domingo, 27 de septiembre de 2015

Ignorancia y prejuicios

Mi hija de siete años llega con su diccionario.
_Mamá, ¿qué es “Sex”? [pronuncia Seq]
Iba a decirle “champán” [Sekt] cuando me fijo que está señalando “der Sex” con el dedo.
_No se dice “Seq” sino “Sex” con equis. Sexo.
Ya iba a hablarle del sexo masculino y femenino cuando contesta:
_¡Ah, ya!. Sexual. Ya entiendo.
La pregunta no es casual y me ha dejado intrigada. Yo creo que me estaba poniendo a prueba. O quizá no.
En cualquier caso, me ha dado mucha alegría porque cuando niña mi madre también buscaba insultos y estas palabras en el diccionario: follar, puta, polla, coño. Interrogarse por el significado y darse uno cuenta de que también están recogidas ahí es una forma de buscar un interés legítimo. Una forma de remarcar: que conste que te lo pregunto porque está aquí, en el libro. Como niño, uno sabe que se trata de un tema “tabú” pero también sabe que hay ciertos aspectos por los que puede interrogar sin que nadie se moleste.
Tenía unos once años cuando quise saber de qué color era el semen. Me perdí buscando en las Enciclopedias que tenía a mano, en los libros de texto. Solo después de un infructuoso rastreo me atreví a preguntárselo a mi hermano.
Mi padre siempre me habló de sexo asociándolo a la afectividad y mi madre, a la prevención del embarazo.

La intimidad de las mujeres sigue siendo un misterio. Lo apuntaba la semana pasada, cuando escribía sobre la desconocida sexualidad de las mujeres mayores de sesenta años. […] Pero lo que yo pretendía, sin conseguirlo, era reflexionar sobre los malentendidos que siempre rondan el asunto de la sexualidad femenina: si la mujer es mayor, madura o anciana, porque se le sobreentiende jubilada del juego amoroso, y si la mujer es muy joven, en esta época en la que debería contar con más armas para tener relaciones satisfactorias, evitar embarazos indeseados o infecciones que pongan su salud en riesgo, resulta que un porcentaje alarmante de chicas mantiene relaciones de cualquier manera y no sabe o no puede o no quiere pedir ayuda en sus primeros pasos.
En este asunto, las mujeres con experiencia o con experiencias deberíamos romper un tabú al que seguimos contribuyendo. Sobre todo, las que fuimos adolescentes en los setenta y jóvenes en los ochenta, aquellas que rompimos con el protocolo de iniciación habitual en la generación de nuestras madres, que aún valoraban la llegada al matrimonio con el himen intacto, ese himen que ahora algunas descerebradas pagan porque les sea reconstruido. Deberíamos contar por qué si las chicas liberadas (como se decía entonces) quisimos romper con el mito de la virginidad y buscamos por nuestra cuenta información, fuimos al ginecólogo en secreto, elegimos método anticonceptivo y tratamos de no quedarnos embarazadas, aunque la sombra del aborto estuviera muy presente en aquella juventud, por qué, pregunto, no hemos contribuido luego a que se avanzara más en este aspecto; por qué en estos tiempos en los que se habla de sexo tan burdamente en la televisión, convirtiendo la intimidad en algo impúdico, y tantos personajillos se empeñan en contarnos sus hazañas sexuales, por qué sigue habiendo un porcentaje considerable de adolescentes que ignoran casi todo lo que deberían saber antes de enrollarse con un tío. Hablo en femenino no porque sean ellas las únicas que deben informarse, en absoluto, pero es obvio que las consecuencias no deseadas suelen caer sobre sus hombros y también es habitual que las chicas renuncien a parte de su disfrute a favor del de su compañero de juegos. Aunque el aspecto dedicado al placer en sí no haya sido el objetivo del estudio de Bayer que ha analizado el conocimiento que nuestras jóvenes poseen de los métodos anticonceptivos, no existe verdadera educación sexual si no se contempla la esencia de encontrarse íntimamente con alguien: disfrutar, o mejor aún, disfrutar mucho.
No estaría de más que quienes ya podemos mirar atrás con ironía y habiéndonos perdonado todos los errores cometidos contáramos cómo fue nuestro inicio, dónde, a qué edad, quién nos había facilitado alguna información y si supimos algo a través de nuestros padres. Mi padre fue pedagogo por un día y me contó algo sobre la abeja reina y los zánganos. Todavía lo estoy asimilando. En realidad yo sabía de sobra a qué se estaba refiriendo y me sentí abochornada, casi tan incómoda como cuando fui al cine con él a ver Novecento y nos vimos en el trago de contemplar juntos la escena en la que una prostituta hace una doble paja a Robert De Niro y Gérard Depardieu. Nuestra educación sexual fue inexistente, pero el deseo de dar un salto generacional y romper con la tradición que sometía a nuestras madres hizo que algunas chicas investigáramos la manera de ser libres.
[Cuando le conté a mi madre, años más tarde, que había ido con mi pareja a un Centro de Planificación Familiar y que visitaba regularmente al ginecólogo me dijo:
_¡Qué moderna! Con asistencia médica y todo.]
El futuro no siempre trae progreso; si la educación no funciona condenamos a las chicas a retroceder. Se puede ser de apariencia tan atractiva y rompedora como Amy Winehouse, admirar su talento y descubrir luego que en las letras que ella misma compuso hay una entrega ciega a la voluntad masculina, a la satisfacción de los deseos del hombre, a una infravaloración voluntaria y orgullosa, que nos retrotrae a los tiempos de una Billie Holiday a la que destrozaron el racismo y las drogas, pero también los hombres que amó, y que actuaron más como chulos que como compañeros. Es probable que la educación sexual sea una de las materias más difíciles de enseñar, pero tampoco se puede abandonar todo a la experiencia, porque no podemos permitirnos que las chicas sigan creyendo en la marcha atrás, en que no se pueden quedar embarazadas si tienen la regla, en que no hay más que dos métodos anticonceptivos, o en que lo fundamental es hacer que su chico se corra. Porque luego está esa imagen de la chica sola, desolada, que no sabe cómo salir del lío en el que se ha metido.
Esto también importa, Elvira Lindo [El País, 26 de septiembre de 2015]


A mí, las tertulias que más me fascinan son aquellas de corte transversal, por usar el adjetivo del momento. Me refiero a esas reuniones de contertulios en que se trata lo rosa como si fuera sesudo y lo político como si fuera del corazón. Lo extraordinario de las tertulias transversales es que en ellas abundan las mujeres, por entender los responsables de los medios, imagino, que somos expertas en darle a todo su toquecillo humano y que nadie se va a extrañar si mezclamos los asuntos de gran calado político con cuestiones entrañables, como por ejemplo, quién le prepara la maleta al presidente del Gobierno cuando viaja. A veces pienso que cuando se lleva a una mujer a una tertulia o a la presentación de un libro, se espera de ella que en algún momento interrumpa lo solemne de la conversación para preguntarle al caballero que tiene al lado, “¿y a usted, quién le hace la maleta cuando viaja?”.
El otro día, en una de esas salas de espera en las que la tele se ve con subtítulos, me tragué una tertulia de mujeres mañanera, donde ellas, siguiendo el papel que se nos tiene asignado, iban del corazón a los asuntos políticos, de Obama (del que se comenta que anda haciendo campaña por la unidad de España) a la hija secreta de un jinete, tan enorme ya que se diría su novia. [...]
Había sarcasmo, más que ironía, sobre la idea de que dos personas que han superado la madurez se muestren enamoradas, y algún comentario jocoso sobre esos abuelos que, como nuestra pareja, se enamoran en los geriátricos. Había un trasfondo sexual que sin expresarse se intuía todo el tiempo: ¿cómo se las apañan dos personas más allá de los 65 para gozar de una pasión? [...]
Sea como fuere, siempre espero que las bromas de las señoras en torno a la edad del amor vuelen un poco más alto, ya que somos nosotras las que tradicionalmente hemos sido motivo de chanza si mostrábamos algo parecido a la pasión en cuanto dejábamos atrás la juventud. Véase Calle Mayor. Y parece mentira que esta idea tan cruel de la mujer, anulada para cualquier papel que no sea el de viuda, abuela o tía soltera que disfruta vicariamente las vidas de sus sobrinos, siga vigente. De los hombres poderosos sabemos que pueden llegar a viejos disfrutando del sexo (con ayuda química o sin ella) al lado de una joven extasiada con el poder, la inteligencia, el brillo social o todo a la vez. De las pasiones femeninas de última hora no sabemos nada, ni queremos saberlo porque nos ofende que una mujer de la edad de nuestra señora madre ande perdiendo la cabeza. Ignorancia y prejuicios. Isaac Bashevis Singer, que vivió mucho y amó más, escribió apasionadamente sobre el amor sexual, decía que “un novelista que escribe de los seres humanos debería tener una gran sensibilidad hacia el sexo. Hay tan pocos placeres en este mundo que el escritor no puede evitar inspirarse en el más grande de todos ellos”. Tal vez Singer estaba refiriéndose sólo a un viejo escritor varón, pero ya va siendo hora de que las mujeres nos incluyamos en la celebración de la vida sin límite ni complejos. […]
Amor a destiempo, Elvira Lindo, [El País, 19 de septiembre de 2015]

[Una persona allegada y muy querida comentó públicamente con orgullo "Mi hijo se está hartando de follar". No me atreví a preguntarle, ¿lo celebrarías igual si se tratara de una hija?
Qué embuste más grande eso de que educamos por igual a todos nuestros hijos. ]


A un hombre se le aprecia la inteligencia cuando es capaz de tratar de igual a igual a una mujer, cuando no siente que su libertad esté siendo cercenada porque una mujer en el trabajo o en un encuentro público se exprese con más inteligencia que él; un hombre denota seguridad en sí mismo cuando no se achanta ante la ironía femenina y se ríe, se ríe de su posible condescendencia o de su posible ridículo; un hombre no es más hombre por hacer bromas machistas, aunque algunos lloriqueen amargamente porque ya no tienen tanto público como antes; un hombre no lo es más por conceder a la palabra de un varón más importancia que a la de una mujer; un hombre no ve mermada su masculinidad por admirar a una colega, por leer a escritoras, por sentir curiosidad por los asuntos femeninos; un hombre justo es el que se pregunta por qué las mujeres están menos representadas en el mundo laboral, o en el arte, la pintura, la música o la poesía. La poesía. ¿No será que se tiene más tolerancia con la mediocridad masculina? Un hombre brillante no debiera sentirse amenazado por tener que compartir su brillo con ellas. Si lo tiene todo, ¿a qué viene el miedo? Esto ya sucedió en otros países más avanzados en materia de derechos que el nuestro: la célebre reacción furibunda de hombres exitosos ante la presencia femenina. ¿Qué te pasó, Philip Roth? ¿Qué te pasó, Norman Mailer? Un cabreo revestido de opinión autorizada: las dejaremos entrar en nuestro club sólo si están a nuestra altura.
No es extraño que las mujeres hayamos desarrollado una ironía que hasta hace nada se hacía presente sólo en las conversaciones domésticas. Anda que no hemos escuchado a las mujeres mayores en cocinas y tardes al fresco ridiculizar la infalibilidad masculina. Ahora esa ironía se ha hecho pública. ¿Cómo ha de tomarse Hillary Clinton el que el señor del pelazo, Donald Trump, tuitee que una mujer que no satisfizo a su marido no puede satisfacer a un pueblo? Para mí que Hillary sonríe y piensa, tú sigue, idiota, que me vas a hacer presidenta.
El idiota, Elvira Lindo [El País, 5 de agosto de 2015] Un artículo para enmarcar.


Todos tenemos un pasado. Y todas. Cuando llegó la democracia a España la gente tenía un pasado tremendo. Lo tenía Fraga, pero también Carrillo. Lo tenía tu padre y también el mío. Las mujeres contaban con un pasado más doméstico, pero desde la retaguardia también tuvieron lo suyo. La democracia permitió una reinvención urgente, y hubo quien habiendo sido medio-franquista o franquista-entero saboreó de pronto la posibilidad de votar al partido socialista, incluso al comunista. Siempre he sido de la opinión de que hay que tener mucho cuidado con exigir certificados de buena conducta, porque a la mínima te pillan en un renuncio. Hasta hay quien ha mostrado como mérito propio el pasado del abuelo heroico, como si la heroicidad se llevara en la sangre. Muchos de nuestros padres, que fueron los pobres niños en la guerra y se les fue la vida trabajando en el país franquista, arrastraban un pasado de forzosa conformidad. Nosotros, los que para suerte o desgracia fuimos jóvenes ochenteros y vivimos la década intensamente, contamos con algún momento de estupidez o de absoluta irresponsabilidad, que sólo con sentido del humor se asume. Pero hay hoy un neo-puritanismo transversal que unas veces abandera la izquierda y otras la derecha destinado a exigir el certificado de buena conducta hasta a los jóvenes que hoy se incorporan a la política. Lo veía venir. Lo veía venir desde que la nueva generación de políticos comenzó a autodefinirse como referente moral. Y no hay nada más aburrido en la vida que ser un referente. Y más peligroso, porque el adversario, furioso, va a hacer lo posible por afearte la conducta. Yo, por si acaso, estoy reuniendo en una carpeta diversos documentos que harán las delicias de propios y extraños: mi recordatorio de la primera comunión, las notas del colegio, la de selectividad, el último certificado de penales, donaciones varias a ONG, el libro de familia, la declaración de hacienda y todos estos documentos que me describen, para mi sorpresa, como una dama intachable. Si no fuera por mi vida, maldita sea, me podría dedicar a la política. Pero he cantado cuplés verdes y he escrito comedia a cuenta de mí misma. Una vergüenza.
Parece ser que lo que ahora se estila es haber tenido una vidita sin sobresaltos. Y es en ese recuento en lo que políticos y periodistas andamos ocupados. Los políticos hacen oposición hablando de las tetas y pises de las nuevas mujeres de la política, y los periodistas escribiendo artículos sobre qué es el posporno. De verdad, no puedo con tanto. Como de costumbre, nos acabamos dedicando a lo accesorio y lo fundamental se nos escapa vivo. Se busca la foto o el episodio que mejor nos sirva para ridiculizar a una persona y nos dedicamos a rechupetearlo durante días como si fuera un muslo de conejo en la paella. ¿Que hay que reproducir hasta el tedio la imagen de la nueva responsable de prensa del Ayuntamiento de Barcelona meando en la calle? ¡Vamos allá! Juas, juas. Todo con el fin de que parezca que esta señora se ha pasado la vida orinando en la calle. A dicha imagen se le añade un estudio sesudo sobre los fundamentos del posporno o bien se dedican a la protagonista esos adjetivos groseros que la carcunda, siempre de la opinión de que todas tiramos a putas menos sus madres y sus hermanas (de ellos), tiene reservado para las mujeres díscolas.
Tanta energía perdemos en el pasado de personas que aún no han tenido casi tiempo de haberlo tenido que no llegamos a saber qué es lo que de verdad están haciendo esos nuevos representantes de la política municipal de los que nada se sabe salvo cuatro anécdotas más o menos afortunadas que no definen su valía. Este es el nuevo circo, hemos presenciado los primeros números pero esto tiene trazas de no parar. Andamos desempolvando las vidas digitales, las callejeras, las performances que protagonizaron, analizando el medio de transporte que toman, los metros cuadrados del piso en el que viven, los bares que frecuentan, lo que se gastan en ropa o en restaurantes. Y no se puede decir que haya un culpable de este ambiente irrespirable. Este es el resultado de entender que los principios se llevan en un peinado, en la corbata o en una camiseta, en compartir piso para parecer más humilde, en querer ser más pueblo que nadie, en fiarlo todo a las apariencias.
Lo que una desea es que se pongan a hacer cosas ya, cosas reales, que se puedan criticar o celebrar. Creo que nuestra vida no ha cambiado radicalmente tras haber sido informados de lo que es el posporno. Nada de eso importa. Ni tan siquiera que se bajen el sueldo. Lo único que deberíamos pedir es que hagan lo posible por ganárselo. Y que se note el cambio de una (puñetera) vez.
Mujeres díscolas, Elvira Lindo [El País, 4 de julio de 2015]


Esa no se iba a salir con la suya… Por mis cojones que si me dejas te mato, le advertí…”. Fue lo que me dijo un maltratador, ya detenido, después de haber cumplido con su palabra…Cuando se pierde el nexo de causalidad de las cosas, la sorpresa se presenta como resultado, y el resultado se interpreta como un accidente, lo cual es un error.
Los hombres asesinan a las mujeres porque dentro de la relación crean una convivencia basada en la violencia; y crean esa violencia porque su masculinidad los lleva a entender que ellos, como hombres, deben hacerse respetar e imponer el criterio que consideran más adecuado; y piensan de ese modo por una cultura construida sobre la desigualdad que ha situado a los hombres y lo masculino como referencia universal, y a las mujeres sometidas a sus dictados y órdenes. Por tanto, si de verdad se quiere acabar con los homicidios y la violencia de género hay que trabajar, y mucho, para romper con esa identidad en los hombres que lleva a la violencia como forma de conseguir sus objetivos.
Para estos hombres, la violencia no solo les ayuda a imponer su voluntad, sino que además al hacerlo de ese modo los convierte en “más hombres”, por eso asumen las consecuencias de su conducta criminal y se reivindican como hombres al entregarse de forma voluntaria (aproximadamente el 74% lo hace) o por medio del suicidio (un 17% lo comete tras el homicidio).
La sociedad está cambiando, pero los cambios no están siendo los mismos en los hombres y las mujeres. Las mujeres lideran unos cambios que rompen con ese corsé de roles y espacios que les impedía incorporarse en igualdad a la sociedad y disfrutar de libertad e independencia. En cambio, los hombres no cambian y permanecen en esa idea de que “su mujer” debe hacer lo que se espera de ella, es decir, ser ante todo una “buena esposa, madre y ama de casa”. Y cuando intentan imponer ese criterio y la mujer no lo acepta, recurren a un mayor grado de violencia, y cuando este aumento de la violencia también fracasa y la mujer decide no continuar con la relación, se entra en la zona de riesgo del homicidio.
Todos estos elementos están en las raíces de la violencia de género y de los homicidios, por ello hay que abordarlos desde todos los frentes, pero de manera muy directa rompiendo con esa imagen de “más hombre” que la cultura ha creado para el violento. Hay que hacerlo con concienciación, con recursos para que las mujeres puedan salir de la violencia y con educación para prevenir y evitar la construcción de esas identidades violentas… Justo lo que no se está haciendo.
El precio de la libertad de las mujeres no puede ser la muerte, ni el de la vida la sumisión.
Ellas están cambiando; ellos, no, Miguel Lorente, [El País, 19 de marzo de 2014]

[No se menciona lo suficiente sobre la importancia de la independencia económica. Sin independencia económica de una de las partes no puede haber condiciones de igualdad en la pareja.]


No es fácil ser mujer y estar a la vista de todo el mundo. Se puede estar a la vista de todo el mundo por distintas razones: por tu propia actividad profesional o por la de tu pareja. En algún endemoniado caso coinciden las dos circunstancias, entonces, la mujer en cuestión ha de estar preparada para tener la culpa. ¿La culpa de qué? De lo suyo y de lo ajeno. La mujer, en la imaginería popular, es la que maneja los hilos en la sombra. Eso permite al hombre mandar sin ser absolutamente responsable de lo que hace.
En estos días, he leído aquí y allá reportajes sobre las mujeres-de: un aleccionador reportaje en el que se explicaba con detalle cómo cazar a un hombre poderoso, poniendo como ejemplo a Elena Ochoa, la esposa del arquitecto Norman Foster; otro, en el que se redimía a Arias Cañete de sus requiebros machistas desvelando que en casa es su mujer quien manda, y hasta una crónica que daba a conocer al gran público cómo es la mujer que conquistó el corazón de la nueva estrella política, Pablo Iglesias. Las mujeres siguen dando un toque de color, alumbran los reportajes y permiten a los periódicos ofrecer ese toque de papel couché que los lectores serios sólo se conceden cuando van a la peluquería.
Por lo demás, que yo sepa, no se le ha hecho una semblanza al marido de Rosa Díez, ni al de Susana Díaz, ni al de Ana Pastor. Tampoco se insinúa que el carácter de la juez Alaya esté marcado por la personalidad de su marido. Más bien sería al contrario: pobre del hombre que aguante en la intimidad un talante tan implacable. El caso de Ana Botella brilla en su singular excepcionalidad: su esposo desconoce lo que debería ser el comportamiento discreto de un expresidente o de marido de la alcaldesa. Hay una mujer Chirlane McCray, esposa del casi recién estrenado alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, que desde un principio inspiró gran curiosidad. Su singularidad está a la vista: es una negra casada con un blanco. Y a pesar de que las normas bien aprendidas del lenguaje público mandan observar este hecho con naturalidad, en la vida real los matrimonios mixtos siguen siendo escasos.
Esa diferencia en el tono de piel, que significa también una cultura en ocasiones muy diferenciada y unos desafíos desiguales en los años escolares (sobre todo para las niñas negras) acentuó el interés sobre la pareja y la familia que habían creado. A su negritud se añadió el hecho de que Chirlane se había declarado abiertamente lesbiana en sus años estudiantiles. Lo hizo a través de una especie de manifiesto que publicó en una revista radical de los 80, cuando desembarcó en Nueva York para convertirse en una activista de los suyas, las mujeres negras. Las mujeres lesbianas negras.
En un principio, el pasado y la condición bisexual de la señora McCray, animaron la campaña de este demócrata y las crónicas que se escribían sobre el matrimonio: padres de dos adolescentes mulatos, guapos, con pelo a lo afro y algunos problemas que lejos de ocultarse se sirvieron en bandeja a la prensa, como el hecho de que la hija hubiera tenido problemas con el alcohol y los porros. Pero como era de esperar, esa bendición que la familia De Blasio recibió en un principio estaba más relacionada con las obligadas normas de corrección verbal que con una verdadera tolerancia. Ahora han encontrado la manera de hincarle el diente. La bella señora McCray concedió hace dos semanas una entrevista a la revista New York y contestó con inusitada franqueza a las preguntas de la periodista. Con respecto a la maternidad, la esposa del alcalde dijo haber tardado en encajarla dentro de su vida y no haber querido renunciar a su condición de mujer trabajadora. Expresaba claramente su amor incondicional por los hijos pero se veía incapaz de entregar el día entero a su crianza.
Quienes no habían podido hacer comentarios hirientes sobre el hecho de que esta primera dama fuera negra, hubiera aceptado su bisexualidad y se definiera como una activista social, han encontrado la manera de faltarle el respeto caracterizándola como una madre negligente. “Soy una mala madre”, titularon algunos periódicos, entrecomillando una frase que ella no había pronunciado. El alcalde ha exigido una disculpa a varios medios en lo que considera un insulto a su mujer y a tantas mujeres trabajadoras. Pero lo irritante es que esa idea de que una madre que no entrega su existencia a la maternidad no debería tener hijos está cundiendo en esta parte del mundo (incluyo Europa) que fue pionera de la emancipación femenina.
Una mujer tan activa como la actriz Emma Thompson, por ejemplo, proclama de pronto la conveniencia de años sabáticos para disfrutar sólo de la condición de mamá. Por supuesto, defiende esa tesis ahora, tras haber tenido una profesión intensa y en estos años de madurez en que uno empieza a echar el freno. Cada una es muy libre, pero reconozco que me preocupa la teorización sobre las buenas o las malas madres. Cuando leí las palabras de McCray sentí que hablaba por mí. Coincido con ella en el amor por mi trabajo y en mi condición de madre imperfecta. Me remito al lema que hace unos días leí en el Museo de los Derechos Civiles en Memphis: “Las mujeres que se portan bien rara vez pasan a la historia”. Pues eso.
Negra, lesbiana y mala madre, Elvira Lindo [El País, 1 de junio de 2014]
[Y lo peor no es eso (lo que opinen los demás, cómo te juzguen), sino que seas víctima de tus propios prejuicios y te sientas culpable: de sentir que no dedicas el tiempo suficiente a tus hijos, a la casa, que no haces feliz a tu marido, que debieras conformarte con el tiempo que dispones para tí, que es cosa tuya que hagas compatible todas esas tareas con el ejercicio de tu profesión, etc. En un proceso de selección de personal, nadie le pregunta a un hombre si desea tener más hijos o quién se hará cargo de ellos cuando tenga que salir de viaje.]


¿Soñaba Alice Munro con ganar el Nobel de Literatura? “Oh, no, claro que no. ¡Era una mujer! Sé que algunas lo han ganado, pero nunca lo pensé, porque la mayoría subestimamos nuestra obra”, respondió la escritora canadiense durante una entrevista grabada en su casa y emitida ayer en la Academia sueca, en sustitución al tradicional discurso que el ganador del premio suele pronunciar en los días previos a la ceremonia oficial. […] “Nunca conocí la palabra feminista, pero por supuesto que lo fui”, sostuvo.
La escritora canadiense también representa a un colectivo que la Academia Sueca no siempre ha sabido reconocer: las mujeres. Sin embargo, hace dos décadas que la Academia se esfuerza en demostrar que ha dejado de ser un club privado para ancianos blancos y preferiblemente europeos. El reequilibrio entre géneros se encuentra a años luz de convertirse en realidad, pero las cifras demuestran el principio de un cambio. Desde la instauración del premio en 1901, los académicos suecos solo han premiado a trece escritoras. Siete de ellas han conseguido la recompensa desde 1991 —un 30% del total en las dos últimas décadas, frente al 7% anterior—, cuando la Academia empezó a prestar más atención a tradiciones literarias desatendidas y a figuras marginalizadas en el canon literario. Entre ellas, mujeres como Nadine Gordimer, Toni Morrison, Wislawa Szymborska, Doris Lessing o Herta Müller. Durante los cincuenta años previos, solo una mujer se había hecho con el premio: la alemana Nelly Sachs, escritora judía exiliada en Suecia durante la Segunda Guerra Mundial.
Al comité no le gusta hablar de política, pero las cifras dan fe de una evolución. “El género, la religión y la nacionalidad del galardonado no nos importan en absoluto. Este premio no se gana por ser mujer, sino por méritos literarios”, insistía ayer su presidente, Per Wästberg. Pero en su boca se escuchaban también una concesión infrecuente: “Es cierto que hemos premiado a pocas mujeres y es normal que intentemos encontrarle un remedio. Lo que quiero decir es que premiamos a una persona y no a un género”.
[Si dices que atiendes sólo al mérito literario y premias sólo a 13 mujeres estás queriendo decir que la literatura escrita por mujeres no alcanza el nivel necesario, no está a la altura salvo en contadas excepciones.]
No todo el mundo está de acuerdo. Elfriede Jelinek, ganadora del premio en 2004, interpretó su Nobel de Literatura de la manera opuesta. “Una mujer nunca puede decir yo. El yo femenino siempre es múltiple”, dijo poco después de recibir el galardón. “Me interesa el desprecio que ejerce nuestra cultura respecto al trabajo artístico de las mujeres. Es una muestra más de brutalidad. Claro, no es como si me marido me pegara, pero sí es una forma de humillación. Son escasas las mujeres que logran inscribir su nombre en este universo frío de obras maestras masculinas, definidas siempre por los hombres”.
Peter Englund es el secretario permanente de este misterioso comité formado por 18 miembros. Es él quien cada otoño anuncia el nombre del destinatario del galardón, valorado en 922.000 euros. “Siempre se busca una supuesta razón que no tenga que ver con la literatura. Es como si la gente fuera más feliz convenciéndose de que existe una intención política”, ironiza. Pese a la versión oficial, luego matiza el mensaje. “La Academia ha cometido errores. E ignorar a las mujeres ha sido uno de ellos. Ahora somos más perspicaces respecto a la cuestión que hace 50 años, lo que no significa que funcionemos con una agenda oculta o trabajemos con cuotas. Eso sería ridículo”.
Sin porcentajes, pero tal vez con una nueva sensibilidad. Uno de los más veteranos académicos, Kjell Espmark, narraba en su libro El premio Nobel de Literatura (Nórdica) cómo el comité practicó un examen de conciencia a finales de los ochenta para evolucionar hacia un canon menos masculino y eurocéntrico. “La nueva y mayor presencia de mujeres es el resultado de que la Academia es consciente de sus limitaciones”, escribió. Para Lina Kalmteg, periodista literaria del primer diario sueco, Svenska Dagbladet, esta apertura hacia las mujeres no solo ha tenido que ver con ese proceso de autocrítica, sino también con una profunda renovación interna. “Hoy forman parte del comité seis mujeres sobre 18 miembros. La Academia ha sabido escuchar las críticas y aprender de sus errores”, afirma. Entre las académicas figuran la novelista Lotta Lottas, la poetisa Katarina Frostenson y la dramaturga Kristina Lugn. Pero su influencia en el veredicto, tras un proceso de deliberación ultraconfidencial que no se desvela hasta cincuenta años más tarde, sigue siendo opaca. Ninguna de las seis aceptó responder a las peticiones de entrevista para este artículo. “Que sean mujeres no significa necesariamente que voten por mujeres”, apunta Englund. “Tengo prohibido hablar sobre quién vota qué. Pero diré que no tienen nada en contra de premiar a una mujer que escribe”, sonríe Wästberg.
Otra recordada torpeza tuvo lugar en 2007, cuando el comité aseguró haber premiado a Doris Lessing por haber sabido retratar “la épica de la experiencia femenina”. “A Lessing le molestó mucho”, recuerda Kalmteg. “Nunca hubieran dicho algo parecido de un escritor. Los hombres no describen la experiencia masculina, sino humana”, añade con sorna. De nuevo, el comité ha aprendido de sus errores. Este año, Munro ha sido presentada como “una maestra contemporánea del cuento”, sin mención a su género. “Fue un giro desafortunado que no volverá a ocurrir. Lessing se lo tomó como si la metiéramos en un gueto, cuando no era nuestra intención”, explica Wästberg.
La desproporción entre hombres y mujeres se acrecenta aún más en las categorías científicas. Desde 1901, solo ha habido dos premiadas en física, cuatro en química y diez en medicina. “Los comités funcionan con reuniones secretas, así que es difícil saber cómo razonan. Pero, a juzgar por los premios de los últimos años, diría que este desequilibrio les da completamente igual”, opina Hillevi Ganetz, directora del departamento de Estudios de Género en la Universidad de Estocolmo. Para Gudrun Schyman, líder de la formación política Iniciativa Feminista, abrirse a las mujeres ha sido, para los académicos, una simple cuestión de supervivencia: “Han entendido que tenían que cambiar o el premio perdería su prestigio. Se trata de una institución firmemente anclada en el patriarcado, pero que ha tenido que evolucionar a su pesar”.
Nobel a la escritora invisible, Álex Vicente [El País,]



Las mujeres tienen esa virtud. Van a dejarlas ser socias de este club, ¿tú que opinas de eso? Pero seguro que sólo dejan a las feas, esas que procuras evitar cuando te las encuentras en una fiesta. Es el tema del momento. Ahora quieren la igualdad, en el trabajo, en la pareja, en todas partes. Y no quieren que las deseen a menos que a ellas les apetezca.
_Es escandaloso.
_Lo cierto es que quieren una vida como la nuestra. Y eso que ni siquiera nosotros podemos tener una vida como la nuestra. Bien, así que el viejo se murió; tu suegro, quiero decir.
_Sí murió. Y también mi padre.
Lo siento. Mi padre también murió la pasada primavera , de forma repentina. No pude llegar a tiempo. Soy de una ciudad muy pequeña y vengo de una familia respetable. Éramos amigos del médico y del director del banco. Si llamabas al médico, incluso a una hora intempestiva, al instante lo tenías en casa. Era amigo tuyo y conocía a toda tu familia. Te había cogido por los pies cuando tenías dos minutos de vida y te había dado un azote en el culo para extraerte la primera queja de esta vida. Decencia, ése era el principio sacrosanto. Lealtad. Y yo soy leal a todo eso, a mi infancia y al viejo Sur. Debes mantener tu lealtad a las cosas porque si no lo haces estás solo en la vida. Guardo una foto preciosa de mi padre con su uniforme de infantería, fumando un cigarrillo. No sé dónde se la sacaron. La fotografía es algo asombroso. En esa foto todavía está vivo.
Hizo una pausa, como si necesitase reflexionar o pasar página.
Todo lo que hay, James Salter

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