Mi
hija de siete años llega con su diccionario.
_Mamá,
¿qué es “Sex”? [pronuncia Seq]
Iba
a decirle “champán” [Sekt] cuando me fijo que está señalando
“der Sex” con el dedo.
_No
se dice “Seq” sino “Sex” con equis. Sexo.
Ya
iba a hablarle del sexo masculino y femenino cuando contesta:
_¡Ah,
ya!. Sexual. Ya entiendo.
La
pregunta no es casual y me ha dejado intrigada. Yo creo que me estaba
poniendo a prueba. O quizá no.
En
cualquier caso, me ha dado mucha alegría porque cuando niña mi
madre también buscaba insultos y estas palabras en el diccionario:
follar, puta, polla, coño. Interrogarse por el significado y darse
uno cuenta de que también están recogidas ahí es una forma de
buscar un interés legítimo. Una forma de remarcar: que conste que
te lo pregunto porque está aquí, en el libro. Como niño, uno sabe
que se trata de un tema “tabú” pero también sabe que hay
ciertos aspectos por los que puede interrogar sin que nadie se
moleste.
Tenía
unos once años cuando quise saber de qué color era el semen. Me
perdí buscando en las Enciclopedias que tenía a mano, en los libros
de texto. Solo después de un infructuoso rastreo me atreví a
preguntárselo a mi hermano.
Mi
padre siempre me habló de sexo asociándolo a la afectividad y mi
madre, a la prevención del embarazo.
La
intimidad de las mujeres sigue siendo un misterio. Lo
apuntaba la semana pasada, cuando escribía sobre la
desconocida sexualidad de las mujeres mayores de sesenta años.
[…] Pero lo que yo pretendía, sin conseguirlo, era reflexionar
sobre los malentendidos que siempre rondan el asunto de la sexualidad
femenina: si la mujer es mayor, madura o anciana, porque se
le sobreentiende jubilada del juego amoroso, y si la mujer
es muy joven, en esta época en la que debería contar con más armas
para tener relaciones satisfactorias, evitar embarazos indeseados o
infecciones que pongan su salud en riesgo, resulta que un porcentaje
alarmante de chicas mantiene relaciones de cualquier manera y no sabe
o no puede o no quiere pedir ayuda en sus primeros pasos.
En
este asunto, las mujeres con experiencia o con experiencias
deberíamos romper un tabú al que seguimos contribuyendo. Sobre
todo, las que fuimos adolescentes en los setenta y jóvenes en los
ochenta, aquellas que rompimos con el protocolo de iniciación
habitual en la generación de nuestras madres, que aún valoraban la
llegada al matrimonio con el himen intacto, ese himen que ahora
algunas descerebradas pagan porque les sea reconstruido. Deberíamos
contar por qué si las chicas liberadas (como se decía entonces)
quisimos romper con el mito de la virginidad y buscamos
por nuestra cuenta información,
fuimos al ginecólogo en secreto, elegimos método anticonceptivo y
tratamos de no quedarnos embarazadas, aunque la sombra del aborto
estuviera muy presente en aquella juventud, por
qué, pregunto, no hemos contribuido luego a que se avanzara más en
este aspecto;
por qué en estos tiempos en los que se habla de sexo tan burdamente
en la televisión, convirtiendo
la intimidad en algo impúdico,
y tantos personajillos se empeñan en contarnos sus hazañas
sexuales, por
qué sigue habiendo un porcentaje considerable de adolescentes que
ignoran casi todo lo que deberían saber
antes de enrollarse con un tío. Hablo en femenino no porque sean
ellas las únicas que deben informarse, en absoluto, pero es obvio
que las consecuencias no deseadas suelen caer sobre sus hombros y
también es habitual que las chicas renuncien a parte de su disfrute
a favor del de su compañero de juegos. Aunque el
aspecto dedicado al placer en sí no haya sido el objetivo del
estudio
de Bayer que ha analizado el conocimiento que nuestras jóvenes
poseen de los métodos anticonceptivos, no
existe verdadera educación sexual si no se contempla la esencia de
encontrarse íntimamente con alguien: disfrutar, o mejor aún,
disfrutar mucho.
No
estaría de más que quienes ya podemos mirar atrás con ironía y
habiéndonos perdonado todos los errores cometidos contáramos cómo
fue nuestro inicio, dónde, a qué edad, quién nos había facilitado
alguna información y si supimos algo a través de nuestros padres.
Mi
padre fue pedagogo por un día y me contó algo sobre la abeja reina
y los zánganos. Todavía lo estoy asimilando.
En realidad yo sabía de sobra a qué se estaba refiriendo y me sentí
abochornada, casi tan incómoda como cuando fui al cine con él a ver
Novecento
y nos vimos en el trago de contemplar juntos la escena en la que una
prostituta hace una doble paja a Robert De Niro y Gérard Depardieu.
Nuestra
educación sexual fue inexistente,
pero el deseo de dar un salto generacional y romper con la tradición
que sometía a nuestras madres hizo que algunas
chicas investigáramos la manera de ser libres.
[Cuando
le conté a mi madre, años más tarde, que había ido con mi pareja a un
Centro de Planificación Familiar y que visitaba regularmente al
ginecólogo me dijo:
_¡Qué
moderna! Con asistencia médica y todo.]
El
futuro no siempre trae progreso; si la educación no funciona
condenamos a las chicas a retroceder. Se puede ser de apariencia tan
atractiva y rompedora como Amy Winehouse, admirar su talento y
descubrir luego que en las letras que ella misma compuso hay una
entrega
ciega a la voluntad masculina, a la satisfacción de los deseos del
hombre, a una infravaloración voluntaria y orgullosa,
que nos retrotrae a los tiempos de una Billie Holiday a la que
destrozaron el racismo y las drogas, pero también los hombres que
amó, y que actuaron más como chulos que como compañeros. Es
probable que la educación sexual sea una de las materias más
difíciles de enseñar, pero tampoco se puede abandonar todo a la
experiencia, porque no
podemos permitirnos que las chicas sigan creyendo en la marcha atrás,
en que no se pueden quedar embarazadas si tienen la regla, en que no
hay más que dos métodos anticonceptivos, o en que lo fundamental es
hacer que su chico se corra.
Porque luego está esa imagen de la chica sola, desolada, que no sabe
cómo salir del lío en el que se ha metido.
Esto
también importa, Elvira Lindo [El País, 26 de septiembre de 2015]
A
mí, las tertulias que más me fascinan son aquellas de corte
transversal,
por usar el adjetivo del momento. Me refiero a esas reuniones de
contertulios en que se
trata lo rosa como si fuera sesudo y lo político como si fuera del
corazón.
Lo extraordinario de las tertulias transversales es que en
ellas abundan las mujeres,
por entender los responsables de los medios, imagino, que somos
expertas en darle a todo su toquecillo humano y que nadie se va a
extrañar si mezclamos los asuntos de gran calado político con
cuestiones entrañables, como por ejemplo, quién le prepara la
maleta al presidente del Gobierno cuando viaja. A veces pienso que
cuando
se lleva a una mujer a una tertulia o a la presentación de un libro,
se espera de ella que en algún momento interrumpa lo solemne de la
conversación para preguntarle al caballero que tiene al lado, “¿y
a usted, quién le hace la maleta cuando viaja?”.
El
otro día, en una de esas salas de espera en las que la tele se ve
con subtítulos, me tragué una tertulia de mujeres mañanera, donde
ellas, siguiendo
el papel que se nos tiene asignado,
iban del corazón a los asuntos políticos, de Obama (del que se
comenta que anda haciendo campaña por la unidad de España) a la
hija secreta de un jinete, tan enorme ya que se diría su novia.
[...]
Había
sarcasmo,
más que ironía, sobre
la idea de que dos personas que han superado la madurez se muestren
enamoradas,
y algún comentario jocoso sobre esos abuelos que, como nuestra
pareja, se enamoran en los geriátricos. Había un trasfondo sexual
que sin expresarse se intuía todo el tiempo: ¿cómo
se las apañan dos personas más allá de los 65 para gozar de una
pasión? [...]
Sea
como fuere, siempre espero que las bromas de las señoras en torno a
la edad del amor vuelen un poco más alto, ya que somos nosotras las
que tradicionalmente hemos
sido motivo de chanza si mostrábamos algo parecido a la pasión
en cuanto dejábamos atrás la juventud. Véase Calle
Mayor.
Y
parece mentira que esta idea tan cruel de la mujer, anulada para
cualquier papel que no sea el de viuda, abuela o tía soltera que
disfruta vicariamente las vidas de sus sobrinos, siga vigente.
De los hombres poderosos sabemos que pueden llegar a viejos
disfrutando del sexo (con ayuda química o sin ella) al lado de una
joven extasiada con el poder, la inteligencia, el brillo social o
todo a la vez. De las pasiones femeninas de última hora no sabemos
nada, ni queremos saberlo porque nos ofende que una mujer de la edad
de nuestra señora madre ande perdiendo la cabeza. Ignorancia
y prejuicios.
Isaac Bashevis Singer, que vivió mucho y amó más, escribió
apasionadamente sobre el amor sexual, decía que “un novelista que
escribe de los seres humanos debería tener una gran sensibilidad
hacia el sexo. Hay tan pocos placeres en este mundo que el escritor
no puede evitar inspirarse en el más grande de todos ellos”. Tal
vez Singer estaba refiriéndose sólo a un viejo escritor varón,
pero ya
va siendo hora de que las mujeres nos incluyamos en la celebración
de la vida sin límite ni complejos.
[…]
Amor
a destiempo, Elvira Lindo, [El País, 19 de septiembre de 2015]
[Una persona allegada y muy querida comentó públicamente con orgullo "Mi hijo se está hartando de follar". No me atreví a preguntarle, ¿lo celebrarías igual si se tratara de una hija?
Qué embuste más grande eso de que educamos por igual a todos nuestros hijos. ]
A
un hombre se le aprecia la inteligencia cuando es capaz de tratar de
igual a igual a una mujer, cuando no siente que su
libertad esté siendo cercenada porque una mujer en el trabajo o en
un encuentro público se exprese con más inteligencia que él; un
hombre denota seguridad en sí mismo cuando no se achanta ante la
ironía femenina y se ríe, se ríe de su posible condescendencia o
de su posible ridículo; un hombre no es más hombre por hacer bromas
machistas, aunque algunos lloriqueen amargamente porque ya no tienen
tanto público como antes; un hombre no lo es más por
conceder a la palabra de un varón más importancia que a la de una
mujer; un hombre no ve mermada su masculinidad por admirar
a una colega, por leer a escritoras, por sentir curiosidad por los
asuntos femeninos; un hombre justo es el que
se pregunta por qué las mujeres están menos representadas en el
mundo laboral, o en el arte, la pintura, la música o la poesía.
La poesía. ¿No será que se tiene más tolerancia con la
mediocridad masculina? Un hombre brillante no debiera sentirse
amenazado por tener que compartir su brillo con ellas. Si lo tiene
todo, ¿a qué viene el miedo? Esto ya sucedió en otros países más
avanzados en materia de derechos que el nuestro: la célebre reacción
furibunda de hombres exitosos ante la presencia femenina. ¿Qué
te pasó, Philip Roth? ¿Qué te pasó, Norman Mailer? Un cabreo
revestido de opinión autorizada: las dejaremos entrar en nuestro
club sólo si están a nuestra altura.
No
es extraño que las mujeres hayamos desarrollado una ironía que
hasta hace nada se hacía presente sólo en las conversaciones
domésticas. Anda que no hemos escuchado a las mujeres mayores en
cocinas y tardes al fresco ridiculizar la infalibilidad masculina.
Ahora esa ironía se ha hecho pública. ¿Cómo ha de tomarse Hillary
Clinton el que el señor del pelazo, Donald Trump, tuitee
que una mujer que no satisfizo a su marido no puede satisfacer a un
pueblo?
Para mí que Hillary sonríe y piensa, tú sigue, idiota, que me vas
a hacer presidenta.
El
idiota, Elvira Lindo [El País, 5 de agosto de 2015] Un artículo
para enmarcar.
Todos
tenemos un pasado. Y todas. Cuando llegó la democracia a España la
gente tenía un pasado tremendo. Lo tenía Fraga, pero también
Carrillo. Lo tenía tu padre y también el mío. Las
mujeres contaban con un pasado más doméstico, pero desde la
retaguardia también tuvieron lo suyo.
La democracia permitió una reinvención urgente, y hubo quien
habiendo sido medio-franquista o franquista-entero saboreó de pronto
la posibilidad de votar al partido socialista, incluso al comunista.
Siempre he sido de la opinión de que hay que tener mucho cuidado con
exigir certificados de buena conducta, porque a la mínima te pillan
en un renuncio. Hasta hay quien ha mostrado como mérito propio el
pasado del abuelo heroico, como si la heroicidad se llevara en la
sangre. Muchos de nuestros padres, que fueron los pobres niños en la
guerra y se les fue la vida trabajando en el país franquista,
arrastraban
un pasado de forzosa conformidad.
Nosotros, los que para suerte o desgracia fuimos jóvenes ochenteros
y vivimos la década intensamente, contamos con algún momento de
estupidez o de absoluta irresponsabilidad, que sólo con sentido del
humor se asume. Pero hay hoy un neo-puritanismo transversal que unas
veces abandera la izquierda y otras la derecha destinado a exigir
el certificado de buena conducta hasta a los jóvenes que hoy se
incorporan a la política.
Lo veía venir. Lo
veía venir desde que la nueva generación de políticos comenzó a
autodefinirse
como referente moral.
Y
no hay nada más aburrido en la vida que ser un referente. Y más
peligroso, porque el adversario, furioso, va a hacer lo posible por
afearte la conducta. Yo, por si acaso, estoy reuniendo en una carpeta
diversos documentos que harán las delicias de propios y extraños:
mi recordatorio de la primera comunión, las notas del colegio, la de
selectividad, el último certificado de penales, donaciones varias a
ONG, el libro de familia, la declaración de hacienda y todos estos
documentos que me describen, para mi sorpresa, como una dama
intachable. Si no fuera por mi vida, maldita sea, me podría dedicar
a la política. Pero he cantado cuplés verdes y he escrito comedia a
cuenta de mí misma. Una vergüenza.
Parece
ser que lo que ahora se estila es haber tenido una vidita sin
sobresaltos. Y es en ese recuento en
lo que políticos y periodistas andamos ocupados.
Los políticos hacen oposición hablando de las tetas y pises de las
nuevas mujeres de la política, y los periodistas escribiendo
artículos sobre qué es el posporno. De verdad, no puedo con tanto.
Como de costumbre, nos
acabamos dedicando a lo accesorio y lo fundamental se nos escapa
vivo.
Se busca la foto o el episodio que mejor nos sirva para ridiculizar a
una persona y nos dedicamos a rechupetearlo durante días como si
fuera un muslo de conejo en la paella. ¿Que hay que reproducir hasta
el tedio la imagen de la nueva responsable de prensa del Ayuntamiento
de Barcelona meando en la calle? ¡Vamos allá! Juas, juas. Todo con
el fin de que parezca que esta señora se ha pasado la vida orinando
en la calle. A dicha imagen se le añade un estudio sesudo sobre los
fundamentos del posporno o bien se
dedican a la protagonista esos adjetivos groseros que la carcunda,
siempre de la opinión de que todas tiramos a putas menos sus madres
y sus hermanas (de ellos), tiene reservado para las mujeres díscolas.
Tanta
energía perdemos en el pasado de personas que aún no han tenido
casi tiempo de haberlo tenido que no llegamos a saber qué es lo que
de verdad están haciendo esos nuevos representantes de la política
municipal de
los que nada se sabe salvo cuatro anécdotas más o menos afortunadas
que no definen su valía.
Este es el nuevo circo, hemos presenciado los primeros números pero
esto tiene trazas de no parar. Andamos desempolvando las vidas
digitales, las callejeras, las performances que protagonizaron,
analizando el medio de transporte que toman, los metros cuadrados del
piso en el que viven, los bares que frecuentan, lo que se gastan en
ropa o en restaurantes. Y no se puede decir que haya un culpable de
este ambiente irrespirable. Este
es el resultado de entender que los principios se llevan en un
peinado,
en la corbata o en una camiseta, en compartir piso para parecer más
humilde, en querer ser más pueblo que nadie, en
fiarlo todo a las apariencias.
Lo
que una desea es que se pongan a hacer cosas ya, cosas reales, que se
puedan criticar o celebrar.
Creo que nuestra vida no ha cambiado radicalmente tras haber sido
informados de lo que es el posporno. Nada de eso importa. Ni tan
siquiera que se bajen el sueldo. Lo único que deberíamos pedir es
que hagan lo posible por ganárselo. Y que se note el cambio de una
(puñetera) vez.
Mujeres
díscolas, Elvira Lindo [El País, 4 de julio de 2015]
“Esa
no se iba a salir con la suya… Por mis cojones que si me dejas te
mato, le advertí…”. Fue lo que me dijo un maltratador, ya
detenido, después de haber cumplido con su palabra…Cuando se
pierde el nexo de causalidad de las cosas, la sorpresa se presenta
como resultado, y el resultado se interpreta como un accidente, lo
cual es un error.
Los
hombres asesinan a las mujeres porque dentro de la relación crean
una convivencia basada en la violencia; y crean esa violencia porque
su masculinidad los lleva a entender que ellos, como hombres, deben
hacerse respetar e imponer el criterio que consideran más
adecuado; y piensan
de ese modo por una cultura construida sobre la desigualdad que ha
situado a los hombres y lo masculino como referencia universal,
y a las mujeres sometidas a sus dictados y órdenes. Por tanto, si de
verdad se quiere acabar con los homicidios y la violencia de género
hay que trabajar, y mucho, para romper con esa identidad en los
hombres que lleva a la violencia como forma de conseguir sus
objetivos.
Para
estos hombres, la violencia no solo les ayuda a imponer su voluntad,
sino que además al hacerlo de ese modo los convierte en “más
hombres”, por eso asumen las consecuencias de su conducta criminal
y se reivindican como hombres al entregarse de forma voluntaria
(aproximadamente el 74% lo hace) o por medio del suicidio (un 17% lo
comete tras el homicidio).
La
sociedad está cambiando, pero los cambios no están siendo los
mismos en los hombres y las mujeres. Las mujeres lideran unos cambios
que rompen con ese corsé de roles y espacios que les
impedía incorporarse en igualdad a la sociedad y disfrutar de
libertad e independencia. En cambio,
los hombres no cambian y permanecen en esa idea de que “su mujer”
debe hacer lo que se espera de ella, es decir, ser ante todo una
“buena esposa, madre y ama de casa”. Y cuando
intentan imponer ese criterio y la mujer no lo acepta,
recurren a un mayor grado de violencia, y cuando este aumento de la
violencia también fracasa y la mujer decide no continuar con la
relación, se entra en la zona de riesgo del homicidio.
Todos
estos elementos están en las raíces de la violencia de género y de
los homicidios, por ello hay que abordarlos desde todos los frentes,
pero de manera muy directa rompiendo con esa
imagen de “más hombre” que la cultura ha creado para el
violento. Hay que hacerlo con concienciación, con
recursos para que las mujeres puedan salir de la violencia y con
educación para prevenir y evitar la
construcción de esas identidades violentas… Justo lo
que no se está haciendo.
El
precio de la libertad de las mujeres no puede ser la muerte, ni el de
la vida la sumisión.
Ellas
están cambiando; ellos, no, Miguel Lorente, [El País, 19 de marzo
de 2014]
[No
se menciona lo suficiente sobre la importancia de la independencia
económica. Sin independencia económica de una de las partes no
puede haber condiciones de igualdad en la pareja.]
No
es fácil ser mujer y estar a la vista de todo el mundo. Se puede
estar a la vista de todo el mundo por distintas razones: por tu
propia actividad profesional o por la de tu pareja. En algún
endemoniado caso coinciden las dos circunstancias, entonces, la mujer
en cuestión ha de estar preparada para tener la culpa. ¿La culpa de
qué? De lo suyo y de lo ajeno. La mujer, en
la imaginería popular, es la que maneja los hilos en la sombra. Eso
permite al hombre mandar sin ser absolutamente responsable de lo que
hace.
En
estos días, he leído aquí y allá reportajes sobre las mujeres-de:
un aleccionador reportaje en el que se explicaba con detalle cómo
cazar a un hombre poderoso, poniendo como ejemplo a Elena Ochoa, la
esposa del arquitecto Norman Foster; otro, en el que se redimía a
Arias Cañete de sus requiebros machistas desvelando que en casa es
su mujer quien manda, y hasta una crónica que daba a conocer al gran
público cómo es la mujer que conquistó el corazón de la nueva
estrella política, Pablo Iglesias. Las mujeres siguen dando un toque
de color, alumbran los reportajes y permiten a los periódicos
ofrecer ese toque de papel couché que los lectores serios sólo se
conceden cuando van a la peluquería.
Por
lo demás, que yo sepa, no se le ha hecho una semblanza al marido de
Rosa Díez, ni al de Susana Díaz, ni al de Ana Pastor. Tampoco
se insinúa que el carácter de la juez Alaya esté marcado por la
personalidad de su marido. Más bien sería al contrario: pobre del
hombre que aguante en la intimidad un talante tan implacable.
El caso de Ana Botella brilla en su singular excepcionalidad: su
esposo desconoce lo que debería ser el comportamiento discreto de
un expresidente o de marido de la alcaldesa. Hay una mujer Chirlane
McCray, esposa del casi recién estrenado alcalde de Nueva York,
Bill de Blasio, que desde un principio inspiró gran curiosidad. Su
singularidad está a la vista: es una negra casada con un blanco. Y
a pesar de que las normas bien aprendidas del lenguaje público
mandan observar este hecho con naturalidad, en la vida real los
matrimonios mixtos siguen siendo escasos.
Esa
diferencia en el tono de piel, que significa también una cultura en
ocasiones muy diferenciada y unos desafíos desiguales en los años
escolares (sobre todo para las niñas negras) acentuó el interés
sobre la pareja y la familia que habían creado. A su negritud se
añadió el hecho de que Chirlane se había declarado abiertamente
lesbiana en sus años estudiantiles. Lo hizo a través de una
especie de manifiesto que publicó en una revista radical de los 80,
cuando desembarcó en Nueva York para convertirse en una activista
de los suyas, las mujeres negras. Las mujeres lesbianas negras.
En
un principio, el pasado y la condición bisexual de la señora
McCray, animaron la campaña de este demócrata y las crónicas que
se escribían sobre el matrimonio: padres de dos adolescentes
mulatos, guapos, con pelo a lo afro y algunos problemas que lejos de
ocultarse se sirvieron en bandeja a la prensa, como el hecho de que
la hija hubiera tenido problemas con el alcohol y los porros. Pero
como era de esperar, esa
bendición que la familia De Blasio recibió en un principio estaba
más relacionada con las obligadas normas de corrección verbal que
con una verdadera tolerancia.
Ahora han encontrado la manera de hincarle el diente. La bella
señora McCray concedió hace dos semanas una entrevista a la
revista New
York
y contestó con inusitada franqueza a las preguntas de la
periodista. Con
respecto a la maternidad, la esposa del alcalde dijo haber tardado
en encajarla dentro de su vida y no haber querido renunciar a su
condición de mujer trabajadora. Expresaba claramente su amor
incondicional por los hijos pero se veía incapaz de entregar el día
entero a su crianza.
Quienes
no habían podido hacer comentarios hirientes sobre el hecho de que
esta primera dama fuera negra, hubiera aceptado su bisexualidad y se
definiera como una activista social, han encontrado la manera de
faltarle
el respeto caracterizándola como una madre negligente.
“Soy una mala madre”, titularon algunos periódicos,
entrecomillando una frase que ella no había pronunciado. El
alcalde ha exigido una disculpa a varios medios en lo que considera
un insulto a su mujer y a tantas mujeres trabajadoras. Pero lo
irritante es que esa idea de que una madre que no entrega su
existencia a la maternidad no debería tener hijos está cundiendo
en esta parte del mundo (incluyo Europa) que fue pionera de la
emancipación femenina.
Una
mujer tan activa como la actriz Emma Thompson, por ejemplo, proclama
de pronto la conveniencia de años sabáticos para disfrutar sólo
de la condición de mamá. Por supuesto, defiende esa tesis ahora,
tras haber tenido una profesión intensa y en estos años de madurez
en que uno empieza a echar el freno. Cada una es muy libre, pero
reconozco que me preocupa la teorización
sobre las buenas o las malas madres. Cuando leí las
palabras de McCray sentí que hablaba por mí. Coincido con ella en
el amor por mi trabajo y en mi condición de madre imperfecta. Me
remito al lema que hace unos días leí en el Museo de los Derechos
Civiles en Memphis: “Las mujeres que se portan bien rara vez pasan
a la historia”. Pues eso.
Negra,
lesbiana y mala madre, Elvira Lindo [El País, 1 de junio de 2014]
[Y
lo peor no es eso (lo que opinen los demás, cómo te juzguen), sino
que seas víctima de tus propios prejuicios y te sientas culpable:
de sentir que no dedicas el tiempo suficiente a tus hijos, a la
casa, que no haces feliz a tu marido, que debieras conformarte con
el tiempo que dispones para tí, que es cosa tuya que hagas
compatible todas esas tareas con el ejercicio de tu profesión, etc.
En un proceso de selección de personal, nadie le pregunta a un
hombre si desea tener más hijos o quién se hará cargo de ellos
cuando tenga que salir de viaje.]
¿Soñaba
Alice Munro con ganar el Nobel de Literatura? “Oh, no, claro que
no. ¡Era una mujer! Sé que algunas lo han ganado, pero nunca lo
pensé, porque la mayoría subestimamos nuestra obra”,
respondió la escritora canadiense durante una entrevista grabada en
su casa y emitida ayer en la Academia sueca, en sustitución al
tradicional discurso que el ganador del premio suele pronunciar en
los días previos a la ceremonia oficial. […] “Nunca conocí la
palabra feminista, pero por supuesto que lo fui”, sostuvo.
La
escritora canadiense también representa a un colectivo que la
Academia Sueca no siempre ha sabido reconocer: las mujeres. Sin
embargo, hace dos décadas que la Academia se esfuerza en demostrar
que ha dejado de ser un club privado para ancianos blancos y
preferiblemente europeos. El reequilibrio entre géneros se
encuentra a años luz de convertirse en realidad, pero las cifras
demuestran el principio de un cambio. Desde
la instauración del premio en 1901, los académicos suecos solo
han premiado a trece escritoras. Siete de ellas han
conseguido la recompensa desde 1991 —un 30% del total en las dos
últimas décadas, frente al 7% anterior—, cuando la Academia
empezó a prestar más atención a tradiciones literarias
desatendidas y a figuras marginalizadas en el canon literario.
Entre ellas, mujeres como Nadine Gordimer, Toni Morrison, Wislawa
Szymborska, Doris Lessing o Herta Müller. Durante los cincuenta
años previos, solo una mujer se había hecho con el premio: la
alemana Nelly Sachs, escritora judía exiliada en Suecia durante la
Segunda Guerra Mundial.
Al
comité no le gusta hablar de política, pero las cifras dan fe de
una evolución. “El género, la religión y la nacionalidad del
galardonado no nos importan en absoluto. Este
premio no se gana por ser mujer, sino por méritos literarios”,
insistía ayer su presidente, Per Wästberg. Pero en su boca se
escuchaban también una concesión infrecuente: “Es cierto que
hemos premiado a pocas mujeres y es normal que intentemos
encontrarle un remedio. Lo que quiero decir es que premiamos a una
persona y no a un género”.
[Si
dices que atiendes sólo al mérito literario y premias sólo a 13
mujeres estás queriendo decir que la literatura escrita por
mujeres no alcanza el nivel necesario, no está a la altura salvo
en contadas excepciones.]
No
todo el mundo está de acuerdo. Elfriede Jelinek, ganadora del
premio en 2004, interpretó su Nobel de Literatura de la manera
opuesta. “Una mujer nunca puede decir
yo. El yo femenino siempre es múltiple”, dijo poco
después de recibir el galardón. “Me
interesa el desprecio que ejerce nuestra cultura respecto al
trabajo artístico de las mujeres. Es una muestra más de
brutalidad. Claro, no es como si me marido me pegara,
pero sí es una forma de humillación. Son escasas las mujeres que
logran inscribir su nombre en este universo frío de obras maestras
masculinas, definidas siempre por los
hombres”.
Peter
Englund es el secretario permanente de este misterioso comité
formado por 18 miembros. Es él quien cada otoño anuncia el nombre
del destinatario del galardón, valorado en 922.000 euros. “Siempre
se busca una supuesta razón que no tenga que ver con la
literatura. Es como si la gente fuera más feliz convenciéndose de
que existe una intención política”, ironiza. Pese a la versión
oficial, luego matiza el mensaje. “La
Academia ha cometido errores. E ignorar a las mujeres ha sido uno
de ellos. Ahora somos más perspicaces respecto a la cuestión que
hace 50 años, lo que no significa que funcionemos con
una agenda oculta o trabajemos con cuotas. Eso sería ridículo”.
Sin
porcentajes, pero tal vez con una nueva sensibilidad. Uno de los
más veteranos académicos, Kjell Espmark, narraba en su libro El
premio Nobel de Literatura (Nórdica)
cómo el
comité practicó un examen de conciencia a finales de los ochenta
para evolucionar hacia un canon menos masculino y eurocéntrico.
“La nueva y mayor presencia de mujeres es el resultado de que la
Academia es consciente de sus limitaciones”, escribió. Para Lina
Kalmteg, periodista literaria del primer diario sueco, Svenska
Dagbladet,
esta apertura hacia las mujeres no solo ha tenido que ver con ese
proceso de autocrítica, sino también con una profunda renovación
interna. “Hoy
forman parte del comité seis mujeres sobre 18 miembros.
La Academia ha sabido escuchar las críticas y aprender de sus
errores”, afirma. Entre las académicas figuran la novelista
Lotta Lottas, la poetisa Katarina Frostenson y la dramaturga
Kristina Lugn. Pero su influencia en el veredicto, tras un proceso
de deliberación ultraconfidencial que no se desvela hasta
cincuenta años más tarde, sigue siendo opaca. Ninguna de las seis
aceptó responder a las peticiones de entrevista para este
artículo. “Que sean mujeres no significa necesariamente que
voten por mujeres”, apunta Englund. “Tengo prohibido hablar
sobre quién vota qué. Pero diré que no tienen nada en contra de
premiar a una mujer que escribe”, sonríe Wästberg.
Otra
recordada torpeza tuvo lugar en
2007, cuando el comité aseguró haber premiado a Doris Lessing por
haber sabido retratar “la épica de la experiencia femenina”.
“A Lessing le molestó mucho”, recuerda Kalmteg.
“Nunca hubieran dicho algo parecido de un escritor. Los
hombres no describen la experiencia masculina, sino humana”,
añade con sorna. De nuevo, el comité ha aprendido de sus errores.
Este año, Munro ha sido presentada como “una maestra
contemporánea del cuento”, sin mención a su género. “Fue un
giro desafortunado que no volverá a ocurrir. Lessing se lo tomó
como si la metiéramos en un gueto, cuando no era nuestra
intención”, explica Wästberg.
La
desproporción entre hombres y mujeres se acrecenta aún más en
las categorías científicas. Desde 1901, solo ha habido
dos premiadas en física, cuatro en química y diez en medicina.
“Los comités funcionan con reuniones secretas, así que es
difícil saber cómo razonan. Pero, a juzgar por los premios de los
últimos años, diría que este desequilibrio les da completamente
igual”, opina Hillevi Ganetz, directora del departamento de
Estudios de Género en la Universidad de Estocolmo. Para Gudrun
Schyman, líder de la formación política Iniciativa Feminista,
abrirse a las mujeres ha sido, para los académicos, una simple
cuestión de supervivencia: “Han entendido que tenían que
cambiar o el premio perdería su prestigio. Se trata de una
institución firmemente anclada en el patriarcado, pero que ha
tenido que evolucionar a su pesar”.
Nobel
a la escritora invisible, Álex Vicente [El País,]
Las
mujeres tienen esa virtud. Van a dejarlas ser socias de este club,
¿tú que opinas de eso? Pero seguro que sólo dejan a las feas, esas
que procuras evitar cuando te las encuentras en una fiesta. Es el
tema del momento. Ahora quieren la igualdad, en el trabajo, en la
pareja, en todas partes. Y no quieren que las deseen a menos que a
ellas les apetezca.
_Es
escandaloso.
_Lo
cierto es que quieren una vida como la nuestra. Y eso que ni siquiera
nosotros podemos tener una vida como la nuestra. Bien, así que el
viejo se murió; tu suegro, quiero decir.
_Sí
murió. Y también mi padre.
Lo
siento. Mi padre también murió la pasada primavera , de forma
repentina. No pude llegar a tiempo. Soy de una ciudad muy pequeña y
vengo de una familia respetable. Éramos amigos del médico y del
director del banco. Si llamabas al médico, incluso a una hora
intempestiva, al instante lo tenías en casa. Era amigo tuyo y
conocía a toda tu familia. Te había cogido por los pies cuando
tenías dos minutos de vida y te había dado un azote en el culo para
extraerte la primera queja de esta vida. Decencia,
ése era el principio sacrosanto. Lealtad.
Y yo soy leal a todo eso, a mi infancia y al
viejo Sur. Debes mantener tu lealtad a las cosas porque
si no lo haces estás solo en la vida. Guardo una foto
preciosa de mi padre con su uniforme de infantería, fumando un
cigarrillo. No sé dónde se la sacaron. La fotografía es algo
asombroso. En esa foto todavía está vivo.
Hizo
una pausa, como si necesitase reflexionar o pasar página.
Todo
lo que hay, James Salter
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