martes, 29 de julio de 2014

La nave de los locos

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El Bosco, 1503-1504


Imagino un idioma cuya literatura tiene un gran espacio en blanco en el centro: la obra maestra de la literatura en ese idioma permanece oculta durante siglos, olvidada o prohibida; el nombre de su autor no lo conocen más que dos o tres eruditos. El problema más grave no es la injusticia del desconocimiento, la falta de recompensa por un esfuerzo y un logro que fueron irrepetibles; más grave que la injusticia es la pérdida para ese idioma y para esa literatura, toda la fecundidad que no condujo a nada, todas las influencias que una obra así podía haber irradiado. Hay que pensar en qué habría sido la literatura en inglés, y hasta la misma lengua inglesa, sin la King James Bible, la traducción directa al inglés que se publicó en 1611. No habría habido Milton, ni William Blake, ni los suntuosos oratorios de Haendel, ni Moby-Dick, ni Walt Whitman, ni una parte de James Joyce, ni Faulkner, ni los Negro Spirituals, ni los discursos arrebatadores de Martin Luther King.
Una de las cimas literarias de la lengua española, la Biblia traducida en el siglo XVI, ha sido invisible o ha permanecido en los márgenes de nuestra cultura desde el momento mismo en que se publicó, y no ha podido ejercer ninguna influencia vivificadora; uno de nuestros más grandes escritores, su traductor, fue perseguido hasta el extremo de que su nombre fue borrado por completo de nuestra memoria colectiva. Fue raído, habría escrito él mismo, Casiodoro de Reina, con su sentido visceral del idioma, su capacidad para combinar la inmediatez y la riqueza de la lengua popular con las tensiones máximas de la voluntad poética, con la necesidad de enriquecer y ensanchar el idioma español para que cupiera en él nada menos que toda la Biblia, el Antiguo Testamento y el Nuevo, desde el Génesis al Apocalipsis. La Biblia King James se publicó en Inglaterra en 1611, con pleno apoyo de la Corona, y gracias al trabajo sostenido de un equipo de traductores (John Updike decía que era una de las dos únicas obras maestras escritas por un comité, junto al informe oficial sobre los atentados del 11 de septiembre). A la manera española, Casiodoro de Reina parece que hizo él solo la mayor parte de ese trabajo ingente, y además lo hizo no en la tranquilidad de un estudio, con tiempo y sosiego por delante y una biblioteca a mano, sino mientras huía de un sitio a otro, por la Europa de la Reforma, la Contrarreforma y las guerras de religión. Nuestra Biblia castellana se terminó de traducir cuarenta años antes que la inglesa, pero se publicó en Basilea, en 1569, y los pocos ejemplares que llegaron de contrabando a España cayeron en manos de la Inquisición y fueron quemados por ella, igual que fue quemado el hereje que los introdujo en el país, del que se sabe que se llamaba Juanillo y era jorobado.
Si a Casiodoro de Reina no lo quemó la Inquisición fue porque había escapado a Ginebra en 1559. Lo quemaron, desde luego, en efigie, en 1562, en Sevilla, en un auto de fe en el que ardió también el cadáver sacado de la sepultura de otro perseguido que había muerto antes de que lo atraparan. Quemaron cadáveres y muñecos de cartón, y quemaron a personas vivas, entre ellas una mujer que había albergado en su casa reuniones clandestinas de disidencia religiosa. Ordenaron derribar la casa de la mujer y sembraron de sal el solar para asegurarse de que no pudiera crecer ni la hierba. Casiodoro de Reina estuvo en Ginebra, en Inglaterra, en Amberes, en Fráncfort, en Basilea, en Estrasburgo. Traducía la Biblia, ejercía como pastor de comunidades de españoles refugiados y vivía del comercio de la seda. Había sido monje jerónimo en Sevilla, muy cercano a los círculos erasmistas en los que abundaban los judíos y moriscos conversos. De Ginebra se marchó porque lo repugnaba que los calvinistas fueran tan aficionados como los católicos a quemar disidentes. Menéndez Pelayo, que no tuvo más remedio que admirar su talento literario, procura también desacreditarlo en su Historia de los heterodoxos españoles: dice que era un morisco granadino, y que cuando se marchó de Inglaterra fue huyendo de una acusación de sodomía.

La obra maestra escondida, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de julio de 2014]
Sobre La Biblia del Oso. Traducción de Casiodoro de la Reina. Edición dirigida por José María González Ruiz. Alfaguara. Madrid, 2001.


La madre de la literatura, Félix de Azúa [El País, 26 de mayo de 2013]
Cada lector, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 9 de octubre de 2012]
Ese monumento de papel, Arturo Pérez Reverte [Patente de corso, 4 de abril de 2011]
El sermón del fantasma, Javier Marías [El País, 7 de mayo de 2006]
La “Biblia del oso”, Luis Manuel Ruiz [El País, 15 de mayo de 2002]
El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes. Primera Parte. Capítulo XLIII
Hallada la primera traducción al español del “Elogio de la locura”, Isabel Ferrer [El País, 15 de febrero de 2012]







Casiodoro de Reina escribe en un castellano prodigioso que está en el punto intermedio entre Fernando de Rojas y Cervantes, con una efervescencia expresiva que solo tiene comparación con santa Teresa, san Juan de la Cruz y fray Luis de León. Es una lengua poseída por la misma capacidad de crudeza terrenal y altos vuelos literarios de La Celestina; un castellano mudéjar, empapado todavía de árabe y de hebreo, forzado en sus límites sintácticos para adaptarse a las cadencias y las repeticiones y las exageraciones de la lengua bíblica. Es una lengua de campesinos, de hortelanos, de trabajadores manuales, con una precisión magnífica en los nombres de las cosas naturales y los oficios; y también es una lengua todavía muy descarada, muy sensual, no sometida a la monotonía sofocante de la ortodoxia, a la esterilización dictada por el miedo, a la hipocresía de la conformidad. Es una lengua para ser recitada, entonada, cantada en voz alta; para expresar la furia tan desatadamente como el deseo erótico; y también las negruras de la pesadumbre y los extremos del dolor. Traducidos por Casiodoro de Reina, el libro de Job o el Eclesiastés son, sin la menor duda, dos de las obras máximas de la poesía y de la sabiduría en español. Y el Cantar de los Cantares tiene una caudalosa alegría erótica para la que no creo que exista comparación en nuestro idioma: yo solo la he encontrado en la Bella del Señor de Albert Cohen, no por casualidad un descendiente de judeoespañoles: “Tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos. Yo dije: yo subiré a la palma, asiré sus racimos, y tus tetas serán ahora como racimos de vid, y el olor de tus narices como de manzanas. Y tu paladar como el buen vino, que se entra a mi amado suavemente, y hace hablar los labios de los viejos”.
Por cualquier página que se abra, la recompensa es deslumbradora. Las plagas con que el vengativo Jehová castiga a los egipcios son más terribles en el castellano de Casiodoro de Reina: “… Y a la mañana siguiente el viento oriental trajo la langosta. Y subió la langosta sobre la tierra de Egipto y asentóse en todos los términos de Egipto, y cubrió la haz de toda la tierra y la tierra se oscureció, y comió toda la yerba de la tierra y todo el fruto de los árboles, que había dejado el granizo, que no quedó cosa verde en árboles ni en la yerba del campo por toda la tierra de Egipto”.
Esta Biblia la publicó Alfaguara íntegra en su colección de clásicos en 2001. J. Antonio González Iglesias le dedicó una reseña excelente en estas páginas. Modernizada y hasta cierto punto simplificada es la misma que leen ahora mismo los protestantes de habla española. Que sea desconocida para casi todo el mundo es una de las calamidades de nuestra literatura, y de nuestro idioma. Como tanto de lo mejor que ha dado nuestro país, la Biblia de Casiodoro de Reina es un fruto de la heterodoxia y el destierro.
La Biblia del Oso. Traducción de Casiodoro de la Reina. Edición dirigida por José María González Ruiz. Alfaguara. Madrid, 2001.
La obra maestra escondida, Antonio Muñoz Molina [El País, 27 de julio de 2014]


Hablamos como podemos y sobre todo como nos enseñan en casa, si acaso tenemos casa. El aprendizaje suele ser suelto y zoológico, pura imitación. Otra cosa es lo que escribimos. La lengua de la literatura apenas tiene relación con la lengua que se habla, es el resultado de una técnica esforzada y compleja, así que no parece raro que vaya desapareciendo, sustituida por una prosa que se arrastra por la tierra como las lombrices, pero con menos gracia. Escribir literariamente es una tarea extenuante y hermosa. Los literatos actuales tienden, razonablemente, a una escritura masificada.

Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental. Ahora que por fin se está traduciendo al castellano la versión de los Setenta, la célebre Septuaginta de Alejandría, podemos dedicar diez minutos a pensar en este particular: que en España, a diferencia de Inglaterra, Alemania o algunos lugares de Italia, no hemos tenido un texto bíblico como modelo literario.
El primero que concibió el alcance inmenso que podía tener una traducción de la Biblia al idioma común y corriente fue, famosamente, Lutero. En 1522 aparece un modo de escribir que rápidamente se convertiría en lo propiamente literario del ámbito germánico. Lutero estuvo atento al habla de la calle e incluso se dice que iba por los mercados anotando expresiones como un profesor Higgins teutón. Lo cierto es que el idioma alemán no existía, sino un sinfín de dialectos muchas veces incomprensibles los unos para los otros. En este sentido puede decirse que Lutero inventa el alemán literario al ingeniar una síntesis de gran belleza. Su influencia sobre Herder, Lessing, Goethe o Nietzsche, proclamada por ellos mismos, llega hasta las jeremiadas bíblicas de Bernhard.
Lo mismo sucede con la Biblia en tierras inglesas y aún con mayor fuerza. La primera traducción de intensa influencia es la de Tyndale, comenzada, por emulación, a partir de la edición de Lutero. Sólo pudo acabar el Nuevo Testamento y parte del Antiguo, pero sus discípulos la completaron y está en la base de la llamada Biblia de Ginebra editada en 1560. Era la primera en usar el texto hebreo en lugar del griego, pero el lenguaje mismo, el lenguaje literario de la Biblia de Ginebra, contiene un ochenta por ciento de Tyndale según Harold Bloom.
La Biblia de Ginebra tuvo una gran difusión y es la que leyeron Shakespeare, Milton, Spenser o Donne, pero era de ideología puritana de manera que el rey Jacobo I encargó una nueva versión para uso de la Iglesia de Inglaterra. Es la célebre King James, que se completa en 1611. Esta será la Biblia común de ingleses y americanos, una obra maestra traducida del texto hebreo (el Antiguo Testamento) y del griego (el Nuevo). Escritores como Melville o Faulkner serían inconcebibles de no contar con esta fuente siempre conspicua. Autores de muy distinta musicalidad, como Dickens, Joyce o Jane Austen, son también hijos de tan asombrosa obra de arte literario.
En España, como es nuestro frecuente destino, eso no fue posible porque la prohibición de leer la Biblia se prolongó hasta el siglo XIX. Y aún podríamos añadir que ni siquiera en el siglo XX es una lectura literaria común, excepto entre los mejores, como Juan Benet y Sánchez Ferlosio, lectores admirados de la Biblia del Oso, nuestra traducción renacentista. El siglo XXI ya no necesitará que nadie la lea. Hemos llegado a otro mundo y no está en éste.
La historia de la Biblia del Oso y de su autor, Casiodoro de Reina, es una novela fascinante. Sorprende que no haya dado pie a una serie televisiva en los periodos medianamente liberales que hemos tenido en ese ente. Casiodoro de Reina era un monje del monasterio de San Isidoro, próximo al centro urbano de Sevilla, en donde burbujeaba la Reforma luterana con auténtico vigor. En consecuencia, él y otros doce monjes se vieron obligados a huir en 1557 al saber que la Inquisición se estaba interesando seriamente en sus ideas y trabajos. Bien hicieron, porque de los cien que no pudieron escapar cuarenta murieron en la hoguera.
Se instaló primero en Ginebra, pero la intransigencia calvinista le hastiaba y las ejecuciones le repugnaban. Se exilió, entonces, a Londres donde llegó a ser nombrado pastor con parroquia y pensión. Sin embargo, las relaciones diplomáticas con España habían dado un siniestro poder a los espías de la Inquisición, así que hubo de huir nuevamente en 1563. Su efigie había sido quemada en Sevilla un año antes y su cabeza tenía precio. Buscó entonces refugio en Fráncfort, donde vivía su suegro. El resto de sus días los pasará en constante trasiego entre esta ciudad, Basilea y Estrasburgo.
La Biblia del Oso, así llamada por la ilustración de portada, un oso en trance de arañar con sus garras un panal, aparece en 1569 y es una de las más bellas y perfectas del conjunto europeo. Tiene la peculiaridad de que, aun siendo obra de un creyente protestante, contiene el entero canon católico. Su nombre es la transcripción icónica del impresor, Samuel Biener (Apiarius), y juega con el oso de Berna y las abejas del apellido. Cipriano de Valera, otro de los monjes que huyó de Sevilla junto a Reina, editó en 1602 una segunda edición con algunas alteraciones y esa es la biblia de los protestantes hispanos así como la de los literatos de arte mayor.
Al igual que los casos alemán, italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la lengua común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si la King James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The Tempest), Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo juzga Menéndez Pelayo: "(Casiodoro de Reina es) el escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati". La frase (citada por González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos, pero se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607, obra maestra de la lengua de su país.
No obstante, la frase de Menéndez Pelayo es extraordinaria porque, habiendo podido ejercer la influencia que las traducciones bíblicas tuvieron en Inglaterra o Alemania, en España esto no fue posible. Muy poca gente leyó la traducción de Reina en nuestro país. Podía costarle la vida. Todavía en 1835, cuando George Borrow recorre España intentando vender biblias protestantes, su vida pende de un hilo. Hay que leer sus aventuras en La Biblia en España (hay una muy notable traducción de Manuel Azaña), para darse cuenta de lo que debió de soportar. Casi hemos de ponernos en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de altura.
Pero entonces, si no se produjo un efecto similar al del resto de Europa, una lectura doméstica del texto que originara un estilo literario, ¿cómo explicarse la aparición en España de una literatura en lengua vulgar, pero de gran elevación estilística? Comprendo que cometo una imprudencia al dar mi opinión de un modo tan abrupto, pero tengo para mí que el Quijote de Cervantes, cuya primera parte se edita en 1605 y la segunda en 1615, cumple exactamente con las condiciones exigidas en ese momento de fundación literaria en lenguas vernáculas europeas. Sus trescientas citas de las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico, aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos.
Puede sonar como una frivolidad de aficionado, pero ¿no podría ser el Quijote nuestra particular Biblia y de ahí su enorme éxito, no sólo en España sino también en Inglaterra y Alemania? Una Biblia laica, sin subida nobleza, pero mucha sagacidad, sin grandeza quizás, pero con cálida fraternidad, sin heroísmo, pero con esa simpatía que se da en los países pobres hacia los pequeños, los desvalidos, los chiflados. Una Biblia aún más popular que la elegante traducción de Casiodoro de Reina para un público algo más bajo, más vulgar que el lector protestante norteño. Un libro que expresa igual o mayor desengaño que el que pueda leerse en el Eclesiastés, igual o mayor fervor amoroso que en el Cantar de los Cantares. Una Biblia descreída e irónica. Una Biblia para un país sin Biblia.
La madre de la literatura, Félix de Azúa [El País, 26 de mayo de 2013]


Cada lector es un mundo. El libro con el que se acerca para que uno se lo firme es el mismo, uno de los mismos, que uno ha firmado ya para otras personas, pero al mezclarse con su vida, con su imaginación, con sus recuerdos, forma una aleación única, que yo sólo puedo intuir. Ayer a mediodía iba por Alonso Martínez, después de haber resistido a la tentación de la librería Pasajes -por una vez no pasé del escaparate- y se me acerca con mucha educación a saludarme un hombre bastante alto, que me pregunta si me importa firmarle una novela mía que lleva en la cartera. Le pregunto cómo se llama, a qué se dedica. Me dice con naturalidad que es teólogo, teólogo protestante. Viene de una de esas familias que tenía que vivir medio clandestinamente su fe en la brutal España católica de la dictadura. Le cuento que cuando yo era niño me hablaban con misterio de una familia de Úbeda que eran protestantes, y que yo imaginaba que serían gente muy rara, que viviría en una casa oscura. La Biblia que se leía en casa de este hombre era la traducida maravillosamente al castellano por Cipriano de Valera y Casiodoro de Reina a finales del siglo XVI, la que estaba prohibida en España. A su padre, que era pastor, lo metían por cualquier motivo en la cárcel, le daban palizas. Y no puedo menos que pensar en una foto que estaba en la portada de los periódicos, la vicepresidenta del gobierno y la presidenta de la comunidad de Castilla-La Mancha asistiendo de mantilla a no sé qué canonización en el Vaticano: después de treinta y tantos años de democracia no hay manera de que se respete de manera tajante la aconfesionalidad del Estado.
Me despido de este hombre rápido y cordial, que tiene aire de cualquier cosa menos de teólogo, y en su bolso de costado lleva la novela que acabo de firmarle, la que leerá a la luz de una vida únicamente suya.
Cada lector, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 9 de octubre de 2012]


Pues resulta que voy a la librería de Antonio Méndez, en la calle Mayor, y le digo oye, compañero, ¿tienes la Biblia nueva que acaba de sacar la Conferencia Episcopal? Y Antonio, que es amigo hace veinte años, me mira de reojo y dice te veo chungo, maestro, una Biblia a tus años. De qué vas, Tomás. ¿Has visto la luz, o qué? Y yo le respondo que menos choteo, chaval, o la compro en el Corte Inglés. Grandes superficies, que se dice ahora. Y además quiero dos, una para regalar. Pues la tengo que pedir porque no la tengo, redunda Antonio. Y yo le digo: debería darte vergüenza. Un librero sin Biblia nueva en el escaparate. Ya sé que no vas a misa ni yo tampoco, y que monseñor Rouco y sus mariachis te caen, como a mí, igual que una patada en el duodeno. Pero no estamos hablando de opio del pueblo, ni de tocapelotas nietos de Trento, ni de estragos históricos y sociales, sino de cultura, chaval, que para ser librero no te enteras. De uno de los caudales de sabiduría que nos hizo lo que somos, cóscate, Viejo y Nuevo Testamento, cultura judeocristiana que, combinada con el Islam mediterráneo, Grecia, Roma y toda la parafernalia, hizo lo que llamamos Europa y de rebote Occidente: sitio que lo mismo también te suena, Antoñete; aunque a esa vieja Europa, en tiempos referente moral del mundo, cuna de derechos humanos y crisol de cultura, ya no la reconozca ni la madre que la parió. Dicho en lenguaje de librero, para entendernos, te hablo del mayor bestseller de la Historia, necesario para quien pretenda estar al tanto de lo que es y lo que hace. Para tenerlo tan a mano como a Cervantes, Shakespeare y Montaigne: cuatro patas de la mesa donde algunos apoyamos los codos cuando estamos cansados. No sé si me explico.

Concluida la guasa entre Antonio y yo, una semana después tengo al fin esa nueva Biblia en casa; y, aparte el pequeño inconveniente de maldecir en arameo el tacto áspero de su encuadernación en tela bajo las guardas -la tela en los libros siempre me dio dentera-, disfruto con sus páginas de papel sutil y agradable al tacto, la limpia tipografía y el peso reconfortante del volumen en las manos. Es un hermoso ejemplar con la nueva traducción canónica de los textos sagrados al castellano, que será utilizada en todos los actos litúrgicos y catequéticos, o como se diga, de la Iglesia Católica de aquí. El canon, para entendernos, de la Biblia oficial en lengua de Cervantes. Esto lo convierte en libro de extraordinaria importancia; pues, aparte la lectura íntima que haga cada cual, su texto, leído en misa y utilizado a partir de ahora en las actividades relacionadas con el asunto, influirá directamente, en la lengua que hablan y escriben varios millones de católicos de habla hispana. Que se dice pronto.

Pero ésa, la de la peña practicante, sólo es una parte. Al fin y al cabo, la Biblia es también, y sobre todo, un magnífico caudal de diversión, reflexión y conocimiento. Un monumento indispensable para comprender sobre qué cañamazo se tejió lo que algunos cabrones reaccionarios y gruñones como el arriba firmante todavía llamamos, con una mezcla de melancolía y de guasa escéptica, cultura occidental; dicho sea sin ánimo -o con ánimo, qué puñetas- de ofender. En ese contexto, la Biblia es una fuente extraordinaria de relatos, aventuras, batallas, traiciones, amores, emociones y simbolismos; materia de la que hace tres mil años viene nutriéndose el mundo civilizado y que inspiró a los más grandes filósofos y artistas de todas las épocas; literatura, música, pintura y cine incluidos. Nadie que busque lucidez e inteligencia, que quiera interpretar el mundo donde vive y morirá, puede pasar por alto la lectura, al menos una vez en la vida, del libro más famoso e influyente -para lo bueno y lo malo- de todos los tiempos. El Antiguo y el Nuevo Testamento, para unos historia sacra y revelación divina, y para otros llave maestra de cultura e ilustración, son imprescindibles para comprender cómo llegamos aquí, lo que fuimos y lo que somos. Compadezco a quien no tenga un Quijote y una Biblia en casa, aunque sólo sea para decorar un mueble y leer cuatro líneas de vez en cuando. Y quien sí sea lector, que calcule. Sólo la Biblia, releída una y otra vez, bastaría para colmar una vida entera. Y ojo. Insisto en que no se trata de religión, sino de cultura. La de verdad; no esa papilla desnatada, presuntamente educativa, impuesta por quienes legislan desde su cateta mediocridad. Oponer prejuicios a la Biblia es como oponerlos a una catedral: no hace falta creer en Dios para visitarla y admirar su belleza. Para sentir lo majestuoso de la memoria que atesoran sus viejas piedras.
Ese monumento de papel, Arturo Pérez Reverte [Patente de corso, 4 de abril de 2011]


Estaba yo el otro día en un bonito funeral que al parecer celebra anualmente la Real Academia Española, muy cerca de la descuidada casa en que vivió Quevedo, "por Don Miguel de Cervantes y cuantos cultivaron las letras hispanas", con especial mención de los académicos muertos de abril a abril, entre los que este año se contaba mi padre, Julián Marías. Un grupo de voces blancas cantaba gratos fragmentos del Códice de las Huelgas, del siglo XIV, y todo discurría apaciblemente. Le tocó leer al oficiante un breve extracto de los Evangelios, y fue del de San Lucas, aunque en versión distinta de la que yo tengo a mano, pues donde en ella dice "espíritu", él leyó siempre "fantasma". Trata del momento en que Jesús se apareció ante los once apóstoles tras su resurrección (el hoy redescubierto Judas ya se habría colgado, y quizá cruzado con Jesús en el camino de los infiernos, el uno de ida y el otro de vuelta; quién sabe si se saludaron o ambos desviaron la vista, como si no se conocieran): "Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Él les dijo: ¿Por qué os turbáis y por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos? Ved mis manos y mis pies, que yo soy. Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies. No creyendo aún ellos , les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Le dieron un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos". En la traducción de Casiodoro de Reina, conocida como La Biblia del Oso, de 1569, la escena no difiere, aunque los discípulos le ofrecieron también "un panal de miel", igualmente presente en la versión inglesa del Rey Jacobo, de 1611. En otra más moderna en esta lengua, el panal ha desaparecido, pero en cambio queda aún más claro que lo que convence a los incrédulos de que el Cristo no es un fantasma, es precisamente que hinque el diente, más que su efectiva corporeidad, pues se da por descontado que debieron de palparlo a base de bien, como él les aconsejó e invitó a hacer: "Seguían sin convencerse, aún preguntándose, porque parecía demasiado bueno para ser cierto. Así que él les preguntó: y lo comió ante sus ojos". Eso dice The New English Bible.
Fueron dos cosas las que, allí en la iglesia de las Trinitarias, me tuvieron distraído durante el resto de la ceremonia. Por un lado, Jesús habla en este pasaje, con toda naturalidad, de los fantasmas, espíritus o aparecidos, esto es, como algo común, existente, cierto y que no debería sorprender en exceso, aunque sí pueda asustar. Y no sólo eso, sino que parece estar al tanto de las características de estos seres, de los que se quiere diferenciar a toda costa. "Ellos no tienen carne ni huesos, yo sí, tocadme. Si fuera un fantasma, palparíais y no daríais con nada, pese a estar viendo mi figura". Les muestra las manos y -excéntricamente- los pies, quién sabe si porque los espíritus, caso de presentarse incompletos, lo hacen sin extremidades y son sólo como torsos, o como bustos. Sea como sea, da la impresión de que Jesús esté bien al corriente de lo que los fantasmas tienen y no tienen, y hacen y no hacen. Y sabe, por ejemplo, que no comen en absoluto; por eso, para demostrar a los once que no deben dudar, les pide de comer y engulle el trozo de pez "ante sus ojos", como fehaciente prueba de su recobrada carnalidad y como si les dijera: "Si me alimento no puedo ser un espíritu".
A la luz de este pasaje, escuchado por casualidad, no puedo evitar preguntarme cómo es que las Iglesias cristianas, que se han dedicado a interpretar todo lo interpretable durante veinte siglos, y a regularlo, desde el famoso sexo de los ángeles hasta el posible bautismo de un feto en el vientre de la madre, mediante inyección, no han establecido como verdadera doctrina -que yo sepa- la existencia de los fantasmas (al fin y al cabo hay "palabra de Dios" al respecto) y no han dilucidado cuáles son sus funciones, su paradero, sus posibles santidad o condenación, su status en el reino de los cielos si es que allí están, el porqué de sus privilegios (lo es darse una vuelta de vez en cuando por el mundo dejado atrás y ver de nuevo a los seres queridos y fastidiar a los enemigos), y toda una serie de cuestiones de mucho mayor interés que las que suelen ocupar hoy a la mundana Iglesia. Lo serían, al menos, para la legión de entusiastas de los relatos de fantasmas, entre los que sin duda me cuento.
El segundo aspecto que me distrajo durante el funeral fue que el resucitado anduviera hambriento y pidiera de comer, pues no creo que atacara el pez y la miel sólo para convencer a los once. Debía necesitar picar algo, y eso, para mi gusto, denota cierto extraño prosaísmo, dadas las solemnes circunstancias y los lugares tremendos por los que acababa de atravesar. Pero bien mirado, y si a todos los efectos había recuperado la carnalidad, hay que tener en cuenta que el hombre se había pasado tres días de viaje y sin probar bocado; así que lo raro, en definitiva, es que no pidiera un jabalí (es un decir).
El sermón del fantasma, Javier Marías [El País, 7 de mayo de 2006]


En la carretera entre Sevilla y Santiponce, poco antes de que se avisten los cipreses de Itálica, se desmigaja un edificio melancólico con un gran escudo, que parece el escombro de un viejo palacio imperial. Pero no es un palacio, sino un convento: San Isidro del Campo, antigua sede de la Orden de los Jerónimos Observantes. Aunque hoy el edificio resulte penoso, su indigencia se aviene bien con las intrigas y ataques de que fue protagonista. San Isidro del Campo constituyó, durante el siglo XVI, uno de los focos más activos de protestantismo de todo el país. Los monjes que lo habitaban se llamaban a sí mismos Ermitaños, formaban una secesión de los Padres Jerónimos fundada en 1429 y pretendían seguir rígidamente el austero modo de vida del santo que los patrocinaba. En el verano de 1557, la congregación decidió huir a Ginebra, hostigada por las amenazas de las jerarquías españolas y temiendo que el paso de las palabras a los actos estuviera demasiado próximo. Once o doce de ellos lograron llegar a Suiza con sus familias, después de un largo periplo a través de montañas, caminos y poblaciones en que evitaban a las autoridades. Otros no fueron tan afortunados: 40 de los monjes sirvieron para dar esplendor a cuatro multitudinarios autos de fe celebrados entre 1559 y 1562, y la casa de Isabel de Baeza, que servía para reunirse a los adeptos a las ideas reformistas, se arrasó, quemó y borró, llegándose incluso a sembrar sal bajo las cenizas del solar. Pero la lengua castellana tuvo suerte; entre los fugados se hallaba Casiodoro de Reina, un erudito sevillano que había ingresado en la orden unos años antes y que se caracterizaba por predicar el sermón de la misa en lengua vernácula: costumbre peligrosa que podía hacer a los feligreses entender la palabra de Dios en vez de obedecerla.
Dios no exige que lo comprendamos, ni siquiera que lo amemos, sino que reconozcamos su fuerza: éste fue el principio que mantuvo férreamente la Iglesia Católica durante todos los oscuros años de la Contrarreforma. Pero Lutero primero, y Casiodoro de Reina luego, compararon la Biblia, un libro escrito con letras, con el mundo, el otro libro hecho de símbolos que Dios había redactado, y postularon que todo creyente debe poder gozar del privilegio de interpretar ambos. Traducir las Escrituras era un delito capital, que llevaba parejas la excomunión y la muerte. Durante más de diez años, desatento a las órdenes de busca y captura que se dictaban contra él, Casiodoro vagó entre Estrasburgo, Francfort y Basilea, entregado a la tarea de volcar al español el lenguaje seco y terso de la divinidad. El resultado se publicó en esta última ciudad en 1569, y se llamó la Biblia del Oso, debido al emblema del impresor, un oso que arranca un panal de miel de la copa de un árbol. En 1602, la Biblia se había agotado y era difícil de encontrar como un hombre honesto: Cipriano de Valera, exegeta protestante, la reeditó con muchos añadidos y notas. Hoy se celebra el 400 aniversario de aquella gesta que entregó la literatura de Dios a los españoles; de su belleza, coherencia y pudor puede dar fe cualquiera que se acerque a esta traducción primera que luego oscureció la pesadez de las versiones canónicas.
La “Biblia del oso”, Luis Manuel Ruiz [El País, 15 de mayo de 2002]

La Biblioteca Nacional y la Sociedad Bíblica presentaron la Biblia del Siglo de Oro Español, una edición conmemorativa del 440º aniversario de la publicación de la Biblia Reina-Valera, también conocida como Biblia del Oso. Ésta fue la primera Biblia en castellano traducida directamente de las lenguas originales hebreo y griego por Casiodoro de Reina en 1569 y revisada posteriormente por Cipriano de Valera en 1602.
23 DE JUNIO DE 2009, MADRID
Y aunque parezca extraño, han tenido que pasar casi cuatro siglos y medio para que el trabajo realizado por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera vea la luz en España tal y como ellos lo hicieron, incluyendo los libros deuterocanónicos y siguiendo el orden escogido por estos monjes jerónimos obligados a huir de España por la represiva Inquisición.

Es por ello que la presentación de la pasada semana en la Biblioteca Nacional de España, con el respeto y admiración de todos, es un ejemplo de que los tiempos en algo han cambiado para mejor. Quizá Reina y Valera, quemados en efigie, nunca imaginarían un escenario así para la presentación de su obra. Lejos de los que tanto dolor y penurias infligieron a sus vidas y a sus obras, en la tarde del 16 de junio de 2009 [Blooms Day], la Biblia del Siglo de Oro ha sido presentada con todo el respeto y el honor que corresponde a una obra digna de reconocimiento público cultural y espiritual.

En el acto de presentación, Ana Santos, directora de Acción Cultural de la Biblioteca Nacional, celebró el momento y significado de esta Biblia del Siglo de Oro que llegaba al Siglo XXI con toda su riqueza histórica. José María Contreras, director general de Relaciones con las Confesiones del Ministerio de Justicia, en su saludo reconoció que: «Con este acto retomamos una parte de nuestra propia historia» al tiempo que deseaba que nunca más ningún español sea perseguido en España por razones de índole religiosa.

José M. López Rodrigo, director de la Fundación Pluralismo y Convivencia, añadía que «estamos presentando un libro del S. XXI siendo capaces de hacer que tenga una novedosa aportación histórica y cultural hoy». Mariano Blázquez, secretario ejecutivo de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España destacó su admiración por el trabajo de la Sociedad Bíblica que, en tiempos de crisis como los actuales, es capaz de arriesgarse a llevar a cabo empresas como esta traducción. Concluyó la participación institucional Máximo García, Presidente del Consejo Evangélico de Madrid.

¿No se nos escapa lo mejor atendiendo a las presentaciones?


Participaron también en la presentación de la obra Ricardo Moraleja, responsable del área de traducciones; Samuel Escobar, pedagogo y presidente honorario de las Sociedades Bíblicas Unidas; José Manuel Sánchez Caro, catedrático de Sagrada Escritura de la Universidad Pontificia de Salamanca; y Julio Trebolle, director del Instituto de Ciencias de las Religiones de la Universidad Complutense de Madrid, expusieron cada uno aspectos y ángulos distintos relativos a la obra y sus traductores, pasando desde lo histórico a los aspectos de cultura, significado espiritual y análisis del valor literario.


HISTORIA DE DOS HÉROES DE LA FE [De Heresiarcas a Héroes.]

La llamada ´Biblia del Oso´ fue la primera traducción completa de la Biblia al castellano; llevada a cabo por Casiodoro de Reina. En 1602 fue revisada por Cipriano de Valera, en una versión conocida como la ´Biblia del Cántaro´.

Casiodoro de Reina fue un importante estudioso y traductor de la Biblia que nació en el sur de España, posiblemente en Montemolín, en torno al año 1520. Durante su vida religiosa desarrolló un interés particular en traducir la Biblia al castellano. En 1569, publicó en Basilea su traducción de la Biblia, la cual ha pasado a la historia con el nombre de Biblia del Oso.

Pocos años después, su compañero de monasterio Cipriano de Valera publicaría su revisión. Nació, probablemente, hacía 1532, en Valera la Vieja. Esta población, situada sobre las ruinas del antiguo asentamiento romano de Nertóbriga, formaba parte del reino de Sevilla en los días de Cipriano, y actualmente pertenece al municipio de Fregenal de la Sierra, en Badajoz. Fue compañero de Casiodoro de Reina en el monasterio jerónimo de San Isidoro del Campo (Sevilla). En el año 1602 publicó en Ámsterdam su revisión de la Biblia del Oso.

El sueño de estos monjes, lejos de un lucimiento personal, perseguía poner al alcance del pueblo llano la palabra de Dios, convencidos del impacto que tendría en las personas y en la sociedad. Un sueño que compartieron con otros reformistas europeos, como Lutero o Calvino, que defendieron el valor incalculable de la lectura libre y cercana de la Biblia.

REVISIONES POSTERIORES

Durante la segunda mitad el siglo XIX, otro ilustre español, Lorenzo Lucena Pedrosa, realizó una revisión de la Reina–Valera, que haría que el texto fuera recuperado por las florecientes comunidades protestantes de la época. El hecho de que las Sociedades Bíblicas comenzaran a editar el texto según el canon tradicional de las iglesias evangélicas –sin los libros apócrifos o deuterocanónicos– propició aún más su estatus de libro prohibido y se ganó el apodo de la «Biblia protestante».

Reina–Valera es, aún hoy, el libro de cabecera para más de 100 millones de protestantes de habla hispana en España y América. No obstante, es interesante constatar que un texto de la grandeza literaria de la Biblia Reina–Valera permanezca como una obra prácticamente desconocida para la mayoría de hispanohablantes no relacionados con la fe evangélica. Con la presente edición, la Sociedad Bíblica quiere contribuir a enmendar este lapsus histórico, cultural y espiritual para que así llegue al lector actual, y desea rendir homenaje a Reina y a Valera por lo que su obra significó para la literatura del siglo XVI.

UNA EDICIÓN HISTÓRICA

La presente edición incorpora varios artículos escritos por reputados traductores, biblistas e historiadores. Tales artículos tratan diversos y destacados aspectos del texto Reina–Valera y nos aproximan, aún más, a la significación literaria y espiritual de esta inmortal obra. Además, se ha incluido, en reproducción facsímil, la «Amonestación» y la «Exhortación» que Reina y Valera escribieron para sus respectivas ediciones. En cuanto a los textos bíblicos mismos, se han incluido según la edición de Cipriano de Valera y en el mismo orden en que él los incluyó: primero los textos hebreos del Antiguo Testamento, a continuación los libros apócrifos del Antiguo Testamento –procedentes de la Septuaginta y también denominados deuterocanónicos– y finalmente, los libros del Nuevo Testamento.

La belleza literaria del texto Reina–Valera, su armonía sintáctica, su vocabulario y uso del lenguaje hacen de esta Biblia un texto literario digno representante del Siglo de Oro. Sin embargo, pese a su importancia desde el punto de vista literario como religioso, fue pronto proscrita por la Inquisición española, por lo que llegó a circular poco por España. Aunque el hecho de que las comunidades protestantes en el exilio lo adoptaran como propio propició que se convirtiera más tarde en referencia del protestantismo español.


LOS EXPERTOS ANTE LA BIBLIA REINA-VALERA

La obra, además del texto bíblico, incluye varios estudios elaborados por distintos expertos en áreas relacionadas con la lingüística, la sociología, la historia y la religión, que complementan la obra con un profundo análisis del valor de la primera Biblia en español. Así, Ricardo Moraleja Ortega, del departamento de traducciones de la Sociedad Bíblica, repasa la vida de los primeros traductores, Reina y Valera. Luis Rivera Pagán, profesor del Seminario Teológico de Princeton, explica la importancia de esta Biblia en la historia ibérica «proscrita y prohibida, acogida en los silencios y ocultamientos de quienes mantuvieron tenazmente su disidencia religiosa».

También se puede encontrar un estudio literario comparativo, a cargo de Plutarco Bonilla, que realiza interesantes apuntes sobre la relación entre la Biblia y el Quijote, la gran obra del Siglo de Oro en España. A continuación, Samuel Escobar escribe sobre el impacto social de la fe protestante, ya que «siendo lo central del culto protestante la lectura y explicación de la Biblia, la conversión a esta fe era también un desafío a la lectura».

En esta edición hay lugar para las voces católicas, como la de José Manuel Sánchez Caro, catedrático de Sagrada Escritura de la Universidad Pontificia de Salamanca, que aprecia que esta versión «ha sabido crecer y cambiar, actualizarse y ponerse al día de la lengua de sus lectores, sin por eso perder el sabor añejo del buen vino de siempre, en una especie de milagro lingüístico». Por su parte, Gabino Fernández Campos, historiador y director del Centro de Estudios de la Reforma, repasa el impacto de la difusión de la Biblia Reina-Valera en el protestantismo de habla castellana, de la que «hoy, en pleno Siglo XXI, se siguen publicando más de tres millones de ejemplares al año».


Es, por tanto, una edición cuidada, con un lenguaje actualizado para llegar a los lectores de hoy, pero respetando los trazos históricos que Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera dejaron en su obra original. Un homenaje más que merecido para una obra que a lo largo de los siglos tanto ha significado para los hispanohablantes.


Don Quixote and Maritornes at the Inn

Don Quixote and Maritornes at the Inn


Rowland Wheelwright (1870–1955)

A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle:
–Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es servido.
A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez, como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se llegó al agujero, y, así como vio a las dos mozas, dijo:
–Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis, con significarme más vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.
–No ha menester nada deso mi señora, señor caballero –dijo a este punto Maritornes.
–Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? –respondió don Quijote.
Sola una de vuestras hermosas manos –dijo Maritornes–, por poder deshogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su honor que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja.
–¡Ya quisiera yo ver eso! –respondió don Quijote–; pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al darle la mano, dijo:
–Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene.

Esto es absolutamente erótico. ¡Nunca lo habría imaginado!



–Ahora lo veremos –dijo Maritornes.
Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y, bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo:
–Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo. Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.
Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque, así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.

El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, Miguel de Cervantes
 
Delibes considera que El hereje es un buen libro para cerrar su carrera como escritor rindiendo, además, un homenaje a su Valladolid natal, ya que la obra que protagonizan Cipriano Salcedo y los luteranos del doctor Agustín de Cazalla es la única de sus novelas que está ambientada explícitamente en Valladolid. Según su autor, "es un buen libro de actualidad", debido al espíritu que impera en la historia de unos personajes que, al margen del tiempo y la época, podrían ubicarse en nuestros días. En este sentido, El hereje "es un canto a la tolerancia y a la libertad de las conciencias", afirmó el autor en la presentación de su novela el pasado año.


Erasmo de (Rotterdam, h. 1466/1469-Basilea, Suiza, 1536) Erudito y escritor neerlandés. Tras quedar huérfano, y como consecuencia de la mala administración que, al parecer, los tutores hicieron de su patrimonio, se vio obligado, al igual que su hermano, a abrazar la vida conventual. Ingresó en la orden de canónigos regulares del monasterio agustino de Steyn, cercano a Gouda, donde pronunció los votos en 1488 y fue ordenado sacerdote en 1492. Su fama de buen latinista le permitió salir del convento y ocupar, en 1493, el cargo de secretario del obispo de Cambrai, con quien viajó por los Países Bajos. En 1495 obtuvo autorización para trasladarse a París, donde continuó su formación, y en 1499 viajó a Inglaterra y conoció a Tomás Moro y John Colet. Gran humanista y erudito, editó diversos textos clásicos y de los Padres de la Iglesia y, en particular, a partir de 1504, abordó la revisión de la Vulgata y trabajó en una nueva versión crítica del Nuevo Testamento. Ese mismo año publicó su Enquiridión o Manual del caballero cristiano (Enchiridion militis christiani), en el que propugnaba una reforma religiosa mediante el retorno a las Escrituras. Como preceptor de los hijos del médico de Enrique VII de Inglaterra, de 1506 a 1509 pudo recorrer Italia; de regreso en Londres, redactó en pocos meses el Elogio de la locura (Encomium moriae seu laus stultitiae, 1509), que se hizo célebre por su crítica mordaz de la estupidez, el egoísmo y la vanidad. Tras cinco años de estancia en Inglaterra como enseñante de teología y griego en Cambridge, en 1514 se trasladó a Alemania, donde fue objeto de una gran acogida; en 1516 recibió el título honorífico de consejero de Carlos I, a quien dedicó su Instrucción de un príncipe cristiano (Institutio principis christiani, 1515), obra en que defendía la educación en la racionalidad como clave de una regeneración de la vida pública. Ese mismo año apareció su edición del Nuevo Testamento, que fue objeto de algunas controversias. Al iniciarse la Reforma, la acogió con simpatía; él mismo había condenado la doctrina de la absolución mediante la penitencia, al igual que criticaba el poder temporal del clero y el formalismo de la Iglesia de su tiempo. Propugnó la consecución de la paz y la armonía a través del incremento del saber y del desarrollo de una religiosidad activa e interiorizada, enemiga de todo formalismo o superstición, como base de una philosophia Christi. En 1519 se opuso a la condena de Lutero por parte de León X, aunque ya estaba claro para Erasmo que su ideal de reforma era completamente distinto del proyecto luterano; con todo, abogó siempre por una actitud conciliadora, ya que su deseo era mantener la Iglesia unida en torno a los dogmas principales, incluido el de la autoridad papal, bien que limitada a materia de fe. La ambigua combinación de su libre ejercicio de la crítica con su postura tolerante le acarreó la enemistad tanto de católicos como de protestantes. Duramente criticado por sus colegas de Lovaina, en 1521 se mudó a Basilea y en 1524 se pronunció contra la tesis luterana de la sumisión del albedrío humano a la voluntad divina en Disquisición acerca del libre albedrío (De libero arbitrio diatribe sive collatio), en la que defendía su concepción humanista de la dignidad del hombre. Cuando la Reforma se impuso en Basilea, en 1529, se trasladó a Friburgo, donde residió hasta poco antes de su muerte. Previamente había rechazado la invitación que le hizo el papa Paulo III, futuro fundador del Tribunal de la Inquisición, para que participara en la preparación del concilio de Trento.


Paulo III intentó reunir el concilio primero en Mantua, en 1537, y luego en Vicenza, en 1538, al mismo tiempo que negociaba en Niza una paz entre Carlos V y Francisco I. Tras diversos retrasos, convocó en Trento (Italia) un Concilio General de la Iglesia el 13 de diciembre de 1545, que trazó los alineamientos de las reformas católicas (luego conocidas como Contrarreforma). Se contó con la presencia de veinticinco obispos y cinco superiores generales de Órdenes Religiosas. Las reuniones, que sumaron en total 25, con suspensiones esporádicas, se prolongaron hasta el 4 de diciembre de 1563.
El espíritu e idea del concilio fue plasmada por la gestión de los jesuitas Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Francisco Torres. La filosofía le fue inspirada por Cardillo de Villalpando y las normas prácticas, sobre sanciones de conductas, tuvieron como exponente principal al obispo de Granada, Pedro Guerrero.
En este concilio, que culminó bajo el mandato del Papa Pío IV, se decidió que los obispos debían presentar capacidad y condiciones éticas intachables, se ordenaban crear seminarios especializados para la formación de los sacerdotes y se confirmaba la exigencia del celibato clerical. Los obispos no podrían acumular beneficios y debían residir en su diócesis.
Se impuso, en contra de la opinión protestante, la necesidad de la existencia mediadora de la iglesia, como Cuerpo de Cristo, para lograr la salvación del hombre, reafirmando la jerarquía eclesiástica, siendo el Papa la máxima autoridad de la iglesia. Se ordenó, como obligación de los párrocos, predicar los domingos y días de fiestas religiosas, e impartir catequesis a los niños. Además debían registrar los nacimientos, matrimonios y fallecimientos.
Reafirmaron la validez de los siete sacramentos y la necesidad de la conjunción de la fe y las obras, sumadas a la influencia de la gracia divina, para lograr la salvación, restando crédito a Lutero que sostenía que el hombre se salva por la fe y no por las obras que realizase. También se opuso a la tesis de la predestinación de Calvino, quien aseguró que el hombre está predestinado a su salvación o condena. En refutación a esa idea, la iglesia sostuvo que el hombre puede realizar obras buenas, ya que el pecado original no destruye la naturaleza humana, sino que solamente la daña.
Los santos fueron reivindicados al igual que la misa, y se afirmó la existencia del purgatorio. Para cumplir sus mandatos, se creó la Congregación del Concilio, dándose a conocer sus disposiciones a través del “Catecismo del Concilio de Trento”.
Se reinstauró la práctica de la Inquisición, que había surgido en el siglo XIII, para depurar a Francia de los herejes albigenses. Ya restablecida en España desde el año 1478, se propagó por varios países europeos bajo la denominación de Santo Oficio, que usó la tortura para obtener confesiones. Si ese método no daba los resultados esperados, de arrepentimiento del hereje, éste quedaba en manos del poder civil, que lo condenaba generalmente a la muerte en la hoguera. El protestantismo debió soportar la Inquisición en varios países, pero fue principalmente efectiva en España, Italia y Portugal.
También creó el Índice, en 1557, por el cual se estableció una censura contra la publicación de pensamientos que pudieran ser contrarios a la fe católica, quemándose muchos libros considerados heréticos.
Posteriormente al Concilio, en 1592, se publicó una edición definitiva de la Biblia, sosteniéndola como fuente de la revelación de la verdad divina, pero otorgando también dicho carácter a la Tradición, negándose su libre interpretación, al considerar a ésta una tarea del Papa y los obispos, herederos de San Pedro y los apóstoles, a quienes Cristo les asignó esa misión.




Las bibliotecas siguen guardando joyas desconocidas, y la de la Sinagoga Portuguesa de Ámsterdam acaba de desvelar una histórica. Se trata de la primera traducción al español de El Elogio de la Locura, la obra señera del humanista holandés Erasmo de Rotterdam. El original fue escrito en 1509 y publicado luego en 1511. La versión española ahora rescatada data del siglo XVII y su existencia se consideraba solo un rumor.
Erasmo fue uno de los autores más censurados por la Inquisición, y buena parte de sus trabajos acabaron en el Índice de obras prohibidas por la Iglesia católica. De modo que, hasta la fecha, figuraba como primera traducción oficial la aparecida en 1842, ocho años después de la desaparición del Santo Oficio, durante el reinado de Isabel II.
El hallazgo ha corrido a cargo del hispanista español Jorge Ledo, y de su colega holandés Harm den Boer, expertos en literatura Ibero Románica de la Universidad suiza de Basilea. Para ellos, se trata de un hito en su carrera. El manuscrito, con tapas de pergamino, tiene una caligrafía propia del siglo XVII español, y figuraba en el catálogo de la biblioteca de la Sinagoga Portuguesa. Sin embargo, no se había reparado en la importancia histórica de la traducción. Ambos expertos preparan ahora un ensayo crítico sobre el volumen que esperan tener listo este mismo año. Queda por averiguar aún cómo llegó a Ámsterdam el libro mismo.
Según el Museo Histórico Judío de la capital holandesa, se trata de un “descubrimiento espectacular”. “Erasmo fue prohibido por la Inquisición, y hasta el siglo XIX no surgieron las primeras versiones al español”, han señalado sus portavoces. El museo menciona asimismo la teoría de expertos en lingüística que relacionan esta traducción española con una impresión anterior del Elogio, del siglo XVI y dada por perdida. Ello explicaría las menciones a la obra hechas en la novela anónima española El Lazarillo de Tormes, cuya edición más antigua data de 1554.
Para la comunidad judía de ascendencia portuguesa de Ámsterdam, la traducción resulta también significativa. Erasmo era un autor muy popular entre sus miembros, que incluía a los conversos españoles (nuevos cristianos) perseguidos por los Reyes Católicos. De ahí que la Sala de los Tesoros de la Sinagoga haya decidido exponer a partir de hoy el libro.
Erasmo de Rotterdam escribió El Elogio de la Locura en una semana y a la vuelta de un viaje a Roma. Después la corregiría y analizaría con su amigo Tomás Moro, el teólogo y pensador inglés, además de canciller de Enrique VIII, al que visitó en su domicilio. Decepcionado con la curia, Erasmo criticó en clave de sátira la corrupción que había contemplado, acelerando a su vez la reforma protestante. Al final del libro, que tuvo un éxito inmediato y fue traducido al francés, inglés y alemán, describe los verdaderos valores cristianos.
Hallada la primera traducción al español del “Elogio de la locura”, Isabel Ferrer [El País, 15 de febrero de 2012]

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