miércoles, 9 de julio de 2014

Katholische Paradoxien



Como puse esta tarde el vínculo con mi artículo en Die Zeit, y como no se va a publicar en español en ningún periódico, lo copio aquí:
ESPAÑA: PARADOJAS CATÓLICAS
Antonio Muñoz Molina, [Escrito en un instante, 28 de agosto de 2011]

Mi madre es una mujer católica de 81 años que cada noche, antes de dormir, le reza a Dios por cada uno de los miembros de su familia, los vivos y los muertos, procurando no olvidarse de ninguno. Mi madre, que nació en una familia campesina y tenía seis años cuando empezó la guerra civil, fue muy poco tiempo a la escuela y pasó su juventud bajo la hegemonía indisputada de la propaganda franquista y el integrismo católico. Pero, como muchas personas de su generación, sobre todo mujeres, con la llegada de la democracia asistió a la escuela nocturna y se fue haciendo una mentalidad muy abierta. Ahora lee mucho, sobre todo novelas –entre ellas, las que escriben su hijo y su nuera- y aunque conserva intacta su fe siente un rechazo instintivo hacia el Papa y no se ha molestado en conectar la televisión para ver alguno de los programas larguísimos que se han dedicado a su visita. Mi madre, tan católica, asistió hace años con plena emoción a la boda civil de su hijo recién divorciado, y ahora recibe con naturalidad en su casa al compañero de su nieto gay, y cuando sabe que van a venir a verla les prepara uno de los dormitorios con cama grande. Y estoy seguro de que si ese nieto decide casarse, mi madre asistirá a su boda con algo de desconcierto íntimo, pero también con perfecta desenvoltura, con esa nueva mundanidad que es uno de los síntomas del cambio formidable que ha vivido España desde los años setenta.
Cuando se quieren calibrar cambios se piensa en los jóvenes. Pero en España quienes más y mejor cambiaron en el tránsito de la dictadura a la democracia fueron muchas personas mayores, padres y abuelos, abuelas y madres, gente que sufrió el peso cruel del miedo y del adoctrinamiento durante muchos años y sin embargo, cuando llegó la hora de votar por primera vez, votó tranquilamente a la izquierda, y aceptó que sus hijos se casaran por lo civil o vivieran juntos sin casarse o se divorciaran, y mantuvo las redes de solidaridad familiar ocupándose de los nietos, dando refugio a los hijos cuando se separaban, volviendo a aceptarlos cuando perdían el trabajo.
No sé cuántos católicos se parecen a mi madre en la España de ahora, capaces de ir tranquilamente a una misa y a una boda homosexual, de rezar a Dios cada noche por los vivos y por los muertos y de votar luego a la izquierda. Lo que sí sé es que cada vez van a ser menos visibles, y que la visita del Papa de estos últimos días va a reforzar una identificación ya muy acentuada entre la iglesia católica y la derecha y la extrema derecha españolas. Ahora mismo, si se presta atención a los medios conservadores, el éxito multitudinario de la llamada JMJ –Jornada Mundial de la Juventud- ha sido a la vez un desquite contra la supuesta hostilidad al catolicismo alentada por el gobierno socialista durante estos siete últimos años y un anticipo de la victoria del Partido Popular en las elecciones de noviembre. En uno de esos canales de televisión que se dedican en exclusiva a alentar el delirio ideológico, a la manera de Fox News en Estados Unidos, escuché ayer mismo a un comentarista decir que en estos últimos años “se puede hablar de una persecución de la Iglesia católica en España”.
De lo que se puede hablar más bien es de una triste serie de oportunidades perdidas. El gobierno de Zapatero enfureció a la Iglesia con una renovación de la ley del derecho al aborto equiparable a la de cualquier país europeo y con la legalización del matrimonio homosexual, y la derecha política se apresuró a hacer causa común con la jerarquía eclesiástica. La derecha buscaba debilitar al gobierno de cualquier manera, y en los últimos años se ha dedicado a cultivar a su clientela más extremista. En cuanto a la Iglesia, su activismo político está motivado por un intento de compensar la pérdida acelerada de su presencia social. La inmensa mayoría de los españoles reciben el bautismo católico, por una especie de inercia cultural, pero el número de los que se declaran creyentes ha ido disminuyendo de manera regular a lo largo de los años, y la asistencia regular a la misa del domingo no supera el doce por ciento. Una paradoja de la España de ahora es que la visibilidad de los símbolos exteriores de la religión católica encubre una secularización que asombra más por la rapidez con la que ha sucedido. Mucha gente se casa por la iglesia, celebra con gran boato las comuniones de sus hijos y asiste en primavera a las procesiones de la Semana Santa. Pero esa misma gente no va nunca o casi nunca a misa y se divorcia y usa el preservativo y acude cuando le hace falta a una clínica abortista. Y la fuerza misma de la familia española actúa a favor de la tolerancia sexual. En Nueva York tengo amigos a los que sus padres, evangélicos rigurosos, retiraron el saludo o expulsaron de casa al saber que eran homosexuales. En España a un hijo o a un nieto se le acepta incondicionalmente, sobre todo en las clases populares: por eso en la gran transformación de las costumbres españolas la audacia de la gente más joven se ha correspondido en estos años con la sorprendente liberalidad de muchos viejos.
Las leyes, en España, han ido por detrás de los hábitos sociales. Pero el peso tremendo del pasado ha seguido actuando con más eficacia de lo que parece. Los comentaristas de derechas claman contra el gobierno de Zapatero como si hubiera traído la revolución social y la persecución del catolicismo, pero si algo ha caracterizado a este hombre ha sido su frivolidad y su afición a los gestos cosméticos por encima de los proyectos rigurosos. A Rodríguez Zapatero le gustaba declarar que era “un rojo”, rescatando innecesariamente un término con resonancias sombrías de la guerra civil, pero su política fiscal de estos años no ha rozado siquiera los privilegios de los más ricos. Este gobierno supuestamente anticatólico ha continuado sosteniendo con dinero público a la Iglesia, y subvencionando al cien por cien sus centros educativos, en un país donde la escuela pública está cada vez más desasistida. Y casi cuarenta años después de la muerte del tirano que entraba bajo palio en las catedrales, las autoridades civiles de la democracia continúan asistiendo a los desfiles y las ceremonias de la iglesia católica, y los ministros juran sus cargos delante de un crucifijo. En este afán por figurar en las solemnidades religiosas son idénticos los políticos de izquierda y derecha, los centralistas españoles y los independentistas catalanes o vascos: con idéntica desvergüenza cultivan un populismo que sin duda les dará algunos votos, pero que tiene un efecto corruptor sobre la conciencia de la ciudadanía al hacer borrosa la separación entre la Iglesia y el Estado, y al privilegiar a una confesión religiosa sobre todas las demás, y sobre el derecho de quienes no pertenecen a ninguna.
A quienes conocimos la obscena complicidad de la jerarquía eclesiástica con la dictadura de Franco nos da miedo, estos días, la creciente vehemencia católica de la derecha, que se ha desatado sin ningún disimulo durante la visita del Papa: la identificación agresiva de lo español con lo católico y lo vaticano, el proselitismo escandaloso de medios informativos que por ser públicos deberían ser neutrales y se han convertido durante dos semanas en aparatos de propaganda sectaria. En esos medios oficiales, y en los periódicos conservadores, el millón o millón y medio de jóvenes que vitoreaban al Papa se han presentado como la antítesis luminosa de esa otra juventud reivindicativa y desaliñada que un poco antes ocupaba el centro de Madrid: los unos, alegres, saludables, rezadores; los otros sucios y promiscuos. Esa división radical entre los unos y los otros sin duda va a acentuar en el futuro la temible dificultad española para lograr lo que ahora mismo más nos hace falta, una base de concordia que nos permita hacer frente con alguna posibilidad de éxito a la situación desastrosa en que nos encontramos. Pero llevamos tanto tiempo viviendo en el delirio –la falsa prosperidad, la burbuja de la construcción, el fracaso educativo, la obsesión por el pasado lejano- que no es probable que la marcha del Papa y la de su millón de peregrinos nos devuelvan a la realidad.
En cuanto a mi madre, sigue con sus rezos, y no olvida decirme cuando la llamo por teléfono: “Hijo mío, a mí este Papa con tanto lujo no me gusta”. Y se acuerda del poco boato con que entró Jesús en Jerusalén.

Meine Mutter ist eine katholische Dame von 81 Jahren, die jede Nacht vor dem Schlafengehen für jedes einzelne Familienmitglied, für die Lebenden und die Toten, betet. Sie achtet stets darauf, niemanden zu vergessen. Meine Mutter stammt aus einer bäuerlichen Familie, bei Ausbruch des Bürgerkriegs war sie sechs Jahre alt, eine lange Schulzeit hatte sie nicht, ihre Jugend verbrachte sie unter dem unwidersprochenen Diktat der franquistischen Propaganda und des katholischen Fundamentalismus. Wie viele Menschen ihrer Generation, viele Frauen zumal, besuchte sie nach dem Ende der Diktatur jedoch die Abendschule und fand zu einem überaus offenen Weltbild. Heute liest sie viel, vor allem Romane – darunter auch die Romane ihres Sohnes und ihrer Schwiegertochter –, und hat eine instinktive Abneigung gegen den Papst, obwohl sie an ihrem Glauben festhält.
Meine ach so katholische Mutter fand es jedenfalls unnötig, eine der endlosen Fernsehsendungen zu verfolgen, die sich dem jüngsten Papstbesuch in Madrid widmeten. Vor Jahren schon hat sie mit großer Begeisterung die standesamtliche Trauung ihres gerade geschiedenen Sohnes gefeiert, heute lädt sie ganz selbstverständlich den Freund ihres schwulen Enkels zu sich nach Hause ein und bezieht ein Doppelbett für die beiden, wenn sie zu Besuch kommen. Sollte sich dieser Enkel einmal zum Heiraten entschließen, dann wird meine Mutter, das weiß ich genau, mit einer gewissen inneren Verunsicherung, aber auch mit vollkommener Natürlichkeit, mit jener neuen Weltläufigkeit, die zu den Symptomen des großartigen Wandels zählt, den Spanien seit den sechziger  [siebziger] Jahren erlebt hat, zu seiner Hochzeit gehen.

Wenn man politische Veränderungen beurteilen will, dann schaut man gern auf die Jugend. In Spanien waren es aber viele heute ältere Leute, unsere Väter und Großväter, Mütter und Großmütter, die sich am meisten und im besten Sinne veränderten – obwohl sie viele Jahre unter der grausamen Bürde von Angst und Indoktrinierung zu leiden hatten. Dennoch wählten sie bei den ersten freien Wahlen umstandslos links, akzeptierten, dass ihre Kinder sich standesamtlich trauen und wieder scheiden ließen, dass die Kinder ohne Trauschein zusammen lebten. Sie selbst hielten unterdessen die Bande der familiären Solidarität aufrecht, indem sie sich um die Enkel kümmerten, ihren Kindern Zuflucht gaben, wenn sie sich trennten, und sie wieder aufnahmen, wenn sie keine Arbeit mehr hatten.
Ich weiß nicht, wie viele Katholiken in Spanien heute so sind wie meine Mutter: seelenruhig zur Messe oder zu einer gleichgeschlechtlichen Hochzeit gehen, aber jede Nacht für die Lebenden und die Toten beten. Ich weiß aber, dass diese tolerante Generation immer unsichtbarer wird und dass der jüngste Papstbesuch eine ohnehin starke Identifikation zwischen der katholischen Kirche, der spanischen Rechten und den spanischen Rechtsradikalen weiter verstärkt. Wenn man den konservativen Medien Glauben schenkt, dann war der Erfolg des Weltjugendtages zugleich eine Vergeltung für die Feindseligkeit, die die sozialistische Regierung angeblich in den vergangenen sieben Jahre einem blühenden Katholizismus gegenüber an den Tag legte, außerdem eine Vorankündigung des Wahlsiegs der Partido Popular im November. Auf einem dieser Fernsehkanäle, die sich genau wie der US-amerikanische Sender Fox News dem Anheizen des ideologischen Wahns verschrieben haben, hörte ich jetzt einen Kommentator behaupten, man könne für die letzten Jahre »von einer Verfolgung der katholischen Kirche in Spanien sprechen«.
Wovon man wohl eher sprechen kann, ist eine traurige Reihe verpasster Gelegenheiten für die Kirche. Die Zapatero-Regierung hat durch ein neues Gesetz zum Abtreibungsrecht, das nun mit der Rechtslage in jedem anderen europäischen Land vergleichbar ist, und durch Legalisierung der Homosexuellen-Ehe die Kirche gegen sich aufgebracht. Und die politische Rechte hatte nichts Besseres zu tun, als mit der katholischen Geistlichkeit gemeinsame Sache zu machen. Die Rechte, die immer wieder versucht, die Regierung auf jede erdenkliche Art und Weise zu schwächen, ist in den letzten Jahren darauf verfallen, ihre extremistischste Klientel zu pflegen. Was die Kirche betrifft, so entspringt ihr politischer Aktivismus dem Wunsch, sich einem lawinenartigen Verlust an gesellschaftlichem Boden entgegenzustemmen. Die überwältigende Mehrheit der Spanier wird zwar aus einer Art kultureller Trägheit weiterhin katholisch getauft, doch die Zahl der Gläubigen ist seit Jahren stabil rückläufig. Regelmäßig zur Kirche gehen heute nur zwölf Prozent der Spanier.
Es ist ein spanisches Paradox, dass der Säkularisierungsprozess, der vor allem durch seine Geschwindigkeit beeindruckt, von der Präsenz äußerlicher Symbole des Katholizismus verdeckt wird. Viele Menschen heiraten kirchlich, feiern die Kommunion ihrer Kinder mit großem Aufwand und nehmen im Frühling an den Osterprozessionen teil. Doch dieselben Menschen gehen nie oder fast nie zur Kirche, lassen sich scheiden, benutzen Kondome und suchen, im Fall der Fälle, eine Abtreibungsklinik auf.
Gerade die Stärke der spanischen Familie wirkt sich nämlich positiv auf die sexuelle Toleranz aus. In New York habe ich Freunde, deren streng protestantische Eltern den Kontakt zu ihnen abbrachen oder sie aus dem Haus warfen, als sie von ihrer Homosexualität erfuhren. In Spanien dagegen akzeptiert man ein Kind oder Enkelkind bedingungslos, das gilt vor allem für die Unterschichten: Aus diesem Grund hat die Kühnheit der ganz jungen Leute während der Jahre des großen spanischen Sittenwandels ihr überraschendes Pendant in der Liberalität vieler älterer Leute gefunden.
In Spanien hinkten die Gesetze lange Zeit hinter den gesellschaftlichen Gewohnheiten hinterher. Denn die Last der Vergangenheit wiegt schwerer, als es zunächst den Anschein hat. Heute wettert die rechte Presse in einer Weise gegen Zapateros Regierung, als hätte er eine soziale Revolution und eine Verfolgung des Katholizismus über das Land gebracht. Wenn es aber etwas gibt, was Zapatero charakterisiert, dann ist es seine Oberflächlichkeit und seine Vorliebe, mangelnde politische Konsequenz durch große Posen zu ersetzen.
Rodríguez Zapatero bezeichnet sich gern als »einen Roten«, was unnötigerweise düstere Erinnerungen an den Bürgerkrieg weckt. Doch seine Steuerpolitik der letzten Jahre hat die Privilegien der Allerreichsten nicht um ein Jota beschnitten. Diese angeblich antikatholische Regierung unterhält nach wie vor die Kirche mit öffentlichen Geldern und subventioniert deren Bildungseinrichtungen zu hundert Prozent, während sich die öffentlichen Schulen zunehmend selbst überlassen bleiben. Fast vierzig Jahre nach dem Tod des Tyrannen, der die spanischen Kathedralen gern in einer Papststola, dem Pallium, betrat, nehmen die bürgerlichen Repräsentanten unserer Demokratie immer noch an den Paraden und Zeremonien der katholischen Kirche teil, die Minister leisten ihren Amtseid unter dem Kruzifix.
In ihrer eifrigen Teilnahme an religiösen Feierlichkeiten unterscheiden sich linke und rechte Politiker, spanische Nationalisten und katalanische oder baskische Separatisten nicht voneinander: Mit derselben Schamlosigkeit kultivieren sie einen Populismus, der ihnen zweifellos ein paar Stimmen bringt, dabei aber das staatsbürgerliche Bewusstsein untergräbt. Denn er unterläuft die Trennung von Kirche und Staat. Er stellt eine religiöse Konfession über alle anderen und über das Recht derer, die überhaupt keiner Konfession angehören.
Denjenigen Spaniern, die die obszöne Komplizenschaft zwischen katholischer Geistlichkeit und Franco-Diktatur kennengelernt haben, jagt der wachsende katholische Furor der Rechten, der während des Papstbesuchs unverhohlen zum Ausdruck kam, heute Angst ein: Wir fürchten die aggressive Identifikation des Spanischen mit dem Katholischen und dem Vatikanischen. Wir fürchten das skandalöse Sendungsbewusstsein der Informationsmedien, die als öffentlich-rechtliche neutral sein sollten, sich für zwei Wochen aber in eine sektiererische Propagandamaschine verwandelten. Denn diese staatlichen Medien ebenso wie die konservativen Zeitungen feierten die anderthalb Millionen jungen Leute, die dem Papst zujubelten, als glorreiche Antithese zu einer rowdyhaften, fordernden Jugend, die kurz zuvor noch das Zentrum von Madrid besetzt hielt. Hier die gut gelaunten, anständigen, betenden Jugendlichen; dort die schmuddeligen, promiskuitiven, anderen.
Dieses Feindbild, die radikale Aufspaltung zwischen den einen und den anderen, wird zweifellos unsere unselige spanische Schwäche verschlimmern: dass wir kein Einverständnis erzielen, durch das allein wir eine gewisse Chance hätten, unsere derzeit so katastrophale soziale Situation zu meistern. Dieses Einverständnis täte jetzt am allermeisten not. Doch wir leben schon so lange im Delirium – im Wahn des falschen Wohlstands, in der Immobilienblase, im gescheiterten Bildungssystem und in der Obsession für die Vergangenheit –, dass es nicht so aussieht, als könnte uns der Besuch des Papstes und seiner Millionen Pilger wieder in die Realität zurückholen.
Meine Mutter jedoch betet weiter und versichert mir bei jedem Telefonat: »Mein Sohn, dieser Papst mit seinem ganzen Luxus gefällt mir nicht.« Und sie erinnert sich daran, dass Jesus ganz ohne Glanz und Gloria in Jerusalem einzog.



© Sarah Shatz

Der 55-Jährige gehört zu Spaniens bedeutendsten Autoren. Jetzt erscheint sein neuer Roman Die Nacht der Erinnerungen (dva).

Katholische Paradoxien [Die Zeit.de, 27 de agosto de 2011]


“Yo fe en el Señor y en la Virgen tengo mucha, pero los curas no me han gustado de nunca”, dice mi madre por teléfono. Se queja del resfriado y del mal tiempo que no acaba este año, pero está contenta porque Antonio y Elena han pasado unos días de vacaciones con ella, en esa casa tan grande y tan fría en la que me da congoja imaginarla, ella sola, rodeada de ausencias, de habitaciones vacías. “Yo pido mucho, y el Señor me lo concede. Si no me lo concediera cómo iba yo a valerme, aquí sola, con los años que tengo. Voy a empezar una tarea y le pido a la Virgen: ‘Virgen mía, pon tus manos antes que las mías’. Por la noche, al acostarme, le rezo al Señor por todos vosotros, por Elvira, por vuestros hijos, por mis hermanos, y por los que ya están muertos, padre Manuel, madre Leonor, tu padre. No se me olvida ninguno. Por las mañanas me despierto y le doy gracias al Señor por dejarme vivir otro día. Lo que yo no soy es una beata. Ya ni voy a misa. Si el Señor está en todas partes, pues también estará aquí. Cuando los nenes tienen que hacer un examen o algo rezo por ellos. Por lo que no rezo es por cosas de dinero, o ahora cuando tu hija se ha examinado del carnet de conducir. Me dijo, abuela, ¿vas a rezar por mí? Y yo le contesté, nena, por esas cosas no rezo, no vaya luego a pasarte algo con un coche. Ayer quería que me fuera con ella a tomar chocolate con churros, porque era Viernes Santo. Pero a dónde voy yo, con lo torpe que estoy. Y no iba a pasar el Señor en la cruz a mi lado y yo comiendo churros”.
Después de comer se queda dormida viendo Amar en tiempos revueltos. Terminó de leer Casa desolada, que le había regalado mi hermana, y como le gustó tanto la está leyendo otra vez. Dice: “La única queja grande que me voy a llevar al otro lado es la de no haber podido estudiar. La única. Eso es lo que más me duele”.
Teología casera, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 24 de abril de 2011]



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