viernes, 11 de julio de 2014

Juguetes de cartón


El caballo de cartón, Arturo Pérez-Reverte [Patente de corso, 8 de enero de 2006]
Escrito en un instante, Antonio Muñoz Molina, 16 de marzo de 2011
La niña y el delfín, Arturo Pérez-Reverte [Patente de corso, 27 de agosto de 2006]
Aquel día de septiembre, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 9 de septiembre de 2011]
En vísperas, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 17 de junio de 2012]



Es uno de mis más antiguos y tristes recuerdos. Tenía cinco años cuando lo vi en el escaparate de la juguetería junto al equipo de sheriff, el mecano, los juegos reunidos Geyper, el autobús de hojalata con pasajeros pintados en las ventanillas: juguetes que a menudo exigían complicidad y esfuerzo, y de los que no te despegabas hasta los reyes siguientes. Incluso para los niños afortunados -quince años después de la guerra civil no todos lo eran- había sólo uno o dos regalos por cabeza. Y si te portabas mal, carbón. Por lo demás, con imaginación, madera, alambre y latas vacías de conservas se improvisaban los mejores juguetes del mundo. En aquel tiempo, a las criaturas todavía no nos habían vuelto los adultos pequeños gilipollas cibernéticos. Todavía nos dejaban ser niños. Los enanos varones leíamos Hazañas Bélicas, matábamos comanches feroces y utilizábamos porteadores negros en los safaris sin ningún complejo, mientras las niñas eran felices jugando con muñecas, cocinitas y cuentos de la colección Azucena. Tal vez porque los adultos eran más socialmente incorrectos que ahora. Y en algún caso, menos imbéciles.


Un recuerdo de 1956. No abandona su estilo y está recordando algo muy triste y personal, cargado de emoción. ¿No debería rebajar el tono? No hay muchos artículos suyos que sean tan emotivos porque no suele contar casi nada de su vida privada ni de su familia. Parece que no se permita hablar de sentimientos.


Pero les hablaba del caballo. En esa época, para un crío de cinco años, un caballo de cartón suponía la gloria. Aquél era un soberbio ejemplar con silla y bridas, las cuatro patas sobre un rectángulo de madera con ruedas; tan hermoso que me quedé pegado al cristal sin que mis abuelos, con quienes paseaba, lograran arrancarme de allí. Me fascinaban sus ojos grandes y oscuros, la boca abierta de la que salía el bocado de madera y tela, la crin y la cola pintadas de un color más claro, los estribos cromados. Era casi tan grande como los caballitos de la feria que cada Navidad se instalaba en el paseo del muelle, frente al puerto. Parecía que era de verdad, y que me esperaba. Cuando consiguieron alejarme del escaparate, corrí a casa y, con la letra experimental de quien llevaba un año haciendo palotes, escribí mi primera carta a los reyes magos.

Yo pertenecía al grupo de los niños con suerte: la madrugada del 6 de enero, el caballo apareció en el balcón. Esa mañana, en la glorieta, monté mi caballo de cartón ante las miradas, que yo creía asombradas, de otros niños que jugaban con sus regalos: triciclos, patinetes, espadas medievales, cascos de marciano, cochecitos con muñeco dentro, o la modesta muñeca de trapo y la más modesta pistola de madera y hojalata con corcho atado con un hilo. Ahora sé que algunas de esas miradas de niños y padres también eran tristes, pero eso entonces no podía imaginarlo; mi caballo era espléndido y en él cabalgaba yo, orgulloso, pistola de vaquero al cinto. Ni cuando, en otros reyes, tuve mi primera caja de soldados, la espada metálica del Cisne Negro, el casco de sargento de marines, la cantimplora de plástico y la ametralladora Thompson, fui tan feliz como aquella mañana apretando las piernas en los flancos de mi hermoso caballo de cartón.

Sólo pude disfrutarlo un día. Por la tarde jugué con él hasta el anochecer, en el balcón, y lo dejé allí, soñando con cabalgarlo de nuevo al día siguiente. Pero aquella noche llovió a cántaros, nadie se acordó del pobre caballo, y por la mañana, cuando abrí los postigos, encontré un amasijo de cartón mojado. Según me contaron más tarde, no lloré: estaba demasiado abrumado para eso. Permanecí inmóvil mirando los restos durante un rato largo, y luego di media vuelta en silencio y volví a mi habitación, donde me tumbé boca abajo en la cama. La verdad es que no recuerdo lágrimas, pero sí una angustiosa certeza de desolación, de desastre irrevocable, de tristeza infinita ante toda aquella felicidad arrebatada por el azar, por la mala suerte, por la imprevisión, por el Destino. Después con los años, he tenido unas cosas y he perdido otras. También, sin importar cuánto gane ahora o cuánto pierda, sé que perderé más, de golpe o poco a poco, hasta que un día acabe perdiéndolo todo. No me hago ilusiones: ya sé que son las reglas. Tengo canas en la barba y fantasmas en la memoria, he visto arder ciudades y bibliotecas, desvanecerse innumerables caballos de cartón propios y ajenos; y en cada ocasión me consoló el recuerdo de aquel despojo mojado. Quizá, después de todo, el niño tuvo mucha suerte esa mañana del 7 de enero de 1956, cuando aprendió, demasiado pronto, que vivimos bajo la lluvia y que los caballos de cartón no son eternos.
El caballo de cartón, Arturo Pérez-Reverte [Patente de corso, 8 de enero de 2006]


Me he acordado de este artículo, leyendo una entrada del blog de Antonio Muñoz Molina: 


Mi abuela Leonor, que murió hace ahora veinte años justos, trabajó de joven como lavandera y mujer de la limpieza en el cortijo donde su marido, mi abuelo Manuel, era mulero. Hoy he recordado cosas que ella contaba. Cada mañana, las lavanderas se ponían en el patio debajo del balcón del dormitorio de los señores, y las doncellas les tiraban la ropa que los señores habían usado una sola vez, y dejado caer en el suelo al desnudarse o cambiarse. Grandes cestas de ropa que había que lavar en el agua del río, fuera invierno o verano. La señora del cortijo de vez en cuando bajaba al gallinero para elegir un pollo, y si veía alguno que parecía enfermo o al que se le había roto una pata le decía a mi abuela: “Leonor, ese pollo que está malito se lo comen ustedes”. De modo que las criadas a veces decidían que algún pollo perfectamente saludable tenía pinta de mala salud y, después de solicitar la aprobación distraída de la señora, se lo repartían entre sí.
Los señores también tiraban los juguetes nuevos o casi nuevos de los que sus hijos se habían aburrido. Una vez a mi madre, que era muy pequeña, le regalaron una muñeca de cartón, una pepona de carrillos relucientes y melena corta a la manera de los años treinta. Después de pasarse el día entero jugando con ella mi madre la dejó en el corral y a la mañana siguiente encontró con desolación que la lluvia la había deshecho. Con casi ochenta y un años se acuerda perfectamente de aquella muñeca.


La madre de Antonio Muñoz Molina nació en 1930, así que debe tratarse de un recuerdo de 1935, quizá.
Es muy curioso comparar los dos artículos. La información que ofrece Pérez-Reverte de sus abuelos y la que nos facilita AMM.


Tirar las cosas era uno de los privilegios y de las rarezas de los ricos. Los pobres esperaban a que cayera la ropa sucia debajo del balcón, y cuando los señores, a los pocos días, abrían sus armarios o los cajones de sus cómodas la ropa aparecía limpia, planchada, perfumada.
Ahora, en España, mucha gente tira y abandona lo mismo una botella de licor recién compartida a morro que una bolsa de patatas o una lavadora vieja, con la tranquilidad de que alguien irá limpiando detrás. Cuando estoy en Madrid paso en mis caminatas matinales por una zona alta de la calle Serrano en la que abundan los colegios privados. Después de la hora del recreo -o el segmento de ocio, o como hayan decidido ahora los expertos pedagogos que debe llamarse- la acera junto a la puerta es un muladar: latas de refrescos, botellas, colillas, bolsas de patatas, envoltorios de bocadillos, basura. Se ve que la limpieza no es una asignatura en los colegios de élite. Lo confieso: soy obsesivo en estas cosas. Una botella o un contenedor de comida tirados en la acera o en la hierba de un parque me hieren como una ofensa personal. Cuando vivía en la plaza de las Salesas cada mañana de sábado el pequeño jardín a los pies del busto de Rousseau era un vertedero de botellas rotas, bolsas de plástico y charcos de meadas. Se ve que la diversión nocturna no estaba completa si no se dejaba un rastro de inmundicia. Y tampoco se podía decir nada, porque entonces uno era un avinagrado, un aguafiestas, un carca proclive a censurar a los jóvenes, a los que al parecer la sociedad les negaba alternativas de ocio. Qué curioso que se discutieran en los medios y en la política alternativas de ocio en vez de alternativas de trabajo. Casi lo único que se ha socializado con éxito en España es el señoritismo. Ahora los criados son los trabajadores de la limpieza.
Escrito en un instante, 16 de marzo de 2011]



Los dos utilizan la ironía pero critican cosas muy diferentes. Pérez-Reverte trata sobre la educación de los niños y la corrección social. Muñoz Molina recuerda las diferencias de clase y la responsabilidad cívica en el mantenimiento y limpieza de las calles. Pérez-Reverte concluye convirtiendo su experiencia en un aprendizaje valioso para su vida de adulto: vivimos a la intemperie y nada ni nadie es para siempre; AMM concluye con una crítica irónica de carácter social: los políticos deberían preocuparse mucho más por crear y mejorar las condiciones de empleo de los jóvenes.

Otro de los pocos artículos de carácter personal de Pérez-Reverte:

Siempre he dicho -de broma, pero lo he dicho- que en su relación con el mar, los delfines y las mujeres, los fulanos de mi generación nos dividimos en dos grupos: los que de niños vimos La sirena y el delfín y los que no la vieron. Pero ojo. Que no se equivoquen los aficionados a la mermelada ecológico infantil, porque, pese al título, aquello no era precisamente Mi amigo Flipper. Basta recordar la primera secuencia de la película, con Sofía Loren emergiendo del Mediterráneo envuelta en una blusa mojada que moldeaba su contundente anatomía. Además, el delfín no era un bicho vivo, sino una estatua romana de bronce, cabalgada por un niño, que la Loren -creo que era buscadora de esponjas, aunque tal vez me patine el embrague con Duelo en el fondo del mar-, encuentra durante una inmersión. Y que el malvado elegante, que era Clifton Webb, y el bueno -el muchacho, decíamos en Cartagena- Alan Ladd, terminaban disputándose según las reglas clásicas del género.
En cualquier caso, la sonrisa de ese delfín de bronce quedó registrada en mis recuerdos, y sigue presente cada vez que me encuentro con tan entrañables cetáceos. No hay gozo marinero, de cuantos conozco, comparable a la voz del tripulante que los avista y grita «¡Delfines!», y el inmediato bullir de éstos alrededor del velero, saltando en el agua, resoplando mientras nadan con una velocidad asombrosa, pegados a la proa, donde se vuelven de lado para mirar hacia arriba, conscientes, en su extrema inteligencia, de los humanos que los disfrutan y animan, en uno de los espectáculos animales más hermosos del mundo.

Pero también los delfines son magníficos cuando van a su aire, ajenos a nosotros. La escena más bella que he visto en el mar ocurrió unas millas al norte de Alborán, durante una noche de magnífica luna llena. El barco navegaba hacia poniente con todo el trapo arriba. Yo estaba de guardia, y había bajado a la camareta para marcar la posición en la carta, cuando un rumor extraño me hizo subir a cubierta. Y alrededor, en el inmenso contraluz del mar rizado por un jaloque suave, vi centenares de delfines que nadaban y saltaban hasta el horizonte, con aquella luz plateada reflejándose en sus aletas y lomos. Cenando, supongo, pues el mar también estaba lleno de pescadillos que brincaban por todas partes, intentando escapar. Tan enorme concentración se debía a que un banco importante de peces había atraído a varias manadas a la vez, y por allí andaban, dándose un banquetazo.

He dicho la escena más bella, pero no la más tierna. Ésta ocurrió hace doce años, un día de calma chicha y en alta mar, navegando a motor y con las velas aferradas, en un Mediterráneo azul cobalto y limpio de toda nube. Una manada de quince o veinte delfines rodeó el barco. Paré el motor y quedamos al pairo en la mar tranquila, entre tan simpáticos vecinos. Se encontraba a popa una niña de diez años, tostada de agua y sol; una niña intrépida y hecha a todo eso, capaz de leer, impávida, La isla del tesoro en su litera de proa cuando el barco pegaba machetazos con viento de treinta y cinco nudos. De pronto oímos una zambullida: la niña se había puesto unas gafas de buceo, tirándose al agua para estar cerca de los delfines. Consideren el sobresalto del padre, a quien faltó tiempo para largar la escala y tirarse detrás. Y ahora imaginen el mar desde dentro, azul inmenso y oscureciéndose en profundidad, con los delfines en torno al casco del velero inmóvil. Y a popa, sumergida cosa de un metro y agarrada con una mano a la escala, la niña desnuda en el agua luminosa, mientras los delfines pasaban rozándola. Entonces, un ejemplar muy jovencito que nadaba junto a su madre se aproximó a la niña, observándola con curiosidad hasta quedar casi inmóvil ante ella; sólo agitaba suavemente la cola y las aletas, con esa sonrisa peculiar e indeleble que todos llevan impresa. El delfín y la niña se miraron así durante un rato, incluso después de que ésta sacase la cabeza del agua para respirar y se sumergiera de nuevo. Al fin la niña alargó despacio una mano, acariciándole el hocico. Y mientras el padre de la niña nadaba, cauto, manteniéndose a distancia pero atento a la escena, la madre del pequeño delfín también estaba detrás, junto a la cola de éste, sin intervenir, vigilando a su cachorro.
Excuso decir que la niña tiene hoy veintitrés años y mataría por un delfín. Y su padre también.
La niña y el delfín, Arturo Pérez-Reverte [Patente de corso, 27 de agosto de 2006]

Creo que un tema muy importante en este artículo es el orgullo paterno. Pero parece que él no quisiera abordarlo de forma directa. Está hablando de su hija, que se llama Carlota, pero no la quiere nombrar. Y tampoco creo que haya nombrado nunca a Blanca, su mujer. Es su manera de protegerlas, de mantenerlas al margen de su trabajo.
Lo podemos comparar con este otro:


A diferencia de sus hermanos, a Elena la vi nacer. A Antonio me lo señaló una enfermera detrás de una pantalla de cristal, en una sala grande en la que había docenas de bandejas con recién nacidos. “El cuarto por la izquierda, el que tiene la raya en el pelo, ese es su hijo”. Como había nacido con tanto pelo las enfermeras se divirtieron peinándolo con raya. A Arturo me lo puso en brazos un médico y era tan pequeño que casi no pesaba. A Miguel ya he contado que lo conocí en la puerta de su guardería, el día de su sexto cumpleaños, y que me saludó con mucha formalidad y con una mirada muy curiosa, sin recelo, con su innata disposición de afecto. A Elena la vi nacer en una habitación de hospital que recuerdo en penumbra. Surgió del vientre de su madre entre las manos enguantadas de un médico, violácea y luego muy roja y rompiendo a llorar nada más llenársele los pulmones de aire, su pequeño pecho poderoso, su cuerpo entero bocabajo, chorreando sangre y líquido amniótico, un animal desvalido perfilándose contra la claridad que filtraban las cortinas de la habitación, que daban al paisaje de olivares de Úbeda. Por aquellos días yo estaba empezando a escribir mi libro sobre Córdoba. Hacia finales de este mes ella se irá a Trieste a estudiar el último año de su carrera. Uno no sabe cómo sería el tiempo si no lo midiera con las vidas de los hijos.
Aquel día de septiembre, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 9 de septiembre de 2011]


Esta entrada corresponde al día del 22 cumpleaños de su hija. Meses más tarde escribía orgulloso:


Medianoche del sábado al domingo, agotado, porque he tenido que adelantar los trabajos de la semana, para irme libre de cuidados, que es como gusta viajar: a Italia, de nuevo, como el año pasado por ahora, primero a Trieste, para ver a Elena, que ha terminado allí su carrera de traductora, y luego a Roma, la Roma querida de las caminatas, los platos de pasta, los helados, los caravaggios, las terrazas con palmeras y golondrinas, los palacios decrépitos con garajes y talleres de motos, con pequeñas fuentes silenciosas cubiertas de musgo. […]
En vísperas, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 17 de junio de 2012]



Me gusta especialmente el estilo cercano y humano de Antonio Muñoz Molina. Lo encuentro más riguroso, preciso, moderado, tolerante. Menos sentencioso y arrogante.
Cuando escribe, Pérez-Reverte parece que se dirija a un desconocido. Como si pensara: tengo que hacer un esfuerzo por ponerme a su altura para que me entienda. Voy a expresarme en los términos en los que él lo haría, que son los habituales de la calle: punzantes y poco comedidos.
Muñoz Molina, en cambio, parece dirigirse a un amigo, a un igual. Como si pensara: Voy a expresarme de tal modo que todo el mundo me entienda, de una forma sencilla, concisa y verdadera. Sin interpretar ningún rol, fiel a mí mismo.



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