El
horror de los campos de exterminio consistía, según nos enseñó en
su magistral lección sobre el totalitarismo Hannah Arendt, en el
hecho de que los reclusos, aun en el caso de que conservaran la vida,
estaban más efectivamente cortados del mundo de los vivos que si
hubieran muerto. Era como si se hubiesen convertido en material
desechable, superfluo, destinado a la liquidación, como si nunca
hubieran existido. En eso consistía lo que Arendt, tomando
el concepto de Kant,
pero llenándolo del contenido de una experiencia vivida, de una
vivencia propia, llamó el mal
radical,
el lugar de la dominación total,
quintaesencia del totalitarismo, masas humanas encerradas en campos
de concentración, sometidas a la peor tortura imaginable: vivir
como si ya hubieran muerto.
Sobre el proceso de deshumanización
Toda
representación del pasado tiene límites
exteriores al texto y al sujeto que los recuerda, límites que no
tienen nada que ver con la libertad de expresión ni con cualquier
consideración moral, sino que
proceden de los mismos hechos que se pretende representar.
Como Perry Anderson y Carlo Ginzburg replicaron a Hayden White, no es
posible representar la planificada operación política y
administrativa de exterminio de judíos —conocida en el argot nazi
como Solución
Final
— según el modo de tramar de un romance o una comedia. Sin duda,
la representación es obra del autor, su invención, pero para que
esa invención no destruya la memoria del pasado que se trata de
reconstruir debe estar controlada
por las voces que nos llegan de ese mismo pasado.
A
eso era a lo que exhortaba el camarada Kaminsky, una tarde de domingo
en Buchenwald, al grupo de reclusos que escuchaba en estremecido
silencio, de boca de un judío superviviente entre una montaña de
cadáveres transportados en un convoy de la muerte, la explicación
del funcionamiento del sistema de exterminio en los campos de
Auschwitz-Birkenau, la selección de los presos, las cámaras de gas,
los hornos crematorios: “No lo olvidéis”, repetía con voz ronca
y justiciera el alemán Kaminsky, y nos recordaba Jorge Semprún: “No
lo olvidéis jamás: ¡Alemania es culpable; mi patria es culpable!”.
Es, por decirlo ahora con la bella metáfora del último Paul
Ricoeur, “la memoria herida por la historia”,
lo que quiere decir: memoria
que recuerda aquello que la voluntad quisiera olvidar porque su mera
evocación hiere
a nuestra gente, a los nuestros.
Destruir el recuerdo del ‘mal radical’, Santos Juliá [El País, 21 de junio de 2015]
La lección más dura estaba escrita, Santos Juliá [El País, 15 de octubre de 2014]
Corrupción como quiebra del Estado, Santos Juliá [El País, 4 de septiembre de 2014]
¡Todavía la Transición!, Santos Juliá [El País, 20 de julio de 2014]
Una tradición inventada, Santos Juliá [El País, 19 de junio de 2014]
España era el problema, Europa la solución; Santos Juliá [El País, 25 de mayo de 2014]
Fragmento de LA AVENTURA DEL REBUZNO. II libro, capítulo 27. Miguel de Cervantes
Viñeta de El Roto dedicada a Cervantes
Por
eso, porque el
hombre es libre, capaz del mal
radical
y de la negación de su recuerdo,
cabe también construir
un relato de esos hechos,
no para dar cuenta de ellos sino con el propósito de destruir su
memoria como experiencia del mal radical. Y es esta la clase de
narración elegida por el autor del tuit difundido hace cuatro años
por quien ahora es concejal del Ayuntamiento de Madrid, cuando
convierte la Solución
Final
en un chascarrillo que no se limita a banalizar el mal, como cree
quien lo ha propagado: banalizar
el mal
radical
es lo que Otto Adolf Eichmann pretendía ante el tribunal que lo
juzgaba en Jerusalén cuando explicaba su participación en el
exterminio de judíos como burocrático cumplimiento de un deber de
obediencia a unos jefes portadores de una misión universal;
banalizar el mal es a lo que se dedican ahora los miembros de ETA y
sus cómplices y amigos cuando narran sus asesinatos en el modo
épico,
como mero resultado de la lucha por la liberación de un pueblo. Pero
lo que pretende este tuit no es eso; es machacar, pulverizar,
destruir las voces que nos llegan de aquel horror para convertirlas
en cenizas de cigarrillos depositadas en el cenicero de un coche. Lo
de menos es que rebase o no los límites de la libertad de expresión,
que su contenido sea o no insultante, o que manifieste un gusto
deplorable; todo eso, para el caso, es irrelevante. Lo
que importa es que con ese procedimiento narrativo destruye la
memoria del mal
radical:
el exterminio de judíos, así contado, es recibido con una carcajada
por el público al que va destinado.
Solo
cuando ha caído en la cuenta del efecto político que alcanzaba su
narración, el responsable de la difusión por las
redes sociales de este acto de borrado de la memoria ha pedido
públicamente perdón a quienes se hayan sentido ofendidos. Bien
está, pero ¿basta esta petición o, más aún, bastaría un perdón
otorgado por los ofendidos para mantenerse en un cargo público como
representante elegido por los votantes de un partido? No, en
absoluto. El
perdón es un acto moral, que concierne ante todo a quien lo pide y a
quien lo otorga. Aquí no se trata de eso, sino del
elegido por unos votantes que carecían de elementos de juicio sobre
la identidad política del sujeto que les pedía, como miembro de una
candidatura, su voto. Lo obligado no es pedir perdón sino tomar nota
de la propia
e intransferible responsabilidad política y actuar en consecuencia,
como inevitablemente se ha visto impelido a reconocer Guillermo
Zapata renunciando a su designación como responsable de la
concejalía de cultura, aunque con el peregrino argumento de que era
ese ámbito el exclusivamente afectado por su intervención en las
redes.
La
pregunta es: si para la cultura de Madrid habría sido un oprobio
verse representada por el difusor, a título personal, de este texto
de destrucción de la memoria, ¿por qué no habría de serlo para
los ciudadanos de cualquier distrito? La respuesta solo es posible
cuando se conteste a esta otra pregunta: ¿habrían
consentido ni por un instante sus compañeros de candidatura la
presencia a su lado de alguien que hubiera difundido por las redes un
chiste en el que los asesinados por una banda fascista en un despacho
de abogados de Atocha hubieran aparecido como ceniza arrojada a un
vertedero?, ¿lo habrían votado sus electores?
Los
actos políticos deben tener consecuencias políticas.
La práctica del mal
radical,
en el sentido que Arendt y Semprún dieron a este concepto, es un
acto político, una práctica de poder total sobre la vida y sobre la
muerte. Aparte
de cualquier consideración moral, el mandato de su recuerdo es, por
eso, una exigencia política.
Puede no cumplirse, sin duda, lo mismo que puede pervertirse o
instrumentalizarse al servicio de intereses espurios. Tal es la carga
de la libertad del hombre: que de la misma manera que en su libre
decisión radica la posibilidad de cometer o no un acto de mal
radical, también pertenece
al ámbito de su libertad cumplir el mandato de memoria o destruirla.
Uno y otro son actos políticos, pero uno y otro deben arrastrar, por
lo mismo, exigencias políticas tan radicales como el mal cuya
memoria herida por la historia se pretende cultivar o destruir.
Lo
que pretende el tuit del exconcejal de Cultura de Madrid es
pulverizar
las voces que nos llegan del horror de la ‘solución final’ para
convertirlas en cenizas de cigarrillos depositadas en el cenicero de
un coche.
Zapata
renunció a la cartera de Cultura y Deportes aunque permanece en el
equipo municipal como concejal presidente de los distritos de
Fuencarral-El Pardo y Villaverde.
Mi pregunta es la siguiente: ¿Cómo llega alguien con esa falta de sensibilidad y habiendo hecho públicos esos comentarios a concejal de Cultura? ¿a través de qué filtros? ¿Cómo permiten los ciudadanos “representados” que siga estando ahí como presidente de distritos? ¿Y sus compañeros de partido?
El
paisaje nos resulta familiar y su actualidad es asombrosa, escribe
Fernando Vallespín en el estudio que sirve de introducción a este
libro de Javier Pradera, raro únicamente porque sale a la luz 20
años después de haber sido escrito, no porque su contenido haya
perdido ni un ápice de vigencia. Todo
lo que nos ha caído encima durante estas dos décadas puede
entenderse como un desarrollo elefantiásico de lo que ya entonces se
denunciaba sin que nadie haya puesto remedio: la relación perversa
que estableció el sistema de partidos construido en la década de
1980 con un Estado en continuo crecimiento.
Para
Javier Pradera el desvelamiento de la corrupción había sido "un
proceso lento y doloroso", origen de una profunda frustración
que había afectado a las elevadas expectativas políticas
alimentadas bajo la dictadura. Enemigo de engrosar lo que aquí
define como "tradición furiosa y exasperada del viejo
regeneracionismo" y de cualquier forma de discurso moralizante,
tampoco busca consuelo en el hecho de que escándalos similares de
corrupción acabaran de estallar en Francia y en Italia: es la
expectativa de una generación de españoles la que se ha visto
arrasada por la corrupción, y no queda más alternativa que aplicar
el bisturí de la razón hasta
dar con la raíz del problema de modo que se adopten las reformas
necesarias
para ponerle remedio, sin caer en el desistimiento o conformarse con
la indignación y antes
de que los abusos de los partidos sirvan de coartada al populismo de
“esos aventureros dispuestos a manipular el sufragio universal como
instrumento plebiscitario contra la democracia representativa”.
El
momento era crítico porque tras las elecciones de 1993 la lluvia de
escándalos, en lugar de amainar como se había creído tras la
promesa de asunción de responsabilidades políticas por el
presidente del Gobierno, Felipe González, se convirtió en
diluvio hasta alcanzar a personajes a cargo de instituciones situadas
por encima de toda sospecha, el director de la Guardia Civil y el
gobernador del Banco de España.
Y es entonces cuando Pradera decide escribir, no solo un editorial, o
una columna, sino un libro, y no para dar cuenta de cada caso, aunque
nombra los principales, ni para dar salida a la frustración, aunque
también; sino para
encontrar una explicación,
más allá de las conductas personales o de las teorías
conspirativas, en
las transformaciones estructurales que, afectando al Estado y a los
partidos, han servido de abono a la desbordante cosecha de
corrupción.
Al
Estado porque, al doblar sus presupuestos, se ha convertido en una
máquina de producir y repartir dinero, que invita a los partidos a
entrar en “ese palacio encantado como visitantes de Disneylandia a
montar en todos los carruseles”. A los partidos, porque, aparte de
la multiplicación de posibilidades de consumo ostentoso que
proporciona a
sus dirigentes,
la interpenetración con el Estado los
profesionaliza, reduciendo su función como representantes
de
la sociedad para definirse exclusivamente como partidos de gobierno.
Un año antes de que Katz y Mair difundieran el nuevo concepto de
cartel
party
(partido cártel) como sucesor del partido de masas y del partido
catch-all
(atrapa-todo), aquí están ya enunciados todos sus elementos:
partidos financiados por un Estado del que acaban por apropiarse en
el reparto general de cargos y oficios, a la par que refuerzan
hacia el interior su oligarquización y la concentración de poder
en las cúpulas dirigentes.
¿Cómo
salir de este círculo literalmente vicioso? Pradera proponía en su
artículo ‘La maquinaria de la democracia’ (este sí publicado,
en Claves
en diciembre de 1995, e incorporado a esta edición) una
democratización
de los partidos que redujera la concentración de poder en las
cúpulas dirigentes, y una revisión drástica de los criterios, las
cuantías y los controles de su financiación por el Estado.
Han pasado 20 años y ha tenido que caer, sobre la corrupción, la
crisis, para que finalmente los partidos de gobierno se hayan
percatado de que así las cosas no pueden seguir. Está por ver si
han aprendido la lección o es ya muy tarde y ellos demasiado viejos
para que aprendan nada.
La
lección más dura estaba escrita, Santos Juliá.
"Lo
que fue, eso será”, decía el Cohelet, hijo de David, rey de
Israel: “Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará; no se hace
nada nuevo bajo el sol. Hasta una cosa de la que dicen: mira, esto
es nuevo, aun ésa ya fue en los siglos anteriores a nosotros”. La
naturaleza humana, que dicen otros, o la fuerza de las cosas: cuando
se trata de dinero y de poder o, más bien, de
las tramas tejidas entre dinero y poder, lo que hemos visto, eso
mismo es lo que vemos y veremos. Y lo que hemos visto
desde que perdimos la inocencia es corrupción,
que durante largos años ha campado por sus respetos sin
temor a que una reacción airada de la opinión pública
hiciera morder el polvo a los corruptos: saberlo todo de las tramas
de corrupción no ha impedido que los partidos de ellas responsables
repitieran mayoría absoluta en convocatorias electorales.
Esto
ha sido así porque la
red de relaciones establecidas entre política y dinero ha resultado
en España durante las últimas tres o cuatro décadas, en suma,
positiva para ambos. El político, con el dinero
procedente de comisiones o directamente detraído a las arcas
públicas, incrementaba su poder al consolidar y ampliar sus
clientelas, mientras el hombre o la mujer
de negocios, con las concesiones de obras o los encargos de festejos
y otras bagatelas, garantizaba un buen trozo de esa tarta que era el
mercado en continua expansión. Nada perturbaba esa
relación, ni que ocultaran sus ganancias al fisco ni que sobornaran
o exigieran comisiones o que se condujeran como nuevos ricos: el
poder político, trabado con el poder del dinero, ya atendería a
regularizar cualquier situación o a ocultarla.
Para
que la trama perversa de poder y dinero, de política y mercado,
engordara sin tasa a resguardo de la mirada pública e impune ante
la justicia se necesitaban dos requisitos. En
democracia, la representación política, el Parlamento, es solo una
de las columnas de una forma de Estado que se sostiene además en el
poder neutro o no partidista de la Administración.
Si los diputados renuncian a su poder como representantes de la
sociedad y se convierten en mera caja de resonancia del Gobierno y
si
el enchufismo, el nepotismo o cualquier otra forma de clientelismo
estragan la Administración, entonces el ejercicio de la
representación se pervierte
y
sus sujetos se convierten en representantes, no de los ciudadanos
sino de la cúpula de sus respectivos partidos;
y si el poder administrativo se atomiza y desmorona por intromisión
de enchufados y nepotes, los
funcionarios
se ven relegados a vagar por los pasillos, incapaces
de cumplir sus tareas,
entre ellas, principalmente, las
de control e inspección.
Mal
que nos pese, así han funcionado las cosas en el maridaje de
mercado con democracia, no solo en España, pero aquí de forma
aparatosa por la recién estrenada condición de potentados y por
cierta propensión a la ostentación y al despilfarro, desde
que en la década de 1980 se consumó la reconquista de hegemonía
del neoliberalismo sobre la socialdemocracia.
La corrupción, de la que ya en 1994, con Gobiernos
socialdemócratas, se podían elaborar certeros diagnósticos como
el que escribió Javier Pradera (Corrupción
y política,
ahora publicado sin perder ni un ápice de actualidad), acabó por
inundarlo todo con la llegada de los neoliberales al poder. Los
cantos a la eficiencia de los mercados y la irresponsable convicción
de que el crecimiento del capital, liberado de regulaciones
estatales, sería perpetuo, se sumaron al desprecio
de todo lo público en una desbocada carrera hacia la privatización
de los bienes comunes.
Quedaban tantas autopistas y tantos kilómetros de AVE por
construir, tantos aeropuertos por inaugurar, tantas urbanizaciones
por levantar al borde del mar, que los Gobiernos podían lanzarse a
políticas expansivas que, además de afianzar en el poder al
partido de turno, el PP primero, luego el PSOE, alimentarían
sin fin las redes clientelares que hacían las veces de una especie
de Administración paralela ocupada por gentes de confianza de los
partidos.
Pero,
de pronto, lo que se agazapaba tras el púdico nombre de economía
social de mercado
reveló su verdadero rostro: el capital, que había desaparecido de
la retórica socio-política de los años de reconstrucción de la
larga posguerra mundial, volvió por sus fueros de la manera que
desde su origen lo ha caracterizado: con una crisis devastadora, que
hizo buena una vez más la dramática predicción del utópico
Robert Owen: si
se deja que la economía de mercado evolucione según sus propias
leyes, solo se provocarán grandes y permanentes males.
Y ha sido la brutal crisis del capitalismo financiero unida a la
incapacidad
del Estado democrático, previamente vaciado de su sustancia
representativa y administrativa, para hacerle frente,
lo que ha provocado unos movimientos sociales que recuerdan a
aquellas formas de autoprotección de la sociedad que Karl Polanyi
teorizó como causas de la gran transformación del capitalismo
salvaje del laissez-faire,
cuando todo se degradó a la condición de mercancía hasta que los
obreros de fábrica, con sus organizaciones de clase, y las clases
medias que accedieron por la conquista del sufragio universal al
poder político, frenaron la destrucción colocando las
bases del Estado de bienestar.
Vivida
entre nosotros como explosión de la gran burbuja, la crisis
financiera global que ha sacudido por enésima vez los cimientos del
capitalismo, además
de suscitar esos movimientos sociales de defensa o protección de
bienes comunes —sanidad, educación, pensiones—, ha tenido el
efecto de volver insoportable nuestra vieja corrupción.
Y no porque la corrupción haya sido la única responsable de los
efectos devastadores de la crisis, sino porque la bofetada que la
crisis nos ha propinado ha sido tan sonora que nos ha abierto los
ojos antes cerrados, o condescendientes, al maridaje
de mercado y política, causa y razón de la pérdida de legitimidad
del Estado democrático en cuanto artífice y defensa del bien
público: el Parlamento no ha representado a la sociedad, la
Administración no ha controlado la corrupción.
¿Qué
hacer? Es claro que no se puede reconstruir la democracia del Estado
sin la libertad del mercado. Los proyectos de sustituir mercado y
Estado por un nuevo Leviatán elevado sobre las espaldas del
pueblo-todo-entero han sucumbido dejando a sus espaldas una estela
de barbarie y desolación: mal consuelo es, y maldita la gracia,
repetir que el
comunismo ha sido históricamente una vía cruel y despiadada hacia
el capitalismo
y fabular
con la historia de que el socialismo
realmente existente
no era, en verdad, el comunismo,
que seguiría inédito. Quienes hemos perdido, o nunca hemos
cultivado, la mística del viejo bolchevique de la que presume
Slavov Zizek, no podemos ni imaginar siquiera una “hipótesis
comunista” elaborada a partir de la consigna leninista de
“comenzar una vez y otra desde el principio”: eso queda para los
revolucionarios de cátedra, o de salón, que vienen a ser los
mismos.
Estado
y mercado, qué remedio, pero con una condición: impedir que el
mercado —de verdadero nombre, el capital— destruya, además de
la sociedad, arrasando los bienes comunes, la democracia,
convirtiendo al Estado en su chico de los recados. Tarea ingente,
sin duda, que en los tiempos del capitalismo global excede con mucho
el poder de cualquier Estado. Pero mientras surge un
poder político interestatal capaz de meter en vereda al capitalismo
financiero, rapaz y predador, de nuestro tiempo,
podíamos empezar por arreglar nuestra propia casa, limpiándola de
corrupción. Y para eso no se necesita ninguna regeneración, sino
instituciones de Estado que en verdad
representen a los ciudadanos y que vigilen, controlen y penalicen
las prácticas corruptas que fatalmente germinan en los intersticios
del mercado y la política. ¿Por qué no empezar dotando
a la Fiscalía Anticorrupción de los medios técnicos y
administrativos necesarios para cumplir sin dilaciones su tarea? La
Fiscalía cuenta, según su última memoria, con una unidad de
Policía Nacional de 11 miembros y otra de la Guardia Civil de 10.
Dado el creciente número de casos al que se enfrenta bien podíamos
multiplicar por tres o cuatro esos contingentes. A lo mejor,
comenzando por ahí, tenemos la dicha, pace el Eclesiastés, de ver
por una vez en la vida algo nuevo bajo el sol: que en España
(Cataluña, con perdón, incluida) la corrupción ha dejado de ser
el pan nuestro de cada día.
Corrupción
como quiebra del Estado, Santos Juliá
Al
principio no fue la Transición sino un periodo o proceso de
transición. Al principio quiere decir hace muchos años: de la
búsqueda de una mediación que
pusiera fin a la Guerra Civil estableciendo un “régimen de
transición”, habló Manuel Azaña, presidente de la República,
desde 1937; un “periodo
de transición” reclamó para España en 1946 el que fuera
presidente del Gobierno de la República, Francisco Largo Caballero,
y, con idéntica expresión, José
María Gil Robles e Indalecio Prieto firmaron en el exilio un acuerdo
con el propósito de impulsar en 1948 la intervención de las
potencias democráticas que pusiera fin a la dictadura.
De un proceso de transición pacífica a la democracia no dejaron de
hablar los comunistas desde 1956 y en lo mismo insistieron
socialistas, liberales y democratacristianos en 1962. Y saltando en
el tiempo, y para no hacer esta lista interminable, por un “periodo
de transición” se manifestaron, entre prolongados aplausos del
público puesto en pie, los participantes en el ciclo Las
terceras vías
celebrado en Barcelona en junio de
1975, meses antes de la
muerte del dictador. Eran ellos Antón Cañellas, Josep Solé
Barberá, Joan Reventós, Jordi Pujol, Josep Pallach y Ramón Trías,
y es significativo que en su declaración final abogaran por “la
transformación pacífica del sistema legal por medio de Cortes
constituyentes elegidas por ciudadanos mayores de 18 años, mediante
sufragio universal, secreto y directo”,
poco más o menos lo que el Gobierno de Suárez propondrá un año
después.
En
1975, todo el mundo que militaba en partidos o grupos ilegales y
clandestinos, desde liberales a comunistas, estaba de acuerdo en que
a la pregunta: “Después de Franco, qué”, formulada en 1961 por
Dionisio Ridruejo en inglés, como título de un artículo para The
Monthly,
y por Santiago Carrillo en español como título de un libro
publicado en Francia en 1966, la única respuesta posible era:
después de Franco, un periodo, un proceso, una fase de transición.
Transición se declinaba así como elemento del grupo preposicional
predicativo de proceso o periodo: nadie
hablaba de la Transición, sino de un periodo de transición. Y de lo
que se discutía no era del final del proceso, en el que todos
estaban de acuerdo: unas Cortes constituyentes; sino de los pasos a
ellas conducentes: amnistía, libertades, autonomías…, y del
sujeto encargado de dirigirlo:
gobierno provisional, gobierno de concentración democrática o,
simplemente, como había aprobado en diciembre de 1959 el VI Congreso
del PCE, gobierno de transición.
Pero
una vez culminado el periodo o proceso de la que ella era predicado,
transición se convirtió en sujeto liberado de preposición y
levantó el vuelo por su cuenta saltando enseguida de categoría:
proceso de transición, que siempre se escribía en minúscula, pasó
a ser Transición, con mayúscula, y de un periodo sin fechas fijas
de principio ni de fin se convirtió en
un acontecimiento
del género que los historiadores franceses llaman matricial:
un événement
matriciel,
como El domingo de Bouvines o la revolución bolchevique. Así, de un
proceso que necesitaba ser explicado en cada uno de sus pasos,
Transición
mutó en acontecimiento matriz explicalotodo.
Y todo quiere decir, mirando hacia atrás, cada etapa del proceso,
como el “consenso”, que tras erigirse en una categoría
metahistórica, explica la Transición sin necesidad de ser él mismo
explicado; y mirando hacia adelante, lo ocurrido en la política, la
economía y la sociedad desde que el proceso puede darse por
terminado, ya sea en 1978, en 1982 o en 1986.
De
manera que un proceso de transición como el español, caracterizado
por la incertidumbre y la improvisación, por la violencia criminal y
los obstáculos de que estuvo sembrado el recorrido, por
la movilización obrera y ciudadana y los pactos, se nos
ha convertido en un acontecimiento, la Transición, pieza sin
fisuras, producto de un diseño elaborado por los poderes fácticos
al que se atribuyen cualidades que definen su ser o esencia:
Transición mito y mentira, Transición amnesia y borradura de
memoria, Transición traición y así sucesivamente. Un
acontecimiento que determina el futuro, tan atado y bien atado como
lo pretendía el régimen al que sucedió. De hecho, las actuales
prédicas sobre el agotamiento, la agonía, los estertores o el
último suspiro de la Transición como régimen, parten del supuesto
de que en aquel acontecimiento es donde hay que buscar la causa de
todos los males del presente, del bipartidismo a las tensiones
territoriales, de la corrupción al aumento de la desigualdad, de los
salarios de miseria al éxodo de jóvenes en busca de trabajo. La
culpa, ya se sabe: la Transición.
El
pasado siempre se manipula según los intereses del presente: tal es,
como recordaba Georges Duby, la función de la memoria. Y aquí, sin
olvidar lo que esa manera de ver tiene de ceguera
voluntaria dirigida a ocultar las responsabilidades de lo ocurrido
desde 1982 a 2014, es claro que si en lugar de la
Transición, volvemos al proceso de transición, nada de lo que se le
atribuye data de aquel tiempo. La ley
electoral, por ejemplo, con su mezcla de distritos
provinciales a los que se asignan dos escaños y de reparto
proporcional por el método D’Hont, no se ideó para crear un
sistema bipartidista, sino para asegurar al partido más votado una
mayoría suficiente de escaños sin necesidad de obtener la misma
mayoría en votos. Lo que con aquella ley se pretendía era
garantizar a UCD, con la izquierda partida en dos mitades, comunista
y socialista, una posición dominante. Y lo
mismo vale para ese sistema de partidos rígido y fuerte
que también es moda atribuir hoy a la Transición, pero que por
ningún lado aparece durante el proceso de transición. UCD se
disolvió víctima de sus pulsiones suicidas, y el PCE, con sus
reiteradas purgas, se fragmentó hasta alcanzar el nivel de la
irrelevancia. Los únicos que se consolidaron, no sin problemas,
fueron el PSOE y los nacionalistas catalanes y aun vascos,
flanqueados por Alianza Popular con su famoso techo de cemento.
¿Dónde están los partidos rígidos, puras
máquinas burocráticas, y dónde el bipartidismo durante el proceso
de transición?
Algo
parecido ocurre con la cuestión
territorial. Hoy se atribuye a la
Transición el embrollo autonómico en el que ha venido a
desembocar lo que comenzó como demanda o exigencia de autonomías
regionales. En realidad, y dejando aparte el hecho de que las
primeras propuestas de autonomía para Cataluña presentadas en un
Parlamento español —Cambó durante la Gran Guerra y a su fin—
vinieron
acompañadas de la reclamación del mismo derecho por y para otras
regiones, lo que importa es que de la cuestión
territorial se podrá decir cualquier cosa menos que quedó zanjada
durante el proceso de transición. Uno de los problemas derivados de
este proceso fue precisamente que la Constitución, en lugar de
cumplir su papel como “acto de desconfianza” al modo definido por
Constant, se excedió en la confianza otorgada a los políticos que
habrían de administrarla, pues al no
señalar límites nítidos entre las competencias del Estado y de las
comunidades autónomas, permitió que todo quedara al albur de las
clases políticas que habrían de consolidarse en las nuevas
entidades políticas y administrativas. Si para algún
caso vale aquello de que quien tiene autoridad para interpretar las
leyes es el verdadero legislador y no quienes las escribieron o
proclamaron, ese sería el del Estado español, configurado más por
los Estatutos de autonomía y por la multitud de sentencias
“interpretativas” de los sucesivos tribunales constitucionales
que por la misma Constitución.
De
la Transición como régimen se podrá hablar si lo que se pretende,
manipulando el pasado, es deslegitimar o socavar el actual sistema
político atribuyéndole un pecado de origen cuya culpa
habría de pagar muriéndose y desapareciendo de escena: las reservas
para empezar una y otra vez de cero son, entre españoles,
inagotables. Pero
si de lo que se trata es de someter a crítica las instituciones y
las políticas desarrolladas durante los 30 años que median desde el
fin del proceso hasta hoy, sería más fructífero abandonar las
mayúsculas y explicar por qué, cómo y en qué han fallado esas
políticas y esas instituciones. La Transición como
acontecimiento no es más que una entelequia: atribuirle los males
presentes con el propósito de cambiar el pasado es el mejor camino
para perder el futuro.
¡Todavía
la Transición!, Santos Juliá
Entre
los males que de un tiempo a esta parte se achacan al proceso de
transición política a la democracia iniciado en julio de 1976 ocupa
un destacado lugar lo que el portavoz de la Izquierda Plural evocaba
hace unos días en el Congreso como “renuncia de tanta gente a
tantos sueños y tantas convicciones, hasta aceptar un monarca
designado inicialmente por el dictador”. Basaba Cayo Lara la
legitimidad de la convocatoria de “un referéndum para que el
pueblo decida su destino” precisamente en “todas esas renuncias
en la Transición para que la democracia saliera adelante”. Al cabo
de 35 años, Izquierda Plural tiene claro que los males que afectan a
la democracia española proceden de aquellas renuncias en mala hora
consentidas por los partidos que fraguaron el pacto constitucional y
entre los que nadie diría hoy que el comunista haya desempeñado un
papel fundamental.
¿Renunciaron
los dos partidos de la oposición de izquierdas, el socialista y el
comunista, a su “vocación republicana” durante el proceso de
transición a la democracia? O mejor, ¿definía a esos partidos,
PSOE y PCE, una cultura, una vocación o una tradición republicanas?
Y si era así, ¿desde cuándo? Porque si algo hay claro
en la historia de ambos partidos es que ni en su origen ni en las
primeras décadas de su existencia dieron muestra alguna de que la
República como forma política del Estado entrara entre sus
principales preocupaciones.
Más
bien sucedía lo contrario: en las deslumbrantes claridades
dicotómicas que inundaban de luz su concepción del mundo, Pablo
Iglesias tardó tres décadas en percibir que existía un
terreno situado entre explotadores y explotados, entre burguesía y
proletariado, que merecía la pena explorar. Vencida al fin su
repugnancia, accedió en 1909 a formar una
coalición con los republicanos, tildados poco antes de
“maestros consumados en el arte de engañar”, no por ningún
motivo mezquino, como el de conquistar escaños en el Congreso, sino
porque serviría para “ayudar a la revolución”.
La
República adquirió así para los socialistas un valor instrumental
al que se atuvieron en el futuro: valía en la medida en que permitía
al proletariado “avanzar tranquilamente, sin innecesarias
perturbaciones”, hacia su meta final. No es sorprendente, por eso,
que en 1930 escribiera Julián Zugazagoitia que un
socialista solo podía ver la idea de la República “con
indiferencia” por la muy sencilla razón de que a quien
se había educado en las convicciones marxistas “le tiene
perfectamente sin cuidado el trastueque que se opera en un país al
pasar de la Monarquía a la República”; una toma de posición no
muy alejada de la respuesta antológica que el comité ejecutivo del
PCE se dio a sí mismo después
de preguntar, también en 1930, qué
significaba la República para los obreros: “Es la
Guardia Civil garantizando la propiedad y la
explotación de los obreros y los campesinos bajo la dirección de un
presidente en lugar del rey”.
Se
comprende que solo al cabo de otros cuatro meses, mientras las gentes
festejaban en las calles el advenimiento de la República, un grupo
de agitadores del PCE irrumpiera con su camioneta en la Puerta del
Sol gritando la consigna “Abajo la República, vivan los soviets”.
Y que al cabo de cuatro años, hecha la experiencia republicana, El
Socialista
anunciara en un editorial que la
República, “ni vestida ni desnuda nos interesa” y le deseara la
muerte. ¿A manos de quién? Ah, eso no importaba, de quien fuera.
De
modo que, cuando
la rebelión militar de julio de 1936 puso a la República a los pies
de los caballos,
los partidos y sindicatos que acudieron a sofocarla conservaran, por
encima de su adhesión o lealtad republicana, su identidad propia, su
cultura y prácticas políticas,
sus estrategias y sus metas finales, que no eran la República de
1931 sino el
comunismo, el socialismo, el anarquismo o la independencia de sus
naciones:
por eso luchaban y por eso morían y por eso merecen ser recordados.
[Alineados
en dos bandos: leales a la República y el resto]
La
debilidad de los republicanos y los
fines muchas veces enfrentados de las fuerzas coligadas retrasaron y
finalmente impidieron una estrategia común de defensa
frente al enemigo, que tampoco el gobierno de Negrín pudo imponer. A
pesar de la sangre derramada en su defensa, la República sucumbió
doblemente derrotada: por quienes se rebelaron contra ella y por
quienes en su interior libraron más de una guerra civil —en
Cataluña, en Aragón, en Madrid—dentro de la Guerra Civil.
Años
después de la derrota, cuando algún niño de la guerra o de la
inmediata posguerra conversaba, en París o en Madrid, acerca de todo
esto con un socialista de tal o cual facción, aprendía que los
culpables de la derrota habían sido los socialistas de la facción
contraria; si hablaba con un comunista, la culpa recaía sobre los
anarquistas, por su indisciplina y su “infantilismo
revolucionario”, o sobre el Consejo Nacional de Defensa, por su
traición; y si con anarquistas o sindicalistas, entonces los
culpables eran los comunistas, que habían vendido la República a
los intereses de la Unión Soviética. ¿Cómo
se podía, con estas memorias enfrentadas, hoy disueltas, silenciadas
o desaparecidas en una inventada memoria democrática, recuperar una
tradición republicana?
Salvo la efímera ilusión acariciada tras el triunfo de los aliados
en la Guerra Mundial, muy pocos en el exilio volvieron a acordarse de
las instituciones de la República, digna y solitariamente mantenidas
por personalidades
republicanas sin el apoyo de los partidos socialista o comunista, por
no hablar de los sindicalistas.
Por
eso, cuando ahora se oye que las izquierdas españolas vienen de una
tradición republicana a la que traicionaron en los años de
Transición por el plato de lentejas de una democracia devaluada,
habría que recordar que el
Partido Comunista renunció a plantear la cuestión de la República
veinte años antes de que la transición comenzase, en 1956,
cuando publicó su célebre declaración “por la reconciliación
nacional, por una solución democrática y pacífica del problema
español”, donde la República ni se menciona. Y diez años
después, en 1966, sería la mismísima Dolores Ibarruri quien, al
recordar que el problema del régimen estaba en la calle y evocar a
quienes “en el deshojar de la margarita política española se
preguntan: ¿Monarquía y República?”, afirmaba que solo cabía
una respuesta: Democracia y Libertad, ambas en mayúscula.
Democracia
y libertad, sin mención de la República, fue también la base de la
resolución a la que llegaron en Múnich en 1962 varios partidos de
la oposición interior y del exilio, con presencia principal del
PSOE.
Y aunque con la cercanía de la muerte del dictador, la República
—federal, para más señas— retornara a declaraciones y
congresos, no conviene olvidar que el Partido Comunista y las
llamadas personalidades independientes de la Junta Democrática no
dejaron de instar a don Juan de Borbón a publicitar un manifiesto
postulándose como titular de la Corona: no que no quisieran un rey
en la jefatura del Estado, sino que se equivocaron de candidato. En
cualquier caso, desde 1948 los socialistas y desde 1956 los
comunistas, todos habían hecho saber en privado y en público que
aceptarían un regente o un rey en la jefatura del Estado siempre que
abriera el camino a un proceso constituyente con referéndum final.
Y eso fue lo que ocurrió a partir de 1976 y hasta 1978, en
condiciones que nadie podía ni imaginar siquiera treinta o veinte
años antes.
Sin
duda, nada se puede objetar a la legitimidad de una movilización por
la República, pero no deja de suscitar cierta melancolía que a su
cabeza se encuentren los herederos de quienes en
los años sesenta
del pasado siglo enseñaron a jóvenes desorientados que el
problema no era Monarquía o República, sino democracia o dictadura.
Hoy, como ya no hay dictadura, pero como volvemos a saborear el
placer intelectual y el potencial movilizador de las claridades
dicotómicas, el dilema vuelve a enunciarse, por quienes
inventan una tradición republicana de la que se apropian ochenta y
cuatro años después de haberla despreciado y combatido, como
Monarquía o democracia.
Con lo cual, limpios de polvo y paja, volvemos a 1930 sin que aquí
haya pasado nada.
Una
tradición inventada, Santos Juliá
Cuando
Ortega
alumbró la memorable ocurrencia que encabeza esta página, todavía
resonaban los ecos de “aquella literatura revuelta, tumultuaria, a
trechos estimulante y cáustica, a trechos deprimente y narcótica
como el vaho de cloroformo en las enfermerías”, de la que Miquel
dels Sants Oliver levantó el primer y casi definitivo balance en
1907. Oliver la bautizó como literatura
del desastre,
aunque no todo en ella fuera canto de añoranza ni adoptara el tono
elegiaco propio del finis
Hispaniae.
Por ejemplo, que España,
si quería salir del estado de postración en que había caído tras
el desastre de 1898, tendría que europeizarse:
“Queremos respirar el aire de Europa” fue el grito que se elevó
de la primera asamblea de productores animada por el ardiente corazón
de Joaquín Costa. Y Ortega, un adolescente del 98, que había
escuchado con el ánimo sobrecogido, como tantos otros jóvenes, los
aldabonazos de Costa en el Ateneo de Madrid clamando contra
la oligarquía y el caciquismo y por la reconstitución y
europeización de España, no tuvo ninguna duda de que, en efecto,
España era el problema y Europa la solución.
Lástima
grande fue que nada más enunciarse el
ideal de Europa como síntesis de ciencia y moral alemana, libertad y
democracia de Francia, educación y selfgovernment
de Inglaterra, los europeos entraran en una guerra
que los desolados jóvenes españoles, llegados a su primera madurez,
no pudieron interpretar más que como “guerra civil”, un concepto
que oscurecía más de lo que aclaraba y que fue cediendo ante la
evidencia de que quienes
se enfrentaban por las armas eran los Estados de naciones imperiales,
que no cejaron en su mutua destrucción hasta que de la vieja Europa
no quedaron más que ruinas. Las nuevas generaciones de españoles,
sin embargo, que habían apostado con fuerza por
los aliados frente a los imperios centrales,
no abdicaron de su empeño y en muy pocos años, los que van de 1918
a 1936 arramblaron con la España ensimismada a la que las clases
dominantes de la Restauración —típicamente, ferreteros vascos,
textiles catalanes, latifundistas castellanos y andaluces— habían
aislado del mundo entorno con sus aranceles y políticas
proteccionistas. Respiraron, en efecto, los aires de Europa y
alumbraron una nueva edad
que hemos llamado de
plata
aun si en muchas de sus realizaciones superó con creces la de oro.
[La Primera Guerra Mundial, también conocida como Gran Guerra, fue una guerra desarrollada principalmente en Europa, que dio comienzo el 28 de julio de 1914 y finalizó el 11 de noviembre de 1918, cuando Alemania pidió el armisticio y más tarde el 28 de junio de 1919, los países en guerra firmaron el Tratado de Versalles. Hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, esta guerra era llamada Gran Guerra o simplemente Guerra Mundial.En Estados Unidos originalmente se la conoció como Guerra Europea. Más de 9 millones de combatientes perdieron la vida, una cifra extraordinariamente elevada, dada la sofisticación tecnológica e industrial de los beligerantes, con su consiguiente estancamiento táctico. Está considerado el quinto conflicto más mortífero de la historia de la Humanidad.Tal fue la convulsión que provocó la guerra, que allanó el camino a grandes cambios políticos, incluyendo numerosas revoluciones con un carácter nunca antes visto en varias de las naciones involucradas.Recibió el calificativo de mundial, porque en ella se vieron involucradas todas las grandes potencias industriales y militares de la época, divididas en dos alianzas opuestas. Por un lado se encontraba la Triple Alianza, formada por las Potencias Centrales: el Imperio alemán y Austria-Hungría. Italia, que había sido miembro de la Triple Alianza junto a Alemania y Austria-Hungría, no se unió a las Potencias Centrales, pues Austria, en contra de los términos pactados, fue la nación agresora que desencadenó el conflicto. Por otro lado se encontraba la Triple Entente, formada por el Reino Unido, Francia y el Imperio ruso. Ambas alianzas sufrieron cambios y fueron varias las naciones que acabarían ingresando en las filas de uno u otro bando según avanzaba la guerra: Italia, Japón y Estados Unidos se unieron a la Triple Entente, mientras el Imperio otomano y Bulgaria se unieron a las Potencias Centrales (Triple Alianza). En total, más de 70 millones de militares, incluyendo 60 millones de europeos, se movilizaron y combatieron en la guerra más grande de la historia.Aunque el imperialismo que venían desarrollando desde hacía décadas las potencias involucradas fue la principal causa subyacente, el detonante del conflicto se produjo el 28 de junio de 1914 en Sarajevo con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria.Su verdugo fue Gavrilo Princip, un joven nacionalista serbio. Este suceso desató una crisis diplomática cuando Austria-Hungría dio un ultimátum al Reino de Serbia y se invocaron las distintas alianzas internacionales forjadas a lo largo de las décadas anteriores. En pocas semanas, todas las grandes potencias europeas estaban en guerra y el conflicto se extendió a muchas otras áreas geográficas.El 28 de julio, los austro-húngaros iniciaron las hostilidades con el intento de invasión de Serbia. Mientras Rusia se movilizaba, Alemania invadió Bélgica, que se había declarado neutral, y Luxemburgo en su camino a Francia. La violación de la soberanía belga llevó al Reino Unido a declarar la guerra a Alemania. Los alemanes fueron detenidos por los franceses a pocos kilómetros de París, iniciándose una guerra de desgaste en las que las líneas de trincheras apenas sufrirían variación alguna hasta 1917. Este frente es conocido como Frente Occidental. En el Frente Oriental, el ejército ruso logró algunas victorias frente a los austro-húngaros, pero fueron detenidos por los alemanes en su intento de invadir Prusia Oriental. En noviembre de 1914, el Imperio Otomano entró en la guerra, lo que significó la apertura de distintos frentes en el Caúcaso, Mesopotamia y el Sinaí. Italia y Bulgaria se unieron a la guerra en 1915, Rumania en 1916 y Estados Unidos en 1917.Tras años de relativo estancamiento, la guerra empezó su desenlace en marzo de 1917 con la caída del gobierno ruso tras la Revolución de Febrero y la firma de un acuerdo de paz entre la Rusia revolucionaria y las Potencias Centrales tras la célebre Revolución de Octubre en marzo de 1918. El 4 de noviembre de 1918, el Imperio austrohúngaro solicitó un armisticio. Tras una gran ofensiva alemana a principios de 1918 a lo largo de todo el Frente Occidental, los Aliados hicieron retroceder a los alemanes en una serie de exitosas ofensivas. Alemania, en plena revolución, solicitó un armisticio el 11 de noviembre de 1918, poniendo fin a la guerra con la victoria aliada.Tras el fin de la guerra, cuatro grandes imperios dejaron de existir, el alemán, ruso, austro-húngaro y otomano. Los Estados sucesores de los dos primeros perdieron una parte importante de sus antiguos territorios, mientras que los dos últimos se desmantelaron. El mapa de Europa y sus fronteras cambiaron completamente y varias naciones se independizaron o se crearon. Al calor de la Primera Guerra Mundial también se fraguó la Revolución rusa, que concluyó con la creación del primer Estado autodenominado socialista de la historia, la Unión Soviética. Se fundó la Sociedad de Naciones, con el objetivo de evitar que un conflicto de tal magnitud se volviera a repetir. Sin embargo, dos décadas después estalló la Segunda Guerra Mundial. Entre sus razones se pueden señalar: el alza de los nacionalismos, una cierta debilidad de los Estados democráticos, la humillación sentida por Alemania tras su derrota, las grandes crisis económicas y, sobre todo, el auge del fascismo.]
De todo esto, como
sabemos muy bien por haberlo sufrido en nuestras carnes, no quedó
nada: el proteccionismo alcanzó su paroxismo con la autarquía del
Nuevo Estado salido de la rebelión militar y la guerra civil y
sostenido en las mismas clases dominantes de la Restauración con el
añadido de las tres
grandes instituciones con poder de Estado encargadas de mantener bien
cerradas las ventanas al exterior: las Fuerzas Armadas, la Iglesia y
el Movimiento.
El ensimismamiento subió a cotas impensables con la doble consigna
de Imperio hacia Dios y Nación católica, un invento muy español
que lo debe casi todo a dos cardenales catalanes: Gomà y Pla i
Deniel, arzobispos de Toledo, primados de España desde 1933 hasta
1968, y heraldos, el primero, de la Hispanidad y el segundo, de la
Cruzada.
Fueron años de hambre, crucifijo y pena que culminaron con las
gentes del Opus Dei y su nueva consigna, tan digna de recuerdo como
las de Costa y Ortega: españolización en los fines, europeización
en los medios. Con ella, y no poco de cilicio, se pusieron en marcha
los planes de desarrollo sostenidos en las remesas de emigrantes y
las divisas de turistas. Europa tomaba el sol en las playas de España
y España tendía sus brazos a los europeos desde la no menos célebre
consigna ideada por los servicios de propaganda de Manuel Fraga:
Spain
is different.
Por
algunas de las rendijas abiertas escaparon —escapamos— muchos
españoles que, además de respirar el aire de Europa como nuestros
mayores, queríamos ser lisa y llanamente como los europeos.
¿Españoles? Bueno, eso era lo que aseguraba nuestro DNI, pero qué
vergüenza andar levantando banderas, qué
ridículo emocionarse con glorias o identidades nacionales, qué
pereza cultivar señas de identidad impuestas por la tradición, la
cultura o la memoria construidas desde el poder del Estado.
Determinados a ser, por nacimiento, españoles, éramos,
por lecturas y por voluntad de ser, europeos, con una carga de
ingenuidad de la que solo despertamos cuando, a la muerte del
dictador, Francia impuso pausas y sembró de obstáculos nuestro
viaje a Europa. Finalmente, con el camino despejado por
la política exterior más hábil y tenaz sostenida por cualquier
Gobierno español en el siglo XX, la sensación de logro, y no de
gracia otorgada, dio a la entrada de España en la Comunidad Europea
toda su dimensión histórica, porque fue ese logro lo que acabó por
liquidar la secular frustración que nuestros más ilustres
antepasados habían definido como anomalía española.
¿Dónde
estamos ahora? El largo viaje a Europa terminó hace décadas: ya no
vamos a Europa, ahora somos Europa. Europa,
por tanto, ya no es nuestra solución, es nuestra responsabilidad,
aunque por lo que transmitieron los debates entre candidatos a ocupar
un escaño en el Parlamento Europeo se diría que lo que realmente
nos va es cocernos en nuestras propias miserias. Lo que de verdad
movió a cada candidato fue echar sobre el adversario paletadas de
basura de manera que apareciera ante los electores como único
responsable de los males que nos aquejan. Por supuesto, para
quienes tienen como meta la secesión de un territorio del Estado,
las elecciones europeas son poco más que un test para medir la
fuerza del soberanismo. Encerrados con esos juguetes de fabricación
casera, a nadie parece interesar el futuro de Europa.
Sin
duda, Europa ya no es lo que era a finales del pasado siglo: un
proyecto vivo de construcción de
un poder público supraestatal posnacional. La crisis
que ha sacudido sus cimientos ha mostrado, por una parte, que sus
nacionalidades, lejos de mezclarse y fundir sus cualidades y sus
caracteres particulares en una
unión común para el beneficio de la raza humana —por
decirlo con palabras de John Stuart Mill—
se refuerzan y multiplican con los nuevos movimientos populistas y
secesionistas surgidos en las últimas décadas; y, por otra, que sin
una moneda asentada en un sólido entramado institucional no hay
poder público ni hay, por tanto, política alguna que valga.
Y así, Europa se encuentra hoy ante un dilema que habrá de
resolver: o logra constituir una estructura
supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el nuevo
mundo globalizado o retornará a esa especie de Edad
Media en la que sueñan los movimientos secesionistas siempre a la
búsqueda de identidades ancestrales.
Pues
aunque nadie pueda predecir el futuro, parece claro que si los
movimientos neopopulistas y secesionistas logran sus objetivos y si
Reino Unido, España, Italia y Bélgica entran por la senda de la
secesión de sus territorios mientras Francia opta por encerrarse en
una dorada decadencia, Europa acabaría alumbrando un nuevo sistema
de poder seudoimperial germano operando sobre unidades territoriales
de pequeños Estados subalternos. En tal caso, Europa
dejaría de existir como un poder supraestatal capaz de someter a
regulación los mercados y de mantener en vida lo que ha constituido
hasta hoy su principal razón de ser: garantizar a sus ciudadanos,
además de paz y democracia, un sistema público de sanidad,
educación y seguridad social que las políticas
privatizadoras y el creciente abismo de desigualdad abierto a
nuestros pies por los poderes financieros globales ha erosionado
durante las últimas décadas.
España
era el problema, Europa la solución; Santos Juliá
Con esto, desconsolados y roncos se volvieron a su aldea, adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el rebuznar, todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos; y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el rebuzno de en uno en otro pueblo de manera, que son conocidos los naturales del pueblo del rebuzno como son conocidos y diferenciados los negros de los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen; y por salir bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis visto. Y estas son las maravillas que dije que os había de contar, y si no os lo han parecido, no sé otras.
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