martes, 15 de septiembre de 2015

Die Vergangenheit ist ein fremdes Land

The past is a foreign country: they do things differently there. 
L. P. Hartley
Die Vergangenheit ist ein fremdes Land; sie machen dort alles anders.

Entrevista a José Álvarez Junco por Emma Rodríguez, [Lecturas sumergidas, 30 de mayo de 2015]
Nación o Estado, José Álvarez Junco [El País, 14 de septiembre de 2015]
Parábola de la corrupción, José Álvarez Junco [El País, 15 de julio de 2015]
Stalin: el otro monstruo, José Álvarez Junco [El País, 7 de junio de 2015]



Hizo derecho por tradición familiar, pero la Historia se cruzó en su camino. Lo suyo no era convertirse en notario y registrador de la propiedad, como quería su padre. Fue la curiosidad por la política, por los derechos públicos, lo que llevó a José Álvarez Junco (Viella, Lérida, 1942) a desmarcarse de los deseos paternos, a reconocer los trazos de su carácter a la hora de dibujar su propio horizonte, los pliegues de un destino único e intransferible. Empezó la carrera de Políticas cuando corrían tiempos grises en España, tiempos de franquismo y cerrazón. En ese escenario, cada vez más comprometido en la lucha contra la dictadura, el joven estudiante emprendió viaje a Inglaterra a finalizar su formación.
Allí, leyendo un libro de Gerald Brenan, fue donde se enteró de que en España había habido anarquismo. A su regreso le propuso a José Antonio Maravall, su profesor favorito, junto con Luis Díez del Corral, hacer su tesis sobre la filosofía política del anarquismo español. Reconoce que entonces sabía muy poco de Historia, que lo que de verdad le atraía era ver cuáles eran las bases filosóficas que había detrás del anarquismo, analizar cómo era posible una sociedad sin autoridad… “Pero cuando terminé esa tesis me encargaron una asignatura, Historia de los movimientos sociales, y tuve que empezar a hacer Historia, a enseñar Historia, a ejercer como historiador”. [...], en el momento de esta entrevista estaba entregado a la labor de un próximo libro que será una recopilación de todos sus estudios sobre naciones y nacionalismos. Pero la conversación le obligó a hacer una parada y mirar hacia atrás, hacia los comienzos, hacia ese primer tramo del camino desde el que todo se construye. Ir hacia atrás para avanzar hacia adelante, para leer el ahora.
Empecemos por ese momento clave en su vida en el que toma la decisión de hacer una tesis doctoral sobre el anarquismo en plena etapa franquista. En esos momentos se trataba de algo absolutamente innovador, valiente. Sé que no fue del todo fácil llevarla a cabo…
No. No me resultó fácil porque me negaron una beca. Era lógico que el tema no gustara demasiado políticamente, pero la elección respondió a un ímpetu generacional. Entonces los historiadores y politólogos jóvenes estábamos interesados en el estudio del movimiento obrero. El marxismo era una influencia para todos, en mayor o menor medida. Yo, aunque no fui un marxista ortodoxo, también me dediqué a investigar la historia del movimiento obrero y también creí que el socialismo sucedería al capitalismo. Desde ahí, intentábamos hacer la otra historia de España, esa historia que no nos habían contado y que nosotros intentábamos reivindicar, cada cual acercándose a aquella parte que le resultaba más atrayente.
¿Cómo ve el Álvarez Junco de hoy al joven que fue?, ¿Qué recuerdos guarda de esa época, de la vida universitaria, de ese primer viaje a Inglaterra?
La vida universitaria de esos años, por supuesto, estaba dominada por la situación política, por el antifranquismo imperante, que contrastaba tanto con la vida del ciudadano normal. Eran como dos mundos: uno, el de la calle, muy reprimido y temeroso; y otro muy libre, audaz, [¡?!] con pintadas del tipo “Franco, asesino”. Eso resultaba muy atractivo, sin duda, aunque hiciera difícil que se desarrollaran cursos con normalidad. Yo me fui a Inglaterra a los 22 años, una decisión, en efecto, crucial en mi vida. Estuve un año en una ciudad de provincias (Bristol) y lo pasé mal, porque llegué con un nivel pésimo de inglés. Todo me resultaba extraño: la lengua, las comidas, la falta de sol, la forma de relacionarse de la gente. Pero aprendí mucho. Conocí una sociedad libre, donde la gente procuraba no molestar al de al lado, donde había elecciones, donde había viejitas empolvadas que iban a mítines de Harold Wilson y cantaban La Internacional. Fueron, además, mis primeras relaciones con chicas, mucho más libres, por supuesto, que en España. En fin, volví asombrado por lo que había vivido, y en cierto modo seducido por aquella sociedad
Y allí aguardaba Gerald Brenan. En este caso se puede confirmar que una lectura puede transformar la vida, iluminar el rumbo de los acontecimientos.
Sí. Leyendo El laberinto español de Gerald Brenan supe que en España había habido anarquismo y volví decidido a hacer mi tesis sobre eso. Como yo no era historiador, sino que estaba en la facultad de Políticas, y mi asignatura era Historia de las Ideas, o del pensamiento, político, pues hice un enfoque de filosofía política: la filosofía política del anarquismo español. Eso me llevó unos ocho años, del 66 al 74. Me leí todos los libros, folletos, periódicos, anarquistas que pude encontrar (al final, la mayoría en Amsterdam, en el Instituto de Historia Social, donde hay unos fondos inmensos del anarquismo español; estuve allí varias veces). Y, ante la cantidad de material, acabé cortando en 1910, sin poder llegar a la Guerra Civil, que era mi idea inicial. Me interesó mucho el tema, y me atrajo vitalmente, pero también llegué a la conclusión de que su creencia básica de que había una armonía natural que permitía proyectar una sociedad sin coacción de ningún tipo era demasiado ingenua.
Del joven estudiante pasamos a una larga etapa como catedrático de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense. Una etapa que acabó hace poco más de un año y que se zanjó con un libro de homenaje dedicado por algunos de sus discípulos, Pueblo y Nación. ¿Se echan de menos las aulas? ¿Fue gratificante ese periodo dedicado a la enseñanza?
La enseñanza, ¿gratificante? Sí, desde luego. El contacto con los alumnos, con los buenos, con los que se interesan por lo que les dices, es apasionante. Pero enseñar a esa mayoría que está allí sólo por obligación [¡!] me gustaba menos. Ahora me alegro de no tener que hablar en público sino para gente que va a oírme porque les interesa. O sea, que no echo en falta las clases. En cuanto al ambiente universitario en sí, a mis contactos con los colegas, tampoco es grandioso en España. Hay poco ambiente de debate, de discusión de ideas nuevas, sobre lecturas recientes, etcétera, en la universidad española. Salvo excepciones, claro. Mi departamento, por ejemplo, el de Historia, en la facultad de Políticas de la Complutense, donde me acabo de jubilar, es francamente bueno.
Hoy, tal y como están las humanidades, seguramente habrá muchos padres que se llevarán las manos a la cabeza si un hijo o hija les dice que quiere dedicarse a la Historia. “¿Qué futuro puede tener eso en el mundo de hoy?”, puede que sea la pregunta, la reflexión inmediata. ¿Qué se les puede decir a esos padres?
Bueno. Entiendo que sea así, porque los padres están pensando en el bienestar de sus hijos y en que elijan una carrera que tenga futuro. Yo también soy padre y también he podido adoptar esas posiciones conservadoras en un momento dado y dar a mi hijo ese tipo de consejos. Evidentemente la sociedad en la que estamos no demanda historiadores. La salida del historiador ha sido siempre la enseñanza y hoy, en el sistema educativo actual, la presencia de la historia es muy reducida. ¡Qué le vamos a hacer! No podemos imponer a una sociedad que aprenda cosas en las que no está interesada.


¿No deberán recuperar las humanidades el lugar que les corresponde, no sería positivo, necesario, que así fuera?
Lo que creo es que habrá un nicho para las humanidades, pero no que vayan a recuperar el antiguo esplendor, porque la enseñanza antigua estaba demasiado basada en las humanidades. A mí me enseñaron siete años de latín y hoy la presencia del latín es cero. ¿Volverá a recuperar el esplendor, se volverán a impartir siete años de latín a todos los niños? Pues no, lógicamente, pero sí creo, y espero que se llegue a un equilibrio, que no se acaben eliminando las humanidades, como algunos pretenden. A cambio, estas disciplinas tendrán que adaptarse a criterios científicos, más modernos. Tendrán que someterse a evaluación y enseñarse de una manera que no sea estrictamente memorística. Tendrán que salir del ámbito de las escuelitas controladas por los grandes nombres en cada especialidad.
¿De qué manera mira un historiador al presente y afronta la vida, el paso del tiempo? ¿Cuenta con ventaja? ¿Ser consciente de los vaivenes de la historia ayuda a comprender, a asumir, a confiar en el futuro, en un mejor vivir, por decirlo de otra manera?
Sí. La historia, sin duda, ayuda a ver con más tranquilidad las cosas que están ocurriendo, porque uno sabe qué hechos similares han sucedido en el pasado. Si estamos hablando de cambio climático, por ejemplo, alguien que no sepa de historia lo puede ver en términos apocalípticos. “Se va a terminar el mundo”, pensará. Pero el historiador sabe que ha habido quejas sobre los cambios en el tiempo, en el clima, siempre, constantemente. “Las lluvias de este año no habían ocurrido nunca” o “estas sequías son nuevas, nadie antes las había conocido”, son cosas que ha dicho la gente en épocas muy distintas y distantes entre sí. Ha habido ciclos de cambio climático. Ha habido glaciaciones y los glaciares se han retirado a lo largo de la historia de la humanidad. No digo yo que no haya novedades en lo que está ocurriendo ahora. Probablemente las hay, pero esperemos a ver.
Pero esos ciclos siempre han sido bruscos, siempre han conllevado consecuencias, transformaciones, para la vida de las comunidades.
Sin duda. Siempre han sido bruscos y siempre han producido muchísima alarma. Ahora, cambiando de tema, se habla mucho de la crisis de las publicaciones en papel y del auge de los medios digitales. Los que nos hemos educado en la imprenta podemos estar viéndolo como un horror, como una catástrofe, pero es que también la imprenta supuso algo absolutamente nuevo frente a los manuscritos, y así otras muchas cosas. Con todo esto quiero decir que el historiador tiende a ver lo que acaece en términos un poco más relativos. Se trata de una transformación más dentro de todas las transformaciones que se han producido. No hay duda de que la revolución industrial fue un cambio descomunal respecto a lo que había sido la historia de la humanidad antes, y ahora estamos viviendo otra revolución de este tipo, en el ámbito de las comunicaciones. Llegará un momento en que todos los avances que se están produciendo se encaucen, se sepan aprovechar y se lleguen a evitar los abusos que se cometen siempre en los primeros momentos
Se trata entonces de no tener miedo a los cambios, de verlos como algo natural, incluso positivo ¿no?
Así es. Sobre todo como algo inevitable, como algo normal. Los cambios tienen sus partes positivas y sus partes negativas, pero en todo caso son inevitables. A un niño, a un hijo, a un nieto, no le debemos educar en la idea de que tiene que comportarse como lo hicieron sus padres y abuelos, sino más bien al revés: “Niño, prepárate para vivir una vida distinta a la que estamos viviendo nosotros, porque si hay algo seguro es que el mundo, la sociedad, que tú vas a encontrarte cuando crezcas, será distinta”. La única ley de la Historia es el cambio.
Sin embargo, vivimos en sociedades que continuamente fomentan el miedo: el miedo al desastre que puede llegar si no mantenemos el orden en el que estamos viviendo, si nos rebelamos contra determinados poderes… ¿Cómo hacer frente a ese mantra del miedo?
Pues hablando de ello, escribiendo, contándolo, educando a la gente para que precisamente no tenga ese miedo. El cambio es lo normal y lo mejor es acostumbrarse al cambio, educar para el cambio.
En el prólogo de uno de sus ensayos, El emperador del Paralelo, dedicado a Lerroux, dice que “la historia es una ciencia social”, pero también “un arte literario”. ¿Tiene que ser capaz el historiador de cautivar a la hora de narrar los acontecimientos igual que el escritor? ¿Tiene que fabular para llenar los vacíos, recurrir a la imaginación?
No. El historiador no es igual que el escritor. El historiador no se puede permitir ciertas licencias, no puede inventar. Tiene que basarse en datos verificables. Ahora bien: una cosa es basarse en datos verificables y otra cosa es hacer una aburrida y larguísima exposición de todos esos datos. Hay que construir literariamente, captar al público contándole el pasado en términos vivos. Al lector actual no se le puede enseñar una serie de momias. El emperador tal y el emperador cual son momias ahora mismo, pero fueron seres vivos y hay que contar cómo eran entonces. Hay que ponerlos vivos al alcance de los lectores, en la medida de lo posible.
Volviendo al libro sobre Lerroux hay capítulos en los que parece que estamos en una novela. Se lee con fluidez y para nada es aburrido. ¿Cuáles han sido los maestros de Álvarez Junco? Antes citaba a Gerald Brenan…
Ya… Pero yo he procurado salirme de ciertas características de Brenan, que era un gran escritor, un magnífico escritor, pero estaba todavía prisionero de una visión romántica, en particular de España. Para él los españoles eran un pueblo especial, que tenía ciertas características psicológicas. Hoy en día eso no se sostiene. En cuanto a mis maestros puedo decir que he leído a muchos historiadores y a muchos escritores. Soy muy clásico, la verdad, y entre los grandes libros de Historia a los que acudo una y otra vez, se encuentran obras de Burckhardt, de Huizinga. Más recientemente he sido un gran lector de Tony Judt, una de las grandes cabezas de las últimas décadas y en lo que respecta a Historia de España, está John Elliott… Esto de dar nombres es complicado, porque se olvida uno de autores que han sido cruciales. Son demasiados.
¿Y en el ámbito de la literatura? ¿Cuáles son esos autores de cabecera?
Al principio me gustó mucho la gran novela decimonónica: Dickens, Dostoyevski, Galdós, Henry James. Más tarde me interesó la novela francesa de la primera mitad del XX (Malraux, Mauriac, Bernanos…), pero sobre todo la norteamericana del XX: Faulkner, Steinbeck, Dos Passos y, a partir de ellos: Malamud, Paul Auster, Bashevis Singer, Philip Roth… Es decir, me he decantado, sobre todo, por la narrativa, y no tanto por la latinoamericana, aunque he seguido bastante la obra de Vargas Llosa y otros. Aparte de eso soy buen lector de poesía (española, desde luego; muy difícilmente se penetra en la poesía en otras lenguas) y en tiempos también leí teatro. Incluso hice mis pinitos literarios, que afortunadamente nunca publiqué. Pero ahora, la verdad, le dedico cada vez menos tiempo a la literatura. No puedo. Y lo siento.
¿Hasta qué punto una obra literaria nos puede llevar a entender las circunstancias de una época concreta mejor que cualquier manual?
Una buena novela histórica es muy recomendable, por supuesto, siempre teniendo claros los límites de la ficción y su distancia de la disciplina de la historia. No se puede llegar a excesos como el de Simon Schama cuando dijo que el historiador tiene libertad para crear, porque los finales pueden ser muchos y estar abiertos a múltiples interpretaciones. No. Mire usted: los finales no pueden ser muchos, en el pasado el final ya está dado. Ya lo sabemos. El reinado de Luis XVI termina con la revolución francesa y cuando le cortan la cabeza. Usted puede interpretarlo de una manera u otra, pero no puede evitar que a Luis XVI le cortaran la cabeza. El final fue ése.
Ahí está el peligro de la tergiversación de la historia. Continuamente vemos ejemplos de ello. Tenemos casos recientes como el polémico Diccionario biográfico español, de la Real Academia de la Historia, donde se exalta a Franco en la entrada correspondiente y no se le califica como dictador, o el del libro de texto que no citaba el fusilamiento de Lorca.
Así es. Y están también los nacionalismos. Los grandes manipuladores de la historia en general son ahora los nacionalismos. El nacionalismo, como teoría política que legitima el poder en los tiempos modernos, tiene que manipular el pasado para explicar que todo ha llevado a la situación actual, por ejemplo a la unidad y a la independencia de España. Se nos cuenta, por ejemplo, que Viriato luchaba por la independencia de España sin tener en cuenta que Viriato, en el siglo II antes de Cristo, difícilmente hubiera podido saber lo que significaba España. Nunca había visto un mapa de la península ibérica, lógicamente, y el concepto de independencia no tenía ningún sentido para él. Que llegaran unos romanos y que le robaran su ganado, le exigieran impuestos y se llevaran a las doncellas y las violaran, evidentemente le enfurecía y le irritaba. Es comprensible que se rebelara contra ello, pero eso no quiere decir que luchara por la independencia de España. Y luego están los catalanes diciendo que la Guerra de Sucesión (1701-1713) fue por la independencia de Cataluña frente a España. Pues no. Fue bastante más complicado que eso y el concepto de independencia tampoco tenía demasiado sentido en ese momento.
El catalanismo ha vuelto a encenderse, después de una larga etapa de tregua. La paz en el País Vasco no ha terminado del todo con los problemas. Sigue habiendo muchos cabos sueltos, por ejemplo, ahora, la reinserción de los presos…
Bueno, el conflicto catalán estaba ahí latente y ahora, desde comienzos del siglo XXI, desde el segundo mandato de José María Aznar, se ha ido encendiendo. Hay unas élites periféricas, de cariz político-intelectual, más que económico-empresarial, que no aceptan el centralismo de Madrid y rivalizan con él, impulsando un proyecto, un marco político propio. Cada vez que en España, en el conjunto de España, hay un gobierno conservador duro, es cuando se dan pasos adelante en ese sentido. Ocurrió con Aznar y ocurre con Rajoy, cuyos gobiernos tienen menos atractivo sobre la población de esas zonas. [¡!] Últimamente se ha aprovechado la coyuntura de lo mal que se hizo la reforma del estatuto en Cataluña y se ha aprovechado la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el referéndum aprobado por el Parlamento catalán, declarando inconstitucionales algunos artículos que son iguales en el estatuto valenciano o andaluz. Eso ha resultado muy humillante y, naturalmente, esas élites se han valido de ello para lanzar su proyecto un paso más adelante. En lo que respecta al caso vasco, el sentimiento nacionalista es menos profundo y menos extendido, especialmente entre las élites. A pesar del desastre de ETA y de las tragedias que ha causado, se mantiene la reivindicación, aunque da la impresión de que Bildu y sus alrededores están bastante contentos con el grado de poder local que han alcanzado y eso hace que en estos momentos la situación esté mucho más calmada.
¿La solución pasaría por cambiar las estructuras, por ir hacia un estado federal? ¿En qué modelos o ejemplos podemos fijarnos?
Sí. Por supuesto. La Constitución española, que es bastante federal, aunque no se denomine así, debería convertirse en plenamente federal. Se trataría de un federalismo asimétrico, ya que hay comunidades autónomas, como el País Vasco y Navarra, que tienen un régimen económico radicalmente distinto, y hay comunidades autónomas que tienen lengua propia y otras que no. Es evidente que hay que formalizar ese federalismo. Y claro que hay modelos en los que podemos fijarnos. Ahí tenemos a Gran Bretaña con Escocia. Y con Gales, algún día. Y con Irlanda en su momento. Recordemos los problemas que produjo la independencia de Irlanda y como una zona, en la que había una mayoría contraria a la independencia, se dejó inscrita al Reino Unido. También está el caso de Canadá con Quebec o el de Bélgica con las comunidades valona y flamenca. Hay muchas situaciones a las que podemos mirar.
Alemania e Italia también tienen sus particularidades…
Sí, pero en Alemania el proceso de la unificación lo marca todo. Claro que hay regiones como Baviera, que tienen unos rasgos culturales muy propios, incluso en lo que se refiere a la lengua, pero el proceso de unificación fue tardío y muy fuerte en el siglo XIX. Hubo una enorme eclosión cultural a favor de la unificación alemana y siguen inmersos en esa ola, igual que ocurrió en Italia. Italia unida no había existido nunca, hasta el siglo XIX, en cambio la República de Venecia llegó a ser una de las grandes potencias europeas, con 700 años de historia a sus espaldas. Y, sin embargo, Venecia se ha integrado en Italia y, pese a los esfuerzos del señor Bossi, por crear una Padania, no existe un movimiento fuerte a favor de una Venecia independiente e incluso se refieren al véneto como nuestro dialecto. No tienen problemas en considerarlo un dialecto del italiano.
¿Por qué la reticencia española a aceptar otras formas, otras estructuras?
Pues yo creo que porque ha habido una mayor debilidad del estado español que de los estados francés o alemán, o incluso italiano en los siglos XIX y XX. Han sido unos siglos muy duros para España. La monarquía perdió su imperio, perdió prestigio y dejó de ser una gran potencia internacional para convertirse en una potencia de tercera categoría. Cuando todos los demás europeos estaban reconstruyendo sus imperios, España no logró hacerlo, salvo unas migajas en África. No logró modernizar el país, no hubo un proyecto político entusiasmante que pudiera llamarse español y que atrajera a esas élites periféricas. Se dieron muchos inconvenientes y no hubo un sistema educativo generalizado y obligatorio, como en el caso francés, lo que ha contribuido a que se mantengan esas identidades culturales y esas reivindicaciones políticas.
¿Hacia dónde avanza España? ¿Cuál es la interpretación de España que ahora domina? En su obra Las historias de España sostiene que hay distintas ideas de país según las necesidades políticas del momento...
¿Hacia dónde avanza España? Pues hacia la integración en Europa y hacia una progresiva disolución del estado nación tal como lo conocimos en nuestra infancia, cuando España era una unidad y no había divisiones internas; cuando tenía una soberanía completa frente a los países vecinos: Francia, Portugal, Alemania, Inglaterra, Italia... Esa España unida, independiente, soberana, se va a ir diluyendo y va a ir cediendo poderes a la Unión Europea, por un lado, perdiendo soberanía también en relación con otras instancias supranacionales, como el Tribunal Penal Internacional, la Organización de las Naciones Unidas o el Consejo de Seguridad. España irá perdiendo soberanía y cediendo competencias también hacia abajo, hacia las comunidades autónomas o los estados federados que compongan la nación española. Lógicamente ese es el proceso.
Pero ahora tenemos la sensación de que esos organismos como la ONU juegan un escaso papel en el devenir de la vida española. España tiene que someterse a los dictados europeos en el tema económico, en lo que respecta a los altos intereses de la deuda, pero en lo que atañe a los derechos humanos, a Europa parecen no importarle leyes tan restrictivas de las libertades como la reciente Ley Mordaza.
Bueno, en el tema de Derechos Humanos hay organismos como el Consejo de Europa, el Tribunal Penal Internacional o el Tribunal Europeo, a los que España tendrá que someterse. Ya veremos si esa Ley Mordaza no es recurrida en su momento ante el Tribunal de Estrasburgo y hasta qué punto no es anulada. Y ya veremos si en asuntos como el del juez Garzón, que está ahora mismo ante el Tribunal Europeo, no hay una sentencia que condene a España y que obligue a reponer al juez en su puesto. Ya lo veremos. Hay cosas que el Estado español no puede hacer. Ya veremos si no les obligan a dar marcha atrás.
¿Qué piensa José Álvarez Junco historiador y qué piensa José Álvarez Junco ciudadano sobre la España actual: la España de la crisis, de la austeridad, de la desigualdad?
Como dije antes, el historiador, afortunadamente, tiene una perspectiva más a largo plazo. Y eso tranquiliza bastante, porque lo primero que el historiador piensa sobre la España actual es que nos ha tocado vivir en el mejor momento de su historia en siglos o en milenios. En los últimos 50 años hemos salido de la dictadura, hemos establecido un régimen democrático, con muchísimos problemas y muchos inconvenientes, pero, en fin, casi todos los regímenes democráticos los tienen. Hemos dado un salto económico impresionante, hemos pasado de una renta de menos de mil dólares a 30.000 dólares per cápita. Hemos entrado en la Unión Europea y en el consejo de seguridad de Naciones Unidas. Hemos eliminado el problema agrario de los cuatro latifundistas, con millones de braceros sin tierra (hoy el mundo rural es marginal, menos importante y el sector agrario no es, desde luego, el motor de la economía). Se han eliminado viejos problemas como el militarismo, la intervención del ejército, los golpes, los pronunciamientos, así como el clericalismo, la intervención de la Iglesia en el Estado… Claro que queda una parte de influencia de la Iglesia, de clericalismo, mayor que la que debería, pero nada comparado con hace 50 o 100 años. En un período así, dentro de un contexto tan favorable, ha acontecido una crisis económica, una crisis económica de consecuencias fatales que está haciendo que la gente tenga muchísimos problemas para llegar a fin de mes, sin duda, pero pensemos en los problemas de nuestros abuelos cuando había una crisis económica.
Pero para quienes pierden sus trabajos, sus casas, eso no es mucho consuelo.
Yo no estoy quitando gravedad a lo que sucede, pero sí digo que, como mínimo, tenemos que relativizar un poco las cosas. Es evidente que la crisis ha sido un desastre y no parece que se vaya a salir de ella de una manera duradera. Ahora parece que estamos en un momento de estancamiento, con un crecimiento cero o un poquito por encima de cero. Pero en nuestro país lo grave es que no se está cambiando el modelo de producción que teníamos, basado en el ladrillo. No se está invirtiendo en investigación, que es lo que debería hacerse; no se está apostando tampoco por crear sectores de especialización capaces de crear nuevos productos y servicios para ofertar en el mercado. Ahí está el gran problema.
¿Qué no hemos aprendido del pasado? ¿Qué errores no deberíamos repetir?
No estoy seguro de que se repitan los errores del pasado porque parto de la idea de que la historia es cambio. Los errores nunca se pueden repetir exactamente, siempre se dan variantes. Eso de que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla no creo que sea una frase acertada. No creo que sea cierto. Hay que conocer el pasado y hay que aprender cosas de él, por supuesto, pero no estamos condenados a repetir lo mismo si no lo hacemos, porque las circunstancias siempre son nuevas. Teniendo esto claro, sí puedo decir que los españoles quizá no hemos reflexionado suficientemente sobre nuestras pésimas condiciones de partida y sobre el esfuerzo que tenemos que hacer para convertirnos de verdad en una sociedad libre y en una sociedad con bienestar. Por eso, precisamente, una de las cosas que hay que hacer es fomentar la educación, porque este es un país muy inculto. Ha sido un país muy inculto siempre y no se hacen los esfuerzos necesarios para superarlo. El hecho de que la gente sepa hoy leer sirve de poco si lo que leen son revistas de mala muerte sobre cotilleos, sobre separaciones, divorcios y otras maledicencias. Eso, en verdad, no es elevar demasiado el nivel cultural.
Sin embargo, la educación no es para nada un tema prioritario, todo lo contrario. Y lo mismo sucede con la cultura, que se ha querido relegar a algo meramente decorativo, sin mayor importancia.
Así es. Y se trata de un gravísimo problema. Es muy preocupante que la educación a niveles primarios, secundarios o incluso universitarios, no sea prioritaria, pero aún peor, si cabe, es que la investigación a niveles altos, sea algo con lo que parece que ya ni se sueña. Y en cuanto a la cultura, quien debe fomentarla es la sociedad, no tanto el Estado. Yo no soy muy partidario de grandes subvenciones, pero es cierto que hay que impulsar la cultura y ahí hay que volver a la educación. Para que la gente sea consciente de la importancia y del enriquecimiento que supone la literatura, por ejemplo, hay que estimularla a leer buenos textos literarios. Los niños tienen que disfrutar de los libros. Hay que conseguir que se agarren a ellos. No se trata de enseñarles de memoria quién era tal autor, el año en que nació, las obras que escribió. Eso es lo de menos. Lo importante es que quieran leer más.
Volvamos a Europa. ¿Qué margen deja Europa a la construcción de una identidad propia como nación? ¿En qué sentido interfiere e influye en esa construcción?
Yo creo que interfiere e influye bastante poco, menos de lo que debería. Yo sería partidario de que tuviéramos mucha más identidad europea de la que tenemos, de que se enseñara en las escuelas historia de Europa más que historia de España, teniendo en cuenta, además, que ahora la historia de España ha sido sustituida por historia de las autonomías. Con esto no ganamos nada, al revés, retrocedemos. La historia de España debería ser sustituida por historia de Europa y por historia del mundo. La gente se escandaliza de que los niños no sepan los nombres de los ríos españoles y que, en cambio, sepan los de su comunidad, que es lo que les enseñan en geografía. Pero de lo que se trata es de que conozcan los ríos de Europa y los grandes ríos del mundo; que sepan situar a Carlomagno, tengan una idea completa de la historia de Europa y, además, se muevan con naturalidad en la historia global, sabiendo quién fue Mahoma, quién fue Gengis Kan y quién fue Buda.
Esto refleja muy bien lo que son los pilares de la construcción europea, una construcción basada en la economía y no en la cultura. No hay integración cultural, no hay un conocimiento de los países entre sí. De ahí esa incomprensión de los países del Norte de Europa hacia los países del Sur. Hay muchos defectos en esa construcción y se tiende, cada vez más, a priorizar la economía por encima de todo lo demás.
Bueno, eso es lo que quieren algunos de los miembros de la Unión Europea, por ejemplo Gran Bretaña, que aboga por un espacio económico y nada más. Está claro que ese es un gran error de la Unión Europea. La cultura, la educación, la integración de todos los países en ese sentido es fundamental. Debería plantearse el tema de la enseñanza de la historia, de la geografía, de la literatura, en las escuelas europeas de los distintos países de Europa y superar de una vez las enseñanzas nacionales.
¿Volverá la socialdemocracia a recuperar sus principios en algún momento?
Espero que sí. Es uno de los rasgos básicos de la identidad europea: una sociedad basada en el libre mercado, en la libre empresa, en la libre iniciativa, pero acompañada de un colchón de seguridad que se llama el estado del bienestar y que protege a los más desfavorecidos. Eso ha diferenciado a Europa de los Estados Unidos o de China. El concepto de Europa es el de ser una gran potencia económica, basada en la libre empresa, pero también en la libertad y la democracia. No podemos renunciar a ello, tenemos que defenderlo y tenemos que potenciarlo como una de las marcas de la identidad europea.
Pero no parece que se vaya en esa dirección… Hoy socialdemócratas y conservadores van juntos, votan juntos, los recortes, las políticas de extrema austeridad, en la Unión Europea.
Así es. Los partidos socialdemócratas tendrán que trabajar más, elaborar más su programa, aceptar de manera clara el libre mercado, que han aceptado en la práctica desde hace ya muchísimos años, pero sin renunciar a los derechos sociales básicos, a ese ese colchón de seguridad para los ciudadanos.Tienen que prometer eso en sus programas y tienen que cumplirlo, que defenderlo. Hoy sucede que están demasiado cerca de los conservadores, que apoyan sus políticas, es cierto, pero lo que ha pasado es que los socialdemócratas se han creído que esa era la manera de ganar elecciones, que a la gente le horrorizaba la idea de pagar impuestos para mantener a los inútiles, entre comillas. Todo eso tienen que volver a planteárselo. Tienen que formularlo bien y defender sus posiciones. Para decirlo de una manera sencilla: la Europa socialdemócrata, de 1945 a 1990, más o menos, ha sido la mejor etapa en la historia de la humanidad, con todos sus problemas. Y eso no puede perderse.
Tony Judt, un convencido socialdemócrata, denunciaba una y otra vez que la socialdemocracia se había alejado de sus orígenes. Ahí está su Algo va mal.
Sí. Es una buena referencia. Yo también estaba pensando en Tony Judt. Hay que explicar a todos los ciudadanos la importancia de defender los servicios públicos por encima de todo. Está claro que ahora las políticas de austeridad que se están aplicando no gustan a amplios sectores de la población, pero en las elecciones que se han ido celebrando con anterioridad, desde 1990 para acá, se ha votado a partidos neoliberales que estaban a favor de desmontar el estado del bienestar. O sea, que hay que volver a convencer al ciudadano de que ese no es el camino.
¿Qué nos han enseñado o qué podemos aprender del anarquismo? ¿Qué sentido puede tener hoy en día?
El anarquismo es un doctrina, en primer lugar, ingenua, optimista, según la cual la naturaleza humana es buena y el mundo funciona de una manera armónica. Como no hay choques económicos, ni sociales, ni pasionales, lo que tenemos que hacer es dejarnos llevar por nuestros instintos y de ese modo las cosas irán bien. Si dejamos a las fuerzas económicas que vayan libremente, entonces las cosas irán bien (en este aspecto concreto coincide con el liberalismo, con el ultraconservadurismo de los liberales del “tea party”). Si dejamos, desde el punto de vista político, que nadie imponga nada a nadie, porque todos somos libres y actuamos de una manera acorde a nuestros principios, entonces las cosas irán bien. Si seguimos nuestros instintos amorosos y practicamos el amor libre, las cosas irán bien, no habrá problemas entre nosotros. Todo esto hoy suena muy ingenuo. Y los que hemos tenido una vida larga sabemos que los conflictos surgen si nos dejamos guiar simplemente por la espontaneidad. Sin embargo, el anarquismo tiene una característica buena que contrarresta esa ingenuidad y es que exige libertad. Exige respeto a la autonomía del individuo en todos los terrenos. Esto es algo que los socialismos no han cumplido, ya que al servicio de un objetivo fundamental, que sería el liberador de todo (la igualdad en el terreno económico, la eliminación de las clases sociales, la eliminación de la propiedad privada) se han sacrificado muchas cosas. Había que sacrificar la libertad política; había que establecer la dictadura de un partido único. Y los anarquistas no estaban dispuestos a pasar por ahí, porque la libertad para ellos era innegociable desde el primer momento, desde el primer día de la revolución. El anarquismo tiene una dimensión utópica, pero también muy esperanzadora e interesante. Eso fue lo que a mí me atrajo particularmente.
Esos principios exigen sociedades muy formadas, con un alto sentido de la responsabilidad, de la ética.
Sí, y seguramente sociedades muy pequeñas. Sociedades muy grandes que se puedan organizar por un principio de autogestión y de libertad absoluta de cada uno de sus individuos y de cada una de sus formas sociales sería muy difícil, porque un cierto grado de burocracia y de centralización resulta inevitable. Ahora bien, sí que pueden tomarse elementos del anarquismo y, de hecho, hoy en día hay algunas secuelas anarquistas en la nueva formación que ha surgido en España, Podemos. Existe en ellos esta idea del asamblearismo, de que todo se decidirá en las reuniones y no se impondrá nada a nadie, sino que se llegará a un acuerdo entre todos antes de tomar las decisiones. Eso es muy difícil de conseguir en una sociedad de 45 millones de habitantes como la española. Ahora bien, tender a ello es positivo, no cabe duda. Es de suponer que, a medida que vaya teniendo más responsabilidades en la dirección de la comunidad, la formación irá tendiendo hacia un mayor realismo.
Curiosamente, muchos de los temas y trabajos que han ocupado a José Álvarez Junco a lo largo de su trayectoria tienen que ver con asuntos muy candentes: los nacionalismos, los populismos, los movimientos sociales. Leyendo su obra, por ejemplo el libro sobre Lerroux ya citado, tenemos la impresión de que las cosas han cambiado muy poco en muchos aspectos. ¿Por qué los cambios son tan lentos?
Bueno, en la naturaleza humana hay algunos rasgos más o menos permanentes, pero si mi trabajo tiene que ver con el presente es porque precisamente lo que he buscado es comprender el presente, comprender el mundo en el que he vivido y el mundo en el que vivo actualmente. Para ello lo que he hecho ha sido mirar hacia atrás para interpretar el hoy a través de acontecimientos del pasado. A mí no me interesa el pasado en sí mismo, me interesa el presente. Y por eso es lógico que todos los temas resulten tan candentes. El nacionalismo español, por ejemplo, es el gran tema que me ha ocupado casi los últimos 20 años, pero es que, en definitiva, a mí me educaron en eso. En la enseñanza franquista había unas dosis grandísimas de nacionalismo español y lo que yo he intentado hacer es ajustar cuentas con mi pasado, en cierto modo. Y en cuanto a los políticos y a Lerroux: Lerroux tiene mucho que ver con la seducción de los políticos y con la capacidad de la retórica política de arrastrar a la gente prometiendo cosas que luego, en la mayor parte de los casos, resultan inventadas.
Entonces, si partimos de esta idea, podemos llegar a la conclusión de que todos los políticos son populistas. ¿Acaso algún político acaba cumpliendo su programa?
Todos los políticos tienen algún grado de populismo, en efecto. Yo dediqué en Lerroux un artículo entero a la seducción de la oratoria política y ahí me refiero a que el buen populista es seductor o es emocionante, no necesariamente seductor. El populista puede ser amedrentador, puede producir miedo, que no es necesariamente seducción, y, sin embargo, se lleva a la gente de calle con el miedo. Una populista de derechas, tipo Marine Le Pen, ahora en Francia, no es seductora. Lo que está haciendo es una llamada al miedo, pero en todo caso se trata de un llamamiento a las emociones, no al cerebro, no a la racionalidad, no a la explicación racional de los fenómenos.
Populismo y demagogia son dos palabras que ya empiezan a estar muy trilladas. Son términos muy escurridizos. ¿Ambos están necesariamente unidos?
No. No necesariamente. El populismo tiene un cierto contenido demagógico, pero demagogia es una forma más extrema de referirse al populismo. Populismo es algo relacionado, sobre todo, con un discurso que se basa en una dicotomía muy sencilla: pueblo frente a antipueblo. Se parte de una imagen muy idealizada del pueblo y del ciudadano. Se alude una y otra vez al pueblo sano, honrado, cuando el pueblo no es necesariamente ni tan bueno, ni tan sano, ni tan desprendido y generoso. El pueblo puede ser, por ejemplo, xenófobo, y odiar a las minorías culturales. No conviene idealizar tanto al pueblo, cosa que el populismo nunca deja de hacer, enfrentándolo siempre a unos malos que son los culpables de todo: los judíos para Hitler; la oligarquía capitalista o las multinacionales para la izquierda tradicional. No podemos aceptar esa simplificación. Las minorías culturales, por ejemplo, nunca pueden ser las culpables de todos los males que nos están ocurriendo, en absoluto. Pueden tener alguna culpa de alguna cosa, pero de ninguna manera hay un cerebro malvado, judío universal, que dirige todas las cosas catastróficas que nos ocurren. Todo el que se base en ese tipo de discurso a mí me disgusta, desde luego. Se trata de ocultar la realidad de los hechos y ganar la discusión de una manera muy sencilla y, en este sentido, se le puede llamar demagógica. Pero no nos quedemos aquí: si por populismo entendemos a alguien que quiere hacer cosas que favorezcan a la mayoría de los ciudadanos, ahí sí que estoy absolutamente con él.
Es decir, que el populismo puede tener también una connotación positiva. Y, por otra parte, ¡vaya espectro tan amplio abarca!. Personalidades como Hitler, Perón, Gandhi o Hugo Chávez, tan distintos entre sí, como bien se expone en uno de los capítulos de El emperador del Paralelo, están dentro de la casilla de los populismos.
Sí, hay muchas variantes, en efecto. Si seguimos argumentando sobre los aspectos positivos que puede tener el populismo, está, sobre todo, el hecho de que suele servir para denunciar la degradación de los canales institucionales y de los grupos que han estado en el poder durante demasiado tiempo en una sociedad. No tener esto en cuenta, centrarse en lo negativo únicamente y no ver las diferentes variantes, es absolutamente injusto.
¿Cree que estos términos están siendo utilizados convenientemente o se han convertido en una cortina de humo? Cuando se tacha a una opción política de populista quien acusa también nos envía el mensaje de que no es posible mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, abogar por una mayor igualdad; que todo eso no puede ser más que una mentira. Y también es una especie de refugio para gobernantes liberales que echan mano de esa etiqueta simplista y fácil con la que zanjan toda posibilidad de apertura, de debate, de reflexión…
Cierto, absolutamente de acuerdo. Cuando surge un movimiento de este tipo, tiene que verse como un síntoma de que algo está mal en el sistema, de que hay algún tipo de malestar. Debe atenderse, aplicar el remedio, abrir el debate.
Lerroux es un personaje político muy atractivo y bastante desconocido. Me imagino que por eso le atrajo y es curioso como últimamente ha saltado al primer plano de la vida política. Ha habido quien ha llegado a comparar con él a Pablo Iglesias, el líder de Podemos. ¿Qué le parece?
Sí, desde luego. Me atrajo Lerroux porque lo tomé como un ejemplo de la retórica política, de la demagogia inherente a todo discurso político. El político no intenta hacer razonar a su público, al revés que el intelectual, sino que intenta seducirlo, amedrentarlo.. Quiere suscitar pasiones, no racionalidad. Para ello utiliza una serie de estrategias retóricas que yo intenté analizar en el caso de Lerroux, del Lerroux joven, que creo que es el mejor ejemplo de populista en la historia contemporánea española. Y eso siempre está presente en los políticos, de cualquier país y época, en realidad, en mayor o menor grado. Lo que no creo es que Podemos tenga una especial afinidad con Lerroux. Sí que hay un discurso dicotómico, basado en el Pueblo y el Antipueblo (la Gente y la Casta, en este caso). Pero no hay una acentuación del nacionalismo español, como es típico de Lerroux, ni tampoco del anticlericalismo, ni han constituido todavía un sistema clientelar -hasta ahora no han tenido ocasión-.
Para un historiador que ha estudiado los movimientos sociales me imagino que el momento actual es muy interesante, ¿no?
Sin duda. El momento actual es muy bonito, aunque soy consciente de que ese término no es afortunado, porque vivimos una etapa bastante tensa y bastante dramática para mucha gente, pero sí resulta interesante. Este año, 2015, promete ser un año de emociones fuertes. El 15M y todos sus derivados, tuvieron unos objetivos muy inconcretos en sus comienzos, pero se están concretando políticamente alrededor de la fórmula de Podemos, con lo cual puede ser muy interesante ver a dónde nos lleva todo eso.
¿Cómo ha vivido todo eso a nivel personal: el 15M, las mareas, la sorpresa que supuso Podemos en las elecciones europeas…?
Pues lo he vivido con muchísimo interés. Lo he ido siguiendo todo lo que he podido. Estuve en la Puerta del Sol varias veces, tomé fotografías, escuché a la gente. Todo aquello era muy estimulante, aunque no se concretaba. Se pedía una democracia real, pero sin saber muy bien en qué consistía eso, y se pedía acabar con todo lo malo, pero sin tener claro cómo hacerlo. Era todo muy etéreo, pero finalmente alguna gente, con especial habilidad política, lo ha ido concretando y se ha formado un partido que ya está obteniendo muy buenos resultados electorales.
Ha sido un proceso muy rápido. En un país como España, que en tantos aspectos parece resignado, de repente se han generado nuevos cauces de participación, de entusiasmo por la política, por el cambio, que no se ha dado en otros países europeos.
Sí, pero, cuidado, que esos entusiasmos pueden ser como fogonazos, que de repente se producen, pero que pueden apagarse fácilmente. España no es un país con una sociedad civil fuerte, que lleve a la gente a apuntarse a una causa, a ir a todas las reuniones que haga falta durante años y a poner un dinerito mensual si fuera necesario. Eso se hace poco y ojalá que ahora se estén sentando las bases para que suceda. Si ha habido algo que ha caracterizado a este país ha sido una sociedad civil débil y si hay algo que caracteriza a nuestros partidos y sindicatos es que no tienen militancia en este sentido. Se meten en los partidos y sindicatos los que quieren hacer carrera política. Y eso no puede ser. Tiene que producirse un movimiento social, con mucho apoyo, y de ese movimiento será del que salgan algunos líderes.
Cuando sucedió el 15M muchos políticos, intelectuales, pensadores decían: “Muy bien, pero esto no basta, hay que trabajar, hay que pasar a la acción, hay que meterse en política…” Pero muchos de los que pedían eso se sienten amenazados ante la fuerza de los nuevos partidos y golpean desde todos los flancos. ¿El juego sucio que estamos observando es propio de la política?
Sí. La política es juego sucio, siempre. Eso hay que saberlo, aceptarlo y defenderse. No se puede ir avanzando con la pelota creyendo que puedes regatear, llegar y chutar. Hay que seguir adelante esperando recibir la patada, porque te la van a dar, consciente de que te agarrarán de la camiseta y tirarán de ti para atrás para hacerte caer. Cualquiera que entre en política tiene que tener esto muy claro.
Adverbios como “definitivamente” o “siempre” tienen que estar prohibidos para un historiador, ha dicho Álvarez Junco alguna vez ¿El buen historiador tiene que ser flexible?
Sí, claro. El buen historiador tiene que tener muchísima imaginación y ser muy flexible. El mayor error que puede cometer un historiador es intentar entender el pasado en términos del presente. No puede decirse que Carlos V fue a la reunión tal porque lo que quería era hacerse popular, ganar los votos y la adhesión de la gente. Mire usted: a Carlos V le traía sin cuidado hacerse popular. Eso pasa con un político actual, pero a un gobernante del siglo XVI ser popular no le servía de nada. No se puede creer, como hacen los cineastas de Hollywood, en una película, por otra parte estupenda, como es Espartaco, que éste se sublevó contra los romanos porque creía en los derechos del hombre y en la libertad. Espartaco no podía entender esos conceptos y mucho menos la igualdad entre la mujer y el hombre. Espartaco era un esclavo y tenía esa mentalidad. Parece ser que era hijo de algún preboste del lugar de donde le hubieran traído como esclavo y entonces funcionó como un líder, pero en los términos del siglo I antes de Cristo, no en los términos de la actualidad. Hay un libro de un historiador norteamericano que se inicia con una frase, que, por cierto, es de una novela: El pasado es un país extraño, el pasado es un país extranjero. Uno tiene que viajar al pasado como se viaja a un país extranjero”. Es decir que hay que hacerse a la idea de que vamos a encontrarnos con otro idioma, con otras costumbres y de que tenemos que adaptarnos para conocerlo, para entenderlo. El historiador necesita, repito, imaginación y flexibilidad mental para trasladarse a un país extranjero.
¿Estamos en una etapa de cambio de ciclo a nivel global, no sólo español, en uno de esos momentos bisagra ?
Es que no sé lo que quiere decir exactamente cambio de ciclo. Ya he dicho que el cambio es la ley de la historia. No sé si hay momentos bisagra. Todos los momentos lo son. ¿Un momento bisagra quiere decir un momento en que tenemos mucha herencia del pasado, pero a la vez están ocurriendo muchos acontecimientos nuevos, cosas que no habían ocurrido nunca? Pues eso son todos los momentos históricos.
Pero hay etapas de mayor estabilidad…
Sí. Hay etapas de mayor estabilidad y hay etapas de mayor cambio, no hay duda. ¿Esta es una etapa de especial cambio? No lo sé, porque tenemos también mucha continuidad con el pasado. Sigue habiendo mucha carga del pasado. En el caso de España, desde luego. Hay muchas costumbres que perviven. Antes nos referíamos al problema educativo, al problema de la falta de cultura y también de la falta de apoyo a la innovación. También podemos hablar de la desconfianza hacia el discrepante, hacia el individualista. Eso nos viene de una cultura heredada, de una cultura católica, en la cual el discrepante debe tener cuidado porque lo pueden mandar a la hoguera.
¿No se puede destacar, brillar, en este país? ¿Resulta peligroso?
En este país si una persona brilla dentro de las estructuras normales, no hay problema. Yo no me creo eso de la envidia innata del español… Pero si brilla porque hace cosas que no hacen los demás, eso suscita recelo. Si la ejemplaridad se da dentro de las estructuras tradicionales; si se da el caso, por ejemplo, de alguien que se mete a cura y llega a obispo, pues no hay ningún problema. Pero, en cambio, si es alguien que se ha salido de las normas y está haciendo cosas originales, eso es lo que nos cuesta más trabajo, porque venimos de una cultura que no está acostumbrada a fomentar la discrepancia. Tenemos una herencia católica que nos transmite que todos tenemos que creer lo mismo. Lo bueno es que todos creamos lo mismo porque así no hay conflictos sociales. Pues no. Si todos creemos lo mismo, nunca cambiaremos ni creceremos. Lo bueno es que alguien diga cosas nuevas, originales, que pueden ser interesantes o no. En cualquier caso, escuchémoslo. Si lo que dice son tonterías nos servirá para reafirmarnos en lo que pensábamos, pero si en alguna cosa tiene razón, eso será lo que aprendamos, lo que saquemos de positivo.
¿Porque tenemos la impresión de que la imagen ideal que durante mucho tiempo hemos tenido de la Transición se está haciendo añicos?
Quizá porque la imagen que se creó de la Transición era demasiado idealizada y la Transición tuvo sus problemas. Se hizo, y bastante bien, dadas las circunstancias en que se hizo. La dictadura había terminado con el dictador en la cama. No habíamos sido capaces de derribarle desde la oposición. Estábamos en una situación de debilidad. Digo estábamos como si yo hubiera hecho algo. Yo no hice nada, fui un mero espectador, pero me encontraba allí, y desde luego, todo el aparato represivo, la policía, las fuerzas armadas, estaban en manos del sistema. Se tuvo que llegar a un acuerdo. Ellos contaban con el aparato represivo, pero no tenían proyecto político. La oposición les vendió ese proyecto a cambio de que no hubiera represalias ni purgas. Ese fue el acuerdo y estuvo, sí, bastante bien para lo que se podía hacer en ese momento.
¿Qué es lo que pasa ahora? ¿Por qué no se reconocen las limitaciones que hubo, porque ese afán por seguir perpetuando un mito falso?
Lo que pasa ahora es que algunos se han encastillado y siguen con la idealización de la Transición, incluso algunos que en aquel momento no votaron la Constitución, caso del señor Aznar, que estaba en contra y que ahora, curiosamente, la considera sagrada e intocable. Pues nuestra Constitución no es sagrada ni es intocable. Las constituciones necesitan ir adaptándose a los tiempos y las buenas constituciones, las que más han durado a lo largo de la historia, la de EEUU por ejemplo, tienen reformas, modificaciones constantes. Cada cierto tiempo se le añade una enmienda a la constitución americana y eso demuestra su fortaleza. Aquí se han podido hacer cosas a lo largo de todos estos años que no se han hecho. Se podría haber exigido, por ejemplo, que la democracia interna de los partidos políticos fuera mayor. Hubo muchas cuestiones que en la Transición se dejaron así porque en ese momento se consideró que mejor no tocarlo. Pero ahora mismo, en cambio, mejor es tocarlo.
¿Tenemos que releer esa etapa?
No se trata de releer en el sentido de que tengamos que empezar a echar basura contra la Transición. Fue un proceso que se hizo como se hizo, que está bastante bien explicado y es conocido. Ni mucho menos salió todo de las mentes del señor Fernández Miranda, del Rey, de Suárez, que parece que lo habían preparado todo. Fue algo mucho más espontáneo, sucedieron cosas que ellos no tenían previsto que ocurrieran. Pero para nada hay que considerar que aquello sea intocable. Ahora, nosotros, y, sobre todo, las generaciones nuevas que llegan, tenemos todo el derecho, respetando la herencia de la Transición, a modificar cosas. Tenemos el derecho y casi el deber de hacerlo.
La idea generalizada de que la Constitución es papel mojado, parte del hecho de que no se cumple, de que se está vulnerando constantemente.
Bueno, en la Constitución hay aspectos que tienen que ser retocados, inevitablemente, por ejemplo el estado de las autonomías, que la constitución dejó completamente abierto. Conviene cerrarlo un poquito, no digo del todo, pero sí un poquito. No puede haber un artículo que diga que las provincias españolas podrán unirse y formar comunidades autónomas. Resulta que están formadas ya y eso hay que modificarlo y tantas otras cosas. Eso no quiere decir que la Constitución no sirva ya. Hay que seguir ateniéndose a sus elementos básicos.
Pero en la Constitución se habla del derecho a una vivienda digna y en este país se producen continuamente desahucios de personas que no han podido conservar sus viviendas a causa de la crisis, aún en contra de los dictámenes de la Unión Europea. Y se reducen los derechos sanitarios y educativos, derechos que la Constitución garantiza.
Es cierto. Hablamos de derechos que, aunque no puedan garantizarse plenamente desde el punto de vista material, sí que tienen que verse como una aspiración y como algo que los gobiernos deben tender a conseguir. Es lógico que lo que sucede indigne a la gente cuando se cambia un artículo de la Constitución como el 135 para decir que se da absoluta prioridad al pago de la deuda externa. A lo mejor a lo que hay que dar prioridad es a los servicios públicos, a los servicios sociales antes que a la deuda.
¿Y nos puede explicar la Historia porque hemos llegado a estos niveles de degradación y de corrupción? ¿Por qué en lo que se refiere a España la corrupción se lleva la palma en el conjunto de países europeos? Ya en el libro sobre Lerroux se indica que también él fue un corrupto.
Algo tiene que decir la Historia, pero no creo que se pueda explicar sólo por razones históricas. El sistema político de la restauración española de 1875 en adelante, la monarquía restaurada tras la revolución del 68, se basó en el sistema del caciquismo. No se trataba de partidos de masas sino de partidos de notables, partidos de caciques, que controlaban un determinado territorio cada uno. Normalmente había dos caciques; uno apoyaba al partido liberal y otro al conservador, proporcionándoles los votos adecuados en las elecciones. Y luego estaba el sistema del amiguismo y del clientelismo. Cuando un señor se metía en política se dedicaba a hacer favores a los de su jurisdicción o a los de su zona. Para eso lo habían nombrado. En los recorridos de los trenes que se hacían en la época se puede comprobar cómo en ocasiones se hacía una desviación para poder pasar por la parada de un pueblo, porque se trataba del pueblo del cacique y él lo había prometido. Hoy seguimos viviendo en una sociedad de corporativismos, no en una sociedad individualista. Vuelvo a lo de antes, no gusta el individualismo. Cuando hablo de corporativismo me refiero a que yo, por ejemplo, historiador español, voy a un comité de becas europeo al que se presenta un chico español y tengo que apoyarlo, aunque no sea tan bueno como el danés. Estaría mal visto que yo apoyara al danés. No es que yo sea un corrupto, es que me obligan a ser corporativo y tengo que apoyar a los míos. Y en esa línea me instan también a apoyar a los historiadores frente a los sociólogos, los economistas o los literatos, porque para eso soy historiador y para eso me han elegido. Hay que superar el corporativismo. Yo soy un individualista y tengo que ir a mis colegas historiadores y decirles que, llegado el caso, puedo votar por el economista y no por el historiador, siempre que su proyecto sea mejor. Tengo que decirles eso sabiendo que la próxima vez no me elegirán a mí para representarlos. Todos estamos inmersos en una cultura de corporativismo, para empezar, y luego está el clientelismo. Si a mí me nombran algo, yo luego tengo que colocar a mi primo, que está en paro, aunque sea de bedel. Y empezamos por ahí y, claro, cuando una persona llega a una posición de mucho poder, entonces hace las cosas que hace, y eso ya es corrupción. Pero todo empieza en otros niveles y hay que tener mucho cuidado con esas cosas. Podríamos resumir diciendo que la corrupción es la herencia del caciquismo, primero, y después del corporativismo y del clientelismo.
Entonces volvemos a lo mismo. Se trata de cosas que no se corrigieron con la Transición y su posterior desarrollo.
Bueno, hablamos de una herencia cultural, muy larga en el tiempo. Eso no se puede corregir con la ley. Lo que tiene que cambiar es la mentalidad, la conducta de la gente.
Ha trabajado también sobre el periodismo de fin de siglo. Las conexiones entre poder y periodismo para nada son nuevas, pero, sin embargo, ahora, vivimos en un momento especialmente peligroso. Cada vez hay menos pluralismo. Los grandes medios están al servicio de los poderes políticos, financieros, empresariales. Y eso daña muchísimo a un sistema democrático. ¿Cómo ha evolucionado hasta hoy el periodismo?
Bueno… El periodismo tiene ahora mismo una situación muy difícil porque ya no vive tanto del mercado como vivía antes. Si la gente ya no compra periódicos, estos dependen cada vez más de las ayudas de los anuncios que les ponga el poder público o las grandes corporaciones. Si un periodista se entera de que la compañía “x” ha cometido tal o cual infracción y lo publica en su medio, éste deja de recibir publicidad de esa compañía, con lo cual el director de la publicación opta por no dar a conocer ese caso. Los periódicos viven en una situación débil, de dependencia del poder, de los anunciantes, de las grandes corporaciones. Es dificilísimo tener un periódico independiente, porque para que eso fuera posible muchísimos miles de lectores tendrían que comprarlo todos los días.
Pero también los lectores están desencantados, porque cada vez es más evidente que los medios manipulan los contenidos y enfoques atendiendo a determinados intereses.
Sí. Y en el caso español se trata de periodismo de partido. Los grandes periódicos están alineados con tal o cual partido, y eso hace que las noticias que ofrecen no sean nada fiables. Esa es la situación.
¿Estamos cerca de acabar con el bipartidismo?
Sí. Puede ocurrir y eso estaría muy bien. Las perspectivas en este momento así lo indican. De aquí a que se celebren las elecciones generales pueden suceder muchísimas cosas, pero en este momento las encuestas indican que pueden salir tres partidos en condiciones muy similares; es decir, que habríamos acabado con el bipartidismo y la formación de gobierno sería necesariamente de coalición.
Una de las ideas que se lanzan desde los partidos tradicionales, uno de los miedos con los que se juega, es el de la inestabilidad. Si se rompe el bipartidismo, nos dicen, el país sería ingobernable.
Pues no. No hay que tener miedo a la inestabilidad. Esa es una de las cosas que sucedieron en la Transición. Se tuvo mucho miedo a la inestabilidad y se estableció en la Constitución el voto de censura constructivo, que hace que sea prácticamente imposible derribar un gobierno en este país.
Ese es uno de los grandes retos de los hombres y mujeres del siglo XXI. ¿Romper con el miedo, ser capaces de dar pasos hacia adelante sin temor al cambio?
Romper con el miedo a la inestabilidad específicamente. Hay que acostumbrarse a vivir en ella. La vida es cambio. La Historia es cambio, es inestabilidad.
Pero, ¿cómo prepararnos, cómo educar a las nuevas generaciones para aceptar el cambio? ¿A través de lecturas o autores determinados?
Hay que educar a la gente para el cambio, claro que sí. Si no, nunca tendremos una sociedad verdaderamente libre. Pero la educación no se hace necesariamente a través de lecturas. Por supuesto, no sería malo leer, por ejemplo, el Sobre la libertad, de John Stuart Mill, en toda la enseñanza secundaria española. Pero, sobre todo, hay que practicarlo, hay que predicar con el ejemplo: cuando alguien dice algo que va contra la opinión de la mayoría, el profesor (o el padre o la madre), en lugar de ridiculizarle, debe enseñar a los demás a oírle: a lo mejor tiene razón y nos vendría bien cambiar nuestra opinión; o no tiene razón, y en ese caso salimos con nuestra opinión reforzada… En fin, eso forma parte de una cultura que no fomenta el unanimismo, que no cree que pensar todos lo mismo sea bueno. Y es difícil desarraigar las ideas, las costumbres adquiridas.
Otra vuelta en torno a lo mismo. ¿Por qué si la inestabilidad es propia de la naturaleza humana vivimos en sociedades tan temerosas al cambio? ¿De dónde parte ese anhelo tan exagerado por la seguridad?
La necesidad de seguridad, de precaverse contra el cambio, es muy humana. Todos tememos al cambio. Y, sin embargo, el cambio es inevitable. Mejor sería que nos preparáramos para él, que preparáramos a nuestros hijos y nietos, sigo insistiendo. Lo que hay que enseñar no es a defender una forma de organización social, una identidad colectiva (por ejemplo, la nacional), unas costumbres concretas, sino a defender, a llevar dentro, muy hondamente arraigados, unos principios morales (de tipo kantiano: respetar al otro, tratarle como quisiéramos que nos trataran a nosotros, y a la vez hacer que te respeten a ti), y estar dispuesto a vivir de acuerdo con esos principios en situaciones que pueden ser muy distintas a las que viviste de niño.
Entrevista a José Álvarez Junco por Emma Rodríguez, [Lecturas sumergidas, 30 de mayo de 2015]



Una vez más, vuelve a plantearse el problema de la distribución territorial del poder en este país como un enfrentamiento entre Cataluña y España, presentados como entes esenciales y monolíticos en lugar de sociedades complejas donde hay muy diversos individuos, grupos y opiniones. No hay más que leer la carta del president Mas en la que nos revela lo que Cataluña “quiere”, “ama” o “busca”. Ojalá lográramos que estos entes bajaran del Olimpo y hablaran por sí mismos. [¡genial!] Pero nos hablan sus portavoces —autoproclamados—, que coinciden, por cierto, en algo: en negarle al contrario el título de nación. Cataluña no es una nación, dicen los españolistas; ya le concedimos “nacionalidad”, hace cuarenta años; demasiado fue. España no es una nación, replican los catalanistas, sino un mero “Estado”; o sea, no es una realidad “natural”, dotada de derechos, sino un ente artificial e impuesto.
¿Qué es una nación? Se ha intentado mil veces definirla según criterios “objetivos” y ninguno funciona. ¿Se basa en la raza? Vade retro, Satanás, el concepto es peligroso y está, por suerte, obsoleto. ¿En la religión? Importa poco en nuestras secularizadas sociedades y, además, una religión abarca muchas naciones y una nación tiene varias religiones. ¿En la lengua? Hay varios miles de lenguas en el planeta, sin contar dialectos (que nadie sabe en qué se diferencian de las lenguas), y tampoco coinciden con las naciones. Al final, lo que de verdad define a la nación es un elemento subjetivo: son grupos de individuos que creen compartir ciertos rasgos culturales y viven sobre un territorio al que consideran propio. El factor clave es, por tanto, la creencia, la voluntad, la adhesión emocional de sus componentes.
Vistas así las cosas, es innegable que Cataluña es una nación, porque así lo creen y quieren la mayoría de sus habitantes. Pero, exactamente por la misma razón, España también lo es; porque hay muchos millones de personas que se sienten españoles. Y quienes se niegan a decir “España”, sustituyéndolo por “Estado español”, están ofendiendo —y lo saben— a todos aquellos para quienes tal palabra tiene un alto contenido emocional.
El otro día, en una carta abierta —bien intencionada, creo—, el expresidente Felipe González comparaba incidentalmente la situación catalana con los fascismos de los años treinta. Ofendió con ello al nacionalismo catalán, que presume de un pasado democrático impecable. Fue un error. Pero eso no significa que entre nacionalismos y fascismos no haya ninguna relación. Por el contrario, el fascismo es, entre otras cosas, una afirmación radical de la nación.
Pero el nacionalismo puede combinarse con otros muchos proyectos y programas políticos. Puede, para empezar, fundamentar la democracia, en definitiva el derecho de una colectividad a decidir sus propios destinos. Pero ojo, porque también puede justificar una dictadura, el derecho de un líder iluminado, que conoce como nadie los deseos y destinos de su patria, a imponérselos a sus conciudadanos sin consultarles nunca nada. Igualmente, el nacionalismo puede combinarse con un programa radicalmente modernizador (la revolución Meijí, en Japón), para poner al país en condiciones de competir con sus rivales; y, al revés, puede ser contrario a toda innovación, en nombre de las tradiciones heredadas que constituyen la identidad nacional. El nacionalismo es igualmente compatible con un imperialismo expansionista, sobre pueblos considerados inferiores, así como con lo opuesto, un movimiento de liberación nacional antiimperialista. Y puede servir para ampliar los espacios políticos (Alemania, Italia, en el siglo XIX) o para dividirlos, como pretenden hoy los nacionalismos secesionistas.
El nacionalismo es, en resumen, una fórmula política versátil, la más versátil de todas las que en el mundo moderno han servido para legitimar el poder. Con lo que indiscutiblemente el nacionalismo se relaciona siempre es con la creación y el fortalecimiento de los Estados modernos. Así ocurrió en Europa y así se ha repetido en los territorios que un día fueron sus colonias. Ese ente incorpóreo llamado nación ha sido la justificación, la coartada, en que se han apoyado con mayor frecuencia los Estados modernos, esas estructuras político-administrativas que controlan un territorio y la población que lo habita.
Centrémonos, pues, en el Estado y dejemos de lado la nación. Dejemos el aspecto emocional —mamá te quería más que a mí—, sobre el que el acuerdo es siempre imposible, y discutamos lo práctico —el piso que te dejó vale más que el mío—, las ventajas e inconvenientes que hoy puede tener poseer un Estado. ¿Qué significaría un Estado independiente para un ciudadano catalán actual? Fronteras, los independentistas dicen que no quieren crearlas, que pretenden seguir en el espacio Schengen. Moneda, tampoco, pues prometen continuar con el euro. Ejército, no es su prioridad. Déficit fiscal, es discutible y además aseguran que son y van a seguir siendo muy solidarios. Bandera e himno, ya los tienen, los tenemos todos, y en abundancia. En términos prácticos, incluso si el proceso de secesión no fuera traumático ni costoso —cosa improbable—, la vida del ciudadano de a pie seguiría siendo muy parecida a la actual. Lo único nuevo serían unas compensaciones emocionales: saber que está en su casa, en Cataluña, fuera de las garras de la opresora España.
Quienes sí obtendrían algo más que recompensas simbólicas serían las élites políticas barcelonesas, que pasarían de ser autoridades regionales a estatales. Subirían de rango, aumentarían su poder y recibirían mayores honores en sus visitas al exterior. Los ciudadanos catalanes deberían pensarse si vale la pena embarcarse en tan arriesgada aventura para que se beneficien sólo los políticos de su capital.
Plantear la operación en términos de Estados, y no de naciones, tiene también la ventaja de que se pueden calcular mejor sus perspectivas de éxito. En el mundo actual hay 200 Estados, frente a unas 6.000 comunidades humanas que se consideran naciones. El planeta, reconozcámoslo, sería mucho más difícilmente gobernable si multiplicamos por treinta la actual cifra de Estados. Aumentar el número de entes soberanos es lo contrario del objetivo de la Unión Europea, que es disminuir la soberanía de los Estados hasta acabar, idealmente, fusionándolos. Pero, sobre todo, no es realista pensar que los Estados actuales aceptarán iniciar ese proceso de subdivisión. Menos aún cuando el ensueño independentista catalán ha llevado a algún visionario a anunciar sus ambiciones sobre los països de su imperio medieval (también bajo el franquismo enseñaban a los niños a soñar con las posesiones “españolas” del gran momento imperial: América, Portugal, Orán, Argel…). Es obvio que Francia no quiere ni oír hablar de un Estado nuevo con ambiciones irredentistas sobre su territorio.
No se le ve, por tanto, viabilidad a una declaración de independencia que el Gobierno español recusaría, que no sería reconocida por los Estados europeos ni por casi ningún otro del mundo, que sería conflictiva y costosa y que sólo beneficiaría a algunos políticos. Ese es mi análisis. Espero haberlo expuesto de manera razonada y no haber escrito ningún “libelo incendiario”, señor Mas. Por cierto, la carta de González tampoco lo era, salvo esa desafortunada referencia.
Nación o Estado, José Álvarez Junco [El País, 14 de septiembre de 2015]


Aquí dentro va el texto al que le aplicamos el estilo
[Ésa es la pregunta que siempre me hago: ¿a quién beneficiaría todo esto? ¿Sólo a las élites políticas barcelonesas? ¿de cuánto dinero hablamos? ¿de cuántas personas?]



Los españoles están indignados con la corrupción. Y no les faltan motivos. Al principio, en los primeros años noventa, con Juan Guerra, Roldán o Filesa, pudimos creer que eran casos aislados, que solo afectaban a un partido que había acumulado demasiado poder y durante demasiado tiempo. Pero, lamentablemente, cada vez está más claro que es un rasgo del sistema: Bárcenas, Gürtel, la Púnica, los ERE andaluces, cientos, miles de encausados. Y no se libra ningún partido, institución ni círculo, desde el PP al PSOE o a CiU, desde la CEOE hasta las federaciones deportivas. Lo raro es que no hayan saltado aún escándalos notables en torno al PNV o Bildu; quizás allí domine la omertà y algún día los conoceremos.
Como culpable, tendemos a apuntar al “sistema”, pensando solo en el político. Pero el económico o la jerarquía social tampoco parecen regirse por principios meritocráticos ni por cálculos de coste/beneficio, sino por criterios de tipo clientelar, familista, tribal. Será la heredada aversión mediterránea al individuo independiente. Claro que en todas partes cuecen habas, pero en otros sitios está peor visto; hay unas normas morales interiorizadas y un sistema judicial eficaz, que no perdonan a quienes juegan sucio, a quienes distorsionan las leyes del mercado o a quienes se apropian del dinero público.
Abrumado por estas preocupaciones, di el otro día un imaginario paseo por el campo. Me hallaba de repente en un paraje desconocido y vi una sima abierta bajo mis pies. Era un agujero oscuro, pavoroso, maloliente. Me asomé, con tiento. Había unos escalones descendentes. Bajé el primero.
Era un espacio iluminado aún tibiamente, con un olor suave, adornado incluso con algunas flores. Un letrero decía: “Corporativismo”. La gente parecía feliz. Jugaban a las cartas, se hacían bromas. Entre mesa y mesa, eso sí, se dirigían miradas esquivas y pullas malvadas; muchas, lo reconozco, graciosas. Me di cuenta de que era el único que deambulaba entre las mesas y que les molestaba. En varias de ellas me ofrecieron sentarme. Opté al fin por una. Fui muy bien acogido, me invitaron a todo, me dirigieron frases halagüeñas, hicieron que me sintiera en casa. En la mesa que había escogido, sin pensarlo mucho, había un letrero que decía “historiadores”, dentro de una zona más amplia en la que se leía: “Españoles”. Pero lo que allí ocurría era parecido a cualquier otra mesa. Había otros rincones, comentaron, y otras cuevas, donde la gente andaba más suelta; pero eran sitios dominados por el estrés, el aburrimiento, la soledad; la tasa de suicidios era muy alta; y cuando querían divertirse, me dijeron, entre guiños de ojo y codazos intencionados, se venían a nuestro rincón; por algo sería. Me sentí cómodo. Era por fin alguien respetable, no un desclasado. Pertenecía a una familia, hacía cosas bien vistas. No solo bien vistas, sino obligatorias. Quienes no las hacían eran tipos raros, de poco fiar, que seguían paseándose, sin amigos, entre las mesas.
Etiquetado ya, me enviaron, como primera misión, al mundo exterior, a un comité internacional que repartía becas. Estudié las solicitudes que pusieron sobre mi mesa y tuve, al fin, que optar entre un candidato español y uno, digamos, danés o australiano. O entre un historiador y un sociólogo o un economista. Algo me decía que tenía que votar al español, al historiador. Pero el danés, el sociólogo, era bueno, me hizo dudar. Sin embargo, qué pensarían de mí al volver, en mi mesa, si votaba al otro. No me lo perdonarían. Qué tontería era esa de que, a mí, el sociólogo danés me había parecido más sólido, mejor fundamentado; como si no supiéramos de sobra que ellos jamás apoyarían a uno nuestro, por bueno que fuera [¡¡prejuicios!!] ; pues menudos son los daneses, menudos los sociólogos, ¿es que soy tonto? Empezaba a sentirme fatal. Si hacía caso a mi conciencia, acabaría tildado de traidor, engreído, caballo salvaje, alguien capaz de hacer faenas a los suyos a cambio de irse poniendo medallas de pureza ética. Se me caería la cara de vergüenza. Tendría que replantear mi vida, pedir perdón, fustigarme en público. O aceptar la condición de apátrida.
Pasé la prueba. Me costó, pero voté al nuestro, fui fiel a quienes me nombraron. En casa me recibieron en triunfo y olvidé el mal trago. Se me abrió así la posibilidad de descender otro peldaño. En el suelo ponía: “Clientelismo”. El aire comenzaba a enrarecerse. Un tipo, mal encarado, estaba soltando un discurso a un grupo: “Yo os he apoyado, conseguí la beca para el de nuestra área, para el de nuestro pueblo. He demostrado que sé defender a la comunidad. A cambio, solo pido que me elijáis de nuevo. Es lo mínimo que debería esperar de vosotros, un poco de gratitud. Propongo que formalicemos nuestra relación, que hagamos un pacto que nos conviene a ambos: yo siempre apoyaré a nuestra gente y vosotros me votaréis siempre a mí. Pero siempre, ¿eh?, que quede claro, vitalicio”. Empecé a verlo claro.
Dispuesto a hacer carrera, y olvidada cualquier pretensión de independencia, se me ocurrió la gran idea de fundar un partido que se llamó Todo por los Nuestros (los topos, nos apodaron; ingenio barato). O sea, como CiU o el PNV en sus territorios, o el PSOE en Andalucía o el PP en el conjunto de España; lo que los mexicanos, con inventiva sin par, llamaron Partido Revolucionario Institucional. Eso nos aseguraba mantenernos en el poder sine die, dije a mis seguidores. Los problemas de financiación los resolvimos con pequeñas comisiones —para la causa, claro— por cada gestión exitosa.


Ya lanzado, descendí hasta el final. “Corrupción”, decía el cartel. Era un ambiente duro, maloliente. Brillaban las navajas en la oscuridad. Los guardaespaldas apenas ocultaban sus pistolas. Corrían maletines con fajos de billetes. Me puse en mi papel y planteé mis exigencias. No es que me gustara, pero lo hacían todos, y no sé por qué iba a ser yo menos que nadie, por qué iba a ser el único tonto. Les dije: “Cada vez que os consiga algo, que logre que se apruebe una resolución que os favorezca, me dais a mí un tanto, además de lo del partido. Discretamente, claro. Ya abriré yo, para ese dinerito, una cuenta en Suiza, o en algún otro paraíso opaco, y así me cubro el riñón para cuando lleguen las vacas flacas. Que nunca se sabe. Y, tras todo lo que he hecho por vosotros, me tengo merecida una vejez tranquila. ¿O no? Incluso, si no es demasiado pedir, podríais pensar en ponerme algún busto, alguna placa, en un lugar visible de nuestro rincón. Que no se olvide todo lo que he hecho por él”.
Y así culminé mi carrera de gran hombre. Eso sí, el país sigue hecho un desastre. Pero es que no aprenden. No hay quien les enderece. Si me hubieran dejado a mí todo el poder, en lugar de orquestar aquella malintencionada campaña que amargó mis últimos días…
Parábola de la corrupción, José Álvarez Junco [El País, 15 de julio de 2015]



El otro día recordé —sin lamentarla— la muerte de Hitler, ocurrida hace ahora 70 años. Hoy toca hablar del otro personaje que compartió con él el dominio del tablero europeo y que, tras derrotarle en “la Gran Guerra Patria”, disfrutaba en esos mismos días de su momento de máxima gloria. Me refiero a Iósif (José) Vissariónovich Stalin; para los amigos, Koba.
Lo primero que debe decirse sobre Stalin es que, al igual que Hitler, fue un loco; un loco asesino. 


No sé si es acertado hablar de locos, ¿no es una simplificación?

Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el hambre. El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag) superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y, sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000 acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón, como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras, multiplicadas por dos o más por algunos historiadores.


¿No se conocen las cifras con precisión?

Tampoco la vida privada de Stalin superó a la de Hitler en ningún sentido. Huérfano de padre, tuvo siempre mala relación con su madre y no asistió a su entierro; hay serias sospechas de suicidio tanto de su segunda mujer como de su único hijo, y cuando le sobrevino el ataque fatal, sus íntimos dejaron pasar las horas sin llamar a un médico; Koba mismo había denunciado “conspiraciones de médicos”, pero, además, su muerte aliviaba a todos. Su obsesión paranoica es comparable a la del líder nazi, aunque menos racional y previsible. Un alemán conservador, ario por los cuatro costados y respetuoso con el partido tenía altas probabilidades de no ser molestado por los esbirros del Führer. Con Stalin, ni el bolchevique más ferviente estaba seguro. Al revés, podía ser detenido, torturado, obligado a confesar delitos imaginarios y finalmente ejecutado. Sencillamente, porque Koba sentía envidia hacia él. Stalin condenó a Trotski por “izquierdista”, a Zinoviev, Kamenev o Bujarin —que le apoyaron en la operación contra Trotski— por “derechistas”, a los jefes de la policía secreta Yagova y Yezhov... Toda la plana mayor bolchevique de 1917-1923, la protagonista del Octubre Rojo, había sido eliminada en 1939.

Y entonces, ese mismo año, se embarcó en su gran operación política, máxima prueba de su falta de principios morales: se alió con Hitler, su enemigo jurado, para repartirse Polonia. La responsabilidad del inicio de la Segunda Guerra Mundial recae, por tanto, sobre ambos, aunque luego, al atacar Hitler a su aliado (que fue así; Stalin nunca rompió el acuerdo, aunque quizás solo por falta de previsión), pasara a la historia como el adalid del antifascismo y hasta fuera candidato al Premio Nobel de la Paz.
No vale la pena dar más datos sobre la catadura moral del personaje. Al igual que con su rival nazi, su personalidad es, en definitiva, lo de menos. Lo importante, lo que no deberíamos dejar de preguntarnos nunca, es cómo pudo aquel sistema poner a un monstruo de este calibre a su cabeza.


Repito la misma idea.¿No se simplifican las cosas al hablar de monstruo y tratar de demonizarle?

La primera respuesta que se le ocurre a uno es similar a la del caso alemán: atribuirlo a la tradición rusa; en este caso, al zarismo, tiranía brutal como pocas (aunque su número de víctimas, comparado con el de los bolcheviques, sea cosa de niños). Estar dominados por un déspota caprichoso de quien se esperaba la solución de todos los males sociales era lo habitual para un ruso.
Pero hay otra respuesta, muy distinta, que creo más interesante: me refiero a la debilidad política de la teoría marxista, a la falta de precauciones ante los posibles abusos de los futuros dirigentes de la dictadura del proletariado, un tránsito obligado en el proceso de construcción del paraíso socialista. Karl Marx, tan penetrante en su crítica social, mostró una sorprendente ingenuidad política al subirse, sin más, al tren jacobino: solo importaba la toma del poder por el proletariado.
Cuando esto ocurriera, ¿por qué poner límites al gobierno del pueblo trabajador? No previó algo tan elemental como que los representantes del proletariado, al disponer del poder absoluto, pudieran usarlo en su propio beneficio. Tampoco lo previó Lenin, el verdadero artífice del sistema. Ni Trotski, uno de sus colaboradores más crueles, que sólo comenzó a criticarlo cuando fue desplazado del poder. Stalin no hizo sino perfeccionar el modelo montado por Lenin y Trotski.
Mucho más pesimistas, y más lúcidos, los padres del constitucionalismo norteamericano dieron por supuesto que el ser humano tiende a aprovecharse del poder cuando lo tiene en sus manos. Y a partir de ahí montaron unos mecanismos de reparto de poderes, controles y contrapesos, que ponían las máximas trabas posibles a los abusos. El sistema está lejos de ser perfecto, pero ha funcionado mucho mejor que las dictaduras en nombre del pueblo o del proletariado.
Alguna moraleja podríamos sacar hoy. Los partidos que proceden de la tradición comunista, como Izquierda Unida, y no se han desprendido suficientemente de su pasado estalinista, lo están pagando. Porque son muy pocos los europeos actuales que quieren vivir como los ciudadanos de la Europa del Este en los años 1945-1989.
Como la Iglesia católica está pagando, desde hace siglos, por su pasado inquisitorial. Se cree víctima de un “laicismo agresivo”, sin comprender que la ciudadanía desconfía, con razón, de que, si ellos recuperaran el poder de antaño, no volvieran a erigir piras para inmolar a quienes no comulgaran al cien por cien con su ideario. Y tampoco debe atribuirse aquello a la retorcida personalidad de un Torquemada, sino a un sistema totalitario de pensamiento y de poder. Instituciones con este pasado sucio no recuperarán nuestra confianza hasta que no abjuren solemnemente de ese esquema mental y garanticen, de manera creíble, que jamás volveremos a vivir aquello.


Aquí está la clave, ¡esto era lo que yo esperaba leer!. Hitler y Stalin solo fueron dirigentes de un sistema totalitario de pensamiento y poder.

Stalin: el otro monstruo, José Álvarez Junco [El País, 7 de junio de 2015]


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting