viernes, 18 de septiembre de 2015

La ciudadanía democrática


La carga del pasado, José Álvarez Junco [El País, 12 de octubre de 2014]
Nacionalismo y dinero, José Álvarez Junco [El País, 4 de septiembre de 2014]

El verano del 14, José Álvarez Junco [El País, 26 de julio de 2014]
El temor al maligno, José Álvarez Junco
Monarquismo o juancarlismo, José Álvarez Junco 
Ser minoría no es una desgracia, José Álvarez Junco [El País, 14 de mayo de 2014]


Hace solo veinte, o incluso diez, años, España parecía haber superado muchos de los problemas que habían mantenido al país hundido en un atraso secular. Un atraso relativo, solo comparado con Inglaterra, Francia o Alemania, pero vivido como muy humillante por nuestros bisabuelos, que creían en pueblos o razas superiores e inferiores y no podían admitir compararse con Polonia, Turquía o Marruecos. Mirándose en el espejo de la Europa avanzada, las generaciones del 98 o del 14 se angustiaron y desesperaron ante lo que percibieron como país pobre, dividido entre unos pocos latifundistas con ínfulas nobiliarias y unos millones de braceros toscos e ignorantes; con unos períodos de efervescencia política seguidos por otros en que reinaba el orden gracias a la fuerza, el caciquismo y el falseamiento del sufragio; sometido a una influencia clerical desmesurada incluso para el mundo católico y a un intervencionismo militar que se traducía en constantes pronunciamientos y dictaduras; y enfrentado con el nuevo desafío catalán y vasco.

¿Nuestros bisabuelos? Todavía hoy hay quien no quiere compararse con esos otros países europeos. Parece que solo queramos mirarnos en el espejo de Alemania. Nos comparamos solo con Inglaterra, Francia y Alemania.

Ese inestable cóctel llevó, tras muchos zig-zags, al baño de sangre de 1936-39. Pero pareció superado al terminar el largo período franquista, con una Transición relativamente fácil. No seré yo quien reniegue de la Transición. Pero sí del clima triunfalista que generó. De repente, pareció que todo iba bien: habíamos resuelto nuestros problemas —salvo el territorial—: ni éramos pobres ni dominaban ya militares, curas y latifundistas. Sacábamos pecho. Éramos un país europeo, “normal”. Hablábamos del “milagro español”. Celebrábamos con toda pompa los fastos del 92. Nuestros ferrocarriles y carreteras deslumbraban ahora a los europeos, que hacía nada de tiempo estaban a años luz de nosotros —era en parte gracias al dinero europeo, pero eso mejor olvidarlo—. Nuestra renta per cápita iba a superar a la italiana, luego a la británica, y era cuestión de tiempo alcanzar a franceses y alemanes. En cuanto a nuestra democracia, quién podía ponerle un pero. Qué importaba que en Inglaterra o Estados Unidos hubiera tardado siglos en formarse y la nuestra fuera de ayer y poco menos que caída del cielo.
Pero no hay milagros. La Transición, con todas sus virtudes, se hizo sin cumplir un requisito que hubiera preocupado a un Giner de los Ríos: la preparación pedagógica indispensable para cualquier avance político. Es verdad que en el mundo clandestino del antifranquismo se había ido creando una cierta cultura democrática, pero estaba cargada de rasgos jacobinos o inquisitoriales; no se interiorizaron los valores de libertad, de respeto al otro, de convivencia con el disidente. Faltó ese saber ser libres que no se establece por decreto, como se establecen las convocatorias electorales, sino que se aprende con tiempo, esfuerzo y duros golpes al dictador que todos llevamos dentro.

Esta idea está recogida en Todo lo que era sólido, de AMM

Una función pedagógico-política de este tipo podía haber cumplido la malhadada Educación para la Ciudadanía, pero esta se enfocó por otros derroteros, más sofisticados, más provocadores frente a la moral católica tradicional, menos centrados en lo que aquí necesitamos: aprender a debatir, a escuchar al discrepante, a practicar la libertad de manera responsable; es decir, a hacer exactamente lo contrario de lo que hacen los tertulianos o los reality shows televisados. Mi generación no pudo leer a Giner de los Ríos o a John Stuart Mill. Para las siguientes, se decidió que no hacía falta (y ahora el Gobierno suprime, sin más, la educación cívica). Y eso se paga.
Una democracia que no se asienta sobre una ciudadanía educada y consciente de sus derechos es necesariamente de mala calidad. Porque el ciudadano sin formación política tiende a cometer errores de bulto. Uno de los primeros es caer en el populismo, que consiste en aceptar la ingenua idea de que el pueblo es bueno y que todo iría bien si se hiciera lo que él quiere o intuye; los culpables de nuestros males son los dirigentes, “los políticos”. Lo cual elimina la responsabilidad de la ciudadanía, pese a ser ella quien ha generado y ha elegido a estos. Y conduce a un segundo error: poner desmesuradas esperanzas en un líder o un partido, sentarse a esperar redentores, políticos fuertes y honestos que, sin esfuerzo por nuestra parte, nos resolverán los problemas. Lo cual provoca enseguida el desencanto. El elector defraudado gira entonces al otro extremo y empieza a denigrar al que ayer veneraba. Ortega lo escribió: hay que “desterrar, podar del alma colectiva, la esperanza en el genio, que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería. (…) Prefiero para mi patria la labor de cien hombres de mediano talento, pero honrados y tenaces, que la aparición de ese genio, de ese Napoleón que esperamos”.


Añadiría también confundir lo básico, lo necesario con lo accesorio o contingente.

¿Cómo pudimos creer que, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos superado un pasado tan duro, que toda nuestra herencia cultural había desaparecido por arte de magia? El ser humano se comporta según le enseña el entorno en que crece. Lo cual de ningún modo significa que estemos sometidos a un destino fatal, que el pasado sea una losa imposible de levantar. Sobran los ejemplos de cambios; el cambio existe, es incluso inevitable en la historia; pero las herencias y las continuidades, también.
Que el cambio era posible se demostró durante la Transición. Un exfalangista, joven, listo y ambicioso, comprendió que era inevitable desmantelar el régimen y lo hizo en relativamente poco tiempo. Un rey, joven también y menos corto de lo que creíamos, entendió que las circunstancias no le permitían comportarse como su abuelo. Los dirigentes de la oposición renunciaron a los maximalismos revolucionarios a cambio de un sistema democrático parlamentario. Los dirigentes actuaron, pues, de manera sensata. Pero muchos problemas heredados quedaron en pie.
Dejando de lado los aspectos económicos, que no son mi campo, y ciñéndome a lo institucional y cultural, no era lógico pensar que unos funcionarios, jueces, militares o policías que habían aprendido a desempeñar sus tareas en un régimen de sumisión, halago al jefe y cultivo de clientelas, iban a convertirse en impecables servidores de la ley y el bien público sin necesidad de ningún tipo de reciclaje. Ni que unos ciudadanos que habían obedecido durante siglos por puro miedo al castigo, una vez suavizado este y sin aprendizaje alguno iban a interiorizar y cumplir las normas de convivencia. Ni que los propios políticos que condujeron la Transición iban a dejar de aprovechar el entorno y los reflejos heredados para recaer en el clientelismo y el autoritarismo. Ni que un país con tan pobre tradición científica iba a empezar a tener, sin un enorme esfuerzo de inversión y nuevos métodos de enseñanza y de selección del personal, tantos premios Nobel de Física o Medicina como otros donde se había cultivado la ciencia durante siglos. Ni que profesores para quienes una clase consistía en recitar un monólogo ante un grupo de oyentes pasivos, que debían repetirlo luego memorizado en un examen, iban de repente a saber incentivar la lectura, fomentar la participación de sus estudiantes y debatir y pensar juntos. Ni que una ciudadanía acostumbrada a escabullirse de la hacienda pública, y a admirar a los defraudadores, iba a pagar honradamente sus impuestos. Ni que quienes habían crecido al amparo de caciques no iban a votar, ahora que podían votar, a alcaldes corruptos pero que traían dinero al pueblo.


Las películas de Alberto Rodríguez Librero: La isla mínima, Grupo/, El hombre de las mil caras

No estoy recetando un retorno a la literatura del “Desastre” y al “problema de España”, a la autoflagelación y al ensayismo fácil sobre caracteres colectivos de raíz metafísica. Una dosis de pesimismo es lo que menos necesitamos ahora. En la España actual hay datos positivos, como el que nadie cuestione la legitimidad de la democracia; o que no haya una extrema derecha populista, al contrario que en nuestra siempre envidiada Francia; o el carácter pacífico del proceso catalán —por ambas partes; y pese a las pasiones que levanta—; o la insólita transformación de nuestras fuerzas armadas. Construyamos sobre esos datos.
No hay que ser fatalistas, pero tampoco ingenuos. Evitemos la ilusión milagrera. Las ataduras del pasado son superables, pero para desligarse de ellas hay que reconocer su existencia y realizar un gran esfuerzo.
La carga del pasado, José Álvarez Junco




Tantos años luchando contra el “economicismo vulgar”; tantos años repitiendo a mis estudiantes que, para entender el nacionalismo, buscaran más los factores culturales y emocionales, como la lengua y la bandera, que los económicos; que, en vez de lucha de clases, predominaba el interclasismo; que quien impulsaba el proceso no era ninguna burguesía, sino élites intelectuales y profesionales; que los seguidores no perseguían recompensas materiales, sino satisfacción moral (el ingenuo “aquí mandamos nosotros”)… Tantos años insistiendo en estas cosas, y ahora llega la familia Pujol y me lo desbarata todo. ¿Ves cómo era el dinerito, el dinerito?, leo en la mirada sardónica de mis colegas.
En el caso catalán, además, el estereotipo economicista tiene solera. “Es la pela”, se decía, en cuanto obtengan el dinero que piden todo eso de la lengua pierde importancia. Incluso el nacionalismo radical lo ha reforzado recientemente con su insistencia en el expolio y el “Espanya ens roba” (aunque supongo que les habrá descolocado saber, de repente, que había robo, sí, pero que este procedía del corazón del catalanismo).
No creo, sin embargo, que se haya desmoronado el esquema político-cultural sobre el nacionalismo dominante entre los teóricos sociales de las últimas décadas. Por mucho que lamente contradecir al joven Solé Tura, el nacionalismo catalán no fue creación de su burguesía. El capitalismo es internacionalista. Le interesa expandir el negocio, derribar barreras aduaneras, crear mercados cada vez más amplios. En el siglo XIX, cuando estaban en boga los nacionalismos expansivos, como el italiano o el alemán, las respectivas burguesías, deseosas de liquidar las mil aduanas que caracterizaban al Antiguo Régimen, los apoyaron. Pero los pequeños nacionalismos secesionistas del XX-XXI no gustan al capitalista genuino. En el caso catalán, el empresariado no siente ningún entusiasmo, sino mucha alarma, ante el actual clima independentista, que podría aislarles del mercado con el que negocian.
A las élites político-culturales, en cambio, trocear el mercado les reporta beneficios inmediatos. Tienen intereses en el proyecto nacional, aunque no económicos, sino políticos. Lo que buscan es monopolizar una parcela de poder, eliminar la competencia, ascender a la cumbre del escalafón, aunque este domine un territorio más reducido. Y el empobrecimiento cultural les importa poco.


¿Y detrás de esos intereses políticos no hay, acaso, intereses económicos?

Las sociedades atraídas por los movimientos identitarios tienden a ser tribales, familiares. Son relativamente pequeñas, todos se conocen, todos saben si este es o no de los nuestros, y es difícil infiltrarse o triunfar socialmente si se es foráneo. En el caso catalán, se trata de una élite, predominantemente barcelonesa, de conocidos y muchas veces emparentados, que se siente con derecho a ser dueña (política; pero no solo, como demuestra la familia Pujol) de toda Cataluña, para lo cual ha conseguido imponer un discurso que achaca todos los males a las interferencias de “Madrid”.

¿No es una simplificación? ¿De cuántas personas hablamos?
El nacionalismo se combina mal con el capitalismo y se explica difícilmente en términos de clase, pero, en cambio, se combina y se explica muy bien, como tantas otras pugnas identitarias, en términos de corporativismo y clientelismo.
Llamamos corporativismo a la tendencia de un grupo o sector social a reforzar su solidaridad interna y defender sus intereses y derechos particulares, anteponiéndolos a los principios de justicia, al interés general de la sociedad y a los perjuicios que puedan ocasionar a terceros. Es un fenómeno típico de núcleos humanos con lazos de parentesco, como clanes y etnias; y es muy común en el mundo mediterráneo, así como en amplias zonas de América Latina, Asia y África; son casos de “sociedad civil” fuerte, pero no beneficiosa.
En política económica, el corporativismo significa la reglamentación de la producción, el comercio y los precios por parte del Estado, que atribuye a grupos o cuerpos profesionales el control y la explotación exclusiva de cada sector productivo. Es lo más opuesto al libre mercado. Fue la organización típica del Antiguo Régimen, articulada alrededor de gremios y cofradías, y en tiempos modernos un corporativismo autoritario fue defendido por el catolicismo social, los fascismos y los populismos, que han pretendido superar la lucha de clases integrando a trabajadores, técnicos y empresarios en corporaciones unificadas, bajo control estatal. El corporativismo es también muy del gusto de los sindicatos y en el capitalismo moderno persisten importantes fenómenos neocorporativos.


Estas definiciones me recuerdan a mis clases de Historia en el COU. Eran preguntas de Selectividad, ¿lo siguen siendo?

Los nacionalismos, por definición, están imbuidos de espíritu corporativo: no solo porque las corporaciones dan identidad sino porque aseguran la estabilidad y la permanencia de las mismas élites en las posiciones de poder. A cambio, perjudican la libertad individual y la creatividad. Temen, al contrario que el capitalismo ideal, la libre competencia, la innovación y el futuro abierto.
El catalanismo propiamente político se inició precisamente con un movimiento corporativo, como fue la pugna contra el Código Civil, a finales del XIX, dirigida por el Colegio de Abogados de Barcelona, asustado ante la posible competencia de letrados del resto de España (v. Catalonia’s Advocates, de Stephen Jacobson). Hasta entonces, ni la Renaixença ni los Jocs Florals habían tenido un contenido propiamente político: eran algo cultural y romántico, centrado en la lengua y los mitos históricos medievales. La batalla contra la codificación significó el despegue político; de ahí se pasó al Memorial de Greuges, las Bases de Manresa y la Lliga Regionalista, triunfadora electoral en 1901 (con el apoyo, por cierto, de los empresarios, que acababan de perder el apetitoso mercado cubano por la incompetencia del Estado español; los empresarios, por definición, son oportunistas políticos).
Pasemos al clientelismo. Este es un intercambio extraoficial de servicios y favores —básicamente, prestaciones a cambio de lealtad políticaentre el Gobierno y ciertos grupos sociales (formales, como los sindicatos o las asociaciones profesionales, o informales, como segmentos de edad o de niveles de renta). Para asegurar su posición de poder, el patrón toma decisiones y asigna recursos a favor de sus clientes y estos le compensan con apoyo político. En la Roma clásica, de donde viene el término, cada patrón recibía la salutatio matutina de sus protegidos. Wikipedia lo compara, con razón, con la gran escena de El padrino en la que Don Vito, Marlon Brando, va recibiendo las peticiones de favores, y las expresiones de respeto, de los protegidos por la familia. En el Antiguo Régimen, los patronos fueron los terratenientes o sus adláteres —llamados en España caciques— y los clientes eran sus arrendatarios o peones.
Hoy día, el clientelismo es típico de los partidos políticos; es un patronazgo menos personal, más colectivo, y emplea recursos públicos. En el caso de los partidos nacionalistas, la recompensa para el cliente es la vinculación con la causa, la integración en el grupo; aunque el que recibe el marchamo de leal también se beneficia con becas, prestaciones o subsidios. El partido que le apadrina tiene una visión tan patrimonial del Estado como los viejos caciques; el Estado es mío, piensa, como si fuese su finca. Y como necesita financiación, recurre a fórmulas como la recalificación de terrenos o comisiones (el 3%, por ejemplo) por adjudicaciones de obras. Al ser todo clandestino, algún intermediario empieza a quedarse con parte del dinero que pasa por sus manos. Y se pasa del clientelismo a la corrupción.
El nacionalismo no es, pues, ni “burgués” ni capitalista. Su principal objetivo: asegurarse de que este trozo de pastel es solo nuestro, de los de aquí de siempre, de los que tenemos ocho apellidos, catalanes o lo que sea. Nada de libre mercado, excluyamos de la competencia a la mayoría de los posibles concurrentes. De ahí esas curiosas distorsiones que se producen en la política catalana: una sociedad en la que los apellidos más comunes son Pérez o García, que apenas existen en el Parlament representativo (véase Nacionalismo y política lingüística, de Thomas J. Miley).
El caso de la familia Pujol no es, pues, excepcional, como pretenden Mas o quienes quieren salvar el nacionalismo. Es una prolongación del corporativismo y el clientelismo practicados sin escándalo por CiU (y por cualquier Gobierno apoyado en políticas identitarias, sea catalán, vasco o andaluz). Y del clientelismo —favores por apoyo político— a la corrupción —favores por dinero— no hay más que un paso. Un paso difícil de evitar.
Nacionalismo y dinero, José Álvarez Junco

Y ¿cómo se financian el resto de partidos? ¿Acaso el corporativismo y el clientelismo no son comunes en el resto de partidos?


Hace ahora cien años, en aquel mes de julio que siguió al atentado de Sarajevo, las cancillerías europeas echaban humo. Entre amenazas y ultimatos, negociaban febrilmente intentando impedir el inicio de una guerra que al final, sin embargo, estallaría e implicaría a casi todos. Un siglo después, es bueno reflexionar sobre aquella matanza y sus consecuencias para Europa. Matanza, ante todo, y de dimensiones nunca vistas en la historia humana: unos 10 millones de muertos en campos de batalla; al menos otras tantas víctimas civiles, aunque estas sean imposibles de cuantificar; incontables destrozos en infraestructuras y tesoros artísticos; y descomunal gasto de dinero público, que se prolongaría en la posguerra con las indemnizaciones y pensiones a huérfanos, viudas o mutilados (a las que la Francia de los años veinte dedicaba casi la mitad del presupuesto nacional). Europa, que en 1914 era la región más rica y poblada del mundo, con un grado de bienestar desconocido en la historia de la humanidad, emprendió aquel verano el camino de su declive, rematado 25 años después por un segundo conflicto más catastrófico aún. La llamada Segunda Guerra de los Treinta Años (1914-1945) nos hizo descender a lo que hoy somos: tercera región mundial en riqueza e influencia política. La competencia entre los Estados europeos, que en siglos anteriores pudo ser el estímulo para su productividad y creatividad, acabó llevando a su suicidio colectivo.

La guerra de los Treinta Años fue una guerra librada en la Europa Central (principalmente Alemania) entre los años 1618 y 1648, en la que intervino la mayoría de las grandes potencias europeas de la época. Esta guerra marcará el futuro del conjunto de Europa en los siglos posteriores.Aunque inicialmente se trataba de un conflicto religioso entre Estados partidarios de la reforma y la contrarreforma dentro del propio Sacro Imperio Romano Germánico, la intervención paulatina de las distintas potencias europeas convirtió gradualmente el conflicto en una guerra general por toda Europa, por razones no necesariamente relacionadas con la religión: búsqueda de una situación de equilibrio político, alcanzar la hegemonía en el escenario europeo, enfrentamiento con una potencia rival, etc.La guerra de los Treinta Años llegó a su final con la Paz de Westfalia y la Paz de los Pirineos, y supuso el punto culminante de la rivalidad entre Francia y los territorios de los Habsburgo (el Imperio español y el Sacro Imperio Romano Germánico) por la hegemonía en Europa, que conduciría en años posteriores a nuevas guerras entre ambas potencias.El mayor impacto de esta guerra, en la que se usaron mercenarios de forma generalizada, fue la total devastación de territorios enteros que fueron esquilmados por los ejércitos necesitados de suministros. Los continuos episodios de hambrunas y enfermedades diezmaron la población civil de los Estados alemanes y, en menor medida, de los Países Bajos e Italia, además de llevar a la bancarrota a muchas de las potencias implicadas. Aunque la guerra duró treinta años, los conflictos que la generaron siguieron sin resolverse durante mucho tiempo.Durante el curso de la misma, la población del Sacro Imperio se vio reducida en un 30 %. En Brandeburgo se llegó al 50%, y en otras regiones incluso a dos tercios. La población masculina en Alemania disminuyó a la mitad. En los Países Checos la población cayó en un tercio a causa de la guerra, el hambre, las enfermedades y la expulsión masiva de checos protestantes. Solo los ejércitos suecos destruyeron durante la guerra 2000 castillos, 18000 villas y 1500 pueblos en Alemania.La larga serie de conflictos que forman la guerra pueden dividirse en cuatro etapas diferenciadas:la revuelta bohemia
la intervención danesa
la intervención sueca
la intervención francesa.
Segunda Guerra de los Treinta Años es una periodización utilizada en ocasiones por los historiadores para abarcar las guerras que tuvieron lugar en Europa durante el período 1914-1945, enfatizando de ese modo las similitudes del período de un modo integral. Así como la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) no fue en realidad una única guerra sino una serie de conflictos ocurridos en diferentes lugares y tiempos, y que más tarde fueron concebidas como un todo por los historiadores, la Segunda Guerra de los Treinta Años ha sido vista como una "Guerra Civil Europea" resultante del problema alemán exacerbado por nuevas ideologías como el fascismo, el nazismo y el comunismo. Incluso, desde la historiografía marxista, ha llegado a denominarse "Guerra de los Treinta Años por la sucesión británica", y hubiera enfrentado a Alemania y Estados Unidos desde un punto de vista más económico que geopolítico.El concepto tiene su origen en el libro de Siegmund Neumann "The future in Perspective" ("El futuro en perspectiva").Los conflictos más importantes incluidos en este período serían la I Guerra Mundial (1914-1918), la Guerra Civil Rusa (1917-1923), la Guerra Civil Española (1936-1939) y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).


Todo empezó con un incidente, como el atentado de Sarajevo, trágico pero de importancia limitada. Los magnicidios, en definitiva, eran cosa conocida: en atentados terroristas habían muerto el zar Alejandro II, la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, los presidentes Sadi Carnot o McKinley, los jefes del Gobierno Cánovas o Canalejas y muchos más. Pero lo que hizo que aquel episodio derivara en resultados no queridos por nadie fue la atmósfera nacionalista que reinaba en Europa y azuzaba a la opinión pública con pasiones incontrolables. No hay más que recordar el entusiasmo con que se acogió la declaración de guerra y las muchedumbres que recorrieron Berlín gritando enfebrecidas “¡a París!” a la vez que otras en la capital francesa vociferaban “¡a Berlín!”, empujando a sus gobernantes a despeñarse por la pendiente. Reinó entonces la fiebre chauvinista, el patrioterismo de la peor especie, muy patente en los insultos al vecino (los alemanes eran boches en Francia, hunos en Inglaterra).

MacMillan muestra un deleite especial en analizar los sentimientos de los líderes de Europa de 1914. "Veo a los personajes como seres humanos, con irracionalidades y sentimientos; el carácter de la gente cuenta. Que el jefe de Estado mayor del ejército austrohúngaro Franz Conrad von Hötzendorf quisiera la gloria militar personal para poder casarse con una mujer divorciada, Gina von Reininghaus, su amante, fue relevante. A veces personas con grandes responsabilidades son un manojo de emociones con comportamientos erráticos. De nuevo esa parte ayuda a conseguir el interés de los lectores; no se trata de hacer el Hola!, solo de no descartar la parte humana”.
La historiadora acusa a los líderes de entonces de falta de imaginación para ver llegar la catástrofe y de valor para detenerla. "Sí, muchas veces es difícil saber decir que no, oponerse a la presión cuando se habla del honor de un país y de su destino. En cuanto a la imaginación, no previeron lo que iba a ocurrir, pese a que había muchas advertencias. Se veía que a causa de la nueva tecnología militar podía llegarse a un mortífero punto muerto. Pero la capacidad de los seres humanos para ignorar lo que no quieren saber es ilimitada, y ahí hay de nuevo una lección para nosotros mismos, como prueba el que haya gente que niega hoy el cambio climático”.
La guerra significó el fracaso del internacionalismo socialista. "Si se hubieren unido todos los obreros de Europa no habría habido guerra pero el nacionalismo demostró ser una fuerza mayor”.
El miedo, apunta MacMillan jugó un gran papel. "El de unos países a otros, a que la movilización más rápida del vecino le otorgara una ventaja decisiva; pero también los miedos internos. La guerra significaba cerrar las brechas de la comunidad, aglutinarla patrióticamente para hacer frente a un enemigo externo".


Acabo de usar el término nacionalismo en el sentido de una visión del mundo que divide a la humanidad en pueblos o razas con sus características biológicas y psicológicas que les hacen radicalmente diferentes del vecino; visión que se apoya en datos biológicos (color de la piel), culturales (lengua, religión) e históricos (manipulados). Este tipo de Weltanschauung dominaba a principios del siglo XX incluso entre muchos intelectuales, más atraídos por una visión racista y jerárquica de los pueblos y culturas que por la idea de igualdad entre los seres humanos.
Pero el nacionalismo es también un sentimiento, una emoción. Una emoción que, quizás para compensar el descenso de las creencias religiosas y la monotonía del trabajo industrial, ha superado a cualquier otra en el mundo moderno. Y que inspira, sin duda, actos de generosidad, de sacrificio del interés individual por el colectivo, pero que limita esta generosidad a los connacionales, mientras que fomenta la desconfianza, el egoísmo o el odio hacia el vecino.
Estos sentimientos perversos son los que se impusieron en 1914 sobre los principios morales y políticos que se suponían base de la superioridad europea. Europa se contradijo y perdió el control de sí misma. La región más civilizada del mundo no dio muestras de civilización ni de racionalidad. Apoyándose en unos esquemas de autocomprensión política erróneos y empeñados en rivalizar en poder económico, político y militar, los gobernantes jugaron con fuego. Utilizaron sistemáticamente la política de la fuerza, creyeron tolerable e incluso deseable la guerra, que se suponía cultivaba los más elevados ideales en los “hombres”. No funcionaron la diplomacia ni el derecho. Y, bajo la ilusión de “acabar con todas las guerras”, llamaron a una movilización enloquecida; para encontrarse a los pocos meses empantanados en trincheras llenas de barro, cadáveres y ratas.


¿Desde cuándo arrastra Alemania la fama de falta de diplomacia y arrogancia en el juego político? ¿Desde finales del XIX?

Se impuso, en resumen, el nacionalismo en un tercer sentido, el peor de todos: el que lo identifica con políticas agresivas, imperialistas o militaristas, dirigidas a expandir los territorios dominados por un Estado. Porque los dirigentes políticos utilizan la retórica nacional, como cualquier otra que les convenga, para ampliar su poder. Y las pasiones que despertaron en aquella coyuntura hicieron que las muchedumbres perdieran la sensatez más que sus propios azuzadores, que al final comprendieron que se hallaban al borde del abismo e intentaron evitar la caída. Basta leer los angustiados telegramas que el zar ruso y el emperador austríaco se intercambiaron en aquel julio de 1914 animándose a frenar los impulsos bélicos en sus respectivas sociedades.
Una vez terminado el conflicto, lo que se ofreció como solución y garantía de que no habría nuevas guerras fue, de nuevo, el nacionalismo, entendido esta vez en un cuarto sentido: como principio doctrinal. Un principio según el cual cada pueblo o nación debe tener un Estado propio. La paz negociada en 1919 se inspiró en los 14 puntos de Wilson, para quien el problema europeo era que había imperios demasiado heterogéneos y era preciso crear un Estado para cada pueblo. Imperios como el austrohúngaro, zarista o turco eran, para él, el paradigma de la complejidad arcaica, mientras que veía en el Estado-nación una fórmula política sencilla y moderna. Pero el nuevo mundo de Estados-nación no resolvió los problemas, sino que creó otros: minorías discriminadas, desplazamientos masivos de población, territorios irredentos, agravios interminables.
La paz de 1919 no trajo la estabilidad, sino nuevas convulsiones. Estados Unidos, tras haber decidido el resultado de la guerra, negociado el tratado de París e ideado la Sociedad de Naciones, se retiró del escenario. Con lo que se produjo un vacío de poder internacional, sin una potencia hegemónica capaz de sustituir a Gran Bretaña. [De ahí, Guerra de los Treinta Años por la sucesión británica.] Los europeos, incapaces de comprender que tras la “guerra de las tribus blancas” nadie los veía ya como “razas superiores”, que no tenían misión civilizadora alguna de la que presumir ante el resto del mundo, reavivaron sus rivalidades; y en ese caldo se cultivó Hitler. A corto plazo, de la Gran Guerra los europeos aprendieron muy poco. Las dolorosas enseñanzas solo llegaron tras la Segunda. Solo desde 1945 se comprendió que el recurso habitual a la fuerza como instrumento político acababa en guerras globales. Solo entonces se empezó a abandonar la idea de las grandes potencias y las áreas de influencia. Con lo que se ha conseguido que conflictos como los balcánicos de los años noventa, tan similares a los de antaño, o la actual crisis ucraniana, no hayan superado el nivel local.
De 1919 procede también la idea de crear un orden institucional internacional destinado a evitar las guerras. La Sociedad de Naciones fracasó, pero fue sucedida en 1945 por las Naciones Unidas, esta vez ya con plena implicación estadounidense. Y hoy avanzamos lentamente hacia un orden jurídico-político supranacional, por medio del TPI, el Consejo de Europa o los pactos universales sobre la imprescriptibilidad del genocidio o los crímenes contra la humanidad.
Europa, en resumen, decayó por los nacionalismos y ahora, desde hace sesenta años, intenta superarlos. No es buen momento, desde luego, para lanzar flores a la UE, pero es lo mejor que tenemos, el único gran proyecto en el que estamos embarcados. Aunque es un experimento sin precedentes históricos, en la medida en que repita alguna fórmula conocida no sería malo que se aproximara más a los viejos imperios multiculturales que al moderno Estado-nación. No porque fueran autocracias, obviamente, sino porque su legitimidad política no se debía a la homogeneidad cultural de sus componentes. El demos soberano de una entidad política moderna no es una etnia; es un conjunto de individuos muy dispares que tienen en común su aceptación de, y sumisión a, una misma estructura institucional; la cual les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos libres e iguales.
El verano del 14, José Álvarez Junco



El miedo prolifera más que nada. No nos hacemos una idea de lo poco que seríamos sin el miedo. La tendencia a entregarse una y otra vez al miedo es constitutiva del ser humano”, escribió Elías Canetti. Inteligente y pesimista observación, como tantas suyas. Parece inherente al ser humano, en efecto, sentirse amenazado, asustado por alguna circunstancia difícil a veces de concretar, pero otras encarnada en un grupo o personaje bien identificado. Uno de los temores primarios es el que sentimos ante el Otro, ante quien es culturalmente distinto a nosotros, a quien apenas conocemos —y no nos interesa conocer mejor—, pese a lo cual le creemos decidido a acabar con nuestra identidad, con esos rasgos —lengua, religión— que nos marcan como grupo. Nos ponemos entonces a la defensiva.


¿Y cuál es nuestra identidad? ¿está bien definida? ¿Cuáles son esos rasgos?

El Otro amenazador puede ser una oleada reciente de inmigrantes, que presagia el fin de “nuestra manera de ser” tradicional. En buena parte de la Europa que ha votado hace unos días han triunfado partidos xenófobos que explotan precisamente este miedo al Otro. Pero el miedo puede proyectarse también sobre el vecino, sobre todo si el vecino es poderoso, lo que hace creíble que planee dominarnos. Fue la fobia, en la España de hace siglos, a la Francia que exportaba ilustración e influencia política; o la prevención portuguesa ante la amenazadora España. O la sensación agónica de invasión, de augurio de desaparición de su lengua, que asalta a tantos catalanes ante la marea castellano hablante. O la alarma de estos últimos ante el proyecto de “genocidio cultural” del castellano por parte del nacionalismo catalán. Miedo ante un Otro en buena medida imaginario. De ahí que hagamos movimientos que para nosotros son meramente defensivos y que el otro (el otro real, con minúscula), tan asustado como nosotros, interpreta como agresivos y como confirmación de sus aprensiones.
Cuando uno tiene cierta edad y experiencia sabe que las causas de todo conflicto humano son complejas y que requiere tiempo analizarlas con frialdad y detalle. Pero mucha gente no dispone de ese tiempo ni siente, quizás, auténtica curiosidad por entender los problemas, por lo que se deja tentar por las simplificaciones. Y ahí ascendemos del miedo a la paranoia. Porque la primera y más sencilla forma de simplificar es recurrir a visiones conspiratorias. Las cuales, según Karl Popper, reposan sobre “la errónea teoría de que todo lo que ocurre en la sociedad —sobre todo acontecimientos tales como guerras, paro, pobreza, escasez, cosas que a la gente en general no le gustan— se debe a designios directos de unos cuantos individuos y grupos poderosos”, que en sus formas modernas es “un resultado típico de la secularización de una superstición religiosa”.
Las visiones conspiratorias de la realidad pudieron comenzar por ser, como observó René Girard hace años, un paso positivo en el avance de la mente hacia la racionalidad. Con ellas se canaliza la violencia hacia un único objeto totémico, y se crea todo un campo interior en el que los impulsos destructivos quedan controlados y el grupo puede desarrollar actividades pacíficas y productivas. Favorece, así, la convivencia y la solidaridad interna. Resueltos los enigmas y superadas las inseguridades al haber identificado la causa de nuestros males, se alcanza un cierto grado de tranquilidad y, tras tomar las debidas precauciones frente al Malvado, el grupo puede sentirse unido y en paz. El mal ha sido expulsado hacia el exterior. La localización y demonización del enemigo ha canalizado la agresividad hacia afuera y reducido las tensiones en el interior. Pero también produce sumisión política e imposibilita las buenas relaciones con el vecino demonizado.


¿No es eso lo que está ocurriendo con Angela Merkel como canciller alemana, representante de los designios de la UE, al compararla con la ex primera ministra británica Margaret Thatcher?

En el mundo europeo, el clero cristiano desempeñó durante siglos estas funciones tranquilizadoras. Dio un nombre al adversario sobrenatural y explicó su origen. La Escolástica, con la lógica determinista / policial del cui prodest?, aplicó esta visión conspiratoria a la vida diaria. Y obtuvo una rentabilidad política por ello. Porque la identificación del enemigo, la invención de un chivo expiatorio culpable de nuestros males, suele ser una contribución de quienes aspiran a convertirse en guardianes del grupo. Su hallazgo y su denuncia les legitiman como élite dirigente.


Interesante. También es una forma de no asumir responsabilidades. ¿Ha apuntado Merkel hacia algún enemigo?

Aquella Europa medieval repetía, curiosamente, muchos de los estereotipos elaborados contra el primer cristianismo. Es asombrosa la continuidad en la creación de chivos expiatorios y en las características que se les atribuyen. Tanto los cristianos en la Roma imperial como los herejes, brujas y judíos en las Edades Media y Moderna o los jesuitas, masones, comunistas y —de nuevo— judíos en épocas más recientes, se vieron ante las mismas acusaciones: asociación secreta, pacto con los poderes malignos, intención de destruir las bases de la convivencia social, entrega a prácticas orgiásticas o aberrantes. Tanta perversión probaba que aquel grupo demoniaco no pertenecía a la especie humana; lo que permitía aniquilarles con la conciencia tranquila.
Como demuestra la lista anterior, el Otro amenazador puede muy bien, aunque provenga de fuera, vivir entre nosotros. Norman Cohn, que escribió algunos libros inolvidables sobre estos temas, subrayó los rasgos comunes a los perseguidos medievales: no eran un grupo tradicionalmente respetable, sino aupado recientemente a posiciones de poder; y, aunque vivieran entre nosotros, lo hacían en una situación de cierta marginación, de aislamiento. Sin embargo, seguía Cohn, su función era tan útil al conjunto que, por muy graves acusaciones que pesaran sobre ellos, no se les eliminaba. En parte porque ejercían funciones de las que la sociedad no podía prescindir fácilmente (sabían sanar, o vendían ungüentos benéficos, junto con los maléficos), pero sobre todo porque servían para atraer sobre sí toda la maledicencia, para que se les culpara de todas las calamidades incomprensibles que abrumaban al conjunto… Solo en momentos de extrema inseguridad y angustia se disparaba la tensión y se les exterminaba físicamente.
Los fenómenos de la actualidad europea que mejor engarzan con esta vieja tradición son los nacionalismos y los populismos. Los nacionalismos se construyen, por definición, contra algo o alguien, contra ese vecino que nos oprime o nos impide ser lo que queremos. También España, en su gran momento nacionalista, bajo el primer franquismo, libraba su cruzada contra la “sierpe venenosa” del judaísmo; el régimen se enfrentaba con “tenebrosos poderes internacionales”. Como “paladín de la fe de Cristo” —explicaba Carrero Blanco en España y el mar—, España había batallado contra la Reforma, la Enciclopedia, el liberalismo, el izquierdismo ateo, la masonería, el marxismo… todos ellos encarnaciones de una única lucha: la del Imperio Sionista del Pueblo Elegido contra la Civilización Cristiana.
Los populismos han repetido y repiten el mismo esquema. Tanto el UKIP británico de Nigel Farage como el Frente Nacional de Le Pen en Francia, el PPV del holandés Geert Wilders, el Partido Popular Danés o los Verdaderos Finlandeses, coinciden en cultivar el miedo a los inmigrantes como amenaza para “nuestra forma de ser”. Hace muchos años se les adelantó el general Juan Domingo Perón al otro lado del Atlántico, señalando de manera imperecedera al enemigo del siempre inocente pueblo argentino: la perversa oligarquía antinacional. Esperemos que la gente nueva de Podemos no caiga en la tentación de cultivar esta veta discursiva, ahora que han bautizado al gran malvado como “la Casta”.
Los socialismos son otro caso de exitosa identificación del culpable de todos los males sociales: el capitalismo, movido por la perversa “burguesía”. Para un marxista riguroso es inútil ponerse a distinguir matices ante los problemas económicos, sociales, psicológicos o ambientales, porque todos se deben a único agente maligno: la burguesía capitalista, que en su ansia acumuladora destruye la economía, la salud o el medio ambiente. El marxismo es una teología completa, decía el brasileño fray Betto, porque, después de dos mil años de cristianismo, había logrado al fin identificar al Demonio; su nombre era, por supuesto, el Capital; y su eliminación significaría el fin de la infelicidad social.
No seré tan ingenuo como para pedir que el discurso político sea racional. Pero, al menos, que sea un poco menos infantil.
El temor al maligno, José Álvarez Junco

Esta abdicación es una decisión sabia. El rey Juan Carlos desempeñó su papel de forma positiva durante la Transición. Pudo intentar acumular poder, porque eso es lo que le ofrecía la legislación franquista, pero comprendió, lo que demuestra su inteligencia, que la opinión no iba a consentirlo, y ofreció a las fuerzas políticas en pugna limitarse a un papel de moderador.


Pensó, ¿por qué no mejor acumular dinero?. En cuanto a su inteligencia, siempre se ha dicho que tuvo sensatos consejeros.

Los partidos comprendieron que, en aquel momento de radical enfrentamiento, podía ser útil tener un árbitro. Porque el escenario político, en 1975-76, estaba paralizado: el régimen mantenía sus instituciones en pie y tenía el apoyo de las Fuerzas Armadas y del aparato represivo, que no daba muestras de flaquear. Pero carecía de dos cosas esenciales: un líder, una vez muertos el dictador y Carrero Blanco, el custodio de su legado, y un programa político, un proyecto de futuro. La oposición tenía ese programa: estaba unida, y lo estaría aún más en los meses siguientes, alrededor de un proyecto común de restablecimiento de libertades democráticas y amnistía para delitos políticos, y tenía gran capacidad de movilización: paralizaba el mundo de la enseñanza cada dos por tres y perturbaba seriamente la producción industrial, alteraba diariamente el orden en las calles y movilizaba a la población, sobre todo de las grandes ciudades, alrededor de los múltiples desafueros causados por una modernización acelerada, autoritaria y caótica; unas protestas que se politizaban de inmediato, en cuanto el régimen respondía con sus modales habituales. El Rey ayudó a salir de esa situación, facilitando el acuerdo: garantizó a la oposición un proceso democrático abierto y a los leales al régimen, orden y ausencia de cambios revolucionarios, depuraciones y represalias. Gracias a su actitud, desde luego, y a la sensatez y los miedos de otros muchos, el final de la dictadura fue menos traumático de lo temido.
La opinión pública se lo agradeció y se creó, no un monarquismo de fondo, sino una amplia corriente de benevolencia “juancarlista”. Una benevolencia que ha disminuido mucho en los últimos tiempos, como todos sabemos, por diversos errores cometidos por él mismo y su familia política. Me parece correcta la decisión de abdicar; que descanse y disfrute en los años que le queden de vida.

Errores, privilegios. Ay, los intocables. Errores son los que cometemos usted y yo. Unos tenemos derechos -y deberes- y otros privilegios: Exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial

Su sucesor, Felipe VI desde ahora, da impresión de ser una persona inteligente, preparada y, sobre todo, modesta, es decir, consciente de la fragilidad de su posición, como lo fue su padre en su momento. Creo que, sobre todo por este último rasgo, se puede ser optimista sobre su capacidad de ayudar a superar la difícil situación en que el país se encuentra. El problema es de prestigio de las instituciones; todos los poderes, desde los tres clásicos a la propia monarquía, más la prensa, los sindicatos o la banca, están fallando en este momento. Si no emergen populismos xenófobos es quizás porque aquí la emocionalidad se está canalizando hacia los nacionalismos. Pero ninguna institución depende tanto del prestigio de quien la ocupa y su círculo íntimo como la monarquía. Creo que Felipe VI lo sabe.
Monarquismo o juancarlismo, José Álvarez Junco



Muchas cosas, y muy graves, están pasando en la Ucrania suroriental. Se está viviendo una preguerra civil, con serios sufrimientos por parte de la población, y se corre el riesgo de otra guerra internacional europea, catástrofe que por fortuna iba haciéndose rara. Pero lo que se vuelve a demostrar, y lo que me interesa aquí, es lo inadecuado de la fórmula nacional para resolver la convivencia en sociedades complejas.
La Gran Guerra, con cuyo centenario coincidimos, proporcionó el mejor ejemplo en el siglo XX. Cuando el angélico presidente Wilson vino a Europa, con el prestigio de haber pesado decisivamente en la derrota austro-germana, traía en la cartera sus célebres Catorce puntos, donde proponía resolver los problemas europeos sustituyendo los imperios multiétnicos por Estados culturalmente homogéneos. La conferencia de paz de París, consiguientemente, creó una decena de Estados nuevos y añadió o restó territorios a los existentes —según, ay, que hubieran apoyado a vencedores o vencidos en el conflicto. Pese a la buena voluntad de sus creadores, a la Sociedad de Naciones y a las cláusulas de protección de minorías, la fórmula fue un desastre: los nuevos mini-Estados eran inevitablemente multiétnicos —y ahora, al ser nacionales, maltrataban de verdad a sus minorías—, surgieron agravios, clamores por territorios irredentos, y, al final, se abrió el camino a los fascismos. No escarmentados, hace solo un cuarto de siglo, al disolverse Yugoslavia y la URSS, volvimos a crear Estados nuevos (esta vez una veintena), siempre en busca de la homogeneidad cultural. Y ahí se inscribe el actual lío ucranio.
Claro que ahora hay una novedad: ya no se trata de procesos independentistas, sino de anexiones a una potencia vecina, pues Crimea se ha separado de Ucrania para unirse a Rusia. Pero no todo es expansionismo de Putin, ni basta con pararle los pies. Que Crimea fuera antaño rusa y que una gran mayoría de su población haya votado a favor de Rusia son datos a tomar muy en cuenta. Y ahora las provincias de Donetsk y Lugansk quieren seguir ese camino. Olvidemos, por el momento, los provocadores y el dinero enviados por Putin y supongamos que queremos resolver la cuestión civilizadamente, en una mesa de negociación. ¿Cuál podría ser la solución?
El problema es que el Derecho Internacional avala dos principios incompatibles entre sí: el derecho a la autodeterminación de los pueblos y el respeto a la integridad de los Estados existentes. El primero, proclamado en la Carta de las Naciones Unidas, en dos resoluciones de su Asamblea General y en varios pactos internacionales de las últimas décadas, es el que invocan, por supuesto, independentistas escoceses o catalanes. Y es un criterio que a todo demócrata le inspira, a primera vista, más simpatía que un rígido respeto a las fronteras existentes; porque no es fácil explicar por qué debemos impedir que pertenezca a un Estado un territorio en el que el 90% de sus habitantes desean ser independientes o pertenecer a otro.
Pero está también establecido, como explican José M. Ruiz Soroa y Alberto Basaguren (en La secesión en España, editado por Joseba Arregui, 2014), que la autodeterminación solo se refiere a los pueblos “dependientes”, es decir, a quienes se hallan en situación colonial o bajo invasión militar. La Declaración de Viena de 1993 es muy clara: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación”, y negárselo constituye “una violación de los derechos humanos”; pero esto no significa avalar acciones encaminadas “a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes que […]estén dotados de un Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción de ningún tipo”. Es decir, que de la autodeterminación no se deriva que minorías nacionales territorializadas existentes hoy dentro de un Estado tengan derecho a la independencia política; solo lo tendrán aquellas que carezcan de instituciones democráticas o sean tratadas de forma discriminatoria.
Aceptada esta distinción (y aun sabiendo que todo independentista proclamará a su pueblo “dependiente” e invocará este principio), parece claro el significado del derecho de autodeterminación y la situación en que debe hallarse un pueblo para ser titular del mismo. Pero eso no resuelve el asunto, porque lo verdaderamente insoluble es la definición del “pueblo” en sí, es decir, la definición del demos que tiene derecho a autodeterminarse. ¿Por qué han de ser las provincias de la Ucrania actual, por ejemplo, las que puedan decidir su futuro por medio de un referéndum y no sus comarcas o municipios? Cualquier comunidad humana puede proclamarse “pueblo” o “nación” y sobrarán intelectuales que encuentren argumentos históricos, lingüísticos, religiosos o raciales para apoyar esa tesis. El problema es político, prejurídico. Como escribió Robert Dahl, “la democracia puede decidirlo casi todo, menos la amplitud del demos concreto que la practica, porque ese es un dato previo al inicio del proceso democrático. Unos afirmarán que el pueblo X es distinto al pueblo Y; otros, que el pueblo X es parte del más amplio pueblo Y. ¿Cómo se puede resolver este debate? Votando. Pero ¿quiénes votarán? Si son sólo los ciudadanos de X puede salir una cosa y si son todos los de Y, otra”.
Viniendo a nuestro entorno, para un nacionalista vasco o catalán es indiscutible que Euskadi o Cataluña tienen derecho a decidir su futuro. Pero un españolista les opondrá que quien debe decidir es España, porque a nadie se le puede amputar una parte de su territorio sin consultarle. Contrarréplica: eso es partir del indemostrable prejuicio de que nosotros somos parte de una nación, España, cuando la única nación es la nuestra, integrada contra su voluntad en el Estado español. Algo de razón tienen ambos. Porque todo nacionalista parte, sí, de un prejuicio: que las naciones existen; pero cada cual cree solo en la suya. Según la lógica democrático-nacional, el futuro de Euskadi deben decidirlo los vascos; pero la misma lógica exigiría que el futuro de Álava se decidiera por los alaveses (en el caso de que en un hipotético referéndum vasco globalmente favorable a la independencia salieran en Álava resultados españolistas). No, nos diría el patriota vasco, porque Álava forma parte de Euskadi, que decide como un todo. Lo mismo que le objetaría a él un españolista en relación con Euskadi.
Una vez atribuido el derecho de decidir a las regiones o provincias, cabría hacer lo mismo con los municipios. ¿Con qué derecho, en nombre de qué principio, obligaremos a mantenerse en España al municipio Z, que votó, pese a formar parte de una provincia proespañola, abrumadoramente por la independencia? Y quien dice municipio dice barrios o familias. ¿Dónde está el límite? Llevado a su extremo, el principio democrático del consentimiento acaba disolviendo el Estado en comunidades cada vez más pequeñas y solo se detendría al llegar al individuo, que podría decidir si quiere pertenecer al Estado en que ha nacido, afiliarse a otro o declararse independiente. Sería como proclamar el derecho a renegociar diariamente el contrato social. La democracia, si no quiere conducir al absurdo, no puede incluir el derecho de los miembros de una sociedad a separarse de ella y crear entidades soberanas.
La única solución es superar el modelo organizativo del Estado-nación. Es decir, reconocer que el demos, el sujeto soberano, no tiene por qué coincidir con un etnos, una comunidad culturalmente integrada. Europa, cuyas elecciones celebramos ahora, es un demos, pero todavía no un etnos (Enrique Barón, La era del federalismo, en prensa). Tampoco lo es Estados Unidos, un país sin un origen racial o lingüístico común. “La ciudadanía democrática”, escribe Habermas, “no necesita estar enraizada en la identidad nacional de un pueblo”, sino socializar a todos sus ciudadanos en una cultura política común (y atribuirles los mismos derechos y deberes). En cuanto a la pertenencia a una minoría, acostumbrémonos a ello, porque nuestras sociedades son y serán cada vez menos homogéneas culturalmente. Disfrutemos de la variedad cultural. Pertenecer a una minoría, siempre que no reciba trato discriminatorio, no es ninguna desgracia.

Ser minoría no es una desgracia, José Álvarez Junco

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Heimat ist da, wo ich verstehe und verstanden werde.
Karl Jaspers

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