jueves, 24 de septiembre de 2015

Tal como éramos

Fue ayer, aunque parece cosa del siglo XIX, cuando imperaba en Cataluña lo que Josep M. Fradera definió con toda exactitud como sentimiento de doble pertenencia: España era la nación y Cataluña, la patria de los catalanes. Y fue ayer, en abril de 1976, cuando Jordi Pujol, con ocasión de su primer viaje a Madrid como líder de Convergència Democràtica, dejó en un discurso pronunciado en el Ateneo una nueva y diferente versión de aquella doble pertenencia: “Queremos, ante todo, ser catalanes, y queremos de parte entera, desde nuestra catalanidad, ser españoles”. España, añadió, “es para nosotros un país plurinacional. Y consecuentemente, Cataluña es, dentro del Estado español, una nacionalidad”.
Cinco años después, como presidente de esa nacionalidad reconocida por vez primera como tal en una Constitución española, Jordi Pujol emprendió un viaje por tierras de Castilla y León con parada final en Madrid. Aquí, en Madrid, ahora en el Centre Català, pronunció un discurso en el que, a partir de una larga inmersión en la historia de Catalanes en España, derivó la existencia de unos “hechos permanentes” en los que habría de sostenerse una política para el presente con vistas a la construcción de otro futuro. El primero era, claro está, “la realidad catalana”, basada en la lengua, la cultura, la conciencia histórica, el sentimiento y en “una determinada concepción de España”; el segundo, no menos permanente, consistía en “la inserción clara de esta realidad en el conjunto de España y la voluntad de intervenir política, económica, ideológicamente en ella, en España”.
Entre estos dos discursos, la presencia y la acción de catalanes en Madrid fue determinante para el rumbo que siguió la transición a la democracia y la inmediata construcción del Estado de las autonomías. Ante todo, porque tras las vacilaciones de los primeros momentos, cuando dominaba entre los medios políticos burgueses de Cataluña la convicción de que sería más provechoso a los intereses catalanes iniciar conversaciones con el Gobierno más que formar un frente común con la izquierda española, Pujol accedió finalmente a incorporar su partido a la plataforma unitaria de la oposición, confirmando así que recuperación de libertades, amnistía y autonomía de nacionalidades y regiones eran en España los tres nombres de un mismo y común empeño: la democracia. No es posible olvidar, aunque tantos se dedican hoy a ensuciar aquel recuerdo, que el lema bajo el que avanzó la marcha a la democracia en España fue acuñado por catalanes y proclamado desde las pancartas de las dos grandes Diadas de 1976 y 1977: llibertat, amnistia, estatut d'autonomia.
Que el contenido de los discursos de Pujol no era pura retórica lo pusieron de manifiesto los diputados catalanes en el Congreso con su participación en la ponencia, la comisión y los plenos en que se debatió y aprobó la segunda Constitución democrática de nuestro siglo XX. El Estado español es hoy lo que es, para bien y para mal, debido en buena parte a la activa presencia de catalanes en España. Y no solo por sus propuestas en el debate constitucional, sino por la posterior práctica política del Gobierno de Cataluña, que tomó el camino de una relación exclusivamente bilateral con el Gobierno de España, en modo alguno predeterminado por una Constitución que igual podía haber servido para impulsar la construcción del nuevo Estado en el sentido federal que algunos catalanes —Jordi Solé, por ejemplo— esperaban, y otros catalanes —Jordi Pujol— temían.
Pues si la construcción del Estado no avanzó con decisión por la senda federal fue, sobre todo, porque desde que CiU asumió el poder en Cataluña toda su política se encaminó a reforzar y expandir lo diferencial de aquella realidad catalana que Pujol evocaba en sus discursos, es decir, a nacionalizar catalanamente a Cataluña, de tal manera que si los catalanes en España eran en cierta medida españoles, en Cataluña solo fueran catalanes. Para ese propósito era fundamental convertir al Gobierno catalán en interlocutor privilegiado del Gobierno español, una política que se consolidó cuando el PSOE o el PP necesitaron los votos de CiU para asegurar la estabilidad de sus Gobiernos. Catalanes en España adquirió así una dimensión no prevista por los constituyentes: la de que el Gobierno catalán se convirtiera en socio privilegiado del Gobierno español, fuera éste de izquierda o de derecha.
Esa política se mantuvo mientras duró el mutuo beneficio —el do ut des que le sirvió de base—, pero se extinguió en cuanto el caudal de transferencias agotó su flujo. Entonces comenzaron a multiplicarse los desencuentros: los Gobiernos centrales abusaron de las leyes de bases en sus intentos de recentralización y la Generalitat comenzó a diluir el segundo de los hechos permanentes: la inserción clara de la realidad catalana en el conjunto español. Primero fue la ensoñación de las cuatro naciones al modo yugoslavo, luego la Constitución que se había quedado estrecha, por último la malhadada sentencia del Constitucional sobre un estatuto aprobado por los Parlamentos catalán y español y ratificado en referéndum por los catalanes.
Con toda la acción política dirigida a reforzar el primer hecho permanente (realidad catalana), y esfumado el último resto de interés en mantener el segundo (inserta en España), era solo cuestión de tiempo y oportunidad el giro radical del poder catalán, que es un poder del Estado español, hacia la secesión. Y en verdad, no pudo haber ocurrido en condiciones más favorables para suscitar y alimentar por todos los medios que el poder público tiene a su alcance —instituciones, prensa, televisión, asociaciones parapolíticas— una gran movilización popular. No solo por la astucia derrochada al canalizar los movimientos de crecientes protestas en la calle contra las políticas corruptas de CiU y del Gobierno de la Generalitat desviándolas a una protesta general contra España, país extranjero, ladrón, expoliador; sino porque quienes así nacionalizaban y movilizaban sabían bien que la capacidad de respuesta del Gobierno central era nula y, en caso de que la hubiera, su resultado alimentaría siempre la corriente por la secesión: desde el estallido de la crisis económica y social, la deslegitimación de las instituciones políticas construidas desde la transición a la democracia ha sido galopante y difícilmente reversible si no se emprende una profunda reforma de todo el sistema.
Y así hemos llegado a lo que no pocos intelectuales catalanes rodean con el aura de la revolución cuando, en realidad, convertir en plebiscitarias unas elecciones autonómicas como eslabón de la cadena que conduce a la secesión constituye el preámbulo de la rebelión de un poder del Estado contra el Estado que le ha dado origen y lo ha consolidado y reforzado durante cuatro décadas sobre el doble supuesto de que existía una permanente realidad catalana diferenciada, inserta en una no menos permanente realidad española. Eso fue lo que Jordi Pujol, presidente de la Generalitat, vino a decir en Madrid un día de noviembre de 1981, eso fue lo que todos los españoles —catalanes incluidos— creímos entonces, y eso mismo es lo que su heredero y sucesor, Artur Mas, presidente de la Generalitat, se dispone a dinamitar a partir de un día de septiembre de 2015.
Catalanes en España, Santos Juliá [El País, 13 de septiembre de 2015]

Todo en la historia se ha vuelto, de un tiempo a esta parte, construcción. También el catalanismo, una construcción cuyo comienzo data de la segunda mitad del siglo XIX, tiempo de consolidación de los Estados nación en Europa, por más que no falten entre historiadores catalanes quienes aseguren, como Josep Fontana: "Nuestra formación como pueblo" se remonta al siglo XIII, cuando Cataluña pasó de "Estado feudal" a "primer Estado nación moderno de Europa", así mismo, como suena. Cree Fontana que ya en esas lejanas fechas un pueblo, el catalán, cultivaba con esmero un fuerte sentido de identidad, o sea, "de pertenencia a un colectivo que comparte mayoritariamente, además de lengua y cultura, unas formas de entender el mundo y la sociedad". Y si en los años setenta del siglo pasado entendía Fontana que la lucha de clases era el motor de la historia, ahora, sin mayor rubor, entiende que el sentido de la historia lo marca la identidad colectiva. Como podría haber repetido maese Shallow al imponente Falstaff en una cruda noche de invierno: Jesús, Jesús, las cosas que hemos visto: un marxista de estricta observancia contando una historia al modo de un nacionalista romántico. ¡Ay, si Vicens Vives levantara la cabeza!
Lo cierto es que si el pueblo catalán poseía tan fuerte sentido de identidad y disponía, según las últimas noticias, de moderno Estado nación en el siglo XIII, el catalanismo es algo más reciente. Exageraba, sin duda, Antonio Aura Boronat, representante de los intereses de los fabricantes de Alcoy, cuando en su polémica de 1881 sobre el librecambismo decía que catalanismo se identificaba con proteccionismo; pero es lo cierto que los primeros programas del catalanismo incluían entre sus puntos la protección arancelaria y las protestas contra el tratado comercial con Francia y el modus vivendi con Gran Bretaña con que pretendían los Gobiernos liberales aliviar la carga del arancel sobre el bolsillo de los españoles, por más que don Juan Valera, rendido al esplendor de Barcelona, dijera: "Doy por bien empleada la carestía que hemos sufrido durante muchos años en el vestir y en otros artículos para contribuir a [la] magnificencia [de Cataluña]".
No fue este, desde luego, el único catalanismo que por entonces había salido a escena: otro catalanismo de raíz obrera y menestral fue ya postulado hace décadas por Josep Termes. Y como nos recuerdan Jaume Claret y Manuel Santirso en su excelente guía para no perder el rumbo en alguna vuelta o revuelta del largo camino, además de una intervención progresista y republicana, también la Iglesia católica echó por estas fechas su cuarto a espadas en el catalanismo, precisamente cuando había dejado de utilizar el catalán en sus documentos internos.
Así que catalanismos, en plural, ya desde sus orígenes, mejor que en singular pues, por seguir con el lenguaje episcopal que tanto contribuyó a la construcción de la nueva religión civil, en la casa del padre hay muchas moradas. De hecho, todas las historias del catalanismo serán historias de las sucesivas hegemonías implantadas por una u otra de sus modalidades cuando del renacimiento cultural y de la defensa de los intereses económicos se pasa, a finales del siglo XIX, a la organización y la acción política: hegemonía de la burguesía que de estamental y feudalizante en los ochenta pasó a conservadora y levemente liberal con el cambio de siglo; hegemonía de la izquierda republicana desde la proclamación de un Estat català en una hermosa tarde de abril de 1931; hegemonía luego, tras la derrota y el exilio, de una forma de catalanismo frentepopulista —con tanta agudeza estudiado, en sus anteriores y en sus renovadas manifestaciones, por Enric Ucelay— que, bajo el lema de "libertad, amnistía y estatuto de autonomía", se situó desde 1971 a la cabeza de la lucha contra la dictadura. Fueron los tiempos de la Assemblea de Catalunya, espejo y algo más en el que se miraba toda la oposición española.
¿Qué ha ocurrido desde entonces? Si se exceptúan los brillantes trabajos de Jordi Amat, entre ellos su imprescindible ‘Matar el Cobi’ (La Vanguardia, 19 de junio de 2013), y las siempre sugerentes reflexiones de Enric Juliana, entre otras, su 'En defensa de Pasqual Maragall' (La Vanguardia, 15 de septiembre de 2014), quizá no pueda encontrarse un análisis más documentado y penetrante que el elaborado por Martín Alonso en El catalanismo, del éxito al éxtasis, primera entrega de lo que promete ser gran trilogía sobre el triunfo de una de las formas del catalanismo, antes residual, hoy dominante: el secesionista o independentista. Con una estructura que pudo haber sido algo menos complicada y con digresiones teóricas que a veces rompen el hilo de la trama, Alonso acierta en lo fundamental: este catalanismo ha logrado desactivar el poder persuasivo de los hechos mutándolos en una "ilusión sinecdoquial", o como decía Marta Ferrusola: "Nos han echado del Gobierno".
Naturalmente, para alcanzar ese triunfo era necesaria, además de una constante presión desde instituciones públicas, como consejerías de cultura, televisiones, radios, ediciones, museos, un sinfín de fundaciones, plataformas, asociaciones, asambleas, todas con una sabrosa oferta de oportunidades, subvenciones y empleos afanosamente dedicados a la construcción de un gran relato que alcanzó su clímax con la consigna "España nos roba" y con el congreso "España contra Cataluña". Y en este punto, los hechos, como escribe Alonso tras dar cuenta detallada de todo el proceso y de sus actores políticos e intelectuales, no importan.
Buena prueba de que nada importan los hechos es el "cuento de las balanzas fiscales alemanas", al que Josep Borrell y Joan Llorach dedican un capítulo sin desperdicio de su vigoroso y demoledor escrito contra Los cuentos y las cuentas de la independencia. Porque un gran cuento fue, en efecto, el de que en España, porque nos roba, se temía publicar lo que en Alemania: las balanzas fiscales de los Estados miembros. Estupefacta y sin habla se quedó una estrella de la radio cuando Borrell, armado de paciencia, le repetía una y otra vez que no, que ni en Alemania, ni en Suiza, ni en Estados Unidos se publican balanzas fiscales. Todos creímos a pies juntillas aquel cuento, como también estuvimos a punto de tragarnos la historia de los 16.000 millones, que una élite de catedráticos hablando en fluido inglés nos endosó como prueba irrebatible del gran expolio fiscal.
Que los hechos no nos estropeen el gran relato: este es el lema de la última modalidad de catalanismo que se definió como independentismo. Y ciertamente, las grandes narrativas construidas desde el poder suelen provocar, como recuerdan Borrell y Llorach, espirales de silencio: en eso consiste la hegemonía, en que todos los demás enmudezcan para que nadie los tilde de tontos. Hasta que alguien recupera la voz y exclama: el rey está desnudo. Y eso es lo que ocurre cuando la narrativa nacionalista, personificada en el tándem Mas/Junqueras, se somete a la prueba de los hechos analizando, con datos que ninguno de ellos ni sus consejeros están en condiciones de refutar, lo ridículo de semejante desnudez.
Catalanismos: de la protección a la secesión. La construcción del relato independentista, Santos Juliá.


Como ya advirtió Max Weber, con aquella fuerza sintética que siempre caracterizó su escritura: “Toda organización de la salvación en una institución universalista de la gracia se sentirá responsable de las almas de todos los hombres, o al menos de todos los que le han sido confiados, y por ello se sentirá obligada a combatir, incluso con violencia despiadada, toda amenaza de desviación en la fe”. Nada sobra, nada falta: la organización de salvación en instituciones universalistas, esto es, la clerecía, si puede, recurrirá a la violencia despiadada: tal es la ley que atraviesa todas las historias de las religiones de salvación hasta que un poder civil, que no construye su legitimidad en la lectura de ningún libro sagrado, es capaz de reducir la religión al ámbito y al espacio que le son propios: la comunidad de creyentes y el templo.
Pero tanto la religión cristiana, como la musulmana y la judía han erigido sus templos —catedrales, mezquitas, sinagogas— en el centro del espacio público para que sus sacerdotes, imames y rabinos dominen desde esas imponentes construcciones la vida de los fieles, sus creencias y su moral, y para mantener a raya a los fieles de otras iglesias o los creyentes de otras religiones. No existe ninguna clerecía administradora de una religión de salvación que no haya pretendido que su voz, desde el púlpito, el minbar o el amud, se extendiera sobre todo el espacio circundante hasta llegar a someterlo a su mandato. Así es como los clérigos creen cumplir su misión como responsables de la salvación universal, aunque para lograrlo tengan que mezclar, según las ocasiones, la persuasión con el terror. Nada importa que, en sus orígenes, la religión de salvación haya germinado en comunidades de fraternidad y amor, como sin duda lo fue entre los primeros cristianos; cuando llegan los clérigos y se constituyen en poder, la fraternidad se transforma en odio y por amor se es capaz de llevar al matadero al hermano en la fe si sucumbe a la tentación de desviarse de la sagrada doctrina.
Por eso es vana, para alguien que no crea en una determinada religión, la pretensión de establecer cuál es su verdadero contenido o cuál el significado único de su libro sagrado: no hay ni puede haber un islamismo verdadero, de la misma manera que nunca hubo un cristianismo ni un judaísmo verdaderos, siempre idénticos a sí mismos durante todo el tiempo y en cualquier circunstancia. Más aún, los clérigos de las religiones asociadas a una concreta moral pública y de las que se derivan determinadas prácticas políticas, como ocurre con las tres monoteístas, suelen contemplar cómo surgen de sus mismas entrañas voces que se alzan contra la interpretación de la palabra divina sobre la que ellos construyen su poder; son los herejes, perseguidos y condenados a la hoguera por desviarse de la verdadera fe establecida por los dueños de los textos sagrados. Antes que a un infiel, que por definición no cree en la palabra revelada, a quien mata un creyente es al hereje, que le disputa el control de esa palabra.
De ahí que pueda predicarse de todas las religiones monoteístas, contempladas a lo largo de siglos, aquello que Carl Schmitt decía de la católica, que era una complexio oppositorum: paz de Dios junto a guerra santa; o también: guerra santa y tregua de Dios. Lo mismo puede decirse de la judía y de la musulmana, las tres monoteístas, las tres basadas en un libro sagrado que contiene verdades reveladas, las tres —y este es el punto que aquí interesa— regidas por una clerecía, formada exclusivamente de hombres que por elección divina se encuentran investidos de autoridad para interpretar la palabra. Son ellos, los clérigos, quienes transmiten en cada momento y por medio de rituales que solo ellos pueden celebrar, y en los que solo ellos toman la palabra, el verdadero y único sentido de la fe revelada. En las tres religiones, los libros sagrados son mudos hasta que alguien, con el poder derivado de su consagración como clérigo, interpreta lo que allí quedó escrito.
Las tres con largos tramos de sus respectivas historias en los que no solo era posible sino voluntad misma de Dios, Alá o Jehová morir o matar en defensa de la fe, una voluntad que se transforma en violencia despiadada sobre las cosas y las personas cuando los clérigos sienten amenazado el poder de vida y muerte que detentan sobre la sociedad. En la larga y sangrienta historia de las religiones, no es posible encontrar ninguna dotada de ritos que celebrar, de libro sagrado en que creer y de clérigos a quienes obedecer, que no haya servido como instrumento de muerte y desolación cuando el dios de los creyentes alcanza la categoría de único dios en el mundo, cuando del libro sagrado se derivan leyes que rigen la conducta de los miembros de toda la sociedad y cuando los clérigos reclaman para sí y conquistan el poder de erigir sus templos sobre las ruinas de los antepasados, de destruir estatuas que el paso del tiempo ha convertido en símbolos perdurables de otros cultos y otras creencias, o de enviar a disidentes y heterodoxos a la muerte, después de conducirlos en procesión por las vías públicas: los herejes o las pobres brujas que la santa Inquisición llevaba a la hoguera tras someterlos a refinadas torturas; esos desventurados cristianos degollados hoy como corderos ante la mirada del mundo. Antes que derramar su sangre como mártires de la fe, los clérigos de las religiones de salvación, si pueden, si disponen de poder para hacerlo, o creen que ese poder corre peligro, derramarán la sangre del infiel o del hereje. Siempre lo han hecho, siempre lo van a hacer.
Nosotros guardamos en la memoria alguna reciente experiencia de toda esta desgracia. En aquel estremecedor y admirable panfleto que será por siempre Los grandes cementerios bajo la luna, el católico Georges Bernanos, procedente de la derecha nacionalista francesa y testigo horrorizado en 1936 de las matanzas en Mallorca, en las que tomaba parte uno de sus hijos bajo el mando del impostor conde Rossi, dejó escrito que “el Terror habría agotado desde hace mucho tiempo su fuerza si la complicidad más o menos reconocida, o incluso consciente, de los sacerdotes y de los fieles no hubiera conseguido finalmente darle un carácter religioso”. Fue primero el terror implantado por militares y fascistas; luego llegaron los clérigos: la religión católica vino a sacralizar la práctica derivada de una política de muerte. No fue que los rebeldes, por creyentes, mataran; fue que los asesinos, para proseguir su acción hasta el exterminio, la revestían de aura sagrada y la tomaban como prenda de salvación: la alta clerecía había predicado una guerra santa, una cruzada contra infieles e invasores que, con la religión, destrozaban la patria; su destino no podía ser otro que la muerte.
La palabra yihad podrá significar, para los eruditos en la interpretación de textos sagrados, lo que quiera que sea: esfuerzo, ayuda, lucha de liberación. Da igual. Es una auténtica yihad vivida como guerra santa —si fueran cristianos: una cruzada— lo que hoy repiten, celebrando ese horrible ritual ideado para transmitirse a todos los confines del mundo por las redes globales, los matarifes del Estado Islámico bajo la atenta mirada de un clérigo, todo vestido de negro, que observa a corta distancia y con idéntica impasibilidad el sacrificio de vidas humanas y la destrucción de estatuas milenarias.
Con violencia despiadada, Santos Juliá.


La Pluma, la palabra, y...

Por Santos Juliá

La poesía es el germen de la sabiduría política”, escribió Pérez Galdós ante el espectáculo de jóvenes poetas que abandonaban sus escritorios y salían a la calle para participar en la revolución de julio de 1854, cuando aún no habían irrumpido los intelectuales y estaba vivo el recuerdo de un autor dramático, Martínez de la Rosa, que había estrenado, 20 años antes, La conjuración de Venecia y presentado en las Cortes el Estatuto Real, todo en la misma semana. Luego, hacia finales de siglo, irrumpieron los intelectuales, una nueva clase investida de la misión de iluminar a la opinión pública e influir en la política por la escritura y la palabra: con mi pluma y mi lengua, como lo dijo Unamuno. Regeneradores de la patria en trance de descender al sepulcro, Maeztu los imaginó empuñando el látigo de domador de masas mientras Ortega los convocaba a formar una liga para la educación política. Así que pasaron 30 años y llegó el tiempo de las utopías mesiánicas, al intelectual se le exigió que pusiera su pluma al servicio de las ideas: “Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”, dijo famosamente Bergamín, ejemplo sin par de compañero de viaje. El compromiso los llevó hasta Siracusa, consejeros áulicos del tirano, aplicados a nacionalizar a las masas mientras transformaban la sociedad. Y como constructores de nación, no pocos intelectuales se rindieron ante el nacional-fascismo, al tiempo que los compañeros de viaje se rendían ante el nacional-bolchevismo, soñada dictadura de la clase obrera, que lo fue en realidad del partido, enseguida del comité ejecutivo y finalmente del secretario general.
Malheridos por esas derivas que Mark Lilla bautizó como filotiránicas, los intelectuales regresaron de Siracusa para limitar su trabajo al de observadores críticos de la política, preludio de su muerte, gran tópico del último fin de siglo. Y en esas estábamos, con los intelectuales, si no en la tumba que Lyotard había labrado para ellos, en la columna del periódico, cuando se ha producido, en Madrid al menos, el sorprendente incremento de su demanda por partidos en crisis o déficit de credibilidad, unos por viejos y otros porque, de tan nuevos, nadie sabe qué traen en sus alforjas. Aureolados del prestigio que han acumulado en el desempeño de sus respectivas artes, es curioso que los tres investidos como candidatos sean mayores, incluso muy mayores; y más curioso aún que los tres sean o hayan sido funcionarios. Escribir, hablar y… gobernar: la pluma, la palabra y… el bastón de mando: he aquí la nueva manera de ser intelectual destinada a suministrar una dosis de legitimidad a unas democracias cada vez más escépticas respecto a la función de los partidos políticos. Si esta tendencia prospera y se consolida, los partidos acabarán por convertirse en agencias especializadas en la búsqueda de profesores, poetas, jueces y otros prestigiosos profesionales para invitarles a que entren en el juego de la política, un juego de poder en el que todos ganan: los partidos, un puñado de votos, y los intelectuales, un bastón de mando.

¿Fin de un divorcio?

Por Gioconda Belli

Difícil saber cuando empezó en América Latina el divorcio entre intelectuales y política. Hasta los años noventa más o menos, la política invitaba a los intelectuales a comprometerse. Las revoluciones coqueteaban con ellos y los escuchaban con respeto y no poca reverencia. Viene a la mente la amistad de Fidel con García Marquez, la relación de Julio Cortázar con Nicaragua. Muchos y muy prestigiosos pensadores se jugaron sus carreras cuando no el pellejo por causas políticas. La indiferencia manifiesta de algún escritor a las causas sociales era mal vista, un estigma que hizo que algunos dejaran de leer a Borges, y se quedaran más ciegos que el propio escritor.
La Gran Desilusión del Socialismo, así con mayúsculas, desconcertó y desbandó a la intelectualidad de izquierda y restó beligerancia al debate ideológico. Los intelectuales escarmentados por el apoyo brindado a sueños utópicos que acabaron siendo cajas de Pandora, se retiraron quietamente de la praxis.
En la arena política, las ideas se homogenizaron también en Europa. Las izquierdas al intentar alejarse de las prácticas fallidas del derrotado socialismo, adoptaron discursos que en nada o en muy poco se diferenciaban del discurso de centro o incluso del de una derecha moderada. El resultado de este discurso político poco diferenciado y el carácter cada vez más frívolo de las campañas electorales, desgastó la confianza de la masa votante que se vio sin alternativas frente a un status quo aparentemente entronizado e inalterable. Llegadas al poder las dirigencias, sea cual fuera su discurso de campaña, se rendían ante las limitaciones impuestas por los márgenes de acción de las democracias constitucionales. Un gobierno de izquierda terminaba pareciéndose a uno de derecha, tanto en sus vicios como en la incapacidad de dar solución a los problemas de las mayorías. Esta situación originó cuestionamientos esporádicos sobre si no era acaso la misma democracia la que requería modificaciones, ¿no debía la democracia adaptarse al siglo XXI? La respuesta no surgió, ni de la Tercera Vía, ni de los intelectuales; la respuesta pragmática más clara fue la promulgación por Hugo Chávez en Venezuela de lo que llamó Socialismo del Siglo XXI. Los gobiernos surgidos bajo esta insignia en América Latina modificaron a su antojo las reglas del juego, instituciones y constituciones, aludiendo a la necesidad de empoderar a las masas. Con fórmulas vistosas como los Consejos de Poder Ciudadano, o slogans como “el pueblo Presidente,” el chavismo en Venezuela, el Orteguismo en Nicaragua, los gobiernos de Evo Morales, Rafael Correa y Cristina Kirchner reinventaron la democracia y la justicia social, decretando la zanahoria para sus partidarios y el garrote para sus críticos. Sonaron las trompetas anunciando la Tierra Prometida pero también los tambores de una declaratoria de guerra a los intelectuales díscolos. Se centralizó el poder y se montaron hábiles maquinarias de propaganda que satanizaron el disenso y excluyeron a los que tildaron de enemigos. En este Socialismo del Siglo XXI el que no es “leal” es peligroso. Sin duda que hay muchos aspectos positivos en la gestión de estos gobiernos, pero la aparición de una nueva nomenclatura dispuesta a imponer su verdad absoluta en nombre de la necesidad de los pueblos trae consigo el olor de viejas dictaduras. Acallar la crítica tiene consecuencias. Ya pasó, en América Latina, la época dorada de los intelectuales-políticos. Veremos qué pasa en España donde los intelectuales han vuelto a la palestra. Hay que cuidar que el sueño de la razón no produzca monstruos.
Gioconda Belli es escritora nicaragüense. En los años 70 y 80 formó parte del Frente Sandinista.
Venimos de un Estado pobre, menesteroso, por no decir miserable, más que endeudado, en permanente bancarrota desde la guerra de la independencia hasta la guerra de Cuba. En medio, guerras civiles entre liberales y carlistas y, después, los continuados desastres de la guerra de Marruecos, que prolongaron la situación de quiebra hasta bien entrado el siglo XX, cuando “pacificado” el protectorado marroquí, una enésima rebelión militar, con su secuela en forma de revolución obrera y campesina, arrasó de nuevo al Estado dejando aquella espantosa ruina que fue la herencia recibida por quienes penamos la suerte de nacer en los años del hambre.
Es un tópico de nuestra historia atribuir la floración de naciones, venidas a la existencia en la coyuntura de aquel fin de siglo, a una debilidad congénita del Estado español. ¿Debilidad, se podría preguntar, o más bien ausencia? Cuando Ortega publicó su apelación a la República, varios años después de que Azaña lanzara la suya, cerró su memorable artículo con un “¡Españoles, no tenéis Estado, reconstruidlo!”. El Estado español de los años veinte del siglo pasado se había convertido en una especie de sociedad de socorros mutuos, había escrito también nuestro más ocurrente filósofo. Ocurrencia genial en este caso, porque en efecto todo el aparato del Estado no daba más que para sostener a aquella sociedad que en otra ocasión el mismo Ortega calificó como vieja España.
El caso es que, entre el servicio de la deuda contraída para alimentar un ejército en permanente derrota, lamiéndose sus heridas en el exterior con sus recurrentes rebeliones en el interior, el Estado español careció de recursos, no ya para crear nación, sino para edificar centros escolares, construir institutos de enseñanza media, financiar centros superiores de investigación científica, levantar hospitales, extender ambulatorios, abonar pensiones, desarrollar servicios. La enseñanza primaria y media se abandonó en los centros urbanos a manos de la pléyade de órdenes y congregaciones religiosas que acudieron a España como a panal de rica miel cuando comprobaron que el Estado no dedicaba ni un céntimo al capítulo de salarios a maestros, y dejaba pasar décadas sin construir ni un solo instituto. En los hospitales de beneficencia se hacinaban los pobres, y los ambulatorios de la mal llamada Seguridad Social eran lugares sucios y malolientes, donde un médico mal pagado recibía al paciente sin dejar que se sentara, apestando a tabaco y recetando cualquier cosa en un minuto, después de echarle una mirada de abajo arriba en la que se concentraba la mezcla de desprecio y hastío que le provocaba aquella hora en que despachaba a una cincuentena de pacientes.
Ese fue el Estado que heredamos: nada de extraño que, cuando llegamos a la edad de la razón política, quisiéramos ser como los franceses. Parecerá una tontería, pero aquel querer ser como actuó al modo de espoleta, movilizando energías y recursos, despertando voluntades y agudizando inteligencias para acabar de una buena vez con el lamento y poner manos a la obra: en pocos años dejamos de querer ser como y emprendimos la tarea de ser como. En resumen: un Estado democrático al modo de Europa, con un potente sistema de salud, educación primaria universal y gratuita, institutos para enseñanza media, universidad en expansión, centros de investigación, pensiones. El español era por fin como los europeos un Estado sostenido en el compromiso keynesiano, en bienes públicos que amortiguan las desigualdades sociales inherentes al sistema capitalista.
Y de pronto, la política elaborada para hacer frente a la primera gran crisis del capital del siglo XXI rompe, contra los intereses de la mayoría, el pacto que sirvió de base a nuestro actual Estado social. Las listas de espera en la sanidad pública se alargan hasta el punto de sumar cientos de miles los pacientes que ven pasar meses y hasta años sin posibilidad de realizar una consulta, someterse a un análisis o sufrir una operación. Y si se mira al ámbito de la ciencia, el paisaje comienza a ser el de un territorio desertado, producto de una terapia de choque: drástica reducción de presupuestos, supresión de programas, cierre de equipos, investigadores a la calle. La majadera provocación de Miguel de Unamuno cuando de su pluma salió “que inventen ellos” no es nada comparado con el perverso designio que anima al Gobierno de esquilmar la producción científica en España.
Aunque la propaganda política se cebe en desprestigiar a los funcionarios como individuos que una vez conquistada su plaza se echan a sestear, es lo cierto que en la historia de la Universidad y de los centros superiores de investigación de España nunca se había publicado, debatido o celebrado simposios como en los últimos 30 años. Nunca tantos españoles han participado en tantos proyectos internacionales de investigación o han ganado una plaza docente en universidades extranjeras. Pero nunca tampoco han vivido tantos investigadores, con decenas de artículos publicados en las mejores revistas de su especialidad, tan en precario, como becarios hasta cumplidos los 40 años, o haciendo ya las maletas. Y el panorama no es muy diferente si se mira a la educación primaria y media: miles de profesores que habían concursado con éxito en oposiciones para plazas docentes y que solo pudieron ocuparlas de forma interina se han encontrado con el despido mientras se expanden los colegios concertados.
Tan recién construido como era nuestro Estado social, con apenas 30 años de vida, y ya se empeñan desde los Gobiernos en provocar su irreversible ruina, reduciendo presupuestos en sanidad, educación y ciencia, paralizando inversiones, expulsando a interinos, amortizando plazas de jubilados (10 por uno es nuestro precio), externalizando —¡qué negocio!— servicios, congelando salarios. Y como la política de destrucción de bienes públicos por las bravas, entregándoselos a precio de saldo a intereses privados, ha tropezado con fuertes resistencias en la calle, se ha sustituido por un deterioro programado: que nos hartemos de esperar tres, seis, nueve meses en una lista y vayamos adonde tendríamos que haber ido desde el principio, a la clínica privada; que la gente se espante al ver que sus hijos van a una clase donde los alumnos comienzan a ser multitud y los maestros parecen cansados.
Lo vamos a sentir, a llorar más bien, porque nunca hemos disfrutado en España de bienes públicos en tanta cantidad y de tan alta calidad como los construidos desde la Transición a la democracia hasta 2008. Pero desde que nos golpeó la crisis, todo es destrucción, acelerada a partir del retorno del Partido Popular al poder. Destrucción, no reforma, no planes en busca de mayor eficiencia, no mejora en la distribución y empleo de recursos, no propuestas para alcanzar mayores rendimientos, no políticas de personal que premien méritos y penalicen ausencias inexcusables. Reformar para qué, si se ahorra más y se acaba antes sacudiéndonos todo este peso de encima: esa es la política; y este el resultado: una amenazante devastación de bienes públicos que pone fin al periodo de mayor cohesión social vivido por la sociedad española desde que existe como sujeto político, o sea, desde la Constitución de Cádiz.
Lo que vendrá después, una vez culminada la operación, ya se puede imaginar: los bienes y servicios públicos emergerán de su ruina como propiedades privadas cuyo acceso por los ciudadanos estará en función de su diferente poder adquisitivo. No era bastante la agresión que las clases medias, en sus distintos niveles, han sufrido con la bajada de salarios nominales y reales, la masiva pérdida de empleos, los ERE y demás artefactos de liquidación de derechos laborales, que no contentos con todo eso, se aplican a dar la última puñalada: si necesitas ir al médico, hazte un seguro privado; si estás dotado para la ciencia, vete al extranjero; si quieres para tus hijos un colegio con un profesorado joven y motivado, págatelo de tu bolsillo. Esto es el mercado, so idiotas, nos dicen los que pretenden protegernos de la devastación que ellos mismos provocan en los bienes públicos. Y en esas estamos, con un mercado creciente y un Estado menguante, en trance de reducirse otra vez a sociedad de socorros mutuos.
La devastación de los bienes públicos, Santos Juliá

Innumerables han sido los obstáculos que los españoles se han visto obligados a derribar desde que aquel eminente economista y jurisconsulto que fue Álvaro Flórez Estrada estampara en su proyecto de Constitución como artículo primero: “Ningún español será llamado vasallo. Todos serán llamados ciudadanos españoles”. No alcanzó esta proclama su lugar en la Constitución de Cádiz, pero quedó desde aquellos años de guerra por la independencia y de revolución por la libertad como la meta siempre pendiente de conquistar, un paso adelante y dos atrás y vuelta otra vez a empezar; larga y tortuosa historia en la que muchos ofrendaron sus vidas y muchos más, durante demasiado tiempo, vieron pateada su condición de ciudadanos, convertidos por la fuerza de las armas o de la religión en súbditos o vasallos.
Es la ciudadanía lo que marca a fuego nuestra pertenencia a una comunidad política de hombres y mujeres libres, y es por eso la condición de ciudadanos la que nos impone deberes y nos atribuye derechos sin los que no sería posible alcanzar la libertad y conservarla.
Y en este punto no hay excepción que valga: la vigencia de los derechos políticos que nos constituyen en miembros activos de una comunidad dependen en todo momento de la condición reconocida de ciudadanos, que es inseparable del imperio de la ley, igual para todos. No hay, no es posible que haya, ciudadanía común cuando una elite de privilegiados está exenta de la obediencia a las leyes.
No hemos sido nosotros educados en esos valores, ciertamente: la ley —nos han enseñado— está para burlarla; sólo tienes que cuidarte de que no te pillen en el delito. Constituye una causa formidable del desastre moral en que nos ha sumergido la corrupción política que quienes más obligados estaban a cumplir la ley, por su significación simbólica o en razón de su representación política, hayan sido los más diestros y pertinaces a la hora de burlarse de ella: presidentes de comunidades autónomas, ministros, consejeros, diputados, alcaldes, concejales, cuyo primer timbre de gloria tendría que haber sido el ejercicio del poder cumpliendo y haciendo cumplir la ley, han acabado en el banquillo de los acusados.
Toca hoy a una infanta, que lo es por ser ciudadana de un Estado de derecho y por ese título, por el que tanta sangre se ha derramado en España, obligada al cumplimiento de la ley. Los jueces dirán lo que sea menester en relación con su presunto delito; mientras tanto, bienvenida sea a la comunidad de ciudadanos libres e iguales.
Ciudadana Cristina, Santos Juliá


No goza de buena fama la Constitución de 1978: en el mejor de los casos, se dice de ella que fue resultado de un compromiso apócrifo, por haber aplazado a un incierto futuro la resolución de los conflictos que dividían a las fuerzas políticas en torno a las candentes cuestiones de distribución territorial del poder; en el peor, se achaca la generalización de las autonomías y la negativa a acometer la construcción de un Estado federal al miedo a las guerras del pasado y a los sables del presente, a la obsesiva exterminación de la memoria, a la renuncia o traición a los principios, a la persistencia o resabios del franquismo y otras lindezas por el estilo. El veredicto: una Constitución culpable de los males que aquejan hoy al Estado.
Para empezar por el principio, no estaría mal recordarnos tal como éramos entonces. Por edad unos, y por experiencias políticas acumuladas otros, la mayoría de quienes participaron en el debate constituyente de 1978 se sentían, y estaban, más preocupados por edificar Estado que por construir nación. En verdad, a muchos de quienes nacimos poco antes o poco después de la Guerra Civil, la nación, por decirlo malamente y pronto, nos importaba una higa. Ahítos de la única, católica, verdadera nación española, vagamos durante años con hambre de Estado democrático. Estado y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad, democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad nacional, cuando nacional calificaba a movimiento, no todavía a Assemblea de Catalunya.
Fue por eso, y por las solidaridades y amistades derivadas de los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición a partir de 1956 y, con más frecuencia e intensidad, desde 1962, por lo que tras conocerse el resultado de las primeras elecciones generales, diputados que venían de la derecha, la izquierda y el centro, se encontraron ante una oportunidad inédita en nuestra historia constitucional, la de entenderse como ciudadanos de un Estado en construcción más que como miembros de una nación construida. De ahí que los términos nacionalidad y autonomía no crearan ningún problema a la gran mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional y que las presiones que llegaron de fuera del Parlamento, ni pocas ni livianas, no alcanzaran el grado de calor suficiente como para fundir un vocablo —autonomía— directamente traído de la Constitución de la República, y otro —nacionalidad— incorporado por vez primera a una Constitución española.
Ciertamente, y en lo que a la construcción de Estado se refiere, los constituyentes sólo acordaron los procedimientos que habrían de seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares características históricas, culturales y económicas que decidieran formar una comunidad autónoma. Pero esta recuperación del principio dispositivo republicano no tuvo nada que ver con el miedo o la desmemoria, sino con una antigua reivindicación del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía, de la que la oposición a la dictadura hizo su bandera. No era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido por el Estado una especie de derecho ancestral. Y porque tenían que responder a una diferente demanda de autonomía, los constituyentes no se plantearon siquiera proceder a una distribución homogénea del poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral.
En la República no hubo tiempo, pero sí en la nueva democracia, de recorrer todo el camino y desarrollar todas las potencialidades del principio dispositivo. Tiempo y proyecto político: desde la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de la construcción de identidades diferenciadas. Y ha sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en la primera década del siglo, podría definirse como inversión radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución: ahora, lo que nada importa es el Estado, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de naciones.
El desarrollo federativo del Estado autonómico y esta inversión en la jerarquía de las demandas políticas reclama hace al menos una década una reforma de la Constitución, que no ha sido posible porque cada uno de los dos grandes partidos de ámbito estatal se empantanó en la política suicida de dañar la legitimidad de su adversario, comprometiendo de esta manera la suya propia. Ante la crecida de la política de crispación, el PSOE optó por abandonar el proyecto reformista anunciado en la primera investidura del presidente Zapatero para lanzar de manera irresponsable una carrera de reformas de los Estatutos con el no disimulado propósito de modificar la Constitución por la puerta de atrás: si la Constitución se ha quedado estrecha, cambiemos los estatutos. En esa operación, el principio dispositivo que había actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las autonomías quemó sus últimas reservas energéticas hasta quedar no ya agotado, sino tirado al cubo de la basura.
Pero si del compulsivo ordeño del principio dispositivo no se puede extraer ni una gota más de leche, si la construcción del Estado de las autonomías ha concluido y, a pesar de eso, la distribución territorial del poder aparece hoy más conflictiva que nunca, entonces es que hay que reformar el Estado. ¿Convirtiendo el Estado autonómico en un Estado federal? Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, sin duda; con deficiencias de origen que es necesario arreglar, nadie lo discute; de un tipo especial, todos estamos de acuerdo; pero federal. No es en la ausencia de federalismo donde radica la cruz del problema, sino en el hecho de que en el Estado español conviven hoy malamente varias naciones, varias culturas y varias lenguas, una realidad nueva, resultado, no de la Constitución sino de las políticas nacionalizadoras seguidas desde su promulgación.
¿Es posible un Estado que reconozca constitucionalmente este hecho nuevo? Un hombre sabio y, además, bueno, como lo era Juan J. Linz, respondió hace años que sí, que “un Estado democrático, multinacional, multicultural y multilingüe es posible”. A condición, añadía, de que abandonemos las dos ideas dominantes en los procesos de construcción del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a convertirse en un Estado”. Que abandonemos: se trata, pues, de un abandono más que de una nueva conquista. Un doble abandono, en realidad, pues se refiere al Estado de todos y a la nación de cada cual y a los poderes ejercidos por partidos políticos como titulares del poder del Estado y como gestores de identidades nacionales: una distribución de poder al que se desnudaría de simbólicas legitimaciones nacionales, siempre excluyentes, nunca inclusivas; y una reorganización del Estado, concluía Linz, que no puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta a demandas distintas.
De acuerdo, es más fácil decirlo que hacerlo, porque la tarea que tenemos por delante consiste en una nueva redistribución de un poder asentado en bases institucionales consolidadas, las desarrolladas a partir de la ahora denostada Constitución de 1978. Pero aunque sea cierto que piedra tirada no vuelve al puño, y muchas piedras nos hemos arrojado a la cabeza en los últimos años, merece la pena intentarlo, porque solo una cosa es cierta: encerrarse en la negación absoluta a toda clase de reformas en el orden constitutivo —como Juan Valera criticaba de Cea Bermúdez— es el mejor camino hacia el desastre.
Habrá que intentarlo, pues, y para ello tendríamos que aprender a entendernos y sentirnos no tanto como miembros de tal o cual nación sino como ciudadanos de un Estado democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores marcadas por identidades homogéneas, divididas y excluyentes. Nadie dice que sea fácil, pero quizá, para iniciar el aprendizaje, no resulte superfluo echar una mirada atrás, crítica, pero no por eso derogatoria, a la Constitución que nos devolvió la convivencia en libertad y nos inició en el camino de la autonomía como ciudadanos de un mismo Estado democrático.
Alegato por una reforma de la Constitución, Santos Juliá.


Un regalo envenenado, Reyes Mate

Javier Cercas dice que le tocó la lotería el día que Enric Marco pasó de heroico superviviente a vulgar estafador. Tenía tema, el tema de El impostor, en el que Marco es parábola de nuestro tiempo o arquetipo de cómo nos comportamos. Marco no es desde luego el primer estafador. Hace casi veinte años Wilkomirski, autor suizo de Fragmentos, un libro donde se inventaba una falsa infancia en un lager, provocó un cataclismo. La razón de esta conmoción tenía que ver con la significación de Auschwitz, un acontecimiento singular porque fue impensable, es decir, escapó a las coordenadas del conocimiento. Solo nos era accesible su significación a través de los testigos. La memoria de los supervivientes adquiría un valor epistémico de primer orden. La memoria era el a priori del conocimiento, lo que da que pensar. Un engaño en el testimonio suponía un atentado al pensar después de Auschwitz y eso no se podía tolerar. El debate consiguiente se centró en la verdad de lo ocurrido y cómo contarlo. Estaba claro que había zonas de aquella realidad que escapaban a la historia y solo nos eran accesibles desde la memoria, que no es solo subjetiva, sino objetiva; que no produce solo sentimientos, sino también conocimiento. La memoria del filósofo o la del narrador no es la del historiador. Muchos de estos debates asoman en la poderosa novela de Cercas, aunque él, cuando ejerce de ensayista, opta por desacreditar la memoria. Se cuela en su obra el debate español sobre memoria e historia y eso desorienta mucho. Porque al entender la memoria como quieren los historiadores (algo subjetivo y sentimental), tira piedras sobre su propio tejado. Al fin y al cabo, lo que aquí nos convoca es un caso de falso testigo para descubrir algunas verdades a través de una mirada moral al pasado: la memoria.

Herida por la historia, Santos Juliá

Muchas fueron las voces que se elevaron en la última década del siglo XX, en Francia como en Estados Unidos, para denunciar el delirio conmemorativo, el frenesí de memoria que anegaba la cultura de un presente carente de futuro. La memoria se había convertido en una nueva industria, escribía Kerwin Klein, y Norman Finkelstein publicaba sus reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío bajo el título La industria del Holocausto. El fenómeno tenía que ver con la nueva función del Estado como gran agente cultural, y con el salto de la identidad al primer plano de las políticas de nuestro tiempo. La memoria colectiva alcanzó el valor de lo sagrado para dotar de legitimidad a políticas identitarias en las que el individuo no es nada si no se disuelve en un nosotros ante quien los demás se sienten en deuda permanente: somos víctimas, somos nación. Ante esa avalancha memorialista, el empeño de narrar, tras una dura indagación, los hechos de otros tiempos tal como verdaderamente ocurrieron se despreció como una risible pretensión, como una pasión inútil por conocer ese lugar extraño que es siempre el pasado. Y, sin embargo, nunca se repetirá demasiado que es ahí, en la austera pasión por el hecho, de la que hablaba Yerushalmi, donde radica la única posibilidad de que en la foto del pasado no desaparezca la cara de un hombre para dejar solo su sombrero, que ningún Stalin pueda suprimir del cuadro a ningún Trotski. No que la memoria se reduzca al ámbito de lo privado, sino que, para que cuando sea pública no caiga en mera manipulación o en industria de falsos testigos o de gestores de la cultura, para que sea una memoria ilustrada, ha de ser y sentirse, según la bella imagen de Paul Ricoeur, blessée par l’histoire,herida por la historia.
¿Memoria o Historia?. El dilema: ¿es la memoria del historiador la misma que la del filósofo o narrador?
El pleito de Cataluña es la nacionalidad”, afirmó Francesc Cambó en la fiesta de la Unidad Catalana, organizada el 21 de mayo de 1916 en el Palau de la Música de Barcelona para celebrar el triunfo de la Lliga Regionalista en las recientes elecciones legislativas. “Cataluña”, añadió, “sabe lo que es la nacionalidad, tiene conciencia de ella y quiere el derecho a regir su vida. Queremos el régimen de nuestra vida interna, sin odio a nadie, pero con tal intensidad que combatiremos sin tregua todo lo que se oponga a nuestro paso”.
El combate había comenzado alrededor de 30 años antes, cuando una élite de burgueses, profesionales e intelectuales catalanes salió a la palestra negando el supuesto sobre el que los liberales trataron de construir un Estado desde los tiempos de guerra contra el francés: la perfecta adecuación entre Estado unitario y nación española. Y en efecto, ya se mire la prolija Memòria en defensa dels interessos morals i materials de Catalunya, presentada al rey Alfonso XII en febrero de 1885, ya el más breve Missatje a S.M. Donya Cristina de Hausburg-Lorena, Reina Regent d’Espanya, Comtessa de Barcelona, lo que aquellos catalanes afirmaban no era tanto que España no fuese una nación como que en el mismo Estado del que España era nación existían regiones con rango de nacionalidades. Entre ellas, Cataluña, por una diferencia de lengua, de derecho civil, de cultura, de historia, que se remontaba a la Edad Media, sustrato sobre el que habría de basarse una autonomía, entendida, según lo expresará en marzo de 1892 las Bases per la constitució regional catalana, como soberanía en su gobierno interior.
En la Monarquía: la autonomía integral
Aquellas demandas de autonomía —alimentadas por una ideología historicista, tardorromántica y corporativa, e impulsadas por la protesta contra la unificación del derecho civil, penal y mercantil, contra la división del Estado en provincias y por la defensa de la lengua y del arancel— procedían de fuera del sistema político, de la rica trama de entidades cívicas, culturales y económicas que poblaban Cataluña. Pero a partir de 1898, y como resultado de la crisis moral y política provocada por el Desastre, la Unió Regionalista y el Centre Nacional Català decidieron dar el salto a la política creando en 1901 la Lliga Regionalista y competir, con singular éxito, en elecciones como partido político.
A partir de ese momento, será la Lliga, con Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó como líderes de sus dos principales corrientes, quien defienda una renovada concepción de la autonomía, sostenida en el “hecho diferencial” que proclama a Cataluña única nación de los catalanes y que proyecta a España como Estado llamado a una misión imperial, único camino para devolverle su perdida grandeza.
Cierto, los hechos diferenciales eran múltiples y los catalanistas estaban dispuestos a reconocerlo. En la primera visita del joven rey Alfonso XIII a Barcelona en abril de 1904, Cambó no perdió la ocasión de recordarle la necesidad de una reorganización del Estado que posibilitara el injerto —“ahora difícil, casi imposible”— de todas las autonomías de los “organismos naturales: la región, el municipio y la familia”. Y Prat de la Riba, al presentar en diciembre de 1911 a José Canalejas un proyecto de bases para la constitución de la Mancomunidad catalana, insistirá en que su sentido descentralizador no era exclusivo de Cataluña, sino “aspiración más o menos manifiesta de todas las regiones y provincias de España”.
De modo que autonomía de Cataluña y reforma constitucional vinieron a ser la misma cosa. Dos años después de haberse aprobado el Estatuto de la Mancomunidad en marzo de 1914, Francesc Cambó presentaba en el Congreso una nueva propuesta, retomada por la Asamblea de Parlamentarios en 1917 y reiterada un año después, tras su primera experiencia como ministro en un Gobierno presidido por Maura. Era la “autonomía integral” que correspondía a la nacionalidad y que se resumía en la capacidad de los catalanes de regir todo aquello que afectaba a su “vida interna”, o sea, todo lo que no se atribuía expresamente al Estado en el reparto de competencias plebiscitado en las asambleas de los municipios catalanes convocadas por la Mancomunidad. Así reconocida, la autonomía de Cataluña no podía entenderse como separación, sino como acicate a los otros pueblos de España para que siguieran el mismo camino: “Queremos que venga con España, porque sentimos a España como algo nuestro”.
Sin la conmoción mundial de la Gran Guerra, el triunfo de aquellos ideales se presentaba como “tarea larga y pesada”. Pero el momento había llegado y después de atender una llamada de Alfonso XIII —que le prometió la autonomía inmediata a cambio de “provocar un movimiento que distraiga a las masas de cualquier propósito revolucionario”—, Cambó exhortó a los catalanes asegurándoles que había querido Dios “que en nuestra generación esté la suerte de Cataluña”. “La autonomía completa, absoluta, integral” estaba, por fin, al alcance de la mano. De ahí que su frustración fuera profunda cuando Antonio Maura, alarmado ante las nuevas Bases presentadas por la Mancomunidad el 25 de noviembre de 1918 —un Parlamento catalán con dos Cámaras, un Gobierno, un tribunal mixto para dirimir posibles pleitos con otras regiones—, exclamó: “¿Autonomía integral?... No sé lo que es”. “Ustedes”, les dijo, “han delimitado la región amojonando el Estado”. La promesa regia se disolvió aplastada por las ovaciones de los parlamentarios del turno, mientras los diputados y senadores de la minoría catalana abandonaban el Congreso. La autonomía integral moría antes de nacer: “¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!”, exclamará Cambó, mientras el republicano Marcel·lí Domingo, tendiéndole la mano, le prometía que “con la República tendrán todas las regiones la autonomía a que aspiran”.
En la República: la región autónoma
Y la República llegó con el triunfo, en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, de la coalición republicano-socialista en España y de Esquerra Republicana, un partido recién creado, en Cataluña. A las dos menos cuarto del día 14, Lluís Companys salió al balcón principal del Ayuntamiento y proclamó la República Federal Española, solo para que una hora después Francesc Macià le corrigiera la plana declarando la instauración de un “Estat català, que amb tota la cordialitat procurarem integrar a la Federació de Repúbliques Ibèriques”. Tal vez alguien advirtió al viejo líder de la imposibilidad de integrar el Estat català en una entidad inexistente, el caso fue que Macià rectificó su propia corrección y proclamó a la caída de la tarde la “Republica catalana com Estat integrant de la Federació Ibérica”.
La inquietud que estas sucesivas, y algo extravagantes, declaraciones despertaron en el Gobierno provisional de la República movió a su presidente, Niceto Alcalá Zamora —que en 1916 había afirmado que Cataluña era “una región vigorosa, pero no una nacionalidad, ni puede serlo”—, a despachar tres ministros (Domingo, Nicolau y De los Ríos) a Barcelona con objeto de negociar una fórmula de avenencia. La encontraron no en el restablecimiento de la Mancomunidad, disuelta por la dictadura de Primo de Rivera (1925), sino más lejos en el tiempo, en el de la Generalitat como gobierno provisional hasta que se promulgara la Constitución y en el compromiso de presentar como ponencia ante las futuras Cortes Constituyentes el proyecto de estatuto de autonomía que el pueblo catalán y la Generalitat presentara al Congreso de Diputados.
Calmados de esta manera los ánimos, la Comisión Jurídica Asesora, encargada por el Gobierno de preparar un anteproyecto de Constitución, no consideró la posibilidad de un Estat català y desechó la idea de una república federal española, pero reconoció el derecho que asistía a todas aquellas provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a presentar un estatuto de autonomía si así lo decidían. Los miembros de la Comisión pensaban quizá en la demanda de autonomía presentada años antes por la Lliga y reconocían idéntico derecho a todas las provincias que “acordaran organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español”. La Constitución de la República vino a reconocer lo que habían repetido todos los catalanistas, monárquicos o republicanos desde hacía 50 años: que la autonomía de Cataluña implicaba proceder a la reestructuración del Estado en regiones autónomas.
Quedaba así despejado el camino para que el Estatuto plebiscitado y presentado por la Generalitat comenzara a ser debatido. Manuel Azaña, presidente del Gobierno, pulverizó las barreras que se habían levantado durante su tramitación recordando que en el siglo XIX vientos universales habían depositado sobre el territorio propicio de Cataluña gérmenes que “habían arraigado y fructificado” hasta constituir “hoy el problema político específico catalán”. El pleito de Cataluña se define así como problema político, que exige una solución política que ya no podía proceder del jacobinismo del siglo anterior, sino del reconocimiento de la diferencia en un estatuto para la región catalana. Luego, como escribió Josep Pijoan, “vendrán otros estatutos, y así, de manera natural, biológica, la Península se federará poco a poco, según corresponde a su variedad”.
La política, sin embargo, acabó por desviar el curso de la naturaleza y de la biología. El Estatuto, promulgado como Ley de la República el 15 de septiembre de 1932, quedó suspendido el 6 de octubre de 1934 a consecuencia de la rebelión de la Generalitat, azuzada en primera instancia por la anulación de la ley de contratos de cultivo por el Tribunal de Garantías Constitucionales y, en última y definitiva, por la entrada de la CEDA en el Gobierno.
El presidente Companys proclamó esta vez el Estat Català de la Republica Federal Espanyola para, acto seguido, rendirse ante el general Domingo Batet y ser encarcelado junto a sus compañeros de insurrección. “Todo se ha perdido, incluso el honor”, escribió el periodista Gaziel al comentar el “desastroso final del primer ensayo autonomista realizado en Cataluña”.
Aunque Gaziel no lo pudiera imaginar en 1934, todavía quedaba mucho que perder. Restablecido tras las elecciones de febrero de 1936,
el Estatut fue suspendido por el Gobierno de la República en todo lo relacionado con el orden público tras los días de guerra civil en mayo de 1937 en Barcelona, y en la zona rebelde quedó derogado por el general Franco por Ley de 5 de abril de 1938. Companys, un presidente al que el Gobierno siempre se le escurría entre las manos, recuperó el honor en forma de martirio al ser capturado en París por la Gestapo, entregado a Franco y fusilado en 1940.
En democracia: nacionalidades y regiones
Que la historia no siempre es maestra de la vida quedó bien demostrado en junio de 1962 cuando en el encuentro de fuerzas políticas del interior y del exilio en Múnich, y tras otro acalorado debate, no hubo manera de llegar a un acuerdo sobre si eran pueblos, regiones o nacionalidades las entidades a las que una futura democracia española debería reconocer la autonomía. El duro enfrentamiento entre catalanistas y democratacristianos presentes en el coloquio solo llegó a una tregua cuando Salvador de Madariaga propuso como fórmula de compromiso “el reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales”.
Unas fórmulas —personalidad, comunidad natural— llamadas a corta vida: desde mediados de la década de 1960, los partidos, grupos y asambleas de oposición a la dictadura recuperaron los viejos términos de nacionalidad y región como mejor expresión de un derecho que en ocasiones llamaban de autonomía y en otras de autodeterminación. Pueblos, nacionalidades y regiones eran, las tres en plural, voces bien arraigadas en los léxicos políticos español y catalán cuando se inicia en 1977 el debate constitucional, y no fue casualidad ni capricho, menos aún delirio, que las tres encontraran su camino hasta verse estampadas en la Constitución: los pueblos de España aparecen en el preámbulo, el pueblo español se presenta en el artículo 1 y las nacionalidades y regiones irrumpen, juntas, en el artículo 2.
Ni pueblos de España ni pueblo español crearon mayor problema, pero la llegada por vez primera de nacionalidades a un texto constitucional levantó una tormenta. Cuando se hizo pública su presencia en el anteproyecto, no faltaron voces templadas, como la de Manuel García Pelayo, que mostró su cautela porque nacionalidad introducía gran incertidumbre sobre el futuro del Estado y porque “formaba parte de la dialéctica de las cosas, no de la fatalidad histórica, que del Estado de nacionalidades se pase a su disgregación en varios Estados nacionales”. Por eso, y porque la cúpula militar tampoco se mostraba muy complacida por la novedad, el artículo 2 pagó con la redundante fórmula de la “indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” la presencia a su vera de nacionalidades y regiones.
En todo caso, nacionalidades y regiones y, con ellas, el principio de generalización de la autonomía y del derecho de cada una a elaborar su propio estatuto, era algo que la oposición lo tenía hablado desde años antes y fue objeto de los acuerdos firmados por Coordinación Democrática con Assemblea de Catalunya y con Consell de Forces Polítiques de Catalunya en sendas reuniones mantenidas en Barcelona el 21 de mayo de 1976.
De la necesidad urgente de estructurar el Estado en nacionalidades y regiones habló con Adolfo Suárez en enero de 1977 una delegación de la Comisión de los Nueve, formada por Felipe González, Antón Cañellas, Joaquín Satrústegui y Julio Jáuregui. Naturalmente, Jordi Pujol, al hablar de nacionalidad en el pleno del Congreso de 4 de julio de 1978, recordó con orgullo que fue la minoría catalana “la que introdujo en su día ese término [en el proyecto de Constitución] y luego lo ha defendido”. Por todo eso y por la pacífica restauración de la Generalitat de Catalunya, la llegada de los dos términos a la Constitución, tras la frustración de la autonomía integral en 1918 y la liquidación por las armas de la región autónoma 20 años después, se celebró en 1978 como un logro que cerraba un siglo de pleito catalán.
En la crisis: nación soberana
No lo cerró. Al cabo de tres décadas, un programa de construcción nacional, elaborado y ejecutado con recursos públicos desde un poder de Estado como es la Generalitat, ha culminado en la reapertura del pleito de Cataluña sobre otras bases y con otras metas. Al calor del fin de otra guerra, en esta ocasión fría, y del derrumbe del imperio ruso-soviético y la creación de nuevos Estados en Europa, emergió un nuevo proyecto político que podría expresarse como cierre del pleito de nacionalidad, apertura del pleito de nación. Primero fue que la Constitución se había quedado estrecha; luego, que el Estado español no sería plenamente democrático hasta que no se constituyera como plurinacional, siendo cuatro sus naciones: Castilla, Cataluña, Euskadi y Galicia; finalmente, que nación plena exige Estado propio.
El camino a la independencia, soterrado en una semántica plagada de equívocas metáforas, experimentó una formidable aceleración con la última ronda de reformas de estatutos que transformó a regiones en nacionalidades y a nacionalidades en naciones mientras el Tribunal Constitucional sufría el más severo desprestigio de su vida. Culminada la irresponsable ronda poco antes de que se desatara la Gran Depresión, lo ocurrido desde junio de 2011, con el Parlament cercado, los diputados víctimas de escraches y vapuleos y, casi de inmediato, las campañas “España nos roba” y “Expolio fiscal”, las masivas diadas y, en fin, pero no en último lugar, la revelación de la corrupción sistémica sobre la que la familia Pujol-Ferrusola había construido su poder absoluto, ha impulsado al Gobierno de la Generalitat a abrir, no una nueva etapa de esta larga historia, como afirma su presidente, sino un nuevo pleito, de otra naturaleza. La declaración de soberanía en enero de 2013 y la convocatoria de un referéndum por la independencia un año después no miran a la reestructuración del Estado español, sino a su fragmentación en naciones soberanas, cada cual con su Estado unitario.
Que, como resultado del liderazgo errático y aventurero del president Mas, y del mudo esperar y ver del presidente Rajoy, la historia aquí contada no pueda terminar sino con un “el tiempo dirá” dice mucho acerca del imprevisible y, ya para todos, ruinoso desenlace de este nuevo pleito de Cataluña.
El pleito de Cataluña. Crónica histórica del viaje desde la autonomía regional a la soberanía nacional, Santos Juliá

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