The past is a foreign country: they do things differently there.
L. P. Hartley
Die Vergangenheit ist ein fremdes Land; sie machen dort alles anders.
Entrevista a José Álvarez Junco por Emma Rodríguez, [Lecturas sumergidas, 30 de mayo de 2015]
Nación o Estado, José Álvarez Junco [El País, 14 de septiembre de 2015]
Parábola de la corrupción, José Álvarez Junco [El País, 15 de julio de 2015]
Stalin: el otro monstruo, José Álvarez Junco [El País, 7 de junio de 2015]
Hizo
derecho por tradición familiar, pero la Historia se cruzó en su
camino. Lo
suyo no era convertirse en notario y registrador de la propiedad,
como quería su padre.
Fue la curiosidad por la política, por
los derechos públicos,
lo que llevó a José
Álvarez Junco (Viella, Lérida, 1942)
a desmarcarse de los deseos paternos, a reconocer los trazos de su
carácter a la hora de dibujar su propio horizonte, los pliegues de
un destino único e intransferible. Empezó
la carrera de Políticas cuando corrían tiempos grises en España,
tiempos de franquismo y cerrazón. En ese escenario, cada vez más
comprometido en la lucha contra la dictadura, el joven estudiante
emprendió viaje a Inglaterra a finalizar su formación.
Allí,
leyendo
un libro de Gerald
Brenan,
fue donde se enteró de que en España había habido anarquismo.
A su regreso le propuso a José
Antonio Maravall, su profesor favorito, junto con Luis Díez del
Corral,
hacer su tesis
sobre la filosofía política del anarquismo español.
Reconoce que entonces sabía muy poco de Historia, que lo que de
verdad le atraía era ver cuáles
eran las bases filosóficas que había detrás del anarquismo,
analizar
cómo era posible una sociedad sin autoridad…
“Pero cuando terminé esa tesis me encargaron una asignatura,
Historia
de los movimientos sociales,
y tuve que empezar a hacer Historia, a enseñar Historia, a ejercer
como historiador”. [...], en
el momento de esta entrevista estaba entregado a la labor de un
próximo libro que será una
recopilación de todos sus estudios sobre naciones y nacionalismos.
Pero la conversación le obligó a hacer una parada y mirar hacia
atrás, hacia los comienzos, hacia ese primer tramo del camino desde
el que todo se construye. Ir hacia atrás para avanzar hacia
adelante, para leer el ahora.
– Empecemos
por ese momento clave en su vida en el que toma la decisión de hacer
una tesis doctoral sobre el anarquismo en plena etapa franquista. En
esos momentos se trataba de algo absolutamente innovador, valiente.
Sé que no fue del todo fácil llevarla a cabo…
– No.
No me resultó fácil porque me negaron una beca. Era lógico que el
tema no gustara demasiado políticamente, pero la
elección respondió a un ímpetu generacional.
Entonces los historiadores y politólogos jóvenes estábamos
interesados
en el estudio del movimiento obrero.
El
marxismo era una influencia para todos,
en mayor o menor medida. Yo, aunque no fui un marxista ortodoxo,
también me dediqué a investigar la historia del movimiento obrero y
también
creí que el socialismo sucedería al capitalismo.
Desde ahí, intentábamos
hacer la otra historia de España,
esa
historia que no nos habían contado y que nosotros intentábamos
reivindicar,
cada cual acercándose a aquella parte que le resultaba más
atrayente.
– ¿Cómo
ve el Álvarez Junco de hoy al joven que fue?, ¿Qué recuerdos
guarda de esa época, de la vida universitaria, de ese primer viaje a
Inglaterra?
– La
vida universitaria de esos años, por supuesto, estaba dominada por
la situación política, por el antifranquismo imperante, que
contrastaba tanto con la vida del ciudadano normal. Eran como dos
mundos: uno,
el de la calle, muy reprimido y temeroso; y otro muy libre, audaz,
[¡?!] con pintadas del tipo “Franco, asesino”. Eso resultaba muy
atractivo, sin duda, aunque hiciera difícil que se desarrollaran
cursos con normalidad. Yo
me fui a Inglaterra a los 22 años, una decisión, en efecto, crucial
en mi vida.
Estuve un año en una ciudad de provincias (Bristol)
y lo pasé mal, porque llegué con un nivel pésimo de inglés. Todo
me resultaba extraño: la lengua, las comidas, la falta de sol, la
forma de relacionarse de la gente.
Pero aprendí mucho. Conocí
una sociedad libre,
donde la gente procuraba no molestar al de al lado, donde había
elecciones, donde había viejitas empolvadas que iban a mítines de
Harold
Wilson
y cantaban La
Internacional.
Fueron, además, mis primeras relaciones con chicas, mucho más
libres, por supuesto, que en España. En fin, volví asombrado por lo
que había vivido, y en cierto modo seducido por aquella sociedad
– Y
allí aguardaba Gerald Brenan. En este caso se puede confirmar que
una lectura puede transformar la vida, iluminar el rumbo de los
acontecimientos.
– Sí.
Leyendo
El
laberinto español
de Gerald Brenan supe que en España había habido anarquismo
y volví decidido a hacer mi tesis sobre eso. Como yo no era
historiador, sino que estaba en la facultad de Políticas, y mi
asignatura era Historia de las Ideas, o del pensamiento, político,
pues hice un enfoque de filosofía política: la
filosofía política del anarquismo español.
Eso me llevó unos ocho años, del 66 al 74.
Me leí todos los libros, folletos, periódicos, anarquistas que pude
encontrar (al final, la
mayoría en Amsterdam,
en el Instituto de Historia Social, donde hay unos fondos inmensos
del anarquismo español;
estuve allí varias veces). Y, ante la cantidad de material, acabé
cortando en 1910, sin poder llegar a la
Guerra Civil,
que era mi idea inicial. Me interesó mucho el tema, y me atrajo
vitalmente, pero también llegué
a la conclusión de que su creencia básica de que había una armonía
natural que permitía proyectar una sociedad sin coacción de ningún
tipo era demasiado ingenua.
– Del
joven estudiante pasamos a una larga etapa como catedrático de
Historia
del Pensamiento y los Movimientos Sociales en la Universidad
Complutense.
Una etapa que acabó hace poco más de un año y que se zanjó con un
libro de homenaje dedicado por algunos de sus discípulos, Pueblo y
Nación. ¿Se echan de menos las aulas? ¿Fue gratificante ese
periodo dedicado a la enseñanza?
– La
enseñanza, ¿gratificante? Sí, desde luego. El contacto con los
alumnos, con los buenos, con los que se interesan por lo que les
dices, es apasionante. Pero enseñar a esa
mayoría que está allí sólo por obligación
[¡!] me gustaba menos. Ahora me alegro de no tener que hablar en
público sino para gente que va a oírme porque les interesa. O sea,
que no echo en falta las clases. En cuanto al ambiente universitario
en sí, a mis contactos con los colegas, tampoco es grandioso en
España. Hay
poco ambiente de debate, de discusión de ideas nuevas,
sobre lecturas recientes, etcétera, en la universidad española.
Salvo excepciones, claro. Mi departamento, por ejemplo, el de
Historia, en la facultad
de Políticas de la Complutense,
donde me acabo de jubilar, es francamente bueno.
– Hoy,
tal y como están las humanidades, seguramente habrá muchos padres
que se llevarán las manos a la cabeza si un hijo o hija les dice que
quiere dedicarse a la Historia. “¿Qué futuro puede tener eso en
el mundo de hoy?”, puede que sea la pregunta, la reflexión
inmediata. ¿Qué se les puede decir a esos padres?
– Bueno.
Entiendo que sea así, porque los
padres están pensando en el bienestar de sus hijos
y en que elijan una carrera que tenga futuro. Yo también soy padre y
también he podido adoptar esas posiciones conservadoras en un
momento dado y dar a mi hijo ese tipo de consejos. Evidentemente la
sociedad en la que estamos no demanda historiadores.
La salida del historiador ha sido siempre la enseñanza y hoy, en el
sistema educativo actual, la presencia de la historia es muy
reducida. ¡Qué le vamos a hacer! No podemos imponer a una sociedad
que aprenda cosas en las que no está interesada.
– ¿No
deberán recuperar las humanidades el lugar que les corresponde, no
sería positivo, necesario, que así fuera?
– Lo
que creo es que habrá
un nicho para las humanidades,
pero no que vayan a recuperar el antiguo esplendor, porque la
enseñanza antigua estaba demasiado basada en las humanidades. A
mí me enseñaron siete años de latín
y hoy la presencia del latín es cero. ¿Volverá a recuperar el
esplendor, se volverán a impartir siete años de latín a todos los
niños? Pues no, lógicamente, pero sí creo, y espero que se llegue
a un equilibrio, que no se acaben eliminando las humanidades, como
algunos pretenden. A cambio, estas
disciplinas tendrán que adaptarse a criterios científicos, más
modernos.
Tendrán que someterse a evaluación y enseñarse de una manera que
no sea estrictamente memorística.
Tendrán
que salir del ámbito de las escuelitas
controladas
por los grandes nombres en cada especialidad.
– ¿De
qué manera mira un historiador al presente y afronta la vida, el
paso del tiempo? ¿Cuenta con ventaja? ¿Ser consciente de los
vaivenes de la historia ayuda a comprender, a asumir, a confiar en el
futuro, en un mejor vivir, por decirlo de otra manera?
– Sí.
La historia, sin duda, ayuda a ver con más tranquilidad las cosas
que están ocurriendo, porque uno
sabe qué hechos similares han sucedido en el pasado.
Si estamos hablando de cambio climático, por ejemplo, alguien que no
sepa de historia lo puede ver en términos apocalípticos. “Se va a
terminar el mundo”, pensará. Pero el
historiador sabe que ha habido quejas sobre los cambios en el tiempo,
en el clima, siempre, constantemente.
“Las lluvias de este año no habían ocurrido nunca” o “estas
sequías son nuevas, nadie antes las había conocido”, son cosas
que ha dicho la gente en épocas muy distintas y distantes entre sí.
Ha habido ciclos de cambio climático. Ha
habido glaciaciones y los glaciares se han retirado a lo largo de la
historia de la humanidad.
No
digo yo que no haya novedades
en lo que está ocurriendo ahora. Probablemente las hay, pero
esperemos a ver.
– Pero
esos ciclos siempre han sido bruscos, siempre han conllevado
consecuencias, transformaciones, para la vida de las comunidades.
– Sin
duda. Siempre
han sido bruscos y siempre han producido muchísima alarma.
Ahora, cambiando de tema, se
habla mucho de la crisis de las publicaciones en papel y del auge de
los medios digitales.
Los que nos hemos educado en la imprenta podemos estar viéndolo como
un horror, como una catástrofe, pero es que también la imprenta
supuso algo absolutamente nuevo frente a los manuscritos, y así
otras muchas cosas. Con todo esto quiero decir que el
historiador tiende a ver lo que acaece en términos un poco más
relativos.
Se trata de una transformación más dentro de todas las
transformaciones que se han producido. No hay duda de que la
revolución industrial fue un cambio descomunal respecto a lo que
había sido la historia de la humanidad antes, y ahora estamos
viviendo otra revolución de este tipo, en el ámbito de las
comunicaciones. Llegará un momento en que todos los avances que se
están produciendo se encaucen, se sepan aprovechar y se lleguen a
evitar los abusos que se cometen siempre en los primeros momentos
– Se
trata entonces de no tener miedo a los cambios, de verlos como algo
natural, incluso positivo ¿no?
– Así
es. Sobre todo como algo inevitable, como algo normal. Los
cambios tienen sus partes positivas y sus partes negativas, pero en
todo caso son inevitables. A un niño, a un hijo, a un
nieto, no le debemos educar en la idea de que tiene que comportarse
como lo hicieron sus padres y abuelos, sino más bien al revés:
“Niño, prepárate para vivir una vida distinta a la que estamos
viviendo nosotros, porque si hay algo seguro
es que el mundo, la sociedad, que tú vas a encontrarte cuando
crezcas, será distinta”. La única ley de la Historia es el
cambio.
– Sin
embargo, vivimos en sociedades que continuamente fomentan el miedo:
el miedo al desastre que puede llegar si no mantenemos el orden en el
que estamos viviendo, si nos rebelamos contra determinados poderes…
¿Cómo hacer frente a ese mantra del miedo?
– Pues
hablando de ello, escribiendo, contándolo, educando
a la gente para que precisamente no tenga ese miedo.
El cambio es lo normal y lo mejor es acostumbrarse al cambio, educar
para el cambio.
– En
el prólogo de uno de sus ensayos, El emperador del Paralelo,
dedicado a Lerroux, dice que “la historia es una ciencia social”,
pero también “un arte literario”. ¿Tiene que ser capaz el
historiador de cautivar a la hora de narrar los acontecimientos igual
que el escritor? ¿Tiene que fabular para llenar los vacíos,
recurrir a la imaginación?
– No.
El historiador no es igual que el escritor. El
historiador no se puede permitir ciertas licencias, no puede
inventar.
Tiene
que basarse en datos verificables.
Ahora bien: una cosa es basarse en datos verificables y otra cosa es
hacer una aburrida y larguísima exposición de todos esos datos. Hay
que construir literariamente, captar al público contándole el
pasado en términos vivos. Al lector actual no se le puede enseñar
una serie de momias. El
emperador tal y el emperador cual son momias ahora mismo, pero fueron
seres vivos
y hay que contar cómo eran entonces. Hay que ponerlos vivos al
alcance de los lectores, en la medida de lo posible.
– Volviendo
al libro sobre Lerroux hay capítulos en los que parece que estamos
en una novela. Se lee con fluidez y para nada es aburrido. ¿Cuáles
han sido los maestros de Álvarez Junco? Antes citaba a Gerald
Brenan…
– Ya…
Pero yo he procurado salirme de ciertas características de Brenan,
que era un gran escritor, un magnífico escritor, pero estaba todavía
prisionero
de una visión romántica, en particular de España.
Para él los españoles eran un pueblo especial, que tenía ciertas
características psicológicas. Hoy en día eso no se sostiene. En
cuanto a mis maestros puedo decir que he leído a muchos
historiadores y a muchos escritores. Soy muy clásico, la verdad, y
entre los grandes libros de Historia a los que acudo una y otra vez,
se encuentran obras
de Burckhardt, de Huizinga.
Más recientemente he sido un gran lector de Tony
Judt,
una de las grandes cabezas de las últimas décadas
y en lo que respecta a Historia de España, está John
Elliott…
Esto de dar nombres es complicado, porque se olvida uno de autores
que han sido cruciales. Son demasiados.
– ¿Y
en el ámbito de la literatura? ¿Cuáles son esos autores de
cabecera?
– Al
principio me gustó mucho la gran novela decimonónica: Dickens,
Dostoyevski, Galdós, Henry James.
Más tarde me interesó la novela francesa de la primera mitad del XX
(Malraux,
Mauriac, Bernanos…),
pero sobre todo la norteamericana del XX: Faulkner,
Steinbeck, Dos Passos
y, a partir de ellos: Malamud,
Paul Auster, Bashevis Singer, Philip Roth…
Es decir, me he decantado, sobre todo, por la narrativa, y no tanto
por la latinoamericana, aunque he seguido bastante la obra de Vargas
Llosa
y otros. Aparte de eso soy buen lector de poesía (española, desde
luego; muy difícilmente se penetra en la poesía en otras lenguas) y
en tiempos también leí teatro. Incluso hice mis pinitos literarios,
que afortunadamente nunca publiqué. Pero ahora, la verdad, le
dedico cada vez menos tiempo a la literatura. No puedo.
Y lo siento.
– ¿Hasta
qué punto una obra literaria nos puede llevar a entender las
circunstancias de una época concreta mejor que cualquier manual?
– Una
buena novela histórica es muy recomendable, por supuesto, siempre
teniendo claros los límites de la ficción y su distancia de la
disciplina de la historia. No se puede llegar a excesos como el de
Simon
Schama
cuando dijo que el historiador tiene libertad para crear, porque los
finales pueden ser muchos y estar abiertos a múltiples
interpretaciones. No. Mire usted:
los
finales no pueden ser muchos, en el pasado el final ya está dado.
Ya
lo sabemos. El reinado de Luis
XVI
termina con la revolución francesa y cuando le cortan la cabeza.
Usted puede interpretarlo de una manera u otra, pero no puede evitar
que a Luis XVI le cortaran la cabeza. El final fue ése.
– Ahí
está el peligro de la tergiversación de la historia. Continuamente
vemos ejemplos de ello. Tenemos casos recientes como el polémico
Diccionario biográfico español, de la Real Academia de la Historia,
donde se exalta a Franco en la entrada correspondiente y no se le
califica como dictador, o el del libro de texto que no citaba el
fusilamiento de Lorca.
– Así
es. Y están también los nacionalismos. Los
grandes manipuladores de la historia en general son ahora los
nacionalismos.
El
nacionalismo, como teoría política que legitima el poder en los
tiempos modernos, tiene que manipular el pasado para explicar que
todo ha llevado a la situación actual, por ejemplo a la unidad y a
la independencia de España. Se nos cuenta, por ejemplo, que Viriato
luchaba por la independencia de España sin tener en cuenta que
Viriato, en el siglo
II antes de Cristo,
difícilmente hubiera podido saber lo que significaba España. Nunca
había visto un mapa de la península ibérica, lógicamente, y el
concepto de independencia no tenía ningún sentido para él. Que
llegaran unos romanos y que le robaran su ganado, le exigieran
impuestos y se llevaran a las doncellas y las violaran, evidentemente
le enfurecía y le irritaba. Es comprensible que se rebelara contra
ello, pero eso no quiere decir que luchara por la independencia de
España. Y luego están los
catalanes diciendo que la
Guerra de Sucesión
(1701-1713) fue por la independencia de Cataluña
frente a España. Pues no. Fue bastante más complicado que eso y el
concepto de independencia tampoco tenía demasiado sentido en ese
momento.
– El
catalanismo ha vuelto a encenderse, después de una larga etapa de
tregua. La paz en el País Vasco no ha terminado del todo con los
problemas. Sigue habiendo muchos cabos sueltos, por ejemplo, ahora,
la reinserción de los presos…
– Bueno,
el conflicto catalán estaba ahí latente y ahora, desde comienzos
del siglo XXI, desde el segundo mandato de José
María Aznar,
se ha ido encendiendo. Hay unas
élites periféricas, de cariz político-intelectual, más que
económico-empresarial, que no aceptan el centralismo
de Madrid y rivalizan con él, impulsando un proyecto, un marco
político propio. Cada vez que en España, en el conjunto de España,
hay un gobierno conservador duro, es cuando se dan pasos adelante en
ese sentido. Ocurrió con Aznar y ocurre con Rajoy,
cuyos gobiernos tienen menos atractivo sobre la
población de esas zonas.
[¡!] Últimamente se
ha aprovechado la coyuntura de lo mal que se hizo la reforma del
estatuto en Cataluña y se ha aprovechado la reciente
sentencia del Tribunal Constitucional sobre el referéndum aprobado
por el Parlamento catalán,
declarando inconstitucionales algunos artículos que son iguales en
el estatuto valenciano o andaluz. Eso ha resultado muy humillante y,
naturalmente, esas élites se han valido de ello para lanzar su
proyecto un paso más adelante. En
lo que respecta al caso vasco, el sentimiento nacionalista es menos
profundo y menos extendido, especialmente entre las élites.
A pesar del desastre de ETA y de las tragedias que ha causado, se
mantiene la reivindicación, aunque da la impresión de que Bildu
y sus alrededores
están bastante contentos con el grado de poder local que han
alcanzado y eso hace que en estos momentos la situación esté mucho
más calmada.
– ¿La
solución pasaría por cambiar las estructuras, por ir hacia un
estado federal? ¿En qué modelos o ejemplos podemos fijarnos?
– Sí.
Por supuesto. La
Constitución española, que es bastante federal, aunque no se
denomine así, debería convertirse en plenamente federal.
Se trataría de un federalismo asimétrico, ya que hay
comunidades autónomas, como el País Vasco y Navarra, que tienen un
régimen económico radicalmente distinto,
y hay comunidades autónomas que tienen lengua propia y otras que no.
Es evidente que hay
que formalizar ese federalismo. Y
claro que hay modelos en los que podemos fijarnos. Ahí tenemos a
Gran
Bretaña
con Escocia.
Y con Gales,
algún día. Y con Irlanda
en su momento. Recordemos los problemas que produjo la independencia
de Irlanda y como una zona, en la que había una mayoría contraria a
la independencia, se dejó inscrita al Reino Unido. También está el
caso de Canadá
con Quebec
o el de Bélgica
con las comunidades valona y flamenca. Hay muchas situaciones a las
que podemos mirar.
– Alemania
e Italia también tienen sus particularidades…
– Sí,
pero en
Alemania
el proceso de la unificación lo marca todo.
Claro que hay
regiones como Baviera, que tienen unos rasgos culturales muy propios,
incluso en lo que se refiere a la lengua, pero el
proceso de unificación fue tardío y muy fuerte en el siglo XIX.
Hubo
una enorme eclosión cultural a favor de la unificación alemana y
siguen inmersos en esa ola, igual que ocurrió en Italia. Italia
unida no había existido nunca, hasta el siglo XIX,
en cambio la
República de Venecia llegó a ser una de las grandes potencias
europeas,
con 700 años de historia a sus espaldas. Y, sin embargo, Venecia se
ha integrado en Italia y, pese a los esfuerzos del señor
Bossi,
por crear una Padania,
no existe un movimiento fuerte a favor de una Venecia independiente e
incluso se refieren al véneto como nuestro dialecto. No tienen
problemas en considerarlo un dialecto del italiano.
– ¿Por
qué la reticencia española a aceptar otras formas, otras
estructuras?
– Pues
yo creo que porque
ha habido una mayor debilidad del estado español que de los estados
francés o alemán, o incluso italiano en los siglos XIX y XX.
Han
sido unos siglos muy duros para España. La monarquía perdió su
imperio, perdió prestigio y dejó de ser una gran potencia
internacional para convertirse en una potencia de tercera categoría.
Cuando todos los demás europeos estaban reconstruyendo sus imperios,
España no logró hacerlo, salvo unas migajas en África. No logró
modernizar el país, no
hubo un proyecto político entusiasmante que pudiera llamarse español
y que atrajera a esas élites periféricas.
Se dieron muchos inconvenientes y no
hubo un sistema educativo generalizado y obligatorio, como en el caso
francés, lo que ha contribuido a que se mantengan esas identidades
culturales y esas reivindicaciones políticas.
– ¿Hacia
dónde avanza España? ¿Cuál es la interpretación de España que
ahora domina? En su obra Las historias de España sostiene que hay
distintas ideas de país según las necesidades políticas del
momento...
– ¿Hacia
dónde avanza España? Pues hacia
la integración en Europa y hacia una progresiva disolución del
estado nación
tal como lo conocimos en nuestra infancia, cuando España era una
unidad y no había divisiones internas; cuando tenía una soberanía
completa frente a los países vecinos: Francia,
Portugal, Alemania, Inglaterra, Italia...
Esa España unida, independiente, soberana, se va a ir diluyendo y va
a ir cediendo
poderes a la Unión Europea, por un lado, perdiendo soberanía
también en relación con otras instancias supranacionales, como el
Tribunal Penal Internacional, la Organización de las Naciones Unidas
o el Consejo de Seguridad.
España irá perdiendo soberanía y cediendo
competencias también hacia abajo, hacia las comunidades autónomas o
los estados federados
que compongan la nación española. Lógicamente ese es el proceso.
– Pero
ahora tenemos la sensación de que esos organismos como la ONU juegan
un escaso papel en el devenir de la vida española. España tiene que
someterse a los dictados europeos en el tema económico, en lo que
respecta a los altos intereses de la deuda, pero en lo que atañe a
los derechos humanos, a Europa parecen no importarle leyes tan
restrictivas de las libertades como la reciente Ley Mordaza.
– Bueno,
en el tema de Derechos Humanos hay organismos como el Consejo de
Europa, el Tribunal Penal Internacional o el Tribunal Europeo, a los
que España tendrá que someterse. Ya
veremos si esa Ley Mordaza no es recurrida en su momento ante el
Tribunal de Estrasburgo y
hasta qué punto no es anulada.
Y ya veremos si en asuntos
como el del juez Garzón,
que está ahora mismo ante el Tribunal Europeo, no hay una sentencia
que condene a España y que obligue a reponer al juez en su puesto.
Ya lo veremos. Hay cosas que el Estado español no puede hacer. Ya
veremos si no les obligan a dar marcha atrás.
– ¿Qué
piensa José Álvarez Junco historiador y qué piensa José Álvarez
Junco ciudadano sobre la España actual: la España de la crisis, de
la austeridad, de la desigualdad?
– Como
dije antes, el historiador, afortunadamente, tiene una perspectiva
más a largo plazo. Y eso tranquiliza bastante, porque lo primero que
el historiador piensa sobre la España actual es que nos
ha tocado vivir en el mejor momento de su historia en siglos o en
milenios.
En
los últimos 50 años hemos salido de la dictadura,
hemos establecido un régimen democrático,
con muchísimos problemas y muchos inconvenientes, pero, en fin, casi
todos los regímenes democráticos los tienen. Hemos dado un salto
económico impresionante, hemos pasado de
una renta de menos de mil dólares a 30.000 dólares per cápita.
Hemos entrado en la Unión Europea y en el consejo de seguridad de
Naciones Unidas.
Hemos eliminado
el problema agrario de los cuatro latifundistas, con millones de
braceros sin tierra
(hoy el mundo rural es marginal, menos importante y el sector agrario
no es, desde luego, el motor de la economía). Se han eliminado
viejos problemas como el
militarismo,
la intervención del ejército, los golpes, los pronunciamientos, así
como el
clericalismo, la intervención de la Iglesia en el Estado… Claro
que queda
una parte de influencia de la Iglesia, de clericalismo,
mayor que la que debería, pero nada comparado con hace 50 o 100
años.
En un período así, dentro de un contexto tan favorable, ha
acontecido una crisis económica, una crisis económica de
consecuencias fatales que está haciendo que la gente tenga
muchísimos problemas para llegar a fin de mes, sin duda, pero
pensemos en los problemas de nuestros abuelos cuando había una
crisis económica.
– Pero
para quienes pierden sus trabajos, sus casas, eso no es mucho
consuelo.
– Yo
no estoy quitando gravedad a lo que sucede, pero sí digo que, como
mínimo, tenemos que relativizar un poco las cosas. Es evidente que
la
crisis ha sido un desastre y no parece que se vaya a salir de ella de
una manera duradera.
Ahora parece que estamos en un momento de estancamiento, con un
crecimiento cero o un poquito por encima de cero. Pero en
nuestro país lo grave es que no se está cambiando el modelo de
producción que teníamos, basado en el ladrillo. No se está
invirtiendo en investigación, que es lo que debería hacerse; no se
está apostando tampoco por crear sectores de especialización
capaces de crear nuevos productos y servicios para ofertar en el
mercado. Ahí está el gran problema.
– ¿Qué
no hemos aprendido del pasado? ¿Qué errores no deberíamos repetir?
– No
estoy seguro de que se repitan los errores del pasado porque parto de
la idea de que la
historia es cambio. Los
errores nunca se pueden repetir exactamente,
siempre se dan variantes.
Eso de que los pueblos que no conocen su historia están condenados a
repetirla no creo que sea una frase acertada. No creo que sea cierto.
Hay que conocer el pasado y hay que aprender cosas de él, por
supuesto, pero no estamos condenados a repetir lo mismo si no lo
hacemos, porque las circunstancias siempre son nuevas. Teniendo esto
claro, sí puedo decir que los
españoles quizá no hemos reflexionado suficientemente sobre
nuestras pésimas condiciones de partida y sobre el esfuerzo que
tenemos que hacer para convertirnos de verdad en una sociedad libre y
en una sociedad con bienestar. Por eso, precisamente, una de las
cosas que hay que hacer es fomentar la educación,
porque este es un país muy inculto. Ha sido un país muy inculto
siempre y no se hacen los esfuerzos necesarios para superarlo. El
hecho de que la gente sepa hoy leer sirve de poco si lo que leen son
revistas de mala muerte sobre cotilleos, sobre separaciones,
divorcios y otras maledicencias. Eso, en verdad, no es elevar
demasiado el nivel cultural.
– Sin
embargo, la educación no es para nada un tema prioritario, todo lo
contrario. Y lo mismo sucede con la cultura, que se ha querido
relegar a algo meramente decorativo, sin mayor importancia.
– Así
es. Y se trata de un gravísimo problema. Es
muy preocupante que la educación a niveles primarios, secundarios o
incluso universitarios, no sea prioritaria, pero aún peor, si cabe,
es que la investigación a niveles altos, sea algo con lo que parece
que ya ni se sueña. Y en cuanto a la cultura, quien debe fomentarla
es la sociedad, no tanto el Estado. Yo no soy muy partidario de
grandes subvenciones, pero es cierto que hay
que impulsar la cultura
y ahí hay que volver a la educación. Para que la gente sea
consciente de la importancia y del enriquecimiento que supone la
literatura, por ejemplo, hay que estimularla a leer buenos textos
literarios.
Los
niños tienen que disfrutar de los libros. Hay que conseguir que se
agarren a ellos.
No se trata de enseñarles de memoria quién era tal autor, el año
en que nació, las obras que escribió. Eso es lo de menos. Lo
importante es que quieran leer más.
– Volvamos
a Europa. ¿Qué margen deja Europa a la construcción de una
identidad propia como nación? ¿En qué sentido interfiere e influye
en esa construcción?
– Yo
creo que interfiere e influye bastante poco, menos de lo que debería.
Yo
sería partidario de que tuviéramos mucha más identidad europea de
la que tenemos,
de que se enseñara en las escuelas historia de Europa más que
historia de España, teniendo en cuenta, además, que ahora
la historia de España ha sido sustituida por historia de las
autonomías. Con
esto no ganamos nada, al revés, retrocedemos. La
historia de España debería ser sustituida por historia de Europa y
por historia del mundo.
La gente se escandaliza de que los niños no sepan los nombres de los
ríos españoles y que, en cambio, sepan los de su comunidad, que es
lo que les enseñan en geografía. Pero de lo que se trata es de que
conozcan los ríos de Europa y los grandes ríos del mundo; que sepan
situar a Carlomagno,
tengan una idea completa de la historia de Europa y, además, se
muevan con naturalidad en la historia global, sabiendo quién fue
Mahoma,
quién fue Gengis
Kan
y quién fue Buda.
– Esto
refleja muy bien lo que son los pilares de la construcción europea,
una construcción basada en la economía y no en la cultura. No hay
integración cultural, no hay un conocimiento de los países entre
sí. De ahí esa incomprensión de los países del Norte de Europa
hacia los países del Sur. Hay muchos defectos en esa construcción y
se tiende, cada vez más, a priorizar la economía por encima de todo
lo demás.
– Bueno,
eso es lo que quieren algunos de los miembros de la Unión Europea,
por ejemplo Gran Bretaña, que aboga por un espacio económico y nada
más. Está claro que ese es un
gran error de la Unión Europea.
La
cultura, la educación, la integración de todos los países en ese
sentido es fundamental. Debería plantearse el tema de la enseñanza
de la historia, de la geografía, de la literatura, en las escuelas
europeas de los distintos países de Europa y superar de una vez las
enseñanzas nacionales.
– ¿Volverá
la socialdemocracia a recuperar sus principios en algún momento?
– Espero
que sí. Es uno
de los rasgos básicos de la identidad europea: una sociedad basada
en el libre mercado, en la libre empresa, en la libre iniciativa,
pero acompañada de un colchón de seguridad que se llama el estado
del bienestar y que protege a los más desfavorecidos. Eso ha
diferenciado a Europa de los Estados
Unidos
o de China.
El concepto de Europa es el de ser una gran potencia económica,
basada en la libre empresa, pero también en la
libertad y la democracia.
No podemos renunciar a ello, tenemos que defenderlo y tenemos que
potenciarlo como una de las marcas de la identidad europea.
– Pero
no parece que se vaya en esa dirección… Hoy socialdemócratas y
conservadores van juntos, votan juntos, los recortes, las políticas
de extrema austeridad, en la Unión Europea.
– Así
es. Los partidos socialdemócratas tendrán que trabajar más,
elaborar más su programa, aceptar de manera clara el libre mercado,
que han aceptado en la práctica desde hace ya muchísimos años,
pero sin
renunciar a los derechos sociales básicos,
a ese ese colchón de seguridad para los ciudadanos.Tienen que
prometer eso en sus programas y tienen que cumplirlo, que defenderlo.
Hoy
sucede que están demasiado cerca de los conservadores,
que apoyan sus políticas, es cierto, pero lo que ha pasado es que
los
socialdemócratas se han creído que esa era la manera de ganar
elecciones, que a la gente le horrorizaba la idea de pagar impuestos
para mantener a los inútiles, entre comillas.
Todo eso tienen que volver a planteárselo. Tienen que formularlo
bien y defender sus posiciones. Para decirlo de una manera sencilla:
la
Europa socialdemócrata, de 1945 a 1990, más o menos, ha sido la
mejor etapa en la historia de la humanidad,
con todos sus problemas. Y eso no puede perderse.
– Tony
Judt, un convencido socialdemócrata, denunciaba una y otra vez que
la socialdemocracia se había alejado de sus orígenes. Ahí está su
Algo va mal.
– Sí.
Es una buena referencia. Yo también estaba pensando en Tony Judt.
Hay que
explicar a todos los ciudadanos la importancia de defender los
servicios públicos por encima de todo. Está claro que
ahora las políticas de austeridad que se están aplicando no gustan
a amplios sectores de la población, pero en las elecciones que se
han ido celebrando con anterioridad, desde 1990 para acá, se
ha votado a partidos neoliberales que estaban a favor de desmontar el
estado del bienestar. O sea, que hay que volver a convencer al
ciudadano de que ese no es el camino.
– ¿Qué
nos han enseñado o qué podemos aprender del anarquismo? ¿Qué
sentido puede tener hoy en día?
– El
anarquismo es un doctrina, en primer lugar, ingenua, optimista, según
la cual la naturaleza humana es buena y el mundo funciona de una
manera armónica.
Como no hay choques económicos, ni sociales, ni pasionales, lo que
tenemos que hacer es dejarnos llevar por nuestros instintos y de ese
modo las cosas irán bien. Si
dejamos a las fuerzas económicas que vayan libremente, entonces las
cosas irán bien (en este aspecto concreto coincide con el
liberalismo,
con el ultraconservadurismo de los liberales del “tea party”). Si
dejamos, desde el punto de vista político, que
nadie imponga nada a nadie,
porque todos somos libres y actuamos de una manera acorde a nuestros
principios, entonces las cosas irán bien. Si seguimos nuestros
instintos amorosos y practicamos el amor libre, las cosas irán bien,
no habrá problemas entre nosotros. Todo esto hoy suena muy ingenuo.
Y los que hemos tenido una vida larga sabemos que los conflictos
surgen si nos dejamos guiar simplemente por la espontaneidad. Sin
embargo, el
anarquismo tiene una característica buena que contrarresta esa
ingenuidad y es que exige libertad.
Exige respeto a la autonomía del individuo en todos los terrenos.
Esto
es algo que los socialismos no han cumplido, ya que al servicio de un
objetivo fundamental, que sería el liberador de todo (la igualdad en
el terreno económico, la eliminación de las clases sociales, la
eliminación de la propiedad privada) se han sacrificado muchas
cosas. Había que sacrificar la libertad política; había que
establecer la dictadura de un partido único.
Y los anarquistas no estaban dispuestos a pasar por ahí, porque la
libertad para ellos era innegociable desde el primer momento, desde
el primer día de la revolución. El
anarquismo tiene una dimensión utópica, pero también muy
esperanzadora e interesante.
Eso fue lo que a mí me atrajo particularmente.
– Esos
principios exigen sociedades muy formadas, con un alto sentido de la
responsabilidad, de la ética.
– Sí,
y seguramente sociedades muy pequeñas. Sociedades muy grandes que se
puedan organizar por un principio de autogestión y de libertad
absoluta de cada uno de sus individuos y de cada una de sus formas
sociales sería muy difícil, porque un cierto grado de burocracia y
de centralización resulta inevitable. Ahora bien, sí que pueden
tomarse elementos del anarquismo y, de hecho, hoy en día hay algunas
secuelas anarquistas en la nueva formación que ha surgido en España,
Podemos.
Existe en ellos esta idea
del asamblearismo,
de que todo se decidirá en las reuniones y no se impondrá nada a
nadie, sino que se llegará a un acuerdo entre todos antes de tomar
las decisiones.
Eso es muy difícil de conseguir en una sociedad de 45 millones de
habitantes como la española. Ahora
bien, tender a ello es positivo, no cabe duda. Es de suponer que, a
medida que vaya teniendo más responsabilidades en la dirección de
la comunidad, la formación irá tendiendo hacia un mayor realismo.
– Curiosamente,
muchos de los temas y trabajos que han ocupado a José Álvarez Junco
a lo largo de su trayectoria tienen que ver con asuntos muy
candentes: los nacionalismos, los populismos, los movimientos
sociales. Leyendo su obra, por ejemplo el libro sobre Lerroux ya
citado, tenemos la impresión de que las cosas han cambiado muy poco
en muchos aspectos. ¿Por qué los cambios son tan lentos?
– Bueno,
en la naturaleza humana hay algunos rasgos más o menos permanentes,
pero si mi trabajo tiene que ver con el presente es porque
precisamente lo que he buscado es comprender el presente, comprender
el mundo en el que he vivido y el mundo en el que vivo actualmente.
Para ello lo que he hecho ha sido mirar
hacia atrás para interpretar el hoy a través de acontecimientos del
pasado.
A mí no me interesa el pasado en sí mismo, me interesa el presente.
Y por eso es lógico que todos los temas resulten tan candentes. El
nacionalismo español, por ejemplo, es el gran tema que me ha ocupado
casi los últimos 20 años, pero es que, en definitiva, a mí me
educaron en eso.
En la enseñanza franquista había unas dosis grandísimas de
nacionalismo español y lo que yo he intentado hacer es ajustar
cuentas con mi pasado,
en cierto modo. Y en cuanto a los políticos y a Lerroux: Lerroux
tiene mucho que ver con la
seducción de los políticos y con la capacidad de la retórica
política
de arrastrar a la gente prometiendo cosas que luego, en la mayor
parte de los casos, resultan inventadas.
– Entonces,
si partimos de esta idea, podemos llegar a la conclusión de que
todos los políticos son populistas. ¿Acaso algún político acaba
cumpliendo su programa?
– Todos
los políticos tienen algún grado de populismo,
en efecto. Yo dediqué en Lerroux un artículo entero a la seducción
de la oratoria política y ahí me refiero a que el buen populista es
seductor o es emocionante, no necesariamente seductor. El
populista puede ser amedrentador, puede producir miedo,
que no es necesariamente seducción,
y, sin embargo, se lleva a la gente de calle con el miedo. Una
populista de derechas, tipo Marine
Le Pen,
ahora en Francia, no es seductora. Lo que está haciendo es una
llamada al miedo, pero en todo caso se trata de un
llamamiento a las emociones, no al cerebro, no a la racionalidad,
no
a la explicación racional de los fenómenos.
– Populismo
y demagogia son dos palabras que ya empiezan a estar muy trilladas.
Son términos muy escurridizos. ¿Ambos están necesariamente unidos?
– No.
No necesariamente. El populismo tiene un cierto contenido demagógico,
pero demagogia
es una forma más extrema de referirse al populismo.
Populismo
es algo relacionado, sobre todo, con un discurso que se basa en una
dicotomía muy sencilla: pueblo frente a antipueblo.
Se parte de una imagen muy idealizada del pueblo y del ciudadano. Se
alude una y otra vez al pueblo sano, honrado, cuando el pueblo no es
necesariamente ni tan bueno, ni tan sano, ni tan desprendido y
generoso.
El pueblo puede ser, por ejemplo, xenófobo, y odiar a las minorías
culturales. No
conviene idealizar tanto al pueblo, cosa que el populismo nunca deja
de hacer, enfrentándolo siempre a unos malos que son los culpables
de todo:
los judíos para Hitler;
la oligarquía capitalista o las multinacionales para la izquierda
tradicional. No podemos aceptar esa simplificación. Las minorías
culturales, por ejemplo, nunca pueden ser las culpables de todos los
males que nos están ocurriendo, en absoluto. Pueden tener alguna
culpa de alguna cosa, pero de ninguna manera hay un cerebro malvado,
judío universal, que dirige todas las cosas catastróficas que nos
ocurren. Todo el que se base en ese tipo de discurso a mí me
disgusta, desde luego. Se
trata de ocultar la realidad de los hechos
y ganar la discusión de una manera muy sencilla
y, en este sentido, se le puede llamar demagógica. Pero no nos
quedemos aquí: si
por populismo entendemos a alguien que quiere hacer cosas que
favorezcan a la mayoría de los ciudadanos, ahí sí que estoy
absolutamente con él.
– Es
decir, que el populismo puede tener también una connotación
positiva. Y, por otra parte, ¡vaya espectro tan amplio abarca!.
Personalidades como Hitler, Perón, Gandhi o Hugo Chávez, tan
distintos entre sí, como bien se expone en uno de los capítulos de
El emperador del Paralelo, están dentro de la casilla de los
populismos.
– Sí,
hay muchas variantes, en efecto. Si seguimos argumentando sobre los
aspectos
positivos que puede tener el populismo, está, sobre todo, el hecho
de que suele servir para denunciar
la degradación de los canales institucionales y de los grupos que
han estado en el poder durante demasiado tiempo
en una sociedad.
No tener esto en cuenta, centrarse en lo negativo únicamente y no
ver las diferentes variantes, es absolutamente injusto.
– ¿Cree
que estos términos están siendo utilizados convenientemente o se
han convertido en una cortina de humo? Cuando se tacha a una opción
política de populista quien acusa también nos envía el mensaje de
que no es posible mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos,
abogar por una mayor igualdad; que todo eso no puede ser más que una
mentira. Y también es una especie de refugio para gobernantes
liberales que echan mano de esa etiqueta simplista y fácil con la
que zanjan toda posibilidad de apertura, de debate, de reflexión…
– Cierto,
absolutamente de acuerdo. Cuando
surge un movimiento de este tipo, tiene que verse como un
síntoma de que algo está mal en el sistema,
de que hay algún tipo de malestar. Debe atenderse, aplicar el
remedio, abrir el debate.
– Lerroux
es un personaje político muy atractivo y bastante desconocido. Me
imagino que por eso le atrajo y es curioso como últimamente ha
saltado al primer plano de la vida política. Ha habido quien ha
llegado a comparar con él a Pablo Iglesias, el líder de Podemos.
¿Qué le parece?
– Sí,
desde luego. Me
atrajo Lerroux porque lo tomé como un ejemplo de la retórica
política, de la demagogia inherente a todo discurso político.
El
político no intenta hacer razonar a su público, al revés que el
intelectual, sino que intenta seducirlo, amedrentarlo.. Quiere
suscitar pasiones, no racionalidad. Para
ello utiliza una serie de estrategias retóricas que yo intenté
analizar en el caso de Lerroux, del Lerroux joven, que creo que es el
mejor ejemplo de populista en la historia contemporánea española. Y
eso siempre está presente en los políticos, de cualquier país y
época, en realidad, en mayor o menor grado. Lo que no
creo es que Podemos tenga una especial afinidad con Lerroux.
Sí que hay un discurso dicotómico, basado en el Pueblo y el
Antipueblo (la Gente y la Casta, en este caso). Pero no
hay una acentuación del nacionalismo español, como es típico de
Lerroux, ni tampoco del anticlericalismo,
ni
han constituido todavía un sistema clientelar -hasta ahora no han
tenido ocasión-.
– Para
un historiador que ha estudiado los movimientos sociales me imagino
que el momento actual es muy interesante, ¿no?
– Sin
duda. El momento actual es muy bonito, aunque soy consciente de que
ese término no es afortunado, porque vivimos una etapa bastante
tensa y bastante dramática para mucha gente, pero sí resulta
interesante. Este
año, 2015, promete ser un año de emociones fuertes.
El
15M y todos sus derivados, tuvieron unos objetivos muy inconcretos en
sus comienzos, pero se están concretando políticamente alrededor de
la fórmula de Podemos,
con lo cual puede ser muy interesante ver a dónde nos lleva todo
eso.
– ¿Cómo
ha vivido todo eso a nivel personal: el 15M, las mareas, la sorpresa
que supuso Podemos en las elecciones europeas…?
– Pues
lo he vivido con muchísimo interés. Lo he ido siguiendo todo lo que
he podido. Estuve en la Puerta del Sol varias veces, tomé
fotografías, escuché a la gente. Todo aquello era muy estimulante,
aunque no se concretaba. Se pedía una
democracia real, pero sin saber muy bien en qué consistía eso, y se
pedía acabar con todo lo malo, pero sin tener claro cómo hacerlo.
Era todo muy etéreo, pero finalmente alguna gente, con especial
habilidad política, lo ha ido concretando y se ha formado un partido
que ya está obteniendo muy buenos resultados electorales.
– Ha
sido un proceso muy rápido. En un país como España, que en tantos
aspectos parece resignado, de repente se han generado nuevos cauces
de participación, de entusiasmo por la política, por el cambio, que
no se ha dado en otros países europeos.
– Sí,
pero, cuidado, que esos entusiasmos pueden ser como fogonazos, que de
repente se producen, pero que pueden apagarse fácilmente. España
no es un país con una sociedad civil fuerte,
que lleve a la gente a apuntarse a una causa, a ir a todas las
reuniones que haga falta durante años y a poner un dinerito mensual
si fuera necesario. Eso
se hace poco y ojalá que ahora se estén sentando las bases para que
suceda. Si
ha habido algo que ha caracterizado a este país ha sido una sociedad
civil débil y si hay algo que caracteriza a nuestros partidos y
sindicatos es que no tienen militancia en este sentido. Se
meten en los partidos y sindicatos los que quieren hacer carrera
política.
Y eso no puede ser. Tiene que producirse un movimiento social, con
mucho apoyo, y de ese movimiento será del que salgan algunos
líderes.
– Cuando
sucedió el 15M muchos políticos, intelectuales, pensadores decían:
“Muy bien, pero esto no basta, hay que trabajar, hay que pasar a la
acción, hay que meterse en política…” Pero muchos de los que
pedían eso se sienten amenazados ante la fuerza de los nuevos
partidos y golpean desde todos los flancos. ¿El juego sucio que
estamos observando es propio de la política?
– Sí.
La
política es juego sucio, siempre.
Eso hay que saberlo, aceptarlo y defenderse. No se puede ir avanzando
con la pelota creyendo que puedes regatear, llegar y chutar. Hay que
seguir adelante esperando recibir la patada, porque te la van a dar,
consciente de que te agarrarán de la camiseta y tirarán de ti para
atrás para hacerte caer. Cualquiera que entre en política tiene que
tener esto muy claro.
– Adverbios
como “definitivamente” o “siempre” tienen que estar
prohibidos para un historiador, ha dicho Álvarez Junco alguna vez
¿El buen historiador tiene que ser flexible?
– Sí,
claro. El
buen historiador tiene que tener muchísima imaginación y ser muy
flexible.
El
mayor error que puede cometer un historiador es intentar entender el
pasado en términos del presente.
No puede decirse que Carlos
V
fue a la reunión tal porque lo que quería era hacerse popular,
ganar los votos y la adhesión de la gente. Mire usted: a Carlos V le
traía sin cuidado hacerse popular. Eso pasa con un político actual,
pero a un gobernante del siglo XVI ser popular no le servía de nada.
No se puede creer, como hacen los cineastas de Hollywood, en una
película, por otra parte estupenda, como es Espartaco,
que éste se sublevó contra los romanos porque creía en los
derechos del hombre y en la libertad. Espartaco no podía entender
esos conceptos y mucho menos la igualdad entre la mujer y el hombre.
Espartaco era un esclavo y tenía esa mentalidad. Parece ser que era
hijo de algún preboste del lugar de donde le hubieran traído como
esclavo y entonces funcionó como un líder, pero en los términos
del siglo
I antes de Cristo,
no en los términos de la actualidad. Hay un libro de un historiador
norteamericano que se inicia con una frase, que, por cierto, es de
una novela: “El
pasado es un país extraño, el pasado es un país extranjero. Uno
tiene que viajar al pasado como se viaja a un país extranjero”.
Es decir que hay que hacerse a la idea de que vamos a encontrarnos
con otro idioma, con otras costumbres y de que tenemos que adaptarnos
para conocerlo, para entenderlo. El historiador necesita, repito,
imaginación y flexibilidad mental para trasladarse a un país
extranjero.
– ¿Estamos
en una etapa de cambio de ciclo a nivel global, no sólo español, en
uno de esos momentos bisagra ?
– Es
que no sé lo que quiere decir exactamente cambio de ciclo. Ya he
dicho que el
cambio es la ley de la historia.
No
sé si hay momentos bisagra. Todos
los momentos lo son. ¿Un momento bisagra quiere decir un momento en
que tenemos mucha herencia del pasado, pero a la vez están
ocurriendo muchos acontecimientos nuevos, cosas que no habían
ocurrido nunca? Pues eso son todos los momentos históricos.
– Pero
hay etapas de mayor estabilidad…
– Sí.
Hay etapas de mayor estabilidad y hay etapas de mayor cambio, no hay
duda. ¿Esta es una etapa de especial cambio? No lo sé, porque
tenemos también mucha continuidad con el pasado. Sigue habiendo
mucha carga del pasado. En el caso de España, desde luego. Hay
muchas costumbres que perviven. Antes nos referíamos al problema
educativo, al problema de la falta de cultura y también de la falta
de apoyo a la innovación. También
podemos hablar de
la desconfianza hacia el discrepante, hacia el individualista.
Eso nos viene de una cultura heredada, de una cultura católica, en
la cual el discrepante debe tener cuidado porque lo pueden mandar a
la hoguera.
– ¿No
se puede destacar, brillar, en este país? ¿Resulta peligroso?
– En
este país si una persona brilla dentro de las estructuras normales,
no hay problema. Yo no me creo eso de la envidia innata del español…
Pero si brilla porque hace cosas que no hacen los demás, eso suscita
recelo.
Si la
ejemplaridad
se da dentro de las estructuras tradicionales; si se da el caso, por
ejemplo, de alguien que se mete a cura y llega a obispo, pues no hay
ningún problema. Pero, en cambio, si es alguien que se ha salido de
las normas y está haciendo cosas originales, eso es lo que nos
cuesta más trabajo, porque venimos
de una cultura que no está acostumbrada a fomentar la discrepancia.
Tenemos
una herencia católica que nos transmite que todos tenemos que creer
lo mismo.
Lo bueno es que todos creamos lo mismo porque así no hay conflictos
sociales. Pues no. Si todos creemos lo mismo, nunca cambiaremos ni
creceremos. Lo bueno es que alguien diga cosas nuevas, originales,
que pueden ser interesantes o no. En cualquier caso, escuchémoslo.
Si lo que dice son tonterías nos servirá para reafirmarnos en lo
que pensábamos, pero si en alguna cosa tiene razón, eso será lo
que aprendamos, lo que saquemos de positivo.
– ¿Porque
tenemos la impresión de que la imagen ideal que durante mucho tiempo
hemos tenido de la Transición se está haciendo añicos?
– Quizá
porque la
imagen que se creó de la Transición era demasiado idealizada
y la Transición tuvo sus problemas.
Se hizo, y bastante bien, dadas las circunstancias en que se hizo. La
dictadura había terminado con el dictador en la cama. No habíamos
sido capaces de derribarle desde la oposición. Estábamos en una
situación de debilidad. Digo estábamos como si yo hubiera hecho
algo. Yo no hice nada, fui un mero espectador, pero me encontraba
allí, y desde luego, todo
el aparato represivo, la policía, las fuerzas armadas, estaban en
manos del sistema. Se tuvo que llegar a un acuerdo. Ellos
contaban con el aparato represivo, pero no tenían proyecto político.
La oposición les vendió ese proyecto a cambio de que no hubiera
represalias ni purgas.
Ese fue el acuerdo y estuvo, sí, bastante bien para lo que se podía
hacer en ese momento.
– ¿Qué
es lo que pasa ahora? ¿Por qué no se reconocen las limitaciones que
hubo, porque ese afán por seguir perpetuando un mito falso?
– Lo
que pasa ahora es que algunos
se han encastillado y siguen con la idealización de la Transición,
incluso algunos que en aquel momento no votaron la Constitución,
caso del señor Aznar, que estaba en contra y que ahora,
curiosamente, la considera sagrada e intocable. Pues nuestra
Constitución no es sagrada ni es intocable. Las
constituciones necesitan ir adaptándose a los tiempos y las buenas
constituciones, las que más han durado a lo largo de la historia, la
de EEUU por ejemplo, tienen reformas, modificaciones constantes. Cada
cierto tiempo se le añade una enmienda a la constitución americana
y eso demuestra su fortaleza.
Aquí se han podido hacer cosas a lo largo de todos estos años que
no se han hecho. Se
podría haber exigido, por ejemplo, que la democracia interna de los
partidos políticos fuera mayor. Hubo
muchas cuestiones que en la Transición se dejaron así porque en ese
momento se consideró que mejor no tocarlo. Pero ahora mismo, en
cambio, mejor es tocarlo.
– ¿Tenemos
que releer esa etapa?
– No
se trata de releer en el sentido de que tengamos que empezar a echar
basura contra la Transición. Fue un proceso que se hizo como se
hizo, que está bastante bien explicado y es conocido. Ni mucho menos
salió todo de las mentes del señor Fernández
Miranda,
del Rey,
de Suárez,
que parece que lo habían preparado todo. Fue algo mucho más
espontáneo, sucedieron cosas que ellos no tenían previsto que
ocurrieran. Pero para nada hay que considerar que aquello sea
intocable. Ahora, nosotros, y, sobre todo, las generaciones nuevas
que llegan, tenemos todo el derecho, respetando la herencia de la
Transición, a modificar cosas. Tenemos el derecho y casi el deber de
hacerlo.
– La
idea generalizada de que la Constitución es papel mojado, parte del
hecho de que no se cumple, de que se está vulnerando constantemente.
– Bueno,
en la Constitución hay aspectos que tienen que ser retocados,
inevitablemente, por ejemplo el
estado de las autonomías, que la constitución dejó completamente
abierto.
Conviene cerrarlo un poquito, no digo del todo, pero sí un poquito.
No
puede haber un artículo que diga que las provincias españolas
podrán unirse y formar comunidades autónomas.
Resulta que están formadas ya y eso hay que modificarlo y tantas
otras cosas. Eso
no quiere decir que la Constitución no sirva ya. Hay que seguir
ateniéndose a sus elementos básicos.
– Pero
en la Constitución se habla del derecho a una vivienda digna y en
este país se producen continuamente desahucios de personas que no
han podido conservar sus viviendas a causa de la crisis, aún en
contra de los dictámenes de la Unión Europea. Y se reducen los
derechos sanitarios y educativos, derechos que la Constitución
garantiza.
– Es
cierto. Hablamos de derechos que, aunque no puedan garantizarse
plenamente desde el punto de vista material, sí que tienen que verse
como una aspiración y como algo que los gobiernos deben tender a
conseguir. Es
lógico que lo que sucede indigne a la gente cuando se cambia un
artículo de la Constitución como el 135 para decir que se da
absoluta prioridad al pago de la deuda externa. A
lo mejor a lo que hay que dar prioridad es a los servicios públicos,
a los servicios sociales antes que a la deuda.
– ¿Y
nos puede explicar la Historia porque hemos llegado a estos niveles
de degradación y de corrupción? ¿Por qué en lo que se refiere a
España la corrupción se lleva la palma en el conjunto de países
europeos? Ya en el libro sobre Lerroux se indica que también él fue
un corrupto.
– Algo
tiene que decir la Historia, pero no creo que se pueda explicar sólo
por razones históricas. El
sistema político de la
restauración española de 1875
en adelante, la monarquía restaurada tras la revolución
del 68,
se basó en el sistema del caciquismo.
No
se trataba de partidos de masas sino de partidos de notables,
partidos de caciques,
que controlaban un determinado territorio cada uno. Normalmente
había dos caciques; uno apoyaba al partido liberal y otro al
conservador, proporcionándoles
los votos adecuados en las elecciones. Y luego estaba el sistema del
amiguismo y del clientelismo.
Cuando
un señor se metía en política se dedicaba a hacer favores a los de
su jurisdicción o a los de su zona.
Para eso lo habían nombrado. En los recorridos de los trenes que se
hacían en la época se puede comprobar cómo en ocasiones se hacía
una desviación para poder pasar por la parada de un pueblo, porque
se trataba del pueblo del cacique y él lo había prometido. Hoy
seguimos viviendo en una sociedad de corporativismos, no en una
sociedad individualista.
Vuelvo a lo de antes, no gusta el individualismo. Cuando hablo de
corporativismo me refiero a que yo, por ejemplo, historiador español,
voy a un comité de becas europeo al que se presenta un chico español
y tengo que apoyarlo, aunque no sea tan bueno como el danés. Estaría
mal visto que yo apoyara al danés. No es que yo sea un corrupto, es
que me
obligan a ser corporativo y tengo que apoyar a los míos.
Y en esa línea me instan también a apoyar a los historiadores
frente a los sociólogos, los economistas o los literatos, porque
para eso soy historiador y para eso me han elegido. Hay que superar
el corporativismo. Yo soy un individualista y tengo que ir a mis
colegas historiadores y decirles que, llegado el caso, puedo votar
por el economista y no por el historiador, siempre que su proyecto
sea mejor. Tengo que decirles eso sabiendo que la próxima vez no me
elegirán a mí para representarlos. Todos estamos inmersos en una
cultura de corporativismo, para empezar, y luego está el
clientelismo. Si a mí me nombran algo, yo luego tengo que colocar a
mi primo, que está en paro, aunque sea de bedel. Y empezamos por ahí
y, claro, cuando una persona llega a una posición de mucho poder,
entonces hace las cosas que hace, y eso ya es corrupción. Pero todo
empieza en otros niveles y hay que tener mucho cuidado con esas
cosas. Podríamos resumir diciendo que la
corrupción es la herencia del caciquismo, primero, y después del
corporativismo y del clientelismo.
– Entonces
volvemos a lo mismo. Se trata de cosas que no se corrigieron con la
Transición y su posterior desarrollo.
– Bueno,
hablamos de una
herencia cultural, muy larga en el tiempo.
Eso no se puede corregir con la ley. Lo
que tiene que cambiar es la mentalidad, la conducta de la gente.
– Ha
trabajado también sobre el periodismo de fin de siglo. Las
conexiones entre poder y periodismo para nada son nuevas, pero, sin
embargo, ahora, vivimos en un momento especialmente peligroso. Cada
vez hay menos pluralismo. Los grandes medios están al servicio de
los poderes políticos, financieros, empresariales.
Y eso daña muchísimo a un sistema democrático. ¿Cómo ha
evolucionado hasta hoy el periodismo?
– Bueno…
El periodismo tiene ahora mismo una situación muy difícil porque ya
no vive tanto del mercado como vivía antes. Si la gente ya no compra
periódicos, estos dependen cada vez más de las ayudas de los
anuncios que les ponga el poder público o las grandes corporaciones.
Si un periodista se entera de que la compañía “x” ha cometido
tal o cual infracción y lo publica en su medio, éste deja de
recibir publicidad de esa compañía, con lo cual el director de la
publicación opta por no dar a conocer ese caso. Los
periódicos viven en una situación débil, de dependencia del poder,
de los anunciantes, de las grandes corporaciones.
Es dificilísimo tener un periódico independiente, porque para que
eso fuera posible muchísimos miles de lectores tendrían que
comprarlo todos los días.
– Pero
también los lectores están desencantados, porque cada vez es más
evidente que los medios manipulan los contenidos y enfoques
atendiendo a determinados intereses.
– Sí.
Y en el caso español se trata de periodismo
de partido.
Los
grandes periódicos están alineados con tal o cual partido,
y eso hace que las noticias que ofrecen no sean nada fiables. Esa es
la situación.
– ¿Estamos
cerca de acabar con el bipartidismo?
– Sí.
Puede ocurrir y eso estaría muy bien. Las perspectivas en este
momento así lo indican. De
aquí a que se celebren las elecciones generales pueden suceder
muchísimas cosas,
pero en este momento las encuestas indican que pueden salir tres
partidos en condiciones muy similares; es decir, que habríamos
acabado con el bipartidismo y la formación de gobierno sería
necesariamente de coalición.
– Una
de las ideas que se lanzan desde los partidos tradicionales, uno de
los miedos con los que se juega, es el de la inestabilidad. Si se
rompe el bipartidismo, nos dicen, el país sería ingobernable.
– Pues
no. No hay que tener miedo a la inestabilidad. Esa es una de las
cosas que sucedieron en la Transición. Se tuvo mucho miedo a la
inestabilidad y se estableció en la
Constitución el voto de censura constructivo, que hace que sea
prácticamente imposible derribar un gobierno en este país.
– Ese
es uno de los grandes retos de los hombres y mujeres del siglo XXI.
¿Romper con el miedo, ser capaces de dar pasos hacia adelante sin
temor al cambio?
– Romper
con el miedo a la inestabilidad específicamente. Hay que
acostumbrarse a vivir en ella. La vida es cambio. La Historia es
cambio, es inestabilidad.
– Pero,
¿cómo prepararnos, cómo educar a las nuevas generaciones para
aceptar el cambio? ¿A través de lecturas o autores determinados?
– Hay
que educar a la gente para el cambio, claro que sí. Si no, nunca
tendremos una sociedad verdaderamente libre. Pero la educación no se
hace necesariamente a través de lecturas. Por supuesto, no
sería malo leer, por ejemplo, el Sobre
la libertad,
de John Stuart Mill,
en toda la enseñanza secundaria española. Pero, sobre todo, hay que
practicarlo, hay
que predicar con el ejemplo:
cuando alguien dice algo que va contra la opinión de la mayoría, el
profesor (o el padre o la madre), en lugar de ridiculizarle, debe
enseñar a los demás a oírle: a lo mejor tiene razón y nos vendría
bien cambiar nuestra opinión; o no tiene razón, y en ese caso
salimos con nuestra opinión reforzada… En fin, eso forma parte de
una cultura que no fomenta el unanimismo, que no cree que pensar
todos lo mismo sea bueno. Y
es difícil desarraigar las ideas, las costumbres adquiridas.
– Otra
vuelta en torno a lo mismo. ¿Por qué si la inestabilidad es propia
de la naturaleza humana vivimos en sociedades tan temerosas al
cambio? ¿De dónde parte ese anhelo tan exagerado por la seguridad?
– La
necesidad de seguridad, de precaverse contra el cambio, es muy
humana. Todos tememos al cambio. Y, sin embargo, el cambio es
inevitable. Mejor sería que nos preparáramos para él, que
preparáramos a nuestros hijos y nietos, sigo insistiendo. Lo que hay
que enseñar no es a defender una forma de organización social, una
identidad colectiva (por ejemplo, la nacional), unas costumbres
concretas, sino a defender, a llevar
dentro, muy hondamente arraigados, unos
principios morales
(de tipo kantiano: respetar al otro, tratarle como quisiéramos que
nos trataran a nosotros, y a la vez hacer que te respeten a ti), y
estar dispuesto a vivir de acuerdo con esos principios en situaciones
que pueden ser muy distintas a las que viviste de niño.
Una
vez más, vuelve a plantearse el problema de la distribución
territorial del poder en este país como un enfrentamiento entre
Cataluña y España, presentados como entes
esenciales y monolíticos en lugar de sociedades complejas
donde hay muy diversos individuos, grupos y opiniones. No hay más
que leer la carta del president Mas en la que nos revela lo
que Cataluña “quiere”, “ama” o “busca”. Ojalá
lográramos que estos entes bajaran del Olimpo y hablaran por sí
mismos. [¡genial!] Pero nos hablan sus portavoces
—autoproclamados—, que coinciden, por
cierto, en algo: en negarle al contrario el título de nación.
Cataluña no es una nación, dicen los españolistas; ya le
concedimos “nacionalidad”, hace cuarenta años; demasiado fue.
España no es una nación, replican los catalanistas, sino un mero
“Estado”; o sea, no es una realidad “natural”, dotada de
derechos, sino un ente artificial e impuesto.
¿Qué
es una nación? Se ha intentado mil veces definirla según criterios
“objetivos” y ninguno funciona. ¿Se basa en la raza? Vade retro,
Satanás, el concepto es peligroso y está, por suerte, obsoleto. ¿En
la religión? Importa poco en nuestras secularizadas sociedades y,
además, una religión abarca muchas naciones y una nación tiene
varias religiones. ¿En la lengua? Hay varios miles de lenguas en el
planeta, sin
contar dialectos
(que nadie sabe en qué se diferencian de las lenguas),
y tampoco coinciden con las naciones. Al final, lo
que de verdad define a la nación es un elemento subjetivo: son
grupos de individuos que creen compartir ciertos rasgos culturales y
viven sobre un territorio al que consideran propio. El factor clave
es, por tanto, la creencia, la voluntad, la adhesión emocional de
sus componentes.
Vistas
así las cosas, es innegable que Cataluña
es una nación, porque así lo creen y quieren la mayoría de sus
habitantes. Pero, exactamente por la misma razón, España también
lo es; porque hay muchos millones de personas que se
sienten españoles. Y quienes se niegan a decir “España”,
sustituyéndolo por “Estado español”, están ofendiendo —y lo
saben— a todos aquellos para quienes tal palabra tiene un alto
contenido emocional.
El
otro día, en una carta abierta —bien intencionada, creo—, el
expresidente Felipe González comparaba incidentalmente la situación
catalana con los fascismos de los años treinta. Ofendió con ello al
nacionalismo catalán, que presume de un pasado democrático
impecable. Fue un error. Pero eso no
significa que entre nacionalismos y fascismos no haya ninguna
relación. Por el contrario, el fascismo es, entre otras cosas, una
afirmación radical de la nación.
Pero
el nacionalismo puede combinarse con otros
muchos proyectos y programas políticos. Puede, para
empezar, fundamentar la democracia, en definitiva el derecho de una
colectividad a decidir sus propios destinos. Pero ojo, porque también
puede justificar una dictadura, el derecho de un líder iluminado,
que conoce como nadie los deseos y destinos de su patria, a
imponérselos a sus conciudadanos sin consultarles nunca nada.
Igualmente, el nacionalismo puede combinarse con un programa
radicalmente modernizador (la revolución Meijí, en Japón), para
poner al país en condiciones de competir con sus rivales; y, al
revés, puede ser contrario a toda innovación, en nombre de las
tradiciones heredadas que constituyen la identidad nacional. El
nacionalismo es igualmente compatible con un imperialismo
expansionista, sobre pueblos considerados inferiores, así como con
lo opuesto, un movimiento de liberación nacional antiimperialista. Y
puede servir para ampliar los espacios políticos (Alemania, Italia,
en el siglo XIX) o para dividirlos, como pretenden hoy los
nacionalismos secesionistas.
El
nacionalismo es, en resumen, una fórmula política versátil, la más
versátil de todas las que en el mundo moderno han servido para
legitimar el poder. Con lo que
indiscutiblemente el nacionalismo se relaciona siempre es con la
creación y el fortalecimiento de los Estados modernos.
Así ocurrió en Europa y así se ha repetido en los territorios que
un día fueron sus colonias. Ese
ente incorpóreo llamado nación ha sido la justificación, la
coartada, en que se han apoyado con mayor frecuencia los Estados
modernos, esas estructuras político-administrativas que controlan un
territorio y la población que lo habita.
Centrémonos,
pues, en el Estado y dejemos de lado la nación. Dejemos el aspecto
emocional —mamá te quería más que a mí—, sobre el que el
acuerdo es siempre imposible, y discutamos
lo práctico —el piso que te dejó vale más que el
mío—, las ventajas e inconvenientes que
hoy puede tener poseer un Estado. ¿Qué
significaría un Estado independiente para un ciudadano catalán
actual? Fronteras, los independentistas dicen que no quieren
crearlas, que pretenden seguir en el espacio Schengen. Moneda,
tampoco, pues prometen continuar con el euro. Ejército, no es su
prioridad. Déficit fiscal, es discutible y además aseguran que son
y van a seguir siendo muy solidarios. Bandera e himno, ya los tienen,
los tenemos todos, y en abundancia. En términos
prácticos, incluso si el proceso de secesión no fuera traumático
ni costoso —cosa improbable—, la vida del ciudadano de a pie
seguiría siendo muy parecida a la actual. Lo único nuevo serían
unas compensaciones emocionales: saber que está en su casa, en
Cataluña, fuera de las garras de la opresora España.
Quienes
sí obtendrían algo más que recompensas simbólicas serían las
élites políticas barcelonesas, que pasarían de ser autoridades
regionales a estatales. Subirían de rango, aumentarían su poder y
recibirían mayores honores en sus visitas al exterior. Los
ciudadanos catalanes deberían pensarse si vale la pena embarcarse en
tan arriesgada aventura para que se beneficien sólo los políticos
de su capital.
Plantear
la operación en términos de Estados, y no de naciones, tiene
también la ventaja de que se pueden calcular mejor sus perspectivas
de éxito. En el mundo actual hay 200 Estados, frente a unas 6.000
comunidades humanas que se consideran naciones. El planeta,
reconozcámoslo, sería mucho más difícilmente gobernable si
multiplicamos por treinta la actual cifra de Estados. Aumentar
el número de entes soberanos es lo contrario del objetivo de la
Unión Europea, que es disminuir la soberanía de los Estados hasta
acabar, idealmente, fusionándolos. Pero, sobre todo, no es realista
pensar que los Estados actuales aceptarán iniciar ese proceso de
subdivisión. Menos
aún cuando el ensueño independentista catalán ha llevado a algún
visionario a anunciar sus ambiciones sobre los països
de su imperio medieval (también bajo el franquismo enseñaban a los
niños a soñar con las posesiones “españolas” del gran momento
imperial: América, Portugal, Orán, Argel…). Es obvio que Francia
no quiere ni oír hablar de un Estado nuevo con ambiciones
irredentistas sobre su territorio.
No
se le ve, por tanto, viabilidad a una declaración de independencia
que el Gobierno español recusaría, que no
sería reconocida por los Estados europeos ni por casi ningún otro
del mundo, que sería conflictiva y costosa y que sólo
beneficiaría a algunos políticos. Ese es mi análisis. Espero
haberlo expuesto de manera razonada y no haber escrito ningún
“libelo incendiario”, señor Mas. Por cierto, la carta de
González tampoco lo era, salvo esa desafortunada referencia.
Nación
o Estado, José Álvarez Junco [El País, 14 de septiembre de 2015]
Aquí dentro va el texto al que le aplicamos el estilo
[Ésa
es la pregunta que siempre me hago: ¿a quién beneficiaría todo
esto? ¿Sólo a las élites políticas barcelonesas? ¿de cuánto
dinero hablamos? ¿de cuántas personas?]
Los
españoles están indignados con la corrupción. Y no les faltan
motivos. Al principio, en los primeros años noventa, con Juan
Guerra, Roldán o Filesa, pudimos creer que eran casos aislados, que
solo afectaban a un partido que había acumulado demasiado poder y
durante demasiado tiempo. Pero, lamentablemente, cada vez está más
claro que es un rasgo del sistema:
Bárcenas, Gürtel, la Púnica, los ERE andaluces, cientos, miles de
encausados. Y no se libra ningún partido,
institución ni círculo, desde el PP al PSOE o a CiU,
desde la CEOE hasta las federaciones deportivas. Lo raro es que no
hayan saltado aún escándalos notables en torno al PNV o Bildu;
quizás allí domine la omertà y algún día los conoceremos.
Como
culpable, tendemos
a apuntar al “sistema”, pensando solo en el político. Pero el
económico o la jerarquía social tampoco parecen regirse por
principios meritocráticos ni por cálculos de coste/beneficio, sino
por criterios de tipo clientelar,
familista,
tribal. Será la heredada aversión mediterránea al individuo
independiente. Claro que en todas partes cuecen habas, pero en
otros sitios está peor visto; hay unas normas morales interiorizadas
y un sistema judicial eficaz,
que no perdonan a quienes juegan sucio, a quienes distorsionan las
leyes del mercado o a quienes se apropian del dinero público.
Abrumado
por estas preocupaciones, di el otro día un imaginario paseo por el
campo. Me hallaba de repente en un paraje desconocido y vi una sima
abierta bajo mis pies. Era un agujero oscuro, pavoroso, maloliente.
Me asomé, con tiento. Había unos escalones descendentes. Bajé
el primero.
Era
un espacio iluminado aún tibiamente, con un olor suave, adornado
incluso con algunas flores. Un letrero decía: “Corporativismo”.
La gente parecía feliz. Jugaban a las cartas, se hacían bromas.
Entre mesa y mesa, eso sí, se dirigían miradas esquivas y pullas
malvadas; muchas, lo reconozco, graciosas. Me di cuenta de que era el
único que deambulaba entre las mesas y que les molestaba. En varias
de ellas me ofrecieron sentarme. Opté al fin por una. Fui muy bien
acogido, me invitaron a todo, me dirigieron frases halagüeñas,
hicieron que me sintiera en casa. En la mesa que había escogido, sin
pensarlo mucho, había un letrero que decía “historiadores”,
dentro de una zona más amplia en la que se leía: “Españoles”.
Pero lo que allí ocurría era parecido a cualquier otra mesa. Había
otros rincones, comentaron, y otras cuevas, donde la gente andaba más
suelta; pero eran sitios dominados por el estrés, el aburrimiento,
la soledad; la tasa de suicidios era muy alta; y
cuando querían divertirse, me dijeron, entre guiños de
ojo y codazos intencionados, se venían a
nuestro rincón; por algo sería. Me sentí cómodo. Era
por fin alguien respetable, no un desclasado. Pertenecía a una
familia, hacía cosas bien vistas. No solo
bien vistas, sino obligatorias. Quienes no las hacían
eran tipos raros, de poco fiar, que seguían paseándose, sin amigos,
entre las mesas.
Etiquetado
ya, me enviaron, como primera misión, al mundo exterior, a
un comité internacional que repartía becas. Estudié las
solicitudes que pusieron sobre mi mesa y tuve, al fin, que optar
entre un candidato español y uno, digamos, danés o australiano. O
entre un historiador y un sociólogo o un economista. Algo me decía
que tenía que votar al español, al historiador. Pero el danés, el
sociólogo, era bueno, me hizo dudar. Sin embargo, qué pensarían de
mí al volver, en mi mesa, si votaba al otro. No me lo perdonarían.
Qué tontería era esa de que, a mí, el sociólogo danés me había
parecido más sólido, mejor fundamentado; como
si no supiéramos de sobra que ellos jamás apoyarían a uno nuestro,
por bueno que fuera [¡¡prejuicios!!] ; pues menudos son
los daneses, menudos los sociólogos, ¿es que soy tonto? Empezaba a
sentirme fatal. Si hacía caso a mi conciencia, acabaría tildado de
traidor, engreído, caballo salvaje, alguien capaz de hacer faenas a
los suyos a cambio de irse poniendo medallas de pureza ética. Se me
caería la cara de vergüenza. Tendría que replantear mi vida, pedir
perdón, fustigarme en público. O aceptar la condición de apátrida.
Pasé
la prueba. Me costó, pero voté al nuestro, fui fiel a quienes me
nombraron. En casa me recibieron en triunfo y olvidé el mal trago.
Se me abrió así la posibilidad de descender otro peldaño. En el
suelo ponía: “Clientelismo”.
El aire comenzaba a enrarecerse. Un tipo, mal encarado, estaba
soltando un discurso a un grupo: “Yo os he apoyado, conseguí la
beca para el de nuestra área, para el de nuestro pueblo. He
demostrado que sé defender a la comunidad. A cambio, solo pido que
me elijáis de nuevo. Es lo mínimo que debería esperar de vosotros,
un poco de gratitud. Propongo que formalicemos nuestra relación, que
hagamos un pacto que nos conviene a ambos: yo
siempre apoyaré a nuestra gente y vosotros me votaréis siempre a
mí. Pero siempre, ¿eh?, que quede claro, vitalicio”.
Empecé a verlo claro.
Dispuesto
a hacer carrera, y olvidada cualquier pretensión de independencia,
se me ocurrió la gran idea de fundar un partido que se llamó Todo
por los Nuestros (los topos, nos apodaron; ingenio barato). O
sea, como CiU o el PNV en sus territorios, o el PSOE en Andalucía o
el PP en el conjunto de España;
lo que los mexicanos, con inventiva sin par, llamaron Partido
Revolucionario Institucional. Eso nos aseguraba mantenernos en el
poder sine
die,
dije a mis seguidores. Los problemas de financiación los resolvimos
con pequeñas comisiones —para la causa, claro— por cada gestión
exitosa.
Ya
lanzado, descendí hasta el final.
“Corrupción”, decía el cartel. Era un ambiente duro,
maloliente. Brillaban las navajas en la oscuridad. Los guardaespaldas
apenas ocultaban sus pistolas. Corrían maletines con fajos de
billetes. Me puse en mi papel y planteé mis exigencias. No es que me
gustara, pero lo hacían todos, y no sé por qué iba a ser yo menos
que nadie, por qué iba a ser el único tonto. Les dije: “Cada
vez que os consiga algo, que logre que se apruebe una resolución que
os favorezca, me dais a mí un tanto, además de lo del
partido. Discretamente, claro. Ya abriré yo, para ese dinerito, una
cuenta en Suiza, o en algún otro paraíso opaco, y así me cubro el
riñón para cuando lleguen las vacas flacas. Que nunca se sabe. Y,
tras todo lo que he hecho por vosotros, me tengo merecida una vejez
tranquila. ¿O no? Incluso, si no es demasiado pedir, podríais
pensar en ponerme algún busto, alguna placa, en un lugar visible de
nuestro rincón. Que no se olvide todo lo que he hecho por él”.
Y
así culminé mi carrera de gran hombre. Eso sí, el país sigue
hecho un desastre. Pero es que no aprenden. No hay quien les
enderece. Si me hubieran dejado a mí todo el poder, en lugar de
orquestar aquella malintencionada campaña que amargó mis últimos
días…
Parábola
de la corrupción, José Álvarez Junco [El País, 15 de julio de
2015]
El
otro día recordé —sin lamentarla— la muerte de Hitler, ocurrida
hace ahora 70 años. Hoy toca hablar del otro personaje que compartió
con él el dominio del tablero europeo y que, tras derrotarle en “la
Gran Guerra Patria”, disfrutaba en esos mismos días de su momento
de máxima gloria. Me refiero a Iósif (José) Vissariónovich
Stalin; para los amigos, Koba.
Lo
primero que debe decirse sobre Stalin es que, al igual que Hitler,
fue un loco; un loco asesino.
Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el hambre. El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag) superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y, sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000 acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón, como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras, multiplicadas por dos o más por algunos historiadores.
No sé si es acertado hablar de locos, ¿no es una simplificación?
Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el hambre. El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag) superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y, sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000 acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón, como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras, multiplicadas por dos o más por algunos historiadores.
¿No se conocen las cifras con precisión?
Tampoco
la vida privada de Stalin superó a la de Hitler en ningún sentido.
Huérfano de padre, tuvo siempre mala relación con su madre y no
asistió a su entierro; hay serias sospechas de suicidio tanto de su
segunda mujer como de su único hijo, y cuando le sobrevino el ataque
fatal, sus íntimos dejaron pasar las horas sin llamar a un médico;
Koba
mismo había denunciado “conspiraciones de médicos”, pero,
además, su muerte aliviaba a todos. Su
obsesión paranoica es comparable a la del líder nazi, aunque menos
racional y previsible. Un
alemán conservador, ario por los cuatro costados y respetuoso con el
partido tenía altas probabilidades de no ser molestado por los
esbirros del Führer. Con
Stalin, ni el bolchevique más ferviente estaba seguro.
Al revés, podía ser detenido, torturado, obligado a confesar
delitos imaginarios y finalmente ejecutado. Sencillamente, porque
Koba
sentía envidia hacia él. Stalin condenó a Trotski por
“izquierdista”, a Zinoviev, Kamenev o Bujarin —que le apoyaron
en la operación contra Trotski— por “derechistas”, a los jefes
de la policía secreta Yagova y Yezhov... Toda
la plana mayor bolchevique de 1917-1923, la protagonista del Octubre
Rojo, había sido eliminada en 1939.
Y
entonces, ese mismo año, se embarcó en su gran operación política,
máxima prueba de su falta de principios
morales: se alió con Hitler, su enemigo jurado, para repartirse
Polonia. La responsabilidad del inicio de la Segunda Guerra Mundial
recae, por tanto, sobre ambos, aunque luego, al atacar
Hitler a su aliado (que fue así; Stalin nunca rompió el acuerdo,
aunque quizás solo por falta de previsión), pasara a la historia
como el adalid del antifascismo y hasta fuera candidato al Premio
Nobel de la Paz.
No
vale la pena dar más datos sobre la catadura moral del personaje. Al
igual que con su rival nazi, su personalidad es, en definitiva, lo de
menos. Lo importante, lo que no deberíamos dejar de preguntarnos
nunca, es cómo pudo aquel sistema poner a
un monstruo de este calibre a su cabeza.
Repito la misma idea.¿No se simplifican las cosas al hablar de monstruo y tratar de demonizarle?
La
primera respuesta que se le ocurre a uno es similar a la del caso
alemán: atribuirlo a la tradición rusa; en
este caso, al zarismo, tiranía brutal como pocas (aunque
su número de víctimas, comparado con el de los bolcheviques, sea
cosa de niños). Estar dominados por un déspota caprichoso de quien
se esperaba la solución de todos los males sociales era lo habitual
para un ruso.
Pero
hay otra respuesta, muy distinta, que creo más interesante: me
refiero a la debilidad política de la
teoría marxista, a la falta de precauciones ante los posibles abusos
de los futuros dirigentes de la dictadura del proletariado,
un tránsito obligado en el proceso de construcción del paraíso
socialista. Karl Marx, tan penetrante en su crítica social, mostró
una sorprendente ingenuidad política al subirse, sin más, al tren
jacobino: solo importaba la toma del poder
por el proletariado.
Cuando
esto ocurriera, ¿por qué poner límites al gobierno del pueblo
trabajador? No previó algo tan elemental
como que los representantes del proletariado, al disponer del poder
absoluto, pudieran usarlo en su propio beneficio. Tampoco lo previó
Lenin, el verdadero artífice del sistema. Ni Trotski, uno
de sus colaboradores más crueles, que sólo comenzó a criticarlo
cuando fue desplazado del poder. Stalin no hizo sino perfeccionar el
modelo montado por Lenin y Trotski.
Mucho
más pesimistas, y más lúcidos, los
padres del constitucionalismo norteamericano dieron por supuesto que
el ser humano tiende a aprovecharse del poder cuando lo tiene en sus
manos. Y a partir de ahí montaron unos mecanismos de
reparto de poderes, controles y contrapesos, que ponían las máximas
trabas posibles a los abusos. El sistema está lejos de ser perfecto,
pero ha funcionado mucho mejor que las dictaduras en nombre del
pueblo o del proletariado.
Alguna
moraleja podríamos sacar hoy. Los partidos que proceden de la
tradición comunista, como Izquierda Unida, y no se han desprendido
suficientemente de su pasado estalinista, lo están pagando. Porque
son muy pocos los europeos actuales que
quieren vivir como los ciudadanos de la Europa del Este en los años
1945-1989.
Como
la Iglesia católica está pagando, desde hace siglos, por su pasado
inquisitorial. Se cree víctima de un “laicismo
agresivo”, sin comprender que la ciudadanía desconfía, con razón,
de que, si ellos recuperaran el poder de antaño, no volvieran a
erigir piras para inmolar a quienes no comulgaran al cien por cien
con su ideario. Y
tampoco debe atribuirse aquello a la retorcida personalidad de un
Torquemada, sino a un sistema totalitario de pensamiento y de poder.
Instituciones con este pasado sucio no recuperarán nuestra confianza
hasta que no abjuren solemnemente de ese esquema mental y garanticen,
de manera creíble, que jamás volveremos a vivir aquello.
Aquí está la clave, ¡esto era lo que yo esperaba leer!. Hitler y Stalin solo fueron dirigentes de un sistema totalitario de pensamiento y poder.
Stalin:
el otro monstruo, José Álvarez Junco [El País, 7 de junio de 2015]
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