy escasas restricciones.
El público, acostumbrado a este tipo de retórica desde hace siglos, lo acepta. Pero pagaremos sus inconvenientes. Porque la sociedad ha cambiado. Es moderna, está secularizada, es individualista de hecho; en la vida diaria, los españoles persiguen su bienestar material. El discurso político, sin embargo, no lo refleja. En la retórica al uso siguen dominando las llamadas a la “solidaridad” y las condenas del “individualismo”.
Eso dificulta los arreglos. Porque es más fácil partir del individuo y negociar cuotas de bienestar que dirimir exigencias absolutas de comunidades metafísicas, como Euskadi, Cataluña o las “dos Españas”.
El famoso individualismo español, José Álvarez Junco



Este 2014 ha sido un año de centenarios: el del inicio de la Gran Guerra europea, por ejemplo, o el del final de la de Sucesión española. Más inadvertido ha pasado, sin embargo, la conmemoración de 1814, fecha en la que terminó la guerra napoleónica en España y volvió el Deseado Fernando VII, quien dio su golpe de Estado contra el régimen constitucional, encarcelando o enviando al exilio a sus padres fundadores.
Aquella guerra que finalizó hace 200 años fue un acontecimiento de extraordinaria complejidad. Se combinaron en ella, como mínimo, un enfrentamiento internacional (entre Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias imperiales del momento; suyos fueron los dos Ejércitos que libraron las principales batallas en la Península) y una guerra civil (pues hubo españoles en los dos bandos). Pero tuvo mucho también de reacción xenófoba, antifrancesa, que conectaba con la francofobia heredada de la Monarquía de los Austrias y, específicamente, de las resistencias al reformismo ilustrado del siglo anterior; de pugna partidista entre godoístas y fernandinos (protagonistas, estos últimos, de muchas de las sublevaciones que se presentaron como “antifrancesas” a finales de mayo de 1808); de cruzada antirrevolucionaria, que reactivaba las prédicas de la guerra de 1793-1795 contra nuestros ateos y regicidas vecinos; de explosión localista, plasmada en las diversas juntas rebeldes (cuya unificación en una Central y Suprema no fue nada fácil); de protesta social popular (contra los godoístas, que solían coincidir los “afrancesados” y, no por casualidad, con los potentados del lugar), etcétera.
Tan difícil fue entender políticamente aquel conflicto que tardó años en ser bautizado: tras recibir nombres como la Revolución española o la Guerra del Francés, acabó siendo simplificado en términos nacionales: había sido una Guerra de Independencia de todos los españoles —salvo los inevitables traidores; hasta en las mejores familias hay degenerados— contra un intento de absorción imperial por parte de Napoleón. Siguiendo este guión se convertiría, durante el resto del XIX, en piedra angular de la mitología nacionalista. Año tras año, el Dos de Mayo sería conmemorado en términos patrióticos, principalmente en Madrid; se erigirían monumentos a los fusilados en esas fechas; Galdós dedicaría a aquella guerra la primera serie de sus Episodios nacionales; y Bernardo López García escribiría el poema patriótico de mayor éxito, que comenzaba con el lastimero “Oigo, patria, tu aflicción”. En definitiva, era un buen comienzo para el siglo del nacionalismo —un siglo que, en el caso español, parecía ofrecer tan pocas cosas de las que enorgullecerse—: un levantamiento unánime, protagonizado por un pueblo inerme, abandonado por sus élites dirigentes, que pese a todo había derrotado al mejor Ejército del mundo; proeza que reforzaba la leyenda escolar de la raza invencible en milenaria pugna por afirmar su identidad frente a intentos de dominio extranjero.
Para defender aquella versión había que olvidar que el general en jefe de los Ejércitos supuestamente “españoles” se había llamado sir Arthur Wellesley, duque de Wellington; que en las filas “francesas” habían luchado no solo regimientos y mariscales de Napoleón (con tropas polacas o italianas), sino también soldados y generales españoles; que las élites intelectuales, eclesiásticas, burocráticas y militares del país se habían alineado mayoritariamente con José Bonaparte; y que la guerra había estado virtualmente ganada por los josefinos durante tres años, entre principios de 1809 y finales de 1811, hasta que Napoleón se llevó a más de la mitad de sus tropas a la desastrosa campaña rusa; solo entonces se atrevió el cauteloso Wellington a salir de Portugal; y fue él, y no los generales españoles, quien ganó batallas a los franceses. En la primavera de 1810, cuando Cádiz y Palma de Mallorca eran las únicas ciudades rebeldes al rey José, este hizo un periplo por Andalucía en el que fue recibido de manera entusiasta en numerosas poblaciones. Ningún monumento, ni libro subvencionado por instituciones nacionales ni regionales, recuerda aquel viaje.
Para explicar la complejidad de este conflicto sin herir susceptibilidades patrióticas, se me ocurre compararlo con un período paralelo de la historia francesa: los años 1940-1944, pasados bajo ocupación alemana; algo que seguramente agradará a los españolistas (así como el chauvinista galo estará probablemente encantado de lo que lleva leyendo en este artículo hasta el momento). Un siglo y cuarto después de Napoleón, también Francia fue ocupada por los Ejércitos de su vecino del noreste y se desarrolló un trágico enfrentamiento que la historia hoy dominante presenta como de resistencia unánime contra el invasor alemán. El régimen de Vichy, según esta versión, habría consistido en un puñado marginal de traidores, mero producto de la imposición extranjera y desprovisto de toda legitimidad. Quien encarnó la Francia eterna fue la Résistence, acaudillada por De Gaulle desde el otro lado del Canal. Y de ahí que nuestros vecinos galos se crean con perfecto derecho a figurar entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.
Lamentablemente para esta versión tan autocomplaciente, también en este caso se produjo una colaboración con los ocupantes mucho más generalizada de lo que se nos quiere hacer creer; que el gobierno de Vichy no fue solo una marioneta (que lo fue), sino que sintonizaba con una parte importante de la población francesa; que la conservadora visión del mundo del mariscal Pétain, tan ajena a la tradición revolucionaria, coincidía con lo que sentían muchos franceses, sobre todo provincianos de clases medias. Para Pétain, el eximio patriota, el héroe de Verdún, la colectividad debía primar sobre los individuos; Francia era un país católico; protestantes, extranjeros y judíos no eran gente de fiar; era preciso eliminar el capitalismo liberal, una “importación extranjera”; y el país debería reorganizarse, no sobre la base del individualismo inorgánico propio de la “seudo-democracia plutocrática”, sino a partir de sus “comunidades naturales” (familia, profesión, región), únicos principios sólidos para una sociedad ordenada y estable.
Con Pétain colaboraron, aparte de la miríada de oportunistas que aparecen en estas ocasiones, las organizaciones de excombatientes de 1914-1918 y buena parte de los altos cuerpos de la Administración, la Iglesia, los patronos, los grandes industriales, la banca y muchos artistas e intelectuales; en general, clases sociales acomodadas, dominadas por el antibolchevismo, la obsesión por mantener el imperio colonial y el temor a los cambios sociales propios de la modernidad que Francia llevaba décadas experimentando. Hubo cientos de miles de franceses, de todas las procedencias y clases sociales, que no solo denunciaron a judíos sino que prestaron apoyo político explícito a los alemanes, hicieron propaganda a favor de la colaboración e incluso se enrolaron con el uniforme del ocupante.
La principal diferencia entre estos dos fenómenos de ocupación y colaboración es que Vichy está más próximo en el tiempo. Quizás por eso, o porque en nuestra época los mitos nacionalistas van siendo más difíciles de vender, en Francia ha habido gestos que apuntan hacia la revisión de esta versión patriótica de aquellos hechos. Incluso Chirac, presidente de la República, reconoció la participación francesa en redadas antijudías y pidió perdón por ello. En España, aparte de algunos libros académicos de gran calidad, a nadie se le ha ocurrido todavía reivindicar a los “afrancesados” ni denunciar las crueldades de la guerrilla.
La España de 1808-1814 y la Francia de 1940-1944 no son, desde luego, casos únicos. No hace falta traer a colación la distorsión que el nacionalismo catalán ha hecho de la Guerra de Sucesión española. Algo similar ocurre en relación con la actuación de tantos países europeos en la Segunda Guerra Mundial. Especialmente en el este de Europa, donde las sociedades se dividieron y muchos colaboraron con el nazismo y/o con el estalinismo, hoy no se encuentran más rastros públicos de aquel complicado período que los museos o las lápidas en que cada país se autorretrata como víctima inocente de la barbarie extranjera.
Puede que la autoestima colectiva exija elaborar versiones del pasado en las que se contraste la maldad extranjera con la nobleza propia. Pero para comprender adecuadamente el pasado no hay prisma más distorsionador que el nacionalismo.
Las deformaciones de la memoria, José Álvarez Junco



Se habla mucho de populismo últimamente. En Europa se aplica a la derecha xenófoba francesa, británica u holandesa; en América Latina, al eje chavista venezolano, ecuatoriano o boliviano. Pero el término sigue teniendo difícil acceso al mundo académico. El diccionario de la RAE, por ejemplo, no incluye el sustantivo “populismo”; y define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería más bien al adjetivo “popular”.
El populismo no es, la verdad, fácil de definir. Muy frecuentemente se usa en sentido denigratorio, atribuyéndolo a fenómenos que, como mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su significado.
Lo primero indiscutible es que los movimientos o personajes políticos a quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomía Pueblo / Anti-pueblo. El primero, no hace falta aclararlo, representa el súmmum de las virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía…; en el discurso dominante hoy, en España, sería la “casta política” o “el régimen del 78”, a quienes se oponen “los ciudadanos” o “la gente (decente)”. Por “pueblo” no debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases trabajadoras. De nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la legitimidad. Invocar la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes, permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.
Un segundo rasgo común a los populismos es la ausencia de programas concretos. Lo reconoció como nadie José Antonio Primo de Rivera, aspirante a populista, cuando dijo aquello de que sus ideas eran demasiado ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Fue típico también declarar que no eran de derechas ni de izquierdas. De los proyectos de los dirigentes populistas sabemos que están inspirados por los deseos más grandiosos (“salvar al país”, establecer una “democracia real”), pero no cómo piensan hacerlo; no conocemos sus planes en el terreno institucional, en el económico ni en el internacional. Quiero cambiar todo, decía el Lerroux juvenil. Estoy en contra de todo lo que está mal, declaró una vez el inefable Ruiz Mateos. Una vaguedad que les permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran las circunstancias. Para sus seguidores, lo que importa es que su acción se verá guiada por unos principios políticos y morales intachables, anclados en el interés popular.
Tercer rasgo: en su discurso dominan los llamamientos emocionales dominan sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción, la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. Uno de sus mantras preferidos es que hacen falta “menos palabras y más acción”; es decir, hay que superar la ineficaz verborrea que domina la política actual. El objetivo de estas invocaciones es claro: no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el “sistema”.
Cuarto: a juzgar por sus proclamas, nadie puede llamarles anti-demócratas; al revés, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en términos de igualdad; y como “gobierno para el pueblo”, sistema político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas dictaduras pueden declararse “democráticas”; la Cuba de los Castro, por ejemplo, un régimen que no convoca elecciones libres y plurales pero que presume de grandes logros educativos o médicos para las clases populares. También es típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares, dado que la función principal del líder debe ser la protección de los débiles.
Y esta, la existencia de un líder dotado de cualidades redentoristas, es otra peculiaridad de muchos de estos fenómenos. El movimiento está dirigido por un Jefe, un Caudillo, un Cirujano de Hierro, que aúna honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. Obsérvese que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El anti-elitismo populista comporta una importante dosis de anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo modernizador, este elemento clave parece un resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del Antiguo Régimen.
Una última característica común, que no corresponde al movimiento en sí sino al entorno en el que florece, es que todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos.
Esta enumeración de rasgos —no todos aplicables al caso español actual, pero sí algunos— nos lleva a ciertas conclusiones. La primera sería que los populistas tienen la virtud de denunciar sistemas políticos anquilosados, lo cual es de agradecer y obliga a abrir, a flexibilizar, a modernizar las instituciones democráticas. Al ser capaces de movilizar a los hasta hoy apáticos, abren cauces institucionales a los antes excluidos, les permiten intervenir en la toma de decisiones colectivas. Son, desde este punto de vista, revitalizadores de la política; y suscitan simpatía: difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente.
Pero no hay que equivocarse. Aunque los dirigentes populistas se proclamen anti-políticos y exijan que el poder —hoy en manos de políticos profesionales— retorne al pueblo, ellos también son políticos. Quieren gobernar, quieren el poder. Y cuando llegan a él, les molestan las cortapisas: no son de su agrado ni la división y el control mutuo entre poderes, propio de las democracias liberales, ni la existencia de una oposición crítica ni el que su mandato se termine a fecha fija. Su lógica es, la verdad, impecable: si el poder es ahora del pueblo, ¿por qué limitarlo? ¿quién y en nombre de qué puede oponerse a la voluntad del pueblo? Es decir, que su vínculo privilegiado con el pueblo exige eliminar todo límite a su capacidad de acción. Lo cual abre un peligroso camino hacia la tiranía. Por otra parte, al no establecer ni reconocer normas, tienden a recurrir a la acción directa, lo que suele significar prácticas coactivas contra los discrepantes. Movimientos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables.
Es imposible, en resumen, saber adónde puede llevar un movimiento de este tipo: su carencia de programa le permite seguir cualquier línea política. El peronismo, siempre el mejor ejemplo, fue intervencionista y expansivo en economía en los años cuarenta-cincuenta y liberal en los tiempos de Menem. El lerrouxismo representó a la izquierda incendiaria en 1909 y al republicanismo de orden en 1934.
Al final, para saber lo que nos espera cuando un movimiento de este tipo asoma por el horizonte lo más práctico es echar una ojeada a los regímenes alabados por ellos o de quienes han recibido apoyo: si se trata de la Venezuela bolivariana, sus votantes deberían considerar qué harán cuando el Gobierno aupado por ellos acapare los medios de comunicación públicos, hostigue a la prensa independiente o amedrente a sus adversarios. Afortunadamente, la sociedad española actual parece poco dispuesta a tolerar ese tipo de cosas.
Virtudes y peligros del populismo, José Álvarez Junco

 Mater dolorosa

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