viernes, 4 de julio de 2014

Un lujo de primera necesidad




ELOGIO APASIONADO DEL CONOCIMIENTO, Antonio Muñoz Molina, 8 de julio de 2010
LA DISCIPLINA DE LA IMAGINACIÓN, Antonio Muñoz Molina, 22 de septiembre de 1998
George de la Tour, en su penumbra, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de mayo de 2009]
Georges de la Tour, en su penumbra, Antonio Muñoz Molina [El País, 22 de febrero de 2016]


ELOGIO APASIONADO DEL CONOCIMIENTO

Antonio Muñoz Molina, 8 de julio de 2010

No sé si hay un rasgo más singularmente humano que el instinto de aprender, en su doble sentido de adquirir una habilidad y descubrir algo nuevo. Nacemos mucho más torpes y más indefensos que las crías de cualquier otra especie. Nuestra supervivencia depende de manera inmediata del amparo prolongado de nuestros mayores y de nuestra capacidad de adquirir mediante la curiosidad y la imitación destrezas que no recibimos en la herencia genética. Las primeras frases rudimentarias que aprendemos a decir son preguntas. Pero aún antes de que hayamos comenzado el proceso asombroso del aprendizaje de la lengua ya estamos preguntando al indicar las cosas con el dedo, al fijarnos en ellas con esa intensidad sin parpadeo de la mirada infantil. Tener hijos es recordar o más bien descubrir hasta qué punto la mayor parte de los gestos más naturales en apariencia son el resultado de un aprendizaje lento y laborioso; es darnos cuenta de la extensión de lo que no sabíamos y ahora damos por supuesto. Salvo respirar y succionar la leche materna casi todo hemos tenido que aprenderlo, y es probable que ni siquiera fuésemos capaces de caminar completamente erguidos si no nos hubiéramos fijado en los adultos. Aprendemos con cautela y aprendemos con temeridad; a saltos súbitos y con perseverancia. Julio Cortázar escribió unas instrucciones célebres para subir una escalera. Su lectura tenía un gran efecto humorístico, pero basta fijarse en cómo un niño intenta gatear en los primeros peldaños o cómo el filo de un descansillo al que se asoma puede ser un abismo terrible para revelarnos la dificultad extrema de lo que nos parece muy fácil tan sólo porque hemos olvidado el esfuerzo que nos costó al principio. Y qué cuento habría podido escribir también Cortázar con las instrucciones para hacerse el nudo de los zapatos, en el que se nos enredaban tantas veces sin éxito nuestros dedos infantiles, o para llevarse a la boca una cucharada de sopa.


Todo lo que era sólido. La fragilidad de todo lo que ahora damos por supuesto.

Cada niño es un filósofo presocrático que se hace las preguntas fundamentales sobre el origen y la naturaleza del universo y sobre los fenómenos más comunes. Obtiene conclusiones fantásticas de la observación directa y establece hipótesis que explican satisfactoriamente la forma de la tierra, el motivo de que el fuego queme y el hielo dé frío, de que pegue el pegamento y la luna aparezca en el horizonte al anochecer. Cada niño es una máquina de aprender que imita, que pregunta, que imagina, que se muere de ganas de saber el final de una historia apenas se le ha contado el principio, que señala cada cosas y cada animal con el dedo para saber sus nombres, que nos agota con sus preguntas insaciables sobre todo. Empieza a aprender laboriosamente las primeras letras porque ha hecho el descubrimiento de la equivalencia artificial entre esos signos y los sonidos familiares, y entonces va por la calle queriendo descifrar cada uno de los letreros que encuentra, tirando impaciente de la mano adulta que lo guía.


Y como adulto no debiera perder nunca la capacidad de asombro, la curiosidad y el interrogarse por aquellas mismas cosas que uno ya se preguntaba de niño. El adulto no debiera nunca dejar de aprender y de interrogarse por lo ya aprendido. En eso consiste el sentido crítico. No hay que dar nada por supuesto y seguro. Uno debería hacer más caso de Sócrates en esa actitud receptiva, abierta a aprender cosas nuevas y, al mismo tiempo, crítica e irónica, dispuesta a cuestionar todo lo recibido.

En esa actitud no somos distintos de los otros primates superiores: lo que nos distingue de ellos es el volumen de todo lo que tenemos que aprender y la capacidad intelectual equivalente. Y absorbemos de una manera tan profunda lo que hemos aprendido que se nos vuelve natural y nos parece instintivo, lo mismo las palabras de la lengua materna que adquirimos a los tres años que las del otro idioma en el que nos sumergimos en la edad adulta; y con la misma desenvoltura que damos un paso después que otro o realizamos la complicadísima sucesión de operaciones físicas y mentales que nos permiten subir o bajar una escalera nos acostumbramos después a pedalear en una bicicleta manteniendo un equilibrio que al principio parecía imposible, y conducimos un coche por una autopista mientras escuchamos música o conversamos con un compañero de viaje. Aprender bien es olvidar que hemos aprendido.

Eso es cultura: asimilación de lo adquirido y aprendido. Me acordé de Robinson Crusoe. No conocemos el valor de las cosas hasta que nos vemos privados de ellas.

Verdades obvias, desde luego. Pero conviene no perderlas de vista para apreciar el valor y la dificultad de lo que damos por supuesto, que suele ser lo más importante de la vida. Damos por supuesta la salud hasta que caemos enfermos. Nuestra existencia entera depende del hábito de la respiración, pero sólo pensamos en ella a no ser que notemos un ahogo. Nadie como un asmático aprecia el don del aire limpio y fresco en los pulmones. Sólo cuando se ha vivido bajo una tiranía conserva uno la plena conciencia del valor de la democracia. Y quizás, cuando nos hemos convertido en personas razonablemente cultivadas, nos cuesta más apreciar nuestro privilegio y recordar los años de esfuerzo que hemos dedicado al aprendizaje, y la diferencia enorme que hay entre saber algo y no saberlo, entre el analfabeto y el letrado, entre la explicación racional de los hechos y la confusión de la mentalidad supersticiosa o fanática. Es una diferencia, casi siempre, de clase, y perdonen que use un término poco de moda en una época en que la izquierda ha abandonado el marco conceptual de las clases sociales para sustituirlo por el de las identidades colectivas.


Daniel Defoe: De tal manera es nuestra condición: No experimentamos las ventajas de un estado hasta que probamos los sinsabores de otros. Lo que está en juego: un sistema educativo y sanitario públicos, la legalidad de un sistema democrático, la igualdad de hombres y mujeres, un verdadero laicismo, …Me acordé de Su autorretrato: Derechos sin responsabilidades son privilegios; un derecho individual beneficia a la comunidad; un privilegio siempre se ejerce a costa de alguien. Ser progresista no es defender a rajatabla al grupo al que uno pertenece sino vindicar como propias las causas singulares de quienes en principio no son como nosotros.
 
Sólo quien vive en un país regido por el imperio de la ley se deja seducir románticamente por fantasías libertarias; y para encontrar el paraíso en la vida rural es imprescindible habitar en una ciudad moderna. Tristemente nadie aprecia lo que ha tenido desde siempre. Pero lo que no se aprecia no se defiende, y basta que algo se dé por seguro para que esté en peligro, porque no hay nada valioso que no sea también muy frágil. Quizás por eso lo que más sorprende de la España democrática es el poco apego que parece tenerse a la democracia, y el poco prestigio que se concede al saber.

No es una impresión subjetiva, una muestra más de esa cansina pesadumbre con la que los españoles miramos a nuestro país. Tenemos uno de los índices más altos de abandono escolar de la Unión Europea y uno de los más bajos de gasto en investigación científica. Ni una sola de nuestras universidades aparece en las listas de las mejores del mundo. La productividad de nuestra economía no ha dejado de caer en los últimos años, y una de las explicaciones más habituales entre los economistas es la baja calidad de la enseñanza en España. No hay político en el poder que no diga esa tontería triunfal de que la actual generación es la mejor preparada de nuestra historia, pero el estado de ánimo habitual entre los que se dedican de verdad a la enseñanza en las aulas –por distinguirlos de la caterva de los pedagogos y los entendidos- es la desolación. Desolación ante el bajo nivel de conocimiento que se arrastra de un curso a otro, de la escuela al instituto, del instituto a la universidad, y más desolación todavía ante la dificultad de mantener en las clases una atmósfera propicia al aprendizaje. Algunos levantamos la voz queriendo alertar de esta degradación de la enseñanza hace ya más de veinte años, y se nos llamó alarmistas y reaccionarios. Pero llegaron uno por uno los demoledores informes internacionales a partir de 2007 y la clase política y sus aliados en el establishment pedagógico se mantuvieron inamovibles en su ceguera interesada, en su optimismo catastrófico, en su astucia para eludir responsabilidades. Se recordará que el general Franco murió en 1975, pero aún así la consejera de educación de la junta de Andalucía atribuyó el mal estado de la enseñanza en su comunidad a la herencia franquista. Y disculpen si continúo hablando de mi tierra, ya que por ser de allí me hieren más los disparates que vienen de ella. Para paliar –verbo de moda- el abandono escolar, la Junta de Andalucía estableció un renovador sistema pedagógico: pagar un estipendio a los alumnos por el simple hecho de no irse de la escuela.

Pero hay un dato que me parece más doloroso y más significativo, por razones personales que explicaré después: por primera vez, en España, está llegando a la edad adulta una generación menos cualificada académicamente que la de sus padres.

Mi indignación es civil y política, pero también personal. Pertenezco a una generación que nació en la mitad del siglo pasado y por lo tanto ha vivido a medias entre dos mundos. Nos hicimos adultos en un país que empezaba a ser próspero, pero tenemos recuerdos muy nítidos de la pobreza y el atraso. Vivimos en grandes ciudades y en mayor o menor medida casi todos nos hemos asomado a otros países del mundo, pero nos criamos en sociedades rurales en las que la vida se reducía al círculo muy estrecho del pueblo o del barrio campesino, y en las que las expectativas de bienestar eran muy limitadas, y menos verosímiles que las de retroceso, porque una mala cosecha o unos años de sequía o una enfermedad podían traer la ruina, o estrechar más aún el cerco de la pobreza. Muchísimos de nosotros fuimos los primeros en nuestras familias no ya en llegar a la universidad sino en terminar la escuela primaria y hacer el bachillerato. Los escritores tienden a atribuirse pasados singulares en los que muy prematuramente ya se insinuaba la predestinación para la literatura. Pero que yo me hiciera escritor no es más significativo, en términos de cambio social, que las carreras profesionales de otros coetáneos míos de parecido origen: profesores, médicos, ingenieros, periodistas, abogados. Cuando nos encontramos por el mundo nos reconocemos sin vacilación, con una fraternidad instantánea basada en la memoria común, que nos alivia de la necesidad de explicarnos. Algunas veces tenemos recuerdos que parecen más antiguos que nuestras propias vidas. Somos parecidos a ese tipo de personaje tan frecuente en las novelas americanas del siglo XX, el hijo de emigrantes que habla sin acento la lengua del nuevo país y se mueve con fluidez en él pero conserva la lengua de sus padres y siente que viaja a otro mundo o a otra región del tiempo cuando visita el barrio en el que nació, y del que los emigrantes de la primera generación nunca salieron del todo. Nuestros padres pertenecen al país del pasado, nuestros hijos al del porvenir. Nosotros, que hemos vivido con plena conciencia el tránsito del uno al otro, no nos identificamos por completo con ninguno de los dos. Dibujamos las primeras letras sobre una pequeña pizarra con un marco de madera y ahora escribimos en un ordenador portátil en el que acarreamos sin peso toda la biblioteca de nuestros trabajos y todas nuestras conexiones instantáneas con el mundo exterior. Nuestros padres segaban con hoces y cavaban la tierra con azadas y nuestros hijos envían a toda velocidad mensajes por el teléfono móvil en un lenguaje cifrado que a nosotros nos cuesta comprender. Nos acordamos de cómo era el mundo antes de la televisión y ahora navegamos con soltura por Internet y sabemos encontrar en youtube una actuación recóndita de Thelonious Monk en los años cuarenta. Para nuestros hijos viajar en el AVE en menos de tres horas de Madrid a Barcelona es tan natural como lo fue para nosotros pasarnos largas noches enteras en los expresos que nos llevaban a Madrid. Ellos se mueven por Europa sin fijarse mucho en las fronteras que cruzan. Nosotros nos acordamos de cuando hacía falta un certificado de buena conducta expedido por la policía para solicitar un pasaporte, y los hombres de la generación de nuestros padres apenas salieron de jóvenes de su pueblo natal para ir al ejército, y cuando salían a Europa era para trabajar en tareas agotadoras y muchas veces serviles en países de gente arrogante y hostil que les daba órdenes en lenguas que ellos no entendían. Y cuando nos va a ganar el fatalismo sobre nuestro sistema político una punzada instintiva nos recuerda siempre que por muy defectuosa que sea la democracia nunca es lícito renegar o capitular de ella, porque hemos vivido en una dictadura y recordamos la experiencia de su grosería y su fealdad, y conocemos de primera mano la diferencia entre tener libertad y no tenerla, entre ser un súbdito y ser un ciudadano.






Siempre que Antonio habla del mundo de sus padres me vienen a la cabeza recuerdos de mis abuelos maternos. Mi abuela me contaba que se lavaba el pelo con jabón y ceniza, para darle brillo. Como niña me costaba imaginar un mundo sin cuarto de baño, sin cosméticos ni champú. 
Mi abuelo salió del pueblo, por primera vez, para hacer el servicio militar. Los quintos de 1940 [porque había nacido en el 22]. Contaba que, una de las pocas veces que llamó por teléfono para hablar con sus hermanas y con mi abuela, habló con la operadora para solicitarle comunicación con el pueblo e inmediatamente después empezó a escuchar un ruido como de gemidos o sollozos. Se puso muy nervioso y dijo: _Si os ponéis a llorar es que no vuelvo a llamar…
La operadora le interrumpió: _Espere, Bollullos. Todavía no estoy con usted.
Lo que mi abuelo escuchaba eran interferencias. El ruido de fondo de los cables de comunicación. Se sintió tan abochornado de haber estado conversando con nadie…
Es maravilloso que él recordase este episodio y lo contase con tanto sentido del humor. En Ventanas de Manhattan hay una anécdota parecida referente a la luz parpadeante de un teléfono, en la habitación de un hotel. Cuando lo leí, pensé en mi abuelo. Ese espantoso miedo al ridículo, esa sensación de no estar uno en su terreno, esa mirada que tenemos todos cuando pisamos solos y, por primera vez, una ciudad en el extranjero. Una sensación de estar a la intemperie.


Y nos damos cuenta, según cumplimos años y tenemos hijos, de que una de nuestras obligaciones es contar lo que nosotros hemos vivido, explicar con cuidado cómo fueron las cosas para que quienes no las vivieron sepan calibrar cómo son ahora, qué reciente es todo lo que ellos tienden a dar por supuesto qué poco tiempo ha pasado desde que parecía imposible lo que ahora resulta casi aburridamente cotidiano. Pero ésta ha sido inmemorialmente la tarea de la enseñanza y la responsabilidad de las generaciones mayores hacia las jóvenes: la transmisión de conocimientos fundamentales para explicar con veracidad el mundo y para sobrevivir con dignidad en él. La historia entera de la especie humana se basa en ese trasiego permanente de la experiencia acumulada y renovada por las generaciones sucesivas.



Eso es la cultura. El conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico. Y esto no sólo se aprende en el colegio, en el Instituto o en la Universidad.
Esta segunda acepciónConjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc. ya apunta al papel que juegan los padres y el entorno más inmediato al que pertenece el niño, en su educación. El niño está recibiendo pautas, valores, normas, ejemplos de conducta, juicios, está aprendiendo continuamente sobre derechos y deberes.
Quizá por eso afirma Defoe que “Todos los hombres serían tiranos si pudieran.” Porque todos los niños serían tiranos si les dejásemos. 


Como a mucha gente de mi edad, me criaron personas que poseían saberes prácticos muy valiosos y sutiles y que profesaban una reverencia temerosa hacia las formas abstractas del conocimiento, para ellos inaccesibles. En la mayor parte de los casos escribían y leían con dificultad pero al decir la palabra saber parecía que la pronunciaban con mayúscula. “El Saber no ocupa lugar”, decían. “El que no sabe es como el que no ve”. Muchos de ellos no habían tenido nunca la oportunidad de ir a una verdadera escuela. Otros habían acudido brevemente a aquellas escuelas llamadas de “perra gorda” en las que maestras aficionadas, con buena voluntad y no mucha instrucción, les enseñaban rudimentos de escritura y de cuentas en graneros o portales. A mi abuelo materno, que llegó a tener una letra elegante y leía con una noble entonación algo enfática, le enseñó a leer y a escribir por las noches, a la luz de un candil, un capellán o sacristán del cortijo en el que trabajaba como mulero (y perdonen que me sume a la moda de sacar a relucir un abuelo: lo hago por razones estrictamente sociológicas). En 1936, cuando estalló la guerra, mi padre tenía ocho años, y mi madre seis. Los dos dejaron entonces la escuela para no regresar, él forzado a trabajar en el campo ayudando a su abuelo mientras su padre estaba en el frente, ella en una casa de muchos hermanos en la que las obligaciones domésticas le hicieron olvidar pronto una afición precoz a la lectura. Hombres y mujeres eran conscientes con la misma agudeza de las limitaciones que la falta de instrucción formal imponían en sus vidas, pero las experimentaban de manera distinta. Los varones, a los que uno veía moverse con tanta seguridad y soltura en los trabajos del campo, se volvían medrosos cuando trataban con personas que tenían sobre ellos una posición de poder basada en los privilegios misteriosos del conocimiento: funcionarios, médicos, abogados, jueces, inspectores, sacerdotes, figuras de autoridad casi siempre despectiva y muchas despótica que habían accedido a ella por nacimiento o porque tenían estudios. “Tener estudios” quería decir vagamente haber hecho una carrera, hablar de una forma sonora usando palabras poco comprensibles, incluso saber latín. “Ese sabe latín”, decían de alguien no particularmente honrado, pero sí muy hábil para sacar beneficio sin demasiado esfuerzo, y muchas veces con engaño. Hasta un oficinista que supiera escribir a máquina y hacer anotaciones enigmáticas en grandes libros de registro ostentaba poder y disfrutaba privilegios: entre otros, el no pequeño de trabajar bajo techado, a salvo del calor, de la lluvia o del frío. Para defenderse de esa gente hacía falta un dominio de las palabras habladas y escritas equiparable al suyo. Por mucho que se esforzara en su trabajo, un campesino o un artesano sabía que sus posibilidades de progreso eran muy limitadas. Pero abogados, jueces, inspectores, recaudadores, podían quitarle lo que era suyo y arruinarle la vida. La ignorancia era una debilidad y una humillación; un insulto de clase.

Para las mujeres esa conciencia de inferioridad era aún mayor porque reforzaba su posición subordinada hacia los hombres. Nosotros, de niños, imaginábamos que ese era el orden natural de las cosas, y ni siquiera cuando empezamos a alimentar conatos adolescentes de rebeldía política se nos ocurrió que las mujeres en nuestras familias sintieran alguna forma de disgusto hacia el papel que se les asignaba. Leíamos en secreto el Manifiesto Comunista de Marx y la Revolución Sexual de Wilhelm Reich pero no teníamos el menor reparo en que nuestras madres y hermanas nos hicieran las camas, nos sirvieran la comida y se quedaran fregando platos y barriendo la cocina cuando nosotros ya habíamos regresado a nuestra lectura emancipatoria. Para las mujeres de clase trabajadora que no pudieron seguir yendo a la escuela ni tener derechos civiles después de la victoria franquista la falta de educación formal era una injuria todavía más inmediata, porque confirmaba su dependencia absoluta de padres y maridos, su encierro en la casa y en las labores domésticas, la pura imposibilidad del libre albedrío. Muchos años después, en la democracia, muchas de esas mujeres, quizás en mayor medida que los hombres, acudieron a las escuelas de adultos, queriendo desquitarse de una ignorancia a la que secretamente no se habían resignado nunca, y que sólo habían podido compensar alentando en sus hijos, y más aún en sus hijas, la dedicación al estudio, la ambición de hacerse autosuficientes por el único medio que les parecía digno y posible, el conocimiento.

Pocas veces ha habido un salto tan grande entre las generaciones como el que hemos vivido muchos de nosotros. Hemos tenido suerte con la época histórica en la que nos tocó hacernos mayores, del mismo modo en que nuestros padres fueron infortunados con la suya. Pero estamos aquí, la mayor parte de ustedes y yo mismo, gracias a dos cosas: la primera, el sacrificio enorme que ellos hicieron, levantando con su trabajo un país atrasado y en ruinas; la segunda, el acceso a la educación, en el que tanto empeño pusieron nuestros padres. Sería revelador hacer una encuesta entre los hombres y las mujeres que han destacado en cualquier campo de la vida pública desde los primeros tiempos de la Transición hasta el pleno asentamiento de la democracia y la modernidad en los años 90 para saber cuál es su origen social y qué nivel de formación tuvieron sus padres. Cuántos de los legisladores, líderes políticos, investigadores científicos, escritores, cineastas, que han protagonizado el cambio formidable de nuestro país en los últimos treinta años tuvieron la oportunidad de desarrollar sus mejores cualidades gracias no al privilegio económico ni a la posición social sino a la educación. Perspectivas insospechadas se abrían con el desarrollo de los años sesenta, propiciado en gran parte por la llegada de millones de turistas y los ahorros enviados de vuelta por millones de emigrantes, pero la más importante de todas fue que muchos de nosotros, al llegar a los once o los doce años, en vez de abandonar la escuela para unirnos a nuestros padres, pudimos seguir estudiando. Las becas eran escasas, y el sacrificio familiar considerable. Pero el ansia de saber más y de tener vidas menos estrechas y el aliento de algunos maestros y de algunos profesores que nos abrían el mundo en el bachillerato cambiaron literalmente nuestro destino. Otros mejor situados socialmente tenían bibliotecas familiares y padres que podían orientarlos y llegado el momento proporcionarles el acceso a redes de influencia. Nosotros dependíamos en exclusiva de lo que aprendiéramos en la escuela y en el instituto. Lo que no nos enseñaran allí no lo podíamos estudiar en ninguna otra parte. El lujo de los libros sólo nos era accesible en la biblioteca pública.

Nuestros padres veían cumplirse en nosotros un sueño inaccesible para ellos, pero en su satisfacción, en la de los padres más que la de las madres, sospecho, había una nota de melancolía. Notaban que la educación multiplicaba y aceleraba la lejanía inevitable de los hijos al salir de la infancia. El conocimiento que ellos habían reverenciado y que les daba cierto miedo y cierta desconfianza ahora sentían que nos apartaba de ellos. Deseábamos cosas que ellos no comprendían, adquiríamos gustos que los irritaban o los alarmaban. Los hijos nos dejábamos el pelo largo, las hijas se volvían respondonas, fumaban, se ponían faldas demasiado cortas. Peor aún, mostrábamos una indiferencia hostil hacia casi todo lo que a ellos les importaba más, precisamente los saberes y los oficios gracias a los cuales nos habían sacado adelante. Repetían, machaconamente: el saber no ocupa lugar. Estaba bien que estudiáramos, pero qué daño podría hacernos aprender también los oficios que ellos amaban, el trabajo de la tierra, la capacidad de hacer cosas con las manos. Si todo salía de la tierra, ¿de qué iba a alimentarse el mundo cuando no quedara nadie que la quisiera trabajar? Ellos y sus padres habían visto cómo de la noche a la mañana la normalidad que conocían había sido arrasada por la guerra. ¿Quién nos aseguraba a nosotros que el día de mañana no íbamos a vernos forzados a volver al campo, a cultivar plantas y criar animales para subsistir?

En el fondo lo que les daba más pena es que no supiéramos apreciar los saberes que ellos dominaban, el conocimiento que no habían adquirido en las aulas y gracias a los libros sino a través de la experiencia directa, de las destrezas aprendidas de sus mayores. Nosotros, los que hemos vivido a medias entre dos mundos, recordamos aún lo que en gran parte ya se ha perdido, el legado de saberes populares que no dejan huella porque se transmitían al margen de la cultura escrita, y porque pertenecían a la gran cultura universal de los pobres, que se borra para siempre como un idioma que nunca se escribió y que ya no habla nadie, pero que contenía todos los nombres y los matices del mundo. No hago romanticismo de la pobreza: simplemente atestiguo la desaparición de una cultura popular que existió hasta ayer mismo, y en la que muchos de nosotros hemos nacido, de la que no sentimos nostalgia, pero hacia la que sería indigno no mostrar lealtad, respeto hacia todas las cosas que aquellos hombres y aquellas mujeres sabían, eran capaces de hacer, lo que hubieran querido enseñarnos, lo que aprendimos con desgana y luego hemos olvidado.

Cada habilidad era decisiva para la supervivencia: cómo ordeñar una vaca, con qué mezcla de delicadeza y de presión al apretar las ubres; cómo elegir los mimbres para tejer una cesta en la cual se recogerían luego las hortalizas o se guardaría la comida; cómo hacer una soga con hilos secos de pita; cómo calcular los días mejores para la siembra del trigo en otoño o para empezar la siega a principios del verano; cómo trazar una hilera de surcos paralelos en la tierra recién arada y cómo levantar de un solo golpe de azada un breve dique de tierra para cambiar la dirección del agua en el riego; cómo degollar a un cerdo de una sola cuchillada y cómo remover la sangre para que no se coagulara mientras iba cayendo en el gran lebrillo que recibía su borbotón rojo oscuro y caliente; cómo mantener separados los pies mientras se estaba cavando para que la hoja de la azada no hiriera uno de ellos; cómo desprender del tallo los higos o los tomates sin dañarlos; cómo recoger la aceituna de un olivo muy joven no golpeando con la vara sus ramas todavía demasiado tiernas sino rozándola con las dos manos abiertas, como se ordeña; cómo saber si una sandía o un melón estaban ya lo bastante maduros para separarlos de la mata; cómo ceñir la cincha al lomo de un mulo o de un burro o un caballo para que la albarda, sin sofocarlo, no se deslice y haga caer al jinete o volcar la carga; cómo escrutar cada día con perspicacia y paciencia el cielo para averiguar si lloverá o no.



Este es un mensaje que me llegó en El viento de la Luna. Además, el objetivo de la excelencia en todas las cosas que uno hace. Ningún detalle es insignificante. Ahora voy al mercado y me fijo en la disposición de la mercancía, en las manos y en la ropa de los trabajadores. Antes había tenido que fijarme en estas cosas por motivos de trabajo, pero ahora lo hago por gusto y celebro encontrar negocios que funcionan muy bien porque todos los empleados van en la misma dirección y procuran la máxima calidad y eficiencia.


Era una sabiduría de la escasez, de la perseverancia, de la autosuficiencia; también, por supuesto, de la confianza en la rutina y el recelo ante los cambios. Era un talento forzoso para aprovecharlo todo al máximo y no desperdiciar nada, para apurar una tajada de carne hasta que no quedaba una brizna en el hueso, para alimentar con sobras a los cerdos de los que dependía la alimentación de la mitad del año, para zurcir con un primor admirable un calcetín o una camisa, para hacer jabón con el aceite usado, para cocinar un plato sabroso con los materiales más humildes, de modo que se aprovecharan y además duraran más en aquellas casas en las que no había frigoríficos. En bordar una mantelería o unas sábanas nupciales las mujeres ponían un impulso estético tan iletrado y tan infalible como el que resplandece en la cerámica vidriada de un jarro o en la poesía de un romance popular. En los puestos del mercado las frutas y las hortalizas se apilaban según criterios estrictos de armonía visual. Un buen herrero o un buen alfarero moldeaban la materia con una maestría sin esfuerzo aparente a la que habían dedicado sus vidas enteras. Había que hacer las cosas lo mejor que uno pudiera, con diligencia pero sin aturdimiento, con atención pero sin recrearse holgazanamente en la tarea. No hacer algo bien tenía consecuencias negativas inmediatas. El orgullo de uno era su trabajo. El que no se ganaba la vida poniendo los cinco sentidos en lo que tenía que hacer era un gandul o un tramposo. Los pobres no tenían más carrera que la honra. A nosotros, claro, nos sacaba de quicio que fueran tan machacones, tan austeros, tan desconfiados de los extraños y del mundo exterior, tan atentos a no levantar la cabeza del plato hasta que no habían apurado la última brizna de comida, tan obsesivos con el recuerdo de los años del hambre, tan temerosos de cualquier indicio que diéramos de inconformismo político. Lo más importante era no llamar la atención, no destacarse nunca. Incluso bien entrada la democracia nos pedían cautela. Por mucho que hubiéramos estudiado nosotros no podíamos imaginar lo que ellos habían visto.


De adolescente, de joven, yo pensaba que elegir un mundo era renegar de otro. Por una parte estaban las aulas, por la otra el trabajo detestado en el campo. La literatura era una ventana por la que escaparse, un submarino y una máquina del tiempo que me ayudaban a vivir en la casa familiar y en la huerta de mi padre como si ya me hubiera marchado de ellos. Sólo muy poco a poco descubrí que esa disyuntiva era ficticia porque el alimento principal de mi imaginación literaria era la experiencia del mundo que había elegido abandonar y la tensión incesante entre el presente y el pasado, entre el irse y el volver, entre lo que parecía que iba a durar siempre y se perdió sin rastro de la noche a la mañana y su huella en mi conciencia. Y descubrí también, mucho más lentamente, que en aquellos saberes que a mí me habían parecido monótonos y obsoletos, ajenos a las visiones mucho más excitantes que me ofrecían los libros, había una lección muy pertinente para mi vida y para estos tiempos: una atención a la realidad concreta que compensaba saludablemente las dañinas tendencias a las abstracciones y las generalidades de la imaginación intelectual. Las plantas, los animales, las estaciones del año, merecen ser observados con la atención aguda de un campesino, que es la de un científico instintivo, consciente de los ritmos y los delicados equilibrios del orden natural. Y hacer cosas con las manos, cuidar un jardín o preparar con aplicación una comida, requiere aprendizajes prácticos que lo fuerzan a uno a despertar de los ensueños halagadores y tantas veces narcisistas de un trabajo exclusivamente intelectual.


¿Lecciones cervantinas?
Siento que para mí la literatura sigue siendo, principalmente, una ventana para escaparme de mi realidad concreta. Pero busco la puerta para regresar de la ficción a la realidad, busco en la ficción el material que me ayude a sobrellevar mejor y a elegir mejor en mi vida concreta. El problema sería que solo fuese vehículo de huida. Pero tengo que estar luchando continuamente contra las abstracciones. Me ocurre a menudo que descubro y juzgo las vidas y acciones de los demás con mayor claridad y lucidez que las propias. Asumo que tengo una grave dificultad para centrarme en mí misma y encarar los problemas. En ese sentido, la literatura me sirve de espejo.

También esta biografía ha determinado en gran parte mis posiciones políticas y mi militancia apasionada en defensa de la instrucción pública. Como me crié en una dictadura procuro no olvidarme del valor supremo de la democracia, que no es un logro definitivo y por lo tanto seguro y estático, sino un proceso en el que casi todo está en juego cada día. Si no defendemos cada día lo que es evidente corremos el peligro de que nos lo arrebaten. Cada día hay que defender el imperio de la ley, la igualdad de los ciudadanos ante ella, la presunción de inocencia, la libertad de expresión, negándose a rajatabla a admitir coacciones o rebajas.

Cuando un derecho se ejerce sin conciencia de su valor se convierte en un privilegio. En este tiempo en que las conquistas del Estado de Bienestar están en peligro es más urgente que nunca, si queremos salvarlas, transmitir a quienes las han disfrutado desde que nacieron el conocimiento de lo recientes que son y del esfuerzo de responsabilidad personal que es necesario para mantenerlas.

Pero es que la plena ciudadanía en ningún caso es posible sin el conocimiento. Tal vez por eso la clase política española pone tanto interés en propagar la ignorancia. La hegemonía abrumadora de las redes políticas y clientelares en un país de sociedad civil tan débil como el nuestro se sustenta en gran medida sobre la resignación o la indiferencia de las inmensas mayorías, que carecen de influencia sobre la selección de candidatos para las elecciones y de cauces de control y de exigencia de responsabilidades una vez los representantes han sido elegidos. Libres de control efectivo, forzados a la obediencia a los aparatos partidistas de los que dependió su candidatura y de los que dependen por completo sus carreras y sus medios de subsistencia, los miembros de la innumerable clase política española han parasitado cada ámbito de la vida pública y de una administración hipertrofiada que ha de proveer cuantiosas colocaciones para todos ellos. Una administración profesional se basa necesariamente en el mérito, y es la espina dorsal del estado de derecho y del estado de bienestar: maestros, médicos, profesores, jueces, técnicos competentes, policías, administrativos. Pero el contagio clientelar y la intromisión política en el ámbito de decisiones que deberían ser estrictamente legales o técnicas subordinan el mérito a la adhesión partidista y minan a la vez el imperio de la ley y el prestigio del conocimiento. Una cosa que sorprende cuando se vuelve a España de países socialmente más asentados es la omnipresencia de los políticos, de sus trifulcas y sus declaraciones. Y sorprende todavía más la cantidad de cargos decisorios y bien remunerados para los cuales no se exige más cualificación ni más credencial que el carnet de un partido en el poder. ¿En qué país serio cambia el director de un museo o el gerente de un hospital o de un teatro porque ha habido un cambio de gobierno?


Sin una ciudadanía formada y responsable, el debate político se reduce a palabrería de charlistas, sectarismo partidario y publicidad electoral. Toda la educación obligatoria en una democracia es, en este sentido, una educación para la ciudadanía. Sin un conocimiento sólido de la historia y de la geografía universales no es posible situarse en el tiempo y en el espacio. Hace falta una rigurosa introducción a las ciencias físicas y naturales para adquirir una conciencia racional del mundo y de la posición del ser humano entre los demás seres vivos, y para fortalecer la conciencia contra el fanatismo y la superstición. Y es necesario que desde niños se nos vaya introduciendo con sensibilidad, imaginación y rigor en el conocimiento de las artes –la literatura, la plástica, la música- porque es el contacto temprano con ellas lo que nos educa la sensibilidad y nos permite descubrir nuestras mejores inclinaciones estéticas.


La ignorancia no libera, simplemente embrutece; la falta de exigencia impuesta en nombre del igualitarismo en la enseñanza pública favorece sobre todo la desigualdad, porque quien tenga medios los invertirá en dar a sus hijos la educación que no reciban en la escuela. Democratizar la enseñanza no es sólo garantizar que todo el mundo tenga un puesto escolar y que cualquier alumno, por ignorante que sea, pueda llegar a la universidad. Democratizar es asegurarse de que cada persona, independientemente de su origen social y educativo y de los medios económicos de su familia tiene la oportunidad de desarrollar al máximo sus capacidades. Democracia no es que el alumno haga en clase lo que le venga en gana o que el padre o la madre puedan insultar al profesor si le da el antojo: democracia es que un chico encuentre en la escuela los libros que no hay en su casa, y que gracias a ella descubra su vocación para las matemáticas o para la literatura o para la mecánica, y que al cumplir los 18 años pueda votar evaluando racionalmente las posibilidades que se le ofrecen y sabiendo detectar las mentiras halagadoras que se le cuenten.

Nadie nace sabiendo, decían los mayores machaconamente. La vida es aprender siempre y disfrutar de ese aprendizaje. Todo puede ser apasionante si se explica bien, porque llevamos la curiosidad en los genes. Bien explicada la astronomía es mucho más apasionante que la astrología, y la historia que cualquiera de las leyendas de pasados novelescos con que los nacionalistas se obstinan en alimentar sus quejumbrosos narcisismos colectivos. La política, con frecuencia, consiste en crear diferencias irreconciliables: la ciencia nos enseña que todos los seres humanos somos una extensa familia, y la descodificación del genoma humano confirma los que ya sabíamos por la literatura: que siendo cada uno de nosotros un ser único nos parecemos tanto que podemos conmovernos con las experiencias de los desconocidos. El conocimiento racional nos da la medida de nuestras fuerzas pero también la de nuestros límites. Nadie nace sabiendo, y algunos parece que además nacen condenados a la ignorancia y a la miseria, pero gracias a la instrucción pública y a la voluntad personas eminentes han salido de la nada para mejorar modesta o radicalmente el mundo. Las utopías radicales de mayo del 68 se mezclaron con éxito a los intereses del capitalismo de consumo para inculcarnos la idea de que cualquier deseo o capricho es un atributo de nuestra libertad personal: pero biología, la ecología y la psicología nos avisan de que la gratificación instantánea del capricho sólo produce frustración y ansiedad, y de que los recursos del planeta no son ilimitados. Nuestra tendencia natural, también alentada por las tonterías publicitarias, es creer que cada uno de nosotros es el centro del mundo, que nuestra época es la culminación del tiempo, que como en nuestra comarca no se vive en ninguna parte, que nuestros hijos son los guapos y los más listos, que pertenecemos al pueblo más antiguo, al más perseguido, incluso al pueblo elegido. Desde que Copérnico desbarató la idea de que la tierra era el centro del universo, el conocimiento racional no hay hecho más que ponernos saludablemente en nuestro sitio: somos primos hermanos del gorila y del chimpancé y parientes próximos de la rata de laboratorio y de la mosca del vinagre. El orgullo de las raíces y del origen que tanto les gusta celebrar a los peores gánsteres de la política nos lleva a todos exactamente a la misma patria, las savanas del África oriental de las que emigraron algunos de nuestros antepasados hace unos sesenta mil años. La idea tan original que tú piensas que acaba de ocurrírsete la pensó hace milenios un egipcio o un griego, y la podías haber aprendido antes y mejor formulada en cualquiera de los libros que no te molestas en leer. [Machado] Tu soledad no es tan amarga porque la reconoces en un poema escrito por un desconocido. El ser humano no es el rey de la creación ni la medida de todas las cosas: más lúcida y más cercana a la ciencia que la soberbia occidental es la intuición budista y taoísta de que formamos parte de una malla infinita de conexiones que abarca a todos los seres vivos y a la materia inerte, y por lo tanto al universo. Aspirantes a caudillos políticos o religiosos quieren robarnos el albedrío en nombre de la adhesión a la patria o a la causa o al reino de los cielos: el conocimiento fortalece nuestra soberanía personal y la fraternidad con nuestros semejantes y nos ayuda a desbaratar las mentiras que nos cuentan. Y también nos descubre el saber que más falta nos hace: cómo vivir con dignidad, aquí mismo, ahora mismo, honrando a los que vivieron antes que nosotros, cuidando los dones valiosos y frágiles de este mundo, que es el único mundo y el único paraíso posible, tratando de no hacerlo inhabitable para los que vengan detrás de nosotros.


LA DISCIPLINA DE LA IMAGINACIÓN
Antonio Muñoz Molina, 22 de septiembre de 1998
No creo que pueda avanzarse mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y de la palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida distancia que ha venido estableciéndose en España entre lo que se llama educación y lo que se llama cultura. Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecerían, para entendernos, al reino de la educación, y los vivos al de la cultura, lo cual no debe de estar muy lejos de aquel siniestro refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo. El muerto al hoyo de los manuales, de los apuntes y de los comentarios de texto, y el vivo al bollo precario, pero en ocasiones sustancioso, de las conferencias de postín y de los premios y los convites oficiales. ¿No hubo, hasta hace un par de años, un Ministerio de Educación y otro de Cultura? Y aun cuando ahora están juntos, ¿alguien se ha parado a pensar si hay alguna relación entre lo que hace la parte educativa del ministerio bífido y lo que hace su lado cultural, o lo que queda de cualquiera de los dos después de los traspasos a las autonomías?
Para ahondar más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en los periódicos, ni es motivo, en general, de la atención sincera y preocupada de los que se dedican al periodismo, y casi tampoco de los que se dedican a la política, incluso a la política educativa. Cuando un asunto relacionado con la enseñanza provoca titulares es infaliblemente porque está siendo usado como pretexto para alguna reyerta partidista. Se oculta así, por una mezcla de intereses y de falta de interés, lo que cualquier profesor y cualquier padre saben y sufren, que la educación, sobre todo la pública, está sometida a una degradación y un descrédito cada vez mayores, padecidos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deberían ser sus beneficiarios.
La cultura es un escaparate y una coartada, en ocasiones de lujo, sobre todo para los jerifaltes de las satrapías autonómicas y municipales que gastan sin el menor escrúpulo de responsabilidad presupuestaria. La educación es un oficio que ha sido despojado en los últimos años de toda su dignidad pública y de gran parte de su legitimidad moral. Para alcanzar la categoría de lo culto no es necesario saber, sino estar al día. Más que el maestro ilustrado y perseverante importa el nebuloso gestor de actos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer de verdad nada, pero que se las sabe todas, y por lo tanto puede ofrecer al político lo que éste más aprecia y exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de periódico o unos segundos en la televisión.
Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera, marginan cada vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual: pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura. Pondré un ejemplo que me parece de una claridad aleccionadora. Hace unos años se celebró en Madrid una magnífica exposición de Velázquez, con motivo del tercer centenario de su muerte, a la que acudieron no sé cuántos cientos de miles de alumnos de enseñanza primaria y de institutos de bachillerato. En apariencia era una oportunidad de encuentro entre esos dos ámbitos ajenos entre sí de la educación y la cultura. Pero, dejando a un lado que la mayor parte de los cuadros pueden verse a diario en el Prado, y que las colas y las multitudes difícilmente permitían la contemplación de tantas obras maestras, cabe preguntarse con tranquilidad en qué medida estaban adiestrados la mayor parte de los alumnos para mirar y entender la pintura. Si desde los primeros años de la escuela no se han desarrollado en ellos sus habilidades casi innatas para el dibujo y la valoración del color; si en los planes de estudio la Historia de España, por no decir la Historia Universal, ha sido resumida en un vago híbrido que antes de la última reforma se llamaba ciencias sociales, cuando no en la historia (falsificada) de su comunidad autónoma o su comarca; si apenas han tenido ocasión de saber cuál es el pasado real del país donde viven y de conocer y gozar la literatura del tiempo en que vivió Velázquez; si es posible que muchos de ellos, por no saber, no sepan escribir correctamente ese nombre ni ponerle el acento, ¿cómo podrían juzgar y disfrutar esa pintura y mirar esos rostros que para ellos proceden de un mundo tan remoto como el planeta Saturno? Pero ya dije que no se trata de saber, sino de estar al día, y para estar al día no hay que estudiar ni entender a Velázquez, o a Goya, o a los pintores y arquitectos del tiempo de Felipe II cuyas obras se están recordando ahora en el Escorial: basta con haber estado en una exposición, con haber participado siquiera como figurantes en el espectáculo de la cultura.
Añadiré un segundo ejemplo, que se repite con mucha frecuencia. A un concierto de música clásica asiste un grupo de alumnos de ESO o Bachillerato, generalmente inducidos por un profesor voluntarioso y heroico que los acompaña fuera de su horario de trabajo sin recibir compensación alguna. Empieza el concierto y al cabo de unos minutos los chicos se impacientan, tosen, se aburren, aplauden a destiempo, provocan miradas de disgusto de los acomodadores y de los entendidos. Es inútil llevarlos a esos sitios, dirán, porque no entienden de música, porque ni les interesa ni tienen curiosidad. Invadido por los bárbaros el reino de la cultura, sin más remedio hay que devolverlos al gueto de la educación. Y con una estupidez muchas veces aliada al cinismo, al repudio le sucede el lamento: la gente no tiene oído, la televisión y los deportes los han embrutecido, se organizan exposiciones que permanecen desiertas y conciertos a los que no acude casi nadie, se publican libros y casi no se venden ni se leen más que los éxitos más zafios, nuestros índices de lectura son, y aquí viene la repulsiva y extendida palabra, tercermundistas. Y aceptado este hecho sin molestarse en indagar las razones, se acentúa sin embargo el carnaval de la alta cultura y se abandona a su suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca amarán la ópera ni leerán a Joyce ni merecerán comprender la pintura moderna.
Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura comprueban con resignación que sus salas de conferencias tienden a permanecer vacías, a no ser que exhiban en ellas a algún figurón del espectáculo de la cultura, o de la cultura del espectáculo. Pero nadie parece darse cuenta de que la razón principal para que no exista esa asidua multitud que llamamos el público está en el gran foso abierto entre la educación y la cultura, entre el saber y el estar al día, entre el trabajo lento, disciplinado, y fértil sólo a largo plazo, y la pirueta instantánea concebida para recibir al día siguiente el halago de un titular y condenada a extinguirse sin dejar ni un rastro de ceniza.
Con alguna frecuencia, por un impulso residual de militancia que me queda de los tiempos en que estaba convencido de que la voluntad libre y la solidaridad de los hombres podían hacer más habitable el mundo, voy a dar conferencias a institutos de bachillerato, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancolía, una doble verdad. Primero, que en esas aulas está el mejor público que puede desear un escritor, el más receptivo, el más limpio de vanidad y de prejuicios; segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como el contraste entre el dispendio ilimitado de las ceremonias culturales organizadas por cualquier ayuntamiento, diputación o comunidad autónoma, y la penuria absoluta en la que casi siempre se desenvuelven los centros públicos de enseñanza. Pero ya saben que el nuestro es un país en el que al mismo tiempo que se celebran conciertos de las mejores orquestas del mundo, muchos de sus conservatorios de música se encuentran en condiciones nigerianas, y donde las administraciones públicas se gastan en canales de televisión consagrados a emitir basura comercial e ideológica el dinero que luego escatiman en bibliotecas o en plazas de profesores.
Se preguntarán por qué todavía casi no he hablado de literatura. Pero lo cierto es que desde el principio no he dejado de hacerlo, pues no es posible reflexionar sobre el sentido de la literatura sin establecer las condiciones precisas en las que se produce y las relaciones entre el acto de escribir y el acto de leer, entre la solitaria invención de un libro y la reinvención simétrica que a su vez lleva a cabo el lector, ese personaje desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente. Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una materia fósil y apartada de la vida que sólo puede interesar a los eruditos universitarios, entonces tienen razón quienes la desdeñan y quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y también tiene razón esa mayoría abrumadora del público que jamás se interesa ni se interesará por ella.
Si la literatura es superflua, es decir, si no es útil para vivir y no alude a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores, que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos razón si nos sentimos impostores, y si en rachas de desaliento pensamos que carece de sentido dedicarse a un oficio que no le importa a nadie más que a nosotros. Recuerdo que cuando yo estudiaba lo que hace cerca de treinta años era sexto de bachillerato, la clase de literatura consistía en una ceremonia entre tediosa y macabra. Un profesor de cara avinagrada subía cansinamente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con lentitud y desgana, abría la carpeta y comenzaba a dictarnos una retahíla de fechas de nacimientos y muertes, títulos de obras, y características de diversa índole que era preciso copiar al pie de la letra, porque en el caso de que no supiéramos el año de la muerte de Calderón de la Barca o las cinco o seis características del Romanticismo corríamos el peligro de suspender el examen. Afortunadamente para mí, a esa edad yo ya era un adicto irremediable a la literatura y había tenido ocasiones espléndidas de disfrutarla, pero comprendo que para la mayor parte de mis compañeros de clase, cuyas únicas noticias sobre la materia eran las que les daba aquel lúgubre profesor, la literatura sería ya para siempre ajena y odiosa. Y del mismo modo que la educación religiosa del franquismo fue una espléndida cantera de librepensadores precoces, la educación literaria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera rápida y barata de lograr que los adolescentes se mantuvieran obstinadamente alejados de los libros.
A nadie le interesa aprender cosas inútiles. Desde que nacemos nuestros aprendizajes están ligados a nuestro instinto de supervivencia y a nuestra necesidad de comprender el mundo y hacernos una idea razonable de nuestra posición en él. Queremos saber lo que nos resulta necesario, y buscamos fuera de nosotros lo que existe como un esbozo o una intuición dentro de nosotros mismos. Por eso sólo amaremos los libros si nos damos cuenta de que nos son útiles y de que pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer méritos para aprobar un examen ni para demostrar que se está al día. Un libro no se debería adquirir por las mismas razones por las que se compra el temario de una oposición o una camisa de moda. Un libro verdadero –porque también hay libros impostores– es algo tan material y necesario como una barra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de la felicidad. Pero no hay que culpar a la mayor parte de los posibles lectores de que no lo sepan. Tampoco parecen saberlo muchos escritores, o si lo saben guardan el secreto.


Me doy cuenta de que ahora leo como si los libros estuviesen dirigidos a mí. Como tratando de establecer un diálogo con ellos. Y me pregunto: Y eso que me estás contando, ¿para qué? ¿qué persigues, autor, participándome esta historia? Siempre trato de buscar aquello que tiene que ver conmigo, como una apelación.

Un amigo mío que se dedica a enseñarla dice que la literatura no es cultura, sino algo más serio y más elemental. La literatura, su médula, es una consecuencia del instinto de la imaginación, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofiándose, como todo órgano que se deja de usar. De mayores nuestra imaginación se mueve con tanta torpeza como nuestra mano izquierda, y ya no sabemos recordar que hubo un tiempo en que el juego y la fábula eran en nosotros no una manera desmañada de huir de la realidad cuando tenemos tiempo o ganas o cuando nos dejan, sino la forma soberana del conocimiento. Mediante el juego aprendíamos las normas y las leyes del mundo, igual que los griegos del tiempo de Hesíodo se familiarizaban con ellas mediante la poesía. Nuestra imaginación se apoderaba de las cosas, transmutando su realidad ostensible en una apariencia maleable que obedecía a nuestros deseos. Lo que para los mayores era siempre un desván o un jardín también era desván y jardín para nosotros, pero teníamos la potestad de convertirlos en gruta y en selva. Nuestro padre, que según luego descubrimos con cierta decepción es un hombre común, entonces era un héroe o un gigante bondadoso o temible. El tiempo, ahora tan fugitivo, tan cuadriculado en horas y minutos, era tan vasto entonces como el tamaño que tienen en el recuerdo las habitaciones del pasado. Para los griegos, los versos de Hesíodo y de Homero eran la expresión más detallada y fidedigna de las leyes de la naturaleza y de la memoria antigua de los héroes y los dioses. Del mismo modo, en esa edad de oro de nuestra primera infancia, placer y aprendizaje, juego y verdad, imaginación y descubrimiento, eran sinónimos. Como para los pueblos primitivos, nuestra forma de conocimiento era la mitología. El papel que ésta ocupa en la memoria y en la vida cotidiana de una tribu amazónica lo ocupaban los cuentos en nuestra infancia. A medida que crecemos y que se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el hábito de la imaginación se vuelve incómodo o peligroso, y desde luego inútil, y sin darnos cuenta lo vamos perdiendo, no porque éste sea un proceso tan natural como el del cambio de voz, sino porque hay una determinada presión social para que nos convirtamos no en individuos sanos, felices y autónomos, sino en súbditos dóciles, en empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho. Se rompe entonces lo que al principio estuvo unido, se trazan fronteras rigurosas que seguramente ya no sabremos romper, y el juego, la fábula, la imaginación, quedan despojados de su soberanía y convertidos en proscritos, o lo que es peor, en bufones, como esos jefes indios que después de la rendición de sus tribus lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara no para cabalgar con libertad y orgullo por praderas sin límite, sino para actuar de comparsas en el circo de Buffalo Bill.
Pero la imaginación es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el período de nuestras vidas en que se libra la batalla más difícil, que resulta también ser la definitiva, transcurre al final de la infancia y en la adolescencia, y no es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeldía y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir. Es entonces cuando los libros, si nos hemos educado para acercarnos a ellos, nos importan más, porque intuimos que ocupan un lugar estratégico en la disputa, con frecuencia desconcertada y amarga, entre la realidad y el deseo, que por desgracia ya no son evidencias idénticas. Estoy convencido de que el escritor lo es en la medida en que al crecer ha seguido guardando dentro de sí el fuego sagrado de la imaginación, el impulso antiguo y nunca desfallecido por interpretar el mundo no sólo o no exclusivamente mediante el análisis, sino mediante la narración y la fábula, y de suspender de vez en cuando las leyes inflexibles de la evidencia para mirar al otro lado y descubrir lo que las apariencias aceptadas ocultan.

Del Mito al logos. El origen de la filosofía.

Pero hay veces en que la literatura, fingiendo ser leal a la imaginación y a sus severas responsabilidades –pues no hay responsabilidad mayor que la de conocer el mundo y averiguar qué lugar ocupa en él nuestra propia vida, y qué es el valor de nuestros actos– en realidad se ha convertido en criada, y emplea la ficción no para expresar una verdad que sólo a través de ella puede decirse, sino para mentir. Entonces la literatura establece un juego que es profundamente tramposo, porque para lo que sirve es para enajenarnos de la verdadera vida, para no dejarnos distinguir entre los fantasmas y los seres reales, entre las voces y los ecos. Los juegos y los cuentos nos enseñaban a vivir, igual que los mejores libros. Esa literatura farisea contra la que yo quisiera estar siempre en guardia a lo único que nos enseña es a permanecer encerrados, a desconfiar de la vida, incluso a desdeñarla. La literatura que importa, ya lo dije, es como el agua y el pan, y su lectura nos contagia el vigor tan necesario de la lucidez y el vitalismo. La literatura de simulacros es como un narcótico que nos induce a la pasividad de los fumadores de opio. Comprenderán que ésta sea la más celebrada. Comprenderán también que desde mi punto de vista la tarea del que se dedica a introducir a los niños y a los jóvenes en el reino de los libros es la de enseñarles que éstos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios cálidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Decía Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que están contándonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos estábamos a punto de pensar. En este sentido, yo no creo que el escritor sea alguien aislado de los otros y singularizado por el genio o el talento. El escritor, más bien, sería el que más se parece a cualquiera, porque es aquél que sabe introducirse en la vida de cualquier hombre y contarla como si la viviera tan intensamente como vive su vida misma.
La literatura, pues, no es aquel catálogo abrumador y soporífero de fechas y nombres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y de vidas que están a nuestra disposición igual que lo estaban a la de Adán y Eva las frutas de los árboles del Paraíso. Gracias a los libros nuestro espíritu puede romper los límites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitación y en las playas de Troya, en la calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte, y podemos conocer a amigos tan fieles y tan íntimos como los que no siempre tenemos a nuestro lado, pero que vivieron hace cincuenta años o cinco siglos. La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada y de nuestra experiencia. Es una ventana y también es un espejo. Quiero decir: es necesaria. Algunos la consideran un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Pero que sea necesaria, que responda a un impulso que late en cada uno de nosotros, que se parezca al juego y al sueño, no quiere decir que sea un tesoro puesto al alcance de la mano, que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde desde hace ya demasiados años la superstición irresponsable de que el empeño, la tenacidad, la disciplina, la memoria, no sirven para nada, y de que cualquiera puede hacer cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo lúdico se ha convertido en una categoría sagrada: del aula como lugar de suplicio que aún llegamos a conocer los de mi edad se ha pasado a la idea del aula como permanente guardería, lo cual es una actitud igual de estéril, aunque mucho más engañosa, porque tiene la etiqueta de la renovación pedagógica. Un síntoma de esa tendencia a la pereza y a la falta absoluta de rigor es una mediocre película que estuvo de moda hace unos años, y que ganó todos los oscars posibles. Me refiero a Amadeus, de Milos Forman. En ella se nos presenta a Mozart como un joven cretino al que el genio le ha sido conferido por una especie de capricho de Dios. Salieri, que es estudioso, perseverante, concienzudo, resulta ser un fracasado. Mozart, un idiota que no para de reír y de emborracharse y que lleva la peluca torcida se sienta de pronto al clave y compone una música milagrosa. El genio, según esta película, y según la creencia que parece imponerse ahora, no requiere trabajo ni disciplina, sino nada más que espontaneidad, juventud y descaro. Pero todos sabemos, aunque de vez en cuando se nos olvide, que las cosas que más instintivamente llevamos a cabo, las que nos parece que nos salen sin esfuerzo, han requerido un aprendizaje muy lento y muy difícil, y que la lentitud y la dificultad nos han templado mientras aprendíamos. Hablamos con naturalidad nuestro idioma, y se nos olvida los años que nos costó aprenderlo. Caminamos sin dificultad y sin ser conscientes de nuestros pasos, pero hizo falta que nos cayéramos muchas veces y que venciéramos el miedo y el vértigo para que pudiéramos andar erguidos por primera vez. Los mayores logros del arte, de la música, de la literatura, del deporte, tienen en común una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que en menos de diez segundos corre cien metros ese instante único le ha costado años de entrenamiento, y ese músico que toca delante de nosotros sin mirar la partitura y ese aficionado que se la sabe de memoria y goza de cada instante de la música han pasado horas innumerables consagrados al estudio de aquello que más aman, negándose al desaliento y a la facilidad. Se nos educa –cuando se nos educa, cosa cada vez menos frecuente– para [¿?] , y menos aún en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los literatos o en los suplementos literarios de los periódicos. Donde está y donde importa la literatura es en esa habitación cerrada donde alguien escribe a solas a altas horas de la noche, o en el dormitorio donde un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos años se desvelará leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de los lugares donde más intensamente sucede la literatura es un aula donde un profesor sin más ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros, el gusto por la razón en vez de por la brutalidad, la conciencia de que el mundo es más grande y más valioso de todo lo que puede sugerirle la imaginación. La enseñanza de la literatura sirve para algo más que para descubrirnos lo que otros han escrito y es admirable: también para que nosotros mismos aprendamos a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condición humana, la palabra inteligible, la palabra que significa y nombra y explica, no la que niega y oscurece, no la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.


¿Más lecciones cervantinas? Qué maravillosa conferencia. Qué claridad.





He elegido esta obra de George de la Tour, El recién nacido [1645-1648] porque me recuerda mucho a mi padre, que nació en Pilas [Sevilla] hace 67 años una tarde del día de san Pedro, a la luz de dos quinqués.
Mi abuela no recuerda por qué se fue la luz. Pero sí puede darme detalles de que estuvo de parto muchas horas [era su primer hijo] y de que mi abuelo fue a comprar otra lámpara de queroseno además de la que ya había en casa. 
El médico estaba ocupado atendiendo a otra señora, que también estaba de parto y la matrona no era muy diligente y había bebido mucho. 



Cuando uno es joven se imagina porvenires diversos. Se va haciendo mayor y lo que imagina son pasados posibles. Con los porvenires que ya no van a ser y los pasados que pudieron haber sido algunas veces se inventan novelas, porque la ficción, entre otras cosas, es una manera virtual de explorar algunos de los caminos que no se tomaron o que muy probablemente no se tomarán, a los cuales dedicó Robert Frost uno de esos poemas suyos que son a la vez literales y fantasmagóricos, y que a mí me producen un sobrecogimiento parecido al de leer a Antonio Machado.
Un pasado que me gusta imaginar es el de especialista en alguna rama recóndita de la historia del Arte, en la obra de algún pintor de primera fila pero no demasiado conocido; especialista verdadero, con conocimientos sólidos de la técnica artesanal y los materiales de un pintor, capaz de distinguir un original de una copia dudosa, la mano del maestro de la de un discípulo muy competente; capaz de disfrutar examinando muy cerca el estado de conservación de una tabla o de un lienzo y de pasarme meses o años siguiendo la pista de una obra perdida; viajando a un museo provincial para identificar una obra hasta entonces atribuida a otro, oscurecida por la mugre y el humo de las velas en una capilla lóbrega en la que durante siglos ha permanecido un tesoro. No será, desde luego, un pintor enfático de batallas o desmelenadas alegorías, de escenas sádicas, de martirios cristianos. Pintará cuadros de un formato no muy grande, escenas domésticas con uno o dos personajes en las que habrá un detalle en apariencia secundario que revelará un argumento completo sin hacerlo evidente. Será un pintor que habrá tenido una vida rara, en la sombra, o casi borrada por culpa del paso del tiempo, de los azares del olvido, resumida ahora en unos pocos documentos que otros especialistas tan devotos como yo habrán encontrado en los archivos y publicado en revistas de circulación muy restringida.

Novelerías. El posible especialista se quedó en alguno de los caminos sin explorar del pasado. El pintor, desde luego, existe, y es George de La Tour, que tuvo una carrera no muy brillante en la primera mitad del siglo XVII y desapareció en un anonimato doble, porque su nombre se olvidó y la mayor parte de sus cuadros se perdieron, y los pocos que había en los museos eran atribuidos a otros pintores, a Zurbarán, a Caravaggio, incluso a Velázquez. Sólo en los años treinta del siglo pasado empezó a ser reconocido. Y sólo hace cuatro o cinco se identificó el San Jerónimo que ahora puede verse en el Prado y que durante no se sabe cuánto tiempo anduvo por despachos ministeriales de Madrid sin que nadie reparase en él: el secreto a voces que encubre con demasiada frecuencia la verdadera maestría, el sigilo de la obra que por no llamar la atención sobre sí misma es fácilmente postergada, entre tanto griterío, entre tanto aspaviento histérico de genialidad y novedad. George de La Tour fue un pintor provincial que al parecer casi nunca salió de la pequeña ciudad donde tenía su taller y casi toda su clientela, Luneville, y que aun en vida ya tenía algo de anticuado, porque seguía pintando a la manera naturalista y contenida de Caravaggio cuando lo que la moda imponía eran los grandes despliegues escenográficos del barroco. Pero su estilo ya es en sí mismo propicio al secreto: si pinta a San Sebastián no muestra al hombre joven y desnudo atravesado por flechas en la actitud habitual de éxtasis morboso; pinta una escena nocturna en la que a la luz de una antorcha unas mujeres curan las heridas de alguien que no sabríamos quién es si no fuera por el título del cuadro. Una muchacha que es casi una niña sostiene a un recién nacido a la luz de una vela: es la Virgen María, pero podría ser una madre muy joven, recién parida, sobrecogida y desconcertada por la maternidad, sola en el mundo con esa criatura inexplicable.
Ahora, en el Prado, durante sólo dos meses, se puede ver una de las obras maestras de la madurez de George de La Tour, La Magdalena penitente del Louvre. Tal vez como un signo de los tiempos austeros en los que nos ha tocado acostumbrarnos a vivir, es una gran exposición que consiste en un solo cuadro, y uno no lamenta, sino que celebra tanta parquedad. Ya está bien de despilfarros, de atolondrados amontonamientos, de esa obscenidad que ha hecho que a ciertas exposiciones se las calificara con la misma palabra que a los más groseros estrenos comerciales de Hollywood, blockbusters. Menos es más. Nos está haciendo falta el desastre económico para aprender que la sobreabundancia sólo sirve para pregonar la vanidad del poder y el dinero; que sólo se aprecia la singularidad verdadera de las cosas si hay atención y recogimiento. La Magdalena está colgada en la misma sala que los otros dos cuadros de George de La Tour, muy cerca de ese caravaggio terrible en el que un David adolescente y sin misericordia acaba de cortar la cabeza de Goliat, que tiene la cara del pintor. El drama de luz y tinieblas de Caravaggio La Tour lo convierte en serenidad y contemplación. Una llama vertical asciende de una lámpara y baña parcialmente con su luz aceitosa la habitación en sombras en la que una mujer joven apoya la cara pensativa en una mano mientras posa la otra sobre la calavera que tiene en el regazo. Sobre la mesa, junto a la lámpara, que es un vaso de cristal con esa transparencia que sólo hemos visto pintada en Velázquez, hay unos libros, un objeto que sólo si se mira con cuidado se ve que es una cruz, un látigo hecho con una soga, tampoco muy visible, porque se pierde pronto en la oscuridad. El látigo, la cruz, son los emblemas ortodoxos de la penitencia. La luz es la fugacidad de la vida; la calavera, el recordatorio de la cercanía de la muerte; los libros cerrados, la vanidad del conocimiento humano.
Otros pintores representan a la Magdalena azotándose, juegan con el contraste entre la belleza de su carne joven y las telas de saco o las pieles ásperas que la cubren a medias, en grutas o parajes convenientemente desérticos. George de La Tour reduce al mínimo el vocabulario obligatorio de la representación para concentrarse en la plenitud de la presencia, en una contemplación ensimismada que es la de esa mujer en la habitación en la que sólo arde una llama y la que se nos contagia a nosotros cuando miramos el cuadro, examinando el modo en que esa luz toca cada superficie, la piel joven, el pelo tan liso, la camisa blanca, los dedos, las uñas, el hueso de la calavera, la soga, el contraste entre el máximo de claridad y los grados diversos de penumbra, y luego de negrura. En otra vida posible, en una novela, no me importaría ser ese especialista que al cabo de muchos viajes y averiguaciones descubre un cuadro de penumbras de George de La Tour.
La Magdalena penitente. George de La Tour. Expuesto en el Museo del Prado (sala 5, edificio Villanueva) hasta el próximo 28 de junio.
George de la Tour, en su penumbra, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de mayo de 2009]
Georges de la Tour, en su penumbra, Antonio Muñoz Molina [El País, 22 de febrero de 2016]

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