lunes, 14 de julio de 2014

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros



- ¿Crees que la infancia es un paraíso perdido o consideras más bien que ese es un mito que debe ser derribado?
- Creo que la infancia está sobrevalorada por el psicoanálisis y por todas esas corrientes. Hay cosas de mi vida infantil que, sin duda, son muy importantes; pero yo he crecido. Recuerdo que un psicólogo y amigo, al que he consultado algunas veces, me decía que yo no tenía 10 años sino 50 cuando le hablaba -intentando relacionarlo con mi presente- de una inseguridad que sentía en el pasado, siempre que tenía que ir a hacer la matrícula a la escuela. No podemos negar que las impresiones, las imágenes de la infancia son muy poderosas, pero tampoco es para tanto.
- Sin embargo, he ahí el pozo del que bebe gran parte de la literatura.
- Sí, por supuesto, gran parte de la literatura tiene que ver con ello, pero no siempre. Aquí, de mi reflexión en torno a todo esto, surgió precisamente “Cosas de niños”, el cuento final, el único inédito, de mi último libro de relatos [“Nada del otro mundo”, Seix-Barral]. Es una historia en la que he puesto mucho de mí, que cobró una importancia emocional muy grande y que tiene que ver con el mito de la infancia porque es ese el mundo del que procede.



Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Emma Rodríguez, [Lecturas sumergidas, 6 de febrero de 2013]
Entrevista a Antonio Muñoz Molina, [¿Revista Tiempo?]



Antonio Muñoz Molina, en voz baja, por Santiago Velázquez [El Huffington Post, 6 de enero de 2013]
Antonio Muñoz Molina: Los mediocres y corruptos no han ganado la batalla, por Curro Cañete [Vanity Fair, 27 de febrero de 2013]
Richard Sennet: Hay que perder el miedo al fracaso, por Horacio Bilbao y Andrés Hax [Ñ, Revista de cultura, 27 de julio de 2012]




- ¿Cómo ves ahora al niño que quería contar historias, que empezaba a vislumbrar que lo que de verdad deseaba era ser escritor?
- Bueno, tenemos que distinguir entre dos circunstancias diferentes. Por un lado está el hecho de empezar a escribir literariamente y por el otro, la fantasía de ser escritor, común a tanta gente. Hay fases en la vida en que uno tiene esas fantasías, pero sucede que cuando se acaba haciendo realidad, cuando se acaba concretando en una biografía, parece que se ha cumplido una profecía. Lo cierto es que esos sueños, esos anhelos pueden cumplirse o no, y ahí entran en juego muchos factores. Otro elemento a tener en cuenta es el momento, la época en la que uno realmente se sumerge y nota con fuerza la vocación por contar historias. En ese relato inédito se habla mucho de los cuentos que cuentan los niños, del hecho de construir, de fantasear con las historias. Es en ese impulso tan elemental, tan primitivo, donde en el fondo está el origen de que una persona luego quiera escribir. Y no hay que buscarlo sólo en los escritores. Todo niño, todo ser humano, necesita entender el mundo mediante historias.
- Pero, en tu caso concreto, ¿dónde nace el escritor, dónde están esos primeros esbozos, manifestaciones?
- A mí, de verdad, la creencia de que podía ser escritor me llegó muy tarde, cuando alguien empezó a hacerme caso. Es cierto que mientras estaba en el instituto y en la carrera, y después, al empezar a trabajar, ya era consciente de cuál era mi vocación, pero no se producía ningún resultado. Escribía obras de teatro que no se representaban, cuentos que no eran publicados ni premiados, ni siquiera mencionados. Tenía una novela, sí, pero no ocurría nada. Realmente, mi despertar como escritor se produjo cuando ya llevaba algún tiempo escribiendo artículos en un diario de Granada y algunas personas mostraron verdadero interés por lo que estaba haciendo. Quizás tenga que ver con mi carácter autodidacta, con el hecho de que, excepto algunos buenos maestros en la escuela, en el instituto y en la universidad, casi siempre me he educado solo, a través de las lecturas que iba descubriendo. Frente a otros aspectos de mi vida en los que he estado bastante bien acompañado, en ése me sentí muy solo hasta una edad bastante avanzada, sin interlocutores que compartieran mis gustos, mis inquietudes literarias.
- Partiendo de tu experiencia personal y enlazando con la reflexión sobre la necesidad de los niños de fantasear, incluso de contar mentiras para adecuar el mundo a sus deseos, ya sea a través de la escritura, de la expresión oral, de la plástica…, se puede llegar a la conclusión de que el papel de los terceros, que pueden mostrar indiferencia o no, hacia esas primeras inclinaciones, puede explicar que unos niños lleguen a realizarse creativamente o no.

El papel de los educadores a la hora de detectar las competencias y habilidades de un niño.

-Cierto, yo así lo creo. Pero aquí también entra en juego la casualidad. Hay dos factores, uno la constancia y otro la casualidad, que tienen mucho peso. La primera es la que hace que uno no se desaliente con las primeras indiferencias y continúe leyendo con esa voluntad de aprender. Y aquí es donde el azar tiene una importancia fundamental. Que alguien se fije en lo que estás haciendo, como sucedió en mi caso, te estimula poderosamente, te proporciona una gran fuerza interior. Hace poco escribí un artículo sobre eso. Generalmente la vida del escritor, del artista, se interpreta como el desarrollo autónomo de algo que siempre estuvo allí y yo no estoy seguro de que eso sea así. No estoy seguro de que sin la pequeña ayuda de unos cuantos amigos uno pueda llegar a algo. Creo que es una construcción mucho más colectiva de lo que habitualmente consideramos. Si yo miro honradamente a mi trayectoria no sé cuánto tiempo más habría continuado escribiendo si no hubiera podido empezar a publicar artículos, ni cuánto tiempo más habría continuado elaborando novelas si no hubiera encontrado un editor y si las novelas no hubieran sido aceptadas por los lectores. Si uno no publica, no puede aprender, sin dar a conocer lo que haces resulta muy complicado progresar como escritor.
- El papel del lector es tan activo, tan creativo como el del escritor, se desprende de tus palabras, del mismo modo que la compañía de los lectores salva al autor de la enorme soledad que supone la creación.
- Esa es una gran verdad. En mi caso, sin la resonancia del lector, probablemente hubiera continuado escribiendo cosas y disfrutando de leer, pero alimentando una enorme frustración que me habría amargado bastante. De eso estoy seguro. Y repito: si uno no publica, no puede crecer, soltar lastre. En el proceso hay un primer paso, una primera conquista, que es terminar, terminar aunque sólo sea un cuento de dos páginas. Entre poner el punto final a una historia y no ponerlo hay un mundo y entre publicar y no hacerlo hay otro. Y yo, de verdad, he tenido la suerte de haber encontrado a unas cuantas personas que en cada momento han leído lo que he hecho; que por una parte lo han acogido con una enorme generosidad, y por otra parte lo han criticado constructivamente, indicándome cosas que me han ido iluminando el camino.
- ¿Es Muñoz Molina de los que aceptan bien las críticas?. A menudo los críticos literarios se quejan de lo mal que reaccionan los escritores ante los comentarios negativos; de los muchos enemigos que tienen que estar dispuestos a aceptar.
- Yo creo que sí, que acepto bastante bien la crítica, siempre que no sea devastadora o malévola. En esos casos puede llegar a anularte, a sentarte como un tiro, sobre todo si se mete en terrenos personales, que nada tienen que ver con el discurrir de la propia obra. Eso es lógico, le ocurre a todo el mundo. Pero la crítica constructiva, hay que aceptarla con humildad. Cuando yo hice mi primera novela, “Beatus Ille”, Pere Gimferrer, editor de Seix Barral, me aconsejó que aligerase ciertas partes, que había cosas de las que se podía prescindir, unas 40 páginas que en su opinión podían ser suprimidas. No me dijo cuales, pero yo volví a la novela, fui consciente de lo que quería decir, lo vi y eliminé las 40 páginas. Si algo echo siempre de menos es el trabajo de un editor exigente. En EEUU a veces exageran, los del “New Yorker”, por ejemplo, llegan a ser mortíferos. Cuando he escrito algún artículo para ellos ha sido una auténtica pesadilla. Te intentan variar el enfoque tantas veces que te ves tentado de decirles que hagan lo que quieran. Pero una persona que toma el libro, que sabe leer con cuidado, que te sugiere cosas, que te indica lo que podría mejorarse, lo que sería aconsejable que fuese eliminado, eso es fundamental. Cuando yo doy clases en la universidad de Nueva York me siento con los estudiantes, leo sus textos con un cuidado absoluto y les indico aquellos elementos que se les han podido colar en el relato y que son perfectamente prescindibles. Es una ayuda extraordinaria. Un libro siempre se mejora cuando es bien corregido y editado.
- Siempre, claro, que no se llegue al extremo de Raymond Carver y Gordon Lish, el editor de sus primeros y más populares cuentos [“De qué hablamos cuando hablamos de amor”], quien llegó a influir de una manera extrema en su estilo.
- Por supuesto, ese es un caso distinto, límite, que tiene que ver con la inseguridad en la que vivía Raymond Carver en esos momentos. Para nada es lo común. Yo tengo en EEUU una magnífica editora, que también es la de Günter Grass y la de tantos otros autores internacionales. Su función es la de cuidar el texto que se le entrega y, a través de sus indicaciones, hacer ver lo que aparece velado para quien está demasiado dentro del proceso de creación. Nada más alejado de la figura del gestor, demasiado pendiente de los resultados económicos, de las ventas del producto. Esa es una historia diferente. Lo que necesitamos los autores es una mirada cordial y al mismo tiempo incorruptible. Lo mismo que a mí me ayuda esa señora lo hacen unos cuantos amigos muy cercanos, en cuyo criterio confío, y, por supuesto, Elvira, mi mujer. Ella me ayuda a ver y yo hago lo mismo con sus libros.
- Llegaste a la literatura a través del periodismo. Me imagino que ahí fue donde aprendiste a observar, a darte cuenta de que tras la apariencia había que buscar la verdad, las distintas interpretaciones. Esa es una constante de tus artículos, pero también de tus narraciones literarias.
- Pienso que se trata de observar más que de interpretar la realidad. Cada vez procuro fijarme más en las cosas, no apresurarme a hacer juicios y valoraciones, que es algo bastante español. Me doy cuenta cuando recibo a amigos que van de visita a Nueva York y que, inmediatamente, desde el primer día, ya tienen una interpretación tremenda, una teoría, de lo que perciben. Vamos a ser cautelosos, vamos a fijarnos más y a ver qué es lo que hay detrás de las cosas antes de exponer qué es lo que pensamos que está sucediendo. Yo empecé escribiendo artículos, sí, y en realidad he seguido siempre haciendo lo mismo, ir por la ciudad fijándome, prestando atención. Orwell decía que ver lo que se tiene delante de los ojos requiere un trabajo enorme y eso es algo que todos los que nos dedicamos a estas cosas podríamos tomar como un mandamiento. Porque uno no ve, la mitad de las veces está distraído. Y se trata de saber mirar, saber escuchar lo que se nos está diciendo. Cuántas veces en una conversación no prestamos atención a lo que nos intentan comunicar los otros, deseando encontrar un hueco para introducir las ideas propias. Es maravilloso tener la capacidad de fijarse y yo creo que la mayor parte de lo que escribo procede de ahí.
- Y ¿cuándo te fijas en algo cómo sabes si el resultado va a ser un artículo periodístico o va a derivar en una novela o en un cuento?
- Ah, eso no lo sabes en un principio, lo vas descubriendo. Por ejemplo, en mi último libro de relatos hay un cuento que se llama “La colina de los sacrificios”, que está basado en una noticia que leí en el periódico “El ideal” hace muchísimos años y que trataba de una casa en la que se habían encontrado los huesos de una mujer con el cráneo abierto por un hacha. Me quedé con la idea, con las sugerencias que me despertaban esas imágenes, y todo eso acabó fructificando en un relato de ficción.
- ¿Te preocupa la transformación que está experimentando el periodismo tradicional debido al auge de las nuevas tecnologías, cómo ves qué afecta eso al modo de relatar las noticias, de interpretarlas, de contar, de transmitir las historias?
- Yo tengo mis dudas respecto a que las cosas ahora sean radicalmente distintas a como fueron en otras épocas. Hoy se dice que a la gente cada vez le interesa menos leer, que no es capaz de seguir informaciones largas y en profundidad, y eso lleva a contenidos más ligeros, más superficiales, pero si leemos testimonios de hace un siglo nos damos cuenta de que las quejas sobre el aturdimiento o la falta de atención también existían, pero es que volvemos a lo mismo. Hay que fijarse mucho. Enterarse de algo, igual que aprender algo y hacer algo bien hecho, requiere mucho esfuerzo, ya sea tocar el violín, leer, escribir, o hacer una estupenda tortilla de patatas, cada cosa en la dimensión que le corresponde. Lo que hizo por ejemplo Wagner con la ópera es que reclamó la atención permanente, seguida, del espectador. En la tradición del “bel canto” italiano la gente iba a la ópera, se ponía a hablar de sus cosas, haciéndose gestos de un palco a otro palco, y cuando llegaba el aria de la cantante se callaba, atendía y aplaudía, para luego seguir con sus cosas. Wagner hizo la música de manera que era un flujo continuo y a ese flujo había que prestar una constante atención. Podemos entenderlo como una metáfora de lo que sucede.
- En la introducción de “Nada del otro mundo” te quejas de que actualmente no hay cabida para los relatos literarios en los periódicos, de que cada vez se ofrece información más fragmentada. Sus directivos, según dices, están haciendo periódicos para quienes no los leen, del mismo modo que si los vinateros elaboraran vinos para abstemios.
- Sí, y es absurdo, porque ahora hay más lectores que nunca, más gente que sabe leer y escribir como nunca antes en la Historia. Vamos a dejarnos de fantasías. No hubo un pasado en el cual la gente leía mucho y un ahora en el que han dejado de hacerlo, y lo mismo sucede con la música clásica y con las exposiciones. En la España actual sucede algo que uno no se cansa de ver y de celebrar: hay más orquestas y más público que nunca, y ahora es precisamente cuando se ha decidido que no hay que informar sobre los conciertos. ¿Cuándo ha habido más público para el arte, para la música, para la literatura?
- ¿Cómo se explica esta contradicción?
- Pues no sé, probablemente será que los directivos de los periódicos a los que me refiero viven al margen de la gente de la calle: no van a exposiciones, ni a conciertos, ni viajan en metro y ven a la gente leer. A mí me alegra muchísimo comprobarlo y me fijo en los libros que se leen en los trayectos hacia el trabajo. Y hay buena literatura. Que no me digan que sólo se lee a Ken Follet, cosa que a mí me parece muy bien, perfecta, porque forma parte del ecosistema de la literatura. Lo que pasa es que los lectores de esos libros ya no encuentran su afición reflejada en los periódicos. Eso es lo que de verdad está pasando.
- ¿Sucede lo mismo en Estados Unidos?
[Llegados a este punto, Antonio Muñoz Molina responde con un gesto. Se levanta y coge un ejemplar de la mítica y eterna “New Yorker”. Repasa sus páginas, da cuenta de su espesor] ¿Sabe cuántos suscriptores tiene esta revista? Un millón. ¿Qué son pocos en un país de trescientos millones? Vale. Pero es que yo no necesito vender un millón de libros. Deberíamos tener un sentido de las proporciones. Hay un público que simplemente está dejando de ver los periódicos porque no les dan lo que desean. Y no se trata de Internet, en Internet se pueden leer cosas muy serias. ¿Qué está ocurriendo? Pues que muchas veces la lectura reflexiva sobre literatura está emigrando a “blogs” y otros medios alternativos. Y lo mismo pasa con otros ámbitos de la cultura. Lo bueno que tienen el periódico es que se trata del sitio donde está todo junto y por eso es una institución fundamental de la cultura democrática. Sin una prensa rigurosa y cultivada no hay cultura democrática, no la hay. Una costumbre que se ha impuesto en España, ya como norma, es que llega el verano y parece que cambia el estado mental de las personas, a las que ya sólo les interesan las anécdotas frívolas, las pildorillas informativas. ¿Por qué, quién ha decidido eso? Eso no ocurre en otros países europeos ni en EEUU. Yo no veo que el “New York Times” se ponga en bañador en verano. Yo creo que ese tipo de estrategias son una claudicación. Que lejos de resolver los problemas lo que hacen es empeorarlos, porque están contribuyendo a que el público natural, el público lector, desista del periódico como un lugar en el que reconocerse. Hay mucha gente a la que le gusta leer, muchos jóvenes. Yo estoy viendo ahora una generación de lectores nueva, magnífica, que lee los libros que yo escribía cuando ellos no habían nacido. Hablamos de una comunidad lectora, minoritaria, pero es que no necesitamos llegar a millones, a la inmensa mayoría, con literatura de calidad. 50 o 60.000 lectores es una cifra estupenda. Ya es bastante.
- Pero da la impresión de que las cosas están sucediendo tan deprisa que no da tiempo a pararse, a reflexionar, a digerir el proceso de cambio que se está produciendo en todos los ámbitos: en la sociedad, en la economía, en los modos de relacionarnos, de recibir la información, de acceder a la lectura…
- Pues tenemos que pararnos porque a menudo usamos la idea de que todo va tan deprisa para justificar nuestra propia prisa y nuestra propia falta de atención. Y no es culpa de la tecnología. Las nuevas herramientas a nuestro alcance pueden servir de muchas maneras, para mejorar la atención y el conocimiento o para empeorarlo. En mi caso concreto, por ejemplo, he notado que ahora, cuando hago crónicas sobre libros, exposiciones u otros asuntos que reclaman mi interés, puedo documentarme mejor, tengo acceso a más información en mucho menos tiempo. Hace poco tenía que dar un curso en Pamplona sobre imágenes y relatos, sobre cómo se cuentan historias en imágenes y en palabras, y pude preparar con relativa facilidad una especie de itinerario a través de obras de arte y de canciones, disponibles para mí en gran parte gracias a “google”. El buscador me permitió mostrar a la gente los cuadros que quería que vieran. Aquí en España muchas veces se interpreta que en la práctica los cambios nos obligan a ser más livianos, más frívolos o más superficiales, y no es necesariamente así. Pueden también llevarnos a lo contrario, eso depende de lo que nosotros elijamos hacer.

-Ya son muchos los libros en el camino. Si por algo se caracteriza la trayectoria de Antonio Muñoz Molina es por la variedad, la no repetición de temas ni de fórmulas. Cada historia parece ser un reto. Cada novela es un mundo.
- Me gusta eso de que cada novela es un mundo y, sí, sucede en mi caso. Puede tener que ver con los intereses tan variados que tengo, con las cosas tan distintas que me gustan y, sobre todo, con mi intenso desasosiego por aprender, con mi inconformismo. No suelo complacerme mucho en lo que he hecho, de manera instintiva no necesito esforzarme para pensar que lo siguiente va a ser algo distinto, sencillamente se me ocurre, surge. Lo que me atrae inmediatamente al terminar un libro es encontrar algo diferente, explorar otra cosa. Me estimula no saber qué puede venir a continuación. Y, efectivamente, el que lee un libro mío no puede deducir a partir de ahí lo que habrá de venir. Después de “Beatus Ille” hice El invierno en Lisboa”, que es completamente distinto. Y luego El jinete polaco”, nada que ver, y a continuación “Los misterios de Madrid” y “Ardor guerrero”. He hecho lo que he podido, vigilando siempre, eso sí, la autocomplacencia.
- Incluso al tratar un mismo tema, La Guerra Civil, por ejemplo, punto de partida de “El jinete polaco” y de tu última novela hasta el momento, “La noche de los tiempos”, el tratamiento es totalmente diferente.
- Bueno, es que uno también va viviendo, creciendo, cambiando… Y eso no quiere decir que yo no tenga temas que se repiten. Pero me hace mucha ilusión la posibilidad de mejorar, de ir más allá cada vez. Luego, claro, hay que tener en cuenta que uno está cautivo de sí mismo, pero me mueve ese sentimiento de envidia en el mejor sentido, envidia de muchos libros que me llevan a pensar, a decir: Yo quiero llegar a escribir algo así.
- ¿Por ejemplo?

- Pues me dio mucha envidia “Al faro”, de Virginia Woolf cuando lo leí, me influyó mucho en la manera de escribir mi última novela, del mismo modo que otra de sus obras, “La señora Dalloway”. Me han fascinado otros muchos autores. Ahí están Faulkner, Onetti, Philip Roth, Grosmann, Sebald, Alice Munro… Hay tantos… Ahora estoy releyendo, despacio y con sumo cuidado, a Flaubert. “La educación sentimental” la terminé hace poco y decidí volver a “Madame Bovary”, una novela que, igual que yo, todo el mundo cree que se ha leído. Todos tenemos cosas que decir de ella, pero, ¿quién se acuerda de que está contada en primera persona? Es una obra de un vanguardismo tremendo. Empieza no con Madame Bovary, sino en una escuela al que va de niño el que después será su marido. Y habla en primera persona el narrador. Yo de eso no me acordaba para nada y resulta fundamental. En otro clásico, “Fortunata y Jacinta” también habla en primera persona el narrador, un narrador muy raro… [se hace un silencio largo, son muy frecuentes a lo largo de la conversación. Muñoz Molina baja la cabeza en un gesto reflexivo, antes de proseguir]… Ayer me fui a pasear al Botánico y me puse a leer. En un momento dado empecé a pensar sobre esto. Todos hablamos de oído continuamente. Y suele pasar que las cosas, las lecturas, son mucho mejores de lo que recordamos. A mí me gusta mucho este tipo de deslumbramientos. Creo que hay tantas maravillas y que uno tiene que aprender tanto de todas ellas.
- Por lo que veo atraviesas una etapa de relecturas.
- Estoy en todo. Leo cosas nuevas y emprendo la aventura de releer obras maestras, sí. De pronto me he puesto a recuperar esos libros que suelen darse por supuestos. Este verano le tocó a otro, “La montaña mágica”, que hacía mucho tiempo que no visitaba. ¡Madre mía, qué buen libro, qué buenos libros hay!
- Volviendo a tu propia obra, decías que tu motivación principal es mejorar. ¿Te da la impresión de que cada nuevo libro supera al anterior?
- Ya quisiera yo que eso fuese así porque nos anima la idea del progreso, pero eso es algo que no puedo saber. Entre “Beatus Ille” y “La noche de los tiempos” han pasado muchas cosas, sobre todo ha pasado el aprendizaje inevitable de la vida. Hace algún tiempo, tres o cuatro años, tuve que leer (no había releído nada desde que corregí las pruebas en 1985) “Beatus Ille” en inglés para revisar la traducción y fue muy curioso. Me di cuenta de que era una novela muy juvenil y empecé a preguntarme de dónde había salido ese mundo que estaba en el libro, cuando mis experiencias vitales eran entonces tres o cuatro, cuando mi conocimiento de la vida era muy limitado. No quiero decir con esto que la historia me pareciera muy profunda ni nada de eso. Me refiero a la variedad de temas que se trataban. Con el tiempo espero haber aprendido a ser más preciso, menos literario.
- En tu primera novela, igual que en la segunda, “El invierno en Lisboa”, el alimento eran las referencias librescas, de películas. El lector percibe que en tu obra posterior esas referencias se van convirtiendo en vida. Un proceso inevitable. ¿Hay momentos del camino en los que recuerdes especialmente que se produjeron vueltas de tuerca en la manera de concebir la creación literaria?
- Yo creo que ha habido varios. Hubo un momento que tiene que ver con lo que plantea esta pregunta, cuando descubrí que podía hacer literatura abiertamente con la vida que yo había conocido hasta entonces. Eso dio lugar a una parte de “El jinete polaco”. Recuerdo que estaba haciendo una descripción para un artículo sobre la aceituna que me habían pedido para una revista y empecé a hablar con naturalidad sobre la época de mi adolescencia, de una manera directa. Entonces me di cuenta de que podía hacer literatura con esos materiales biográficos. Fue un momento importante para mí, del mismo modo que cuando me fui por primera vez una temporada a Estados Unidos y empecé a leer de verdad literatura de no ficción. Se podía hacer literatura sin inventar, qué descubrimiento. O cuando, poco a poco, empecé a encontrar las cosas de las que escribí en “Sefarad”, a partir de la idea de plasmar un mundo narrativo que fuera mucho más amplio que la experiencia española. Fue ahí cuando intenté aprender a escribir sobre aspectos relacionados con el Gulag, con el Holocausto… Sí, la verdad, es que ha habido varios puntos de inflexión muy decisivos.
- “Plenilunio”, también fue una novela muy impactante, en el sentido de que trataba un tema tan conflictivo y tan doloroso en la historia de España como el del terrorismo y la violencia, un asunto al que te has referido, muchas veces levantando la polémica, en artículos de prensa.
- Sí. “Plenilunio” fue una novela escrita en momentos difíciles para mí, por muchas razones [1997]. En cuanto a mis artículos sobre el terrorismo lo que me ha preocupado siempre es la falta de empatía. Yo recuerdo que en algunos periódicos del País Vasco cuando se publicó “Sefarad” hubo algunas personas que dijeron echar en falta que yo no hablase de lo que pasaba allí cuando me estaba refiriendo a distintas persecuciones. En realidad sí lo estaba haciendo, estaba hablando de manera implícita del hecho terrible de señalar a otro, de decirle tú no eres como nosotros, tú no mereces vivir. Eso es algo tremendo y ha pasado, se ha llegado a aceptar en la sociedad vasca, en el mundo, en muchos momentos diferentes de la Historia. Cuando hablamos de esto, sin necesidad de establecer comparaciones, no se puede olvidar la España de la época de la expulsión de los judíos. Los judíos eran una parte muy importante del tejido social y de un día para otro se convirtieron en extranjeros. Fue terrible.
- ¿Crees que en un presente tan carente de ideologías claras, de referencias, faltan intelectuales de peso?
- No, no nos fiemos de los intelectuales. La historia intelectual del siglo XX está llena de disparates. Los únicos de verdad lúcidos y racionales han sido muy pocos: Orwell, Albert Camus, más recientemente Claudio Magris Lo que hace falta son ciudadanos que ejerzan su ciudadanía escribiendo, cumpliendo con su trabajo. Una democracia lo que necesita son ciudadanos y si de algo peca nuestro país es de un exceso de opinionismo. Eso sí que es una dolencia, algo tan local como el hecho de que la información consista en una medida tan grande en lo que dicen los políticos. Eso también es una irregularidad española. Aquí vuelvo a lo mismo: Vamos a ver, a fijarnos, a enterarnos de lo que pasa, no de lo que dicen los políticos que pasa.
- ¿Cuál es el papel de la ficción en nuestros días, iluminar la realidad, convertirse en una vía de escape, dar respuesta a las encrucijadas del presente?
- La ficción sirve para todo eso. Sirve como refugio y sirve para comprender la propia experiencia y para convertir en cercanas las experiencias de los otros. Hay ficciones que, además de distraernos, nos ayudan a analizar lo real, a ser cómplices de lo que les pasa a los demás, a percibir que no somos únicos, que lo que estamos viviendo y sintiendo en cada momento ya ha sido vivido, sentido, por otros.
- Los libros que has escrito sobre la reciente historia de España, ¿te han ayudado a entenderla mejor o todavía te gustaría explorarla más?
- Hay un tipo de conocimiento que proporciona la ficción y que es un conocimiento empático o emocional. Es decir, a través de la ficción uno intenta ponerse en el lugar o en la piel de quienes han vivido otras experiencias. Esta percepción, en mi caso, la llevé al extremo en “La noche de los tiempos”, donde traté hipotéticamente de ponerme en el lugar de alguien parecido a mí que hubiera vivido en ese momento, en la etapa de la Guerra Civil, del exilio de tantos republicanos. Y debo decir que si algo me quedó de todo ello fueron unas ganas tremendas de descansar de todo ese mundo. Es muy curioso porque cuando se publicó la novela mucha gente me escribió y me sigue escribiendo proponiéndome continuaciones. La historia termina de una manera abrupta y no han faltado lectores que me han indicado por dónde podría seguir, pero sinceramente, pese a que como aficionado a la Historia, los vaivenes del siglo XX me siguen apasionando, considero que como novelista debería moverme hacia el porvenir, hacia más cerca del presente. Es una necesidad que percibo cada vez más intensamente.
- Toda la novela parece un intento de explicar una frase de Pedro Salinas, de cuya biografía, parte precisamente la novela: “Tenemos la patria deshecha, la vida en suspenso, todo en el aire”.
- Lo que me interesó con esa historia fue meterme en la piel de las personas, en lo que sintieron en esos momentos, más allá de las categorías ideológicas que se impusieron a posteriori. Me interesaba contar la desazón, la sensación de fracaso de una generación que compartió la posibilidad de que España se convirtiera en un país progresista, europeo. Una generación que fue el eslabón, la conexión emocional, el modelo estético y político al que nos asimos los que por fin pudimos vivir la llegada de la Democracia.
- Parte del interés de “La noche de los tiempos” radica en mostrar que en situaciones extremas hay muy pocas posturas intachables, que ningún bando estuvo -pese a las diferencias evidentes- libre de pecados. Resulta llamativo que se siga hablando -que se siga percibiendo- la sombra de las dos Españas tanto tiempo después.
- Los dos bandos eran muy poco homogéneos. Ni todos los de izquierdas eran comunistas, ni todos los de derechas, fascistas. Basta leer las memorias de Julián Marías para que estos estereotipos salten por los aires. Marías era republicano de convicciones firmes, pero también escrupulosamente católico. Él cuenta que el 19 de julio al ir a buscar a su novia para ir juntos a misa ve los repartos de armas en la calle. La escena es muy significativa. Lo de las dos Españas es una mentira, sólo la irresponsabilidad política puede alimentar esa idea. Si algo aprendí al escribir esta novela es la gravedad de las palabras, el cuidado que hay que tener con lo que se dice.
- Otra idea que se perpetúa, que sigue escuchándose, es la de: “Me duele España”. En esta novela hay momentos en los que se bromea sobre ello.
- Eso es retórica. A mí los misticismos patrióticos no me van. Todo nacionalismo es místico, pero el nacionalismo español de la Generación del 98 y todo eso, es pura metafísica, como lo de las dos Españas. Yo veo las limitaciones y los defectos de este país, evidentemente, y me gustaría que ciertas cosas mejoraran, pero hay otras de las que estoy muy contento. Lamento carecer de sensibilidad suficiente como para que me duela España o para que me duela Andalucía. Los del 98 estaban todos elucubrando sobre el alma de España en los llanos de Castilla y lo que necesitaba Castilla no era que Unamuno se paseara por ella en estado místico, lo que necesitaba Castilla era una reforma agraria, regadíos y justicia social. Lo que hacía falta, lo que sigue haciendo falta, son cosas concretas. Si de algo estoy harto es de vaguedades.
- En cuanto a la estructura de la novela, se juega con los puntos de vista, demostrando también que muy pocas verdades se imponen. ¿Era tu intención o ese planteamiento se impuso durante el proceso de escritura?
- Al principio no era así y por eso precisamente creció la novela. Es muy distinto el modo en que uno se ve a cómo lo ven los demás. Y para mí era muy importante mostrar eso, mostrar cómo desde el punto de vista de dos enamorados el mundo responde a lo que ellos sienten, pero también como alrededor de esa percepción existen otras que pueden ser completamente opuestas. En la novela los personajes se envían cartas y hay cartas de amor que al ser leídas por uno de los amantes le puede dar la vida, pero que si por equivocación cae en manos de quien no debe leerla le puede dar la muerte. En mi caso, cuando de pronto descubrí el punto de vista del hijo o de la mujer del protagonista, que está enamorado de otra, la novela experimentó un cambio radical. La esposa también tiene su propia historia, la de una mujer convencional frente a los amantes. Y esa historia también merece la pena ser contada. Cada historia son muchas historias. Y mi novela tiende a eso, a lo poliédrico.
- ¿Cuando trabajas en una novela llega a sentir que habita en un mundo paralelo?
- Cada novela es como un gusano de seda. A medida que trabajo en ella, poco a poco, según va creciendo, siento que voy encerrándome cada vez más en su discurrir. Tiene algo de mundo paralelo, sí, pero nada que ver con un proceso psicótico. Hay muchas cosas que sabes que van a ir a la novela, cosas normales que de pronto te encuentras y dices: “esto para dentro”. Me acuerdo que cuando estaba con la última vi en un mercadillo de Nueva York una máquina de escribir de los años 30, y me dije: “esta máquina de escribir la quiero llevar allí”.
- Nueva York es una ciudad clave en tu trayectoria. ¿En qué medida ha cambiado tu percepción de las cosas?
- Bueno, sigo viviendo allí gran parte del año. Y, sí, me ha hecho más pragmático. Creo que he aprendido a ser más tolerante, menos vehemente, a intentar buscar las salidas, las respuestas más racionales, menos dogmáticas a las cosas, porque las soluciones a los problemas generalmente no son drásticas e inmediatas. De algún modo, me he hecho más respetuoso en las diferencias.
- Viviste de primera mano la caída de las Torres Gemelas. Entonces se decía que esa tragedia daría lugar al nacimiento de un tiempo nuevo, en el que la seguridad no era tal. ¿Cómo afrontar estas ideas con perspectiva?
- Si algo nos ha demostrado todo aquello es que los seres humanos somos frágiles, pero tampoco tanto. Quizás una cosa que hemos aprendido es que se puede reaccionar. Cuando, ahora con distancia, vemos las cosas que entonces decían Bush, Aznar y Blair sobre el eje del mal, sobre las grandes amenazas del mundo, en realidad no había tantas amenazas. Al terrorismo no se responde invadiendo países, se responde con policías, con espionaje, con jueces. Percibimos que éramos frágiles, pero también hemos aprendido que se puede responder de otras formas, que la invasión de Irak fue un disparate gigantesco que vino provocado por aquello y fíjese a lo que ha dado lugar. El otro día estaba leyendo un libro en el que se analizaba que a Bin Laden el atentado de las Torres Gemelas le costó unos 500.000 dólares; a EEUU todas las guerras en las que se ha metido a continuación le han supuesto trillones de dólares. Es como si España hubiera respondido al terrorismo declarando el estado de excepción o militarizado el País Vasco. La principal lección es que se necesita cabeza fría ante lo que se está viviendo.
- ¿Una lección que aprender de los tiempos de crisis -no sólo económica, sino de valores- que estamos atravesando?
- El problema fundamental es que nuestro modelo político y social está en crisis, en peligro, y la culpa de ello no la tienen sólo los mercados, la tenemos nosotros. Una lección que tal vez podamos aprender de todo esto es el sentido de la responsabilidad. Vamos a hacernos responsables de aquello de lo que podamos hacernos responsables. ¿Podemos disfrutar de un bienestar sin contrapartida? ¿Podemos tener el derecho a la educación y no cuidarlo? ¿Podemos tener el derecho a la sanidad y no cuidar la sanidad? Son cosas muy complicadas. Esto habría que planteárselo a nivel global, europeo, y en España concretamente tenemos un problema de productividad, no sabemos para qué va a servir nuestra economía y no nos decidimos a modificar adecuadamente un sistema educativo que no funciona.
- Pese a todo. ¿crees que estamos viviendo momentos estimulantes?
- Estimulantes y aterradores al mismo tiempo. Vamos a olvidarnos del pasado. Vamos a ver qué podemos hacer nosotros. Es muy difícil. Estrictamente hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades. Otra cosa es la necesidad de preservar la justicia social. Eso es distinto. Necesitamos preservar y salvar un cierto modelo social europeo, que es el mejor que se ha inventado nunca. Por una parte tiene las ventajas de la democracia liberal y por otra una solidaridad del sistema sanitario y educativo, algo de lo que no disfrutan los norteamericanos. EEUU tiene la ventaja de que el sistema de integración de los emigrantes es más efectivo y más rápido que el europeo, pero yo conozco muy bien el modelo americano y es preferible éste, mucho más. Tenemos que ver qué hacemos, cómo lo defendemos, porque ahora mismo está en peligro.
- ¿Es el siglo XXI el siglo de las prisas, de la velocidad?
- ¡Qué va! Esa es la misma percepción que ha tenido la gente siempre. El otro día me encontré una carta de Flaubert en la que decía: “todo el mundo se queja de que el presente va cada vez más rápido. No es para tanto”.
- ¿Cómo es el Muñoz Molina del siglo XXI, cómo se enfrenta como escritor a sus desafíos?
- Bueno, he escrito dos novelas sobre la actualidad, “El invierno en Lisboa” y “Plenilunio”. Y ahora quisiera saber escribir una novela estrictamente contemporánea, como decía antes, necesito hacerlo. Una novela que aprese lo que estamos viviendo, lo que estamos sintiendo ahora. Ya está bien de darle vueltas al siglo XX [nuevo silencio, cabeza baja, manos juntas, momento de reflexión]. Cuando nos acercamos a grandes novelas como “La educación sentimental”, comprobamos que está hecha con cierta perspectiva, con 20 años de distancia. La novela es un género complicado porque requiere una cierta destilación. Difícilmente es una respuesta inmediata a lo real, a la experiencia. Pero también es cierto que los americanos son mucho más rápidos que nosotros. Ya hay excelentes novelas sobre la caída de las Torres Gemelas, sobre todo lo que está sucediendo con la crisis. Y llegar a eso, comprobar si soy capaz de acercarme al hoy es, de algún modo, una preocupación, más bien una zozobra que siento, siempre desde la consciencia de que al final uno escribe lo que puede. ¿De dónde nace ese anhelo? Claramente de mi inquietud ante lo que vivo y también de una inquietud profesional. Un escritor debería medirse con su tiempo, debería saber hacerlo.
[Esta entrevista fue publicada en el número 101-102 de la revista "Turia". Antonio Muñoz Molina acababa de editar su libro de relatos "Nada del otro mundo". En breve verá la luz en Seix-Barral un ensayo bajo el título de "Todo lo que era sólido", donde el autor hace una llamada a la responsabilidad cívica que los ciudadanos deben exigir a los gobernantes.]
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Emma Rodríguez, [Lecturas sumergidas, 6 de febrero de 2013]
El escritor nos recibió a principios de diciembre en su domicilio de Madrid para someterse a una sesión de fotos en la que posó junto a una máquina de escribir que perteneció a Arturo Barea y atender a esta breve entrevista.
Para usted 2013 comienza con el Premio Jerusalén, continúa con la publicación de su ensayo ‘Todo lo que era sólido’ y culmina con el premio Príncipe de Asturias. Ahora que concluye, ¿puede hacer un balance?
El publicar el libro este, yo no estaba seguro, lo escribí en un arrebato y pensaba “verás en qué lío me voy a meter”. El libro salió en febrero y yo me fui en enero a Nueva York. Luego vino lo de Jerusalén, que fue muy emocionante en muchos sentidos. En esas cosas el premio que te dan consiste también en quién ha sido premiado antes que tú y ahí había gente muy importante para mí. Y luego después lo del Príncipe de Asturias, que fue una especie de torbellino, que tenía que terminar cuanto antes porque te aturde y te entontece. La exposición pública te entontece, aunque tú no quieras -ríe- y tienes que limitarla al máximo. Lo que más me gustó del Príncipe de Asturias, aparte de conocer a Higgs y a la gente del CERN, fue charlar con el marido de Saskia Sassen [premio Príncipe de Asturias 2013 de Ciencias Sociales], que es Richard Sennett. Eso fue muy gracioso porque estuvimos en una recepción, me presentaron a los dos y me puse a hablar con el marido y me estuvo contando que tocaba el violonchelo y tal. Y en un momento dado me dijo que también era escritor. Y cómo se llama usted: Richard Sennett. “Pero si usted es un héroe para mí”. Y llevaba una hora hablando con él.
Pero lo mejor es retirarse después del premio. A continuación me fui con mi mujer a Lisboa y nos pasamos el mes de noviembre entero. Y ese mes es lo más importante que me ha pasado este año.
Ha dicho que publicar el libro “iba a ser un lío”. ¿Tenía dudas?
Sí, porque en España la atmósfera del debate público es muy tóxica, los debates son confrontaciones cuerpo a cuerpo y arrojarse trastos a la cabeza y pensaba que hacer un libro proponiendo un debate racional, no identitario ni visceral, no estaba seguro. Otras veces cuando termino un libro, estoy más seguro. En este caso no tenía sosiego. Cuando lo terminé, no me quedé en paz. Pero luego me he alegrado de haberlo publicado. La reacción de mucha gente ha sido muy positiva y mucha gente lo ha leído y lo sigue leyendo y acepta de manera razonable los términos del libro.
¿No se quedó en paz? La lectura del libro da la sensación de que es algo que tenía que escribir.
Es como cuando escribes un artículo porque consideras que no debes callarte, pero no es tampoco una cosa que te guste hacer. Lo haces porque crees que está bien que se haga, pero exponerse en el campo de la política en España siendo una persona independiente y no teniendo un apoyo partidario, es difícil. Una persona sola es muy frágil. Aquí hay una gran tendencia a formar piña en contra de alguien que disiente o que lleva la contraria.
Temía quedarse varado como Arturo Barea o Chaves Nogales, a los que cita en el libro.
Varados se quedaron a medias porque resulta que ellos representaban a mucha más gente en España de la que parecía, pero en los debates públicos las voces que acaban oyéndose son las que más gritan. Había unos extremistas y otros extremistas y luego había una gente racional que se encontró arrastrada por la furia de esos extremos y gente como Barea o como Chaves Nogales o como George Orwell en Inglaterra o como Albert Camus en Francia, lo que eran son personas que para mí tienen el mérito de no dejarse arrastrar por la marea.
¿Hacen falta más aguafiestas o ya es tarde?
A mí me parece que el llevar la contraria, el derecho a la excentricidad en el sentido más literal de la palabra es fundamental en un sistema democrático. A mí me gusta la gente rara, que va a su aire, que en medio de la unanimidad decide llevar la contraria. Creo que en una democracia tenemos que decir honradamente lo que se piensa sin miedo a que te llamen de una manera o de otra. Tiene que notarse que la sociedad es plural y no será plural si no decimos lo que pensamos, si nos acojonamos, si nos dejamos llevar por la corriente. La policía no nos va a detener. Cuanta más gente lo haga, mejor. En el ámbito de cada uno, tiene un espacio para hacer lo que cree que tiene que hacer sin necesidad de seguir una línea oficial.
Pero igual ahora hay que tener más cuidado con lo que se dice por si ofende a España o por la Ley de Seguridad Ciudadana.
Hay que luchar contra eso. En un sistema de democracia liberal la gente no forma parte de una masa. La gente son ciudadanos que se unen, temporalmente o caprichosamente y que tienen derecho a hacer lo que les dé la gana dentro de las leyes. Con respecto a esas leyes que menciona, lo que me preocupa, que me parece escalofriante, es la privatización de la seguridad. Me parece un mundo aterrador.
¿Qué espera de 2014?
Espero cosas improbables. Espero que los debates que tenemos por delante se hagan en términos racionales, no en términos de esencias incompatibles entre sí, de tópicos arrojadizos, creo que tenemos que hacer un esfuerzo de pragmatismo para tratar de encontrar soluciones razonables a problemas agobiantes que tenemos y lo que hace falta es un gran esfuerzo de ponerse de acuerdo. Tenemos problemas muy graves a los que no se está haciendo frente. El problema de nuestro sistema educativo y un sistema productivo que no funcionan porque también queremos conservar el Estado de bienestar. Cómo se hace eso, cómo se identifican las cosas en las que somos fuertes, lo que conviene que estemos de acuerdo, lo que hace falta son soluciones parciales [concretas]. Soy muy escéptico, desde luego.
Y profesionalmente, ¿qué está preparando? ¿Lo puede decir?
No, eso no. Esas cosas se estropean porque dependen tanto de la ocurrencia, crees que estás haciendo una cosa y de pronto eso no te sale y tienes que hacer otra. Espero hacer algo que sea nuevo para mí y que sea original y muy literario.
Entrevista a Antonio Muñoz Molina, [¿Revista Tiempo?]

En la introducción del libro dices que has aprendido a escribir sobre arte gracias a Proust, Baudelaire y Robert Hughes. De este último en concreto has dicho que tiene la rara virtud de escribir sobre arte y que además se le entienda todo. ¿Por qué es tan difícil encontrar autores que reflexionen sobre arte con tanta claridad?

Sobre el arte hay muchos malentendidos que todo el mundo acepta, y en la mayor parte de los casos los responsables son las personas que forman parte del mundo del arte. Muchas veces se quejan de que lo que ellos hacen no interesa mucho, pero por otra parte se enfadan si mucha gente se interesa por ellos. Es una cosa muy paradójica. El arte tiende a quedarse en círculos cerrados, y eso hace que las galerías no sean sitios muy simpáticos en los que entrar. Y muchas veces lo que ocurre es que el lenguaje que utilizan los críticos de arte es muy críptico, y no veo por qué tienen que hacerlo así.
Bueno, en tu libro hay un ensayo, La vocación de Juan Genovés, que parece más un relato.

Sí, ese y el de Miguel Macaya son distintos, porque proceden de encuentros con los artistas y eso implica otro tipo de cercanía y de escritura. No hay nada en el mundo del arte que no pueda ser explicado con claridad y compartido por mucha gente. Estoy convencido de que el arte, al ser el resultado de una pulsión humana muy fuerte, al igual que la literatura, puede ser comprendido y explicado y puede ser contagiado. Para ello hay que usar la escritura como una lupa.
En un mundo como el actual, donde las imágenes predominan sobre la palabra, en esta cultura del espectáculo como la ha definido Vargas Llosa, ¿qué papel puede desempeñar la pintura, que es un arte que parece estar abocado a un elitismo de galería y gente entendida?

Lo que no comprendo es que Vargas Llosa esté denunciando la trivialización de la cultura y al mismo tiempo sea un apasionado de los toros, ¿no? Esos discursos apocalípticos no me los creo. No creo que ahora estemos peor que hace un siglo. En España hace cien años había cerca de un 60% de analfabetismo, ¿había más interés entonces que ahora por la cultura? No me lo creo. Respecto al papel que la pintura puede desempeñar, yo creo que tiene un lugar cada vez más relevante. En un mundo en el que es tan fácil estar en contacto con cualquier reproducción, el encuentro con la obra de arte, en vivo, es más chocante, es algo único. Ver una obra en vivo exige una cosa muy importante: la atención contenida y enfocada.
De todos los artistas de los que hablas en el libro, ¿con cuál de ellos te quedarías?

El libro es fruto de varios encargos en el tiempo y ahí no están todos lo que más me gustan. No está, por ejemplo, Mark Rothko, que a mí me gusta muchísimo. Pero yo creo que podría ser Goya, ya que resume muchas cosas. En el curso del arte moderno, Goya es probablemente un eje fundamental. Tiene una cosa que es universal: su manera de mirar, su atrevimiento, su innovación, y no hay forma de escapar de esa mirada. Además, Goya representa la figura del ilustrado español que es deportado por la barbarie, que acaba en el exilio y que se encuentra perdido entre dos mundos. Y tiene esa cosa extraordinaria del viejo fértil, del viejo temerario, que es lo que tiene el último Tiziano o el último Monet o el último Beethoven. Esa libertad absoluta de creación de la ancianidad.
Tú conociste a Philip Roth y le hiciste una entrevista para El País Semanal, ¿qué te llamó la atención de él?

Yo estaba demasiado nervioso en esa entrevista. Publiqué un librito en Seix Barral, en una edición que se llama Únicos, un texto que partía de unos diarios que me pidieron en la revista Eñe, y ahí cuento la parte que no contaba en la entrevista que publiqué. Fue un encuentro en Nueva York, donde yo no estaba muy suelto, se me atascaba el inglés, él es un hombre imponente y muy serio, y estaba distante aunque fue amable, pero es que además se juntó con que a mí la novela que había originado la entrevista, La conjura contra América, no me gustó. Creo que fue una oportunidad perdida para tener una verdadera conversación con él, y hablar de literatura y de autores, pero en fin...
[qué grande el reconocerlo así. Es increíblemente honesto. Sobre todo, consigo mismo. Esto, desgraciadamente es tan poco habitual.]
¿Qué opinas de su anuncio de que no va a escribir más novelas?
Uno no sabe nunca si va a escribir más novelas. Si escribes honradamente, no tienes garantizada la próxima novela, porque no sabes si se te va a ocurrir una historia. Hay casos, como te decía antes, en que en la vejez tienes un momento de producción exaltada. Piensa en Monet que, ya anciano, en los años 20 cuando su pintura no interesaba, seguía pintando a pesar de tener los ojos con cataratas. Y luego hay casos contrarios. Por ejemplo, Faulkner se encalló con Una fábula, una novela pomposa y desastrosa. Le pasó a Falla con la Atlántida. Mi pregunta es: Philip Roth decide que no va a escribir nunca más, pero qué pasaría si a Philip Roth le surge una historia extraordinaria, ¿no la va a escribir? Yo creo que sí. Decir lo contrario es un acto de soberbia extraordinaria.



Philip Roth es arrogante, cierto. Pero, me pregunto: ¿No es posible que haya eliminado la actitud de búsqueda?, ¿que ya no esté alerta a posibles historias que se le pudieran presentar? ¿No es comparable a la intención o no de iniciar una nueva relación de pareja? Cuando uno toma la decisión de que ya no va a volver a embarcarse en una nueva aventura o en un nuevo matrimonio…
O, en cualquier caso, aunque se le imponga una historia, siempre la podría eludir. Acaso sería una estupidez pero, ¿por qué no? Hay oportunidades de oro que uno puede dejar escapar.

¿Piensas que a ti te podría pasar eso, quedarte sin ideas, sentir que estás agotado?

No lo sé. Lo que sí sé es que durante largos periodos no tengo necesidad de escribir ficción. Necesitas un reposo. Hay una gran parte del trabajo literario que no es deliberado. Cuanto más trabajas en esto, más cuenta te das de lo poco que sirve la experiencia. Si no tienes una iluminación, una ocurrencia, una música que te lleve, no tienes nada. Y eso puede venir o no venir. Es algo que no lo sabe nadie, ni siquiera Philip Roth.

Según esto, Philip Roth sería de los que rechazan a priori una oportunidad de oro.

En tu caso, ¿tardas mucho en concebir una novela?

Sí. Generalmente, las novelas tardan mucho en fraguarse, y muchas veces hay un primer impulso pero luego hay otros muchos materiales que llevan tiempo en la cabeza. Lo decisivo es la parte anterior a la escritura. La escritura es el desenlace.
¿Eso significa que antes de ponerte a escribir ya tienes todo en la cabeza?
No, para nada. Lo que tengo es un punto de partida poderoso, una serie de fulgores distintos. Y dejo margen siempre a la improvisación. Escribir te sirve para averiguar más que para transmitir lo que ya sabes.

Y ese punto de partida poderoso es lo que se presenta de forma involuntaria, ¿no es cierto? La intuición de una buena historia…

A veces has comentado que eres capaz de escribir en cualquier sitio: una cafetería, un parque, un hotel... ¿También con las novelas puedes escribir en cualquier lugar o necesitas un espacio concreto?

Sí, lo que puedo escribir en la cafetería es el arrebato, el momento en que se me ocurre algo con lo que no contaba y entonces tengo que escribirlo. Es el material de base para luego reelaborarlo. En realidad, es una mezcla de todo. Trabajo con cuaderno y con portátil. Las pequeñas ocurrencias nunca sabes cuándo te van a venir. Hay otra parte que requiere una rutina, un reposo. Yo recuerdo que muchas ocurrencias fundamentales para La noche de los tiempos las tuve cuando no estaba escribiendo. Por ejemplo, yendo por un mercadillo en Nueva York me encontré con una máquina de escribir Smith Corona, y entonces pensé que esa máquina la tenía que tener ella, porque ella tiene una ambición literaria. Eso me permite intuir e imaginar con mucha más fuerza. Lo mismo me ocurrió con unas maletas de los años 30 en un mercadillo de Portobello Road, en Londres, adonde me llevó mi hija. Y recuerdo que estaba escribiendo esta novela y era verano en Madrid, y me dijo Elvira (Elvira Lindo, su mujer): "Vámonos a la playa. Aquí hace mucho calor". A mí me gusta estar en Madrid en agosto, la ciudad está muy tranquila, y además yo estaba en un momento de la novela en que la historia avanzaba rápidamente. Y nos fuimos a Conil, y allí pensé: "¿Y si a esta pareja le doy una semana en la playa? Esta pareja que está encontrándose clandestinamente en habitaciones de hoteles...", y así se me ocurrió darles un asueto verdadero para su relación, aunque pensé mezquinamente: "Esto me va a suponer trabajar más" (se ríe).


Aunque uno no esté escribiendo de forma continua sí está en permanente actitud de búsqueda.

¿Qué queda de aquel Muñoz Molina que empezó a escribir en los 80?

Creo que queda el amor apasionado por la literatura, por el oficio, por el trabajo, por la lectura y por estar observando las cosas y querer contarlas. La única diferencia es que cuando publiqué mi primera novela, Beatus Ille, pensaba que aquello resultaba tan laborioso y tan difícil porque precisamente era la primera novela, y resulta que no. Yo pensaba entonces que aquello era muy complejo porque estaba haciendo dos cosas al mismo tiempo: escribir la primera novela y aprender a escribir novelas. Después me di cuenta de que no se aprende a escribir novelas, se aprende a escribir una novela mientras la estás escribiendo y cuando la acabas ya no sirve de nada, tienes que volver a empezar de cero en la próxima. Philip Roth decía una cosa muy certera: "Cada vez que empiezo una novela me veo enfrentado con el amateur que hay en mí".
El jinete polaco lo publicaste con 35 años, ¿cómo fue aquel periodo de escritura?

Fue una época dura. La gestación del libro fue muy complicada porque era el resultado de varios fracasos sucesivos. Empecé a escribir una novela y no me salía, empecé otra y tampoco y luego otra, y tampoco. Y de pronto surgió algo que es lo que justifica la vida como escritor. Un día, en mi casa de Granada, vi con un destello de lucidez que esas tres novelas habían fracasado porque eran la misma novela. Tuve que reelaborar y reajustar todo: la historia del militar, la historia de la familia en la posguerra y la historia del fugitivo por Europa y Estados Unidos. Y con todo aquello empezaron a saltar chispas.

Cuando empezaste a publicar en 1984, con apenas 28 años, ¿pensaste que podrías ganarte la vida escribiendo?

Nadie que ame de verdad la literatura puede hacer ningún proyecto en este sentido. Tú aspiras a terminar algo, tienes que superar el maleficio de lo inacabado, eso es lo primero. Después aspiras a que lo lea alguien y después a que se publique. ¿A qué aspiraba yo? Yo quería publicar y ser leído, pero si soy sincero, no aspiraba a dejar de trabajar en la oficina del Ayuntamiento en que estaba porque organizaba conciertos y actividades culturales que me gustaban, y realmente a lo que aspiraba era a tener una mejor posición y un mejor salario, supongo que eran unas expectativas lógicas dada mi situación. A mí tardaron mucho en pasarme las cosas, teniendo en cuenta mi afición y el tiempo que yo le dedicaba a escribir. Pero cuando empezaron a pasarme, todo ocurrió muy rápido. En 1985 Gimferrer me dice que va a publicar mi primera novela y tres años después me dan el Premio Nacional de Literatura por El invierno en Lisboa, imagínate. No me dio tiempo a amargarme, es todo tan azaroso...
Cuando estabas escribiendo Beatus Ille, antes de esa llamada de Gimferrer, ¿tenías expectativas de publicación?

En esa época yo escribía a máquina y cuando ahora veo todos esos folios me quedo asombrado al pensar de dónde sacaba tanto tiempo para escribir todo aquello. Me quedo asombrado y no lo sé... Es como una necesidad, como una fatalidad. Otra cosa es que yo hubiese acabado la novela y no se hubiera publicado. ¿Habría escrito más novelas? ¿Habría tenido el coraje para seguir llenando los cajones con novelas inéditas? Pues no lo sé, la verdad. No se trata sólo de tener constancia, sino de que si no publicas difícilmente te libras de lo que has escrito, difícilmente das pasos adelante, estéticamente hablando. En todo proyecto estético hay un empeño de constancia y de tiempo.
Tu nombre suena a menudo como posible Premio Nobel, ¿te ves ganando este premio en algún momento de tu vida?

Me interesa ser muy claro en este sentido: eso es una cosa muy corruptora. Los seres humanos tenemos la tendencia de colocar nuestras expectativas un poco por encima de aquello que tenemos, con objeto de jodernos la vida, ¿no? Lo he visto en otras personas y lo he visto en mí mismo, y me ha parecido muy triste. Lo he visto en gente, no sólo en escritores, que tienen más de lo que jamás habrían llegado a soñar y aún siguen teniendo un poso de amargura porque todavía les falta algo que les impide saborear y disfrutar de lo ya logrado. El ejemplo más claro que tuvimos en España fue el de Camilo José Cela. Había conseguido el Premio Nobel y estaba empeñado en ganar el Premio Cervantes, ¿para qué?
¿Y te ves ganando el Cervantes?
Yo escribí en mi blog que no ganar el Cervantes había sido un alivio. Fue una cosa sincera, porque es una cosa muy solemne, que te quita mucho tiempo, que tienes que dar muchísimas entrevistas y en verdad fue un alivio, y me alegré mucho de que se lo dieran a Caballero Bonald y no a mí. Uno no puede estar pensando en eso.

Bastante tiene uno con estar pensando en una novela y con el trabajo diario.
Siempre me ha parecido que el trabajo de promoción es el más arduo, el menos gratificante. Uno quiere pasar página porque ya ha puesto punto final y justo entonces, cuando más necesidad tiene de ir a otra cosa, empieza la fase de promoción.

Yo creo que el Cervantes te llegará más tarde o temprano...

qué empeño en hablar de premios y reconocimientos, ¿no?
¿Eso responde a que no se conoce mucho [o sólo de oídas] la obra del autor?
Algunas veces el que pregunta no sabe casi nada del autor y tiende a preguntarle por lo más accesorio: ¿Qué opina usted sobre el movimiento 15-m? ¿Qué opina de tal o cual declaración? ¿qué autores recomendaría? ¿Cree que el libro electrónico  hará desaparecer el libro de papel? ¿Qué opina sobre la Ley de propiedad intelectual?]


Bueno, pues que llegue, pero lo que creo es que un escritor tiene que establecer (o al menos esa es mi idea) una relación en voz baja con cada lector. No puedes ser un escritor de púlpito, icónico. Yo tengo una idea más privada, más anglosajona, de lo que tiene que ser el escritor y la literatura. Lo que no quiero es tener 70 años y estar entristecido cada mes de octubre. Me parece patético, pero es que a la larga te acostumbran a eso, porque las personas somos así.
¿Qué piensas de aquella recomendación que daba Hemingway a los escritores jóvenes que decía: "Frecuenta a los autores consagrados"?

No creo en eso, yo recomendaría mejor que leyeran a los autores consagrados. Pero sí, claro, tratar a escritores te puede servir. A mí, por ejemplo, tratar a escritores latinoamericanos del boom me ha servido para reforzar mi idea de que el escritor no puede ser una especie de procónsul de su país. Hace unos años fui a Cartagena de Indias y vi la apoteosis de García Márquez y no me gustó: el presidente, los discursos, la patria, la rimbombancia, todo eso. Esa experiencia me dejó muy marcado y tuve claro que yo eso no lo quería para mí.
¿Algún día escribirás tus memorias?

Yo he usado a menudo mi propia vida como material narrativo, y escribir unas memorias no lo descarto, pero en todo caso me gustaría hacer un libro muy corto, aunque nunca se sabe.
Ha pasado hora y media, y cuando nos vamos a despedir, ya en el pequeño vestíbulo de la casa, donde hay una estantería con libros, Muñoz Molina me enseña los dos tomos de la biografía de Faulkner escrita por Joseph Blotner que eran propiedad de Onetti. Uno de ellos, se lo regaló el propio Onetti en una visita que le hizo en su piso de la avenida de América hace 22 años, y el otro, tiempo después de su muerte, la mujer de aquel, Dolly. Son dos libros gruesos, grandes, de tapas duras, y Muñoz Molina pasa sus dedos por las hojas envejecidas de los tomos. "La pena que tengo es haber sido tan tímido y no haber vuelto a su casa por miedo a importunarlo", me dice.
Antonio Muñoz Molina, en voz baja, por Santiago Velázquez [El Huffington Post, 6 de enero de 2013]

‘Todo lo que era sólido’ (Seix Barral), que salió a la venta hace unos días, es muchas cosas, pero sobre todo es una defensa de la libertad de expresión y de acción libre y coherente con el pensamiento, una defensa de que cada uno haga lo que cree y considere, sin atenerse a las a veces insoportables presiones de la tribu (o de intelectuales que, por ejemplo, consideran que es una barbaridad que él recogiera un premio en Jerusalén). También es un elogio de las cosas bien hechas, un libro para el debate y la reflexión y en el que hay un mensaje importantísimo: si te esfuerzas mucho, si trabajas concienzuda y honestamente por conseguir lo que quieres; si no le echas la culpa a los otros de todo lo que te sucede; si, en definitiva, haces las cosas bien, sin mentir como nuestros políticos, sin manipular, sin lucrarte a costa de otros, tendrás tu recompensa. Y quizás, algún día, si todos nos preocupamos no tanto por prejuzgar a los demás cuanto por hacer bien las cosas, saldremos del inmenso problema en el que estamos metidos. Porque, como decía Antonio Machado, “no está el mañana ni el ayer escrito”.

ni el pasado ha muerto, ni está el mañana – ni el ayer – escrito.

“Las cosas pueden ir a mejor, pero también a peor, así que la complacencia es un lujo que nadie puede permitirse”, explica el escritor en su libro, un ensayo ameno y maravillosamente escrito que deberían leer todos los políticos que son tan corruptos como ineficaces, pero no sólo ellos: también habla de la Familia Real, de Cela (que en gloria esté) y de Marina Castaño y hasta de la Duquesa de Alba, de la toxicidad de los programas basura de la tele, de los escritores y articulistas (se incluye) que no hicieron bien su trabajo porque no supieron ver la que se nos venía encima, de los periodistas (me incluyo) que hemos hecho que triunfe “el espectáculo sobre la realidad”, de los aguafiestas, de la discriminación por pensar diferente a lo que piensa tu propia tribu, de Cervantes y de Orwell, de la importancia de los libros, de las barbaridades que se hicieron en este país durante años sin que nadie dijera nada. Ni usted, ni yo, ni él. Nadie dijo nada. Pero si somos inteligentes aún podemos luchar por no perder todo lo que hemos conseguido, que es —nos dice el escritor— bastante, y muy, muy valioso.

El día de esta entrevista era la segunda vez que nos veíamos en dos semanas. Era enero, acababa de cumplir 57 años y estaba a punto de coger un avión a Nueva York, ciudad en la que se encuentra actualmente. Para charlar sobre su libro me invitó a ir a su casa, algo que le agradecí secretamente, pues para un periodista poco hay más jugoso que poder entrevistar a alguien en el corazón de su intimidad. Y allí, en el salón de su casa, mientras él hablaba y yo miraba de reojo los cuadros, los libros, la máquina de escribir, me iba haciendo una idea de cómo era realmente. Desde luego adora el silencio (¿dónde estaría Elvira?, ¿y la perrita?, ¿y sus hijos? Nada, nada se escuchaba aquella tarde, salvo su voz, y la mía) y los libros y la buena conversación. Mientras hablábamos, yo observaba a ese hombre de aspecto serio por fuera, pero, me temo, no tanto por dentro. Se lo dije: “Mucha gente cree que eres un hombre muy serio”. Y él se echó a reír, y luego dijo: “Será por mi aspecto. Hay gente que se sorprende, por ejemplo, cuando me ve llegar a un sitio en bicicleta. Pero es que a mí me gusta ir en bicicleta a los sitios. ¿Sabes? Eso no pasa en Nueva York, donde cada cual hace lo que le da la gana, sin que se den por hecho algunas cosas. Esa falta de prejuicios me gusta mucho. Allí no todo es blanco o negro, por eso me gusta vivir allí largas temporadas”.


‘Todo lo que era sólido’ es un libro de denuncia. No hay censura ni autocensura: lo dices todo bien clarito. Como, por ejemplo, cuando cuentas cómo veías lo que hacían los políticos que iban a Nueva York con todo su séquito. En preferente, por supuesto.
No, no hay censura. Yo he vivido una dictadura y tengo amigos que han vivido en otras dictaduras tan terribles o peores como la española, de modo que creo que en una democracia no tenemos disculpa si no decimos honradamente lo que pensamos. No tenemos disculpa si hacemos algo que se hace mucho en España: decir una cosa en público y otra en privado. Si no dices lo que ves, eres cómplice.
¿Y daban una charla vacía en una universidad americana? Eso cuesta mucho dinero…
Y les servía para que se publicara aquí en los periódicos. Era una estrategia de promoción, además de una mentira muy grande, contada al ciudadano. Y nadie decía nada. El único que informó sobre esto alguna vez fue Alfonso Armada, entonces corresponsal de ABC en NY.

¿Cómo salimos del desastre que tenemos en España?
Hay que intentar hacer bien aquello que uno tiene que hacer. Creo que se adelantaría mucho si cada uno de nosotros, desde nuestro ámbito personal, hiciera lo que tiene que hacer de la mejor forma posible. Creo que esta es una de las vías para salir del desastre.
¿Todos somos un poco responsables de lo que ha sucedido en nuestro país?
Creo que sí. Cada uno tiene su grado de responsabilidad, yo también.
Porque en el libro también hay autocrítica.
Me planteo cómo puede ser que yo, que me dedico a prestar atención a la realidad y a escribir sobre ella, no viera muchas cosas que estaban pasando. La gente que nos dedicamos a escribir no siempre hemos hecho bien nuestro trabajo. Nuestro trabajo era indagar y ver qué estaba pasando ahí. Lo que no puede ser es que en España sigamos con ese vicio que han alentado mucho los políticos y que consiste en pensar que la culpa de todo la tienen siempre los demás. Los otros.
¿Por qué no nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo?
Generalmente es muy difícil ver las cosas en el presente porque estás muy sumergido en entender tu propia vida en el momento que la estás viviendo. Lo mismo sucede cuando tienes un problema personal, que más tarde te preguntas: ‘¿Cómo no me había yo dado cuenta de esto?’. Estábamos muy distraídos.
Dices que los periodistas también tenemos que asumir nuestro grado de responsabilidad.
Claro. Una cosa que ha fallado en España ha sido el periodismo, porque se ha dejado llevar por el sectarismo. Si un periodista es de un bando parece que ve lo que hace el otro bando, pero no el suyo. Ves a los corruptos siempre que sean del partido distinto al que tú no votas. Si es un corrupto de tu partido no sólo no lo ves sino que además le sigues votando.

Dices, textualmente: Los políticos “no habrían tenido tanto éxito en esa tarea si no hubieran contado con tantos cómplices entre esa clase entre periodística e intelectual que es la parte más visible de la opinión pública”.
Creo que ha habido una confraternización excesiva entre muchos periodistas y la clase política. Y creo que parte del problema es que el periódico en el que escribes dependa de la publicidad institucional, porque la publicidad institucional no depende de una norma objetiva, depende de la decisión directa de un político.
De hecho, en el libro está muy presente una defensa apasionada de la libertad de expresión, el derecho a opinar libremente, incluso cuando esa opinión es diferente a lo que puedan pensar otros que supuestamente están en tu mismo bando.
Somos prisioneros del qué dirán, tenemos miedo a decir lo que pensamos por lo que puedan decir los demás. A veces nos decimos a nosotros mismos: ‘Si digo lo que pienso, ¿pensarán que me he pasado al otro bando?, ¿me quitarán el saludo la próxima vez que les vea?’, y eso nos retrae. Pero no debemos consentirlo. No podemos callarnos, no debemos callarnos. 

El peligro de la autocensura

Desde luego tú no te callas en este libro, y repartes igual tanto para los políticos de un partido como de otro. Y aportas muchos datos concretos, que se publicaron en su día pero que hemos olvidado, y hay acusaciones fuertes.
Cuento cosas que he visto con mis propios ojos a lo largo de mi vida.
Como lo de que cuando trabajabas de funcionario has visto a concejales que no sabían escribir Beethoven correctamente.
Sí, eso lo he visto, desde luego.
También hablas de la ‘idiotización de la telebasura’.
Ésa era otra de las cosas de las que parecía que no podías decir nada, porque si decías algo parecía que estabas censurando. Y no, no es eso. Yo no defiendo la censura, lo que constato es que en mi país hay unos programas de televisión que serían inauditos en otros países de nuestro entorno. Unos programas en los que se promueve el grito, la grosería, la degradación del ser humano y de la gente más pobre e indefensa. Ir contra eso, ¿es defender la censura? No, es defender el sentido de la responsabilidad.

También hablas, graciosa pero certeramente, de esa persona a la que nadie le gusta ser, el ‘aguafiestas’. Si dices que es una barbaridad que una fiesta dure siete días, eres un aguafiestas. Si quieres silencio y tranquilidad para dormir, eres otro aguafiestas… Se te tacha de aguafiestas y ya no tienes nada que hacer.
Claro, nadie quiere dejar de ser majete o simpático. De lo que se trata, de nuevo, es de hacerte callar. Si te fijas, en cada caso está la dificultad de denunciar o reflexionar, sin que te acusen de algo, ya sea de ser aguafiestas, de ser de derechas, de izquierdas o de ser un rojo. En España se ponen muchas etiquetas. Y entonces te callas. Porque claro, tú no quieres que te llamen aguafiestas ni que te digan rojo de mierda o fascista. Pero no, no hay que callarse. Es importante el derecho a disentir civilizadamente. Aquí hay mucha gente que dice en público lo contrario de lo que luego hace en su vida privada.
También abordas el movimiento del 15-M. Dices que fue esperanzador.
Lo es. Cuando surgió yo estaba fuera de España y lo leía en el periódico y pensaba, a ver qué sale de aquí, porque aunque sólo salga una idea, habrá merecido la pena. Y han salido muchas ideas.
¿Los mediocres y los corruptos han ganado la batalla?
No, no la han ganado. En el libro también reflexiono sobre todo lo bueno que hemos conseguido, que es bastante, porque también hemos hecho muchas cosas muy bien. No hay que perder de vista todo eso. Por ejemplo, tú vas al hospital y el médico te atiende bastante bien. Y los niños reciben en la escuela una educación que dentro de lo que cabe está bien. Hay en nuestro país empresas punteras que están haciendo cosas increíbles. Sin duda, creo que es muy importante fijarse en lo que está bien, en los que hacen las cosas bien, para aprender y hacerlo mejor. El otro día leía yo una entrevista con una actriz que decía que estábamos peor que en la postguerra. Y no, hombre, no estamos peor. En la postguerra no tenían lo que tenemos nosotros ni en broma. 

La prudencia y la mesura a la hora de hablar. Medir las palabras, ser consciente de la repercusión de lo que decimos.

Tú dices: “La excelencia puede ser emulada igual que la mediocridad”.
Estoy muy de acuerdo con aquello que dijo Antonio Machado: ‘Qué difícil es cuando todo baja no bajar también’. Todo se contagia. Por eso era muy importante para mí con este libro invitar a la reflexión. Porque nada es seguro, nada está garantizado. Esto tiene su parte buena y su parte mala. Y es que las cosas una vez que se tienen parece que se han tenido siempre, pero eso no es verdad. Hay cosas que parecían inauditas hace poco que ahora no lo son. ¿Quién podía decir hace apenas 15 años que hoy en España los homosexuales podrían casarse? Nadie, y es una cosa importantísima, no sólo para la comunidad gay, sino para todos, pues es una cuestión de derechos civiles. Ahora lo vemos como normal. El problema es que cuando vemos algo normal corremos el peligro de pensar que lo tendremos siempre. Y las cosas se pueden perder.
¿Es ‘Todo lo que era sólido’, también, una puerta abierta a la esperanza?
Yo creo que sí. Yo no soy pesimista, pero tampoco soy optimista declarado. Mira, hacerse mayor sólo quiere decir una cosa: que tú has vivido más que otros y les puedes contar lo que has visto. Eso es así. Y cuantas menos personas contemos lo que hemos vivido de verdad será más fácil que otros nos cuenten mentiras.
Antonio Muñoz Molina: Los mediocres y corruptos no han ganado la batalla, por Curro Cañete [Vanity Fair, 27 de febrero de 2013]


Richard Sennett se convirtió en sociólogo por una desgracia personal. Desde los cinco años su don, su placer y su vocación era la música. Era chelista. Las duras condiciones de su infancia (fue criado por madre sola en un barrio muy pobre de Chicago) fueron opacadas por el disfrute que le producía su crecimiento como músico. De adolescente se llegó a independizar con el dinero que ganaba como integrante de una orquesta dedicada a tocar cantatas de Bach. A los dieciocho años Sennett entró en el prestigioso conservatorio Juilliard, de la ciudad de Nueva York. Pensaba ser director de orquesta pero un problema con sus tendones –y una cirugía fallida– anuló ese sueño de repente.
Si hacemos hincapié en una carrera truncada de este gran sociólogo es porque la práctica de la música –tanto del individuo con su instrumento, como el del instrumentista como parte de un grupo de individuos– sirvió como una matriz secreta desde la cual construyó su carrera de intelectual y escritor. Mientras ha sido un observador crítico de las mutaciones del capitalismo, un teórico del trabajo, un analista del diseño urbano y sus efectos sociales, un estudiante de las manifestaciones de la autoridad en la sociedad y el funcionamiento de las clases sociales, debajo de todo esto, como el hipnótico zumbido de una fuga, está su experiencia primordial de chelista.
La semana que viene, Sennett llegará a Buenos Aires para recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad de San Martín. Auspiciado por el Programa Lectura Mundi de la UNSAM dará dos charlas públicas que también serán transmitidas en vivo y pueden seguirse en el sitio www.unsam.edu.ar. Vendrá con su esposa, la socióloga Saskia Sassen, con quien mantendrá un diálogo abierto, el 2 de agosto, organizado por el Malba y Katz Editores. Anticipando esa visita, conversamos con el autor de Carne y piedra por video-llamada. Desde Londres, Sennett, que ejerce desde hace doce años como docente de la London School of Economics –en la actualidad lo hace como profesor emérito de Sociología–, sonreía, escuchaba las preguntas atentamente, y preguntaba mucho por la realidad argentina.
Su padre era anarquista y su madre, comunista. ¿Cómo impactó esto en su relación con las ideologías?
Es complicado. Para mí, que he sido siempre una clase de socialista demócrata, esto nunca fue un tema. Pero dada la experiencia de mi madre en el partido comunista, también he sido muy anticomunista. Es una posición común de la izquierda. No creo que haya nada muy original en mi posición. Lo único que difiere de la situación de los europeos y los latinoamericanos que se paran en el mismo lugar, es que la experiencia del macartismo en los Estados Unidos en los años 50 hizo que el anticomunismo fuera una posición muy corrupta. Si lo puedo expresar de esa manera. Ser anticomunista también podía ser parte de este movimiento que perseguía tanto comunistas como no-comunistas. O sea, cualquiera de la izquierda. Entonces, por ejemplo, cuando yo estaba en la escuela, el FBI tenía agentes posicionados en el lugar de recreo para observar con quién jugaba. Y después iban con los padres de esos chicos para intentar averiguar cosas sobre mi madre. Esto hizo que las cosas fueran muy complicadas para ella. Pero por mi lado, me identificaba con algo llamado el Port Huron Statement (La declaración del puerto Hurón) que fue una especie de manifiesto democrático socialista que se emitió en 1962 en los Estados Unidos. Fue el comienzo de la nueva izquierda. Me he mantenido en esa posición. ¿Eso responde a su pregunta?
Sí, pero entonces las artes, la música y la literatura, que tienen una influencia central en su método sociológico, ¿reemplazan el lugar de la ideología política?
No, para nada. ¿Por qué tendrían que hacerlo?
Porque a veces parece que sus libros no están atravesados por una ideología.
¿Sí?
Sí, y puede parecer que ese lugar, el de la política en el método sociológico, es ocupado por experiencias y posiciones que provienen del mundo de las artes, la música...
Bueno, yo diría que lo que me ha interesado en todo lo que he escrito es el énfasis en la relación entre la cultura y la sociedad. Y la mayoría de lo que se escribe en este dominio ve a lo social como una especie de fundación para lo cultural. Ven a la cultura como una especie de representación de lo social. Para mí esto es un error. Creo que la cultura trabaja sobre condiciones sociales. Funciona al mirar los poderes expresivos que tienen las personas, su autoconocimiento, el conocimiento que tiene cada uno de los otros. Ese es el tema que realmente he estado intentando explorar: es la interacción entre lo cultural y lo social, en vez de mirar representaciones de lo económico y lo social en el dominio cultural.
Hablando personalmente –ya que mi propia formación es como músico; había estado en la universidad apenas un rato cuando me convertí en sociólogo– lo que sé sobre cosas como la cooperación, la personalidad, la esfera pública, la poiesis –creación de las cosas– la experiencia directa que tengo de estas cosas es como artista. Pero lo que he intentado hacer es ver dónde las dos áreas se cruzan. Dónde los poderes expresivos de las personas se cruzan con condiciones sociales que van más allá de ellas, y de condiciones económicas que van más allá de su propio hacer.
Si fuera músico y no sociólogo, ¿sería más feliz?
¡Sí! (pausa, y carcajadas).
Hablando de carreras alternativas suyas, en los ochenta escribió tres novelas. ¿Por qué?
Es una pregunta complicada. Sentí, después de haber escrito el libro El declive del hombre público, que ya no tenía nada más para decir. Y que estaba comenzando a escribir pobremente. No escribí ficción porque me quería convertir en un novelista, en un sentido profesional, sino porque quería rejuvenecer mi escritura. Fue muy doloroso para mí, no soy un novelista natural. Una de las novelas, Palais-Royal , es una buena novela. Las otras dos no lo son. Son malas. Fue una transición. Fue como volver al taller para recuperar un poder de escritura. Y además, estaba tan deprimido por las condiciones de la sociología académica en los 70, me sentía tan estéril y poco imaginativo que pensé: “tengo que parar de hacer esto”. Pero se debió, principalmente, al hecho de que... Miren, yo he vivido mucho tiempo y pasa en la vida de cualquier intelectual que sientes que has llegado al fin de la línea con algo. Sientes que ya has dado todo. Así me sentía después de escribir El declive del hombre público . Ahora lo puedo leer y creo que es un buen libro, pero en su momento me había fulminado.
Y cómo se siente ahora, en ese sentido. ¿Se siente vital con su escritura?
Ahora estoy haciendo una trilogía de libros sobre el homo faber, integrada por El artesano y Together (aún no traducido al castellano). Estoy profundamente metido en el tercero, El narrador, en este momento. Pero realmente siento que seguiré escribiendo, siempre mientras mi mente siga activa.
Ha dicho que quiere escribir sociología, pero como literatura...
El tipo de escritura que hago es, en términos anglosajones, la recuperación de una vieja forma, que es el ensayo. Para ustedes, en el mundo hispanohablante, esto nunca se murió. Es algo que hacen los poetas, los novelistas –o, por ejemplo, mi gran amigo Italo Calvino, él siempre escribía ensayos. En el mundo anglosajón el formato del ensayo realmente se ubicaba dentro de la literatura previa a la Primera Guerra Mundial. Y después se convirtió, por un lado, en periodismo, que no era muy complejo; y por el otro lado, en lo académico. Entonces para mí esto es un proyecto para hacer que la crítica social sea una forma de literatura.
Sabemos que conoció a Borges. ¿Nos puede contar algo sobre ese encuentro?
En los años 70 yo era el director del Instituto de Nueva York para las Humanidades. Ese era mi trabajo universitario. Tenía un enfoque muy internacional en un momento en el cual la cultura de Nueva York se miraba demasiado a sí misma. Invitábamos a todos los escritores de afuera que podíamos. Y, por supuesto, lo invitamos a él. Vino con su esposa, María Kodama. ¿Ella vive aún?
¡Sí! ¡Está muy viva! Defiende el legado de Borges tenazmente.
Me imagino. Es lo que llamaríamos un tigre. Sí, es un tigre. Bueno, él vino a Nueva York. Tengo que confesar que, antes de conocerlo, yo no respondía particularmente bien a la escritura que hacía porque había sido puesto en la categoría del posmodernismo, en la que yo no confiaba demasiado. Pero cuando lo oí hablar me resultó muy conmovedor. Tampoco me resultaba mucho [¿? ¿convincente?] su postura política, que me parecía difícil de leer. Pero, repito, cuando lo oí hablar me conmovió mucho.
Les cuento una anécdota graciosa sobre esto: él vino a cenar a mi casa. Yo tengo una gran pasión por cocinar, y, por supuesto, me preguntaba: “¿Qué se le sirve de cenar a un hombre ciego?” Terminaron viniendo como treinta personas esa noche. Es mucho trabajo cocinar para tanta gente y yo hago todo. Mi esposa es incapaz de cocinar nada…
¿Usted puede cocinar para 30 personas?
Fácilmente. Me encanta hacerlo. Entonces, vino Borges. Y fue asombroso. Debe de haber sido por la ceguera, ya que reconocía por el olfato todas las comidas antes de probarlas. Fue la noche más satisfactoria que he tenido jamás sirviéndole a alguien de comer. La comida era servida en porciones muy pequeñas, y él estaba muy agradecido por eso. Le preparé comida del sur estadounidense, que es una cocina muy fragante… Fue una noche maravillosa.
He cocinado mucho porque cuando perdí el uso de mi brazo la única actividad física que podía hacer era agarrar una olla y un cuchillo. No mucho más que eso... Cocinar se convirtió en algo físico que pude hacer todos los días. Así que aprendí a cocinar. Cuando después me casé con Saskia (Sassen) ahí sí tuve que cocinar.
Ya que estamos hablando de temas “argentinos”, ¿queríamos conocer su opinión sobre el psicoanálisis?
¡La gran obsesión de todos los argentinos!
¿Cuáles son los autores y que es lo que más le interesa del psicoanálisis?
Tengo interés en Freud como teórico y especialmente como teórico cultural. Yo lo leo como leo a Thomas Mann. De la ciencia sobre la que escribe no sé nada. Pero tengo dudas sobre todo tipo de terapia. La mejor terapia es el placer. Realmente no sé nada sobre esto en términos de una ciencia aplicada. Diría que lo interesante para mí, acá en Gran Bretaña –donde paso la mayor parte de mi tiempo– es que así es como ellos lo leen. No como un padre, sino como un escritor. Un escritor que pertenece a un momento muy particular.
Tal vez sepan que estudié con Hannah Arendt. Ella odiaba el psicoanálisis. Tenía un odio visceral por la medicalización de la subjetividad. Yo no tengo ese mismo odio visceral. Creo que ella también sintió que Freud tendría que haber hecho más para combatir a los nazis. En mi crianza lo que me enseñaban era que esto era una práctica muy, muy mala (el psicoanálisis). Pero yo no he encontrado que sea así. Encuentro que Lacan es muy decepcionante como escritor. Para mí es menos interesante que Freud. Porque Freud muestra más de sus contradicciones y sus heridas. ¡Pero si imprimen eso todos los lacanianos me van a perseguir!
Y usted fue amigo de Foucault. ¿El tuvo influencia sobre usted?
Claro, claro, por supuesto.
¿En qué medida?
No soy foucaultiano, pero… Yo creo que él fue, más que nada, un escritor. Ensayos como Locura y civilización o Vigilar y castigar, son ejemplos poderosos de escritura. Pienso que su método histórico fue algo extremadamente productivo. Encontró maneras de conjugar teoría con experiencia histórica de un modo absolutamente fantástico. En particular, en los últimos tres libros que escribió, hacia el final de su vida. Esos libros son asombrosos. Como ejemplos sobre cómo escribir historia filosófica son extraordinarios.
Lo que nunca compartí fue la relación que él tenía con el poder fundamental, la capilaridad del poder. A veces me parecía paranoico. Pero fue una amistad donde había suficiente espacio como para que el hecho de que tuviéramos temperamentos muy distintos nunca impidió que fuéramos amigos. Entonces, por supuesto, fue una presencia muy importante en mi vida.
¿En qué etapa del capitalismo considera que estamos actualmente?
Bueno, usted sabrá dónde estamos. En Europa estamos en el colapso del capitalismo neoliberal. No sé cómo es en Argentina, pero creo que lo que pasa en Europa y los Estados Unidos es que se ve un colapso del orden neoliberal junto con una falta de voluntad para hacer algo diferente. En la izquierda cuando la gente piensa sobre qué hacer, piensa en restaurar el statu quo . Eso es sobre lo cual Clinton y Obama se la pasan pensando. Cómo restaurar el orden viejo para que funcione mejor y para que sea más humano y todo eso. En vez de repensar las cosas básicas, por ejemplo, la relación entre las finanzas y el empleo. Lo cual sería una proposición mucho más radical.
¿Cómo imagina lo que viene, el futuro?
No sé por cuánto más tiempo durará esto, este período de decadencia; pero lo que me preocupa particularmente es que la izquierda no está siendo lo suficientemente radical en su crítica sobre lo que está mal. O la alternativa es que ves personas sacando críticas marxistas agotadas que Marx mismo hubiera odiado. ¿Se entiende lo que digo? Criticas bien mecánicas. Hay parálisis en los dos lados. El sistema está paralizado y sus críticos están paralizados.
El mundo está en crisis permanente. Europa, los Estados Unidos, girando otra vez hacia la derecha...
Sí, por supuesto. Eso es una de las cosas que la gente hace cuando tiene una situación estática. La gente se imagina que tiene que volver a lo que conoce. Algo en lo cual pueda confiar. ¿Saben que el capitalismo no es un proceso lineal? Es un proceso cíclico. Entonces la pregunta que yo tengo sobre todo esto es: ¿Qué pasará en un país como Brasil cuando ese ciclo inevitable comience su declive? Ya está comenzando en China e India. La idea de que el neoliberalismo, las economías del mercado, son formas de vida sostenibles es una fantasía. Es simplemente una fantasía. Cuando la gente se encuentra en el lado de ascenso de la curva se imagina que nunca terminará. Recuerdo a economistas americanos contándome que habíamos abolido el ciclo de negocios. Y la gente creía eso: que se podía tener crecimiento sin fin. Que no había un lado de declive. Entonces se quedaron mal preparados.
Estoy interesado en ver lo que pasa en el país de ustedes. Lo que yo sé de la Argentina viene de mi esposa que se crió allí. Lo que la ha atormentado toda su vida es la dictadura militar y sus consecuencias. Y la mayoría de los argentinos que conozco son cincuentones o sesentones, para quienes esa fue la experiencia vivida de su país. Lo que conozco de ustedes son las vivencias del exilio y toda su problemática. Debe seguir siendo un tema muy vivo para ustedes, ¿no es cierto?
Sí, es un tema que está muy presente en la agenda política y pública.
Eso es bueno. Eso es muy bueno. Es un tema muy ambiguo, cómo resolver eso. En África del Sur, por supuesto, tuvieron que intentar otro camino, con la Comisión de la Verdad y Reconciliación, en vez de meter a personas en juicios políticos. No puedes conseguir resolución, o un cierre emocional. O sea, la generación se tiene que morir para que haya resolución. Ninguna madre de alguien que ha sido torturado y después tirado al mar va a tener un cierre emocional.
No sé si saben esto. Ahora estamos teniendo un momento muy interesante en Alemania. Porque, yo diría, que durante los veinte años subsiguientes al fin de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes se enfrentaban al pasado con silencio. Después hubo una especie de rebelión generacional con la aparición del mayo francés. Hubo una especie de discurso sobre el nazismo que era algo así como echarles la culpa a los padres. Eso ahora se ha desvanecido. Lo que me llama la atención sobre los hijos adolescentes de mis amigos hoy es que están intentando recuperar el sentido de esto que en alemán se llama el Sonderweg. ¿Saben lo que es eso? El Sonderweg se refiere a las razones excepcionales que hizo asesinos a los alemanes. Pero ha llevado tres generaciones reconocer lo que pasó cultural y generacionalmente. Tal vez en tres generaciones eso les pasará a ustedes también. No sé. Pero es muy interesante. Y por supuesto, mientras más lejos, estas cosas se vuelven menos personales. Se convierten en relatos no más, y no en temas personales. Tal vez llegarán a eso. Estoy muy interesado en hablar con ustedes sobre estos temas.
¿El pragmatismo es una forma de luchar contra el capitalismo?
En su origen, en los Estados Unidos, lo fue. Y eso estaba asociado con John Dewey, el filósofo que juntó anticapitalismo y prácticas socialistas; prácticas locales democráticas sociales para armar una filosofía que estaba preocupada por el proceso, por el hacer en lugar de por el ser; con sistemas abiertos de los cuales no sabes qué va salir; y sobre todo, por la igualdad de las personas que están comprometidas en entenderse entre ellas. Para Dewey, quien también fue amenazado por McCarthy, los dos –anticapitalismo y prácticas socialistas– estaban absolutamente unidos.
¿Cuál ha sido su rol dentro del pragmatismo?
El pragmatismo comenzó como un movimiento lingüístico con Charles Sanders Peirce, el filósofo, y William James como psicólogo. Dewey lo tomó y le dio un carácter mucho más social. Y después, básicamente, se muere como escuela filosófica. Hasta que en los 90, en los Estados Unidos es revivido por Richard Rorty como una especie de cuestionamiento sobre la idea de las verdades científicas. Y es revivido aquí en Europa por Hans Joas, por mí mismo y por gente en Dinamarca. Es una especie de retorno a las preocupaciones sociales de Dewey; hacia el aprendizaje recíproco entre las personas, a la cooperación. Ahora tenemos un grupo aquí de personas que son ingenieros, por ejemplo, que se están convirtiendo en pragmatistas, porque les interesan los sistemas abiertos. Ya no es solamente un fenómeno estadounidense.
Y lo que Hans Joas y yo hemos intentado hacer es realmente reorientar el pragmatismo hacia lo que requieren las condiciones sociales y culturales para el trabajo creativo de todos los días. Eso es en lo que se enfoca el pragmatismo. No se trata de ser práctico; es sobre la práctica.
¿Cuáles son sus sugerencias prácticas para la educación de un joven en este mundo?
Me preguntan eso todo el tiempo.
Es una pregunta interesada. Tengo un hijo de tres años. ¿Cómo cree que debería educarlo?
Hágalo carpintero. Un carpintero filosófico. En realidad este tema tiene dos lados. Por un lado está el tema: ¿Qué hace una persona joven en este momento? Y el segundo es: ¿Por qué debería ser un problema para la gente joven hoy? El sistema, de una manera bien neoliberal, ha hecho que la escasez del buen trabajo sea un problema individual.
Para contestar la pregunta les cuento algo que ha estado pasando con mis alumnos. Y son tres cosas. Lo más drástico, porque tenemos en Gran Bretaña una situación terrible para la gente joven recibida de la universidad. La solución más drástica es la emigración. Eso es algo muy especial para ellos porque Asia del sudeste y el Oriente Medio están contratando a graduados jóvenes que tienen competencia en inglés. Pero la emigración es un cambio de vida drástico. Tengo otros alumnos que están empezando a ver cómo hacer para tener una vida de día y otra de noche. Están en trabajos temporarios durante el día, trabajo para sobrevivir, y después, de noche, hacen las cosas que realmente quieren hacer. Esto ha significado reducir, muy conscientemente, tanto sus niveles de vida como lo que ellos entienden como una carrera. Lo mismo está pasando en Japón, donde este tipo de vida doble está instalándose. La tercera cosa que he aconsejado a mis alumnos acá hacer es perder sus miedos al fracaso. De armar empresas por más que fracasen. Actividades que no tienen un valor económico. Si fracasan, ¿qué más da? Es mejor hacer eso que nada.
¿Cómo llegamos hasta acá?
La respuesta estructural está en lo siguiente: economías modernas, particularmente con la aparición de las computadoras, generan menos trabajo para los trabajadores existentes. Es un hecho de la vida. Y la única forma de enfrentarse con esto es compartir el trabajo. Tomar un trabajo y dividirlo en dos o hasta en tres partes. Después, el Estado tendrá que darle suplementos a los sueldos de los trabajadores por el tiempo que no estén empleados. En otras palabras, hay que sacarse la idea de que un trabajo a tiempo completo es para una sola persona. Tenemos la tecnología para hacerlo.
Me preguntaron al principio sobre la cultura. Acá es donde entra la cultura en este tema. Esta nueva realidad significa que la vieja idea de un Bildung –es decir, que eras formado para hacer algo y que te pasabas toda tu vida dedicado a esa cosa– tiene que cambiar. Por estas razones económicas, tienes que pensar en ti mismo como en una persona a tiempo parcial. Esto es un desafío y requiere mucha voluntad. Por el lado gubernamental esto tiene que significar el fin del neoliberalismo. Porque sólo puedes enfrentarte con los problemas estructurales de demasiadas personas con insuficientes trabajos con un Estado muy activo e intrusivo que organiza el trabajo. Esto no es fantasía. Los holandeses han experimentado ya con esto y también los alemanes y los noruegos. Pero esos son regímenes de capitalismo social en vez de neoliberales. La gente necesita trabajar por un tema de autoestima, más allá del dinero. Vivir de la caridad no es una vida. Entonces tienes, nuevamente por razones culturales, que satisfacer esa necesidad. Pero no la vamos a satisfacer mientras no reconozcamos que necesitamos una reorganización política y social masiva para poder distribuir el trabajo. No hay otra forma de hacerlo. Es un tipo de Estado completamente diferente.
Trabajando con máquinas en ámbitos virtuales, ¿estamos perdiendo la capacidad de reflexión?
Bueno, no es culpa de la máquina. Es un cuento familiar en la historia del homo faber que cuando consigues una herramienta nueva el primer impulso es decir que la herramienta te reemplazará; dejas que la máquina lo haga todo. Esto no es sólo para las computadoras. Vale también para las máquinas industriales, y antes de eso, pasaba con las herramientas científicas en el principio del Renacimiento. El tema es cómo ser más inteligentes en el modo en que usamos estas máquinas. Allí tengo que decir que el capitalismo realmente ha mostrado su rostro más horrible. Porque tenemos lo que son casi monopolios instantáneos en el mundo de la alta tecnología: Google, Microsoft y otros. Además, son tecnologías cerradas. Es decir, es muy difícil reprogramar cualquier programa se trate de Microsoft o de reprogramar Google.
¿Sus últimos libros definen y amplían este tema?
Es nuestro problema, y no el de la máquina, repensar cómo podemos usar las máquinas como prótesis, como herramientas, como ayudas en vez de simplemente usarlas para que hagan para nosotros lo que nosotros no queremos hacer... ¿Cómo podemos ver esta tecnología como una amenaza? La amenaza está dentro de nosotros mismos.
Richard Sennet: Hay que perder el miedo al fracaso, por Horacio Bilbao y Andrés Hax [Ñ, Revista de cultura, 27 de julio de 2012]

Fragmento de Todo lo que era sólido



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