Pido una sola cosa, y la pido humildemente, aunque bien sé que es exorbitante: ser leído con atención. [Albert Camus]
“¿Cómo puede predicar la justicia quien no ha llegado ni a hacerla reinar en su propia vida?”[Albert Camus]
Everything at a distance turns into poetry: distant mountains, distant people, distant events; all become romantic.[Novalis]
ahora cualquiera es artista, con solo decir que lo es: lo difícil de verdad es ser artesano. Hacer muy bien algo a lo que uno lleva dedicándole toda la vida, algo que habla por sí mismo, sin necesidad de ser glosado ni explicado, sin la añadidura de la leyenda romántica del artista.
Todos los textos seleccionados de Escrito en un instante, el blog del escritor Antonio Muñoz Molina.
Da igual por qué página se abran las Máximas de Chamfort. Como en Montaigne o en Pascal, será difícil no encontrar una pepita de oro:“Casi todos los hombres son esclavos, por la razón que los espartanos daban de la servidumbre de los persas, por no saber pronunciar la sílaba ‘no’. Saber pronunciar esa palabra y saber vivir solo son los dos únicos medios de conservar la libertad y el carácter”.
Por
la tarde tengo una entrada para Carnegie Hall: la Sinfónica de Boston, dirigida
por Andris Nelsons, que sustituye a James Levine, enfermo una vez más. Hacen la Novena de
Mahler. En un lugar tan grande lleno hasta las últimas gradas hay a
lo largo de todo el concierto una sensación de intimidad y sigilo. No sé si hay
una música que me alcance tan hondo como esta sinfonía:
la celebración de la vida, el adiós triste y sereno a la vida. En los
últimos minutos hay un lento extinguirse de todos los sonidos, un desvanecerse
cada vez más tenue de la melodía en el silencio. Cuando el silencio llega de
verdad al final Nelsons mantiene la batuta levantada, suspendida en el aire, y
los violinistas y los violoncelistas no separan todavía los arcos de las cuerdas.
No sé cuántos segundos, minutos, dura esa quietud. No se oye ni una tos, ni el
timbre de un móvil. No recuerdo haber escuchado un silencio como éste en
ningún concierto.
Y me acuerdo del bosque de
esta mañana: no hay otro arte que se acerque más que la música a la
experiencia de la naturaleza, al estremecimiento de una conciencia que alcanza
la plena lucidez o que acepta la disgregación y el olvido. No creo
que Mahler hubiera escrito esa música si no hubiera sabido y aceptado que se
iba a morir.
No hay palabra más útil que la que dejamos
de decir conteniéndonos en un momento de ira.
En
España hay muchas personas con esa capacidad doble de contemplación y
cordialidad, de ensimismamiento apacible y trabajo serio y competente. Pero si
es tan difícil que se hagan películas sobre ellas es porque
son invisibles en el discurso público. Una clase política
omnipotente y omnipresente ha usurpado todos los espacios de la vida cívica,
imponiendo el sectarismo y el clientelismo por encima del mérito, la demagogia
halagadora sobre cualquier sentido de la responsabilidad personal, el griterío
y el sambenito partidista por encima de los debates verdaderos y prácticos
sobre una realidad que sería menos grave si al menos aceptáramos mirarla con
los ojos abiertos. Como el mérito, el esfuerzo, el trabajo apasionado, no
sirven para ascender ni merecen reconocimiento público, los millones de
personas que a pesar de todo hacen cada día escrupulosamente su tarea permanecen
invisibles, y muchas veces han de pagar con la marginación y hasta
el sarcasmo el ejercicio de su dignidad. En un país con casi cinco millones de
parados a la gente la echan del trabajo por tener cincuenta años. En un país de
economía en quiebra se recorta el gasto en educación y en investigación pero no
en coches oficiales ni en gabinetes de imagen ni en suntuosos viajes
internacionales de gerifaltes ni en soeces televisiones corrompidas por la
propaganda y el clientelismo. Robar dinero público es
menos grave que pedir seriedad o que no acatar el juvenilismo o el victimismo o
el narcisismo oficial.
Quién
va a hacer películas que sean un ejemplo de trabajo inflexiblemente bien hecho
y que traten de la nobleza de dedicarse a algo con los cinco sentidos, que
recuerden que cada acto implica responsabilidades y consecuencias, o que existe
belleza en la experiencia y en la vejez, que tan necesaria como la justicia es
la compasión, que la fe religiosa puede no ser oscurantista ni ridícula, que se
puede ser radical y heroico sin levantar la voz, haciendo cada día el oficio de
uno.
Poetry (2010), de Chang-dong
Lee. De
dioses y hombres
(2010), de Xavier
Un argumento
sólido puede perder la razón por el tono agresivo o voluntariamente
ofensivo en el que se expresa.
Para que yo,
más joven y menos valiente, no sufriera, me hizo aprender sin ira el castellano
y sentí que con cada nueva palabra recibía un escudo. Así construí
el muro detrás del cual Jorge Luis Borges, César Vallejo, María Zambrano o Luis
Cernuda me regalaron libertades. Comprendí que aquel refugio significaba
igualmente una apertura.
Al
poco tiempo, la democracia trajo deseos justos de recuperar los idiomas
apartados por el franquismo. Como la intransigencia suele aprovechar bien los
entusiasmos repentinos, entre algunos supuestos protectores del euskera no
faltaron las desmesuras. Tachar los letreros viales escritos en español fue una
de sus tristezas culturales preferidas. Con palabras borradas cerraron las
mentes. Su desafecto hacia otras lenguas era la prueba de la insinceridad con
que defendían la propia; vi que usaban esa aventura para llenar el vacío
íntimo. Nos lo tomamos con paciencia. Al cumplir años he perdido convicciones.
Una de ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama un idioma ama todos los idiomas.
Francisco Javier
Irazoki
En lo
que llevo de vida, he conocido ya varias explicaciones absolutas e indiscutibles del
mundo. La primera fue la católica, hasta los
catorce o quince años: el mundo había sido creado por Dios en siete días, y por
culpa de Adán y Eva los seres humanos nacíamos en pecado, y el orden
establecido de las cosas era legítimo porque procedía de la voluntad divina.
Después vino la explicación marxista: la economía era
“el determinante en última instancia”, por decirlo en la prosa de la época, tan
pasajera como el pantalón acampanado; la historia iba en una dirección, y el
motor que la propulsaba era la lucha de clases. Más o menos coincidiendo con el
final de la hegemonía cultural del marxismo llegó la explicación freudiana: ahora el motor no era la economía, ni la voluntad
divina, pero también era omnipotente, y soberano: el sexo.
A las
personas, en el fondo, suelen darnos igual las explicaciones, con tal de que sean absolutas. Ahora le toca a la ciencia, o
a una zona de ella relacionada con la biología, el evolucionismo,
la etología. Eso viene de antiguo: la teoría de la evolución pareció explicar a
finales del siglo XIX la supremacía de unas “razas” sobre otras, o el
individualismo capitalista. La eugenesia tuvo pedigree científico no
sólo en la Alemania nazi, sino también en una Suecia ya regida por la
socialdemocracia. En un libro de Temple Gradin, esa mujer extraordinaria a la
que su autismo le ayudó a estudiar y comprender a los animales -las vacas o los
perros eran más inteligibles para ella que los seres humanos- se cuenta que la
idea de que los lobos o los perros se organizan jerárquicamente bajo la
supremacía de un macho alfa es en gran parte un malentendido: las manadas de
lobos que suelen estudiarse han crecido en cautividad.
En la naturaleza, cuenta Gradin, los lobos forman unidades familiares en
las que no hay diferencias apreciables entre el
macho y la hembra que son el eje de la manada. En los grupos de perros
hay un macho dominante porque no suelen conocerse entre sí; lo que busca un cachorro no es el célebre macho al que
seguir, sino unos padres.
En The Selfish Gene Richard Dawkins argumenta de forma muy
persuasiva que la competencia evolutiva no es ni siquiera entre especies e
individuos sino más elementalmente aún, entre genes programados para
replicarse. La lectura thatcheriana no se hizo esperar: there is no such a thing as
society. No
hay sociedad, solo individuos. Pero basta asomarse a la idea
ecologista -en el sentido no político, sino científico de la palabra- para
descubrir el concepto de la co-evolución: no hay especie que no evolucione en interacción con
muchas otras, hasta unos extremos de simbiosis de una sofisticación
alucinante, como ya supo Darwin. El primatólogo Frans de Waal ha escrito
páginas extraordinarias, producto de la observación directa, sobre la capacidad de
empatía y cooperación entre los primates superiores, especialmente
los bonobos, a los que ha dedicado un libro entero.
Cuando
yo era joven
los marxistas -hay que recordar que se hablaba de socialismo “científico”- aseguraban que el instinto maternal era una creación de
la ideología burguesa. Ahora los nuevos pseudocientíficos lo que
aseguran de nuevo es que las mujeres son sobre todo instinto maternal,
hormonas, etc., o que a los varones nos gobierna la testosterona, o el instinto
de manada. Cuidado con la ciencia. Nada menos científico que suponer
que la ciencia provee explicaciones simples e indudables para todo, menos aún
para algo tan complejo como el comportamiento humano, esa mezcla
inestable de genética y educación, de naturaleza y cultura, de predisposiciones
y de azar, de la que está hecho cada uno.
Cuidado con la
ciencia, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 6 de marzo de 2011]
Junto a los
ventanales del café del nuevo edificio de Moneo miro el tráfico de la calle y
el desfile plural de la gente por la acera y leo un libro que me hace más
consciente de la complejidad y el valor de lo que estoy viviendo: Triumph of the City, de Edward
Glaeser, un economista de Harvard que ha adquirido su erudición leyendo al
parecer todo lo que se ha escrito sobre todas las ciudades y paseando por todas
ellas, por Nueva York y Mumbai, por París, por Barcelona, por Kinsasha, por
Detroit. Glaeser dice que la ciudad es la más importante creación humana: que
fomenta la inventiva, el talento individual, la tolerancia, la prosperidad, la
cooperación. Las ciudades no hacen pobre a la gente: atraen a gente
pobre que quiere dejar de serlo. Las grandes ciudades son más respetuosas
con el medio ambiente que las célebres
arcadias ecologistas, porque la gente tiende a moverse por ellas caminando o en
transportes públicos: los habitantes de Nueva York gastan como media un 40%
menos de energía que los de las zonas residenciales o rurales del país. La
ingeniería necesaria para suministrar agua saludable a las ciudades y retirar
de ellas la basura es una proeza épica contada por Edmund Glaeser. Vivir entre
la densa población de una ciudad es más seguro que hacerlo
en una casa aislada en el campo. También, estadísticamente, es más saludable. Para no convertirse en boutiques monumentales en las que
solo puedan habitar los ricos y los turistas las ciudades históricas necesitan
renovarse con inteligencia y audacia y levantar edificios altos con una oferta
de vivienda suficiente para que los precios no sean abusivos. A pesar de la
pobreza y la violencia la esperanza de vida es
más alta en una favela de Río de Janeiro que en los pueblos del interior del
país. Leer a Edward Glaeser le da a uno el mismo ímpetu para caminar y fijarse
en todo que las Hojas de
hierba de Whitman o el Fervor
de Buenos Aires de Borges.
Me gusta mucho
fijarme en cómo unos músicos escuchan a otros, asintiendo al compás, sonriendo,
sorprendiéndose, tomando una breve frase como punto de partida cuando les toca la
entrada.
Leo
en el metro y me dura la emoción de la película que acabo de ver, Of Gods and Men, esa
historia de unos monjes franceses en una abadía en el interior de Argelia, en
la peor época de la guerra civil y el terrorismo islamista. Cada vez estoy más
convencido de que el gran arte nos afecta físicamente: nos arrebata, nos
vulnera, y cuando nos apartamos de él, cuando dejamos el cine o el
libro o salimos de la galería o de la sala de conciertos, sigue actuando sobre
nosotros, afecta nuestra manera de andar y de mirar, quizás incluso nuestro
comportamiento. En el libro de Hirsch encuentro estas palabras, que no traduzco
ahora por falta de tiempo, aunque no hace falta saber mucho inglés para
comprenderlas:
“Poetry es a
means o exchange, a form of
reciprocity, a magic to be shared, a gift. There has never been a civilization
without it. That’s why I consider poetry -which is, after all, created out of a
mouthful of air -a human fundamental, like music. It saves something precious
in the world from vanishing. It sacramentalizes experience. It is an
imaginative act that starts with the breath itself. It arises from breathing.
It is a living thing that comes from the body, from the heart and lungs, and
thus seems hardwired into us. It enters our bodies through the material stream
of language. It moves and dances between speech and song (…)
Poetry speaks with the greatest intensity against the effacement of
individuals, the obliteration of communities, the destruction of nature. It
tries to keep the world from ending by positing itself against oblivion. The
words are marks against erasure. I believe that something in our nature is
realized when we use language as an art to confront and redeem our mortality.
We need poems now as much as ever. We need these voices to restore us to
ourselves in an alienating world. We need the sounds of the words to delineate
the states of our being. Poetry is a necessary part of our
planet.”
Nos
reimos del nuevo eufemismo que está abriéndose paso: ahora, cuando los
camareros te preguntan por el agua que quieres tomar, no dicen, aparte de sparkling o still, lo que
decían antes, tap
water. Así que ahora preguntan: sparking, still or New York
water? New
York water suena
mucho más distinguido que agua del grifo.
Mi amigo me mira y me dice con
tranquilidad: “lo que más me sorprende es que no tengo ningún miedo de la
muerte. Si los tratamientos fallan me dará mucha pena no ver más a mi mujer, y no seguir
viviendo una vida que me gusta mucho. Pero morir, morir, no me da
miedo. Hasta se me olvida.”
Y luego Cristina,
de Sevilla, a la que ya le está pesando mucho el invierno de Nueva York, sobre
todo cuando habla con sus amigos de allí y le cuentan que están tomando cañas
en las terrazas de la primavera. Cristina ha descubierto que en Nueva York se le acentúan
los recuerdos del pasado, de la infancia. Eso ocurre con mucha
frecuencia. La ciudad nueva, estimulante y abrumadora le hace encontrar a uno
senderos inesperados hacia lo más oculto de la memoria.
Ahora
cada mañana,
con el desayuno, llegan las voces que no hace mucho más de un mes no se
escuchaban, las que nadie tenía interés en oir, las voces de la gente en las
plazas de Egipto, o de Túnez o Libia, las de los exiliados de esos
países a quienes los periodistas ahora buscan con urgencia, para que den
testimonios que hasta ayer mismo no interesaban. Voces agitadas de periodistas
que viajan por Libia con miedo a ser detenidos, que se juegan la vida para
contar lo que ven; las de dos exiliados libios en Inglaterra. Uno de ellos
cuenta que ahora tiene esperanzas de saber de su padre, que fue detenido y
encarcelado en 1991, por oponerse al régimen, y del que no hay noticias desde
1995; otro habla de una revuelta de presos políticos a finales de los años 90,
sofocada a tiros, con más de mil víctimas. Después se oyen los gritos
dementes de Gadaffi, su delirio de conspiraciones imperialistas traducido
simultáneamente al inglés. “Nosotros no queremos
que nadie nos invada para liberarnos”, dice uno de los exiliados, una
persona cultivada, con un acento muy ligero. “Nosotros queremos tener las mismas libertades
que ustedes”. Lo que piden los dos, lo que pedían esta mañana, es muy sencillo:
que la OTAN impida que vuelen los aviones militares que están disparando y
lanzando bombas contra la gente sublevada.
Recuerdo el año pasado, yendo en un
coche a Roma desde el aeropuerto, el atasco inmenso en la autopista, en el
calor de junio, un fragor de palas de helicópteros sobre la estridencia de los
cláxones y las exclamaciones irritadas de la gente que salía de los coches
intentado averiguar qué pasaba más adelante, por qué el tráfico no fluía.
Alguien escuchó el motivo en la radio y lo transmitió en torno suyo con grandes
gestos italianos de ultraje: Il
Kaddafi! Gadaffi llegaba a Roma en visita oficial para instalar su
jaima en un parque público, rodeado por un séquito de vírgenes con gafas Rayban
y uniformes entallados. Verlo luego en la televisión, con sus entorchados de
coronel de farsa, al lado de Berlusconi, más maquillado todavía que él, era
asistir con incredulidad a una especie de danza de pavos reales decrépitos, y
también sentir
como ciudadano europeo el insulto de una democracia rindiendo honores a un
tirano.
Yo no creo que la
culpa de Occidente sea la tentativa de exportar sus valores al resto
del mundo; es la de dejar en suspenso o traicionar esos mismos valores para
exportar sus mercancías y proveerse de materias primas a bajo precio.
La historia viene de antiguo: los esclavos de Haití, Saint Domingue en esa
época, se levantan inspirados por el ejemplo de la revolución francesa y de la
declaración de los derechos del hombre y la metrópolis revolucionaria emprende
contra ellos una guerra de exterminio. En aquella novela extraordinaria y muy
olvidada de Alejo
Carpentier, El siglo
de las Luces,
la guillotina viaja por primera vez a las colonias francesas del
Caribe en un buque esclavista que se llama, creo recordar, Los derechos del Hombre. Son los países
de Occidente los primeros que no han creído en la universalidad de sus propios
valores, que son la hermosa invención de unas cuantas imaginaciones
libres. En la España imperial del siglo XVI el padre Las Casas vindicó la humanidad
de los indios, y en la Inglaterra expansionista y belicosa de finales del XVIII
surgió el movimiento por la abolición de la esclavitud y Mary Wollstonecraft
defendió el derecho a la igualdad de las mujeres.
Quizás quien más dio en el
clavo fue Gandhi,
cuando le preguntaron qué opinaba de la civilización occidental. Y él
respondió: “Que sería una buena idea”.
“Absalón, Absalón”, esa novela prodigiosa de las que
han, hemos, aprendido tanto, tantos escritores. La leí por primera vez en una
vieja traducción de Alianza venida de Buenos Aires, como tanta de la literatura
internacional que nos llegaba en los primeros setenta. Me enseñó que una novela podía ser construida como un juego de voces que van contando
cada una una parte de la historia: y que el pasado no es algo sólido y estable,
sino una construcción muy frágil que depende de testimonios singulares y de
hechos que con el tiempo y los relatos se convierten en leyendas.
Cuando apareció la nueva traducción de Martínez-Lage me gustó revisarla en
paralelo con el original, admirando su talento poético, esa capacidad de crear
en la propia lengua un equivalente fiel de lo que fue escrito en otra. A mí me
parece un trabajo dificilísimo, pero Martínez-Lage decía que Faulkner se
traduce solo, él sabría por qué.
Es misterioso
el rencor.
Tiene algo de desinteresado: alguien a quien no has hecho nada te odia, o
se divierte porque te han agredido; alguien a quien no conoces, que no tiene
nada que ver con tu vida, alguien a quien tú no han robado ni insultado, ni
seducido a su hijo o a su hija, ni engañado con su cónyuge, ni estafado en sus
ahorros o en sus impuestos. Lo pienso esta tarde, hace un rato, mientras paseo
como tantas tardes por la orilla del Hudson, frente al río que hoy tiene de
nuevo color de acero o pizarra y lejanías de niebla. El sábado era de pronto
primavera y los cerezos habían empezado a brotar, y el sendero estaba lleno de
corredores, de caminantes, de ciclistas. La primavera ha venido y a
continuación, a la manera brusca de Nueva York, se ha ido. La primavera no es una estación
duradera y tranquila, sino una expectativa, una promesa, un fogonazo, casi un
espejismo. Lo mismo dura un día entero que solo una o dos horas. Ayer
amaneció casi invernal y a media mañana había una especie de verano súbito, y
las aceras se poblaron de terrazas llenas de gente, de mujeres jóvenes con
camisetas, sandalias y vestidos ligeros, piernas y hombros desnudos, pieles muy
blancas tras el invierno tan largo. El aire era cálido y un poco húmedo. Uno
andaba entre alucinado y extraviado en el tiempo. Los sentidos no lograban
adaptarse a un cambio tan rápido. La gabardina de la primera hora del día a
media tarde era incongruente. Por todas partes asomaban de la tierra los
periscopios amarillos de los narcisos. Salí de clase ya de noche y en las
calles silenciosas del Village había una fragancia meridional en el aire.
Nada dura. Esta mañana
llovía de nuevo y la ciudad estaba severa y gris. Las flores de los cerezos, el
amarillo fuerte de la retama, eran una extravagancia cromática: el día de ayer,
un recuerdo mucho más antiguo, algo imaginado o soñado. Cuando he bajado al río
estaba lloviznando. Como no había nadie parecía más invierno. Y entonces, yo
solo en esa orilla donde rompían las olas de la marea alta, he vuelto a pensar en el rencor: mientras tú das este
paseo alguien te odia. Alguien a quien no has visto nunca y a quien no
has hecho nada te odia porque estás tranquilamente dando este paseo, o porque
trabajas en esta ciudad, o porque has ido a un concierto. Si estás aquí no es
porque le hayas quitado algo a él, o a cualquiera. Pero sin tú darte cuenta ese hecho constituye
una ofensa. “Sois culpables de lo que haceis en los sueños de
otros”, dice un personaje en Las
brujas de Salem. Esmerarte siempre en
no ser desconsiderado ni grosero servirá para que ese o esa a quien no has
ofendido te considere arrogante. A quién querrás engañar con esa
apariencia de buenas maneras.
Al escribir cada una de estas
palabras estás alimentando su rencor.
Me acuerdo de los viernes santos
abrumadores de Úbeda, de Granada. Cuando yo era niño la
Semana Santa era obligatoria porque éramos un país católico y porque la
jerarquía eclesiástica fue la gran beneficiaria ideológica de la tiranía.
Me hice mayor y vino la democracia, y la Semana Santa sigue siendo obligatoria
y unánime, ahora
porque es cultura vernácula. No tengo nada contra la fe de nadie, ni
contra las personas que disfrutan tranquilamente de sus procesiones. Pero no me
gusta esa omnipresencia que invade por completo las ciudades, que no parece
admitir la posibilidad o la legitimidad de quedarse al margen o de lamentar año
tras año la farsa anticonstitucional de las
autoridades de un estado laico marchando en las procesiones, o
simplemente de no enterarse de lo que no va con uno. Es como si la contrarreforma, el
exhibicionismo de religiosidad intransigente que duró tantos siglos en nuestro
país, no hubieran acabado: en la fiesta, en la procesión, en
cualquier feria, hay una presión de uniformidad que a mí, desde adolescente, me
ha provocado un deseo instintivo de huir. Recuerdo un viernes santo, en una
vida mía anterior, en Úbeda, asomado a un balcón junto a un fundamentalista de
las procesiones que me señalaba el gentío de la calle: “Toda Úbeda
está aquí, a toda Úbeda le apasiona la Semana Santa. Los que no se emocionan es
que son anormales”. El hombre no lo dijo con mala voluntad: ser de Úbeda y no
participar del ritual colectivo no le cabía en la cabeza.
Esa costumbre
de celebraciones unánimes
que ocupan todo y dejan en suspenso durante días o semanas el espacio y el
ritmo de la vida civil sospecho que contribuye
a nuestra dificultad para aceptar de corazón lo que no se nos parece, la opinión
que no es como la nuestra, el pleno derecho de los demás a no ser como
nosotros, a no pertenecer a ese nosotros apelotonado y fácilmente agresivo
cuando percibe o imagina una ofensa, y que lo mismo se encarna en un equipo de
fútbol que en un partido político, en una cofradía, en un orgullo local, en esa
expresión cotidiana con que se alude aprobadoramente a aquello que es como
tiene que ser, sin posibilidad de alternativa: “Como Dios manda”.
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