Este
verano he vuelto
al Quijote. Empecé queriendo releer la segunda parte. Pero a los pocos
capítulos decidí empezar por el principio: por la dedicatoria, por el prólogo y
los poemas burlescos, uno por uno. Tanto se ha escrito sobre el Quijote, tantas
cosas inteligentes y apasionadas y también tantas tonterías, tanta hojarasca de
discursos. Y sin embargo, basta abrir la novela y empezar el prólogo y lo
asalta a uno su extraordinaria verdad, una
voz que hasta entonces yo no creo que se hubiera escuchado en la literatura, la
de un ser humano que interpela a otros, con la misma inmediatez con que Durero,
por primera vez en la historia del Arte, nos mira directamente a los ojos desde
su autorretrato, estremeciéndonos con su cercanía:
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse…
La higuera, Don
Quijote, el verano, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 22 de julio
de 2010]


La higuera, Don Quijote, el verano, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 22 de julio de 2010]
La vida misma, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 30 de julio de 2010]
La novela de la vida, Antonio Muñoz Molina [El País, 31 de julio de 2010]
La vida misma, Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 30 de julio de 2010]
La novela de la vida, Antonio Muñoz Molina [El País, 31 de julio de 2010]
Segundas partes, Antonio Muñoz Molina [El País, 21 de agosto de 2010]
Fragmentos de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Anaya.
Donde Cervantes inventa de verdad la novela moderna es en la segunda parte del Quijote, no en la primera. Fue escribiendo la segunda parte cuando se atrevió a prescindir de la peripecia, de la tentación y la rutina de lo novelesco para contar sin énfasis los episodios cotidianos de la vida. Probablemente no lo hizo a propósito, ni siquiera de buena gana. Como tantas personas de mucho talento que son conscientes de no haber recibido todo el crédito que merecían, Cervantes era muy sensible a las críticas, y una de las que más le habían herido era la de que en la primera parte del Quijote había demasiadas historias intercaladas, demasiados quiebros en la narración principal. De modo que en la segunda parte contuvo su tendencia natural a la variedad de los relatos, que mantenía intacta desde la juventud, como se ve leyendo la otra novela que a él probablemente le importaba más que el Quijote, Persiles y Sigismunda.
Dos
personajes conversan y el diálogo se prolonga sin esfuerzo, y casi sin
propósito, porque es una conversación de verdad
y no un debate intelectual en el que cada interlocutor, como sucede en la
primera parte, representa una posición definida: Sancho conversa con su mujer,
Teresa Panza, a lo largo de un capítulo entero que es una maravilla de
comicidad sin caricatura, y nos damos cuenta de que Cervantes está dejándose llevar sin apuro por las ocurrencias,
como si escuchara esas dos voces en su imaginación; en la oscuridad de una
noche sin luna charlan en voz baja Sancho Panza y el escudero del Caballero de
los Espejos, y mientras charlan comen y beben vino, y casi sin darse cuenta,
por efecto del vino y la comilona, se quedan dormidos.
Hay cosas que parece que van a suceder, pero
que no suceden:
quedan interrumpidas, en suspenso, como en una escena de Vermeer. Los cómicos
disfrazados de personajes de auto sacramental que van en el carro de las Cortes
de la Muerte están a punto de apedrear a don Quijote, que se dispone a
atacarlos, pero las manos que sostienen los guijarros se quedan levantados en
el aire, y don Quijote no llega a lanzarse al ataque. Cervantes casi ha vuelto
a contar una escena entre cómica y bruta de la primera parte, pero ha elegido
no hacerlo. Poco después el caballero incorregible se mete en la aventura más
absurda, más insensata y temeraria, cuando quiere enfrentarse a unos leones
enjaulados. Las puertas de las jaulas se abren, pero los leones no hacen nada,
no muestran el menor interés en el viejo extravagante que los desafía.
Pero
es un poco después, en el capítulo dedicado a la estancia de don
Quijote y Sancho en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde
Gabán, donde se cumple por primera vez el ideal narrativo que formulará Flaubert más de dos siglos después: la novela en la que
no ocurre nada, en la que el relato de los hechos de la vida misma carece de
cualquier adorno de trama, de apariencia de propósito. Siempre me
gustó mucho ese capítulo. Esta vez me ha hechizado. Don Diego de Miranda ya es
en sí mismo un hombre que vive en prosa, que tiene una existencia confortable y
tranquila, sin sombra de heroísmo ni drama. Don Quijote no confunde esa casa
con un castillo encantado, ni Cervantes la usa como escenario para encuentros
providenciales o relatos asombrosos. Nos parece que vemos las dependencias
anchurosas de esa gran casa de pueblo, con sus patios grandes y sus
habitaciones que imaginamos de fresca penumbra, incluso en esos días de verano.
Hay algunas comidas, algunas conversaciones. Pasan unos días y don Quijote y
Sancho se despiden y siguen su camino. Nada más. Quizás
la casa de don Diego Miranda es el primer espacio moderno de la literatura.
Yo siento que he estado en ella, que puedo recordarla.
Pero
en medio de ese relato de la vida misma se insinúa la conciencia del novelista que se ve a sí mismo
escribiendo, y que abiertamente reflexiona sobre el acto de contar, con una
ironía que siempre nos toma por sorpresa: Aquí pinta el autor todas las
circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas todo lo que
contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor de esta
historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio,
porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías
digresiones.
Gran
consejo sin duda
cuando se tiene tendencia a caer en el vicio de describir demasiado…
La vida misma,
Antonio Muñoz Molina [Escrito en un instante, 30 de julio de 2010]
Podría
seguir el hilo de mi vida si recordara las circunstancias de cada una de mis
lecturas del Quijote,
si tuviera a mano cada una de las ediciones en las que he ido leyéndolo. Me
acuerdo del color amarillento y del tacto de la primera de todas, que estaba en
mi casa por azar, junto a otros dos libros de aspecto rancio y con
ilustraciones sombrías y por momentos pavorosas para una imaginación infantil:
un Orlando
Furioso ilustrado por Gustave Doré, una extraña novela que se
titulaba Historia
de un hombre contada por su esqueleto, de la que sólo recuerdo, aparte del
título, una imagen de la que no podía apartar los ojos: una reunión de damas y
caballeros en un salón del siglo XIX y, entre ellos, sentado en un sofá con las
piernas cruzadas y sosteniendo un cigarrillo, un esqueleto humano. Casi no
había otros libros en toda la casa. Hojearlos, mirar sus ilustraciones cuando
aún no sabía leer, era adentrarse en esa penumbra de lejanía temporal que
tenían los dormitorios y los armarios de los mayores cuando uno los exploraba
en secreto, cuando abría cajones y levantaba tapas de baúles percibiendo olores
como de otra época inexplicable, de las vidas que los adultos tenían cuando no
estaban con nosotros, o más extrañamente aún, las que habían tenido antes de
que nosotros naciéramos, según atestiguaban fotografías en las que nos costaba
reconocerlos, de jóvenes que eran, y en las que a veces encontrábamos también
las caras de esos desconocidos que eran los muertos.
Así
empecé a leer el Quijote,
igual que leía cualquier cosa, aunque sean los papeles rotos de las calles,
como dice Cervantes de sí mismo. La singularidad de su presencia, el enigma
parcial de su origen, los graneros y desvanes de la casa campesina en los que
me escondía para leer sin que nadie me molestara, formaban parte del atractivo
de la lectura. El papel era áspero, amarillo por el paso del tiempo; en la
portada había una fecha de edición que se me antojaba lejanísima, Casa
Editorial Calleja, 1884. Siempre he asociado el tacto y el olor de aquel libro
con el polvo picante que se levantaba de la trilla, con el del trigo recién
almacenado en los graneros y la paja amarilla y seca en los pajares. El
lenguaje altisonante de Don Quijote me parecía incomprensible, desde luego,
pero el tono de la narración, la figura y el habla de Sancho, el vocabulario,
los lugares, me resultaban muy cercanos, mucho más que los de los tebeos, las
películas o las novelas de la radio, que eran los otros alimentos de mi
imaginación. Yo conocía campesinos sentenciosos y rechonchos que iban montados
en sus burros como dice Cervantes que iba Sancho, "como un
patriarca". Los paisajes tórridos del verano en los que se recalienta la
maltrecha armadura de Don Quijote se parecían mucho a los de mi tierra ya casi
manchega; la sensación de oasis que da una umbría de álamos y el fresco de un
arroyo o de una acequia eran los mismos en las veredas de las huertas por las
que yo caminaba y en esas escenas de reposo y conversación que le gustaba tanto
describir a Cervantes. Y también era idéntico el
amor de los adultos por los refranes y las historias, que se contaban unas
veces acompañando los trabajos del campo y otras durante el descanso
para la comida, en verano a la sombra fragante de las higueras y los granados,
en invierno junto al fuego, mientras llovía afuera y la tierra estaba demasiado
embarrada para trabajar en ella.
Pero
en el Quijote
siempre es verano. Quizás por eso en el verano se disfruta más de su lectura, a
la que yo he vuelto en un día como aquel que eligió el hidalgo demente para su
primera salida, "que era uno de los calurosos del mes de julio". Leo
desde el principio, a conciencia. Empiezo a leer como un experimento, queriendo
limpiarme de ideas preconcebidas y de rutinas de lector, dispuesto a aceptar
mis reacciones verdaderas ante cada página y cada línea, sin distracción ni
reverencia, sin apresuramiento, con la atención y la lentitud necesarias,
dispuesto a reconocer el tedio, si es que llega a presentarse, con esa actitud de honradez conmigo mismo sin la cual no
hay lectura verdadera. Leería con un cuaderno y un lápiz a mano, si
no fuera tan perezoso.
Al
cabo de una semana el experimento se ha convertido en una ocupación gozosa que
me llena las horas del día, que me mantiene en ese estado de lucidez
ligeramente ebria que es también el que nos dan la música o la pintura cuando
nos gustan mucho y las grandes caminatas y las buenas conversaciones con amigo
del alma. En una época de presentismo atolondrado el Quijote puede
parecer una antigualla, o peor todavía, un clásico, un monumento, una estatua a
la que nadie se acerca. Pero es la novela más
moderna, más original, más experimental que se ha escrito nunca, la más
desvergonzada, la más llena de humanidad, de gente, de historias contadas en
voz alta, imaginadas, leídas, de peripecias cómicas y reflexiones sobre la
literatura, de ordinariez, de sutileza. Como Moby Dick, el Quijote es cada vez
mucho más rara de lo que uno recordaba. Los detalles materiales tienen la
precisión y el resplandor de los objetos en un cuadro de Caravaggio; pero la
historia, el idioma en el que está escrita, se transforman casi en cada página,
como si Cervantes hubiera querido abarcar todas
las posibilidades de la facultad de contar y todas las hablas que caben en la
lengua.
Por
uno de esos azares inverosímiles que Cervantes no se tomaría la molestia de
justificar me llega en plena lectura un libro de Francisco Rico, El texto del 'Quijote'.
Con todo el peso de su erudición, que no le impide el disfrute pleno y gozoso
de la literatura, como a tantos expertos, el profesor Rico examina la novela
como si estudiara al microscopio la textura de un lienzo, el origen y la
calidad de los pigmentos, los minuciosos procesos materiales sin los cuales no
existiría una obra maestra. Y al revelar los caminos por los cuales el texto
que leemos ha llegado hasta nosotros Francisco Rico nos hace más sensibles aún
a la cualidad viva y urgente de la escritura del Quijote: "Un libro manifiesta y
deliberadamente abierto,
episódico, entreverado de núcleos que tuvieron o pudieron tener una vida previa
más o menos independiente y que luego se integraron en un diseño mayor, al que
por otro lado se fueron añadiendo todavía diversos complementos no
previstos". Lo que Cervantes nos dio fue nada menos que la gran libertad de la novela,
dice Rico: "El Quijote
no se ha concebido con la trabazón y la linealidad de las obras impresas, sino con la libertad de una plática entre amigos, con los
cambios de registro y los zigzagueos que conducen la conversación de un asunto
a otro, de la sonrisa a la gravedad, de la noticia seria y la hipérbole a la
mentira descarada".
Quién se atrevería a escribir hoy
una novela así.
El texto del 'Quijote'. Francisco
Rico.
La novela de la vida, Antonio Muñoz
Molina [El País, 31 de julio de 2010]
Miguel,
que se fija
mucho en esas cosas, me llama la atención sobre el ensayo de Mario Vargas Llosa
que viene al principio la edición del Quijote de la Academia, que es la que
estoy leyendo estos días. La novela, según Vargas Llosa, es “un canto a la
libertad”. A continuación viene a definir algunos detalles de ese canto: “el
fundamento de la libertad es la propiedad privada”, dice Mario que dice
Cervantes, y “el verdadero gozo solo es completo si, al gozar, una persona no
ve recortada su capacidad de iniciativa, su libertad de pensar y actuar”. “No
puede estar más claro”, continúa el análisis: “la libertad individual requiere
un nivel mínimo de prosperidad para ser real”. Don Quijote resulta ser un
enemigo de la intromisión del estado en los asuntos públicos: “El Quijote no cree
que la justicia, el orden social, el progreso, sean funciones de la autoridad,
sino obra del quehacer de individuos que, como sus modelos, los caballeros
andantes… se hayan echado sobre los hombros la tarea de hacer menos injusto y
más libre y próspero el mundo en el que vive… La autoridad, en vez de
facilitarle la tarea, se la dificulta”. Para completar el panorama, Don Quijote
se atreve “a rebelarse de manera tan manifiesta contra la corrección política y
moral de su época”.
Yo no
sé si las ideas
de Cervantes sobre la libertad individual y la propiedad privada y la
intervención del estado se parecían tanto a las de Margaret Thatcher, o a las
del propio Vargas Llosa, o si con cuatro siglos de antelación ya ejerció de
“políticamente incorrecto”. De lo que estoy más seguro es de cuál es uno de los temas centrales de su novela: el peligro de
vivir tan convencido de las propias imágenes del mundo y tan obsesionado y
hechizado por ellas que hasta los más fantásticos delirios los acabe uno viendo
confirmados por la realidad. En este sentido, y quizás sin proponérselo,
Mario Vargas Llosa escribió un ensayo mucho más quijotesco de lo que él
imaginaba.
Cervantes, un liberal, Antonio Muñoz
Molina [Escrito en un instante, 13 de agosto de 2010]
Antes
de lo que pensaba ha terminado mi experimento de lectura, quizás porque el
ritmo de la narración se va acelerando en los últimos capítulos del Quijote, como si
Cervantes hubiera tenido prisa por llegar al final: la prisa del novelista que
lleva demasiado tiempo atado a la misma historia, a la vez fatigado y embebido
por ella, y cuando calcula que está acercándose al desenlace nota la proximidad
del alivio de no tener que seguir escribiendo y también la anticipada congoja
de una despedida que va a ser para siempre. La
pesadumbre de los episodios finales es la de don Quijote que ha sido vencido y
se desploma en la vejez y la de un escritor que siente el peso de la suya,
porque va a cumplir sesenta y ocho años y es por lo tanto un
anciano, en una época en la que la vida humana es mucho más corta que ahora y
más vulnerable al deterioro de las enfermedades. Las referencias al paso del
tiempo son continuas: "sola
la vida humana corre a su fin ligera más que el viento", dice el apócrifo
Cide Hamete Benengeli, "filósofo mahomético", y unas
páginas más tarde es la propia voz del autor la que arranca así el capítulo
final: "Como las
cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios
hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres...".
La
despedida es más tajante porque esta historia
que ahora acaba ha durado de un modo u otro en la imaginación y en el trabajo
del novelista unos veinte años. Leyendo esta vez el Quijote me he dado
cuenta de esa dimensión temporal, que convierte a la novela casi en un registro geológico de las etapas en la escritura y
en la sensibilidad de Cervantes, de su concepción de la literatura y su trato
con ella. El hombre que empezó a escribir en torno a los cincuenta años no es
el mismo que tiene ya casi setenta. Aquél tenía más cercana la existencia
aventurera, infortunada y fantasiosa de la juventud, el resplandor de las
batallas en el mar y la duración sin esperanza del cautiverio en Argel, la
euforia de la liberación, el desgaste lento de los oficios indecorosos y el
trabajo literario sin fruto, la vida en los caminos, siempre de un lado para
otro, el refugio de escribir y leer. El hombre viejo de ahora probablemente no
sale de las calles estrechas y sucias de Madrid, y se ha resignado a una
extraña forma de éxito que no lo salva de la pobreza ni de la oscuridad, al contrario que su vecino Lope de Vega, hacia el que
siente por igual admiración y resentimiento, porque Lope ha triunfado en
el teatro y en la poesía y él no.
Pero
el Cervantes viejo, como señala Martín de Riquer, no
ha perdido el sentido del humor ni el gusto de contar, ni la fascinación por
las vidas y las hablas. La comicidad de la segunda parte es menos
escatológica que la de la primera, pero no menos efectiva, si bien el relato de
las burlas continuas que sufren don Quijote y Sancho tiene ahora el contrapunto de la abierta crítica a los burladores.
Quizás los años han vuelto a Cervantes más sensible a la brutalidad de la burla
española, que se ceba con tanta frecuencia en los débiles y en los inocentes. "No son
burlas las que duelen", dice con
severidad, "ni
hay pasatiempos que valgan, si son con daño de terceros". Una caterva de
criados guasones asalta a Sancho en mitad de la noche, en su palacio de falso
gobernador de la Ínsula Barataria, fingiendo una invasión de enemigos, y Sancho
cae al suelo muerto de miedo y es pisoteado y golpeado: "y no por verle caído
aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna". Después
de tantos episodios de aparatosos engaños barrocos escenificados en el palacio
de los duques, inopinadamente hay un cambio de tono, como una ocurrencia
sobrevenida que Cervantes decide no tachar: "Y
dice más Cide Hamete: que tiene para sí ser tan
locos los burladores como los burlados y que no estaban los duques dos
dedos de parecer tontos, pues tanto ahínco ponían en burlarse de dos
tontos".
En
la primera parte el relato de la vida se interrumpe a cada paso por la
irrupción de la literatura. En el relato de la vida
no hay lugar para el heroísmo ni para lo extraordinario, y el lenguaje se
confunde con el habla o con una rápida llaneza de estilo que es la
taquigrafía que permite apresar el flujo desordenado y veloz de las cosas; en
la literatura los personajes son excepcionales o heroicos, los acontecimientos
misteriosos y con frecuencia fantásticos, los finales sorprendentes, el
lenguaje rico y elevado, libre de las improvisaciones y las impurezas del
habla. Para Cervantes, literatura en prosa son los libros de caballerías, las
novelas pastoriles, los melodramas de enamoramientos y viajes prodigiosos, de
azares sorprendentes que vuelven a reunir a amantes o a padres e hijos
separados durante mucho tiempo. Su originalidad no es haber superado estas convenciones
para convertir en literatura la vida común: es encontrar la manera de contarla
y a la vez indagar el lugar que la ficción ocupa en
la vida, la tensión permanente entre la experiencia y la narración o la
representación, entre la necesidad humana de ver
las cosas como son y la otra necesidad no menos perentoria de descansar de lo
real evadiéndose unas veces de su monotonía y otras de su desorden.
En la segunda parte Cervantes apenas cede a la tentación de lo fantasioso y lo
romántico, pero eso no quiere decir que esa posibilidad de la literatura ya no
le importara: lo último que escribió en su vida, literalmente a un paso de la
muerte, fue el prólogo de Persiles
y Sigismunda, que para nosotros es un libro exótico y muy poco
accesible, pero que él consideraba su obra maestra, quizás porque al escribirlo
había podido desplegar todas las facultades de su imaginación y todo el lujo de
su potencia expresiva: los personajes heroicos con nombres extravagantes, las
geografías inusitadas, las aventuras y los encuentros milagrosos que son
motivos de parodia en el Quijote,
en el Persiles,
que se escribiría casi al mismo tiempo, están contados perfectamente en serio.
Como tantos innovadores, Cervantes conocía y amaba
hondamente la tradición que su propia originalidad iba a volver anacrónica.
Su parodia es más eficaz porque lo que él mismo
escarnece está muy cercano a su corazón.
Quien ha amado tanto los engaños de
la literatura no accede a engañarse nunca sobre lo real. La falacia
sentimental, tan literaria, la corta siempre Cervantes de un tajo. Don Quijote
va a morirse y todos lo lloran, "pero,
con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza, que
esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que
es razón que deje el muerto". De esa frase sí que me acordaba
bien, pero no por eso ha dejado una vez más de herirme, quebrando el consuelo
de la literatura con el sarcasmo de lo real.
Segundas partes, Antonio Muñoz Molina
[El País, 21 de agosto de 2010]
Fragmentos de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Anaya.
Cada uno es hijo de sus obras [97]
La importancia está en que sin verla lo habéis de creer [99]
Yo sé quién soy –respondió don Quijote -, y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías. [104]
No le ha de valer al hijo la bondad del padre [107]
-La Galatea, de Miguel de Cervantes –dijo
el barbero.
-Muchos años ha que es grande amigo
mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro
tiene algo de buena intención; propone algo y no concluye nada: es menester
esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo
la misericordia que ahora se le niega, y entre tanto que esto se ve, tenedle
recluso en vuestra posada, señor compadre. [113]
Hombre de bien –si es que este título
se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera.
De mí sé decir que me he de quejar del
más pequeño dolor que tenga. [121]
En este punto y término deja pendiente
el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito
destas hazañas de don Quijote de las que deja referidas. [128]
El segundo autor desta obra
La mejor mano para salar puercos
Cide Hamete Benengeli, historiador
arábigo [130]
La batalla de don Quijote con el
vizcaíno
Si a ésta se le puede poner alguna
objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor
arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por
ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella
que demasiado. [131]
Debiendo ser los historiadores
puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo,
el rancor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya
madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo
pasado [131-132]
No merece otra pena si no comete nuevo
delito [136]
De la caballería andante se puede
decir lo mismo que del amor se dice: que todas las cosas iguala.
Mucho mejor me sabe lo que como en mi
rincón sin melindres ni respetos [139]
-Dichosa edad y siglos dichosos
aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados […], sino porque
entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.
Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario
para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y
alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con
su dulce y sazonado fruto.
No había la fraude, el engaño ni la
malicia
En estos lugares cortos de todo se
trata y de todo se murmura
No hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán que se lo ordena [154]
ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
-Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo [157]. [Desarrolla esta idea en la historia de Grisóstomo y Marcela].
no queráis dar sus escritos al olvido
el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone.
no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad
es menester que el nuevo posesor tenga entendimiento para saberse gobernar y valor para ofender y defenderse en cualquiera acontecimiento.
es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay cosa segura en esta vida [174]
no afrentan las heridas que se dan con los instrumentos que acaso se hallan en las manos [175]
no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le consuma [176]
Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio a ellas [176]
Amadís, cuando, llamándose Beltenebros...[177]
a mí me ha acontecido muchas veces soñar que caía de una torre abajo, y que nunca...[179]
El miedo que tienes -dijo don Quijote- te hace Sancho que ni veas ni oyas a derechas; porque uno de los efectos del miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son [198]
Es muy fácil cosa a los tales [sabios] hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas [200]
[Pasaje que recuerda al Lazarillo de Tormes]
No es un hombre más que otro si no hace más que otro.
No es posible que el mal y el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Así que no debes congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a tí no te cabe parte dellas. [200-201]
Nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza
No todas las cosas -respondió don Quijote- suceden de un mismo modo. El daño estuvo, señor bachiller Alonso López,
en venir como veníades, de noche, vestidos con aquellas
sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto,
que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo; y así, yo
no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os
acometiera aunque verdaderamente supiera que érades los mesmos
satanases del infierno, que por tales os juzgué y tuve siempre. [207]
el Caballero de la Triste Figura
el sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados [208]
queda descomulgado, por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada [209]
—Dichosa edad y
siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de
dorados, y no porque en ellos el
oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima,
se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque
entonces
los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo
y mío.
Eran
en aquella santa edad todas las cosas comunes:
a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar
otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas,
que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado
fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica
abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las
quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su
república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera
mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo
trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro
artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con
que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas
sustentadas, no más que para
defensa de las inclemencias del cielo.
Todo
era paz entonces, todo amistad,
todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo
arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera
madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las partes de su
fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar
a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las
simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero,
en trenza y en cabello, sin
más vestidos de aquellos
que
eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere
y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que
ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos
martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de lampazos
y
yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas
como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas
invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se
decoraban los concetos amorosos del alma simple y sencillamente, del
mesmo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso
rodeo de palabras para encarecerlos. No
había la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad
y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que
la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que
tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen.
La ley del encaje
aún
no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no
había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas
y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y
señera, sin
temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le
menoscabasen,
y su perdición nacía
de
su gusto y propria voluntad.
Y agora, en estos nuestros detestables siglos, no está segura
ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta; porque allí, por los resquicios o por el aire, con el celo de
la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia y les hace
dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando
más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden
de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las
viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden
soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el gasaje
y
buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que aunque por
ley natural
están
todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes,
todavía, por saber que sin
saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes,
es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la
vuestra.
[211]
El paraíso antes del pecado, El estado de naturaleza para Rousseau
quien busca el peligro perece en él [se atribuye al cura]
y el mal, para quien lo fuere a buscar [213]
desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio [217]
no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas [220]
Los primeros movimientos no son en mano del hombre [221]
es menester hacer diferencia de amo a mozo ...
después de a los padres, a los amos se ha de respetar como si lo fuesen [222]
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