Fue
ayer, aunque parece cosa del siglo XIX, cuando imperaba en Cataluña
lo que Josep M. Fradera definió con toda exactitud como sentimiento
de doble pertenencia: España era la nación y Cataluña,
la patria de los catalanes. Y fue ayer, en abril de 1976, cuando
Jordi Pujol, con ocasión de su primer viaje a Madrid como líder de
Convergència Democràtica, dejó en un discurso pronunciado en el
Ateneo una nueva y diferente versión de aquella doble pertenencia:
“Queremos, ante todo, ser catalanes, y queremos de parte entera,
desde nuestra catalanidad, ser españoles”. España, añadió, “es
para nosotros un país plurinacional. Y consecuentemente, Cataluña
es, dentro del Estado español, una nacionalidad”.
Cinco
años después, como presidente de esa nacionalidad
reconocida
por vez primera como tal en una Constitución española, Jordi Pujol
emprendió un viaje por tierras de Castilla y León con parada final
en Madrid. Aquí, en Madrid, ahora en el Centre Català, pronunció
un discurso en el que, a partir de una larga inmersión en la
historia de Catalanes
en España,
derivó la existencia de unos “hechos permanentes” en los que
habría de sostenerse una política para el presente con vistas a la
construcción de otro futuro. El primero era, claro está, “la
realidad catalana”, basada en la lengua, la cultura, la conciencia
histórica, el sentimiento y en “una determinada concepción de
España”;
el segundo, no menos permanente, consistía en “la inserción clara
de esta realidad en el conjunto de España y la voluntad
de intervenir política, económica, ideológicamente en
ella, en España”.
Entre
estos dos discursos, la presencia y la acción de catalanes en Madrid
fue determinante para el rumbo que siguió la transición a la
democracia y la inmediata construcción del Estado de las autonomías.
Ante todo, porque tras las vacilaciones de los primeros momentos,
cuando dominaba entre los medios políticos burgueses
de Cataluña la convicción de que sería más provechoso a los
intereses catalanes iniciar conversaciones con el Gobierno más que
formar un frente común con la izquierda española, Pujol
accedió finalmente a incorporar su partido a la plataforma unitaria
de la oposición, confirmando así que recuperación de libertades,
amnistía y autonomía de nacionalidades y regiones eran en España
los tres nombres de un mismo y común empeño: la democracia. No
es posible olvidar, aunque tantos se dedican hoy a ensuciar aquel
recuerdo, que el lema bajo el que avanzó la marcha a la democracia
en España fue acuñado por catalanes y proclamado desde las
pancartas de las dos grandes Diadas de 1976 y 1977: llibertat,
amnistia, estatut d'autonomia.
Que
el contenido de los discursos de Pujol no era pura retórica lo
pusieron de manifiesto los diputados catalanes en el Congreso con su
participación en la ponencia, la comisión y los plenos en que se
debatió y aprobó la segunda Constitución democrática de nuestro
siglo XX. El Estado español es hoy lo que es, para bien y para mal,
debido en buena parte a la activa presencia de catalanes en España.
Y no solo por sus propuestas en el debate constitucional, sino por la
posterior práctica política del Gobierno
de Cataluña, que tomó el camino de una relación exclusivamente
bilateral con el Gobierno de España, en modo alguno predeterminado
por una Constitución que igual podía haber servido para
impulsar la construcción del nuevo Estado en el sentido federal que
algunos catalanes —Jordi Solé, por ejemplo— esperaban, y otros
catalanes —Jordi Pujol— temían.
Pues
si la construcción del Estado no avanzó con decisión por la senda
federal fue, sobre todo, porque desde que
CiU asumió el poder en Cataluña toda su política se encaminó a
reforzar y expandir lo diferencial de aquella realidad
catalana que Pujol evocaba en sus discursos, es decir, a nacionalizar
catalanamente a Cataluña, de tal manera que si los catalanes en
España eran en cierta medida españoles, en Cataluña solo fueran
catalanes. Para ese propósito era fundamental convertir al Gobierno
catalán en interlocutor privilegiado del Gobierno español, una
política que se consolidó cuando el PSOE o el PP necesitaron los
votos de CiU para asegurar la estabilidad de sus Gobiernos. Catalanes
en España adquirió así una dimensión no prevista por los
constituyentes: la de que el Gobierno
catalán se convirtiera en socio privilegiado del Gobierno español,
fuera éste de izquierda o de derecha.
Esa
política se mantuvo mientras duró el mutuo beneficio —el do
ut des
que le sirvió de base—, pero se extinguió en cuanto el caudal de
transferencias agotó su flujo. Entonces comenzaron a multiplicarse
los desencuentros: los Gobiernos centrales abusaron de las leyes de
bases en sus intentos de recentralización y la Generalitat comenzó
a diluir el segundo de los hechos permanentes: la inserción clara de
la realidad catalana en el conjunto español. Primero
fue la ensoñación de las cuatro naciones al modo yugoslavo, luego
la Constitución que se había quedado estrecha, por último la
malhadada sentencia del Constitucional sobre un estatuto aprobado por
los Parlamentos catalán y español y ratificado en referéndum por
los catalanes.
Con
toda la acción política dirigida a reforzar el primer hecho
permanente (realidad catalana), y esfumado el último resto de
interés en mantener el segundo (inserta en España), era solo
cuestión de tiempo y oportunidad el giro radical del poder catalán,
que es un poder del Estado español, hacia la secesión. Y en verdad,
no pudo haber ocurrido en condiciones más favorables para suscitar y
alimentar por todos los medios que el poder público tiene a su
alcance —instituciones, prensa, televisión, asociaciones
parapolíticas— una gran movilización popular. No
solo por la astucia derrochada al canalizar los movimientos de
crecientes protestas en la calle contra las políticas corruptas de
CiU y del Gobierno de la Generalitat desviándolas a una protesta
general contra España,
país extranjero, ladrón, expoliador; sino porque quienes así
nacionalizaban y movilizaban sabían bien que la capacidad de
respuesta del Gobierno central era nula y, en caso de que la hubiera,
su resultado alimentaría siempre la corriente por la secesión:
desde el estallido de la crisis económica y social, la
deslegitimación de las instituciones políticas construidas desde la
transición a la democracia ha sido galopante y difícilmente
reversible si no se emprende una profunda reforma de todo el sistema.
Y
así hemos
llegado a lo que no pocos intelectuales catalanes rodean con el aura
de la revolución cuando, en realidad, convertir en plebiscitarias
unas elecciones autonómicas como eslabón de la cadena que conduce a
la secesión constituye el preámbulo de la rebelión de un poder del
Estado contra el Estado que le ha dado origen y lo ha
consolidado y reforzado durante cuatro décadas sobre el doble
supuesto de que existía una permanente realidad
catalana diferenciada, inserta en una no menos permanente realidad
española. Eso fue lo que Jordi Pujol, presidente de la
Generalitat, vino a decir en Madrid un día de noviembre de 1981, eso
fue lo que todos los españoles —catalanes incluidos— creímos
entonces, y eso
mismo es lo que su heredero y
sucesor, Artur Mas, presidente de la Generalitat, se dispone a
dinamitar a partir de un día de septiembre de 2015.
Catalanes
en España, Santos Juliá [El País, 13 de septiembre de 2015]
Todo
en la historia se ha vuelto, de un tiempo a esta parte, construcción.
También el catalanismo,
una construcción cuyo comienzo data de la segunda mitad del siglo
XIX,
tiempo de consolidación de los Estados nación en Europa, por más
que no falten entre historiadores catalanes quienes aseguren, como
Josep
Fontana:
"Nuestra formación como pueblo" se remonta al siglo XIII,
cuando Cataluña pasó de "Estado feudal" a "primer
Estado nación moderno de Europa", así mismo, como suena. Cree
Fontana que ya en esas lejanas fechas un pueblo, el catalán,
cultivaba con esmero un fuerte sentido de identidad, o sea, "de
pertenencia a un colectivo que comparte mayoritariamente, además de
lengua y cultura, unas formas de entender el mundo y la sociedad".
Y si en los años setenta del siglo pasado entendía Fontana que la
lucha de clases era el motor de la historia, ahora, sin mayor rubor,
entiende que el sentido de la historia lo marca la identidad
colectiva. Como podría haber repetido maese Shallow al imponente
Falstaff en una cruda noche de invierno: Jesús, Jesús, las cosas
que hemos visto: un
marxista de estricta observancia contando una historia al modo de un
nacionalista romántico.
¡Ay, si Vicens Vives levantara la cabeza!
Lo
cierto es que si el pueblo catalán poseía tan fuerte sentido de
identidad y disponía, según las últimas noticias, de moderno
Estado nación en el siglo XIII, el catalanismo es algo más
reciente. Exageraba, sin duda, Antonio Aura Boronat, representante de
los intereses de los fabricantes de Alcoy, cuando en su polémica de
1881 sobre el librecambismo decía que catalanismo se identificaba
con proteccionismo; pero es lo cierto que los primeros programas del
catalanismo incluían entre sus puntos la protección arancelaria y
las protestas contra el tratado comercial con Francia y el modus
vivendi
con Gran Bretaña con que pretendían los Gobiernos liberales aliviar
la carga del arancel sobre el bolsillo de los españoles, por más
que don Juan Valera,
rendido al esplendor de Barcelona, dijera: "Doy por bien
empleada la carestía que hemos sufrido durante muchos años en el
vestir y en otros artículos para contribuir a [la] magnificencia [de
Cataluña]".
No
fue este, desde luego, el único catalanismo que por entonces había
salido a escena: otro catalanismo de raíz obrera y menestral fue ya
postulado hace décadas por Josep Termes. Y como nos recuerdan Jaume
Claret y Manuel Santirso en su excelente guía para no perder el
rumbo en alguna vuelta o revuelta del largo camino, además de una
intervención progresista y republicana, también la Iglesia católica
echó por estas fechas su cuarto a espadas en el catalanismo,
precisamente cuando había dejado de utilizar el catalán en sus
documentos internos.
Así
que catalanismos, en plural, ya desde sus orígenes, mejor que en
singular pues, por seguir con el lenguaje episcopal que tanto
contribuyó a la construcción de la nueva religión civil, en la
casa del padre hay muchas moradas. De hecho, todas las historias del
catalanismo serán historias de las sucesivas hegemonías implantadas
por una u otra de sus modalidades cuando del renacimiento cultural y
de la defensa de los intereses económicos se pasa, a finales del
siglo XIX, a la organización y la acción política: hegemonía de
la burguesía que de estamental y feudalizante en los ochenta pasó a
conservadora y levemente liberal con el cambio de siglo; hegemonía
de la izquierda republicana desde la proclamación de un Estat
català
en una hermosa tarde de abril de 1931; hegemonía luego, tras la
derrota y el exilio, de una forma de catalanismo frentepopulista —con
tanta agudeza estudiado, en sus anteriores y en sus renovadas
manifestaciones, por Enric Ucelay— que, bajo el lema de "libertad,
amnistía y estatuto de autonomía", se situó desde 1971 a la
cabeza de la lucha contra la dictadura. Fueron los tiempos de la
Assemblea de Catalunya, espejo y algo más en el que se miraba toda
la oposición española.
¿Qué
ha ocurrido desde entonces? Si se exceptúan los brillantes trabajos
de Jordi Amat, entre ellos su imprescindible ‘Matar el Cobi’ (La
Vanguardia,
19 de junio de 2013), y las siempre sugerentes reflexiones de Enric
Juliana, entre otras, su 'En defensa de Pasqual Maragall' (La
Vanguardia,
15 de septiembre de 2014), quizá no pueda encontrarse un análisis
más documentado y penetrante que el elaborado por Martín Alonso en
El
catalanismo, del éxito al éxtasis,
primera entrega de lo que promete ser gran trilogía sobre el
triunfo de una de las formas del catalanismo, antes residual, hoy
dominante: el secesionista o independentista.
Con una estructura que pudo haber sido algo menos complicada y con
digresiones teóricas que a veces rompen el hilo de la trama, Alonso
acierta en lo fundamental: este catalanismo ha logrado desactivar el
poder persuasivo de los hechos mutándolos en una "ilusión
sinecdoquial", o como decía Marta Ferrusola: "Nos han
echado del Gobierno".
Naturalmente,
para alcanzar ese triunfo era necesaria, además de una constante
presión desde instituciones públicas, como consejerías de cultura,
televisiones, radios, ediciones, museos, un sinfín de fundaciones,
plataformas, asociaciones, asambleas, todas con una sabrosa oferta de
oportunidades, subvenciones y empleos afanosamente dedicados a la
construcción
de un gran relato que alcanzó su clímax con la consigna "España
nos roba" y con el congreso "España contra Cataluña".
Y en este punto, los hechos, como escribe Alonso tras dar cuenta
detallada de todo el proceso y de sus actores políticos e
intelectuales, no importan.
Buena
prueba de que nada importan los hechos es el "cuento de las
balanzas fiscales alemanas", al que Josep Borrell y Joan Llorach
dedican un capítulo sin desperdicio de su vigoroso y demoledor
escrito contra Los
cuentos y las cuentas de la independencia.
Porque un
gran cuento fue, en efecto, el de que en España, porque nos roba, se
temía publicar lo que en Alemania: las balanzas fiscales de los
Estados miembros.
Estupefacta y sin habla se quedó una estrella de la radio cuando
Borrell, armado de paciencia, le repetía una y otra vez que no, que
ni en Alemania, ni en Suiza, ni en Estados Unidos se publican
balanzas fiscales. Todos creímos a pies juntillas aquel cuento, como
también estuvimos a punto de tragarnos la historia de los 16.000
millones, que una élite de catedráticos hablando en fluido inglés
nos endosó como prueba irrebatible del gran expolio fiscal.
Que
los hechos no nos estropeen el gran relato: este es el lema de la
última modalidad de catalanismo que se definió como
independentismo. Y ciertamente, las grandes narrativas
construidas desde el poder suelen provocar, como recuerdan Borrell y
Llorach, espirales de silencio: en eso consiste la hegemonía, en que
todos los demás enmudezcan para que nadie los tilde de tontos. Hasta
que alguien recupera la voz y exclama: el rey está desnudo. Y eso es
lo que ocurre cuando la narrativa
nacionalista, personificada en el tándem Mas/Junqueras, se somete a
la prueba de los hechos analizando, con datos que ninguno
de ellos ni sus consejeros están en condiciones de refutar, lo
ridículo de semejante desnudez.
Catalanismos:
de la protección a la secesión. La construcción del relato
independentista, Santos Juliá.
Como
ya advirtió Max Weber, con aquella fuerza sintética que siempre
caracterizó su escritura: “Toda organización de la salvación en
una institución universalista de la gracia se sentirá responsable
de las almas de todos los hombres, o al menos de todos los que le han
sido confiados, y por ello se sentirá obligada a combatir, incluso
con violencia despiadada, toda amenaza de desviación en la fe”.
Nada sobra, nada falta: la organización de
salvación en instituciones universalistas, esto es, la clerecía, si
puede, recurrirá a la violencia despiadada: tal es la ley que
atraviesa todas las historias de las religiones de salvación hasta
que un poder civil, que no construye su legitimidad en la lectura de
ningún libro sagrado, es capaz de reducir la religión al ámbito y
al espacio que le son propios: la comunidad de creyentes y el templo.
Pero
tanto la religión cristiana, como la musulmana y la judía han
erigido sus templos —catedrales, mezquitas, sinagogas— en el
centro del espacio público para que sus sacerdotes, imames y rabinos
dominen desde esas imponentes construcciones la vida de los fieles,
sus creencias y su moral, y para mantener a raya a los fieles de
otras iglesias o los creyentes de otras religiones. No existe ninguna
clerecía administradora de una religión de salvación que no haya
pretendido que su voz, desde el púlpito, el minbar o el amud, se
extendiera sobre todo el espacio circundante hasta llegar a someterlo
a su mandato. Así es como los clérigos creen cumplir su misión
como responsables de la salvación
universal, aunque para lograrlo tengan que mezclar, según las
ocasiones, la persuasión con el terror. Nada importa que,
en sus orígenes, la religión de salvación haya germinado en
comunidades de fraternidad y amor, como sin duda lo fue entre los
primeros cristianos; cuando llegan los clérigos y se constituyen en
poder, la fraternidad se transforma en odio y por amor se es capaz de
llevar al matadero al hermano en la fe si sucumbe a la tentación de
desviarse de la sagrada doctrina.
Por
eso es vana, para alguien que no crea en una determinada religión,
la pretensión de establecer cuál es su verdadero contenido o cuál
el significado único de su libro sagrado: no hay ni puede haber un
islamismo verdadero, de la misma manera que nunca hubo un
cristianismo ni un judaísmo verdaderos, siempre idénticos a sí
mismos durante todo el tiempo y en cualquier circunstancia. Más aún,
los clérigos de las religiones asociadas a una concreta moral
pública y de las que se derivan determinadas prácticas políticas,
como ocurre con las tres monoteístas, suelen contemplar cómo surgen
de sus mismas entrañas voces que se alzan contra la interpretación
de la palabra divina sobre la que ellos construyen su poder; son los
herejes, perseguidos y condenados a la hoguera por desviarse de la
verdadera fe establecida por los dueños de los textos
sagrados. Antes que a un infiel, que por
definición no cree en la palabra revelada, a quien mata un creyente
es al hereje, que le disputa el control de esa palabra.
De
ahí que pueda predicarse de todas las religiones monoteístas,
contempladas a lo largo de siglos, aquello que Carl Schmitt decía de
la católica, que era una complexio oppositorum: paz de Dios junto a
guerra santa; o también: guerra santa y tregua de Dios. Lo mismo
puede decirse de la judía y de la musulmana, las tres monoteístas,
las tres basadas en un libro sagrado que contiene verdades reveladas,
las tres —y este es el punto que aquí interesa— regidas por una
clerecía, formada exclusivamente de hombres que por elección divina
se encuentran investidos de autoridad para interpretar la palabra.
Son ellos, los clérigos, quienes transmiten en cada momento y por
medio de rituales que solo ellos pueden celebrar, y en los que solo
ellos toman la palabra, el verdadero
y único sentido de la fe revelada.
En las tres religiones, los libros sagrados son mudos hasta que
alguien, con el poder derivado de su consagración como clérigo,
interpreta lo que allí quedó escrito.
Las
tres con largos tramos de sus respectivas historias en los que no
solo era posible sino voluntad misma de Dios, Alá o Jehová morir o
matar en defensa de la fe, una voluntad que se transforma en
violencia despiadada sobre las cosas y las personas cuando los
clérigos sienten amenazado el poder de vida y muerte que detentan
sobre la sociedad. En la larga y sangrienta historia de las
religiones, no es posible encontrar ninguna dotada de ritos que
celebrar, de libro sagrado en que creer y de clérigos a quienes
obedecer, que no haya servido como instrumento de muerte y desolación
cuando el dios de los creyentes alcanza la categoría de único dios
en el mundo, cuando del libro sagrado se derivan leyes que rigen la
conducta de los miembros de toda la sociedad y cuando los clérigos
reclaman para sí y conquistan el poder de erigir sus templos sobre
las ruinas de los antepasados, de destruir estatuas que el paso del
tiempo ha convertido en símbolos perdurables de otros cultos y otras
creencias, o de enviar a disidentes y
heterodoxos a la muerte, después de conducirlos en procesión por
las vías públicas: los herejes o las pobres brujas que la santa
Inquisición llevaba a la hoguera tras someterlos a
refinadas torturas; esos desventurados cristianos degollados hoy como
corderos ante la mirada del mundo. Antes que derramar su sangre como
mártires de la fe, los clérigos de las religiones de salvación, si
pueden, si disponen de poder para hacerlo, o creen que ese poder
corre peligro, derramarán la sangre del infiel o del hereje. Siempre
lo han hecho, siempre lo van a hacer.
Nosotros
guardamos en la memoria alguna reciente experiencia de toda esta
desgracia. En aquel estremecedor y admirable panfleto que será por
siempre Los grandes cementerios bajo la luna, el católico Georges
Bernanos, procedente de la derecha nacionalista francesa y testigo
horrorizado en 1936 de las matanzas en Mallorca, en las que tomaba
parte uno de sus hijos bajo el mando del impostor conde Rossi, dejó
escrito que “el Terror habría agotado desde
hace mucho tiempo su fuerza si la complicidad más o menos
reconocida, o incluso consciente, de los sacerdotes y de los fieles
no hubiera conseguido finalmente darle un carácter religioso”.
Fue primero el terror implantado por
militares y fascistas; luego llegaron los clérigos: la religión
católica vino a sacralizar la práctica derivada de una
política de muerte. No fue que los rebeldes, por creyentes, mataran;
fue que los asesinos, para proseguir su acción hasta el exterminio,
la revestían de aura sagrada y la tomaban como prenda de salvación:
la alta clerecía había predicado una guerra santa, una cruzada
contra infieles e invasores que, con la religión, destrozaban la
patria; su destino no podía ser otro que la muerte.
La
palabra yihad podrá significar, para los eruditos en la
interpretación de textos sagrados, lo que quiera que sea: esfuerzo,
ayuda, lucha de liberación. Da igual. Es una auténtica yihad vivida
como guerra santa —si fueran cristianos: una cruzada— lo que hoy
repiten, celebrando ese horrible ritual ideado para transmitirse a
todos los confines del mundo por las redes globales, los matarifes
del Estado Islámico bajo la atenta mirada de un clérigo, todo
vestido de negro, que observa a corta distancia y con idéntica
impasibilidad el sacrificio de vidas humanas y la destrucción de
estatuas milenarias.
Con
violencia despiadada, Santos Juliá.
La
Pluma, la palabra, y...
Por
Santos Juliá
“La
poesía es el germen de la sabiduría política”, escribió Pérez
Galdós ante el espectáculo de jóvenes poetas que abandonaban sus
escritorios y salían a la calle para participar en la revolución
de julio de 1854,
cuando aún no habían irrumpido los intelectuales y estaba vivo el
recuerdo de un autor dramático, Martínez de la Rosa, que había
estrenado, 20 años antes, La
conjuración de Venecia
y presentado en las Cortes el Estatuto Real, todo en la misma
semana. Luego, hacia
finales de siglo, irrumpieron los intelectuales, una nueva clase
investida de la misión de iluminar a la opinión pública e influir
en la política por la escritura y la palabra:
con mi pluma y mi lengua, como lo dijo Unamuno. Regeneradores de la
patria en trance de descender al sepulcro, Maeztu los imaginó
empuñando el látigo de domador de masas mientras Ortega los
convocaba a formar una liga para la educación política. Así que
pasaron 30 años y llegó
el tiempo de las utopías mesiánicas, al intelectual se le exigió
que pusiera su pluma al servicio de las ideas:
“Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”, dijo
famosamente Bergamín, ejemplo sin par de compañero de viaje. El
compromiso los llevó hasta Siracusa, consejeros áulicos del
tirano, aplicados a nacionalizar a las masas mientras transformaban
la sociedad. Y como
constructores de nación, no pocos intelectuales se rindieron ante
el nacional-fascismo, al tiempo que los compañeros de viaje se
rendían ante el nacional-bolchevismo,
soñada dictadura de la clase obrera, que lo fue en realidad del
partido, enseguida del comité ejecutivo y finalmente del secretario
general.
Malheridos
por esas derivas que Mark Lilla bautizó como filotiránicas, los
intelectuales regresaron de Siracusa para limitar
su trabajo al de observadores críticos de la política,
preludio de su muerte, gran tópico del último fin de siglo. Y en
esas estábamos, con los intelectuales, si no en la tumba que
Lyotard había labrado para ellos, en la columna del periódico,
cuando se ha producido, en Madrid al menos, el
sorprendente incremento de su demanda por partidos en crisis o
déficit de credibilidad, unos por viejos y otros porque, de tan
nuevos, nadie sabe qué traen en sus alforjas.
Aureolados del prestigio que han acumulado en el desempeño de sus
respectivas artes, es curioso que los tres investidos como
candidatos sean mayores, incluso muy mayores; y más curioso aún
que los tres sean o hayan sido funcionarios. Escribir, hablar y…
gobernar: la pluma, la palabra y… el bastón de mando: he aquí la
nueva manera de ser intelectual destinada a suministrar
una dosis de legitimidad a unas democracias cada vez más escépticas
respecto a la función de los partidos políticos.
Si esta tendencia prospera y se consolida, los partidos acabarán
por convertirse en agencias especializadas en la búsqueda de
profesores, poetas, jueces y otros prestigiosos profesionales para
invitarles a que entren en el juego de la política, un juego de
poder en el que todos
ganan: los partidos, un puñado de votos, y los intelectuales, un
bastón de mando.
¿Fin
de un divorcio?
Por
Gioconda Belli
Difícil
saber cuando empezó en
América Latina
el divorcio entre intelectuales y política. Hasta los años noventa
más o menos, la política invitaba a los intelectuales a
comprometerse. Las revoluciones coqueteaban con ellos y los
escuchaban con respeto y no poca reverencia. Viene a la mente la
amistad de Fidel con García Marquez, la relación de Julio Cortázar
con Nicaragua. Muchos y muy prestigiosos pensadores se jugaron sus
carreras cuando no el pellejo por causas políticas. La
indiferencia manifiesta de algún escritor a las causas sociales era
mal vista,
un estigma que hizo que algunos dejaran de leer a Borges, y se
quedaran más ciegos que el propio escritor.
La
Gran Desilusión del Socialismo, así con mayúsculas, desconcertó
y desbandó a la intelectualidad de izquierda y restó beligerancia
al debate ideológico. Los intelectuales escarmentados por el apoyo
brindado a sueños utópicos que acabaron siendo cajas de Pandora,
se retiraron quietamente de la praxis.
En
la arena política, las ideas se homogenizaron también en Europa.
Las izquierdas al intentar alejarse de las prácticas fallidas del
derrotado socialismo, adoptaron discursos que en nada o en muy poco
se diferenciaban del discurso de centro o incluso del de una derecha
moderada. El resultado de este discurso político poco diferenciado
y el carácter cada vez más frívolo de las campañas electorales,
desgastó la confianza de la masa votante que se vio sin
alternativas frente a un status
quo
aparentemente entronizado e inalterable. Llegadas al poder las
dirigencias, sea cual fuera su discurso de campaña, se rendían
ante las limitaciones impuestas por los márgenes de acción de las
democracias constitucionales. Un gobierno de izquierda terminaba
pareciéndose a uno de derecha, tanto en sus vicios como en la
incapacidad de dar solución a los problemas de las mayorías. Esta
situación originó cuestionamientos esporádicos sobre si no era
acaso la misma democracia la que requería modificaciones, ¿no
debía la democracia adaptarse al siglo XXI? La respuesta no surgió,
ni de la Tercera Vía, ni de los intelectuales; la respuesta
pragmática más clara fue la
promulgación por Hugo Chávez en Venezuela de lo que llamó
Socialismo del Siglo XXI. Los gobiernos surgidos bajo esta insignia
en América Latina modificaron a su antojo las reglas del juego,
instituciones y constituciones, aludiendo a la necesidad de
empoderar a las masas.
Con fórmulas vistosas como los Consejos de Poder Ciudadano, o
slogans como “el pueblo Presidente,” el chavismo en Venezuela,
el Orteguismo en Nicaragua, los gobiernos de Evo Morales, Rafael
Correa y Cristina Kirchner reinventaron la democracia y la justicia
social, decretando la zanahoria para sus partidarios y el garrote
para sus críticos. Sonaron las trompetas anunciando la Tierra
Prometida pero también los tambores de una declaratoria de guerra a
los intelectuales díscolos. Se centralizó el poder y se montaron
hábiles maquinarias de propaganda que satanizaron el disenso y
excluyeron
a los que tildaron de enemigos. En este Socialismo del Siglo XXI el
que no es “leal” es peligroso.
Sin duda que hay muchos aspectos positivos en la gestión de estos
gobiernos, pero la aparición de una nueva nomenclatura dispuesta a
imponer
su verdad absoluta en nombre de la necesidad de los pueblos trae
consigo el olor de viejas dictaduras.
Acallar la crítica tiene consecuencias. Ya pasó, en América
Latina, la época dorada de los intelectuales-políticos. Veremos
qué pasa en España donde los intelectuales han vuelto a la
palestra. Hay que cuidar que el sueño de la razón no produzca
monstruos.
Gioconda
Belli
es escritora nicaragüense. En los años 70 y 80 formó parte del
Frente Sandinista.
Venimos
de un Estado pobre, menesteroso, por no decir miserable, más que
endeudado, en permanente bancarrota desde
la guerra de la independencia hasta la guerra de Cuba. En
medio, guerras civiles entre liberales y carlistas y, después, los
continuados desastres de la guerra de Marruecos, que prolongaron la
situación de quiebra hasta bien entrado el siglo XX, cuando
“pacificado” el protectorado marroquí, una enésima rebelión
militar, con su secuela en forma de revolución obrera y campesina,
arrasó de nuevo al Estado dejando aquella espantosa ruina que fue
la herencia recibida por quienes penamos la suerte de nacer en los
años del hambre.
Es
un tópico de nuestra historia atribuir la floración de naciones,
venidas a la existencia en la coyuntura de aquel fin de siglo, a una
debilidad congénita del Estado español. ¿Debilidad, se podría
preguntar, o más bien ausencia? Cuando Ortega publicó su apelación
a la República, varios años después de que Azaña lanzara la
suya, cerró su memorable artículo con un “¡Españoles, no
tenéis Estado, reconstruidlo!”. El Estado español de los años
veinte del siglo pasado se había convertido en una especie de
sociedad de socorros mutuos, había escrito también nuestro más
ocurrente filósofo. Ocurrencia genial en este caso, porque en
efecto todo el aparato del Estado no daba más
que para sostener a aquella sociedad que en otra ocasión el
mismo Ortega calificó como vieja España.
El
caso es que, entre el servicio de la deuda contraída para alimentar
un ejército en permanente derrota, lamiéndose sus heridas en el
exterior con sus recurrentes rebeliones en el interior, el
Estado español careció de recursos, no ya para crear nación, sino
para edificar centros escolares, construir institutos de enseñanza
media, financiar centros superiores de investigación científica,
levantar hospitales, extender ambulatorios, abonar pensiones,
desarrollar servicios. La enseñanza primaria y media se abandonó
en los centros urbanos a manos de la pléyade de órdenes y
congregaciones religiosas que acudieron a España
como a panal de rica miel cuando comprobaron que el Estado no
dedicaba ni un céntimo al capítulo de salarios a maestros, y
dejaba pasar décadas sin construir ni un solo instituto. En
los hospitales de beneficencia se hacinaban los pobres, y los
ambulatorios de la mal llamada Seguridad Social
eran lugares sucios y malolientes, donde un médico mal pagado
recibía al paciente sin dejar que se sentara, apestando a tabaco y
recetando cualquier cosa en un minuto, después de echarle una
mirada de abajo arriba en la que se concentraba la mezcla de
desprecio y hastío que le provocaba aquella hora en que despachaba
a una cincuentena de pacientes.
Ese
fue el Estado que heredamos: nada de extraño que, cuando llegamos a
la edad de la razón política, quisiéramos ser como los franceses.
Parecerá una tontería, pero aquel
querer
ser como
actuó al modo de espoleta, movilizando energías y recursos,
despertando voluntades y agudizando inteligencias
para acabar de una buena vez con el lamento y poner manos a la obra:
en pocos años dejamos de querer
ser como
y emprendimos la tarea de ser
como.
En resumen: un
Estado democrático al modo de Europa, con un potente sistema de
salud, educación primaria universal y gratuita, institutos para
enseñanza media, universidad en expansión, centros de
investigación, pensiones. El español era por fin como los europeos
un Estado sostenido en el compromiso keynesiano, en bienes públicos
que amortiguan las desigualdades sociales inherentes al sistema
capitalista.
Y
de pronto, la política elaborada para hacer frente a la primera
gran crisis del capital del siglo XXI rompe, contra los intereses de
la mayoría, el
pacto que sirvió de base a nuestro actual Estado social.
Las listas de espera en la sanidad pública se alargan hasta el
punto de sumar cientos de miles los pacientes que ven pasar meses y
hasta años sin posibilidad de realizar una consulta, someterse a un
análisis o sufrir una operación. Y si se mira al ámbito de la
ciencia, el paisaje comienza a ser el de un territorio desertado,
producto de una terapia de choque: drástica reducción de
presupuestos, supresión de programas, cierre de equipos,
investigadores a la calle. La majadera provocación de Miguel de
Unamuno cuando de su pluma salió “que inventen ellos” no es
nada comparado con el perverso designio que anima al Gobierno de
esquilmar la producción científica en España.
Aunque
la propaganda política se cebe en desprestigiar a los funcionarios
como individuos que una vez conquistada su plaza se echan a sestear,
es lo cierto que en la historia de la Universidad y de los centros
superiores de investigación de España nunca se había publicado,
debatido o celebrado simposios como en los últimos 30 años. Nunca
tantos españoles han participado en tantos proyectos
internacionales de investigación o han ganado una plaza docente en
universidades extranjeras. Pero nunca tampoco han vivido tantos
investigadores, con decenas de artículos publicados en las mejores
revistas de su especialidad, tan en precario, como becarios hasta
cumplidos los 40 años, o haciendo ya las maletas. Y el panorama no
es muy diferente si se mira a la educación primaria y media: miles
de profesores que habían concursado con éxito en oposiciones para
plazas docentes y que solo pudieron ocuparlas de forma interina se
han encontrado con el despido mientras se
expanden los colegios concertados.
Tan
recién construido como era nuestro Estado social, con apenas 30
años de vida, y ya se empeñan desde los Gobiernos en provocar su
irreversible ruina, reduciendo presupuestos en sanidad, educación y
ciencia,
paralizando inversiones, expulsando a interinos, amortizando plazas
de jubilados (10 por uno es nuestro precio), externalizando —¡qué
negocio!— servicios, congelando salarios. Y como la
política de destrucción de bienes públicos
por las bravas, entregándoselos a precio de saldo a intereses
privados, ha tropezado con fuertes resistencias en la calle, se ha
sustituido por un deterioro programado: que nos hartemos de esperar
tres, seis, nueve meses en una lista y vayamos adonde tendríamos
que haber ido desde el principio, a la clínica privada; que la
gente se espante al ver que sus hijos van a una clase donde los
alumnos comienzan a ser multitud y los maestros parecen cansados.
Lo
vamos a sentir, a llorar más bien, porque nunca
hemos disfrutado en España de bienes públicos en tanta cantidad y
de tan alta calidad como los construidos desde la Transición a la
democracia hasta 2008.
Pero desde que nos golpeó la crisis, todo es destrucción,
acelerada a partir del retorno del Partido Popular al poder.
Destrucción, no reforma, no planes en busca de mayor eficiencia, no
mejora en la distribución y empleo de recursos, no propuestas para
alcanzar mayores rendimientos, no políticas de personal que premien
méritos y penalicen ausencias inexcusables. Reformar para qué, si
se ahorra más y se acaba antes sacudiéndonos todo este peso de
encima: esa es la política; y este el resultado: una
amenazante devastación de bienes públicos que pone fin al periodo
de mayor cohesión social vivido por la sociedad española desde que
existe como sujeto político, o sea, desde la Constitución de
Cádiz.
Lo
que vendrá después, una vez culminada la operación, ya se puede
imaginar: los bienes y servicios públicos emergerán de su ruina
como propiedades privadas cuyo acceso por los ciudadanos estará en
función de su diferente poder adquisitivo. No era bastante la
agresión que las clases medias, en sus distintos niveles, han
sufrido con la bajada de salarios nominales y reales, la masiva
pérdida de empleos, los ERE y demás artefactos de liquidación de
derechos laborales, que no contentos con todo eso, se aplican a dar
la última puñalada: si
necesitas ir al médico, hazte un seguro privado; si estás dotado
para la ciencia, vete al extranjero; si quieres para tus hijos un
colegio con un profesorado joven y motivado, págatelo
de tu bolsillo. Esto es el mercado, so idiotas, nos dicen los que
pretenden protegernos de la devastación que ellos mismos provocan
en los bienes públicos. Y en esas estamos, con un mercado creciente
y un Estado menguante, en trance de reducirse otra vez a sociedad de
socorros mutuos.
La
devastación de los bienes públicos, Santos Juliá
Innumerables
han sido los obstáculos que los españoles se han visto obligados a
derribar desde que aquel eminente economista y jurisconsulto que fue
Álvaro Flórez Estrada estampara en su proyecto de Constitución
como artículo primero: “Ningún
español será llamado vasallo. Todos serán llamados ciudadanos
españoles”.
No
alcanzó esta proclama su lugar en la Constitución de Cádiz,
pero quedó desde aquellos años de guerra por la independencia y de
revolución por la libertad como la meta siempre pendiente de
conquistar, un paso adelante y dos atrás y vuelta otra vez a
empezar; larga y tortuosa historia en la que muchos ofrendaron sus
vidas y muchos más, durante demasiado tiempo, vieron pateada su
condición
de ciudadanos, convertidos por la fuerza de las armas o de la
religión en súbditos o vasallos.
Es
la ciudadanía lo que marca a fuego nuestra pertenencia a una
comunidad política de hombres y mujeres libres, y es por eso la
condición de ciudadanos la que nos impone deberes y nos atribuye
derechos sin los que no sería posible alcanzar la libertad y
conservarla.
Y
en este punto no hay excepción que valga: la vigencia de los
derechos políticos que nos constituyen en miembros activos de una
comunidad dependen en todo momento de la condición
reconocida de ciudadanos, que es inseparable del imperio de la ley,
igual para todos.
No hay, no es posible que haya, ciudadanía común cuando una elite
de privilegiados está exenta de la obediencia a las leyes.
No
hemos sido nosotros educados en esos valores, ciertamente: la ley
—nos han enseñado— está para burlarla; sólo tienes que
cuidarte de que no te pillen en el delito. Constituye una causa
formidable del desastre
moral en que nos ha sumergido la corrupción política que quienes
más obligados estaban a cumplir la ley,
por su significación simbólica o en razón de su representación
política, hayan sido los más diestros y pertinaces a la hora de
burlarse de ella: presidentes de comunidades autónomas, ministros,
consejeros, diputados, alcaldes, concejales, cuyo primer timbre de
gloria tendría
que haber sido el ejercicio del poder cumpliendo y haciendo cumplir
la ley,
han acabado en el banquillo de los acusados.
Toca
hoy a una infanta, que lo es por ser ciudadana de un Estado de
derecho y por ese título, por el que tanta sangre se ha derramado en
España, obligada al cumplimiento de la ley. Los jueces dirán lo que
sea menester en relación con su presunto delito; mientras tanto,
bienvenida sea a la comunidad de ciudadanos libres e iguales.
Ciudadana
Cristina, Santos Juliá
No
goza de buena fama la Constitución de 1978: en el mejor de los
casos, se dice de ella que fue resultado de un compromiso apócrifo,
por haber aplazado a un incierto futuro la resolución de los
conflictos que dividían a las fuerzas políticas en torno a las
candentes cuestiones de distribución territorial del poder; en el
peor, se achaca la generalización de las autonomías y la negativa a
acometer la construcción de un Estado federal al miedo a las guerras
del pasado y a los sables del presente, a la obsesiva exterminación
de la memoria, a la renuncia o traición a los principios, a la
persistencia o resabios del franquismo y otras lindezas por el
estilo. El veredicto: una Constitución
culpable de los males que aquejan hoy al Estado.
Para
empezar por el principio, no estaría mal recordarnos tal
como éramos entonces. Por edad unos, y por
experiencias políticas acumuladas otros, la mayoría de quienes
participaron en el debate constituyente de
1978 se sentían, y estaban, más preocupados por edificar Estado que
por construir nación. En verdad, a muchos de quienes
nacimos poco antes o poco después de la Guerra Civil, la nación,
por decirlo malamente y pronto, nos importaba una higa. Ahítos de la
única, católica, verdadera nación española, vagamos
durante años con hambre de Estado democrático. Estado
y valores correspondientes a la ciudadanía política: libertad,
democracia, garantía de derechos, justicia, nos importaban
infinitamente más que los valores atribuidos a la identidad
nacional, cuando nacional calificaba a movimiento, no
todavía a Assemblea de Catalunya.
Fue
por eso, y por las solidaridades y amistades derivadas de los
encuentros entre disidentes del régimen y militantes de la oposición
a partir de 1956 y, con más frecuencia e intensidad, desde 1962, por
lo que tras conocerse el resultado de las primeras elecciones
generales, diputados que venían de la derecha, la izquierda y el
centro, se encontraron ante una oportunidad
inédita en nuestra historia constitucional, la de entenderse como
ciudadanos de un Estado en construcción más que como miembros de
una nación construida. De ahí que los términos
nacionalidad y autonomía no crearan ningún problema a la gran
mayoría de miembros de la ponencia ni de la comisión constitucional
y que las presiones que llegaron de fuera del Parlamento, ni pocas ni
livianas, no alcanzaran el grado de calor suficiente como para fundir
un vocablo —autonomía— directamente traído
de la Constitución de la República, y otro —nacionalidad—
incorporado por vez primera a una Constitución española.
Ciertamente,
y en lo que a la construcción de Estado se refiere, los
constituyentes sólo acordaron los procedimientos que habrían de
seguirse para dotar de instituciones a las provincias de similares
características históricas, culturales y económicas que decidieran
formar una comunidad autónoma. Pero esta
recuperación del principio dispositivo republicano no tuvo nada que
ver con el miedo o la desmemoria, sino con una antigua reivindicación
del derecho de las regiones y nacionalidades a la autonomía, de la
que la oposición a la dictadura hizo su bandera. No
era el Estado el que establecía y llenaba de contenido la autonomía
de nacionalidades y regiones, sino estas las que veían reconocido
por el Estado una especie de derecho ancestral. Y porque tenían que
responder a una diferente demanda de autonomía, los constituyentes
no se plantearon siquiera proceder a una distribución homogénea del
poder al modo de los Estados federales, sino al modo que en España
ya lo había intentado la República con el llamado Estado integral.
En
la República no hubo tiempo, pero sí en la nueva democracia, de
recorrer todo el camino y desarrollar todas las potencialidades del
principio dispositivo. Tiempo y proyecto político: desde
la aprobación de sus estatutos, las élites políticas y los
gestores de la cultura dispusieron de un libre y continuado poder de
Estado que ejercieron, con mayor o menor intensidad, al servicio de
la construcción de identidades diferenciadas. Y ha
sido esa política, no la Constitución ni el sistema autonómico
finalmente alumbrado, la que nos ha traído al punto en que estamos y
que, a la vista de los nuevos estatutos de autonomía promulgados en
la primera década del siglo, podría definirse como inversión
radical de las preocupaciones que dieron origen a la Constitución:
ahora, lo que nada importa es el Estado,
aplicados como están todos los poderes regionales a la construcción
de naciones.
El
desarrollo federativo del Estado autonómico y esta inversión en la
jerarquía de las demandas políticas reclama
hace al menos una década una reforma de la Constitución, que no ha
sido posible porque cada uno de los dos grandes partidos de ámbito
estatal se empantanó en la política suicida de dañar la
legitimidad de su adversario, comprometiendo de esta manera la
suya propia. Ante la crecida de la política de crispación, el PSOE
optó por abandonar el proyecto reformista anunciado en la primera
investidura del presidente Zapatero para lanzar de manera
irresponsable una carrera de reformas de los Estatutos con el no
disimulado propósito de modificar la Constitución por la puerta de
atrás: si la Constitución se ha quedado estrecha, cambiemos los
estatutos. En esa operación, el principio dispositivo que había
actuado en la puesta en marcha y consolidación del sistema de las
autonomías quemó sus últimas reservas energéticas hasta quedar no
ya agotado, sino tirado al cubo de la basura.
Pero
si del compulsivo ordeño del principio dispositivo no se puede
extraer ni una gota más de leche, si la construcción del Estado de
las autonomías ha concluido y, a pesar de eso, la distribución
territorial del poder aparece hoy más conflictiva que nunca,
entonces es que hay que reformar el Estado. ¿Convirtiendo el Estado
autonómico en un Estado federal? Vivimos ya
en un Estado federal, perfectible, sin duda; con deficiencias de
origen que es necesario arreglar, nadie lo discute; de un tipo
especial, todos estamos de acuerdo; pero federal. No es en
la ausencia de federalismo donde radica la cruz del problema, sino en
el hecho de que en el Estado español conviven hoy malamente varias
naciones, varias culturas y varias lenguas, una realidad nueva,
resultado, no de la Constitución sino de las políticas
nacionalizadoras seguidas desde su promulgación.
¿Es
posible un Estado que reconozca constitucionalmente este hecho nuevo?
Un hombre sabio y, además, bueno, como lo era Juan J. Linz,
respondió hace años que sí, que “un Estado democrático,
multinacional, multicultural y multilingüe es posible”. A
condición, añadía, de que
abandonemos las dos ideas dominantes en los procesos de construcción
del Estado y de la nación: “Que todo Estado debe esforzarse por
convertirse en un Estado nacional y que toda nación debe aspirar a
convertirse en un Estado”. Que abandonemos: se trata,
pues, de un abandono más que de una nueva conquista. Un doble
abandono, en realidad, pues se refiere al Estado de todos y a la
nación de cada cual y a los poderes ejercidos por partidos políticos
como titulares del poder del Estado y como gestores de identidades
nacionales: una distribución de poder al que se desnudaría de
simbólicas legitimaciones nacionales, siempre excluyentes, nunca
inclusivas; y una reorganización del Estado, concluía Linz, que no
puede responder a criterios homogéneos ya que intenta dar respuesta
a demandas distintas.
De
acuerdo, es más fácil decirlo que hacerlo, porque la tarea que
tenemos por delante consiste en una nueva redistribución de un poder
asentado en bases institucionales consolidadas, las desarrolladas a
partir de la ahora denostada Constitución de 1978. Pero aunque sea
cierto que piedra tirada no vuelve al puño, y muchas piedras nos
hemos arrojado a la cabeza en los últimos años, merece la pena
intentarlo, porque solo una cosa es cierta: encerrarse
en la negación absoluta a toda clase de reformas en el orden
constitutivo —como Juan Valera criticaba de Cea Bermúdez— es el
mejor camino hacia el desastre.
Habrá
que intentarlo, pues, y para ello tendríamos que aprender a
entendernos y sentirnos no tanto como miembros de tal o cual nación
sino como ciudadanos de un Estado
democrático y multinacional que no conoce fronteras interiores
marcadas por identidades homogéneas, divididas y excluyentes.
Nadie dice que sea fácil, pero quizá, para iniciar el aprendizaje,
no resulte superfluo echar una mirada atrás, crítica, pero no por
eso derogatoria, a la Constitución que nos
devolvió la convivencia en libertad y nos inició en el camino de la
autonomía como ciudadanos de un mismo Estado democrático.
Alegato
por una reforma de la Constitución, Santos Juliá.
Un
regalo envenenado, Reyes
Mate
Javier
Cercas dice que le tocó la lotería el
día que Enric Marco pasó de heroico superviviente a vulgar
estafador.
Tenía tema, el tema de El
impostor,
en el que Marco es parábola de nuestro tiempo o arquetipo de cómo
nos comportamos. Marco no es desde luego el primer estafador. Hace
casi veinte años Wilkomirski,
autor suizo de Fragmentos,
un libro donde se inventaba una falsa infancia en un lager,
provocó un cataclismo. La razón de esta conmoción tenía que ver
con la significación de Auschwitz, un acontecimiento singular porque
fue impensable, es decir, escapó a las coordenadas del conocimiento.
Solo nos era accesible su significación a través de los testigos.
La memoria de los supervivientes adquiría un valor epistémico de
primer orden. La memoria era el a
priori
del conocimiento, lo que da que pensar. Un
engaño en el testimonio suponía un atentado
al pensar después de Auschwitz y eso no se podía tolerar. El debate
consiguiente se centró en la verdad de lo ocurrido y cómo contarlo.
Estaba claro que había zonas de aquella realidad que escapaban a la
historia y solo nos eran accesibles desde la memoria, que no es solo
subjetiva, sino objetiva; que no produce solo sentimientos, sino
también conocimiento. La
memoria del filósofo o la del narrador no es la del historiador.
Muchos de estos debates asoman en la poderosa novela de Cercas,
aunque él, cuando ejerce de ensayista, opta por desacreditar la
memoria. Se cuela en su obra el debate español sobre memoria e
historia y eso desorienta mucho. Porque al
entender la memoria como quieren los historiadores (algo subjetivo y
sentimental),
tira piedras sobre su propio tejado. Al fin y al cabo, lo que aquí
nos convoca es un caso de falso testigo para descubrir algunas
verdades a través de una mirada moral al pasado: la memoria.
Herida
por la historia, Santos
Juliá
Muchas
fueron las voces que se elevaron en la última década del siglo XX,
en Francia como en Estados Unidos, para denunciar el delirio
conmemorativo, el frenesí de memoria que anegaba la cultura de un
presente carente de futuro. La memoria se había convertido en una
nueva industria, escribía Kerwin Klein, y Norman Finkelstein
publicaba sus reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío
bajo el título La
industria del
Holocausto.
El fenómeno tenía que ver con la nueva
función del Estado como gran agente cultural, y con el salto de la
identidad al primer plano de las políticas de nuestro tiempo. La
memoria colectiva alcanzó el valor de lo sagrado para dotar de
legitimidad a políticas identitarias
en las que el individuo no es nada si no se disuelve en un nosotros
ante quien los demás se sienten en deuda permanente: somos víctimas,
somos nación. Ante esa avalancha memorialista, el
empeño de narrar, tras una dura indagación, los hechos de otros
tiempos tal como verdaderamente ocurrieron se despreció
como una risible pretensión, como una pasión inútil por conocer
ese lugar extraño que es siempre el pasado. Y, sin embargo, nunca
se repetirá demasiado que es ahí, en la austera pasión por el
hecho, de la que hablaba Yerushalmi, donde radica la única
posibilidad de que en la foto del pasado no desaparezca la cara de un
hombre
para dejar solo su sombrero, que ningún Stalin pueda suprimir del
cuadro a ningún Trotski. No que la memoria se reduzca al ámbito de
lo privado, sino que, para que cuando sea pública no caiga en mera
manipulación o en industria de falsos testigos o de gestores de la
cultura, para que sea una memoria ilustrada, ha de ser y sentirse,
según la bella imagen de Paul Ricoeur, blessée
par l’histoire,herida
por la historia.
¿Memoria
o Historia?. El dilema: ¿es la memoria del historiador la misma que
la del filósofo o narrador?
“El
pleito de Cataluña es la
nacionalidad”,
afirmó Francesc Cambó en la fiesta de la Unidad Catalana,
organizada el 21 de mayo de 1916
en el Palau de la Música de Barcelona para celebrar el triunfo de la
Lliga Regionalista en las recientes elecciones legislativas.
“Cataluña”, añadió, “sabe lo que es la nacionalidad, tiene
conciencia de ella y quiere el derecho a regir su vida. Queremos el
régimen de nuestra vida interna, sin odio a nadie, pero con tal
intensidad que combatiremos sin tregua todo lo que se oponga a
nuestro paso”.
El
combate había comenzado alrededor de 30
años antes,
cuando una
élite de burgueses, profesionales e intelectuales catalanes salió a
la palestra negando el supuesto sobre el que los liberales trataron
de construir un Estado desde los tiempos de guerra contra el francés:
la perfecta adecuación entre Estado unitario y nación española. Y
en efecto, ya se mire la prolija Memòria
en defensa dels interessos morals i materials de Catalunya,
presentada al rey Alfonso XII en febrero de 1885,
ya el más breve Missatje
a S.M. Donya Cristina de Hausburg-Lorena, Reina Regent d’Espanya,
Comtessa de Barcelona,
lo que aquellos catalanes afirmaban no era tanto que España no fuese
una nación como que en
el mismo Estado del que España era nación existían regiones con
rango de nacionalidades.
Entre ellas, Cataluña, por una diferencia de lengua, de derecho
civil, de cultura, de historia, que se remontaba a la Edad Media,
sustrato sobre el que habría de basarse una autonomía, entendida,
según lo expresará en marzo de 1892 las Bases
per la constitució regional catalana,
como soberanía en su gobierno interior.
En
la Monarquía: la autonomía integral
Aquellas
demandas
de autonomía —alimentadas por una ideología historicista,
tardorromántica y corporativa, e impulsadas por la protesta contra
la unificación del derecho civil, penal y mercantil,
contra la división del Estado en provincias y por la defensa de la
lengua y del arancel— procedían de fuera del sistema político,
de la rica trama de entidades cívicas, culturales y económicas que
poblaban Cataluña. Pero a partir de 1898, y como resultado de la
crisis moral y política provocada por el Desastre, la Unió
Regionalista y el Centre Nacional Català decidieron dar
el salto a la política creando en 1901 la Lliga Regionalista
y competir, con singular éxito, en elecciones como partido
político.
A
partir de ese momento, será la Lliga, con Enric Prat de la Riba y
Francesc Cambó como líderes de sus dos principales corrientes,
quien defienda una renovada concepción de la autonomía, sostenida
en el “hecho diferencial” que proclama a Cataluña única nación
de los catalanes y que proyecta a España como Estado llamado a una
misión imperial, único camino para devolverle su perdida grandeza.
Cierto,
los hechos diferenciales eran múltiples y los catalanistas estaban
dispuestos a reconocerlo. En la primera visita del joven rey Alfonso
XIII a Barcelona en abril de 1904, Cambó no perdió la ocasión de
recordarle la necesidad de una reorganización del Estado que
posibilitara el injerto —“ahora difícil, casi imposible”—
de todas las autonomías de los “organismos naturales: la región,
el municipio y la familia”. Y Prat de la Riba, al presentar en
diciembre de 1911 a José Canalejas un proyecto de bases para la
constitución de la Mancomunidad catalana, insistirá en que su
sentido descentralizador no era exclusivo de Cataluña, sino
“aspiración más o menos manifiesta de todas las regiones y
provincias de España”.
De
modo que autonomía
de Cataluña y reforma constitucional vinieron a ser la misma cosa.
Dos años después de haberse aprobado el Estatuto de la
Mancomunidad en marzo de 1914, Francesc Cambó presentaba en el
Congreso una nueva propuesta, retomada por la Asamblea de
Parlamentarios en 1917 y reiterada un año después, tras su primera
experiencia como ministro en un Gobierno presidido por Maura. Era la
“autonomía integral” que correspondía a la nacionalidad y que
se resumía en la capacidad de los catalanes de regir todo aquello
que afectaba a su “vida interna”, o sea, todo lo que no se
atribuía expresamente al Estado en el reparto de competencias
plebiscitado en las asambleas de los municipios catalanes convocadas
por la Mancomunidad. Así reconocida, la
autonomía de Cataluña no podía entenderse como separación, sino
como acicate a los otros pueblos de España para que siguieran el
mismo camino:
“Queremos que venga con España, porque sentimos a España como
algo nuestro”.
Sin
la conmoción mundial de la Gran Guerra, el triunfo de aquellos
ideales se presentaba como “tarea larga y pesada”. Pero el
momento había llegado y después de atender una llamada de Alfonso
XIII —que le prometió la autonomía inmediata a cambio de
“provocar un movimiento que distraiga a las masas de cualquier
propósito revolucionario”—, Cambó exhortó a los catalanes
asegurándoles que había querido Dios “que en nuestra generación
esté la suerte de Cataluña”. “La autonomía completa,
absoluta, integral” estaba, por fin, al alcance de la mano. De ahí
que su frustración fuera profunda cuando Antonio Maura, alarmado
ante las nuevas Bases presentadas por la Mancomunidad el 25 de
noviembre de 1918 —un Parlamento catalán con dos Cámaras, un
Gobierno, un tribunal mixto para dirimir posibles pleitos con otras
regiones—, exclamó: “¿Autonomía integral?... No sé lo que
es”. “Ustedes”, les dijo, “han delimitado la región
amojonando el Estado”. La promesa regia se disolvió aplastada por
las ovaciones de los parlamentarios del turno, mientras los
diputados y senadores de la minoría catalana abandonaban el
Congreso. La autonomía integral moría antes de nacer: “¿Monarquía?
¿República? ¡Cataluña!”, exclamará Cambó, mientras el
republicano Marcel·lí Domingo, tendiéndole la mano, le prometía
que “con la República tendrán todas las
regiones la autonomía a que aspiran”.
En
la República: la región autónoma
Y
la República llegó con el triunfo, en las elecciones municipales
del 12 de abril de 1931, de la coalición republicano-socialista en
España y de Esquerra Republicana, un partido recién creado, en
Cataluña. A las dos menos cuarto del día 14, Lluís Companys salió
al balcón principal del Ayuntamiento y proclamó la República
Federal Española, solo para que una hora después Francesc Macià
le corrigiera la plana declarando la instauración de un “Estat
català, que amb tota la cordialitat procurarem integrar a la
Federació de Repúbliques Ibèriques”. Tal vez alguien advirtió
al viejo líder de la imposibilidad de integrar el Estat
català
en una entidad inexistente, el caso fue que Macià rectificó su
propia corrección y proclamó a la caída de la tarde la “Republica
catalana com Estat integrant de la Federació Ibérica”.
La
inquietud que estas sucesivas, y algo extravagantes, declaraciones
despertaron en el Gobierno provisional de la República movió a su
presidente, Niceto Alcalá Zamora —que en 1916 había afirmado que
Cataluña era “una región vigorosa, pero no una nacionalidad, ni
puede serlo”—, a despachar tres ministros (Domingo, Nicolau y De
los Ríos) a Barcelona con objeto de negociar una fórmula de
avenencia. La encontraron no en el restablecimiento de la
Mancomunidad, disuelta por la dictadura de Primo de Rivera (1925),
sino más lejos en el tiempo, en el de la
Generalitat como gobierno provisional hasta que se promulgara la
Constitución y en el compromiso de presentar como ponencia ante las
futuras Cortes Constituyentes el
proyecto de estatuto de autonomía que el pueblo catalán y
la Generalitat presentara al Congreso de Diputados.
Calmados
de esta manera los ánimos, la Comisión Jurídica Asesora,
encargada por el Gobierno de preparar un anteproyecto de
Constitución, no consideró la posibilidad de un Estat
català
y desechó la idea de una república federal española, pero
reconoció el derecho que asistía a todas aquellas provincias
limítrofes, con características históricas, culturales y
económicas comunes, a presentar un estatuto de autonomía si así
lo decidían. Los miembros de la Comisión pensaban quizá en la
demanda de autonomía presentada años antes por la Lliga y
reconocían idéntico derecho a todas las provincias que “acordaran
organizarse en región autónoma para formar un núcleo
político-administrativo dentro del Estado español”. La
Constitución de la República vino a reconocer lo que habían
repetido todos los catalanistas, monárquicos o republicanos desde
hacía 50 años: que la autonomía de Cataluña implicaba proceder a
la reestructuración del Estado en regiones autónomas.
Quedaba
así despejado el camino para que el Estatuto plebiscitado y
presentado por la Generalitat comenzara a ser debatido. Manuel
Azaña, presidente del Gobierno, pulverizó las barreras que se
habían levantado durante su tramitación recordando que en el siglo
XIX vientos universales habían depositado sobre el territorio
propicio de Cataluña gérmenes que “habían arraigado y
fructificado” hasta constituir “hoy el problema político
específico catalán”. El pleito de Cataluña se define así como
problema político, que exige una solución política que ya no
podía proceder del jacobinismo del siglo anterior, sino del
reconocimiento de la diferencia en un estatuto para la región
catalana. Luego, como escribió Josep Pijoan, “vendrán otros
estatutos, y así, de manera natural, biológica, la Península se
federará poco a poco, según corresponde a su variedad”.
La
política, sin embargo, acabó por desviar el curso de la naturaleza
y de la biología. El Estatuto, promulgado como Ley de la República
el 15 de septiembre de 1932, quedó suspendido el 6 de octubre de
1934 a consecuencia de la rebelión de la Generalitat, azuzada en
primera instancia por la anulación de la ley de contratos de
cultivo por el Tribunal de Garantías Constitucionales y, en última
y definitiva, por la entrada de la CEDA en el Gobierno.
El
presidente Companys proclamó esta vez el Estat Català de la
Republica Federal Espanyola para, acto seguido, rendirse ante el
general Domingo Batet y ser encarcelado junto a sus compañeros de
insurrección. “Todo se ha perdido, incluso el honor”, escribió
el periodista Gaziel al comentar el “desastroso final del primer
ensayo autonomista realizado en Cataluña”.
Aunque Gaziel no lo
pudiera imaginar en 1934, todavía quedaba mucho que perder.
Restablecido tras las elecciones de febrero de 1936, el
Estatut fue suspendido por el Gobierno de la República en todo lo
relacionado con el orden público tras los días de guerra civil en
mayo de 1937 en Barcelona, y en la zona rebelde quedó derogado por
el general Franco por Ley de 5 de abril de 1938.
Companys, un presidente al que el Gobierno siempre se le escurría
entre las manos, recuperó el honor en forma de martirio al ser
capturado en París por la Gestapo, entregado a Franco y fusilado en
1940.
En
democracia: nacionalidades y regiones
Que
la historia no siempre es maestra de la vida quedó bien demostrado
en junio de 1962 cuando en el encuentro de fuerzas políticas del
interior y del exilio en Múnich, y tras otro acalorado debate, no
hubo manera de llegar a un acuerdo sobre si eran pueblos, regiones o
nacionalidades las entidades a las que una futura democracia
española debería reconocer la autonomía. El duro
enfrentamiento entre catalanistas y democratacristianos presentes en
el coloquio solo llegó a una tregua cuando Salvador de Madariaga
propuso como fórmula de compromiso “el reconocimiento de la
personalidad de las distintas comunidades naturales”.
Unas
fórmulas —personalidad, comunidad natural— llamadas a corta
vida: desde mediados de la década de 1960, los partidos, grupos y
asambleas de oposición a la dictadura recuperaron los viejos
términos de nacionalidad y región como mejor expresión de un
derecho que en ocasiones llamaban de autonomía y en otras de
autodeterminación. Pueblos, nacionalidades
y regiones eran, las tres en plural, voces bien
arraigadas en los léxicos políticos español y catalán cuando se
inicia en 1977 el debate constitucional, y no fue casualidad ni
capricho, menos aún delirio, que las tres encontraran su camino
hasta verse estampadas en la Constitución: los pueblos de España
aparecen en el preámbulo, el pueblo español se presenta en el
artículo 1 y las nacionalidades y regiones irrumpen, juntas, en el
artículo 2.
Ni
pueblos de España ni pueblo español crearon mayor problema, pero
la llegada por vez primera de
nacionalidades a un texto constitucional levantó una tormenta.
Cuando se hizo pública su presencia en el anteproyecto, no faltaron
voces templadas, como la de Manuel García Pelayo, que mostró su
cautela porque nacionalidad introducía gran incertidumbre sobre el
futuro del Estado y porque “formaba parte de la dialéctica de las
cosas, no de la fatalidad histórica, que del Estado de
nacionalidades se pase a su disgregación en varios Estados
nacionales”. Por eso, y porque la cúpula militar tampoco se
mostraba muy complacida por la novedad, el artículo 2 pagó con la
redundante fórmula de la “indisoluble
unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos
los españoles” la presencia a su vera de
nacionalidades y regiones.
En
todo caso, nacionalidades y regiones y, con ellas, el principio de
generalización de la autonomía y del derecho de cada una a
elaborar su propio estatuto, era algo que la oposición lo tenía
hablado desde años antes y fue objeto de los acuerdos firmados por
Coordinación Democrática con Assemblea de Catalunya y con Consell
de Forces Polítiques de Catalunya en sendas reuniones mantenidas en
Barcelona el 21 de mayo de 1976.
De
la necesidad urgente de estructurar el Estado en nacionalidades y
regiones habló con Adolfo Suárez en enero de 1977 una delegación
de la Comisión de los Nueve, formada por Felipe González, Antón
Cañellas, Joaquín Satrústegui y Julio Jáuregui. Naturalmente,
Jordi Pujol, al hablar de nacionalidad en el pleno del Congreso de 4
de julio de 1978, recordó con orgullo que fue la minoría catalana
“la que introdujo en su día ese término [en el proyecto de
Constitución] y luego lo ha defendido”. Por todo eso y por la
pacífica restauración de la Generalitat de Catalunya, la llegada
de los dos términos a la Constitución, tras la frustración de la
autonomía integral en 1918 y la liquidación por las armas de la
región autónoma 20 años después, se
celebró en 1978 como un logro que cerraba un siglo de pleito
catalán.
En
la crisis: nación soberana
No
lo cerró. Al cabo de tres décadas, un programa de construcción
nacional, elaborado y ejecutado con recursos públicos desde un
poder de Estado como es la Generalitat, ha culminado en la
reapertura del pleito de Cataluña sobre otras bases y con otras
metas. Al calor del fin de otra guerra, en esta ocasión fría, y
del derrumbe del imperio ruso-soviético y la creación de nuevos
Estados en Europa, emergió
un nuevo proyecto político que podría expresarse como cierre del
pleito de nacionalidad, apertura del pleito de nación.
Primero fue que la Constitución se había
quedado estrecha; luego, que el Estado español no sería plenamente
democrático hasta que no se constituyera como plurinacional,
siendo cuatro sus naciones: Castilla, Cataluña, Euskadi y Galicia;
finalmente, que nación plena exige Estado
propio.
El
camino a la independencia, soterrado en una semántica plagada de
equívocas metáforas, experimentó una formidable aceleración con
la
última ronda de reformas de estatutos que transformó a regiones en
nacionalidades y a nacionalidades en naciones mientras el Tribunal
Constitucional sufría el más severo desprestigio de su vida.
Culminada la irresponsable ronda poco antes de que se desatara la
Gran Depresión, lo ocurrido desde junio de 2011, con el Parlament
cercado, los diputados víctimas de escraches y vapuleos y, casi de
inmediato, las campañas “España nos roba” y “Expolio
fiscal”, las masivas diadas
y, en fin, pero no en último lugar, la revelación de la corrupción
sistémica sobre la que la familia Pujol-Ferrusola había construido
su poder absoluto, ha impulsado al Gobierno de la Generalitat a
abrir, no una nueva etapa de esta larga historia, como afirma su
presidente, sino un nuevo pleito, de otra naturaleza. La
declaración de soberanía en enero de 2013 y la convocatoria de un
referéndum por la independencia un año después no miran a la
reestructuración del Estado español, sino a su fragmentación en
naciones soberanas, cada cual con su Estado unitario.
Que,
como resultado del liderazgo errático y aventurero del president
Mas, y del mudo esperar y ver del presidente Rajoy, la historia aquí
contada no pueda terminar sino con un “el tiempo dirá” dice
mucho acerca del imprevisible y, ya para todos, ruinoso desenlace de
este nuevo pleito de Cataluña.
El
pleito de Cataluña. Crónica
histórica del viaje desde la autonomía regional a la soberanía
nacional, Santos Juliá