Somos nuestro cerebro, Roberto Gallego Fernández, [El País, 8 de abril de 2014]
¿Somos nuestro cerebro?, Adela Cortina [El País, 4 de abril de 2014]
Ramón y Cajal, por fin para todos, Antonio Calvo Roy
Esculpir el propio cerebro, Antonio Calvo Roy [El País, 1 de julio de 2014]
House y la mentira, José Ramón Alonso, [UniDiversidad, 11 de julio de 2013]
Esculpir el propio cerebro, Antonio Calvo Roy [El País, 1 de julio de 2014]
House y la mentira, José Ramón Alonso, [UniDiversidad, 11 de julio de 2013]
Al
lector quizás le resulte conocido el título porque recientemente la profesora
Adela Cortina escribió un artículo en este diario encabezado por las mismas
palabras aunque encerradas entre signos de interrogación. Cómo estoy entre esos
investigadores que la autora mencionaba como partidarios de que esos signos
sobran en el enunciado, intentaré exponer algunas ideas sobre porqué pienso así y empezaré matizando que no es que
seamos nuestro cerebro sino que somos el resultado de su funcionamiento.
Hace
unos años un joven salió de una casa de un pueblo del sureste español con la
cabeza de su madre en una bolsa de la compra. Supongo que todos nos
tranquilizamos algo cuando, al seguir leyendo la noticia, nos enteramos de que
el degollador era un enfermo esquizofrénico que había abandonado su tratamiento
médico. Esto explicaba su conducta, que pasaba de reprobable a ser digna de
conmiseración. Pero aunque sea socialmente útil y
tranquilizante ¿es siempre tan sencillo decidir si alguien es o no responsable
de sus actos?
Unos
pocos siglos atrás en algunos de los países europeos más de un esquizofrénico –
la enfermedad existía, aunque no se conociese – fue ajusticiado al ser
considerado poseído por el demonio. Simultáneamente en otras sociedades,
curiosamente consideradas primitivas en aquellos países, algunos
esquizofrénicos eran valorados respetuosamente como seres especiales tocados
por la mano del dios correspondiente. Hoy tenemos bastantes datos contrastables
sugerentes de que en el cerebro de un esquizofrénico
hay alteraciones neurales que algún día explicarán como el funcionamiento de
ese cerebro lleva a esa conducta. Pero lo importante es que para aquel esquizofrénico del inicio, sus actos, por muy
anormales que nos parezcan a los demás, estaban tan justificados como
los que llevaron a proclamar el dogma de la infalibilidad del Papa en el
Concilio Vaticano I. Naturalmente hay una gran diferencia entre una conducta y
otra, pero las dos son el resultado del funcionamiento del cerebro de las
personas implicadas y a muchos millones de seres no bendecidos por la fe
católica ambas nos parecerán lógicamente injustificadas aunque probablemente
conseguiremos aproximarnos con mayor facilidad a las motivaciones de los
asistentes al Concilio que a las de aquel esquizofrénico. Son los individuos que forman un grupo social quienes
definen con sus conductas la norma aceptable por la mayoría y por lo tanto la
responsabilidad individual ante el cumplimiento de esa norma de conducta.
Para muchos neurocientíficos lo que denominamos conciencia y
voluntad son manifestaciones de la actividad cerebral; hecho que se pone en
evidencia a diario porque perdemos ambas cada vez que nos dormimos. No he
seguido el caso Carcaño, pero leo en otro artículo del mismo ejemplar de EL
PAÍS en que apareció el de la profesora Cortina, que el encargado de la prueba
que se le practicó dijo “El sujeto genera respuestas automáticas, que no están
condicionadas ni por su voluntad ni por su conciencia. No se puede mentir a la
máquina”. No veo en esta cita nada que me permita decir “De donde se sigue para
cualquier lector que la voluntad y la conciencia, surjan de donde surjan, son
algo distinto de las neuronas y tienen la capacidad de actuar suficiente como
para modificar los mensajes automáticos del cerebro”, aunque es cierto que esta
frase de la profesora Cortina sigue en su escrito a una versión distinta de las
palabras del Dr. Valdizán. La actividad cerebral que llamamos voluntad y
conciencia está por supuesto presente en el momento en que un sujeto se somete
a la prueba que se aplicó a ese delincuente, pero esto es perfectamente
compatible con que ese mismo cerebro tenga simultáneamente otra actividad
responsable de esas otras respuestas inconscientes. Las decenas de miles de
millones de neuronas de nuestro cerebro son capaces de mantener simultáneamente
esas actividades y muchas más. Supongo que es posible –mis pobres conocimientos
de Física no me permiten entrar en esta discusión– que solo seamos las
marionetas de un complicado videojuego con el que se entretienen seres
superiores de otros universos paralelos, algo aparentemente no muy lejano de la
mitología griega, y que nuestra conciencia y voluntad no sean sino la expresión
de sus caprichos. Pero mientras no exista alguna evidencia de tal cosa me parece más prudente considerar que nuestra conciencia
y nuestra voluntad son manifestaciones del funcionamiento de nuestros cerebros.
El
cerebro es un órgano tremendamente complejo resultado de centenares de millones
de años de evolución. Estamos lejos todavía de entender como el funcionamiento
del sistema nervioso da lugar a lo que somos, aunque sabemos con bastante
certeza como da lugar a lo que es un gusano y como se comporta. Pero cada vez es mayor la evidencia contrastable de que
el funcionamiento del cerebro en un momento dado está determinado por lo que a
ese cerebro le ha ocurrido desde el momento en que empieza a organizarse en el
embrión. Somos –nuestro cerebro es– el
resultado de la acción de nuestros genes, acción de la que serían
responsables quienes nos engendraron, y de lo
que nuestro cerebro ha hecho desde que empezó a funcionar. Es en esa segunda parte donde nuestra responsabilidad
aparece, añadida a la de la gente que nos rodea, desde nuestros
padres hasta el conjunto de la sociedad en que nos desarrollamos. El cómo
funcionará en el futuro un cerebro dado dependerá no solo de cómo los genes
organizan la construcción de ese cerebro –sí, somos distintos desde el
principio– sino también de lo que ese cerebro
experimente a lo largo de la vida. Por eso la educación es crítica,
por eso somos responsables de lo que hacemos con
nuestro cerebro.
Uno
de los retos principales de la Neurociencia actual es entender hasta donde un
cerebro adulto es el resultado de la función de los genes que lo organizaron o
de lo que ese cerebro ha “vivido” desde que empezó a funcionar. En un extremo,
los genes lo determinarían todo, nuestras conductas tendrían poco que ver con
lo que entendemos por voluntad y libertad de elección; en el otro serían el
resultado de lo que nuestro entorno hizo sobre nuestro cerebro y lo que nuestro
cerebro hizo durante nuestra vida. La
investigación científica nos llevará a conocer cada vez con mayor precisión en
qué lugar entre esos extremos está la realidad.
Roberto Gallego es
Catedrático de Fisiología. Instituto de Neurociencias (Universidad Miguel
Hernández-Consejo Superior de Investigaciones Científicas). Alicante
Somos nuestro
cerebro, Roberto Gallego Fernández, [El País, 8 de abril de 2014]
A
mediados de marzo se celebró la Semana Mundial del Cerebro, un acontecimiento
que tiene lugar anualmente en más de 80 países y se propone divulgar los progresos y beneficios de la investigación
sobre el cerebro, como también los retos a los que se enfrenta. Y en
este capítulo de los retos es en el que se
introduce en ocasiones un espacio para la reflexión ética.
Curiosamente,
la pregunta que suele plantearse a los eticistas
es la de cuáles son los límites éticos en la
investigación sobre el cerebro y en la aplicación de los hallazgos.
Un guion que se repite en todos los acontecimientos científicos, como si la
ética fuera una especie de linier sádico, empeñado en descalificar a los
científicos cuando la pelota traspasa la línea de lo permitido.
Pero,
afortunadamente, las cosas no son así, sino muy diferentes. El primer principio
de cualquier ética respetable es el de beneficiar a los seres humanos, a los
seres vivos en su conjunto y a la naturaleza, y cuanto más progresen las
diversas ciencias en ese sentido, mejor habrán cumplido su tarea. Que, a fin de
cuentas, es la de beneficiar. Por eso tiene pleno
sentido que trabajen conjuntamente ciencias y humanidades con el fin de
conseguir una vida mejor.
Ojalá
avancemos en la prevención de enfermedades como la esquizofrenia, el alzhéimer,
las demencias seniles, la enfermedad bipolar o la arteriosclerosis; podamos
mantener una buena salud neuronal hasta bien entrados los años, mejorar
nuestras capacidades cognitivas, precisar más adecuadamente la muerte cerebral,
tratar tendencias como las violentas. Ojalá en la educación podamos servirnos
de conocimientos sobre el cerebro que permitan a los maestros actuar de forma
más acorde al desarrollo de ese órgano, extremadamente plástico; un asunto del
que se ocupa con ahínco la neuroeducación.
Ocurre,
sin embargo, que cuando las investigaciones y las aplicaciones científicas
ponen en peligro la vida, la salud o la dignidad de las personas o el bienestar
de los animales se hace necesario recordar que no
todo lo técnicamente viable es moralmente aceptable. Que “no dañar”
es igualmente un principio inexcusable en todas las actividades humanas,
también en las científicas. Para muestra, un botón.
Hace
unos días los medios de comunicación informaban de que Miguel Carcaño, el
asesino confeso de Marta del Castillo, iba a ser sometido a una prueba
neurológica, conocida como “test de la verdad”, a través de la cual podrían
leerse sus respuestas cerebrales. Una prueba de este tipo plantea un problema
moral y legal, porque no es lícito introducirse en la intimidad de una persona,
en este caso a través de su cerebro, sin su consentimiento. Y, en efecto, los
medios informaban de que, según la abogada de Carcaño, este había accedido
voluntariamente a someterse a la prueba. Esta es una de las muchas cuestiones
éticas que se plantean en ámbitos como el de las neurociencias: que no es lícito introducirse en la intimidad de una persona
sin su consentimiento expreso. Tampoco ante presuntos terroristas, un
aspecto bien importante en la neuroseguridad.
Pero,
¿por qué entrar en el cerebro de una persona es introducirse en la intimidad?
¿Qué tiene de especial ese órgano, que la sola idea de trasplantar un cerebro
nos parece inquietante, cuando ya se practican trasplantes tan complicados de
otros órganos y otros miembros del cuerpo?
Según
un buen número de investigadores, porque todos esos órganos son irrelevantes en
comparación con el cerebro. Somos —dicen— nuestro
cerebro. Él crea las percepciones, la conciencia, la voluntad, y tanto da
que el cerebro se encuentre en un cuerpo como en un ordenador, porque él lo
crea todo.
Yo no lo he entendido así
Trasplantarlo
no presenta más problemas que los técnicos, porque donde va el cerebro de una
persona va esa persona. Así las cosas, siguen afirmando estos científicos, actuamos determinados por nuestras neuronas, de modo que
no existe la libertad, sino que es una ilusión creada por el cerebro, como todo
lo demás.
Tampoco esto lo he entendido así
Sin embargo, tal vez las cosas no sean tan simples y por eso otros investigadores hablan del “mito del cerebro creador”, de que no es el cerebro el que crea nuestro mundo.
Regresando
al caso de Carcaño, el médico que supervisó la prueba de la verdad aclaraba que
recibe ese nombre porque la persona sometida a ella no puede mentir. Según él, las respuestas cerebrales son automáticas y, por tanto,
no están condicionadas ni por la voluntad ni por la conciencia. De donde
se sigue para cualquier lector que la voluntad y
la conciencia, surjan de donde surjan, son algo distinto de las neuronas y
tienen la capacidad de actuar suficiente como para modificar los mensajes
automáticos del cerebro. Pueden inventar historias, tratar de
ocultar los recuerdos impresos, interpretarlos de una forma u otra desde esa
capacidad de fabulación que nos constituye como personas.
Parece,
pues, que el enigma de la conducta humana sigue siéndolo, y que es necesario
continuar las investigaciones desde el trabajo conjunto de humanistas y
científicos, porque conocernos a nosotros mismos es la gran tarea que nos dejó
encomendada Sócrates. Es ella misma un gran beneficio.
Adela Cortina es
catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia,
miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, y directora de la
Fundación ÉTNOR.
¿Somos nuestro
cerebro?, Adela Cortina [El País, 4 de abril de 2014]
Hace
ya tiempo que la dualidad mente-cerebro dejó de ser tal. Hay una estructura compleja, lo más complejo que conocemos, en la que
reside el pensamiento, lo que nos hace humanos, y no hay una dualidad
inexplicada sino una ficción largamente alimentada. Los cien mil millones de neuronas que se calcula que hay en nuestro
cerebro, más o menos el mismo número de estrellas que se considera que
hay en nuestro barrio cósmico, en la Vía Láctea, son aún un continente por
descubrir completamente, como el universo. Son las dos grandes regiones de
conocimiento que aún nos retan, las grandes lagunas de ignorancia que aún tenemos
que rellenar. Pero los abundantes ensayos que sobre el cerebro aparecen en las librerías ya
dejan claras algunas cuestiones, entre ellas que el cerebro es una máquina muy
compleja, ni más ni menos, y que seguimos fascinados por él, sobre todo porque
seguimos fascinados por nosotros mismos.
El neurólogo
holandés Dick Swaab, director del Instituto
Holandés de Neurociencias, lo tiene claro: "La
mente es el resultado del funcionamiento de nuestros cien mil millones de
neuronas, y el alma, un malentendido. El uso universal del concepto
de alma parece estar basado solamente en el temor que el ser humano tiene a la
muerte, el deseo de volver a ver a los seres queridos y la errónea y arrogante
idea de que somos tan importantes que algo de nosotros debe quedar a nuestra
muerte". En su Somos nuestro cerebro, un ensayo que ha tenido un
notable éxito internacional, explora la esencia humana viajando a los
entresijos del órgano de pensar, ese poco más de kilo y medio de sesos que
hacen posible que apreciemos la magia de un cuento de Cortázar o
que derramemos alguna lágrima escuchando un cuarteto de Mozart.
Un kilo y medio cuya manera de actuar nos hace
distintos de cualquier otro ser vivo sobre el planeta. No en vano es,
que sepamos, el objeto más complejo del
sistema solar.
Lo sabemos,
entre otras razones, porque hemos aprendido más sobre las funciones del cerebro
en los últimos 15 años, gracias a las técnicas de imagen de resonancia
magnética y a sus sucesoras, que en toda la historia precedente. Hasta entonces
el cerebro se estudiaba directamente y comparándolo con el de otros animales,
diseccionando cerebros humanos dañados en autopsias y mediante electrodos. La física hoy, sin embargo, permite ver los
pensamientos, tal y como relata el físico teórico y divulgador Michio Kaku. "Sabemos más de la mente gracias a la física y a la
biología que a la filosofía o la psicología".
Kaku hace,
pues, un viaje que comienza con un accidente, el que sufrió en 1848 Phineas
Gage, trabajador de los ferrocarriles en EE UU al que una barra de hierro
atravesó el cerebro; no sufrió daños demasiado graves y, de hecho, pudo seguir
trabajando, pero le cambió bastante el carácter. De la anécdota a la categoría,
El futuro de nuestra mente revisa de manera exhaustiva lo que sabemos
del cerebro, las técnicas que nos han permitido llegar hasta aquí, y trata de
atisbar, mirando desde la física, hasta dónde puede llegar gracias a la
combinación de conocimientos y destrezas, de la ingeniería a la neurociencia,
para hacer aún más potente esta máquina de pensar. De momento, dice Kaku, ya
hemos conseguido que la telequinesis, el mover objetos con la mente, empiece a
ser una realidad, no como anunciaban los profetas de las falsas ciencias, con
el poder de la mente de uno, sino gracias al poder de la mente de muchos,
gracias a la tecnología. Y estamos solo al principio, dice este físico.
Ramón y Cajal, por fin para todos, Antonio Calvo
Roy
Santiago
Ramón y Cajal es el científico español más notable de todos los tiempos.
Pocos en el mundo de la ciencia consiguen darle la vuelta a la manera en que
todos sus colegas ven su campo de investigación, y Cajal lo hizo. Hasta que él
demostró lo contrario, y no le fue nada fácil hacerlo, se
pensaba que todos los tejidos de todos los órganos estaban formados por células
independientes menos uno, el cerebro, que estaba configurado por una red.
Y frente a los reticularistas, Cajal sostuvo,
casi en solitario, el neuronismo que resultó ser cierto.
Además, es
relevante por la escuela que fue capaz de crear y porque sus investigaciones
han sido corroboradas siempre que una técnica más precisa permitía ver con más
detalle las neuronas. Y sigue siendo un científico vivo y citado gracias a la
precisión de sus hallazgos y a la agudeza de sus descripciones. Cajal, hombre
prolífico, nos legó, además de sus trabajos científicos, otro tipo de
literatura, en forma de memorias, en su célebre discurso de ingreso en la
Academia de Medicina que dio origen a Reglas y consejos para la
investigación científica, en forma de reflexiones más o menos acertadas y
también en relatos fantásticos, sus célebres Cuentos de vacaciones. Y
ahí siguen todos ellos, más o menos reeditados, pero, para nuestra vergüenza nacional, sin que haya habido
todavía ni una sola edición crítica de ninguno de ellos. De algunos,
sobre todo de Reglas y consejos, ha habido decenas de ediciones en
español y otros muchos idiomas, y lo más parecido a una edición crítica es la
publicada en 2005 por Leoncio López-Ocón; en realidad, un estudio sobre este
trabajo de Cajal con varias miradas diferentes.
Sin embargo, no
es una falta que pueda ponerse en el debe de los historiadores de la ciencia. El celo de los descendientes que se han hecho cargo de la
gestión de los derechos de autor ha sido tal que ha hecho imposible llevar a
cabo ediciones críticas. Pero este año, 2014, se acaba con esa
imposibilidad. Que no sepamos aún con detalle por qué dice lo que dice en sus
memorias, qué calla y por qué, qué necesita más explicación, a qué se refieren
pasajes oscuros, cómo y por qué pudo hacer algunas de las cosas que hizo y que
le convirtieron en el único premio Nobel español (Ochoa cuenta como
estadounidense) es una extraña situación que podría acabar en breve.
Los derechos de
autor de quienes murieron antes de 1987 duran 80 años. Eso significa que Cajal,
que murió en 1934, hará justo 80 años en noviembre de este año, por lo que sus
obras pasan a ser de dominio público. Ya no habrá
que pedir permiso a los herederos para publicar su obra, condición
indispensable de una edición crítica de sus memorias o de cualquier otra de sus
publicaciones. "El 1 de enero del año siguiente al que se cumplan
80 de la muerte los derechos pasan a dominio público", dice José Rodríguez
Tapia, catedrático de derecho civil en la Universidad de Málaga y experto en
propiedad intelectual. "A quienes murieron antes de diciembre de 1987 se
les aplica la ley de 1879". Por lo tanto, desde enero de 2015 "sus
obras pasan a dominio público y cualquiera puede reproducirlas, aunque siempre
deberá respetar la paternidad y la integridad, es decir, no se pueden trocear a
gusto de quien sea ni, desde luego, atribuir sus obras a otro".
Para Leoncio
López-Ocón, investigador del CSIC, historiador de la ciencia y autor de diversos
trabajos sobre Cajal, "es el momento de que todos los que nos hemos
interesado por Cajal nos animemos y que venga otra fase: tenemos que conseguir
que la obra de Cajal llegue al máximo número de lectores, y ahora, si las obras
son de dominio público, será más fácil. Faltan ediciones críticas de los textos
y falta, sobre todo, un gran sitio web, como lo hay de los grandes científicos
Darwin o Pasteur, en el que se reúna toda su obra, incluidas cartas, el gran
archivo, en el que no ha sido fácil investigar hasta ahora, para que sea
accesible para todos. El que pase a ser de dominio público posibilitará ese
salto, que no haya restricciones al acceso a su obra".
No hay que
tener miedo a las ideas y a las novedades, los productos del cerebro (en puridad, encéfalo; el cerebro es solo una parte del
todo que supone el conjunto de sesos, aunque siempre se toma la parte
por el todo). Eso dice al menos una de las personas que a lo largo del siglo XX
más se han destacado en la comprensión de su funcionamiento, la investigadora
italiana Rita
Levi-Montalcini, nacida en 1909, en plena época gloriosa de Cajal, y muerta
en 2012. Poco antes de morir terminó de repasar los pequeños ensayos que
componen este libro póstumo, Atrévete a saber, en el que repasa los temas
que durante tanto tiempo le han sido tan queridos, como "las razas no existen, existe el racismo", y que fue
publicando en la revista Newton. Es, en todo caso, una delicia
encontrarlos aquí reunidos y comprobar la vitalidad y la frescura de la mente
de Levi-Montalcini, premio Nobel en 1986, que terminó de revisarlos a los 95
años.
Era una prueba
de que no es una fatídica e inexcusable realidad el que el cerebro, pasada una
edad, se deteriore hágase lo que se haga. Es verdad que es común encontrar
problemas cognitivos en muchas personas de edad avanzada, pero muchas otras
mantienen la lucidez sin lagunas. A estudiar esto dedica Elkhonon Goldberg su
ensayo La paradoja de la sabiduría. Lejos de los libros de autoayuda
—que no haya equívocos entre nosotros—, Goldberg, catedrático de la Universidad
de Nueva York y director del Laboratorio de Neuropsicología y Funcionamiento
Cognitivo, refuta, como tantos otros desde hace pocas décadas, una de las pocas afirmaciones de Cajal que el tiempo ha
superado: "Las vías nerviosas son algo fijo, acabado, inmutable. Todo
puede morir, nada renacer". Hoy sabemos que las neuronas conservan la
plasticidad y la capacidad de cambiar su uso dependiendo de diversos factores.
Otra cita de Cajal avala también esta visión: "Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor
de su propio cerebro".
Así, dice
Goldberg, "las estaciones de la mente no implican un declive en
todos los aspectos, al envejecer se consiguen algunas importantes ganancias
mentales". Pese a que el cerebro, al igual que el resto del cuerpo,
envejece y pierde facultades, gana lo que se
denomina "pericia cognitiva, que tiene la extraña habilidad de
resistir los efectos indeseados del envejecimiento" y que se relaciona con
la competencia y la sabiduría. Al envejecer, "parece que no todo sean
malas noticias". El escritor húngaro Sándor Márai
lo expresa de otra manera en sus Diarios 1984-1989: "No es
bueno dejarse envejecer por la vejez".
De fisiología
al día a día y a la manera de Stephen Jay Gould, o más propiamente, dado el
tema, de Oliver
Sacks o de Vilayanur Ramachandran, El escritor que no sabía leer y otras
historias de neurociencia nos lleva a través de breves ensayos a descubrir
el cerebro por el camino de hechos concretos, pequeñas historias en las que se
muestran comportamientos, sucesos o personajes singulares, de cada uno de los
cuales se extrae una lección sobre nosotros mismos. José
Ramón Alonso, catedrático de biología celular y director del Laboratorio
de Plasticidad Neuronal y Neurorreparación del Instituto de Neurociencias de
Castilla y León, es un divulgador entusiasta y eficaz que une el sentido del
humor con el rigor, la sencillez con la hondura y la precisión con la
elegancia. En este libro sabremos de la importancia de la siesta para el
cerebro, la memoria temprana, la frenología, Gulliver y otras muchas cuestiones
que no nos dejarán indiferentes. Este libro fue, además, premio Prisma Casa de
las Ciencias del Ayuntamiento de A Coruña al mejor texto inédito en el año
2013.
El mismo autor,
José Ramón Alonso, que fue rector de la Universidad de Salamanca, acaba de
publicar Neurozapping, un repaso a las series de televisión desde el
punto de vista de la neurociencia. Desde el conocido síndrome de Asperger que
sufre el protagonista de The Big Bang theory, Sheldon Cooper,
hasta House y la mentira, Porky y la tartamudez, Pokémon y la epilepsia, y las
chicas de oro y la buena vejez, entre otros, el repaso es extraordinariamente
sugestivo por lo próximos que nos resultan los personajes y lo poco que les
hemos mirado desde el punto de vista neurológico.
Este libro
nació tras una entrada en su blog UniDiversidad
precisamente sobre Sheldon Cooper. Para muchos lectores que de una forma o de
otra tenían relación con personas aquejadas del síndrome de Asperger, fue la
primera vez que leían explicaciones claras y, sobre todo, en un entorno
positivo. Tras el éxito de esa entrada, difundida por todo el mundo de habla
hispana, Alonso decidió ampliar el tiro y ocuparse de más problemas neurológicos encarnados por personajes de
series televisivas. La divulgación, como es sabido, encuentra su materia
prima en cualquier lugar, porque en cualquier lugar al que miremos hay ciencia,
incluida la mecánica del propio acto de mirar. Así, con materiales próximos, el
trabajo de Alonso, que parte de más cerca, llega más lejos. Y nos ayuda a
conocer mejor la maravillosa máquina de pensar, ese órgano
que con el 2% del peso del cuerpo consume el 20% de la energía. Aunque
luego no se puedan pesar los pensamientos, ni la conciencia.
Esculpir el propio
cerebro, Antonio Calvo Roy [El País, 1 de julio de 2014]
House
considera que la gente tiende a mentir aunque le
vaya la vida en ello y que esa tendencia complica o impide aclarar
las cosas para establecer la situación del paciente. Acuñó la frase “Todo el
mundo miente” que se ha convertido en una de las referencias de la serie y que
fue el título del episodio piloto de la primera temporada. Puede que no esté
muy desencaminado. Jeff Hancock un profesor de la Universidad de Cornell en
Nueva York especializado en comunicación social pidió a un grupo de 30 estudiantes
que realizaran un seguimiento diario de sus comunicaciones durante una semana.
Si la conversación o el intercambio de mails duraba más de diez minutos tenían
que anotar si habían dicho alguna mentira. Hancock encontró mentiras en el 14% de los correos electrónicos, el 21% de
los sms, el 27% de las interacciones cara a cara y casi el 40% de las
conversaciones telefónicas. Teniendo en cuenta la frecuencia de estas
comunicaciones, la media era que todo el mundo mentía todos los días.
En
contra lo que pensamos, no es fácil descubrir a
un mentiroso incluso para aquellos que tienen experiencia como las
fuerzas de seguridad o el sistema judicial. Popularmente solemos creer que un mentiroso se delata por su lenguaje
corporal, por su mirada oblicua o por sus gestos de nerviosismo pero no es
verdad. Un mentiroso puede mirar a los ojos igual que alguien veraz
y no necesariamente se rascan, apoyan su peso alternativamente en una pierna y
otra, carraspean o se les traba la lengua. Pensamos
que somos malos diciendo mentiras y buenos detectándolas pero en realidad es al
revés.
No existe ningún comportamiento que vaya asociado a la mentira y
no se exprese cuando alguien diga la verdad, no hay un síntoma claro y
fiable de la mentira.
Tendemos a dar más peso a la información no verbal que a la verbal cuando ambas
parecen estar en conflicto y se ha visto que se
detectan mejor las mentiras cuando el peso de ambos tipos de información es más
equilibrado.
Emil
Cioran decía que “la mentira es una forma de talento” y es cierto que hay gente
especialmente buena en ello pero en la actualidad sabemos más sobre cómo
detectar a los mentirosos. Los resultados son algo mejores cuando alguien puede
comparar el comportamiento de un sospechoso en un interrogatorio frente a una
situación similar anterior cuando se sabía que estaba diciendo la verdad.
De alguna manera es útil disponer de un “nivel basal de honestidad” sobre el
que pueda compararse su actuación actual. Aunque contando con ello se mejora en
los resultados a la hora de cazar mentirosos, se sube de un porcentaje de
acierto del 50%, el mismo de tirar a cara o cruz, a un
60 o un 70% lo que aún deja bastante margen para el error. Se supone que
uno de los problemas es que el que miente está continuamente comprobando si su
mentira ha colado o no y mejorando por tanto su actuación mientras que el que
pregunta, no sabe normalmente si ha sido engañado o no y tiene pocas
oportunidades para aprender de sus errores.
Si
lo pensamos un poco, un mentiroso tiene que maquinar y trabajar más lo que va a
decir que si su historia fuese cierta, así que una estrategia para discernir la
veracidad de una sentencia es intentar forzar esas diferencias entre los que
mienten y los que no, buscando preguntas que sean más difíciles de responder
para un mentiroso y hagan caer sobre él lo que se ha llamado la “carga
cognitiva”. Un ejemplo es pedir al sospechoso que
cuente su historia de una forma cronológicamente inversa. Si ha vivido
esa situación es mucho más fácil hacer eso que si se lo está inventando según
lo va contando. Otro truco de un interrogatorio es pedirle
al sospechoso que dibuje la escena. Esta tarea es mucho más difícil para
un mentiroso porque establecer un escenario realista para una escena inventada resulta
incómodo e imperfecto. Podemos aumentar la dificultad pidiéndole
que mantenga contacto visual contigo mientras le estas interrogando y
solicitándole esas tareas. Bajo esas
circunstancias de presión cognitiva los mentirosos muestran más señales
verbales y no verbales de que están engañando que aquellos que están diciendo
la verdad. Muchos mentirosos se inventan una excusa, una coartada
transportando un evento real que sucedió en otro momento al tiempo que les
interesa tapar. Haciendo preguntas sobre la
cronología exacta de ese supuesto suceso es posible descubrir que las
cosas no cuadran.
Otra
técnica de interrogatorio para saber la veracidad de la opinión de una persona
sobre un tema –por ejemplo, el sentir de un posible miembro de ETA sobre la
justificación de un atentado terrorista- es pedirle
primero que explique su posición y a continuación solicitarle que asuma la
posición contraria en el debate y argumente frente a su primera
exposición. El interés de esta técnica es que todos
presentamos mejores argumentos y más numerosos en lo que es nuestra posición
real que en la que estamos inventando sobre la marcha.
Otro
aspecto importante del interrogatorio es el uso
estratégico de las evidencias. En el caso de un asesinato en Goteburgo
(Suecia) la policía tenía información sobre las actividades de un sospechoso en
la noche del asesinato pero nada que le relacionara con el arma utilizada, una
botella de cristal. En vez de revelar lo que se
sabe, hay que dejar que cuente su historia y solo después, cuando se
encuentra más cansado empezar a confrontarle con las evidencias disponibles.
Gradualmente el sospechoso se daba cuenta de que los policías tenía más
información que la que estaban revelando, y cuando llegó el tema de la botella,
intentó jugar con ellos a su propio juego, ofreciendo
detalles que no tenían y que no podría conocer si hubiera sido inocente.
El
uso estratégico de la evidencia es contrario a lo que sería nuestra tendencia
normal, confrontar al sospechoso con todo lo que tenemos. En un estudio
publicado en Law and Human Behavior, María Hartwig y su grupo pudieron
demostrar que los voluntarios con tres horas de formación en esta técnica
conseguían un éxito del 85,4% a la hora de detectar mentiras frente a un 56,1%
en los interrogadores sin experiencia. En realidad, lo que hace a un
interrogador exitoso no es la habilidad para ver detectar señales anómalas en
el comportamiento no verbal sino la habilidad para
hacer la pregunta adecuada algo en lo que House es un auténtico experto.
Una
duda que surge en estos estudios es que un voluntario que está presentando una
sentencia falsa o veraz en un experimento no tiene la tensión de un auténtico
mentiroso. Algunos investigadores están usando esos videos donde un familiar
pide ayuda sobre alguien, una esposa, un pariente que ha desaparecido. La ventaja
es que se pueden seleccionar y separar aquellos casos donde se sabe a
posteriori si estaban realmente pidiendo ayuda o, por el contrario, eran ellos
los responsables de su desaparición. El personal
entrenado para detectar pistas verbales y no verbales conseguía distinguir en
más del 90% si era un familiar preocupado o un culpable mintiendo. Un
ejemplo era que alguien que estaba mintiendo usaba un condicional como “si”,
“si aparece…” mientras que un inocente usaba una palabra más concreta como
“cuando”, “cuando aparezca…” Los mentirosos también mostraban breves
expresiones de sorpresa en la mitad superior de la cara que es lo que sucede
cuando alguien intenta parecer estresado y no lo consigue.
En
la lucha contra la mentira siempre se ha soñado en contar con una máquina de la
verdad. Dicen que los antiguos griegos controlaban el pulso de las personas que
interrogaban para intentar detectar el momento el engaño. Lombroso usó un
pletismógrafo para detectar a los falsarios y distintos aparatos y técnicas
fueron utilizados posteriormente, en particular el polígrafo, un detector de
mentiras que tiene ya más de un siglo de edad. Mide una serie de indicadores
fisiológicos basándose en que un mentiroso
estará más nervioso, lo que no siempre es cierto, y calibra señales de estrés incluyendo un aumento de la
frecuencia del latido cardíaco, cambios en el patrón de respiración o el nivel
de oxigenación en la sangre, en la actividad electromagnética en el cerebro o
en la conductividad de la piel debidos a la sudoración. Los americanos
tienen una gran fe en las máquinas y el polígrafo se ha usado para identificar
al secuestrador del bebé de Lindbergh, a los nazis ocultos entre los
prisioneros de guerra alemanes, a los comunistas durante la caza de brujas del
senador McCarthy y en los casos más famosos de asesinato y espionaje de los
últimos años. La última esperanza es el uso de máquinas de resonancia magnética
funcional que permitan identificar distintos patrones
de actividad en el cerebro de una persona cuando miente y cuando dice la verdad.
Se han usado también aparatos que miden la dilatación de las pupilas o
analizadores del habla que detecten cambios en la voz. Un programa del
Ministerio de Interior de los Estados Unidos denominado FAST busca detectar a
posibles malintencionados usando instrumentos a distancia como cámaras y
sensores de la frecuencia cardíaca que permitan someter a un examen más
detallado a alguien que entra en un aeropuerto con unas constantes fisiológicas
alteradas.
Sin
embargo, todo esto es muy complejo. Entendemos que una mentira es algo que es
falso, que es deliberada y que pretende engañar
pero no sabemos si cerebralmente es lo mismo una mentira destinada a la
ocultación, a la alteración o a la fabricación, no sabemos si es lo mismo
cuando alguien miente para encubrir algo que sabe que está mal o lo hace porque
cree que es por un bien superior (lo que llamamos una mentira piadosa pero
también un terrorista que cree en la justicia de su causa). No sabemos si la
actividad cerebral de alguien que dice una mentira involuntariamente es la
misma que cuando lo hace a consciencia. No sabemos si la mentira es algo exclusivo de los seres humanos
o podemos tener algún tipo de modelo animal. No
sabemos si el proceso mental de la mentira es el mismo cuando buscamos un
beneficio que cuando intentamos evitar un castigo. Lo único que sabemos
es que hay muchas cosas que no sabemos sobre las mentiras. Volviendo a House y
al cerebro, la Alianza Nacional para la Enfermedad Mental (National Alliance on Mental Illness (NAMI)
editó unas camisetas para recaudar fondos. La frase que pusieron fue: “Todo el
mundo miente”.
House
y la mentira, José Ramón Alonso, [UniDiversidad, 11 de julio de 2013]
No hay comentarios:
Publicar un comentario