Principio del daño (o Harm Principle): «El objeto de este ensayo [Sobre la libertad] es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados, la fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública. Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro una comunidad civilizada contra su voluntad es evitar que perjudique a los demás». (Sobre la libertad, capítulo 1. Introducción). John Stuart Mill
José
Álvarez Junco (Viella, Lleida, 1942) es experto en el siglo XIX y en
el anarquismo español. Se trata de un historiador de referencia. Se
ha jubilado como catedrático de Historia de la Universidad
Complutense tras 50 años de enseñanza, ocho de ellos en Boston
(EEUU). Álvarez Junco podría ser un representante de la tercera
España, esa vía imposible en el siglo XX, la pretendida por la
Institución Libre de Enseñanza y los Chaves Nogales, una España
que siempre ha recibido críticas y ataques de las otras dos.
Esta
entrevista será una prueba. Nos recibe en su casa de Madrid.
Hablamos en el jardín, al disfrute del primer otoño cuando aún
parece primavera. Pese a su origen catalán, es un zamorano de
adopción. Habla tranquilo, acostumbrado a la pausa profesoral. Tras
la primera pregunta el periodista se enreda en el manejo de la
grabadora, algo que él aprovecha para trazarse un esquema de
respuesta. Fue una excepción. Cuando hay
orden en la cabeza suelen sobrar los papeles.
Entrevista a José Álvarez Junco por Ramón Lobo, [eldiario, 4 de octubre de 2014]
En el nombre de..., José Álvarez Junco
Religión y violencia, José Álvarez Junco
¿Vienen
del siglo XIX gran parte de los problemas que tenemos, tanto
políticos como de identidad, o el origen es más antiguo?
Del
XIX vienen algunos. Fue un siglo complicado en la historia de España
pero no se puede decir que todos los problemas de la historia de
España procedan del XIX. Muchos de ellos ya están resueltos. Creo
que son más cercanos. En el XIX ocurre algo
muy importante, que la monarquía española, que era una monarquía
imperial, pierde su imperio. Pierde el 90% en el primer cuarto y el
10% restante al terminar el siglo, en el 98. España pasa
de ser una de las primeras potencias mundiales a ser una de tercera,
completamente irrelevante. No participa en ninguna guerra, en ninguna
alianza, en nada importante internacionalmente en el XIX y en el XX,
incluidas las dos guerras mundiales.
A
eso se añade la inestabilidad política, las
luchas entre absolutistas y liberales, el problema
agrario, que viene de siglos anteriores: grandes
latifundistas y millones de aparceros sin tierras. Se
añade el problema educativo y el
analfabetismo a unos niveles desconocidos en la Europa
avanzada. En la Europa periférica no, pero en la Europa avanzada
-Alemania, Francia, Inglaterra-, desde luego. Se añade el
peso de la Iglesia como institución, un problema que sí
viene del Antiguo Régimen.
Todas
esas cuestiones se resuelven en el siglo XX. Esos problemas no
persisten hoy, salvo la estructura
territorial del Estado que es un asunto de finales del XIX, de los
años noventa, con el surgimiento del catalanismo y el vasquismo y
recorre todo el XX para resurgir al final del franquismo.
Ese sí que es un problema actual que viene de la historia, pero no
del XIX y mucho menos de la Edad Media, no tiene que ver con reinos
medievales, procede más bien del franquismo.
Da
la sensación de que el XIX es la lucha entre la España negra y la
España de la luz, y que casi siempre ganó la España negra.
Sí,
pero no es tan fácil. Ese es un cliché que elaboraron las dos
partes, pero sobre todo la España liberal. Que
la España liberal no era precisamente la España de la luz se
demuestra en el hecho de que cuando tenía el poder, las muchedumbres
se lanzaban a quemar iglesias y a matar curas, que no son
actos propios de la luz. La España de la
luz está representada por la Institución Libre de Enseñanza
porque la Institución Libre de Enseñanza no hacía esas cosas y
tampoco tuvo nunca el poder. Quizá lo tuvo en 1931 brevemente cuando
hubo una serie de institucionistas en el gobierno. Pero fueron
desbordados rápidamente.
¿Ha
existido la tercera España?
Claro
que ha existido, pero ha sido minoritaria.
La
de Manuel Chaves Nogales, por ejemplo.
Sí,
y de tantos otros. Se puede hablar de la tercera España en Ortega y
Gasset, en Marañón, en los institucionistas. Gente muy importante,
pero un grupo minoritario.
España
es un país de trinchera: aquí o allá, con nosotros o contra
nosotros.
Como
tantos países incultos. No podemos creer que somos excepcionales.
Como tantos países en los que no hay mucha
educación. Sucede cuando en la escuela no te enseñan que tu verdad
es tu verdad pero no La Verdad, y que el de al lado tiene
otra verdad distinta a la tuya y que aunque sea distinta es
respetable, y que a lo mejor harías bien escuchándole porque quizá
aprendas algo de él. Eso no se lo enseñan a nadie en las escuelas,
ni en las de derechas ni en las de izquierdas.
Somos
un país que no escucha.
Claro
que somos un país que no escucha.
La mejor expresión que puede encontrar son las tertulias y los
debates enloquecidos, de gritos y pasión, en televisión y radio,
que son los que tienen las mayores audiencias. Ahí desde luego hay
una cosa que no hace nadie, que es escuchar. ¡Nadie! Pero eso es
porque no te lo han enseñado desde pequeño.
No
aceptamos la posibilidad de que el otro tenga algo que aportar.
Incluso
puedes aprender que tienes razón porque el otro está diciendo
disparates que refuerzan tu posición. O resulta que lo que dice no
es tan disparatado. Esto es un principio
básico de la educación liberal, lo dice John Stuart Mill en ‘Sobre
la libertad’, que es un libro que deberían aprenderse casi de
memoria en las escuelas españolas. Aquí, por supuesto,
nadie ha leído a John Stuart Mill. Hay algunos y algunas que se
declaran liberales, como doña Esperanza Aguirre, pero, claro,
¡menuda liberal! Es una liberal en economía pero en política no
parece que sea una persona que se caracterice por escuchar.
La
derecha en este país es bastante retrógrada, salvando contadas
excepciones. Y la izquierda aún es bastante sectaria.
Bueno,
esa ha sido la tendencia. Evidentemente no todos son así, ni son así
siempre. Un señor tan indiscutiblemente de derechas como Manuel
Fraga Iribarne aceptó la Constitución de 1978 y en 1981, después
del 23-F, fue a la manifestación para defender la Constitución. Y
este era don Manuel Fraga, a quien no tengo especial simpatía. No
toda la derecha ha sido brutal. Don Santiago Carrillo, a quien
tampoco tengo especial simpatía, también aceptó la Constitución
del 78 y también metió a la izquierda del Partido Comunista en
la senda constitucional. No siempre la derecha y la
izquierda han sido tan brutales. No hablemos
en términos absolutos y perennes. "Nosotros somos así".
No, no somos así; ha dependido de los momentos. Y depende, como he
insistido varias veces, de la educación.
¿Qué
debería tener nuestro sistema educativo para llegar a ser un pueblo
culto?
Debería
haber algo parecido a Educación para la Ciudadanía pero,
claro, ese nombre está teñido con la cosa del zapaterismo y de que
todo consiste en decirle a los niños que hay homosexuales en el
mundo. Pues no, mire usted: la Educación para la Ciudadanía es más
complicado que eso. Está muy bien lo de decir que hay homosexuales
pero lo primero que hay que decir a los niños es que tienen que
escuchar al que está a su lado, que ser distinto no es malo. No es
necesario que se dé en una asignatura concreta, se debería de dar
en todas, debería estar en todos los
niveles educativos. Mientras no logremos eso, que existe en países
como Estados Unidos, es difícil que tengamos una verdadera
democracia, por mucho que haya elecciones cada cuatro
años.
¿Tenemos
una democracia de baja calidad?
Tenemos
una democracia de baja calidad pero no necesariamente por nuestros
políticos sino por nuestra ciudadanía, en parte. Nuestros políticos
son resultado de la ciudadanía. Han salido
de la ciudadanía y han sido elegidos por la ciudadanía.
Son reelegidos por la ciudadanía, incluso después de ver cómo son
claramente corruptos, en algunos casos. No hace falta mencionar
Valencia y Marbella porque hay corrupción en todas partes.
¿Cómo
ve los movimientos ciudadanos como Guanyem, Ganemos y Podemos?
Los
movimientos ciudadanos están bien porque denuncian este tipo de
cosas, pero a la vez son movimientos muchas veces infantiles,
populistas y redentoristas. “El pueblo es bueno", "los
políticos son malos”, "si le dejamos el poder a la gente todo
va a ir bien", como dicen los de Podemos. Pues depende, porque
la gente es egoísta como somos los seres humanos, y malvada como
somos los seres humanos, y si la gente no
tiene suficiente educación hará barbaridades como las ha
hecho cuando se han quemado iglesias y otro tipo de cosas. Tampoco
confíes tanto en la gente.
Pero
a veces un puñetazo en la mesa viene bien.
Algunas
veces viene bien, sobre todo cuando los dos partidos están
anquilosados y metidos en redes de
clientelismo.
¿Puede
ser la Historia científica? ¿Debe aspirar a ser objetiva?
Científica
como las Matemáticas o la Física, nunca. La Historia siempre tiene
un grado de subjetividad muy alto que no tienen las ciencias puras.
Primero porque los datos que nos llegan son datos
humanos pasados por el tamiz de la humanidad. Tengo un
documento del siglo XIII que me dice que ese año la cosecha fue
pésima. ¿Tengo que creer que ese año la cosecha fue pésima, o hay
un grado de subjetividad en ese señor? Encima, yo historiador, estoy
añadiendo otro grado de subjetividad porque conviene a mi tesis de
que en el siglo XIII hubo una crisis agraria.
En
la historia siempre hay un alto grado de subjetividad y de
interpretación, tanto en los documentos originales como en nuestra
interpretación como historiadores. ¿Quiere decir que
la historia es arbitraria y que puedo escribir una novela y vale lo
mismo? Claro que no. El historiador honrado se
basa en documentos auténticos, no falsificados. Algún
grado de verosimilitud tiene, no es una novela.
En
un Estado complejo como el español, ¿se puede alcanzar un grado de
consenso sobre una historia común?
No
creo que se pueda alcanzar grado de consenso común sobre la
historia. Ni en España ni en ningún sitio. Porque los
conflictos humanos son complicados. Todos hemos vivido conflictos
amorosos, de pareja, ¿verdad? ¿Cree que una pareja que ha vivido un
conflicto y que se ha separado puede llegar a una historia común y
contársela al hijo? “Mira hijo, vas a aprender la historia que
hemos elaborado entre los dos de lo que nos pasó”. ¿Cree eso de
verdad? Será mejor que el niño aprenda que en su papá hay una
historia y en su mamá, otra. Y en el tercero que apareció y rompió
la pareja hay otra, que a lo mejor tiene algo de verdad también. Y
en el propio niño hay otra parte de verdad. Hay
muchas verdades. No creo que haya la posibilidad de una historia
común pactada que se deba enseñar en las escuelas y que
esa es la historia fetén.
Pero
esa permanente invención de la historia…
Invención
sobre una base documentada, no es invención en el sentido
en el que te inventas una novela.
En
la Catalunya actual hay una reinvención de la historia.
Sin
duda: los nacionalistas son grandes
inventores de la historia. Pero, cuidado, los otros
nacionalistas también.
Nosotros
ya nos inventamos la nuestra.
Por
supuesto. El nacionalismo español se inventó la suya, que si Isabel
y Fernando lograron la unidad nacional. ¡Vamos, no me diga usted!
Isabel y Fernando hacen una acumulación de
reinos que no tiene nada que ver con la nación; acumulan
territorios italianos, americanos como había hecho cualquier gran
señor feudal hasta ese momento. El
nacionalismo español se inventa que ahí surge España y la unidad
nacional. Eso me enseñaron en la escuela bajo el franquismo.
A los inventos del nacionalismo español les responden los inventos
del nacionalismo vasco o catalán, que muchas veces son réplicas del
español, son paralelos, sobre todo el vasco.
La
guerra de Sucesión de 1714 se ha convertido en una de España contra
Catalunya.
Posiblemente los catalanes eligieron el candidato adecuado que era el
de Austria.
No
los catalanes. No se puede hablar de unidades tan grandes como "los
catalanes". Los catalanes estuvieron divididos, como estaba
dividida la sociedad en general.
Cuenta
en un artículo de prensa que en
la Edad Media los señores feudales y los papas pagaban a los
historiadores para que contaran sus grandes hazañas.
Contaran
no, se
inventaran. Naturalmente. Les pagaban para inventar,
por ejemplo, que cuando Hércules pasó por España se dejó un hijo,
pero eso son invenciones puras. Les pagaban por hacer eso y eran
estupendos inventores. Gente que sabía lenguas: griego, árabe,
latín... Algunos sabían hasta arameo. Se inventaban cosas
increíbles.
¿Cómo
cree que va a acabar el asunto de Catalunya?
No
lo sé, eso sí que es futurismo. En este momento soy
pesimista desde el punto de vista de ruptura de la unidad de España.
Puede ocurrir, claro que sí. Hay una gran cantidad de catalanes,
parece ser que no mayoría pero muy cercano a la mayoría, que están
bastante decididos a la separación. El asunto es complicado.
Cuando
una parte importante de un Estado quiere separarse, ¿qué debe hacer
el Estado, reconocer el derecho de decidir?
Lógicamente,
en una situación democrática habría que reconocer ese derecho
pero, claro, eso es complicado porque si dentro de Catalunya hay
algunos que no quieren separarse ¿qué pasa con ellos?, ¿hay que
reconocerles el derecho a no separarse? Habría que dividir en
unidades cada vez más pequeñas. Es un asunto complicado.
Hablaba
de los Reyes Católicos, que parece ser que no eran tan católicos y
que no se llevaban tan bien. No sé si es cierto algo que leí:
cuando
murió Isabel, Fernando tuvo que huir de Castilla.
Claro
que es cierto. No soy modernista, soy siglo XIX-XX. Por supuesto que
Fernando tuvo que salir de Castilla. Las
cortes castellanas no aceptan que fuese el regente. Se
tiene que marchar y de Aragón se va a Sicilia donde se refugia hasta
que le llega la noticia de que ha muerto el yerno, Felipe el Hermoso,
y entonces regresa. Él quería ser el
regente en lugar de su hija, que era la reina titular, Juana la Loca,
y aprovecha para decir que su hija está mal de la cabeza y que no
puede ser regente, que el regente es él. Juana la Loca es un
personaje desdichado: fue maltratada por su padre, su marido y luego
su hijo Carlos V.
¿Siempre
hemos elegido los héroes equivocados en la historia de España?
El
adverbio ‘siempre’ lo prohíbo. En historia no hay
nada que haya ocurrido siempre. Nosotros hemos elegido con frecuencia
héroes equivocados o han caído en el poder las personas equivocadas
porque no se han elegido. A los reyes del
Antiguo Régimen no se les elegía. Ha habido algunos
desastrosos, otros no. Carlos III
[1759-1788] es un personaje respetable, pero tiene un hijo, Carlos IV
[1788-1808] que lo es menos.
¿Quién
es el personaje más interesante del XIX?
Me
río un poco porque se me ocurre primero hablar de los menos
interesantes y los que menos aportaron.
También
podemos hablar de ellos.
Por
ejemplo reyes como Fernando VII [1808, ab
1813-1833], un personaje nada admirable en ningún
sentido. Mala persona, envidioso, poco inteligente, traidor, falaz.
Todo lo que se quiera decir de él es poco. Su hija Isabel
II [1833-1868] no mejoró mucho la imagen. Luego mejora
con Alfonso XII [1874-1885] , por
supuesto que mejora. Y no digamos con los reyes actuales. Tanto Juan
Carlos I como Felipe VI dan la impresión de ser muy distintos a sus
antecesores.
Antes
he hablado de mis "héroes" que son los institucionistas.
La Institución Libre de Enseñanza, aunque es del último cuarto de
siglo, pero bueno, están ahí. ¿Personajes interesantes? Pues, por
ejemplo, Juan Prim, militar que
viene desde abajo, que no ha estado en la academia militar, que hace
su carrera, que consigue tener más o menos unido el Ejército bajo
su mando y que hace una revolución liberal
contra Isabel II y que intenta la nacionalización del país,
en términos españoles. Eso hecho por un catalán hubiera sido
bastante interesante, si hubiera seguido adelante el asunto, claro.
La revolución fue muy bien, o relativamente bien, durante los dos
primeros años hasta que mataron a Prim. Le mataron y la revolución
empezó a dar tumbos porque se quedó sin cabeza; sus seguidores se
dividieron... En fin, un desastre. Es un personaje que podría haber
desempeñado un papel positivo.
Tendríamos
que haber ido en 1808 con los franceses, que traían la racionalidad.
Nos
quedamos con las cadenas de Fernando VII.
Tengo
pocas dudas: de haber vivido en 1808 hubiera sido afrancesado. Porque
al fin y al cabo José Bonaparte
[1808-1813] era un personaje
bastante razonable, no se le recuerda ninguna barbaridad. Napoleón,
su hermano, no digamos: había sido capaz de aportar orden en una
Francia tremendamente desordenada como era la Francia posterior a la
revolución y él había sido capaz de poner orden manteniendo los
principios revolucionarios básicos. Traer un modelo de ese tipo a
España no hubiera venido mal. Representaba
la Ilustración y a la vez el sentido de la autoridad.
Y
el laicismo...
Un
cierto laicismo. Declararon la catolicidad del Estado español y
demás, pero dentro de eso reducían el poder de la Iglesia y de las
órdenes religiosas, eliminaron la Inquisición. Todo lo
que hicieron los afrancesados fue bastante sensato.
Muchos
de los males de este país proceden de la interpretación de la
religión por parte de la Iglesia Católica Española, del
nacionalcatolicismo.
Y
de los católicos que la siguen. No hay que culpar nunca sólo a los
de arriba. Los católicos que la siguen, que se conforman con una
religiosidad meramente externa, ceremonial
-bautismos, bodas, entierros, procesiones...-, y ya está. Nada que
ver con unas creencias y los
valores morales adheridos a esas creencias.
No
soy creyente, pero escucho a este Papa y me da la sensación de que
cree en Dios. Escucho a Rouco Varela y me da la sensación de que no
cree en él.
Que
crea o no crea en Dios es un misterio, no lo podemos saber. Lo que le
importa por encima de todo es el poder de la
institución, de eso no hay duda.
La
Iglesia sigue teniendo un poder desmedido en España si tenemos en
cuenta la cantidad de gente que acude los domingos a las iglesias.
Sí.
En cambio, y le digo como historiador, que la
Iglesia ya no tiene el poder que tenía en España en los años 60.
Es un problema relativamente secundario en el panorama político
español. De los grandes problemas que hay en España, ese no es uno
de ellos. Sí es verdad que tiene un poder
superior al que le corresponde por el peso de los
católicos.
Las
encuestas confirman el aumento de personas que se declaran católicos
no practicantes. Además, la mayoría no atiende a lo que dice el
clero.
Pero
no sólo es eso, una parte de los que se declaran católicos, una
pequeña parte, dicen no creer en Dios. España
es el único país del mundo, que sepa, en el que existe gente que se
declara católico y declara además no creer en Dios. Si
hay un 70% que se declaran católicos, un 67% declara creer en Dios.
¡No consigo entender qué hace el 3% restante! Pero conociendo el
país, acabo por entenderlo. Declaran que lo que quieren es seguir
con el ceremonial, el rito y demás, pero le traen sin cuidado las
creencias.
Opino lo mismo. Ay, la ignorancia. A mí mientras no me quiten las procesiones.
Gran
parte de esa incapacidad que tenemos de escuchar, de reconocer que el
otro puede ser portador de alguna idea, quizá venga de esto, de la
visión eclesiástica, de la incapacidad de interpretar e investigar.
Sin
duda puede venir de ahí porque la Iglesia es una
institución que se basa en el dogma de que ellos poseen
la verdad. Que el que está en el error y fuera de lo que ellos creen
no puede tener La Verdad. Nunca. Si partimos de esa base es difícil
aceptar que el otro puede aportar algo.
La
Iglesia española afirma que la modificación de la ley del aborto
era una promesa electoral que el Gobierno debe cumplir, pero no habla
de los desahucios, el paro, de las familias que viven de una única
pensión, de la pobreza, de los niños que han tenido que ir a
alimentarse a colegios abiertos este verano porque empieza a haber
problemas de alimentación en determinadas zonas. De eso no se habla.
Responde
a la tradición de la Iglesia. Desde
que surgió el problema obrero en el mundo industrial moderno, en
Inglaterra antes de 1800, en Bélgica y Francia en 1800-1830, y en
España en 1850, la Iglesia no dijo nada.
Nada en absoluto, salvo que los socialistas y demás eran unos
subversivos, unos agentes de Satanás. Hasta
que en 1891 el papa León XIII sacó la encíclica Rerum
Novarum
y empezó a decir que había que prestar atención al problema
obrero.
Pasó más de medio siglo -en el caso inglés, un siglo- sin que la
Iglesia dijera nada sobre ese asunto. La
Revolución Francesa promulgó la declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano, en 1789, y la Iglesia lo condenó como un
error absoluto hasta que Juan XXIII, casi 200 años después, dijo
que existían los derechos y libertades individuales.
La Iglesia ha estado completamente al margen de los avances del
pensamiento político y social contemporáneos. No sólo al margen,
ha estado incluso en contra.
¿Cree
que el descrédito de la política es irreversible? ¿Tiene que ver
con la crisis, la corrupción?
No.
La corrupción y la crisis lo han sacado a la luz, pero no tiene que
ver con la crisis. La corrupción empezó
con los últimos años de Felipe González, de 1990 a 1996 y
no había crisis. Luego se atenuó en la percepción pública en los
años de Aznar y de Zapatero y ha resurgido ahora, de
Bárcenas en adelante, del 2012 para acá. Eso no quiere
decir que sea ahora cuando ha ocurrido. Muchos casos vienen de los
años anteriores, pese a que ahora es cuando han salido a la luz. La
corrupción viene de un sistema político demasiado clientelar en el
que los partidos hacen favores y a cambio obtienen apoyos políticos.
De hacer favores y obtener dinero a cambio, no hay más que un paso.
Los
partidos políticos necesitan financiación, y como necesitan
financiación porque las campañas electorales son caras y tienen
mucho poder en sus manos, obtienen
esa financiación por la vía de la recalificación de terrenos, o
del 3%, o del 4% en las concesiones de obras públicas y ese tipo de
cosas. Cuando se empiezan a hacer esas cosas para la
financiación de los partidos, es muy fácil que los
intermediarios se queden con una parte del dinero.
Decir
que la Transición está mal hecha puede ser ventajista, pero parece
que está incompleta.
La
Transición no fue una operación completa, por supuesto. Las
operaciones se completan con el tiempo. En la Transición se hizo lo
que se pudo en ese momento. Hay que tener en cuenta que se hace en un
momento en el que los franquistas tienen su
aparato de poder intacto. El dictador ha muerto pero ahí
están las Fuerzas Armadas, las fuerzas policiales y ahí está todo.
Hay que alcanzar un pacto y la
izquierda llega al pacto de que no van a haber depuraciones ni
cambios fundamentales en los cuerpos de funcionarios a cambio de que
se instale un sistema democrático. Me parece muy bien:
era un pacto adecuado para ese momento. A mi me parece que la
Transición fue un éxito. Lo que ocurre es que había que seguir
haciendo, no había que dormirse en los laureles.
Tenemos
una derecha que se niega a modificar nada; la Constitución se ha
convertido en una especie de santoral.
Aquello
fue un pacto y eso es irreversible; pues no, mire usted. Aquí los
problemas siguen y habrá que seguir alcanzando pactos
constituyentes. Deben ser casi constantes a medida que los problemas
surgen o a medida que se demuestra que no se han solucionado. Como
con la estructura territorial del Estado, que queda claro que no
quedó resuelta con el título VIII de la Constitución,
que se ha quedado como un título completamente inadecuado.
¿Por
qué hay tanto miedo a hablar de las cosas?
Porque
se pone en cuestión todo y porque se tiene mucha inseguridad. Si
tuvieran suficiente seguridad serían capaces de hablar de las cosas
y de volver a pactar.
¿Faltan
liderazgos?
Falta
liderazgo y falta conciencia de lo grave que
es la situación. Nadie está convencido de que haya que
tomar medidas drásticas y cambiar cosas importantes, ni siquiera el
público. Tras la muerte de Franco todo el mundo estaba convencido de
que había que cambiar cosas de manera drástica.
¿qué ocurriría en el peor de los casos? ¿qué está en juego?
¿Qué
cambiaría?
Haría
un nuevo pacto constitucional, en el que de verdad se
pacte un sistema federal, en el que de verdad tengan un grado de
autogobierno muy alto, especialmente las comunidades históricas como
Catalunya, País Vasco y Galicia, pero sobre todo
Catalunya y País Vasco. Que se sientan medianamente satisfechos. No
los nacionalistas radicales, porque nunca se van a sentir satisfechos
mientras no tengan la independencia. Pero sí la amplia población
media que aceptaría un pacto de ese tipo.
Y
un modelo en el que
queden claros cuáles son los poderes reservados al Estado o al
Gobierno central, cuáles son los poderes reservados para las
autonomías, cuál es el poder reservado para los municipios, cuál
es la financiación de los municipios, cuáles son los impuestos que
los municipios pueden imponer y de los cuales pueden vivir.
Decidir cómo los municipios pueden desarrollarse a partir de sus
propios recursos y no de lo que les da el Estado Central. Cuáles son
los impuestos de las Comunidades Autónomas para que tampoco tengan
que estar negociando con el Estado, sino que tengan sus propios
impuestos. Y cuáles son los impuestos del Estado Central. Eso tiene
que quedar claro en la Constitución.
Una
Constitución consiste en eso, en que las reglas del juego estén
claras. Ahí el título VIII es un título que dice "se verá,
se decidirá, se harán leyes posteriores..." Hubo
que pactar en esos términos en aquel momento porque no hubo acuerdo.
Pero hoy día es el momento en el que habría que llegar a un
acuerdo.
No
ha habido capacidad de alcanzar un consenso en algo esencial como la
ley de Educación, para que no cambie cada cuatro u ocho años.
Por
supuesto. Una ley de Educación y una inversión de dinero en
educación muy superior a la que hay ahora mismo. En educación e
investigación. Porque hay que tener
conciencia de que tenemos un grado bajísimo de educación y de
investigación. De que no tenemos científicos en este
país porque desde que se crearon los premios Nobel hace más de cien
años ha habido cerca de 1.000 premios en Medicina, Física...
¿Cuántos españoles? Tenemos a Ramón y Cajal, pero estamos por
debajo de la media que nos correspondería.
Hay
unas clasificaciones de universidades, que son discutibles como todo,
pero también lo son los reglamentos de la FIFA. Si España queda
fuera de los mejores 16 equipos hay un trauma nacional. Que
ninguna universidad española esté entre las doscientas mejores del
mundo no supone ningún trauma. Eso ha sido culpa del
árbitro: los rankings no nos reconocen pero somos buenísimos. Pues
no, no somos buenísimos y tenemos que tener conciencia de que
tenemos unas serias carencias en unas cuantas cosas, y ahí habría
que hacer un pacto.
En
la España del siglo XIX, después del trauma del 98, se llegó a la
conciencia de que éramos un desastre, de que había que lanzar
ciertas reformas, se creó un Ministerio de Educación Nacional y se
dedicó dinero. Se hizo un cambio en el país muy serio que luego
trajo la República. Entre 1900 y 1930 se
pasa de un 40% de analfabetos a un 20% o menos de analfabetos. Una de
las cosas que pasan es que se crea la República y que la gente
empieza a votar de una manera distinta. Pues a lo mejor
tenemos que darnos cuenta de que ha llegado la hora de hacer una cosa
parecida.
Ha
estado 50 años en la universidad y ha visto pasar varias
generaciones, ¿cómo ha evolucionado la juventud en estos años?
No
mal. La juventud actual no es la misma que en aquellos tiempos.
Estamos hablando de 100.000 universitarios
en España en los años 60; ahora estamos hablando de un millón y
medio. Con lo cual no son representativos, aquello era la
creme de la creme de la sociedad española y hoy tenemos una
verdadera representación de la sociedad española. No se puede
comparar. Cuando algunos compañeros dicen "es que ha bajado el
nivel, ya no hay el mismo nivel que antes...". No, hazme el
favor y compara a los 100.000 mejores de
ahora con los 100.000 mejores de antes y verás que ha subido el
nivel. El nivel educativo ha aumentado.
¿Cómo
son los estudiantes actuales? No todos, pero una minoría suficiente
como para que valga la pena dar clase están interesados en lo que
les cuentan, tienden a tener algún conocimiento de idiomas, no mucho
y menor que el de los alumnos en Alemania y Escandinavia. En Francia
tienen un inglés bastante malo, menor que el de Italia, pero un
conocimiento mucho mayor que el que había en España en mi época.
Antes
se decía que en España había dos tipos de personas: los que no
sabían inglés y los que llevaban toda la vida estudiando inglés.
No hemos mejorado tanto.
Hemos
mejorado algo, no mucho. El nivel de conocimiento de idiomas es malo.
Pero es que en mi época, cuando con 22 años me fui a Inglaterra
para vivir allí un año, era un rara avis.
Ha
dado clase en Estados Unidos durante ocho años, ¿qué diferencias
ve?
Diferencias
fundamentales. No tiene nada que ver. En Estados Unidos, tardé dos
años en enterarme porque llegaba, me preparaba mis clases que eran
en inglés y me llevaba más trabajo, hasta las escribía y todo, y
me ponía a hablar y a hablar para que ellos tomaran notas y me lo
repitieran en el examen, como se hace aquí. Hasta
que me enteré de que allí las clases no se dan así. No hay por qué
dar información al estudiante. Si la tienes ahí, en los libros y en
internet. Lo que hay que darles son lecturas. Ellos
toman la información de las lecturas, llegan
a clase y ahí se discute y se debate. El profesor
tiene que llegar y decirles "bueno, ¿qué tal han ido las
lecturas esta semana, qué dificultades ha habido?".
Una metodología parecida cuenta el profesor Emilio Lledó de la Universidad De Heidelberg
Escuché decir que la universidad ofrece una mochila más o menos vacía; el trabajo de cada estudiante, su responsabilidad, es llenarla.
Pero
te tienen que dar una buena mochila, bien organizada y darte
herramientas para que aprendas a llenarla. Lo que no te
pueden dar es una mochila llena y que te obliguen a aprendértela y a
que la repitas en un examen. Eso no tiene sentido ninguno. Mientras
el profesor se forme así, no iremos a ningún lado.
También
es un experto en el anarquismo del siglo XIX.
Bueno,
lo era.
¿Qué
nos queda de ese anarquismo, de ese individualismo radical?
No
creo que en el anarquismo español haya habido nunca un
individualismo radical porque el
anarquismo español fue un anarquismo colectivista, comunitario y
nada individualista, porque este es un país poco
individualista, en contra del estereotipo.
También
influye la religión en esto.
Influye
la religión, influye una sociedad
corporativa, clánica, en la cual no eres nadie sino en la
medida en que participas en una colectividad. El anarquismo español
no era individualista, era muy colectivista. El libro más vendido
entre los anarquistas españoles era 'La conquista del pan' de
Kropotkin, un príncipe ruso que defendía que la
ley natural era la ley de la solidaridad en lugar del
egoísmo. Él era antidarwiniano. Nada de la lucha por la
supervivencia ni de eso de que el más fuerte sobrevive. Todo lo
contrario: la ley natural consiste en sacrificarse por el otro. Los
leones, que son feroces e individualistas, desaparecerán algún día.
En cambio las hormigas sobrevivirán porque ante un obstáculo, un
riachuelo, la primera hormiga se lanza y muere y la otra muere
también. Al final, las demás cruzan sobre los cadáveres de las
primeras y el hormiguero sobrevive, porque lo
importante es que sobreviva el hormiguero. Un señor que
pone este ejemplo no es un individualista porque las hormigas no son
un ejemplo de individualismo. Eso es lo que leían los anarquistas
españoles, lo que les gustaba. ¿Qué queda de aquello? Creo que
poco porque el anarquismo partía de la base
de que se puede suprimir el Estado, de que se puede
prescindir de él. Hoy en día ¿quién puede pensar que se puede
suprimir el Estado, las pensiones de jubilación?
Los
ultraliberales.
Bueno,
claro, los ultraliberales, no los anarquistas. ¿Qué
sindicato obrero puede defender que desaparezca el Estado y deje de
haber seguro de accidentes, seguro de enfermedad y pensiones?
No hay sindicato que pudiera preconizar eso y tener seguidores entre
los obreros. Entre los empresarios sí, claro. Los ultraliberales
quieren que desaparezca el Estado y que venza el más fuerte, porque
los únicos que sobrevivirían serían ellos.
Dentro
de la República hubo varias repúblicas, la de los azañistas, la
socialista, la de los comunistas, la de los anarquistas, y luego la
república de gente de derechas. ¿Quién tiene en la izquierda más
responsabilidad en el fracaso?
La
responsabilidad fue de todos en el sentido en que se dividieron en
dos, no en tantos como ha dicho sino básicamente en dos. En los
republicanos de verdad, que querían defender las instituciones
republicanas, un régimen liberal parlamentario, con elecciones
progresistas y demás y los que querían una revolución social, como
los anarquistas, los comunistas o los socialistas de izquierdas.
Esos no querían defender la república aunque se dijeran
republicanos. Ellos querían la revolución social y esos le hicieron
la guerra a los otros. Los otros no tenían fuerza suficiente para
defenderse de los rebeldes, tuvieron que apoyarse en estos, y estos
empezaron a sembrar el caos en sus zonas y a ocupar fincas y
suscitaron el miedo entre las clases medias que se pasaron al otro
bando.
¿Quiénes
serían los personajes mejores y peores de la época de la II
República y de la Guerra Civil?
Sería
difícil decirlo, pero vamos, un Manuel
Azaña
[presidente
del Gobierno de España (1931-1933, 1936) y presidente de la Segunda
República Española (1936-1939)] no
hay duda. No hay duda de que era un hombre que tenía
un alto sentido de Estado
y que creía que había que mantener el Estado, mantener una
autoridad, mantener unas leyes, hacer que se cumplieran y que esas
leyes fueran respetuosas con las libertades individuales. Esa era una
manera de defender la República, claro que sí. Todo el
conjunto de institucionistas, Fernando de los Ríos y compañía, el
propio Besteiro.
Son gente todos ellos muy respetables.
¿Y
la parte negativa?
Los
que jugaron con fuego y decidieron que era el momento para destrozar
a los enemigos seculares del progreso y para hacer una revolución y
extirpar de una vez el cáncer de esta sociedad. Se lanzaron a una
guerra a muerte que fue respondida por el otro lado con una guerra a
muerte y los que ganaron fueron los otros.
¿Cree
que hemos superado mentalmente el trauma del siglo XX?
Sí,
ese trauma está suficientemente lejos. Creo que esa no es ahora
nuestra preocupación fundamental. Creo que la Transición se hizo
con unos esquemas mentales muy diferentes a los de la República de
los años 30 y que se superaron varios de los problemas. Los
clásicos del militarismo, el agrario, el clericalismo, se superaron.
El odio a la monarquía, que era una cosa fundamental de la
República, tampoco hizo falta porque en la Transición
llegó un rey que era bastante distinto a lo que había sido su
abuelo. Creo que ese trauma no es el problema fundamental que hay en
España. Hay algunas cosas que no fueron errores de la República que
convendría recordar e imitar, como por ejemplo el
esfuerzo pedagógico.
Este
es un país sin símbolos claros. La bandera está en discusión; el
himno está en discusión; el rey está en discusión. Lo único que
parecía que estaba funcionando era la selección nacional de fútbol
y ahora también está en discusión.
Viviría
sin símbolos. Los símbolos tampoco me preocupan mucho. Los
catalanes están llenos de símbolos y mira para lo que sirven. Los
símbolos no ayudan a la comprensión racional de los problemas.
Lo que pasa es que, dicho eso, es cierto que tiene
que haber una serie de creencias básicas, un cemento
social que una a los miembros de la comunidad.
Un
sentimiento de pertenencia...
Claro.
Que haya algunas cosas que sean comunes.
José
María Ridao dijo que una democracia no necesita de una identidad
clara, lo que tiene que haber son instituciones que funcionen.
Eso
es, instituciones que funcionen y no tanto
identidad. Estados Unidos es un
ejemplo. Allí hay muchas identidades. Un irlandés
católico se siente irlandés católico por encima de todo; un negro
del sur es un negro por encima de todo; un inmigrante chicano es por
encima de todo chicano y un blanco protestante es eso por encima del
resto de cosas, pero tienen algunas cosas en
común: respetan la ley, pagan los impuestos y eso es lo que les une.
Eso es lo importante, que haya instituciones e instituciones en el
doble sentido. Lo que aquí llamamos instituciones y lo que allí se
llaman normas respetadas por todos. Si tú y yo
respetamos las mismas normas, pagamos los mismos impuestos, nos
atenemos a las mismas leyes y no las rompemos, que tú seas de
izquierdas o de derechas, que seas rico y yo pobre, que tú seas
religioso y yo no es poco importante porque podemos ser miembros de
una comunidad porque nuestro pacto consiste
en respetar las normas de comunidad.
Entrevista
a José Álvarez Junco por Ramón Lobo, [eldiario, 4 de octubre de
2014]
Qué
personaje, este Adolf Hitler, de cuyo suicidio se cumplen ahora 70
años. Un número redondo, que no significa nada ni tendría por qué
hacernos hablar de él. Pero cualquier pretexto es bueno para
reflexionar sobre Hitler.
Y
es así no porque su personalidad tuviera interés, porque fuera un
“gran hombre”, bueno o malo, según gustos, pero dotado, en todo
caso, de alguna cualidad extraordinaria. Solo
creerá que fue grande quien equipare grandeza con popularidad,
impacto mediático, influencia sobre su época. Porque influyó, sin
duda, sobre el curso de la historia mundial como pocos seres humanos
lo han hecho en el tiempo en que vivieron. El siglo XX sería, sin
duda, muy distinto de no haber nacido él.
Desde
cualquier otro punto de vista, careció por completo de grandeza. Fue
un tipo inculto, aunque él
creyera, desde luego, saber mucho (otra prueba de su ignorancia). En
el cenit de su poder, pensó que eran tan importantes las
conversaciones mantenidas en sus almuerzos por él y su grupo cercano
que instaló a unas taquígrafas para que tomaran notas y se
conservaran así para la historia. Se publicaron, hace unas décadas;
miles de páginas, de una pobreza difícil de imaginar, llenas
de simplezas, en un tono siempre rotundo y dogmático.
¿Por qué adquirió Hitler, en 1940 El arte de la pintura, el famoso cuadro de Vermeer?
Si
de las ideas pasamos a los principios
morales, sus móviles nunca fueron “nobles”,
cualquiera que sea el significado que demos a esta palabra. Y si a
las ideas y los principios añadimos su atractivo personal, no era un
tipo sociable, nunca tuvo verdaderos amigos y su vida sentimental fue
anodina; de él no se recuerda una anécdota interesante, una frase
ingeniosa, pese a la inventiva que suele adornar estos anecdotarios
de hombres célebres. Como pintor, su única profesión, fue
mediocre; y cuando le tocó ser gestor se levantaba tarde, era vago y
desorganizado, le aburría leer informes y eludía la toma de
decisiones (o las tomaba de forma temeraria). Por no inventar, no
inventó ni el antisemitismo. Fue un oportunista
vulgar, un megalomaniaco vacuo, un don nadie fanático y
simplón, un charlatán desprovisto de cualquier idea de interés, un
ambicioso cuyo único norte fue la conquista
de un poder absoluto sobre sus semejantes.
¿quién era antes de ser el Führer —presidente— y canciller de Alemania entre 1933 y 1945? ¿Cómo llegó al poder? ¿Cómo se mantuvo? ¿Quiénes estaban en el partido Nacionalsocialista? ¿Quiénes le encumbraron?. Tenemos la costumbre de buscar equivalencias: partido nazi=hitler=holocausto=causamuerte de 17millones de personas
Alguien
me objetará que aportó novedades, aunque fueran perversas; que
construyó y dirigió un régimen totalitario modélico, ideal para
otros muchos dictadores; que enseñó a otros criminales políticos
cinismo, brutalidad, manipulación de la prensa y la radio,
justificación de los medios por el fin, crímenes contra la
humanidad a gran escala. Pero en todos estos
aspectos le había precedido Stalin. Y aquí me parece
escuchar voces de protesta: cómo se me ocurre compararlos, este lo
hizo por motivos idealistas, quería establecer una sociedad justa e
igualitaria, aunque esto le llevara a cometer “excesos”. Dejemos
ese tema para otro día. Lo indiscutible es que utilizó
todos los medios imitados luego por Hitler para
instalarse en el poder y que lo ejerció, como él, sin
límites morales; y su modelo totalitario fue aún más perfecto que
el nazi. Hitler, la verdad, tampoco inventó nada en ese terreno.
Un régimen totalitario no es un hombre solo
Alguna
grandeza demoníaca se le podría atribuir. Nadie, quizás, ha
encarnado el mal absoluto de forma tan pura. Fue la quintaesencia de
la perversión, y por eso es útil como ejemplo para describir lo que
debe evitarse a cualquier precio. Pero Hannah Arendt arguyó, con
buenas razones, que los nazis ni siquiera tenían grandeza en este
terreno, que incluso su maldad era “banal”, que cometieron
los mayores crímenes sin plantearse siquiera los dilemas morales
que se le ocurrirían a cualquier mente reflexiva.
Me parece peligroso y desacertado hablar en términos de la “encarnación del mal”, “monstruo”, “loco”, etc. Ya digo: un régimen totalitario no es un hombre solo.
Todo
lo dicho, pensándolo bien, apenas tiene importancia y no responde a
la pregunta de por qué escribir sobre él. La verdadera cuestión,
la difícil de contestar, es cómo pudo un
personaje tan mediocre alcanzar el poder absoluto sobre una sociedad
tan culta, avanzada y moderna como la alemana. Cuál fue
su atractivo, ese es el misterio sobre el que se han escrito miles y
miles de páginas. Porque Alemania no era un país cualquiera. Hay
que recordar lo que significó para los españoles que estudiaron
allí, empezando por Ortega y Gasset, o la elevación del nivel de
las universidades estadounidenses gracias a los alemanes que se
refugiaron allí, o la calidad de las vanguardias artísticas
alemanas. ¿Cómo pudo una sociedad tan sofisticada, una de las cimas
de la civilización moderna, hundirse en la barbarie, en la
brutalidad, en el genocidio, siguiendo las pautas de este Adolf
Hitler?
Ay, sociedad culta, avanzada y moderna, ¿en qué porcentaje? Y, por otro lado, uno puede ser muy culto desde un punto de vista intelectual y un malvado desde un punto de vista moral. ¿Y qué pasa con los indiferentes? ¿qué pasa con los irresponsables?
Claro
que la pregunta simplifica las cosas, pues no
todo debe atribuírsele a él. Hubo colaboradores, fuerzas
sociales que le apoyaron, estructuras de poder que se pusieron a su
servicio. Pero él fue crucial, su personalidad fue clave
en el asunto. Como resumió Ian Kershaw, Hitler no fue la “causa
primordial” del “ataque nazi a las raíces de la civilización”,
pero sí su “agente principal”.
Para
entender su éxito, hay que referirse a las circunstancias en las que
surgió: la amarga derrota alemana en la
Gran Guerra, la inflación galopante de los años veinte y el paro
masivo tras la crisis de 1929, los miedos que suscitaba en toda
Europa la revolución bolchevique… Todo ello, en el
tránsito de la sociedad del antiguo régimen al mundo moderno, con
el desplome de las jerarquías tradicionales,
el avance de la secularización, el paso de la política de élites a
la de masas, de la sumisión de la mujer a la igualdad de géneros.
Todo era novedoso, conflictivo, nunca visto. La sociedad, tal como se
había conocido durante siglos, se hundía; y eso provocaba
inseguridad y temores comprensibles.
En
esa situación, Hitler —con una capacidad oratoria, esa sí,
excepcional— supo levantar esperanzas. Identificó
de manera nítida al culpable de todas aquellas crisis:
los judíos, padres del capitalismo y del marxismo, los dos males de
la modernidad. Y prometió, en tono apocalíptico, eliminar a aquel
culpable. Con ello, aseguró, llegaría la redención, la superación
de las divisiones, el reingreso en el paraíso, una nueva unión
fraternal (de los elegidos, claro). Y aquella solución tan sencilla
sedujo a muchos. Aunque sin mayoría
absoluta, ganó elecciones —cosa que no hizo nunca Stalin—. A
partir de ahí, unos colaboradores sin escrúpulos construyeron el
andamiaje efectista que le rodeó de un halo carismático.
Montaron un espectáculo grandioso, que compensaba la falta de
participación política real. Y casi todos, incluidos muchos
visitantes inteligentes, se dejaron impresionar por el resultado.
¿Los colaboradores no construyeron también al personaje? ¿él se hizo a sí mismo sin apoyos?
Hay
quien explica el atractivo de Hitler a partir de la cultura alemana,
del famoso Sonderweg,camino
especial seguido por aquel país. En él contrastarían la modernidad
en los aspectos económicos y técnicos con el atraso en la
estructura política, basada en el paternalismo
estatal heredado
del “socialismo” conservador de Bismarck y dominada por los
Junkers,
élites de mentalidad muy tradicional, nacionalistas, militaristas y
antisemitas,
muy distintos a las aristocracias francesa o inglesa. El nazismo
sería el producto de esa tradición y por tanto específicamente
alemán. Pero, frente a esta visión, otros ven el fenómeno como una
aberración atribuible
a la situación de crisis económica, política y moral en la que
surgió
y creen que la aparición de aquel grupo de hooligans,
dirigidos por un loco, interrumpió el acceso a la normalidad que iba
siguiendo la historia alemana. El nazismo sería un caso de
totalitarismo, como el soviético, típico del siglo XX europeo, no
de la cultura alemana. Una cultura, hay que recordarlo, que produjo a
Hitler pero produjo también a un Stefan Zweig, por mencionar solo un
nombre, europeo lúcido si los ha habido, crítico y víctima del
nazismo.
Sonderweg: ¡Nunca había oído hablar de él! La cuestión del Sonderweg («el otro camino» o «camino particular») es una polémica teórica que sostiene que los alemanes siguieron desde 1789 un curso único de la aristocracia a la democracia, distinto de otros países europeos. Ha sido una teoría defendida por Hans-Ulrich Wehler
En
conclusión, Hitler como persona importa poco. No evoco su muerte,
desde luego, porque fuera, en ningún sentido, una pérdida para la
humanidad. Lo que importa es preguntarse cómo pudo un tipo así
seducir a tanta gente. Sobre eso es sobre lo que nunca deberíamos
dejar de pensar. Como no deberíamos dejar de estar vigilantes, para
que jamás se repita nada similar. En cuanto a él, como ser humano,
ni siquiera el pistoletazo final, hace ahora 70 años, le otorgó la
menor grandeza.
De
las cervecerías al búnker, José Álvarez Junco
Clases,
naciones, civilizaciones, dioses, pueblan nuestro discurso diario
como si fueran reales y tangibles, como si fueran árboles, animales
o edificios. Y son meras convenciones,
necesarias para la vida social y nuestra comprensión del
mundo, pero inaprehensibles como actores en el escenario humano.
“En
el nombre de Dios todopoderoso”, comienzan su sermón los ulemas o
los obispos. “En representación del proletariado”, dicen —o
decían— hablar los partidos comunistas. “Lo que Cataluña pide
es”, oímos a cualquier nacionalista; a lo que su contrincante, con
no menor desenvoltura, le opone: “España no puede consentir…”.
Otros se arrogan la representación de “la gente” o “el
pueblo”. Y hay quien propone una “alianza de civilizaciones” y
se abraza un dirigente exótico convencido
de ser una civilización; a lo que un politólogo
conservador opone su pesimista diagnóstico de una “guerra de
civilizaciones”, sin explicar cómo dan órdenes y movilizan
ejércitos… Cualquiera que oiga una de estas, aparentemente
ingenuas, expresiones, debería alarmarse, pulsar de inmediato el
botón de las alarmas.
Porque
no estamos ya en el mundo mental de los autos sacramentales, unos
dramas alegóricos en los que aparecían personajes
que encarnaban ideas, como la Fe, el Pecado, la Primavera,
el Apetito, la Sabiduría, la Caridad o el Error, y que exponían con
nitidez las ventajas o inconvenientes de esas abstracciones. Era una
manera sencilla de explicar a una sociedad poco letrada las
complejidades teológicas de una religión común a todos. Pero hoy,
después de lo que hemos sufrido con guerras religiosas e
ideológicas, ¿podemos consentir que
alguien hable en nombre de Dios, el proletariado, el islam, Cataluña,
España o “la gente”? ¿Quiénes son, dónde están,
estos entes? ¿Quién puede presumir de haberlos conocido en persona,
de haberse tomado una copa o dado de bofetadas con ellos?
A
quien pretenda ser portavoz de un ente etéreo deberíamos exigirle
que nos lo presentara o que nos enseñara el poder notarial por el
que le hizo su mandatario. Si no, que no se ofenda si dudamos de su
representatividad. Un escéptico sano, cuando se enfrenta con una
demanda en nombre de estos entes etéreos, siente ganas de actuar
como un juez que manda al ujier que se asome al pasillo y diga en voz
alta y clara: “¡Que pase Dios (o Cataluña, el proletariado, la
gente, la civilización X)!”. No hace falta ser un descreído
rastrero para augurar que no aparecerá nadie.
Puede,
eso sí —incluso es probable—, que se presente alguien que
ostente un cargo de una institución y diga que habla en nombre de
esa clase social, nación, civilización o divinidad. Pero
no podrá evitar que haya otro que reclame de inmediato representar
también a ese mismo ente ideal y le denuncie como farsante,
sosteniendo a continuación una propuesta política opuesta a la
suya. La pretensión, por ejemplo, de un
comunista de ser el portavoz del proletariado le
será disputada por socialistas, anarquistas, trotskistas o maoístas,
que acusarán al primero, como poco, de traidor a los intereses de
clase, y, si les dejan explayarse, de asesino cargado de una ristra
de crímenes, muchos de ellos contra camaradas de los segundos. Por
no hablar de los obreros apolíticos, o sin afiliar, que
serán quizás mayoría y que podrían perfectamente reclamar el
derecho a ser reconocidos como el auténtico proletariado. No digamos
la cantidad de competidores que le saldrán al que pretenda hablar en
nombre de Dios. No solo ha habido innumerables dioses en la historia
humana, sino que quienes rinden culto a uno determinado están
divididos en una miríada de Iglesias, cada una de las cuales
pretende ser la “verdadera”. La historia registra muchas batallas
en las que ejércitos enfrentados invocaron, poco antes de
acuchillarse mutuamente, la protección de un mismo Dios. Y, en
general, el funcionario clerical que actúa en nombre de una
divinidad odia menos a los fieles de otras religiones que al “hereje”
que venera al mismo Dios que él pero interpreta el mensaje sagrado
de un modo distinto —aunque sea levemente distinto—
al suyo.
No
quiero entrar aquí en un debate filosófico sobre lo que es una
abstracción y sus diferencias con esencias, tipos ideales o
universales. Me refiero a una cierta clase de abstracciones: a las
identidades colectivas, esos conjuntos
sociales a los que los individuos nos adscribimos y que
nos etiquetan, diferencian, comparan y discriminan, sea positiva o
negativamente. Estos entes pueblan nuestro discurso cotidiano,
creemos en ellos, cohesionan nuestra sociedad y nos movilizan contra
los que consideramos “nuestros” enemigos. Pero, estrictamente
hablando, ni protagonizan la acción política ni explican la
causalidad histórica. Esto lo hacen organizaciones o grupos
concretos que, eso sí, dicen
actuar en nombre de una colectividad o de un programa o mensaje
moral. Y, en efecto, nacieron un día en defensa de ese
conjunto o al servicio de esa idea, suficientemente atractivos en su
momento como para hacerles alcanzar el éxito; y siguen hoy
difundiendo, de manera rutinaria, aquel mensaje o identidad que
marcan a sus seguidores. Pero, en sus decisiones diarias, los
intereses de la propia organización priman sobre los principios del
mensaje fundacional. Y eso, los
intereses y motivaciones de quienes incitan a la acción,
es lo que explica los enfrentamientos y los acuerdos, mucho más que
la referencia a la colectividad o al mensaje ideal del fundador,
ilocalizable la primera y muerto el segundo hace quizás milenios.
Para
explicar el pasado o el presente, lo mínimo que debemos exigir a un
historiador o un científico social es que su análisis parta de
sujetos
concretos, inequívocos,
de los que pueda documentar reuniones, decisiones y actuaciones. Es
decir, que
no atribuya la autoría de los hechos a la burguesía o al
proletariado,
a España o a Cataluña, al islam o al cristianismo, a la gente o la
casta, sino
al partido o sindicato A o B, al círculo nacionalista X o Z, a la
iglesia tal o cual, a esta o aquella corporación financiera, al
grupo revolucionario Mano Negra o a la oficina contraterrorista MI5.
Los cuales, por supuesto, tienen estados mayores, dan órdenes, las
difunden a través de redes, proporcionan medios para ejecutarlas…
Esa es la mano que actúa, y no la del ente colectivo al que llamamos
religión o civilización. Y lo hace, por cierto, con las debilidades
y miserias propias del ser humano, mucho mejor reflejadas en los
calamitosos delincuentes de los hermanos Coen que en los recios e
infalibles héroes de los western
clásicos.
Este
no es un llamamiento en favor de un empirismo ingenuo. No estoy
diciendo que el análisis político o el relato histórico deban
limitarse a registrar datos y hechos. Los
datos no bastan para explicar nuestro entorno ni nuestro pasado.
Necesitan ser interpretados,
para lo que nuestra mente recurre a esquemas mentales, a conceptos
abstractos. Pero estos son solo instrumentos analíticos, no
realidades. En
cuanto a los sujetos colectivos o los conjuntos normativos que
pueblan nuestro discurso —clases, naciones, doctrinas, mitos,
promesas redentoras—, tienen realidad, en la medida en que creemos
en ellos y actuamos movidos por ellos; pero tampoco son los autores o
los protagonistas de los acontecimientos.
Nuestro análisis, o nuestra explicación del mundo, debe partir
siempre de datos verificables: el individuo X se reunió con Y el día
tal en el sitio A o B y le hizo esta o aquella propuesta. Que lo
hiciera diciendo actuar en nombre de una idea es lo de menos, aunque
tampoco debamos despreciarlo, porque quizás ayude a entender por qué
fue aceptado o rechazado.
Seamos
exigentes con cualquiera que suba al escenario —o baje al ruedo, si
prefieren metáforas taurinas— diciendo que representa a una
abstracción. A ver, papeles. Que se identifique, que lo demuestre.
Cosa que, no hace falta añadir, no podrá hacer. Si, pese a ello,
aceptamos que quien actúa es el ente incorpóreo al que él dice
encarnar, simplificaremos de manera infantil la realidad,
idealizaremos en exceso las motivaciones de los personajes,
abonaremos el campo para visiones conspiratorias y encarrilaremos los
problemas por sendas que dificultan los acuerdos.
El
abominable atentado contra el Charlie Hebdo, uno
más de los actos terroristas acogidos al manto de la yihad islámica,
ha vuelto a poner sobre la mesa la relación
entre religión y violencia. Una relación que choca, en
principio, con la idea de que los mensajes
religiosos son la base que sustenta principios morales universales
entre sus creyentes. Los musulmanes del mundo entero, desde luego, se
han apresurado a condenar estos asesinatos, protestando que nada
tienen que ver con las doctrinas predicadas en el Corán. Pero la
historia registra demasiadas matanzas en nombre de la fe
como para que aceptemos, sin más, tan angélicas protestas.
En
nuestro descreído mundo europeo, hoy
se tiende a pensar,
más bien, lo contrario: que hay algo inherente a las religiones
(especialmente a ciertas
religiones) que convierte a sus fieles en peligrosos para quienes no
comulgamos con sus ideas; que la
religión, basada en la fe y no en la razón —al contrario que el
pensamiento científico—, fomenta la violencia.
De ahí a decir que el terrorismo tiene una raíz religiosa no hay
más que un paso.
simplificación religión=dogmatismo=violencia; o, religión=principiosmorales=pacifismo
Es
cierto que el Corán contiene mensajes
pacíficos: “Combatid por Alá […]pero no os excedáis;
Alá no ama a los que se exceden” (2:190); “Si pones la mano
sobre mí para matarme, yo no voy a ponerla sobre ti, porque temo a
Alá, señor del universo” (5:28); “Quien mate a una persona es
como si matara a toda la humanidad; quien da la vida a uno, como si
la diera a toda la humanidad” (5:33). Pero tan bellos consejos se
olvidan cuando el profeta prescribe qué
hacer con los no creyentes, a quienes “ni su hacienda ni
sus hijos les servirán de nada” sino como “combustible para el
fuego” (3:10); “Que no crean los infieles que van a escapar. ¡No
podrán! Preparad contra ellos toda la fuerza, toda la caballería...”
(8:59); “¡Creyentes! ¡Combatid contra los infieles que tengáis
cerca! ¡Sed duros! ¡Sabed que Alá está con los que le temen!”
(9:123); “Matad a los idólatras donde quiera que les encontréis;
capturadlos, sitiadlos, tendedles emboscadas por todas partes”
(9:5).
Mensajes
igualmente contradictorios se encuentran en el Antiguo Testamento.
El mismo Levítico que prescribe “amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (19:18) recomienda: “Perseguiréis a vuestros enemigos,
que caerán ante vosotros al filo de la espada” (26:7-8). Y Jehová
ordena a Saúl el genocidio de los amalaquitas con terribles
palabras: “No perdones; mata a hombres, mujeres y niños, incluidos
los de pecho” (Sam.,
I, 15:3). En los Evangelios, Jesucristo aconseja al que sea
abofeteado ofrecer la otra mejilla y, si quieren quitarnos la túnica,
regalar también el manto (Mat.,
5:39), pero también advierte de que “no vine a poner paz sobre la
tierra, sino espada” (Mat.,
10:34). En los momentos previos al prendimiento, previene al
discípulo desarmado que “venda su manto y compre una espada”;
instantes después, al llegar la cuadrilla que le busca, uno de los
discípulos pregunta: “Señor, ¿herimos con la espada?”, y,
antes de recibir respuesta, corta la oreja de uno de ellos; Jesús le
dice: “Basta ya”, y cura la oreja cortada (Luc.,
22:36-51). Pero ese mismo personaje manso se deja llevar por la
indignación y la emprende a latigazos con los mercaderes del templo.
Si
de los textos revelados pasamos a la historia cristiana,
encontraremos igualmente ejemplos para las conductas más dispares.
Un belicoso y antisemita se acogerá a precedentes como Domingo de
Guzmán o Vicente Ferrer, por mencionar solo a los santificados, o
invocará las Cruzadas o la Inquisición; uno pacífico y ecologista,
a Francisco de Asís, Las Casas o Teresa de Calcuta. Un nacionalista
conservador celebrará la memoria de Recaredo o Isabel la Católica;
un izquierdista, la del jesuita Ellacuría o el arzobispo Óscar
Romero. Un misógino encontrará en las escrituras mil frases y
conductas que ratificarán sus prejuicios; pero a un feminista no le
faltarán pasajes bíblicos en los que apoyarse.
En
la historia, el islam no se ha distinguido de otras religiones por
una especial intolerancia o sed de sangre. Refiriéndonos
a nuestra Península, la zona musulmana fue más tolerante que la
cristiana. Los cristianos sobrevivieron y practicaron su culto bajo
el califato de Córdoba, mientras que los musulmanes fueron obligados
a convertirse o salir de la monarquía católica —e incluso
convertidos, algunos sinceramente, sufrieron nueva expulsión un
siglo más tarde—.
En
Europa, la reforma luterana abrió un
período particularmente sangriento, con hechos como La
Noche de San Bartolomé, en la que los católicos franceses pasaron
por el cuchillo a varios miles de protestantes. En
el siglo XX, las mayores masacres, con millones de
víctimas, han sido de inspiración pagana pero se
han producido en una Europa de raíces culturales cristianas;
parecidas han sido algunas matanzas asiáticas, en zonas de tradición
religiosa taoísta, budista o confuciana.
Pocos
hechos comparables se registran en el mundo musulmán, salvo el
genocidio armenio —tampoco estrictamente religioso—. La ferocidad
actual de Al Qaeda o del Estado Islámico no debe hacernos olvidar a
personajes como Malala Yousafzai, que
arriesga su vida en defensa de la educación de las niñas, o los
abogados iraníes o paquistaníes encarcelados o asesinados por
defender los derechos humanos y la tolerancia religiosa. Son héroes
de la libertad y son musulmanes.
Con
lo que, al final, ni los textos ni las conductas ejemplares permiten
distinguir radicalmente entre unas religiones y otras. Todos los
mensajes revelados son maleables; todos necesitan arduos trabajos de
glosa e interpretación; en todos encontramos afirmaciones que
ratifican nuestras posturas preconcebidas. Las doctrinas, además, no
se traducen de manera automática en acción. Son
los intolerantes y fanáticos los que se escudan en los mensajes que
les convienen para justificar sus pulsiones. Más útil,
por tanto, que comparar textos me parece comparar
las situaciones históricas en las que se hallan las identidades
culturales.
Porque
la religión es una identidad colectiva, semejante al linaje o la
nación. Una identidad que nos adscribe a un determinado grupo
humano, del que recibimos nombre y cultura. Y la
identidad es muy distinta a las creencias, como
demuestra el simple hecho de que en España el porcentaje de quienes
se consideran católicos sea superior al de aquellos que declaran
creer en Dios.
Esas
identidades culturales, de las que forma parte la religión, pasan
por distintas fases. Cuando nuestra forma de vida es envidiada e
imitada por todos, podemos ser optimistas y generosos. Pero cuando
está postergada, y corre el riesgo de desaparecer, surgen las
tensiones y las reacciones violentas.
En
los últimos siglos, las identidades religiosas tradicionales han
tenido que adaptarse al choque con la modernidad. El
catolicismo sufrió el embate del luteranismo, de las revoluciones
filosófica y científica, la Ilustración, la industrialización,
las revoluciones liberales, la democracia. Enfurruñado
ante la incomprensión universal, Pío IX condenó la modernidad in
toto
y se encerró en el Vaticano. Pero otro Papa, 70 años después,
abandonó el encierro y aceptó lo inevitable. Lo
inevitable era la separación entre la Iglesia y el poder político,
la libertad de opinión, la diversidad de creencias entre los
ciudadanos, la desaparición del papel del clero como monopolizador
de las verdades sociales.
El
islam —como cultura, no como religión— no ha tenido
protestantismo, ilustración ni revoluciones liberales. Y sigue
sin adaptarse a la modernidad en, al menos, tres terrenos
fundamentales: la separación
Iglesia-Estado, lograda en Occidente tras la huella
ilustrada; la igualdad de géneros,
conquista de los movimientos feministas del XIX y XX; y
la pluralidad de creencias como base de la convivencia
libre. Sin aceptar estos principios,
las tensiones que produce el impacto de la modernidad llevarán a la
crispación y, en los más locos, a la violencia asesina. Con lo
cual, al final, resulta que sí, que en el islam hay problemas
específicos que generan tensiones y, en casos extremos, terrorismo.
Aunque no se derivan de sus doctrinas —tan maleables como otras—,
sino de su inadaptación a la modernidad.
Religión
y violencia, José Álvarez Junco

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