martes, 29 de septiembre de 2015

Tal vez uno solo, donde algo pasa

Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella


"Juro que lo intenté", […] "¿Has notado el sobrepeso de la mayor parte de la gente por aquí? Es un verdadero problema y no lo entiendo, porque es gente de campo muy trabajadora, nada sedentaria", dice coqueta, consciente de su figura perfecta.

"Cuando dije lo de abandonar –insiste, vestida con sedas orientales– sinceramente lo creía. El trabajo me estaba resultando demasiado duro y pensé que me había llegado la hora de llevar la vida de una señora normal. ¡Y lo hice! Por unos seis meses. Salí a almorzar con amigas, me dediqué a la jardinería, a la caridad. Fue horrible. Después me di cuenta de que ya no sirvo para una vida normal: he escrito tantos años que no sé hacer nada más".

En efecto, Munro, nacida en un pueblo cercano en 1931, en una familia de
granjeros emigrados de Escocia, estrictos presbiterianos, escribe desde su adolescencia. A los 20 y poco estaba casada con su primer marido, con dos bebés, un tercero en camino y una carrera literaria avanzada.

"Mirá, los bebés finalmente dormían la siesta, quisieran o no, y entonces yo me ponía a escribir.
No estaba pensando en ellos. Estaba pensando en mí. Quizá habrían sido más felices si yo les hubiese dedicado más tiempo y menos a mi literatura, no lo sé. Pero para mí no era una opción, sentía que tenía que luchar por ese espacio propio donde no era ni mujer ni madre. Hoy todavía me escapo al mismo sillón donde desarrollo mi vida espiritual. Pero, claro, ya no soy joven. Un tema duro para artistas y escritores es que los poderes intelectuales o creativos se debilitan. ¿Qué hace uno entonces si no escribe? Yo no pude encontrar la respuesta", subraya.

Su próximo libro, adelanta, se llamará ‘Demasiada felicidad’. "Ya tengo casi todos los cuentos listos, espero que los lectores no los encuentren demasiado lúgubres. No los pensé de esa manera. Pero
por lo que yo sé de la vida, siempre es dura", subraya.

El título responde a una frase de Sonia Kovalevski, célebre matemática y novelista rusa del siglo XIX. "Estaba buscando en la enciclopedia otra cosa –confiesa– y encontré la historia de esta mujer, que me fascinó. Murió apenas pasados los 40 años, después de una vida trágica y dura porque,
si bien todos la festejaban por ser tan brillante y linda, no le dejaban enseñar en casi ningún lugar de Europa por ser mujer. Murió por una enfermedad tonta,cuando justo había logrado comprometerse con el hombre que le iba a permitir seguir siendo matemática. De ahí sus últimas palabras: "Demasiada felicidad".

¿Es muy distinta la escritura de cuentos de la de novelas?

No tengo la menor idea. Adoraría escribir ahora una novela, pero el cuento resulta la forma en la que me siento cómoda. Yo siempre pensé que iba a ser novelista.
Me decía que cuando mis chicos fuesen grandes y yo tuviese más tiempo para escribir novelas, iba a hacerlo. El cuento estaba puramente determinado por el largo de las siestas de mis hijos Pero después resultó que ésa fue la manera en la que aprendí a escribir y ya no pude hacer otra cosa. Igual debo aclarar que las novelas que más me gustan son las cortas. Mi marido está releyendo el ‘Ulises’, libro grueso si los hay, y todas las noches, cuando me lee un poquito en voz alta, yo pienso, "Qué audaz que soy, cómo tengo el coraje de llamarme escritora cuando alguien escribió esa maravilla". Pero supongo que hay que seguir adelante con lo único que uno sabe hacer, ¿no?


Entrevista a Alice Munro, 27 de mayo de 2009
Entrevista a Alice Munro por Lisa Dickler Awano [The Virginia Quarterly Review , 18 de octubre de 2013]. Traducción: Jaime Arrambide.
Entrevista a Alice Munro como discurso de aceptación del Nobel.
Entrevista a Alice Munro, Lisa Allardice [Especial para The Guardian y Clarín, 9 de diciembre de 2013]. Traducción de Joaquín Ibarburu





domingo, 27 de septiembre de 2015

Ignorancia y prejuicios

Mi hija de siete años llega con su diccionario.
_Mamá, ¿qué es “Sex”? [pronuncia Seq]
Iba a decirle “champán” [Sekt] cuando me fijo que está señalando “der Sex” con el dedo.
_No se dice “Seq” sino “Sex” con equis. Sexo.
Ya iba a hablarle del sexo masculino y femenino cuando contesta:
_¡Ah, ya!. Sexual. Ya entiendo.
La pregunta no es casual y me ha dejado intrigada. Yo creo que me estaba poniendo a prueba. O quizá no.
En cualquier caso, me ha dado mucha alegría porque cuando niña mi madre también buscaba insultos y estas palabras en el diccionario: follar, puta, polla, coño. Interrogarse por el significado y darse uno cuenta de que también están recogidas ahí es una forma de buscar un interés legítimo. Una forma de remarcar: que conste que te lo pregunto porque está aquí, en el libro. Como niño, uno sabe que se trata de un tema “tabú” pero también sabe que hay ciertos aspectos por los que puede interrogar sin que nadie se moleste.
Tenía unos once años cuando quise saber de qué color era el semen. Me perdí buscando en las Enciclopedias que tenía a mano, en los libros de texto. Solo después de un infructuoso rastreo me atreví a preguntárselo a mi hermano.
Mi padre siempre me habló de sexo asociándolo a la afectividad y mi madre, a la prevención del embarazo.

La intimidad de las mujeres sigue siendo un misterio. Lo apuntaba la semana pasada, cuando escribía sobre la desconocida sexualidad de las mujeres mayores de sesenta años. […] Pero lo que yo pretendía, sin conseguirlo, era reflexionar sobre los malentendidos que siempre rondan el asunto de la sexualidad femenina: si la mujer es mayor, madura o anciana, porque se le sobreentiende jubilada del juego amoroso, y si la mujer es muy joven, en esta época en la que debería contar con más armas para tener relaciones satisfactorias, evitar embarazos indeseados o infecciones que pongan su salud en riesgo, resulta que un porcentaje alarmante de chicas mantiene relaciones de cualquier manera y no sabe o no puede o no quiere pedir ayuda en sus primeros pasos.
En este asunto, las mujeres con experiencia o con experiencias deberíamos romper un tabú al que seguimos contribuyendo. Sobre todo, las que fuimos adolescentes en los setenta y jóvenes en los ochenta, aquellas que rompimos con el protocolo de iniciación habitual en la generación de nuestras madres, que aún valoraban la llegada al matrimonio con el himen intacto, ese himen que ahora algunas descerebradas pagan porque les sea reconstruido. Deberíamos contar por qué si las chicas liberadas (como se decía entonces) quisimos romper con el mito de la virginidad y buscamos por nuestra cuenta información, fuimos al ginecólogo en secreto, elegimos método anticonceptivo y tratamos de no quedarnos embarazadas, aunque la sombra del aborto estuviera muy presente en aquella juventud, por qué, pregunto, no hemos contribuido luego a que se avanzara más en este aspecto; por qué en estos tiempos en los que se habla de sexo tan burdamente en la televisión, convirtiendo la intimidad en algo impúdico, y tantos personajillos se empeñan en contarnos sus hazañas sexuales, por qué sigue habiendo un porcentaje considerable de adolescentes que ignoran casi todo lo que deberían saber antes de enrollarse con un tío. Hablo en femenino no porque sean ellas las únicas que deben informarse, en absoluto, pero es obvio que las consecuencias no deseadas suelen caer sobre sus hombros y también es habitual que las chicas renuncien a parte de su disfrute a favor del de su compañero de juegos. Aunque el aspecto dedicado al placer en sí no haya sido el objetivo del estudio de Bayer que ha analizado el conocimiento que nuestras jóvenes poseen de los métodos anticonceptivos, no existe verdadera educación sexual si no se contempla la esencia de encontrarse íntimamente con alguien: disfrutar, o mejor aún, disfrutar mucho.
No estaría de más que quienes ya podemos mirar atrás con ironía y habiéndonos perdonado todos los errores cometidos contáramos cómo fue nuestro inicio, dónde, a qué edad, quién nos había facilitado alguna información y si supimos algo a través de nuestros padres. Mi padre fue pedagogo por un día y me contó algo sobre la abeja reina y los zánganos. Todavía lo estoy asimilando. En realidad yo sabía de sobra a qué se estaba refiriendo y me sentí abochornada, casi tan incómoda como cuando fui al cine con él a ver Novecento y nos vimos en el trago de contemplar juntos la escena en la que una prostituta hace una doble paja a Robert De Niro y Gérard Depardieu. Nuestra educación sexual fue inexistente, pero el deseo de dar un salto generacional y romper con la tradición que sometía a nuestras madres hizo que algunas chicas investigáramos la manera de ser libres.
[Cuando le conté a mi madre, años más tarde, que había ido con mi pareja a un Centro de Planificación Familiar y que visitaba regularmente al ginecólogo me dijo:
_¡Qué moderna! Con asistencia médica y todo.]
El futuro no siempre trae progreso; si la educación no funciona condenamos a las chicas a retroceder. Se puede ser de apariencia tan atractiva y rompedora como Amy Winehouse, admirar su talento y descubrir luego que en las letras que ella misma compuso hay una entrega ciega a la voluntad masculina, a la satisfacción de los deseos del hombre, a una infravaloración voluntaria y orgullosa, que nos retrotrae a los tiempos de una Billie Holiday a la que destrozaron el racismo y las drogas, pero también los hombres que amó, y que actuaron más como chulos que como compañeros. Es probable que la educación sexual sea una de las materias más difíciles de enseñar, pero tampoco se puede abandonar todo a la experiencia, porque no podemos permitirnos que las chicas sigan creyendo en la marcha atrás, en que no se pueden quedar embarazadas si tienen la regla, en que no hay más que dos métodos anticonceptivos, o en que lo fundamental es hacer que su chico se corra. Porque luego está esa imagen de la chica sola, desolada, que no sabe cómo salir del lío en el que se ha metido.
Esto también importa, Elvira Lindo [El País, 26 de septiembre de 2015]


A mí, las tertulias que más me fascinan son aquellas de corte transversal, por usar el adjetivo del momento. Me refiero a esas reuniones de contertulios en que se trata lo rosa como si fuera sesudo y lo político como si fuera del corazón. Lo extraordinario de las tertulias transversales es que en ellas abundan las mujeres, por entender los responsables de los medios, imagino, que somos expertas en darle a todo su toquecillo humano y que nadie se va a extrañar si mezclamos los asuntos de gran calado político con cuestiones entrañables, como por ejemplo, quién le prepara la maleta al presidente del Gobierno cuando viaja. A veces pienso que cuando se lleva a una mujer a una tertulia o a la presentación de un libro, se espera de ella que en algún momento interrumpa lo solemne de la conversación para preguntarle al caballero que tiene al lado, “¿y a usted, quién le hace la maleta cuando viaja?”.
El otro día, en una de esas salas de espera en las que la tele se ve con subtítulos, me tragué una tertulia de mujeres mañanera, donde ellas, siguiendo el papel que se nos tiene asignado, iban del corazón a los asuntos políticos, de Obama (del que se comenta que anda haciendo campaña por la unidad de España) a la hija secreta de un jinete, tan enorme ya que se diría su novia. [...]
Había sarcasmo, más que ironía, sobre la idea de que dos personas que han superado la madurez se muestren enamoradas, y algún comentario jocoso sobre esos abuelos que, como nuestra pareja, se enamoran en los geriátricos. Había un trasfondo sexual que sin expresarse se intuía todo el tiempo: ¿cómo se las apañan dos personas más allá de los 65 para gozar de una pasión? [...]
Sea como fuere, siempre espero que las bromas de las señoras en torno a la edad del amor vuelen un poco más alto, ya que somos nosotras las que tradicionalmente hemos sido motivo de chanza si mostrábamos algo parecido a la pasión en cuanto dejábamos atrás la juventud. Véase Calle Mayor. Y parece mentira que esta idea tan cruel de la mujer, anulada para cualquier papel que no sea el de viuda, abuela o tía soltera que disfruta vicariamente las vidas de sus sobrinos, siga vigente. De los hombres poderosos sabemos que pueden llegar a viejos disfrutando del sexo (con ayuda química o sin ella) al lado de una joven extasiada con el poder, la inteligencia, el brillo social o todo a la vez. De las pasiones femeninas de última hora no sabemos nada, ni queremos saberlo porque nos ofende que una mujer de la edad de nuestra señora madre ande perdiendo la cabeza. Ignorancia y prejuicios. Isaac Bashevis Singer, que vivió mucho y amó más, escribió apasionadamente sobre el amor sexual, decía que “un novelista que escribe de los seres humanos debería tener una gran sensibilidad hacia el sexo. Hay tan pocos placeres en este mundo que el escritor no puede evitar inspirarse en el más grande de todos ellos”. Tal vez Singer estaba refiriéndose sólo a un viejo escritor varón, pero ya va siendo hora de que las mujeres nos incluyamos en la celebración de la vida sin límite ni complejos. […]
Amor a destiempo, Elvira Lindo, [El País, 19 de septiembre de 2015]

[Una persona allegada y muy querida comentó públicamente con orgullo "Mi hijo se está hartando de follar". No me atreví a preguntarle, ¿lo celebrarías igual si se tratara de una hija?
Qué embuste más grande eso de que educamos por igual a todos nuestros hijos. ]


A un hombre se le aprecia la inteligencia cuando es capaz de tratar de igual a igual a una mujer, cuando no siente que su libertad esté siendo cercenada porque una mujer en el trabajo o en un encuentro público se exprese con más inteligencia que él; un hombre denota seguridad en sí mismo cuando no se achanta ante la ironía femenina y se ríe, se ríe de su posible condescendencia o de su posible ridículo; un hombre no es más hombre por hacer bromas machistas, aunque algunos lloriqueen amargamente porque ya no tienen tanto público como antes; un hombre no lo es más por conceder a la palabra de un varón más importancia que a la de una mujer; un hombre no ve mermada su masculinidad por admirar a una colega, por leer a escritoras, por sentir curiosidad por los asuntos femeninos; un hombre justo es el que se pregunta por qué las mujeres están menos representadas en el mundo laboral, o en el arte, la pintura, la música o la poesía. La poesía. ¿No será que se tiene más tolerancia con la mediocridad masculina? Un hombre brillante no debiera sentirse amenazado por tener que compartir su brillo con ellas. Si lo tiene todo, ¿a qué viene el miedo? Esto ya sucedió en otros países más avanzados en materia de derechos que el nuestro: la célebre reacción furibunda de hombres exitosos ante la presencia femenina. ¿Qué te pasó, Philip Roth? ¿Qué te pasó, Norman Mailer? Un cabreo revestido de opinión autorizada: las dejaremos entrar en nuestro club sólo si están a nuestra altura.
No es extraño que las mujeres hayamos desarrollado una ironía que hasta hace nada se hacía presente sólo en las conversaciones domésticas. Anda que no hemos escuchado a las mujeres mayores en cocinas y tardes al fresco ridiculizar la infalibilidad masculina. Ahora esa ironía se ha hecho pública. ¿Cómo ha de tomarse Hillary Clinton el que el señor del pelazo, Donald Trump, tuitee que una mujer que no satisfizo a su marido no puede satisfacer a un pueblo? Para mí que Hillary sonríe y piensa, tú sigue, idiota, que me vas a hacer presidenta.
El idiota, Elvira Lindo [El País, 5 de agosto de 2015] Un artículo para enmarcar.


Todos tenemos un pasado. Y todas. Cuando llegó la democracia a España la gente tenía un pasado tremendo. Lo tenía Fraga, pero también Carrillo. Lo tenía tu padre y también el mío. Las mujeres contaban con un pasado más doméstico, pero desde la retaguardia también tuvieron lo suyo. La democracia permitió una reinvención urgente, y hubo quien habiendo sido medio-franquista o franquista-entero saboreó de pronto la posibilidad de votar al partido socialista, incluso al comunista. Siempre he sido de la opinión de que hay que tener mucho cuidado con exigir certificados de buena conducta, porque a la mínima te pillan en un renuncio. Hasta hay quien ha mostrado como mérito propio el pasado del abuelo heroico, como si la heroicidad se llevara en la sangre. Muchos de nuestros padres, que fueron los pobres niños en la guerra y se les fue la vida trabajando en el país franquista, arrastraban un pasado de forzosa conformidad. Nosotros, los que para suerte o desgracia fuimos jóvenes ochenteros y vivimos la década intensamente, contamos con algún momento de estupidez o de absoluta irresponsabilidad, que sólo con sentido del humor se asume. Pero hay hoy un neo-puritanismo transversal que unas veces abandera la izquierda y otras la derecha destinado a exigir el certificado de buena conducta hasta a los jóvenes que hoy se incorporan a la política. Lo veía venir. Lo veía venir desde que la nueva generación de políticos comenzó a autodefinirse como referente moral. Y no hay nada más aburrido en la vida que ser un referente. Y más peligroso, porque el adversario, furioso, va a hacer lo posible por afearte la conducta. Yo, por si acaso, estoy reuniendo en una carpeta diversos documentos que harán las delicias de propios y extraños: mi recordatorio de la primera comunión, las notas del colegio, la de selectividad, el último certificado de penales, donaciones varias a ONG, el libro de familia, la declaración de hacienda y todos estos documentos que me describen, para mi sorpresa, como una dama intachable. Si no fuera por mi vida, maldita sea, me podría dedicar a la política. Pero he cantado cuplés verdes y he escrito comedia a cuenta de mí misma. Una vergüenza.
Parece ser que lo que ahora se estila es haber tenido una vidita sin sobresaltos. Y es en ese recuento en lo que políticos y periodistas andamos ocupados. Los políticos hacen oposición hablando de las tetas y pises de las nuevas mujeres de la política, y los periodistas escribiendo artículos sobre qué es el posporno. De verdad, no puedo con tanto. Como de costumbre, nos acabamos dedicando a lo accesorio y lo fundamental se nos escapa vivo. Se busca la foto o el episodio que mejor nos sirva para ridiculizar a una persona y nos dedicamos a rechupetearlo durante días como si fuera un muslo de conejo en la paella. ¿Que hay que reproducir hasta el tedio la imagen de la nueva responsable de prensa del Ayuntamiento de Barcelona meando en la calle? ¡Vamos allá! Juas, juas. Todo con el fin de que parezca que esta señora se ha pasado la vida orinando en la calle. A dicha imagen se le añade un estudio sesudo sobre los fundamentos del posporno o bien se dedican a la protagonista esos adjetivos groseros que la carcunda, siempre de la opinión de que todas tiramos a putas menos sus madres y sus hermanas (de ellos), tiene reservado para las mujeres díscolas.
Tanta energía perdemos en el pasado de personas que aún no han tenido casi tiempo de haberlo tenido que no llegamos a saber qué es lo que de verdad están haciendo esos nuevos representantes de la política municipal de los que nada se sabe salvo cuatro anécdotas más o menos afortunadas que no definen su valía. Este es el nuevo circo, hemos presenciado los primeros números pero esto tiene trazas de no parar. Andamos desempolvando las vidas digitales, las callejeras, las performances que protagonizaron, analizando el medio de transporte que toman, los metros cuadrados del piso en el que viven, los bares que frecuentan, lo que se gastan en ropa o en restaurantes. Y no se puede decir que haya un culpable de este ambiente irrespirable. Este es el resultado de entender que los principios se llevan en un peinado, en la corbata o en una camiseta, en compartir piso para parecer más humilde, en querer ser más pueblo que nadie, en fiarlo todo a las apariencias.
Lo que una desea es que se pongan a hacer cosas ya, cosas reales, que se puedan criticar o celebrar. Creo que nuestra vida no ha cambiado radicalmente tras haber sido informados de lo que es el posporno. Nada de eso importa. Ni tan siquiera que se bajen el sueldo. Lo único que deberíamos pedir es que hagan lo posible por ganárselo. Y que se note el cambio de una (puñetera) vez.
Mujeres díscolas, Elvira Lindo [El País, 4 de julio de 2015]


Esa no se iba a salir con la suya… Por mis cojones que si me dejas te mato, le advertí…”. Fue lo que me dijo un maltratador, ya detenido, después de haber cumplido con su palabra…Cuando se pierde el nexo de causalidad de las cosas, la sorpresa se presenta como resultado, y el resultado se interpreta como un accidente, lo cual es un error.
Los hombres asesinan a las mujeres porque dentro de la relación crean una convivencia basada en la violencia; y crean esa violencia porque su masculinidad los lleva a entender que ellos, como hombres, deben hacerse respetar e imponer el criterio que consideran más adecuado; y piensan de ese modo por una cultura construida sobre la desigualdad que ha situado a los hombres y lo masculino como referencia universal, y a las mujeres sometidas a sus dictados y órdenes. Por tanto, si de verdad se quiere acabar con los homicidios y la violencia de género hay que trabajar, y mucho, para romper con esa identidad en los hombres que lleva a la violencia como forma de conseguir sus objetivos.
Para estos hombres, la violencia no solo les ayuda a imponer su voluntad, sino que además al hacerlo de ese modo los convierte en “más hombres”, por eso asumen las consecuencias de su conducta criminal y se reivindican como hombres al entregarse de forma voluntaria (aproximadamente el 74% lo hace) o por medio del suicidio (un 17% lo comete tras el homicidio).
La sociedad está cambiando, pero los cambios no están siendo los mismos en los hombres y las mujeres. Las mujeres lideran unos cambios que rompen con ese corsé de roles y espacios que les impedía incorporarse en igualdad a la sociedad y disfrutar de libertad e independencia. En cambio, los hombres no cambian y permanecen en esa idea de que “su mujer” debe hacer lo que se espera de ella, es decir, ser ante todo una “buena esposa, madre y ama de casa”. Y cuando intentan imponer ese criterio y la mujer no lo acepta, recurren a un mayor grado de violencia, y cuando este aumento de la violencia también fracasa y la mujer decide no continuar con la relación, se entra en la zona de riesgo del homicidio.
Todos estos elementos están en las raíces de la violencia de género y de los homicidios, por ello hay que abordarlos desde todos los frentes, pero de manera muy directa rompiendo con esa imagen de “más hombre” que la cultura ha creado para el violento. Hay que hacerlo con concienciación, con recursos para que las mujeres puedan salir de la violencia y con educación para prevenir y evitar la construcción de esas identidades violentas… Justo lo que no se está haciendo.
El precio de la libertad de las mujeres no puede ser la muerte, ni el de la vida la sumisión.
Ellas están cambiando; ellos, no, Miguel Lorente, [El País, 19 de marzo de 2014]

[No se menciona lo suficiente sobre la importancia de la independencia económica. Sin independencia económica de una de las partes no puede haber condiciones de igualdad en la pareja.]


No es fácil ser mujer y estar a la vista de todo el mundo. Se puede estar a la vista de todo el mundo por distintas razones: por tu propia actividad profesional o por la de tu pareja. En algún endemoniado caso coinciden las dos circunstancias, entonces, la mujer en cuestión ha de estar preparada para tener la culpa. ¿La culpa de qué? De lo suyo y de lo ajeno. La mujer, en la imaginería popular, es la que maneja los hilos en la sombra. Eso permite al hombre mandar sin ser absolutamente responsable de lo que hace.
En estos días, he leído aquí y allá reportajes sobre las mujeres-de: un aleccionador reportaje en el que se explicaba con detalle cómo cazar a un hombre poderoso, poniendo como ejemplo a Elena Ochoa, la esposa del arquitecto Norman Foster; otro, en el que se redimía a Arias Cañete de sus requiebros machistas desvelando que en casa es su mujer quien manda, y hasta una crónica que daba a conocer al gran público cómo es la mujer que conquistó el corazón de la nueva estrella política, Pablo Iglesias. Las mujeres siguen dando un toque de color, alumbran los reportajes y permiten a los periódicos ofrecer ese toque de papel couché que los lectores serios sólo se conceden cuando van a la peluquería.
Por lo demás, que yo sepa, no se le ha hecho una semblanza al marido de Rosa Díez, ni al de Susana Díaz, ni al de Ana Pastor. Tampoco se insinúa que el carácter de la juez Alaya esté marcado por la personalidad de su marido. Más bien sería al contrario: pobre del hombre que aguante en la intimidad un talante tan implacable. El caso de Ana Botella brilla en su singular excepcionalidad: su esposo desconoce lo que debería ser el comportamiento discreto de un expresidente o de marido de la alcaldesa. Hay una mujer Chirlane McCray, esposa del casi recién estrenado alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, que desde un principio inspiró gran curiosidad. Su singularidad está a la vista: es una negra casada con un blanco. Y a pesar de que las normas bien aprendidas del lenguaje público mandan observar este hecho con naturalidad, en la vida real los matrimonios mixtos siguen siendo escasos.
Esa diferencia en el tono de piel, que significa también una cultura en ocasiones muy diferenciada y unos desafíos desiguales en los años escolares (sobre todo para las niñas negras) acentuó el interés sobre la pareja y la familia que habían creado. A su negritud se añadió el hecho de que Chirlane se había declarado abiertamente lesbiana en sus años estudiantiles. Lo hizo a través de una especie de manifiesto que publicó en una revista radical de los 80, cuando desembarcó en Nueva York para convertirse en una activista de los suyas, las mujeres negras. Las mujeres lesbianas negras.
En un principio, el pasado y la condición bisexual de la señora McCray, animaron la campaña de este demócrata y las crónicas que se escribían sobre el matrimonio: padres de dos adolescentes mulatos, guapos, con pelo a lo afro y algunos problemas que lejos de ocultarse se sirvieron en bandeja a la prensa, como el hecho de que la hija hubiera tenido problemas con el alcohol y los porros. Pero como era de esperar, esa bendición que la familia De Blasio recibió en un principio estaba más relacionada con las obligadas normas de corrección verbal que con una verdadera tolerancia. Ahora han encontrado la manera de hincarle el diente. La bella señora McCray concedió hace dos semanas una entrevista a la revista New York y contestó con inusitada franqueza a las preguntas de la periodista. Con respecto a la maternidad, la esposa del alcalde dijo haber tardado en encajarla dentro de su vida y no haber querido renunciar a su condición de mujer trabajadora. Expresaba claramente su amor incondicional por los hijos pero se veía incapaz de entregar el día entero a su crianza.
Quienes no habían podido hacer comentarios hirientes sobre el hecho de que esta primera dama fuera negra, hubiera aceptado su bisexualidad y se definiera como una activista social, han encontrado la manera de faltarle el respeto caracterizándola como una madre negligente. “Soy una mala madre”, titularon algunos periódicos, entrecomillando una frase que ella no había pronunciado. El alcalde ha exigido una disculpa a varios medios en lo que considera un insulto a su mujer y a tantas mujeres trabajadoras. Pero lo irritante es que esa idea de que una madre que no entrega su existencia a la maternidad no debería tener hijos está cundiendo en esta parte del mundo (incluyo Europa) que fue pionera de la emancipación femenina.
Una mujer tan activa como la actriz Emma Thompson, por ejemplo, proclama de pronto la conveniencia de años sabáticos para disfrutar sólo de la condición de mamá. Por supuesto, defiende esa tesis ahora, tras haber tenido una profesión intensa y en estos años de madurez en que uno empieza a echar el freno. Cada una es muy libre, pero reconozco que me preocupa la teorización sobre las buenas o las malas madres. Cuando leí las palabras de McCray sentí que hablaba por mí. Coincido con ella en el amor por mi trabajo y en mi condición de madre imperfecta. Me remito al lema que hace unos días leí en el Museo de los Derechos Civiles en Memphis: “Las mujeres que se portan bien rara vez pasan a la historia”. Pues eso.
Negra, lesbiana y mala madre, Elvira Lindo [El País, 1 de junio de 2014]
[Y lo peor no es eso (lo que opinen los demás, cómo te juzguen), sino que seas víctima de tus propios prejuicios y te sientas culpable: de sentir que no dedicas el tiempo suficiente a tus hijos, a la casa, que no haces feliz a tu marido, que debieras conformarte con el tiempo que dispones para tí, que es cosa tuya que hagas compatible todas esas tareas con el ejercicio de tu profesión, etc. En un proceso de selección de personal, nadie le pregunta a un hombre si desea tener más hijos o quién se hará cargo de ellos cuando tenga que salir de viaje.]


¿Soñaba Alice Munro con ganar el Nobel de Literatura? “Oh, no, claro que no. ¡Era una mujer! Sé que algunas lo han ganado, pero nunca lo pensé, porque la mayoría subestimamos nuestra obra”, respondió la escritora canadiense durante una entrevista grabada en su casa y emitida ayer en la Academia sueca, en sustitución al tradicional discurso que el ganador del premio suele pronunciar en los días previos a la ceremonia oficial. […] “Nunca conocí la palabra feminista, pero por supuesto que lo fui”, sostuvo.
La escritora canadiense también representa a un colectivo que la Academia Sueca no siempre ha sabido reconocer: las mujeres. Sin embargo, hace dos décadas que la Academia se esfuerza en demostrar que ha dejado de ser un club privado para ancianos blancos y preferiblemente europeos. El reequilibrio entre géneros se encuentra a años luz de convertirse en realidad, pero las cifras demuestran el principio de un cambio. Desde la instauración del premio en 1901, los académicos suecos solo han premiado a trece escritoras. Siete de ellas han conseguido la recompensa desde 1991 —un 30% del total en las dos últimas décadas, frente al 7% anterior—, cuando la Academia empezó a prestar más atención a tradiciones literarias desatendidas y a figuras marginalizadas en el canon literario. Entre ellas, mujeres como Nadine Gordimer, Toni Morrison, Wislawa Szymborska, Doris Lessing o Herta Müller. Durante los cincuenta años previos, solo una mujer se había hecho con el premio: la alemana Nelly Sachs, escritora judía exiliada en Suecia durante la Segunda Guerra Mundial.
Al comité no le gusta hablar de política, pero las cifras dan fe de una evolución. “El género, la religión y la nacionalidad del galardonado no nos importan en absoluto. Este premio no se gana por ser mujer, sino por méritos literarios”, insistía ayer su presidente, Per Wästberg. Pero en su boca se escuchaban también una concesión infrecuente: “Es cierto que hemos premiado a pocas mujeres y es normal que intentemos encontrarle un remedio. Lo que quiero decir es que premiamos a una persona y no a un género”.
[Si dices que atiendes sólo al mérito literario y premias sólo a 13 mujeres estás queriendo decir que la literatura escrita por mujeres no alcanza el nivel necesario, no está a la altura salvo en contadas excepciones.]
No todo el mundo está de acuerdo. Elfriede Jelinek, ganadora del premio en 2004, interpretó su Nobel de Literatura de la manera opuesta. “Una mujer nunca puede decir yo. El yo femenino siempre es múltiple”, dijo poco después de recibir el galardón. “Me interesa el desprecio que ejerce nuestra cultura respecto al trabajo artístico de las mujeres. Es una muestra más de brutalidad. Claro, no es como si me marido me pegara, pero sí es una forma de humillación. Son escasas las mujeres que logran inscribir su nombre en este universo frío de obras maestras masculinas, definidas siempre por los hombres”.
Peter Englund es el secretario permanente de este misterioso comité formado por 18 miembros. Es él quien cada otoño anuncia el nombre del destinatario del galardón, valorado en 922.000 euros. “Siempre se busca una supuesta razón que no tenga que ver con la literatura. Es como si la gente fuera más feliz convenciéndose de que existe una intención política”, ironiza. Pese a la versión oficial, luego matiza el mensaje. “La Academia ha cometido errores. E ignorar a las mujeres ha sido uno de ellos. Ahora somos más perspicaces respecto a la cuestión que hace 50 años, lo que no significa que funcionemos con una agenda oculta o trabajemos con cuotas. Eso sería ridículo”.
Sin porcentajes, pero tal vez con una nueva sensibilidad. Uno de los más veteranos académicos, Kjell Espmark, narraba en su libro El premio Nobel de Literatura (Nórdica) cómo el comité practicó un examen de conciencia a finales de los ochenta para evolucionar hacia un canon menos masculino y eurocéntrico. “La nueva y mayor presencia de mujeres es el resultado de que la Academia es consciente de sus limitaciones”, escribió. Para Lina Kalmteg, periodista literaria del primer diario sueco, Svenska Dagbladet, esta apertura hacia las mujeres no solo ha tenido que ver con ese proceso de autocrítica, sino también con una profunda renovación interna. “Hoy forman parte del comité seis mujeres sobre 18 miembros. La Academia ha sabido escuchar las críticas y aprender de sus errores”, afirma. Entre las académicas figuran la novelista Lotta Lottas, la poetisa Katarina Frostenson y la dramaturga Kristina Lugn. Pero su influencia en el veredicto, tras un proceso de deliberación ultraconfidencial que no se desvela hasta cincuenta años más tarde, sigue siendo opaca. Ninguna de las seis aceptó responder a las peticiones de entrevista para este artículo. “Que sean mujeres no significa necesariamente que voten por mujeres”, apunta Englund. “Tengo prohibido hablar sobre quién vota qué. Pero diré que no tienen nada en contra de premiar a una mujer que escribe”, sonríe Wästberg.
Otra recordada torpeza tuvo lugar en 2007, cuando el comité aseguró haber premiado a Doris Lessing por haber sabido retratar “la épica de la experiencia femenina”. “A Lessing le molestó mucho”, recuerda Kalmteg. “Nunca hubieran dicho algo parecido de un escritor. Los hombres no describen la experiencia masculina, sino humana”, añade con sorna. De nuevo, el comité ha aprendido de sus errores. Este año, Munro ha sido presentada como “una maestra contemporánea del cuento”, sin mención a su género. “Fue un giro desafortunado que no volverá a ocurrir. Lessing se lo tomó como si la metiéramos en un gueto, cuando no era nuestra intención”, explica Wästberg.
La desproporción entre hombres y mujeres se acrecenta aún más en las categorías científicas. Desde 1901, solo ha habido dos premiadas en física, cuatro en química y diez en medicina. “Los comités funcionan con reuniones secretas, así que es difícil saber cómo razonan. Pero, a juzgar por los premios de los últimos años, diría que este desequilibrio les da completamente igual”, opina Hillevi Ganetz, directora del departamento de Estudios de Género en la Universidad de Estocolmo. Para Gudrun Schyman, líder de la formación política Iniciativa Feminista, abrirse a las mujeres ha sido, para los académicos, una simple cuestión de supervivencia: “Han entendido que tenían que cambiar o el premio perdería su prestigio. Se trata de una institución firmemente anclada en el patriarcado, pero que ha tenido que evolucionar a su pesar”.
Nobel a la escritora invisible, Álex Vicente [El País,]



Las mujeres tienen esa virtud. Van a dejarlas ser socias de este club, ¿tú que opinas de eso? Pero seguro que sólo dejan a las feas, esas que procuras evitar cuando te las encuentras en una fiesta. Es el tema del momento. Ahora quieren la igualdad, en el trabajo, en la pareja, en todas partes. Y no quieren que las deseen a menos que a ellas les apetezca.
_Es escandaloso.
_Lo cierto es que quieren una vida como la nuestra. Y eso que ni siquiera nosotros podemos tener una vida como la nuestra. Bien, así que el viejo se murió; tu suegro, quiero decir.
_Sí murió. Y también mi padre.
Lo siento. Mi padre también murió la pasada primavera , de forma repentina. No pude llegar a tiempo. Soy de una ciudad muy pequeña y vengo de una familia respetable. Éramos amigos del médico y del director del banco. Si llamabas al médico, incluso a una hora intempestiva, al instante lo tenías en casa. Era amigo tuyo y conocía a toda tu familia. Te había cogido por los pies cuando tenías dos minutos de vida y te había dado un azote en el culo para extraerte la primera queja de esta vida. Decencia, ése era el principio sacrosanto. Lealtad. Y yo soy leal a todo eso, a mi infancia y al viejo Sur. Debes mantener tu lealtad a las cosas porque si no lo haces estás solo en la vida. Guardo una foto preciosa de mi padre con su uniforme de infantería, fumando un cigarrillo. No sé dónde se la sacaron. La fotografía es algo asombroso. En esa foto todavía está vivo.
Hizo una pausa, como si necesitase reflexionar o pasar página.
Todo lo que hay, James Salter

viernes, 25 de septiembre de 2015

Ni temor ni vergüenza

El horror de los campos de exterminio consistía, según nos enseñó en su magistral lección sobre el totalitarismo Hannah Arendt, en el hecho de que los reclusos, aun en el caso de que conservaran la vida, estaban más efectivamente cortados del mundo de los vivos que si hubieran muerto. Era como si se hubiesen convertido en material desechable, superfluo, destinado a la liquidación, como si nunca hubieran existido. En eso consistía lo que Arendt, tomando el concepto de Kant, pero llenándolo del contenido de una experiencia vivida, de una vivencia propia, llamó el mal radical, el lugar de la dominación total, quintaesencia del totalitarismo, masas humanas encerradas en campos de concentración, sometidas a la peor tortura imaginable: vivir como si ya hubieran muerto.

Sobre el proceso de deshumanización

Toda representación del pasado tiene límites exteriores al texto y al sujeto que los recuerda, límites que no tienen nada que ver con la libertad de expresión ni con cualquier consideración moral, sino que proceden de los mismos hechos que se pretende representar. Como Perry Anderson y Carlo Ginzburg replicaron a Hayden White, no es posible representar la planificada operación política y administrativa de exterminio de judíos —conocida en el argot nazi como Solución Final — según el modo de tramar de un romance o una comedia. Sin duda, la representación es obra del autor, su invención, pero para que esa invención no destruya la memoria del pasado que se trata de reconstruir debe estar controlada por las voces que nos llegan de ese mismo pasado.
A eso era a lo que exhortaba el camarada Kaminsky, una tarde de domingo en Buchenwald, al grupo de reclusos que escuchaba en estremecido silencio, de boca de un judío superviviente entre una montaña de cadáveres transportados en un convoy de la muerte, la explicación del funcionamiento del sistema de exterminio en los campos de Auschwitz-Birkenau, la selección de los presos, las cámaras de gas, los hornos crematorios: “No lo olvidéis”, repetía con voz ronca y justiciera el alemán Kaminsky, y nos recordaba Jorge Semprún: “No lo olvidéis jamás: ¡Alemania es culpable; mi patria es culpable!”. Es, por decirlo ahora con la bella metáfora del último Paul Ricoeur, “la memoria herida por la historia”, lo que quiere decir: memoria que recuerda aquello que la voluntad quisiera olvidar porque su mera evocación hiere a nuestra gente, a los nuestros.


Destruir el recuerdo del ‘mal radical’, Santos Juliá [El País, 21 de junio de 2015]
La lección más dura estaba escrita, Santos Juliá [El País, 15 de octubre de 2014]
Corrupción como quiebra del Estado, Santos Juliá [El País, 4 de septiembre de 2014]
¡Todavía la Transición!, Santos Juliá [El País, 20 de julio de 2014]
Una tradición inventada, Santos Juliá [El País, 19 de junio de 2014]
España era el problema, Europa la solución; Santos Juliá [El País, 25 de mayo de 2014]

Fragmento de LA AVENTURA DEL REBUZNO. II libro, capítulo 27. Miguel de Cervantes 
Viñeta de El Roto dedicada a Cervantes




jueves, 24 de septiembre de 2015

Tal como éramos

Fue ayer, aunque parece cosa del siglo XIX, cuando imperaba en Cataluña lo que Josep M. Fradera definió con toda exactitud como sentimiento de doble pertenencia: España era la nación y Cataluña, la patria de los catalanes. Y fue ayer, en abril de 1976, cuando Jordi Pujol, con ocasión de su primer viaje a Madrid como líder de Convergència Democràtica, dejó en un discurso pronunciado en el Ateneo una nueva y diferente versión de aquella doble pertenencia: “Queremos, ante todo, ser catalanes, y queremos de parte entera, desde nuestra catalanidad, ser españoles”. España, añadió, “es para nosotros un país plurinacional. Y consecuentemente, Cataluña es, dentro del Estado español, una nacionalidad”.
Cinco años después, como presidente de esa nacionalidad reconocida por vez primera como tal en una Constitución española, Jordi Pujol emprendió un viaje por tierras de Castilla y León con parada final en Madrid. Aquí, en Madrid, ahora en el Centre Català, pronunció un discurso en el que, a partir de una larga inmersión en la historia de Catalanes en España, derivó la existencia de unos “hechos permanentes” en los que habría de sostenerse una política para el presente con vistas a la construcción de otro futuro. El primero era, claro está, “la realidad catalana”, basada en la lengua, la cultura, la conciencia histórica, el sentimiento y en “una determinada concepción de España”; el segundo, no menos permanente, consistía en “la inserción clara de esta realidad en el conjunto de España y la voluntad de intervenir política, económica, ideológicamente en ella, en España”.
Entre estos dos discursos, la presencia y la acción de catalanes en Madrid fue determinante para el rumbo que siguió la transición a la democracia y la inmediata construcción del Estado de las autonomías. Ante todo, porque tras las vacilaciones de los primeros momentos, cuando dominaba entre los medios políticos burgueses de Cataluña la convicción de que sería más provechoso a los intereses catalanes iniciar conversaciones con el Gobierno más que formar un frente común con la izquierda española, Pujol accedió finalmente a incorporar su partido a la plataforma unitaria de la oposición, confirmando así que recuperación de libertades, amnistía y autonomía de nacionalidades y regiones eran en España los tres nombres de un mismo y común empeño: la democracia. No es posible olvidar, aunque tantos se dedican hoy a ensuciar aquel recuerdo, que el lema bajo el que avanzó la marcha a la democracia en España fue acuñado por catalanes y proclamado desde las pancartas de las dos grandes Diadas de 1976 y 1977: llibertat, amnistia, estatut d'autonomia.
Que el contenido de los discursos de Pujol no era pura retórica lo pusieron de manifiesto los diputados catalanes en el Congreso con su participación en la ponencia, la comisión y los plenos en que se debatió y aprobó la segunda Constitución democrática de nuestro siglo XX. El Estado español es hoy lo que es, para bien y para mal, debido en buena parte a la activa presencia de catalanes en España. Y no solo por sus propuestas en el debate constitucional, sino por la posterior práctica política del Gobierno de Cataluña, que tomó el camino de una relación exclusivamente bilateral con el Gobierno de España, en modo alguno predeterminado por una Constitución que igual podía haber servido para impulsar la construcción del nuevo Estado en el sentido federal que algunos catalanes —Jordi Solé, por ejemplo— esperaban, y otros catalanes —Jordi Pujol— temían.
Pues si la construcción del Estado no avanzó con decisión por la senda federal fue, sobre todo, porque desde que CiU asumió el poder en Cataluña toda su política se encaminó a reforzar y expandir lo diferencial de aquella realidad catalana que Pujol evocaba en sus discursos, es decir, a nacionalizar catalanamente a Cataluña, de tal manera que si los catalanes en España eran en cierta medida españoles, en Cataluña solo fueran catalanes. Para ese propósito era fundamental convertir al Gobierno catalán en interlocutor privilegiado del Gobierno español, una política que se consolidó cuando el PSOE o el PP necesitaron los votos de CiU para asegurar la estabilidad de sus Gobiernos. Catalanes en España adquirió así una dimensión no prevista por los constituyentes: la de que el Gobierno catalán se convirtiera en socio privilegiado del Gobierno español, fuera éste de izquierda o de derecha.
Esa política se mantuvo mientras duró el mutuo beneficio —el do ut des que le sirvió de base—, pero se extinguió en cuanto el caudal de transferencias agotó su flujo. Entonces comenzaron a multiplicarse los desencuentros: los Gobiernos centrales abusaron de las leyes de bases en sus intentos de recentralización y la Generalitat comenzó a diluir el segundo de los hechos permanentes: la inserción clara de la realidad catalana en el conjunto español. Primero fue la ensoñación de las cuatro naciones al modo yugoslavo, luego la Constitución que se había quedado estrecha, por último la malhadada sentencia del Constitucional sobre un estatuto aprobado por los Parlamentos catalán y español y ratificado en referéndum por los catalanes.
Con toda la acción política dirigida a reforzar el primer hecho permanente (realidad catalana), y esfumado el último resto de interés en mantener el segundo (inserta en España), era solo cuestión de tiempo y oportunidad el giro radical del poder catalán, que es un poder del Estado español, hacia la secesión. Y en verdad, no pudo haber ocurrido en condiciones más favorables para suscitar y alimentar por todos los medios que el poder público tiene a su alcance —instituciones, prensa, televisión, asociaciones parapolíticas— una gran movilización popular. No solo por la astucia derrochada al canalizar los movimientos de crecientes protestas en la calle contra las políticas corruptas de CiU y del Gobierno de la Generalitat desviándolas a una protesta general contra España, país extranjero, ladrón, expoliador; sino porque quienes así nacionalizaban y movilizaban sabían bien que la capacidad de respuesta del Gobierno central era nula y, en caso de que la hubiera, su resultado alimentaría siempre la corriente por la secesión: desde el estallido de la crisis económica y social, la deslegitimación de las instituciones políticas construidas desde la transición a la democracia ha sido galopante y difícilmente reversible si no se emprende una profunda reforma de todo el sistema.
Y así hemos llegado a lo que no pocos intelectuales catalanes rodean con el aura de la revolución cuando, en realidad, convertir en plebiscitarias unas elecciones autonómicas como eslabón de la cadena que conduce a la secesión constituye el preámbulo de la rebelión de un poder del Estado contra el Estado que le ha dado origen y lo ha consolidado y reforzado durante cuatro décadas sobre el doble supuesto de que existía una permanente realidad catalana diferenciada, inserta en una no menos permanente realidad española. Eso fue lo que Jordi Pujol, presidente de la Generalitat, vino a decir en Madrid un día de noviembre de 1981, eso fue lo que todos los españoles —catalanes incluidos— creímos entonces, y eso mismo es lo que su heredero y sucesor, Artur Mas, presidente de la Generalitat, se dispone a dinamitar a partir de un día de septiembre de 2015.
Catalanes en España, Santos Juliá [El País, 13 de septiembre de 2015]

Todo en la historia se ha vuelto, de un tiempo a esta parte, construcción. También el catalanismo, una construcción cuyo comienzo data de la segunda mitad del siglo XIX, tiempo de consolidación de los Estados nación en Europa, por más que no falten entre historiadores catalanes quienes aseguren, como Josep Fontana: "Nuestra formación como pueblo" se remonta al siglo XIII, cuando Cataluña pasó de "Estado feudal" a "primer Estado nación moderno de Europa", así mismo, como suena. Cree Fontana que ya en esas lejanas fechas un pueblo, el catalán, cultivaba con esmero un fuerte sentido de identidad, o sea, "de pertenencia a un colectivo que comparte mayoritariamente, además de lengua y cultura, unas formas de entender el mundo y la sociedad". Y si en los años setenta del siglo pasado entendía Fontana que la lucha de clases era el motor de la historia, ahora, sin mayor rubor, entiende que el sentido de la historia lo marca la identidad colectiva. Como podría haber repetido maese Shallow al imponente Falstaff en una cruda noche de invierno: Jesús, Jesús, las cosas que hemos visto: un marxista de estricta observancia contando una historia al modo de un nacionalista romántico. ¡Ay, si Vicens Vives levantara la cabeza!
Lo cierto es que si el pueblo catalán poseía tan fuerte sentido de identidad y disponía, según las últimas noticias, de moderno Estado nación en el siglo XIII, el catalanismo es algo más reciente. Exageraba, sin duda, Antonio Aura Boronat, representante de los intereses de los fabricantes de Alcoy, cuando en su polémica de 1881 sobre el librecambismo decía que catalanismo se identificaba con proteccionismo; pero es lo cierto que los primeros programas del catalanismo incluían entre sus puntos la protección arancelaria y las protestas contra el tratado comercial con Francia y el modus vivendi con Gran Bretaña con que pretendían los Gobiernos liberales aliviar la carga del arancel sobre el bolsillo de los españoles, por más que don Juan Valera, rendido al esplendor de Barcelona, dijera: "Doy por bien empleada la carestía que hemos sufrido durante muchos años en el vestir y en otros artículos para contribuir a [la] magnificencia [de Cataluña]".
No fue este, desde luego, el único catalanismo que por entonces había salido a escena: otro catalanismo de raíz obrera y menestral fue ya postulado hace décadas por Josep Termes. Y como nos recuerdan Jaume Claret y Manuel Santirso en su excelente guía para no perder el rumbo en alguna vuelta o revuelta del largo camino, además de una intervención progresista y republicana, también la Iglesia católica echó por estas fechas su cuarto a espadas en el catalanismo, precisamente cuando había dejado de utilizar el catalán en sus documentos internos.
Así que catalanismos, en plural, ya desde sus orígenes, mejor que en singular pues, por seguir con el lenguaje episcopal que tanto contribuyó a la construcción de la nueva religión civil, en la casa del padre hay muchas moradas. De hecho, todas las historias del catalanismo serán historias de las sucesivas hegemonías implantadas por una u otra de sus modalidades cuando del renacimiento cultural y de la defensa de los intereses económicos se pasa, a finales del siglo XIX, a la organización y la acción política: hegemonía de la burguesía que de estamental y feudalizante en los ochenta pasó a conservadora y levemente liberal con el cambio de siglo; hegemonía de la izquierda republicana desde la proclamación de un Estat català en una hermosa tarde de abril de 1931; hegemonía luego, tras la derrota y el exilio, de una forma de catalanismo frentepopulista —con tanta agudeza estudiado, en sus anteriores y en sus renovadas manifestaciones, por Enric Ucelay— que, bajo el lema de "libertad, amnistía y estatuto de autonomía", se situó desde 1971 a la cabeza de la lucha contra la dictadura. Fueron los tiempos de la Assemblea de Catalunya, espejo y algo más en el que se miraba toda la oposición española.
¿Qué ha ocurrido desde entonces? Si se exceptúan los brillantes trabajos de Jordi Amat, entre ellos su imprescindible ‘Matar el Cobi’ (La Vanguardia, 19 de junio de 2013), y las siempre sugerentes reflexiones de Enric Juliana, entre otras, su 'En defensa de Pasqual Maragall' (La Vanguardia, 15 de septiembre de 2014), quizá no pueda encontrarse un análisis más documentado y penetrante que el elaborado por Martín Alonso en El catalanismo, del éxito al éxtasis, primera entrega de lo que promete ser gran trilogía sobre el triunfo de una de las formas del catalanismo, antes residual, hoy dominante: el secesionista o independentista. Con una estructura que pudo haber sido algo menos complicada y con digresiones teóricas que a veces rompen el hilo de la trama, Alonso acierta en lo fundamental: este catalanismo ha logrado desactivar el poder persuasivo de los hechos mutándolos en una "ilusión sinecdoquial", o como decía Marta Ferrusola: "Nos han echado del Gobierno".
Naturalmente, para alcanzar ese triunfo era necesaria, además de una constante presión desde instituciones públicas, como consejerías de cultura, televisiones, radios, ediciones, museos, un sinfín de fundaciones, plataformas, asociaciones, asambleas, todas con una sabrosa oferta de oportunidades, subvenciones y empleos afanosamente dedicados a la construcción de un gran relato que alcanzó su clímax con la consigna "España nos roba" y con el congreso "España contra Cataluña". Y en este punto, los hechos, como escribe Alonso tras dar cuenta detallada de todo el proceso y de sus actores políticos e intelectuales, no importan.
Buena prueba de que nada importan los hechos es el "cuento de las balanzas fiscales alemanas", al que Josep Borrell y Joan Llorach dedican un capítulo sin desperdicio de su vigoroso y demoledor escrito contra Los cuentos y las cuentas de la independencia. Porque un gran cuento fue, en efecto, el de que en España, porque nos roba, se temía publicar lo que en Alemania: las balanzas fiscales de los Estados miembros. Estupefacta y sin habla se quedó una estrella de la radio cuando Borrell, armado de paciencia, le repetía una y otra vez que no, que ni en Alemania, ni en Suiza, ni en Estados Unidos se publican balanzas fiscales. Todos creímos a pies juntillas aquel cuento, como también estuvimos a punto de tragarnos la historia de los 16.000 millones, que una élite de catedráticos hablando en fluido inglés nos endosó como prueba irrebatible del gran expolio fiscal.
Que los hechos no nos estropeen el gran relato: este es el lema de la última modalidad de catalanismo que se definió como independentismo. Y ciertamente, las grandes narrativas construidas desde el poder suelen provocar, como recuerdan Borrell y Llorach, espirales de silencio: en eso consiste la hegemonía, en que todos los demás enmudezcan para que nadie los tilde de tontos. Hasta que alguien recupera la voz y exclama: el rey está desnudo. Y eso es lo que ocurre cuando la narrativa nacionalista, personificada en el tándem Mas/Junqueras, se somete a la prueba de los hechos analizando, con datos que ninguno de ellos ni sus consejeros están en condiciones de refutar, lo ridículo de semejante desnudez.
Catalanismos: de la protección a la secesión. La construcción del relato independentista, Santos Juliá.


Como ya advirtió Max Weber, con aquella fuerza sintética que siempre caracterizó su escritura: “Toda organización de la salvación en una institución universalista de la gracia se sentirá responsable de las almas de todos los hombres, o al menos de todos los que le han sido confiados, y por ello se sentirá obligada a combatir, incluso con violencia despiadada, toda amenaza de desviación en la fe”. Nada sobra, nada falta: la organización de salvación en instituciones universalistas, esto es, la clerecía, si puede, recurrirá a la violencia despiadada: tal es la ley que atraviesa todas las historias de las religiones de salvación hasta que un poder civil, que no construye su legitimidad en la lectura de ningún libro sagrado, es capaz de reducir la religión al ámbito y al espacio que le son propios: la comunidad de creyentes y el templo.
Pero tanto la religión cristiana, como la musulmana y la judía han erigido sus templos —catedrales, mezquitas, sinagogas— en el centro del espacio público para que sus sacerdotes, imames y rabinos dominen desde esas imponentes construcciones la vida de los fieles, sus creencias y su moral, y para mantener a raya a los fieles de otras iglesias o los creyentes de otras religiones. No existe ninguna clerecía administradora de una religión de salvación que no haya pretendido que su voz, desde el púlpito, el minbar o el amud, se extendiera sobre todo el espacio circundante hasta llegar a someterlo a su mandato. Así es como los clérigos creen cumplir su misión como responsables de la salvación universal, aunque para lograrlo tengan que mezclar, según las ocasiones, la persuasión con el terror. Nada importa que, en sus orígenes, la religión de salvación haya germinado en comunidades de fraternidad y amor, como sin duda lo fue entre los primeros cristianos; cuando llegan los clérigos y se constituyen en poder, la fraternidad se transforma en odio y por amor se es capaz de llevar al matadero al hermano en la fe si sucumbe a la tentación de desviarse de la sagrada doctrina.
Por eso es vana, para alguien que no crea en una determinada religión, la pretensión de establecer cuál es su verdadero contenido o cuál el significado único de su libro sagrado: no hay ni puede haber un islamismo verdadero, de la misma manera que nunca hubo un cristianismo ni un judaísmo verdaderos, siempre idénticos a sí mismos durante todo el tiempo y en cualquier circunstancia. Más aún, los clérigos de las religiones asociadas a una concreta moral pública y de las que se derivan determinadas prácticas políticas, como ocurre con las tres monoteístas, suelen contemplar cómo surgen de sus mismas entrañas voces que se alzan contra la interpretación de la palabra divina sobre la que ellos construyen su poder; son los herejes, perseguidos y condenados a la hoguera por desviarse de la verdadera fe establecida por los dueños de los textos sagrados. Antes que a un infiel, que por definición no cree en la palabra revelada, a quien mata un creyente es al hereje, que le disputa el control de esa palabra.
De ahí que pueda predicarse de todas las religiones monoteístas, contempladas a lo largo de siglos, aquello que Carl Schmitt decía de la católica, que era una complexio oppositorum: paz de Dios junto a guerra santa; o también: guerra santa y tregua de Dios. Lo mismo puede decirse de la judía y de la musulmana, las tres monoteístas, las tres basadas en un libro sagrado que contiene verdades reveladas, las tres —y este es el punto que aquí interesa— regidas por una clerecía, formada exclusivamente de hombres que por elección divina se encuentran investidos de autoridad para interpretar la palabra. Son ellos, los clérigos, quienes transmiten en cada momento y por medio de rituales que solo ellos pueden celebrar, y en los que solo ellos toman la palabra, el verdadero y único sentido de la fe revelada. En las tres religiones, los libros sagrados son mudos hasta que alguien, con el poder derivado de su consagración como clérigo, interpreta lo que allí quedó escrito.
Las tres con largos tramos de sus respectivas historias en los que no solo era posible sino voluntad misma de Dios, Alá o Jehová morir o matar en defensa de la fe, una voluntad que se transforma en violencia despiadada sobre las cosas y las personas cuando los clérigos sienten amenazado el poder de vida y muerte que detentan sobre la sociedad. En la larga y sangrienta historia de las religiones, no es posible encontrar ninguna dotada de ritos que celebrar, de libro sagrado en que creer y de clérigos a quienes obedecer, que no haya servido como instrumento de muerte y desolación cuando el dios de los creyentes alcanza la categoría de único dios en el mundo, cuando del libro sagrado se derivan leyes que rigen la conducta de los miembros de toda la sociedad y cuando los clérigos reclaman para sí y conquistan el poder de erigir sus templos sobre las ruinas de los antepasados, de destruir estatuas que el paso del tiempo ha convertido en símbolos perdurables de otros cultos y otras creencias, o de enviar a disidentes y heterodoxos a la muerte, después de conducirlos en procesión por las vías públicas: los herejes o las pobres brujas que la santa Inquisición llevaba a la hoguera tras someterlos a refinadas torturas; esos desventurados cristianos degollados hoy como corderos ante la mirada del mundo. Antes que derramar su sangre como mártires de la fe, los clérigos de las religiones de salvación, si pueden, si disponen de poder para hacerlo, o creen que ese poder corre peligro, derramarán la sangre del infiel o del hereje. Siempre lo han hecho, siempre lo van a hacer.
Nosotros guardamos en la memoria alguna reciente experiencia de toda esta desgracia. En aquel estremecedor y admirable panfleto que será por siempre Los grandes cementerios bajo la luna, el católico Georges Bernanos, procedente de la derecha nacionalista francesa y testigo horrorizado en 1936 de las matanzas en Mallorca, en las que tomaba parte uno de sus hijos bajo el mando del impostor conde Rossi, dejó escrito que “el Terror habría agotado desde hace mucho tiempo su fuerza si la complicidad más o menos reconocida, o incluso consciente, de los sacerdotes y de los fieles no hubiera conseguido finalmente darle un carácter religioso”. Fue primero el terror implantado por militares y fascistas; luego llegaron los clérigos: la religión católica vino a sacralizar la práctica derivada de una política de muerte. No fue que los rebeldes, por creyentes, mataran; fue que los asesinos, para proseguir su acción hasta el exterminio, la revestían de aura sagrada y la tomaban como prenda de salvación: la alta clerecía había predicado una guerra santa, una cruzada contra infieles e invasores que, con la religión, destrozaban la patria; su destino no podía ser otro que la muerte.
La palabra yihad podrá significar, para los eruditos en la interpretación de textos sagrados, lo que quiera que sea: esfuerzo, ayuda, lucha de liberación. Da igual. Es una auténtica yihad vivida como guerra santa —si fueran cristianos: una cruzada— lo que hoy repiten, celebrando ese horrible ritual ideado para transmitirse a todos los confines del mundo por las redes globales, los matarifes del Estado Islámico bajo la atenta mirada de un clérigo, todo vestido de negro, que observa a corta distancia y con idéntica impasibilidad el sacrificio de vidas humanas y la destrucción de estatuas milenarias.
Con violencia despiadada, Santos Juliá.


La Pluma, la palabra, y...

Por Santos Juliá

La poesía es el germen de la sabiduría política”, escribió Pérez Galdós ante el espectáculo de jóvenes poetas que abandonaban sus escritorios y salían a la calle para participar en la revolución de julio de 1854, cuando aún no habían irrumpido los intelectuales y estaba vivo el recuerdo de un autor dramático, Martínez de la Rosa, que había estrenado, 20 años antes, La conjuración de Venecia y presentado en las Cortes el Estatuto Real, todo en la misma semana. Luego, hacia finales de siglo, irrumpieron los intelectuales, una nueva clase investida de la misión de iluminar a la opinión pública e influir en la política por la escritura y la palabra: con mi pluma y mi lengua, como lo dijo Unamuno. Regeneradores de la patria en trance de descender al sepulcro, Maeztu los imaginó empuñando el látigo de domador de masas mientras Ortega los convocaba a formar una liga para la educación política. Así que pasaron 30 años y llegó el tiempo de las utopías mesiánicas, al intelectual se le exigió que pusiera su pluma al servicio de las ideas: “Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”, dijo famosamente Bergamín, ejemplo sin par de compañero de viaje. El compromiso los llevó hasta Siracusa, consejeros áulicos del tirano, aplicados a nacionalizar a las masas mientras transformaban la sociedad. Y como constructores de nación, no pocos intelectuales se rindieron ante el nacional-fascismo, al tiempo que los compañeros de viaje se rendían ante el nacional-bolchevismo, soñada dictadura de la clase obrera, que lo fue en realidad del partido, enseguida del comité ejecutivo y finalmente del secretario general.
Malheridos por esas derivas que Mark Lilla bautizó como filotiránicas, los intelectuales regresaron de Siracusa para limitar su trabajo al de observadores críticos de la política, preludio de su muerte, gran tópico del último fin de siglo. Y en esas estábamos, con los intelectuales, si no en la tumba que Lyotard había labrado para ellos, en la columna del periódico, cuando se ha producido, en Madrid al menos, el sorprendente incremento de su demanda por partidos en crisis o déficit de credibilidad, unos por viejos y otros porque, de tan nuevos, nadie sabe qué traen en sus alforjas. Aureolados del prestigio que han acumulado en el desempeño de sus respectivas artes, es curioso que los tres investidos como candidatos sean mayores, incluso muy mayores; y más curioso aún que los tres sean o hayan sido funcionarios. Escribir, hablar y… gobernar: la pluma, la palabra y… el bastón de mando: he aquí la nueva manera de ser intelectual destinada a suministrar una dosis de legitimidad a unas democracias cada vez más escépticas respecto a la función de los partidos políticos. Si esta tendencia prospera y se consolida, los partidos acabarán por convertirse en agencias especializadas en la búsqueda de profesores, poetas, jueces y otros prestigiosos profesionales para invitarles a que entren en el juego de la política, un juego de poder en el que todos ganan: los partidos, un puñado de votos, y los intelectuales, un bastón de mando.

¿Fin de un divorcio?

Por Gioconda Belli

Difícil saber cuando empezó en América Latina el divorcio entre intelectuales y política. Hasta los años noventa más o menos, la política invitaba a los intelectuales a comprometerse. Las revoluciones coqueteaban con ellos y los escuchaban con respeto y no poca reverencia. Viene a la mente la amistad de Fidel con García Marquez, la relación de Julio Cortázar con Nicaragua. Muchos y muy prestigiosos pensadores se jugaron sus carreras cuando no el pellejo por causas políticas. La indiferencia manifiesta de algún escritor a las causas sociales era mal vista, un estigma que hizo que algunos dejaran de leer a Borges, y se quedaran más ciegos que el propio escritor.
La Gran Desilusión del Socialismo, así con mayúsculas, desconcertó y desbandó a la intelectualidad de izquierda y restó beligerancia al debate ideológico. Los intelectuales escarmentados por el apoyo brindado a sueños utópicos que acabaron siendo cajas de Pandora, se retiraron quietamente de la praxis.
En la arena política, las ideas se homogenizaron también en Europa. Las izquierdas al intentar alejarse de las prácticas fallidas del derrotado socialismo, adoptaron discursos que en nada o en muy poco se diferenciaban del discurso de centro o incluso del de una derecha moderada. El resultado de este discurso político poco diferenciado y el carácter cada vez más frívolo de las campañas electorales, desgastó la confianza de la masa votante que se vio sin alternativas frente a un status quo aparentemente entronizado e inalterable. Llegadas al poder las dirigencias, sea cual fuera su discurso de campaña, se rendían ante las limitaciones impuestas por los márgenes de acción de las democracias constitucionales. Un gobierno de izquierda terminaba pareciéndose a uno de derecha, tanto en sus vicios como en la incapacidad de dar solución a los problemas de las mayorías. Esta situación originó cuestionamientos esporádicos sobre si no era acaso la misma democracia la que requería modificaciones, ¿no debía la democracia adaptarse al siglo XXI? La respuesta no surgió, ni de la Tercera Vía, ni de los intelectuales; la respuesta pragmática más clara fue la promulgación por Hugo Chávez en Venezuela de lo que llamó Socialismo del Siglo XXI. Los gobiernos surgidos bajo esta insignia en América Latina modificaron a su antojo las reglas del juego, instituciones y constituciones, aludiendo a la necesidad de empoderar a las masas. Con fórmulas vistosas como los Consejos de Poder Ciudadano, o slogans como “el pueblo Presidente,” el chavismo en Venezuela, el Orteguismo en Nicaragua, los gobiernos de Evo Morales, Rafael Correa y Cristina Kirchner reinventaron la democracia y la justicia social, decretando la zanahoria para sus partidarios y el garrote para sus críticos. Sonaron las trompetas anunciando la Tierra Prometida pero también los tambores de una declaratoria de guerra a los intelectuales díscolos. Se centralizó el poder y se montaron hábiles maquinarias de propaganda que satanizaron el disenso y excluyeron a los que tildaron de enemigos. En este Socialismo del Siglo XXI el que no es “leal” es peligroso. Sin duda que hay muchos aspectos positivos en la gestión de estos gobiernos, pero la aparición de una nueva nomenclatura dispuesta a imponer su verdad absoluta en nombre de la necesidad de los pueblos trae consigo el olor de viejas dictaduras. Acallar la crítica tiene consecuencias. Ya pasó, en América Latina, la época dorada de los intelectuales-políticos. Veremos qué pasa en España donde los intelectuales han vuelto a la palestra. Hay que cuidar que el sueño de la razón no produzca monstruos.
Gioconda Belli es escritora nicaragüense. En los años 70 y 80 formó parte del Frente Sandinista.
Venimos de un Estado pobre, menesteroso, por no decir miserable, más que endeudado, en permanente bancarrota desde la guerra de la independencia hasta la guerra de Cuba. En medio, guerras civiles entre liberales y carlistas y, después, los continuados desastres de la guerra de Marruecos, que prolongaron la situación de quiebra hasta bien entrado el siglo XX, cuando “pacificado” el protectorado marroquí, una enésima rebelión militar, con su secuela en forma de revolución obrera y campesina, arrasó de nuevo al Estado dejando aquella espantosa ruina que fue la herencia recibida por quienes penamos la suerte de nacer en los años del hambre.
Es un tópico de nuestra historia atribuir la floración de naciones, venidas a la existencia en la coyuntura de aquel fin de siglo, a una debilidad congénita del Estado español. ¿Debilidad, se podría preguntar, o más bien ausencia? Cuando Ortega publicó su apelación a la República, varios años después de que Azaña lanzara la suya, cerró su memorable artículo con un “¡Españoles, no tenéis Estado, reconstruidlo!”. El Estado español de los años veinte del siglo pasado se había convertido en una especie de sociedad de socorros mutuos, había escrito también nuestro más ocurrente filósofo. Ocurrencia genial en este caso, porque en efecto todo el aparato del Estado no daba más que para sostener a aquella sociedad que en otra ocasión el mismo Ortega calificó como vieja España.
El caso es que, entre el servicio de la deuda contraída para alimentar un ejército en permanente derrota, lamiéndose sus heridas en el exterior con sus recurrentes rebeliones en el interior, el Estado español careció de recursos, no ya para crear nación, sino para edificar centros escolares, construir institutos de enseñanza media, financiar centros superiores de investigación científica, levantar hospitales, extender ambulatorios, abonar pensiones, desarrollar servicios. La enseñanza primaria y media se abandonó en los centros urbanos a manos de la pléyade de órdenes y congregaciones religiosas que acudieron a España como a panal de rica miel cuando comprobaron que el Estado no dedicaba ni un céntimo al capítulo de salarios a maestros, y dejaba pasar décadas sin construir ni un solo instituto. En los hospitales de beneficencia se hacinaban los pobres, y los ambulatorios de la mal llamada Seguridad Social eran lugares sucios y malolientes, donde un médico mal pagado recibía al paciente sin dejar que se sentara, apestando a tabaco y recetando cualquier cosa en un minuto, después de echarle una mirada de abajo arriba en la que se concentraba la mezcla de desprecio y hastío que le provocaba aquella hora en que despachaba a una cincuentena de pacientes.
Ese fue el Estado que heredamos: nada de extraño que, cuando llegamos a la edad de la razón política, quisiéramos ser como los franceses. Parecerá una tontería, pero aquel querer ser como actuó al modo de espoleta, movilizando energías y recursos, despertando voluntades y agudizando inteligencias para acabar de una buena vez con el lamento y poner manos a la obra: en pocos años dejamos de querer ser como y emprendimos la tarea de ser como. En resumen: un Estado democrático al modo de Europa, con un potente sistema de salud, educación primaria universal y gratuita, institutos para enseñanza media, universidad en expansión, centros de investigación, pensiones. El español era por fin como los europeos un Estado sostenido en el compromiso keynesiano, en bienes públicos que amortiguan las desigualdades sociales inherentes al sistema capitalista.
Y de pronto, la política elaborada para hacer frente a la primera gran crisis del capital del siglo XXI rompe, contra los intereses de la mayoría, el pacto que sirvió de base a nuestro actual Estado social. Las listas de espera en la sanidad pública se alargan hasta el punto de sumar cientos de miles los pacientes que ven pasar meses y hasta años sin posibilidad de realizar una consulta, someterse a un análisis o sufrir una operación. Y si se mira al ámbito de la ciencia, el paisaje comienza a ser el de un territorio desertado, producto de una terapia de choque: drástica reducción de presupuestos, supresión de programas, cierre de equipos, investigadores a la calle. La majadera provocación de Miguel de Unamuno cuando de su pluma salió “que inventen ellos” no es nada comparado con el perverso designio que anima al Gobierno de esquilmar la producción científica en España.
Aunque la propaganda política se cebe en desprestigiar a los funcionarios como individuos que una vez conquistada su plaza se echan a sestear, es lo cierto que en la historia de la Universidad y de los centros superiores de investigación de España nunca se había publicado, debatido o celebrado simposios como en los últimos 30 años. Nunca tantos españoles han participado en tantos proyectos internacionales de investigación o han ganado una plaza docente en universidades extranjeras. Pero nunca tampoco han vivido tantos investigadores, con decenas de artículos publicados en las mejores revistas de su especialidad, tan en precario, como becarios hasta cumplidos los 40 años, o haciendo ya las maletas. Y el panorama no es muy diferente si se mira a la educación primaria y media: miles de profesores que habían concursado con éxito en oposiciones para plazas docentes y que solo pudieron ocuparlas de forma interina se han encontrado con el despido mientras se expanden los colegios concertados.
Tan recién construido como era nuestro Estado social, con apenas 30 años de vida, y ya se empeñan desde los Gobiernos en provocar su irreversible ruina, reduciendo presupuestos en sanidad, educación y ciencia, paralizando inversiones, expulsando a interinos, amortizando plazas de jubilados (10 por uno es nuestro precio), externalizando —¡qué negocio!— servicios, congelando salarios. Y como la política de destrucción de bienes públicos por las bravas, entregándoselos a precio de saldo a intereses privados, ha tropezado con fuertes resistencias en la calle, se ha sustituido por un deterioro programado: que nos hartemos de esperar tres, seis, nueve meses en una lista y vayamos adonde tendríamos que haber ido desde el principio, a la clínica privada; que la gente se espante al ver que sus hijos van a una clase donde los alumnos comienzan a ser multitud y los maestros parecen cansados.
Lo vamos a sentir, a llorar más bien, porque nunca hemos disfrutado en España de bienes públicos en tanta cantidad y de tan alta calidad como los construidos desde la Transición a la democracia hasta 2008. Pero desde que nos golpeó la crisis, todo es destrucción, acelerada a partir del retorno del Partido Popular al poder. Destrucción, no reforma, no planes en busca de mayor eficiencia, no mejora en la distribución y empleo de recursos, no propuestas para alcanzar mayores rendimientos, no políticas de personal que premien méritos y penalicen ausencias inexcusables. Reformar para qué, si se ahorra más y se acaba antes sacudiéndonos todo este peso de encima: esa es la política; y este el resultado: una amenazante devastación de bienes públicos que pone fin al periodo de mayor cohesión social vivido por la sociedad española desde que existe como sujeto político, o sea, desde la Constitución de Cádiz.
Lo que vendrá después, una vez culminada la operación, ya se puede imaginar: los bienes y servicios públicos emergerán de su ruina como propiedades privadas cuyo acceso por los ciudadanos estará en función de su diferente poder adquisitivo. No era bastante la agresión que las clases medias, en sus distintos niveles, han sufrido con la bajada de salarios nominales y reales, la masiva pérdida de empleos, los ERE y demás artefactos de liquidación de derechos laborales, que no contentos con todo eso, se aplican a dar la última puñalada: si necesitas ir al médico, hazte un seguro privado; si estás dotado para la ciencia, vete al extranjero; si quieres para tus hijos un colegio con un profesorado joven y motivado, págatelo de tu bolsillo. Esto es el mercado, so idiotas, nos dicen los que pretenden protegernos de la devastación que ellos mismos provocan en los bienes públicos. Y en esas estamos, con un mercado creciente y un Estado menguante, en trance de reducirse otra vez a sociedad de socorros mutuos.
La devastación de los bienes públicos, Santos Juliá

Innumerables han sido los obstáculos que los españoles se han visto obligados a derribar desde que aquel eminente economista y jurisconsulto que fue Álvaro Flórez Estrada estampara en su proyecto de Constitución como artículo primero: “Ningún español será llamado vasallo. Todos serán llamados ciudadanos españoles”. No alcanzó esta proclama su lugar en la Constitución de Cádiz, pero quedó desde aquellos años de guerra por la independencia y de revolución por la libertad como la meta siempre pendiente de conquistar, un paso adelante y dos atrás y vuelta otra vez a empezar; larga y tortuosa historia en la que muchos ofrendaron sus vidas y muchos más, durante demasiado tiempo, vieron pateada su condición de ciudadanos, convertidos por la fuerza de las armas o de la religión en súbditos o vasallos.
Es la ciudadanía lo que marca a fuego nuestra pertenencia a una comunidad política de hombres y mujeres libres, y es por eso la condición de ciudadanos la que nos impone deberes y nos atribuye derechos sin los que no sería posible alcanzar la libertad y conservarla.
Y en este punto no hay excepción que valga: la vigencia de los derechos políticos que nos constituyen en miembros activos de una comunidad dependen en todo momento de la condición reconocida de ciudadanos, que es inseparable del imperio de la ley, igual para todos. No hay, no es posible que haya, ciudadanía común cuando una elite de privilegiados está exenta de la obediencia a las leyes.
No hemos sido nosotros educados en esos valores, ciertamente: la ley —nos han enseñado— está para burlarla; sólo tienes que cuidarte de que no te pillen en el delito. Constituye una causa formidable del desastre moral en que nos ha sumergido la corrupción política que quienes más obligados estaban a cumplir la ley, por su significación simbólica o en razón de su representación política, hayan sido los más diestros y pertinaces a la hora de burlarse de ella: presidentes de comunidades autónomas, ministros, consejeros, diputados, alcaldes, concejales, cuyo primer timbre de gloria tendría que haber sido el ejercicio del poder cumpliendo y haciendo cumplir la ley, han acabado en el banquillo de los acusados.
Toca hoy a una infanta, que lo es por ser ciudadana de un Estado de derecho y por ese título, por el que tanta sangre se ha derramado en España, obligada al cumplimiento de la ley. Los jueces dirán lo que sea menester en relación con su presunto delito; mientras tanto, bienvenida sea a la comunidad de ciudadanos libres e iguales.
Ciudadana Cristina, Santos Juliá


No goza de buena fama la Constitución de 1978: en el mejor de los casos, se dice de ella que fue resultado de un compromiso apócrifo, por haber aplazado a un incierto futuro la resolución de los conflictos que dividían a las fuerzas políticas en torno a las candentes cuestiones de distribución territorial del poder; en el peor, se achaca la generalización de las autonomías y la negativa a acometer la construcción de un Estado federal al miedo a las guerras del pasado y a los sables del presente, a la obsesiva exterminación de la memoria, a la renuncia o traición a los principios, a la persistencia o resabios del franquismo y otras lindezas por el estilo. El veredicto: una Constitución culpable de los males que aquejan hoy al Estado.
Para empezar por el principio, no estaría mal recordarnos tal como éramos entonces. Por edad unos, y por experiencias políticas acumuladas otros, la mayoría de quienes participaron en el debate constituyente de 1978 se sentían, y estaban, más preocupados por edificar Estado que por construir nación. En verdad, a muchos de quienes nacimos poco antes o poco después de la Guerra Civil, la nación, por decirlo malamente y pronto, nos importaba una higa. Ahítos de la única, católica, verdadera nación española, vagamos durante años con hambre de Estado democrático. Estado y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad, democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad nacional, cuando nacional calificaba a movimiento, no todavía a Assemblea de Catalunya.
Fue por eso, y por las solidaridades y amistades derivadas de los encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición a partir de 1956 y, con más frecuencia e intensidad, desde 1962, por lo que tras conocerse el resultado de las primeras elecciones generales, diputados que venían de la derecha, la izquierda y el centro, se encontraron ante una oportunidad inédita en nuestra historia constitucional, la de entenderse como ciudadanos de un Estado en construcción más que como miembros de una nación construida. De ahí que los términos nacionalidad y autonomía no crearan ningún problema a la gran mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional y que las presiones que llegaron de fuera del Parlamento, ni pocas ni livianas, no alcanzaran el grado de calor suficiente como para fundir un vocablo —autonomía— directamente traído de la Constitución de la República, y otro —nacionalidad— incorporado por vez primera a una Constitución española.
Ciertamente, y en lo que a la construcción de Estado se refiere, los constituyentes sólo acordaron los procedimientos que habrían de seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares características históricas, culturales y económicas que decidieran formar una comunidad autónoma. Pero esta recuperación del principio dispositivo republicano no tuvo nada que ver con el miedo o la desmemoria, sino con una antigua reivindicación del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía, de la que la oposición a la dictadura hizo su bandera. No era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido por el Estado una especie de derecho ancestral. Y porque tenían que responder a una diferente demanda de autonomía, los constituyentes no se plantearon siquiera proceder a una distribución homogénea del poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral.
En la República no hubo tiempo, pero sí en la nueva democracia, de recorrer todo el camino y desarrollar todas las potencialidades del principio dispositivo. Tiempo y proyecto político: desde la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de la construcción de identidades diferenciadas. Y ha sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en la primera década del siglo, podría definirse como inversión radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución: ahora, lo que nada importa es el Estado, aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción de naciones.
El desarrollo federativo del Estado autonómico y esta inversión en la jerarquía de las demandas políticas reclama hace al menos una década una reforma de la Constitución, que no ha sido posible porque cada uno de los dos grandes partidos de ámbito estatal se empantanó en la política suicida de dañar la legitimidad de su adversario, comprometiendo de esta manera la suya propia. Ante la crecida de la política de crispación, el PSOE optó por abandonar el proyecto reformista anunciado en la primera investidura del presidente Zapatero para lanzar de manera irresponsable una carrera de reformas de los Estatutos con el no disimulado propósito de modificar la Constitución por la puerta de atrás: si la Constitución se ha quedado estrecha, cambiemos los estatutos. En esa operación, el principio dispositivo que había actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las autonomías quemó sus últimas reservas energéticas hasta quedar no ya agotado, sino tirado al cubo de la basura.
Pero si del compulsivo ordeño del principio dispositivo no se puede extraer ni una gota más de leche, si la construcción del Estado de las autonomías ha concluido y, a pesar de eso, la distribución territorial del poder aparece hoy más conflictiva que nunca, entonces es que hay que reformar el Estado. ¿Convirtiendo el Estado autonómico en un Estado federal? Vivimos ya en un Estado federal, perfectible, sin duda; con deficiencias de origen que es necesario arreglar, nadie lo discute; de un tipo especial, todos estamos de acuerdo; pero federal. No es en la ausencia de federalismo donde radica la cruz del problema, sino en el hecho de que en el Estado español conviven hoy malamente varias naciones, varias culturas y varias lenguas, una realidad nueva, resultado, no de la Constitución sino de las políticas nacionalizadoras seguidas desde su promulgación.
¿Es posible un Estado que reconozca constitucionalmente este hecho nuevo? Un hombre sabio y, además, bueno, como lo era Juan J. Linz, respondió hace años que sí, que “un Estado democrático, multinacional, multicultural y multilingüe es posible”. A condición, añadía, de que abandonemos las dos ideas dominantes en los procesos de construcción del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a convertirse en un Estado”. Que abandonemos: se trata, pues, de un abandono más que de una nueva conquista. Un doble abandono, en realidad, pues se refiere al Estado de todos y a la nación de cada cual y a los poderes ejercidos por partidos políticos como titulares del poder del Estado y como gestores de identidades nacionales: una distribución de poder al que se desnudaría de simbólicas legitimaciones nacionales, siempre excluyentes, nunca inclusivas; y una reorganización del Estado, concluía Linz, que no puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta a demandas distintas.
De acuerdo, es más fácil decirlo que hacerlo, porque la tarea que tenemos por delante consiste en una nueva redistribución de un poder asentado en bases institucionales consolidadas, las desarrolladas a partir de la ahora denostada Constitución de 1978. Pero aunque sea cierto que piedra tirada no vuelve al puño, y muchas piedras nos hemos arrojado a la cabeza en los últimos años, merece la pena intentarlo, porque solo una cosa es cierta: encerrarse en la negación absoluta a toda clase de reformas en el orden constitutivo —como Juan Valera criticaba de Cea Bermúdez— es el mejor camino hacia el desastre.
Habrá que intentarlo, pues, y para ello tendríamos que aprender a entendernos y sentirnos no tanto como miembros de tal o cual nación sino como ciudadanos de un Estado democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores marcadas por identidades homogéneas, divididas y excluyentes. Nadie dice que sea fácil, pero quizá, para iniciar el aprendizaje, no resulte superfluo echar una mirada atrás, crítica, pero no por eso derogatoria, a la Constitución que nos devolvió la convivencia en libertad y nos inició en el camino de la autonomía como ciudadanos de un mismo Estado democrático.
Alegato por una reforma de la Constitución, Santos Juliá.


Un regalo envenenado, Reyes Mate

Javier Cercas dice que le tocó la lotería el día que Enric Marco pasó de heroico superviviente a vulgar estafador. Tenía tema, el tema de El impostor, en el que Marco es parábola de nuestro tiempo o arquetipo de cómo nos comportamos. Marco no es desde luego el primer estafador. Hace casi veinte años Wilkomirski, autor suizo de Fragmentos, un libro donde se inventaba una falsa infancia en un lager, provocó un cataclismo. La razón de esta conmoción tenía que ver con la significación de Auschwitz, un acontecimiento singular porque fue impensable, es decir, escapó a las coordenadas del conocimiento. Solo nos era accesible su significación a través de los testigos. La memoria de los supervivientes adquiría un valor epistémico de primer orden. La memoria era el a priori del conocimiento, lo que da que pensar. Un engaño en el testimonio suponía un atentado al pensar después de Auschwitz y eso no se podía tolerar. El debate consiguiente se centró en la verdad de lo ocurrido y cómo contarlo. Estaba claro que había zonas de aquella realidad que escapaban a la historia y solo nos eran accesibles desde la memoria, que no es solo subjetiva, sino objetiva; que no produce solo sentimientos, sino también conocimiento. La memoria del filósofo o la del narrador no es la del historiador. Muchos de estos debates asoman en la poderosa novela de Cercas, aunque él, cuando ejerce de ensayista, opta por desacreditar la memoria. Se cuela en su obra el debate español sobre memoria e historia y eso desorienta mucho. Porque al entender la memoria como quieren los historiadores (algo subjetivo y sentimental), tira piedras sobre su propio tejado. Al fin y al cabo, lo que aquí nos convoca es un caso de falso testigo para descubrir algunas verdades a través de una mirada moral al pasado: la memoria.

Herida por la historia, Santos Juliá

Muchas fueron las voces que se elevaron en la última década del siglo XX, en Francia como en Estados Unidos, para denunciar el delirio conmemorativo, el frenesí de memoria que anegaba la cultura de un presente carente de futuro. La memoria se había convertido en una nueva industria, escribía Kerwin Klein, y Norman Finkelstein publicaba sus reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío bajo el título La industria del Holocausto. El fenómeno tenía que ver con la nueva función del Estado como gran agente cultural, y con el salto de la identidad al primer plano de las políticas de nuestro tiempo. La memoria colectiva alcanzó el valor de lo sagrado para dotar de legitimidad a políticas identitarias en las que el individuo no es nada si no se disuelve en un nosotros ante quien los demás se sienten en deuda permanente: somos víctimas, somos nación. Ante esa avalancha memorialista, el empeño de narrar, tras una dura indagación, los hechos de otros tiempos tal como verdaderamente ocurrieron se despreció como una risible pretensión, como una pasión inútil por conocer ese lugar extraño que es siempre el pasado. Y, sin embargo, nunca se repetirá demasiado que es ahí, en la austera pasión por el hecho, de la que hablaba Yerushalmi, donde radica la única posibilidad de que en la foto del pasado no desaparezca la cara de un hombre para dejar solo su sombrero, que ningún Stalin pueda suprimir del cuadro a ningún Trotski. No que la memoria se reduzca al ámbito de lo privado, sino que, para que cuando sea pública no caiga en mera manipulación o en industria de falsos testigos o de gestores de la cultura, para que sea una memoria ilustrada, ha de ser y sentirse, según la bella imagen de Paul Ricoeur, blessée par l’histoire,herida por la historia.
¿Memoria o Historia?. El dilema: ¿es la memoria del historiador la misma que la del filósofo o narrador?
El pleito de Cataluña es la nacionalidad”, afirmó Francesc Cambó en la fiesta de la Unidad Catalana, organizada el 21 de mayo de 1916 en el Palau de la Música de Barcelona para celebrar el triunfo de la Lliga Regionalista en las recientes elecciones legislativas. “Cataluña”, añadió, “sabe lo que es la nacionalidad, tiene conciencia de ella y quiere el derecho a regir su vida. Queremos el régimen de nuestra vida interna, sin odio a nadie, pero con tal intensidad que combatiremos sin tregua todo lo que se oponga a nuestro paso”.
El combate había comenzado alrededor de 30 años antes, cuando una élite de burgueses, profesionales e intelectuales catalanes salió a la palestra negando el supuesto sobre el que los liberales trataron de construir un Estado desde los tiempos de guerra contra el francés: la perfecta adecuación entre Estado unitario y nación española. Y en efecto, ya se mire la prolija Memòria en defensa dels interessos morals i materials de Catalunya, presentada al rey Alfonso XII en febrero de 1885, ya el más breve Missatje a S.M. Donya Cristina de Hausburg-Lorena, Reina Regent d’Espanya, Comtessa de Barcelona, lo que aquellos catalanes afirmaban no era tanto que España no fuese una nación como que en el mismo Estado del que España era nación existían regiones con rango de nacionalidades. Entre ellas, Cataluña, por una diferencia de lengua, de derecho civil, de cultura, de historia, que se remontaba a la Edad Media, sustrato sobre el que habría de basarse una autonomía, entendida, según lo expresará en marzo de 1892 las Bases per la constitució regional catalana, como soberanía en su gobierno interior.
En la Monarquía: la autonomía integral
Aquellas demandas de autonomía —alimentadas por una ideología historicista, tardorromántica y corporativa, e impulsadas por la protesta contra la unificación del derecho civil, penal y mercantil, contra la división del Estado en provincias y por la defensa de la lengua y del arancel— procedían de fuera del sistema político, de la rica trama de entidades cívicas, culturales y económicas que poblaban Cataluña. Pero a partir de 1898, y como resultado de la crisis moral y política provocada por el Desastre, la Unió Regionalista y el Centre Nacional Català decidieron dar el salto a la política creando en 1901 la Lliga Regionalista y competir, con singular éxito, en elecciones como partido político.
A partir de ese momento, será la Lliga, con Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó como líderes de sus dos principales corrientes, quien defienda una renovada concepción de la autonomía, sostenida en el “hecho diferencial” que proclama a Cataluña única nación de los catalanes y que proyecta a España como Estado llamado a una misión imperial, único camino para devolverle su perdida grandeza.
Cierto, los hechos diferenciales eran múltiples y los catalanistas estaban dispuestos a reconocerlo. En la primera visita del joven rey Alfonso XIII a Barcelona en abril de 1904, Cambó no perdió la ocasión de recordarle la necesidad de una reorganización del Estado que posibilitara el injerto —“ahora difícil, casi imposible”— de todas las autonomías de los “organismos naturales: la región, el municipio y la familia”. Y Prat de la Riba, al presentar en diciembre de 1911 a José Canalejas un proyecto de bases para la constitución de la Mancomunidad catalana, insistirá en que su sentido descentralizador no era exclusivo de Cataluña, sino “aspiración más o menos manifiesta de todas las regiones y provincias de España”.
De modo que autonomía de Cataluña y reforma constitucional vinieron a ser la misma cosa. Dos años después de haberse aprobado el Estatuto de la Mancomunidad en marzo de 1914, Francesc Cambó presentaba en el Congreso una nueva propuesta, retomada por la Asamblea de Parlamentarios en 1917 y reiterada un año después, tras su primera experiencia como ministro en un Gobierno presidido por Maura. Era la “autonomía integral” que correspondía a la nacionalidad y que se resumía en la capacidad de los catalanes de regir todo aquello que afectaba a su “vida interna”, o sea, todo lo que no se atribuía expresamente al Estado en el reparto de competencias plebiscitado en las asambleas de los municipios catalanes convocadas por la Mancomunidad. Así reconocida, la autonomía de Cataluña no podía entenderse como separación, sino como acicate a los otros pueblos de España para que siguieran el mismo camino: “Queremos que venga con España, porque sentimos a España como algo nuestro”.
Sin la conmoción mundial de la Gran Guerra, el triunfo de aquellos ideales se presentaba como “tarea larga y pesada”. Pero el momento había llegado y después de atender una llamada de Alfonso XIII —que le prometió la autonomía inmediata a cambio de “provocar un movimiento que distraiga a las masas de cualquier propósito revolucionario”—, Cambó exhortó a los catalanes asegurándoles que había querido Dios “que en nuestra generación esté la suerte de Cataluña”. “La autonomía completa, absoluta, integral” estaba, por fin, al alcance de la mano. De ahí que su frustración fuera profunda cuando Antonio Maura, alarmado ante las nuevas Bases presentadas por la Mancomunidad el 25 de noviembre de 1918 —un Parlamento catalán con dos Cámaras, un Gobierno, un tribunal mixto para dirimir posibles pleitos con otras regiones—, exclamó: “¿Autonomía integral?... No sé lo que es”. “Ustedes”, les dijo, “han delimitado la región amojonando el Estado”. La promesa regia se disolvió aplastada por las ovaciones de los parlamentarios del turno, mientras los diputados y senadores de la minoría catalana abandonaban el Congreso. La autonomía integral moría antes de nacer: “¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!”, exclamará Cambó, mientras el republicano Marcel·lí Domingo, tendiéndole la mano, le prometía que “con la República tendrán todas las regiones la autonomía a que aspiran”.
En la República: la región autónoma
Y la República llegó con el triunfo, en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, de la coalición republicano-socialista en España y de Esquerra Republicana, un partido recién creado, en Cataluña. A las dos menos cuarto del día 14, Lluís Companys salió al balcón principal del Ayuntamiento y proclamó la República Federal Española, solo para que una hora después Francesc Macià le corrigiera la plana declarando la instauración de un “Estat català, que amb tota la cordialitat procurarem integrar a la Federació de Repúbliques Ibèriques”. Tal vez alguien advirtió al viejo líder de la imposibilidad de integrar el Estat català en una entidad inexistente, el caso fue que Macià rectificó su propia corrección y proclamó a la caída de la tarde la “Republica catalana com Estat integrant de la Federació Ibérica”.
La inquietud que estas sucesivas, y algo extravagantes, declaraciones despertaron en el Gobierno provisional de la República movió a su presidente, Niceto Alcalá Zamora —que en 1916 había afirmado que Cataluña era “una región vigorosa, pero no una nacionalidad, ni puede serlo”—, a despachar tres ministros (Domingo, Nicolau y De los Ríos) a Barcelona con objeto de negociar una fórmula de avenencia. La encontraron no en el restablecimiento de la Mancomunidad, disuelta por la dictadura de Primo de Rivera (1925), sino más lejos en el tiempo, en el de la Generalitat como gobierno provisional hasta que se promulgara la Constitución y en el compromiso de presentar como ponencia ante las futuras Cortes Constituyentes el proyecto de estatuto de autonomía que el pueblo catalán y la Generalitat presentara al Congreso de Diputados.
Calmados de esta manera los ánimos, la Comisión Jurídica Asesora, encargada por el Gobierno de preparar un anteproyecto de Constitución, no consideró la posibilidad de un Estat català y desechó la idea de una república federal española, pero reconoció el derecho que asistía a todas aquellas provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a presentar un estatuto de autonomía si así lo decidían. Los miembros de la Comisión pensaban quizá en la demanda de autonomía presentada años antes por la Lliga y reconocían idéntico derecho a todas las provincias que “acordaran organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español”. La Constitución de la República vino a reconocer lo que habían repetido todos los catalanistas, monárquicos o republicanos desde hacía 50 años: que la autonomía de Cataluña implicaba proceder a la reestructuración del Estado en regiones autónomas.
Quedaba así despejado el camino para que el Estatuto plebiscitado y presentado por la Generalitat comenzara a ser debatido. Manuel Azaña, presidente del Gobierno, pulverizó las barreras que se habían levantado durante su tramitación recordando que en el siglo XIX vientos universales habían depositado sobre el territorio propicio de Cataluña gérmenes que “habían arraigado y fructificado” hasta constituir “hoy el problema político específico catalán”. El pleito de Cataluña se define así como problema político, que exige una solución política que ya no podía proceder del jacobinismo del siglo anterior, sino del reconocimiento de la diferencia en un estatuto para la región catalana. Luego, como escribió Josep Pijoan, “vendrán otros estatutos, y así, de manera natural, biológica, la Península se federará poco a poco, según corresponde a su variedad”.
La política, sin embargo, acabó por desviar el curso de la naturaleza y de la biología. El Estatuto, promulgado como Ley de la República el 15 de septiembre de 1932, quedó suspendido el 6 de octubre de 1934 a consecuencia de la rebelión de la Generalitat, azuzada en primera instancia por la anulación de la ley de contratos de cultivo por el Tribunal de Garantías Constitucionales y, en última y definitiva, por la entrada de la CEDA en el Gobierno.
El presidente Companys proclamó esta vez el Estat Català de la Republica Federal Espanyola para, acto seguido, rendirse ante el general Domingo Batet y ser encarcelado junto a sus compañeros de insurrección. “Todo se ha perdido, incluso el honor”, escribió el periodista Gaziel al comentar el “desastroso final del primer ensayo autonomista realizado en Cataluña”.
Aunque Gaziel no lo pudiera imaginar en 1934, todavía quedaba mucho que perder. Restablecido tras las elecciones de febrero de 1936,
el Estatut fue suspendido por el Gobierno de la República en todo lo relacionado con el orden público tras los días de guerra civil en mayo de 1937 en Barcelona, y en la zona rebelde quedó derogado por el general Franco por Ley de 5 de abril de 1938. Companys, un presidente al que el Gobierno siempre se le escurría entre las manos, recuperó el honor en forma de martirio al ser capturado en París por la Gestapo, entregado a Franco y fusilado en 1940.
En democracia: nacionalidades y regiones
Que la historia no siempre es maestra de la vida quedó bien demostrado en junio de 1962 cuando en el encuentro de fuerzas políticas del interior y del exilio en Múnich, y tras otro acalorado debate, no hubo manera de llegar a un acuerdo sobre si eran pueblos, regiones o nacionalidades las entidades a las que una futura democracia española debería reconocer la autonomía. El duro enfrentamiento entre catalanistas y democratacristianos presentes en el coloquio solo llegó a una tregua cuando Salvador de Madariaga propuso como fórmula de compromiso “el reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales”.
Unas fórmulas —personalidad, comunidad natural— llamadas a corta vida: desde mediados de la década de 1960, los partidos, grupos y asambleas de oposición a la dictadura recuperaron los viejos términos de nacionalidad y región como mejor expresión de un derecho que en ocasiones llamaban de autonomía y en otras de autodeterminación. Pueblos, nacionalidades y regiones eran, las tres en plural, voces bien arraigadas en los léxicos políticos español y catalán cuando se inicia en 1977 el debate constitucional, y no fue casualidad ni capricho, menos aún delirio, que las tres encontraran su camino hasta verse estampadas en la Constitución: los pueblos de España aparecen en el preámbulo, el pueblo español se presenta en el artículo 1 y las nacionalidades y regiones irrumpen, juntas, en el artículo 2.
Ni pueblos de España ni pueblo español crearon mayor problema, pero la llegada por vez primera de nacionalidades a un texto constitucional levantó una tormenta. Cuando se hizo pública su presencia en el anteproyecto, no faltaron voces templadas, como la de Manuel García Pelayo, que mostró su cautela porque nacionalidad introducía gran incertidumbre sobre el futuro del Estado y porque “formaba parte de la dialéctica de las cosas, no de la fatalidad histórica, que del Estado de nacionalidades se pase a su disgregación en varios Estados nacionales”. Por eso, y porque la cúpula militar tampoco se mostraba muy complacida por la novedad, el artículo 2 pagó con la redundante fórmula de la “indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles” la presencia a su vera de nacionalidades y regiones.
En todo caso, nacionalidades y regiones y, con ellas, el principio de generalización de la autonomía y del derecho de cada una a elaborar su propio estatuto, era algo que la oposición lo tenía hablado desde años antes y fue objeto de los acuerdos firmados por Coordinación Democrática con Assemblea de Catalunya y con Consell de Forces Polítiques de Catalunya en sendas reuniones mantenidas en Barcelona el 21 de mayo de 1976.
De la necesidad urgente de estructurar el Estado en nacionalidades y regiones habló con Adolfo Suárez en enero de 1977 una delegación de la Comisión de los Nueve, formada por Felipe González, Antón Cañellas, Joaquín Satrústegui y Julio Jáuregui. Naturalmente, Jordi Pujol, al hablar de nacionalidad en el pleno del Congreso de 4 de julio de 1978, recordó con orgullo que fue la minoría catalana “la que introdujo en su día ese término [en el proyecto de Constitución] y luego lo ha defendido”. Por todo eso y por la pacífica restauración de la Generalitat de Catalunya, la llegada de los dos términos a la Constitución, tras la frustración de la autonomía integral en 1918 y la liquidación por las armas de la región autónoma 20 años después, se celebró en 1978 como un logro que cerraba un siglo de pleito catalán.
En la crisis: nación soberana
No lo cerró. Al cabo de tres décadas, un programa de construcción nacional, elaborado y ejecutado con recursos públicos desde un poder de Estado como es la Generalitat, ha culminado en la reapertura del pleito de Cataluña sobre otras bases y con otras metas. Al calor del fin de otra guerra, en esta ocasión fría, y del derrumbe del imperio ruso-soviético y la creación de nuevos Estados en Europa, emergió un nuevo proyecto político que podría expresarse como cierre del pleito de nacionalidad, apertura del pleito de nación. Primero fue que la Constitución se había quedado estrecha; luego, que el Estado español no sería plenamente democrático hasta que no se constituyera como plurinacional, siendo cuatro sus naciones: Castilla, Cataluña, Euskadi y Galicia; finalmente, que nación plena exige Estado propio.
El camino a la independencia, soterrado en una semántica plagada de equívocas metáforas, experimentó una formidable aceleración con la última ronda de reformas de estatutos que transformó a regiones en nacionalidades y a nacionalidades en naciones mientras el Tribunal Constitucional sufría el más severo desprestigio de su vida. Culminada la irresponsable ronda poco antes de que se desatara la Gran Depresión, lo ocurrido desde junio de 2011, con el Parlament cercado, los diputados víctimas de escraches y vapuleos y, casi de inmediato, las campañas “España nos roba” y “Expolio fiscal”, las masivas diadas y, en fin, pero no en último lugar, la revelación de la corrupción sistémica sobre la que la familia Pujol-Ferrusola había construido su poder absoluto, ha impulsado al Gobierno de la Generalitat a abrir, no una nueva etapa de esta larga historia, como afirma su presidente, sino un nuevo pleito, de otra naturaleza. La declaración de soberanía en enero de 2013 y la convocatoria de un referéndum por la independencia un año después no miran a la reestructuración del Estado español, sino a su fragmentación en naciones soberanas, cada cual con su Estado unitario.
Que, como resultado del liderazgo errático y aventurero del president Mas, y del mudo esperar y ver del presidente Rajoy, la historia aquí contada no pueda terminar sino con un “el tiempo dirá” dice mucho acerca del imprevisible y, ya para todos, ruinoso desenlace de este nuevo pleito de Cataluña.
El pleito de Cataluña. Crónica histórica del viaje desde la autonomía regional a la soberanía nacional, Santos Juliá

http://ep01.epimg.net/elpais/imagenes/2014/04/08/vinetas/1396976014_569908_1396976449_noticia_normal.jpg
Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting