La carga del pasado, José Álvarez Junco [El País, 12 de octubre de 2014]
Nacionalismo y dinero, José Álvarez Junco [El País, 4 de septiembre de 2014]
El verano del 14, José Álvarez Junco [El País, 26 de julio de 2014]
El temor al maligno, José Álvarez Junco
Monarquismo o juancarlismo, José Álvarez Junco
Ser minoría no es una desgracia, José Álvarez Junco [El País, 14 de mayo de 2014]
Hace solo veinte, o incluso diez, años, España parecía haber superado muchos de los problemas que habían mantenido al país hundido en un atraso secular. Un atraso relativo, solo comparado con Inglaterra, Francia o Alemania, pero vivido como muy humillante por nuestros bisabuelos, que creían en pueblos o razas superiores e inferiores y no podían admitir compararse con Polonia, Turquía o Marruecos. Mirándose en el espejo de la Europa avanzada, las generaciones del 98 o del 14 se angustiaron y desesperaron ante lo que percibieron como país pobre, dividido entre unos pocos latifundistas con ínfulas nobiliarias y unos millones de braceros toscos e ignorantes; con unos períodos de efervescencia política seguidos por otros en que reinaba el orden gracias a la fuerza, el caciquismo y el falseamiento del sufragio; sometido a una influencia clerical desmesurada incluso para el mundo católico y a un intervencionismo militar que se traducía en constantes pronunciamientos y dictaduras; y enfrentado con el nuevo desafío catalán y vasco.
¿Nuestros bisabuelos? Todavía hoy hay quien no quiere compararse con esos otros países europeos. Parece que solo queramos mirarnos en el espejo de Alemania. Nos comparamos solo con Inglaterra, Francia y Alemania.
Ese
inestable cóctel llevó, tras muchos zig-zags, al baño de sangre de
1936-39. Pero pareció superado al terminar el largo período
franquista, con una Transición relativamente fácil. No seré yo
quien reniegue de la
Transición.
Pero sí del clima
triunfalista que generó.
De repente, pareció que todo iba bien: habíamos resuelto nuestros
problemas —salvo el territorial—: ni
éramos pobres ni dominaban ya militares, curas y latifundistas.
Sacábamos pecho. Éramos un país europeo, “normal”. Hablábamos
del “milagro español”. Celebrábamos con toda pompa los
fastos del 92.
Nuestros ferrocarriles y carreteras deslumbraban ahora a los
europeos, que hacía nada de tiempo estaban a años luz de nosotros
—era
en parte gracias al dinero europeo, pero eso mejor olvidarlo—.
Nuestra renta per
cápita
iba a superar a la italiana, luego a la británica, y era cuestión
de tiempo alcanzar a franceses y alemanes. En cuanto a nuestra
democracia,
quién podía ponerle un pero. Qué
importaba que en Inglaterra o Estados Unidos hubiera tardado siglos
en formarse
y la nuestra fuera de ayer y poco menos que caída del cielo.
Pero
no hay milagros. La Transición, con todas sus virtudes, se hizo sin
cumplir un requisito que hubiera preocupado a un Giner de los Ríos:
la
preparación pedagógica indispensable para cualquier avance
político. Es verdad que en el mundo clandestino del
antifranquismo se había ido creando una cierta
cultura democrática, pero estaba cargada de rasgos jacobinos o
inquisitoriales; no se interiorizaron los valores de libertad, de
respeto al otro, de convivencia con el disidente. Faltó
ese saber ser libres que no se establece por decreto, como se
establecen las convocatorias electorales, sino que se aprende con
tiempo, esfuerzo y duros golpes al dictador que todos llevamos
dentro.
Esta idea está recogida en Todo lo que era sólido, de AMM
Una
función pedagógico-política de este tipo podía haber cumplido la
malhadada Educación para la Ciudadanía,
pero esta se enfocó por otros derroteros, más sofisticados, más
provocadores frente a la moral católica tradicional, menos centrados
en lo que aquí necesitamos: aprender
a debatir, a escuchar al discrepante, a practicar la libertad de
manera responsable;
es decir, a hacer exactamente lo contrario de lo que hacen los
tertulianos o los reality
shows
televisados. Mi
generación no pudo leer a Giner de los Ríos o a John Stuart Mill.
Para las siguientes, se decidió que no hacía falta
(y ahora el Gobierno suprime, sin más, la educación cívica). Y eso
se paga.
Una
democracia que no se asienta sobre una ciudadanía educada y
consciente de sus derechos es necesariamente de mala calidad.
Porque el ciudadano sin formación política tiende a cometer errores
de bulto. Uno de los primeros es caer en el
populismo,
que consiste en aceptar la ingenua idea de que el pueblo es bueno y
que todo iría bien si se hiciera lo que él quiere o intuye; los
culpables de nuestros males son los dirigentes, “los políticos”.
Lo cual elimina
la responsabilidad de la ciudadanía,
pese a ser ella quien ha generado y ha elegido a estos. Y conduce a
un segundo error: poner desmesuradas esperanzas en un líder o un
partido, sentarse a esperar redentores, políticos fuertes y honestos
que, sin
esfuerzo por nuestra parte,
nos resolverán los problemas. Lo cual provoca enseguida el
desencanto. El elector defraudado gira entonces al otro extremo y
empieza a denigrar al que ayer veneraba. Ortega lo escribió: hay que
“desterrar, podar del alma colectiva, la esperanza en el genio, que
viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería. (…)
Prefiero para mi patria la labor de cien hombres de mediano talento,
pero honrados y tenaces, que la aparición de ese genio, de ese
Napoleón que esperamos”.
Añadiría también confundir lo básico, lo necesario con lo accesorio o contingente.
¿Cómo
pudimos creer que, en un abrir y cerrar de ojos, habíamos superado
un pasado tan duro, que toda nuestra herencia cultural había
desaparecido por arte de magia? El ser humano se comporta según le
enseña el entorno en que crece. Lo cual de ningún modo significa
que estemos sometidos a un destino fatal, que el pasado sea una losa
imposible de levantar. Sobran los ejemplos de cambios; el cambio
existe, es incluso inevitable en la historia; pero las herencias y
las continuidades, también.
Que
el cambio era posible se demostró durante la Transición.
Un exfalangista, joven, listo y
ambicioso, comprendió que era inevitable desmantelar el régimen y
lo hizo en relativamente poco tiempo. Un rey,
joven también y menos corto de lo que creíamos, entendió que las
circunstancias no le permitían comportarse como su abuelo. Los
dirigentes de la oposición
renunciaron a los maximalismos revolucionarios a cambio de un sistema
democrático parlamentario. Los dirigentes actuaron, pues, de manera
sensata. Pero muchos problemas heredados quedaron en pie.
Dejando
de lado los aspectos económicos, que no son mi campo, y ciñéndome
a lo institucional y cultural, no era lógico
pensar que unos funcionarios, jueces, militares o policías que
habían aprendido a desempeñar sus tareas en un régimen de
sumisión, halago al jefe y cultivo de clientelas, iban a convertirse
en impecables servidores de la ley y el bien público sin necesidad
de ningún tipo de reciclaje. Ni que unos ciudadanos que
habían obedecido durante siglos por puro miedo al castigo, una vez
suavizado este y sin aprendizaje alguno iban a interiorizar y cumplir
las normas de convivencia. Ni que los propios políticos que
condujeron la Transición iban a dejar de aprovechar el entorno y los
reflejos heredados para recaer en el
clientelismo y el autoritarismo. Ni que un país con tan
pobre tradición científica iba a empezar a tener, sin un enorme
esfuerzo de inversión y nuevos métodos de enseñanza y de selección
del personal, tantos premios Nobel de Física o Medicina como otros
donde se había cultivado la ciencia durante siglos. Ni que
profesores para quienes una clase consistía en recitar un monólogo
ante un grupo de oyentes pasivos, que debían repetirlo luego
memorizado en un examen, iban de repente a saber incentivar la
lectura, fomentar la participación de sus estudiantes y debatir y
pensar juntos. Ni que una ciudadanía acostumbrada a escabullirse de
la hacienda pública, y a admirar a los defraudadores, iba a pagar
honradamente sus impuestos. Ni que quienes habían crecido al amparo
de caciques no iban a votar, ahora que podían votar, a alcaldes
corruptos pero que traían dinero al pueblo.
Las películas de Alberto Rodríguez Librero: La isla mínima, Grupo/, El hombre de las mil caras
No
estoy recetando un retorno a la literatura del “Desastre” y al
“problema de España”, a la autoflagelación y al ensayismo fácil
sobre caracteres colectivos de raíz metafísica. Una dosis de
pesimismo es lo que menos necesitamos ahora. En la España actual hay
datos positivos, como el que nadie cuestione
la legitimidad de la democracia; o que no haya una extrema derecha
populista, al contrario que en nuestra siempre envidiada
Francia; o el carácter pacífico del proceso catalán —por ambas
partes; y pese a las pasiones que levanta—; o la insólita
transformación de nuestras fuerzas armadas. Construyamos sobre esos
datos.
No
hay que ser fatalistas, pero tampoco ingenuos. Evitemos la ilusión
milagrera. Las ataduras del pasado son superables, pero para
desligarse de ellas hay que reconocer su existencia y realizar un
gran esfuerzo.
Tantos
años luchando contra el “economicismo vulgar”; tantos años
repitiendo a mis estudiantes que, para
entender el nacionalismo, buscaran más los factores culturales y
emocionales, como la lengua y la bandera, que los económicos;
que, en vez de lucha de clases, predominaba el interclasismo; que
quien impulsaba el proceso no era ninguna burguesía, sino élites
intelectuales y profesionales; que los seguidores no
perseguían recompensas materiales, sino satisfacción moral (el
ingenuo “aquí mandamos nosotros”)… Tantos años insistiendo en
estas cosas, y ahora llega la familia Pujol y me lo desbarata todo.
¿Ves cómo era el dinerito, el dinerito?, leo en la mirada sardónica
de mis colegas.
En
el caso catalán, además, el estereotipo economicista tiene solera.
“Es la
pela”,
se decía, en cuanto obtengan el dinero que piden todo eso de la
lengua pierde importancia. Incluso el nacionalismo radical lo ha
reforzado recientemente con su insistencia en el expolio y el
“Espanya
ens roba”
(aunque supongo que les habrá descolocado saber, de repente, que
había robo, sí, pero que este procedía del corazón del
catalanismo).
No
creo, sin embargo, que se haya desmoronado el esquema
político-cultural sobre el nacionalismo dominante entre los teóricos
sociales de las últimas décadas. Por mucho que lamente contradecir
al joven Solé Tura, el nacionalismo catalán
no fue creación de su burguesía. El capitalismo es
internacionalista. Le interesa expandir el negocio,
derribar barreras aduaneras, crear mercados cada vez más amplios. En
el siglo XIX, cuando estaban en boga los nacionalismos expansivos,
como el italiano o el alemán, las respectivas burguesías, deseosas
de liquidar las mil aduanas que caracterizaban al Antiguo Régimen,
los apoyaron. Pero los
pequeños nacionalismos secesionistas del XX-XXI no gustan al
capitalista genuino. En el caso catalán, el
empresariado no siente ningún entusiasmo, sino mucha alarma, ante el
actual clima independentista, que podría aislarles del mercado con
el que negocian.
A
las élites político-culturales, en cambio, trocear el mercado les
reporta beneficios inmediatos. Tienen intereses
en el proyecto nacional, aunque no económicos, sino políticos.
Lo que buscan es monopolizar una parcela de poder, eliminar la
competencia, ascender a la cumbre del escalafón, aunque este domine
un territorio más reducido. Y el empobrecimiento cultural les
importa poco.
¿Y detrás de esos intereses políticos no hay, acaso, intereses económicos?
Las sociedades
atraídas por los movimientos identitarios tienden a ser tribales,
familiares. Son relativamente pequeñas, todos se conocen, todos
saben si este es o no de los nuestros, y es difícil infiltrarse o
triunfar socialmente si se es foráneo. En el caso catalán, se
trata de una élite, predominantemente barcelonesa, de conocidos y
muchas veces emparentados, que se siente con derecho a ser dueña
(política;
pero no solo, como demuestra la familia Pujol) de toda Cataluña,
para lo cual ha conseguido imponer un discurso que achaca todos los
males a las interferencias de “Madrid”.
¿No es una simplificación? ¿De cuántas personas hablamos?
El
nacionalismo se combina mal con el capitalismo y se explica
difícilmente en términos de clase, pero, en cambio, se combina y se
explica muy bien, como tantas otras pugnas identitarias, en términos
de corporativismo y clientelismo.
Llamamos
corporativismo a la tendencia de
un grupo o sector social a reforzar su solidaridad interna y defender
sus intereses y derechos particulares, anteponiéndolos
a los principios de justicia, al interés general de la sociedad y
a los perjuicios que puedan ocasionar a terceros. Es un fenómeno
típico de núcleos humanos con lazos de parentesco, como clanes y
etnias; y es muy común en el mundo mediterráneo, así como en
amplias zonas de América Latina, Asia y África; son casos de
“sociedad civil” fuerte, pero no beneficiosa.
En
política económica, el corporativismo significa la
reglamentación de la producción, el comercio y los precios por
parte del Estado, que atribuye a grupos o
cuerpos profesionales el control y la explotación exclusiva de cada
sector productivo. Es lo más opuesto al libre mercado.
Fue la organización típica del Antiguo Régimen, articulada
alrededor de gremios y cofradías, y en tiempos modernos un
corporativismo autoritario fue defendido por el catolicismo social,
los fascismos y los populismos, que han pretendido superar la lucha
de clases integrando a trabajadores, técnicos y empresarios en
corporaciones unificadas, bajo control estatal. El corporativismo es
también muy del gusto de los sindicatos y en el capitalismo moderno
persisten importantes fenómenos neocorporativos.
Estas definiciones me recuerdan a mis clases de Historia en el COU. Eran preguntas de Selectividad, ¿lo siguen siendo?
Los
nacionalismos,
por definición, están imbuidos de espíritu corporativo: no solo
porque las
corporaciones dan identidad sino
porque aseguran
la estabilidad y la permanencia de las mismas élites en las
posiciones de poder.
A cambio, perjudican
la libertad individual
y la creatividad. Temen, al contrario que el capitalismo ideal, la
libre competencia, la innovación y el futuro abierto.
El catalanismo
propiamente político
se inició precisamente con un movimiento corporativo, como fue la
pugna contra el Código Civil, a finales del XIX, dirigida por el
Colegio de Abogados de Barcelona,
asustado ante la posible competencia de letrados del resto de España
(v. Catalonia’s
Advocates,
de Stephen Jacobson). Hasta
entonces,
ni la Renaixença
ni los Jocs Florals habían tenido un contenido propiamente político:
eran
algo cultural y romántico, centrado en la lengua y los mitos
históricos medievales.
La batalla contra la codificación significó el despegue político;
de ahí se pasó al Memorial
de Greuges,
las Bases de Manresa y la
Lliga Regionalista, triunfadora electoral en 1901 (con el apoyo, por
cierto, de los empresarios,
que acababan de perder el apetitoso mercado cubano por la
incompetencia del Estado español; los empresarios, por definición,
son oportunistas políticos).
Pasemos
al clientelismo.
Este es un intercambio extraoficial de servicios y favores
—básicamente, prestaciones
a cambio de lealtad política—
entre
el Gobierno y ciertos grupos sociales
(formales, como los sindicatos o las asociaciones profesionales, o
informales, como segmentos de edad o de niveles de renta). Para
asegurar su posición de poder, el patrón
toma decisiones y asigna recursos a favor de sus clientes y estos le
compensan con apoyo político. En
la Roma clásica,
de donde viene el término, cada patrón recibía la salutatio
matutina
de sus protegidos. Wikipedia lo compara, con razón, con la gran
escena de El
padrino
en la que Don Vito, Marlon Brando, va recibiendo las peticiones de
favores, y las expresiones de respeto, de los protegidos por la
familia. En el Antiguo Régimen, los patronos fueron los
terratenientes o sus adláteres —llamados en España caciques—
y los clientes eran sus arrendatarios o peones.
Hoy
día, el clientelismo es típico de los
partidos políticos; es un patronazgo menos personal, más
colectivo, y emplea recursos públicos. En el caso de los partidos
nacionalistas, la recompensa para el cliente es la vinculación con
la causa, la integración en el grupo; aunque el que recibe el
marchamo de leal también se beneficia con becas, prestaciones o
subsidios. El partido que le apadrina tiene una visión
tan patrimonial del Estado como los viejos caciques; el
Estado es mío, piensa, como si fuese su finca. Y como necesita
financiación, recurre a fórmulas
como la recalificación de terrenos o comisiones (el 3%, por ejemplo)
por adjudicaciones de obras. Al ser todo clandestino, algún
intermediario empieza a quedarse
con parte del dinero que pasa por sus manos. Y se
pasa del clientelismo a la corrupción.
El
nacionalismo no es, pues, ni “burgués” ni capitalista. Su
principal objetivo: asegurarse de que este trozo de pastel es solo
nuestro, de los de aquí de siempre, de los que tenemos ocho
apellidos, catalanes o lo que sea. Nada de libre mercado, excluyamos
de la competencia a la mayoría
de los posibles concurrentes. De ahí esas curiosas distorsiones que
se producen en la política catalana: una sociedad en la que los
apellidos más comunes son Pérez o García, que apenas existen en el
Parlament
representativo (véase Nacionalismo
y política lingüística,
de Thomas J. Miley).
El
caso de la familia Pujol no es, pues, excepcional, como pretenden Mas
o quienes quieren salvar el nacionalismo. Es una prolongación del
corporativismo y el clientelismo practicados
sin escándalo por CiU (y por cualquier Gobierno apoyado en políticas
identitarias, sea catalán, vasco o andaluz). Y del
clientelismo —favores por apoyo político— a la corrupción
—favores por dinero— no hay más que un paso. Un paso
difícil de evitar.
Nacionalismo
y dinero, José Álvarez Junco
Y ¿cómo se financian el resto de partidos? ¿Acaso el corporativismo y el clientelismo no son comunes en el resto de partidos?
Hace
ahora cien años, en aquel mes de julio que siguió al atentado
de Sarajevo,
las cancillerías europeas echaban humo. Entre amenazas y ultimatos,
negociaban febrilmente intentando impedir el inicio de una guerra que
al final, sin embargo, estallaría e implicaría a casi todos. Un
siglo después, es bueno reflexionar sobre aquella matanza y sus
consecuencias para Europa. Matanza, ante todo, y de dimensiones nunca
vistas en la historia humana: unos 10
millones de muertos en campos de batalla; al menos otras tantas
víctimas civiles,
aunque estas sean imposibles de cuantificar; incontables destrozos en
infraestructuras y tesoros artísticos; y descomunal gasto de dinero
público, que se prolongaría en la posguerra con las indemnizaciones
y pensiones a huérfanos, viudas o mutilados (a las que la Francia de
los años veinte dedicaba casi la mitad del presupuesto nacional).
Europa,
que en 1914 era la región más rica y poblada del mundo, con un
grado de bienestar desconocido en la historia de la humanidad,
emprendió aquel verano el camino de su declive, rematado 25 años
después por un segundo conflicto más catastrófico aún. La llamada
Segunda
Guerra
de los Treinta Años (1914-1945)
nos hizo descender a lo que hoy somos: tercera región mundial en
riqueza e influencia política. La
competencia entre los Estados europeos,
que en siglos anteriores pudo ser el estímulo para su productividad
y creatividad, acabó llevando a su suicidio colectivo.
La guerra de los Treinta Años fue una guerra librada en la Europa Central (principalmente Alemania) entre los años 1618 y 1648, en la que intervino la mayoría de las grandes potencias europeas de la época. Esta guerra marcará el futuro del conjunto de Europa en los siglos posteriores.Aunque inicialmente se trataba de un conflicto religioso entre Estados partidarios de la reforma y la contrarreforma dentro del propio Sacro Imperio Romano Germánico, la intervención paulatina de las distintas potencias europeas convirtió gradualmente el conflicto en una guerra general por toda Europa, por razones no necesariamente relacionadas con la religión: búsqueda de una situación de equilibrio político, alcanzar la hegemonía en el escenario europeo, enfrentamiento con una potencia rival, etc.La guerra de los Treinta Años llegó a su final con la Paz de Westfalia y la Paz de los Pirineos, y supuso el punto culminante de la rivalidad entre Francia y los territorios de los Habsburgo (el Imperio español y el Sacro Imperio Romano Germánico) por la hegemonía en Europa, que conduciría en años posteriores a nuevas guerras entre ambas potencias.El mayor impacto de esta guerra, en la que se usaron mercenarios de forma generalizada, fue la total devastación de territorios enteros que fueron esquilmados por los ejércitos necesitados de suministros. Los continuos episodios de hambrunas y enfermedades diezmaron la población civil de los Estados alemanes y, en menor medida, de los Países Bajos e Italia, además de llevar a la bancarrota a muchas de las potencias implicadas. Aunque la guerra duró treinta años, los conflictos que la generaron siguieron sin resolverse durante mucho tiempo.Durante el curso de la misma, la población del Sacro Imperio se vio reducida en un 30 %. En Brandeburgo se llegó al 50%, y en otras regiones incluso a dos tercios. La población masculina en Alemania disminuyó a la mitad. En los Países Checos la población cayó en un tercio a causa de la guerra, el hambre, las enfermedades y la expulsión masiva de checos protestantes. Solo los ejércitos suecos destruyeron durante la guerra 2000 castillos, 18000 villas y 1500 pueblos en Alemania.La larga serie de conflictos que forman la guerra pueden dividirse en cuatro etapas diferenciadas:la revuelta bohemia
la intervención danesa
la intervención sueca
la intervención francesa.
Segunda Guerra de los Treinta Años es una periodización utilizada en ocasiones por los historiadores para abarcar las guerras que tuvieron lugar en Europa durante el período 1914-1945, enfatizando de ese modo las similitudes del período de un modo integral. Así como la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) no fue en realidad una única guerra sino una serie de conflictos ocurridos en diferentes lugares y tiempos, y que más tarde fueron concebidas como un todo por los historiadores, la Segunda Guerra de los Treinta Años ha sido vista como una "Guerra Civil Europea" resultante del problema alemán exacerbado por nuevas ideologías como el fascismo, el nazismo y el comunismo. Incluso, desde la historiografía marxista, ha llegado a denominarse "Guerra de los Treinta Años por la sucesión británica", y hubiera enfrentado a Alemania y Estados Unidos desde un punto de vista más económico que geopolítico.El concepto tiene su origen en el libro de Siegmund Neumann "The future in Perspective" ("El futuro en perspectiva").Los conflictos más importantes incluidos en este período serían la I Guerra Mundial (1914-1918), la Guerra Civil Rusa (1917-1923), la Guerra Civil Española (1936-1939) y la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
Todo
empezó con un incidente, como el atentado de Sarajevo, trágico pero
de importancia limitada. Los magnicidios, en definitiva, eran cosa
conocida: en atentados terroristas habían muerto el zar Alejandro
II, la emperatriz Sissi, el rey Humberto I, los presidentes Sadi
Carnot o McKinley, los jefes del Gobierno Cánovas o Canalejas y
muchos más. Pero lo que hizo que aquel episodio derivara en
resultados no queridos por nadie fue la
atmósfera nacionalista que reinaba en Europa
y azuzaba a la opinión pública con pasiones incontrolables. No hay
más que recordar el
entusiasmo
con que se acogió la declaración de guerra y las muchedumbres que
recorrieron Berlín gritando enfebrecidas “¡a París!” a la vez
que otras en la capital francesa vociferaban “¡a Berlín!”,
empujando
a sus gobernantes
a despeñarse por la pendiente. Reinó entonces la fiebre
chauvinista,
el
patrioterismo
de la peor especie, muy patente en los insultos al vecino (los
alemanes eran boches
en Francia, hunos
en Inglaterra).
MacMillan
muestra un deleite especial en analizar los sentimientos de los
líderes de Europa de 1914. "Veo a los personajes como seres
humanos, con irracionalidades y sentimientos; el carácter de la
gente cuenta. Que el jefe de Estado mayor del ejército austrohúngaro
Franz Conrad von Hötzendorf quisiera la gloria militar personal para
poder casarse con una mujer divorciada, Gina von Reininghaus, su
amante, fue relevante. A veces personas con grandes responsabilidades
son un manojo de emociones con comportamientos erráticos. De nuevo
esa parte ayuda a conseguir el interés de los lectores; no se trata
de hacer el Hola!,
solo de no descartar la parte humana”.
La
historiadora acusa a los líderes de entonces de falta de imaginación
para ver llegar la catástrofe y de valor para detenerla. "Sí,
muchas veces es difícil saber decir que no, oponerse
a la presión cuando se habla del honor de un país y de su destino.
En cuanto a la imaginación, no previeron
lo que iba a ocurrir, pese a que había muchas advertencias. Se veía
que a causa de la nueva tecnología militar podía llegarse a un
mortífero punto muerto. Pero la capacidad
de los seres humanos para ignorar lo que no quieren saber
es ilimitada, y ahí hay de nuevo una lección para nosotros mismos,
como prueba el que haya gente que niega hoy el cambio climático”.
La
guerra significó el fracaso del internacionalismo socialista.
"Si se hubieren unido todos los obreros de Europa no habría
habido guerra pero el nacionalismo demostró
ser una fuerza mayor”.
El
miedo, apunta MacMillan jugó un gran papel. "El de unos países
a otros, a que la movilización más rápida del vecino le otorgara
una ventaja decisiva; pero también los miedos internos. La guerra
significaba cerrar las brechas de la comunidad, aglutinarla
patrióticamente para hacer frente a un
enemigo externo".
Acabo de usar el
término
nacionalismo
en el sentido de una visión del mundo que divide a la humanidad en
pueblos o razas con sus características biológicas y psicológicas
que les hacen radicalmente diferentes del vecino;
visión que se apoya en datos biológicos (color de la piel),
culturales (lengua, religión) e históricos (manipulados). Este tipo
de Weltanschauung
dominaba a principios del siglo XX incluso entre muchos
intelectuales, más atraídos por una visión
racista y jerárquica de los pueblos y culturas
que por la idea de igualdad entre los seres humanos.
Pero
el nacionalismo es también un sentimiento, una emoción. Una emoción
que, quizás para compensar el descenso de las creencias religiosas y
la monotonía del trabajo industrial, ha superado a cualquier otra en
el mundo moderno. Y que inspira, sin duda, actos de generosidad, de
sacrificio del interés individual por el colectivo, pero que limita
esta generosidad a los connacionales, mientras que fomenta la
desconfianza, el egoísmo o el odio hacia el vecino.
Estos
sentimientos perversos son los que se impusieron en 1914 sobre
los principios morales y políticos que se suponían base de la
superioridad europea.
Europa se contradijo y perdió el control de sí misma. La región
más civilizada del mundo no dio muestras de civilización ni de
racionalidad. Apoyándose en unos esquemas de autocomprensión
política erróneos y empeñados
en rivalizar en poder económico, político y militar,
los gobernantes jugaron con fuego. Utilizaron sistemáticamente la
política de la fuerza, creyeron tolerable e incluso deseable la
guerra, que se suponía cultivaba los más elevados ideales en los
“hombres”. No
funcionaron la diplomacia ni el derecho.
Y, bajo la ilusión de “acabar con todas las guerras”, llamaron a
una movilización enloquecida; para encontrarse a los pocos meses
empantanados en trincheras llenas de barro, cadáveres y ratas.
¿Desde cuándo arrastra Alemania la fama de falta de diplomacia y arrogancia en el juego político? ¿Desde finales del XIX?
Se
impuso, en resumen, el nacionalismo en un tercer sentido, el peor de
todos: el que lo identifica con políticas
agresivas, imperialistas o militaristas, dirigidas a
expandir los territorios dominados por un Estado. Porque los
dirigentes políticos utilizan la retórica nacional, como cualquier
otra que les convenga, para ampliar su poder. Y las pasiones que
despertaron en aquella coyuntura hicieron que las muchedumbres
perdieran la sensatez más que sus propios azuzadores, que al final
comprendieron que se hallaban al borde del abismo e intentaron evitar
la caída. Basta leer los angustiados telegramas
que el zar ruso y el emperador austríaco se intercambiaron en aquel
julio de 1914 animándose a frenar los impulsos bélicos en sus
respectivas sociedades.
Una vez terminado
el conflicto, lo que se ofreció como solución y garantía de que no
habría nuevas guerras fue, de nuevo, el nacionalismo, entendido esta
vez en un cuarto sentido: como principio
doctrinal. Un principio según el cual cada pueblo o nación debe
tener un Estado propio. La paz negociada en 1919 se
inspiró en los 14 puntos de Wilson, para quien el problema europeo
era que había imperios demasiado heterogéneos y era preciso crear
un Estado para cada pueblo. Imperios como el austrohúngaro, zarista
o turco eran, para él, el paradigma de la complejidad arcaica,
mientras que veía en el Estado-nación una fórmula política
sencilla y moderna. Pero el nuevo mundo de
Estados-nación no resolvió los problemas, sino que creó otros:
minorías discriminadas, desplazamientos masivos de población,
territorios irredentos, agravios interminables.
La
paz de 1919 no trajo la estabilidad, sino nuevas convulsiones.
Estados Unidos, tras haber decidido el resultado de la guerra,
negociado el tratado de París e ideado la Sociedad de Naciones, se
retiró del escenario. Con lo que se produjo
un vacío de poder internacional, sin una potencia hegemónica capaz
de sustituir a Gran Bretaña. [De ahí, Guerra de los
Treinta Años por la sucesión británica.] Los europeos, incapaces
de comprender que tras la “guerra de las tribus blancas” nadie
los veía ya como “razas superiores”, que no tenían misión
civilizadora alguna de la que presumir ante el resto del mundo,
reavivaron sus rivalidades; y en ese caldo se cultivó Hitler. A
corto plazo, de la Gran Guerra los europeos aprendieron muy poco. Las
dolorosas enseñanzas solo llegaron tras la Segunda. Solo
desde 1945 se comprendió que el recurso habitual a la fuerza como
instrumento político acababa en guerras globales. Solo
entonces se empezó a abandonar la idea de las grandes potencias y
las áreas de influencia. Con lo que se ha conseguido que conflictos
como los balcánicos de los años noventa, tan similares a los de
antaño, o la actual crisis ucraniana, no hayan superado el nivel
local.
De
1919 procede también la idea de crear un orden institucional
internacional destinado a evitar las guerras. La Sociedad
de Naciones fracasó, pero fue sucedida en 1945 por las Naciones
Unidas, esta vez ya con plena implicación estadounidense. Y hoy
avanzamos lentamente hacia un orden
jurídico-político supranacional, por medio del TPI, el
Consejo de Europa o los pactos universales sobre la
imprescriptibilidad del genocidio o los crímenes contra la
humanidad.
Europa,
en resumen, decayó por los nacionalismos y ahora, desde hace sesenta
años, intenta superarlos. No es buen momento, desde
luego, para lanzar flores a la UE, pero es lo mejor que tenemos, el
único gran proyecto en el que estamos embarcados. Aunque es un
experimento sin precedentes históricos, en la medida en que repita
alguna fórmula conocida no sería malo que se aproximara más a los
viejos imperios multiculturales que al moderno Estado-nación. No
porque fueran autocracias, obviamente, sino porque su
legitimidad política no se debía a la homogeneidad cultural de sus
componentes. El demos soberano de una entidad
política moderna no es una etnia; es un conjunto
de individuos muy dispares que tienen en común su aceptación de, y
sumisión a, una misma estructura institucional; la cual
les convierte, no en miembros de una fratría, sino en ciudadanos
libres e iguales.
El
miedo prolifera más que nada. No nos hacemos una idea de lo poco que
seríamos sin el miedo. La tendencia a entregarse una y otra vez al
miedo es constitutiva del ser humano”, escribió Elías Canetti.
Inteligente y pesimista observación, como tantas suyas. Parece
inherente al ser humano, en efecto, sentirse amenazado, asustado por
alguna circunstancia difícil a veces de concretar, pero otras
encarnada en un grupo o personaje bien identificado. Uno de los
temores primarios es el que sentimos ante el Otro, ante quien es
culturalmente distinto a nosotros, a quien
apenas conocemos —y no nos interesa conocer mejor—, pese a lo
cual le creemos decidido a acabar con nuestra identidad, con esos
rasgos —lengua, religión— que nos marcan como grupo.
Nos ponemos entonces a la defensiva.
¿Y cuál es nuestra identidad? ¿está bien definida? ¿Cuáles son esos rasgos?
El
Otro amenazador puede ser una oleada reciente de inmigrantes, que
presagia el fin de “nuestra manera de ser”
tradicional. En buena parte de la Europa que ha votado
hace unos días han triunfado partidos xenófobos que explotan
precisamente este miedo al Otro. Pero el miedo puede proyectarse
también sobre el vecino, sobre todo si el vecino es poderoso, lo que
hace creíble que planee dominarnos. Fue la fobia, en la España de
hace siglos, a la Francia que exportaba ilustración e influencia
política; o la prevención portuguesa ante la amenazadora España. O
la sensación agónica de invasión, de augurio de desaparición de
su lengua, que asalta a tantos catalanes ante la marea castellano
hablante. O la alarma de estos últimos ante el proyecto de
“genocidio cultural” del castellano por parte del nacionalismo
catalán. Miedo ante un Otro en buena medida
imaginario. De ahí que hagamos movimientos que para
nosotros son meramente defensivos y que el otro (el otro real, con
minúscula), tan asustado como nosotros, interpreta como agresivos y
como confirmación de sus aprensiones.
Cuando
uno tiene cierta edad y experiencia sabe que las causas de todo
conflicto humano son complejas y que requiere tiempo analizarlas con
frialdad y detalle. Pero mucha gente no dispone de ese tiempo ni
siente, quizás, auténtica curiosidad por entender los problemas,
por lo que se deja tentar por las
simplificaciones. Y ahí ascendemos
del miedo a la paranoia. Porque la primera y más sencilla
forma de simplificar es recurrir a visiones conspiratorias. Las
cuales, según Karl Popper, reposan sobre “la errónea teoría de
que todo lo que ocurre en la sociedad —sobre todo acontecimientos
tales como guerras, paro, pobreza, escasez, cosas que a la gente en
general no le gustan— se debe a designios directos de unos cuantos
individuos y grupos poderosos”, que en sus formas modernas es “un
resultado típico de la secularización de una superstición
religiosa”.
Las
visiones conspiratorias de la realidad pudieron comenzar por ser,
como observó René Girard hace años, un paso positivo en el avance
de la mente hacia la racionalidad. Con ellas se canaliza la violencia
hacia un único objeto totémico, y se crea todo un campo interior en
el que los impulsos destructivos quedan controlados y el grupo puede
desarrollar actividades pacíficas y productivas. Favorece, así, la
convivencia y la solidaridad interna. Resueltos los enigmas y
superadas las inseguridades al haber identificado
la causa de nuestros males,
se alcanza un cierto grado de tranquilidad y, tras tomar las debidas
precauciones frente al Malvado, el grupo puede sentirse unido y en
paz. El mal ha sido expulsado hacia el exterior. La
localización y demonización del enemigo ha
canalizado la agresividad hacia afuera y reducido las tensiones en el
interior. Pero también produce sumisión política e imposibilita
las buenas relaciones con el vecino demonizado.
¿No es eso lo que está ocurriendo con Angela Merkel como canciller alemana, representante de los designios de la UE, al compararla con la ex primera ministra británica Margaret Thatcher?
En el mundo
europeo, el clero cristiano desempeñó durante siglos estas
funciones tranquilizadoras. Dio un nombre al adversario sobrenatural
y explicó su origen. La Escolástica, con la lógica determinista /
policial del cui
prodest?,
aplicó esta visión conspiratoria a la vida diaria. Y obtuvo una
rentabilidad política por ello. Porque la identificación del
enemigo, la
invención de un chivo expiatorio culpable de nuestros males, suele
ser una contribución de quienes aspiran a convertirse en guardianes
del grupo.
Su hallazgo y su denuncia les legitiman como élite dirigente.
Interesante. También es una forma de no asumir responsabilidades. ¿Ha apuntado Merkel hacia algún enemigo?
Aquella Europa medieval repetía, curiosamente, muchos de los estereotipos elaborados contra el primer cristianismo. Es asombrosa la continuidad en la creación de chivos expiatorios y en las características que se les atribuyen. Tanto los cristianos en la Roma imperial como los herejes, brujas y judíos en las Edades Media y Moderna o los jesuitas, masones, comunistas y —de nuevo— judíos en épocas más recientes, se vieron ante las mismas acusaciones: asociación secreta, pacto con los poderes malignos, intención de destruir las bases de la convivencia social, entrega a prácticas orgiásticas o aberrantes. Tanta perversión probaba que aquel grupo demoniaco no pertenecía a la especie humana; lo que permitía aniquilarles con la conciencia tranquila.
Como
demuestra la lista anterior, el Otro amenazador puede muy bien,
aunque provenga de fuera, vivir entre nosotros. Norman Cohn, que
escribió algunos libros inolvidables sobre estos temas, subrayó los
rasgos comunes a los perseguidos medievales: no eran un grupo
tradicionalmente respetable, sino aupado recientemente a posiciones
de poder; y, aunque vivieran entre nosotros, lo hacían en una
situación de cierta marginación, de aislamiento. Sin embargo,
seguía Cohn, su función era tan útil al
conjunto que, por muy graves acusaciones que pesaran sobre
ellos, no se les eliminaba. En parte porque ejercían funciones de
las que la sociedad no podía prescindir fácilmente (sabían sanar,
o vendían ungüentos benéficos, junto con los maléficos), pero
sobre todo porque servían para atraer sobre
sí toda la maledicencia, para que se les culpara de todas
las calamidades incomprensibles que abrumaban al conjunto… Solo en
momentos de extrema inseguridad y angustia se disparaba la tensión y
se les exterminaba físicamente.
Los fenómenos de
la actualidad europea que mejor engarzan con esta vieja tradición
son los nacionalismos y los populismos.
Los nacionalismos se construyen, por definición, contra
algo o alguien, contra ese vecino que nos oprime o nos
impide ser lo que queremos. También España, en su gran momento
nacionalista, bajo el primer franquismo, libraba su cruzada contra la
“sierpe venenosa” del judaísmo; el régimen se enfrentaba con
“tenebrosos poderes internacionales”. Como “paladín de la fe
de Cristo” —explicaba Carrero Blanco en España y el mar—,
España había batallado contra la Reforma, la Enciclopedia, el
liberalismo, el izquierdismo ateo, la masonería, el marxismo…
todos ellos encarnaciones de una única lucha: la del Imperio
Sionista del Pueblo Elegido contra la Civilización Cristiana.
Los
populismos han repetido y repiten el mismo esquema. Tanto el UKIP
británico de Nigel Farage como el Frente Nacional de Le Pen en
Francia, el PPV del holandés Geert Wilders, el Partido Popular Danés
o los Verdaderos Finlandeses, coinciden en cultivar el miedo a los
inmigrantes como amenaza para “nuestra forma de ser”. Hace muchos
años se les adelantó el general Juan Domingo Perón al otro lado
del Atlántico, señalando de manera imperecedera al enemigo del
siempre inocente pueblo argentino: la perversa oligarquía
antinacional. Esperemos que la gente nueva de Podemos no caiga en la
tentación de cultivar esta veta discursiva, ahora que han bautizado
al gran malvado como “la Casta”.
Los
socialismos son otro caso de exitosa identificación del culpable de
todos los males sociales: el capitalismo, movido por la perversa
“burguesía”. Para un marxista riguroso es inútil
ponerse a distinguir matices ante los problemas económicos,
sociales, psicológicos o ambientales, porque todos se deben a único
agente maligno: la burguesía capitalista, que en su ansia
acumuladora destruye la economía, la salud o el medio ambiente. El
marxismo es una teología completa, decía el brasileño fray Betto,
porque, después de dos mil años de cristianismo, había logrado al
fin identificar al Demonio; su nombre era, por supuesto, el Capital;
y su eliminación significaría el fin de la infelicidad social.
No
seré tan ingenuo como para pedir que el discurso político sea
racional. Pero, al menos, que sea un poco menos infantil.
El
temor al maligno, José Álvarez Junco
Esta
abdicación es una decisión sabia. El rey Juan Carlos desempeñó su
papel de forma positiva durante la Transición. Pudo
intentar acumular poder, porque eso es lo que le ofrecía
la legislación franquista, pero comprendió, lo que demuestra su
inteligencia, que la opinión no iba a
consentirlo, y ofreció a las fuerzas políticas en pugna
limitarse a un papel de moderador.
Pensó, ¿por qué no mejor acumular dinero?. En cuanto a su inteligencia, siempre se ha dicho que tuvo sensatos consejeros.
Los
partidos comprendieron que, en aquel momento de radical
enfrentamiento, podía ser útil tener un árbitro. Porque el
escenario político, en 1975-76, estaba paralizado: el régimen
mantenía sus instituciones en pie y tenía el apoyo de las Fuerzas
Armadas y del aparato represivo, que no daba muestras de flaquear.
Pero carecía de dos cosas esenciales: un líder, una vez muertos el
dictador y Carrero Blanco, el custodio de su legado, y un programa
político, un proyecto de futuro. La oposición tenía ese programa:
estaba unida, y lo estaría aún más en los meses siguientes,
alrededor de un proyecto común de
restablecimiento de libertades democráticas y amnistía para delitos
políticos, y tenía gran capacidad de movilización:
paralizaba el mundo de la enseñanza cada dos por tres y perturbaba
seriamente la producción industrial, alteraba diariamente el orden
en las calles y movilizaba a la población, sobre todo de las grandes
ciudades, alrededor de los múltiples desafueros causados por una
modernización acelerada, autoritaria y caótica; unas protestas que
se politizaban de inmediato, en cuanto el régimen respondía con sus
modales habituales. El Rey ayudó a salir de esa situación,
facilitando el acuerdo: garantizó a la
oposición un proceso democrático abierto y a los leales al régimen,
orden y ausencia de cambios revolucionarios, depuraciones y
represalias. Gracias a su actitud, desde luego, y a la
sensatez y los miedos de otros muchos, el final de la dictadura fue
menos traumático de lo temido.
La opinión
pública se lo agradeció y se creó, no un monarquismo de fondo,
sino una amplia corriente de benevolencia “juancarlista”. Una
benevolencia que ha disminuido mucho en los últimos tiempos, como
todos sabemos, por diversos errores
cometidos por él mismo y su familia política. Me parece correcta la
decisión de abdicar; que descanse y disfrute en los años que le
queden de vida.
Errores, privilegios. Ay, los intocables. Errores son los que cometemos usted y yo. Unos tenemos derechos -y deberes- y otros privilegios: Exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial
Su
sucesor, Felipe VI desde ahora, da impresión de ser una persona
inteligente, preparada y, sobre todo, modesta, es decir, consciente
de la fragilidad de su posición,
como lo fue su padre en su momento. Creo que, sobre todo por este
último rasgo, se puede ser optimista sobre su capacidad de ayudar a
superar la difícil situación en que el país se encuentra. El
problema es de prestigio de las instituciones; todos los poderes,
desde los tres clásicos a la propia monarquía, más la prensa, los
sindicatos o la banca, están fallando en este momento. Si
no emergen populismos xenófobos es quizás porque aquí la
emocionalidad se está canalizando hacia los nacionalismos. Pero
ninguna institución depende tanto del prestigio de quien la ocupa y
su círculo íntimo como la monarquía. Creo que Felipe VI lo sabe.
Muchas
cosas, y muy graves, están pasando en la Ucrania
suroriental. Se está viviendo una preguerra
civil, con serios sufrimientos por parte de la población,
y se corre el riesgo de otra guerra internacional europea, catástrofe
que por fortuna iba haciéndose rara. Pero lo que se vuelve a
demostrar, y lo que me interesa aquí, es lo
inadecuado de la fórmula nacional para resolver la convivencia en
sociedades complejas.
La
Gran Guerra, con cuyo centenario coincidimos, proporcionó el mejor
ejemplo en el siglo XX. Cuando el angélico presidente Wilson vino a
Europa, con el prestigio de haber pesado decisivamente en la derrota
austro-germana, traía en la cartera sus célebres Catorce
puntos,
donde proponía resolver los problemas europeos sustituyendo los
imperios multiétnicos por Estados culturalmente homogéneos. La
conferencia de paz de París, consiguientemente, creó una decena de
Estados nuevos y
añadió o restó territorios a los existentes —según, ay, que
hubieran apoyado a vencedores o vencidos en el conflicto. Pese a la
buena voluntad de sus creadores, a la Sociedad de Naciones y a las
cláusulas de protección de minorías, la fórmula fue un
desastre: los nuevos mini-Estados eran inevitablemente multiétnicos
—y ahora, al ser nacionales, maltrataban de verdad a sus minorías—,
surgieron agravios, clamores por territorios irredentos,
y, al final, se
abrió el camino a los fascismos.
No escarmentados, hace solo un cuarto de siglo, al
disolverse Yugoslavia y la URSS, volvimos a crear Estados nuevos
(esta vez una veintena), siempre en busca de la homogeneidad
cultural. Y ahí se inscribe el actual lío ucranio.
Claro
que ahora hay una novedad: ya no se trata de
procesos independentistas, sino de anexiones a una potencia vecina,
pues Crimea se ha separado de Ucrania para unirse a Rusia.
Pero no todo es expansionismo de Putin, ni basta con pararle los
pies. Que Crimea fuera antaño rusa y que una gran mayoría de su
población haya votado a favor de Rusia son datos a tomar muy en
cuenta. Y ahora las provincias de Donetsk y Lugansk quieren seguir
ese camino. Olvidemos, por el momento, los provocadores y el dinero
enviados por Putin y supongamos que queremos resolver la cuestión
civilizadamente, en una mesa de negociación. ¿Cuál podría ser la
solución?
El problema es que
el Derecho Internacional avala dos
principios incompatibles entre sí: el derecho a la autodeterminación
de los pueblos y el respeto a la integridad de los Estados
existentes. El primero, proclamado en la Carta de las
Naciones Unidas, en dos resoluciones de su Asamblea General y en
varios pactos internacionales de las últimas décadas, es el que
invocan, por supuesto, independentistas escoceses o catalanes. Y es
un criterio que a todo demócrata le inspira, a primera vista, más
simpatía que un rígido respeto a las fronteras existentes; porque
no es fácil explicar por qué debemos impedir que pertenezca a un
Estado un territorio en el que el 90% de sus habitantes desean ser
independientes o pertenecer a otro.
Pero
está también establecido, como explican José M. Ruiz Soroa y
Alberto Basaguren (en La
secesión en España,
editado por Joseba Arregui, 2014), que la
autodeterminación solo se refiere a los pueblos “dependientes”,
es decir, a quienes se hallan en situación colonial o bajo invasión
militar.
La Declaración de Viena de 1993 es muy clara: “Todos los pueblos
tienen el derecho de libre determinación”, y negárselo constituye
“una violación de los derechos humanos”; pero esto no significa
avalar acciones encaminadas “a quebrantar o menoscabar, total o
parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de
Estados soberanos e independientes que […]estén dotados de un
Gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al
territorio, sin distinción de ningún tipo”. Es decir, que de
la autodeterminación no se deriva que minorías nacionales
territorializadas existentes hoy dentro de un Estado tengan derecho a
la independencia política; solo lo tendrán aquellas que carezcan de
instituciones democráticas o sean tratadas de forma discriminatoria.
Aceptada
esta distinción (y aun sabiendo que todo independentista proclamará
a su pueblo “dependiente” e invocará este principio), parece
claro el significado del derecho de autodeterminación y la situación
en que debe hallarse un pueblo para ser titular del mismo. Pero eso
no resuelve el asunto, porque lo
verdaderamente insoluble es la definición del “pueblo” en sí,
es decir, la definición del demos
que tiene derecho a autodeterminarse.
¿Por qué han de ser las provincias de la Ucrania actual, por
ejemplo, las que puedan decidir su futuro por medio de un referéndum
y no sus comarcas o municipios? Cualquier comunidad humana puede
proclamarse “pueblo” o “nación” y sobrarán intelectuales
que encuentren argumentos históricos, lingüísticos, religiosos o
raciales para apoyar esa tesis. El
problema es político, prejurídico.
Como escribió Robert Dahl, “la democracia puede decidirlo casi
todo, menos la amplitud del demos
concreto que la practica, porque ese es un dato previo al inicio del
proceso democrático. Unos afirmarán que el pueblo X es distinto al
pueblo Y; otros, que el pueblo X es parte del más amplio pueblo Y.
¿Cómo se puede resolver este debate? Votando. Pero ¿quiénes
votarán? Si son sólo los ciudadanos de X puede salir una cosa y si
son todos los de Y, otra”.
Viniendo
a nuestro entorno, para un nacionalista vasco o catalán es
indiscutible que Euskadi o Cataluña tienen derecho a decidir su
futuro. Pero un españolista les opondrá que quien debe decidir es
España, porque a nadie se le puede amputar una parte de su
territorio sin consultarle. Contrarréplica: eso es partir del
indemostrable prejuicio de que nosotros somos parte de una nación,
España, cuando
la única nación es la nuestra, integrada contra su voluntad en el
Estado español. Algo de razón tienen ambos. Porque todo
nacionalista parte, sí, de un prejuicio: que las naciones existen;
pero cada cual cree solo en la suya. Según la lógica
democrático-nacional, el futuro de Euskadi deben decidirlo los
vascos; pero la misma lógica exigiría que el futuro de Álava se
decidiera por los alaveses (en el caso de que en un hipotético
referéndum vasco globalmente favorable a la independencia salieran
en Álava resultados españolistas). No, nos diría el patriota
vasco, porque Álava forma parte de Euskadi, que decide como un todo.
Lo mismo que le objetaría a él un españolista en relación con
Euskadi.
Una vez atribuido
el derecho de decidir a las regiones o provincias, cabría hacer lo
mismo con los municipios. ¿Con qué derecho, en nombre de qué
principio, obligaremos a mantenerse en España al municipio Z, que
votó, pese a formar parte de una provincia proespañola,
abrumadoramente por la independencia? Y quien dice municipio dice
barrios o familias. ¿Dónde está el límite? Llevado a su extremo,
el principio democrático del consentimiento acaba disolviendo el
Estado en comunidades cada vez más pequeñas y solo se detendría al
llegar al individuo, que podría decidir si quiere pertenecer al
Estado en que ha nacido, afiliarse a otro o declararse independiente.
Sería como proclamar el derecho a
renegociar diariamente el contrato social. La democracia, si no
quiere conducir al absurdo, no puede incluir el derecho de los
miembros de una sociedad a separarse de ella y crear entidades
soberanas.
La
única solución es superar el modelo organizativo del Estado-nación.
Es decir, reconocer que el demos,
el sujeto soberano, no tiene por qué coincidir con un etnos,
una comunidad culturalmente integrada.
Europa, cuyas elecciones celebramos ahora, es un demos,
pero todavía no un etnos
(Enrique Barón, La
era del federalismo,
en prensa). Tampoco lo es Estados Unidos, un país sin un origen
racial o lingüístico común. “La
ciudadanía democrática”, escribe Habermas, “no necesita estar
enraizada en la identidad nacional de un pueblo”, sino socializar a
todos sus ciudadanos en una cultura política común (y atribuirles
los mismos derechos y deberes).
En cuanto a la pertenencia a una minoría, acostumbrémonos a ello,
porque nuestras sociedades son y serán cada vez menos homogéneas
culturalmente. Disfrutemos de la variedad cultural. Pertenecer a una
minoría, siempre que no reciba trato discriminatorio, no es ninguna
desgracia.
Ser
minoría no es una desgracia, José Álvarez Junco
Heimat
ist da, wo ich verstehe und verstanden werde.
Karl
Jaspers
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