Joseph
Anton es
la crónica de su vida bajo la fetua. Al mismo tiempo, es la historia de su
formación como escritor y un relato de supervivencia. ¿Por qué ha decidido
escribir esta historia ahora?
Quería
esperar hasta el momento en que tuviera una distancia adecuada, porque durante
mucho tiempo no quise escribir sobre esa época: quería hacer cualquier cosa salvo revivirla. Pero sabía que algún día lo
haría. Les decía a mis amigos que quizá fuera mi pensión para la tercera edad.
Quizá, cuando no tuviera nada más que contar, podría escribir este libro y
pagar las facturas del hospital. No he llegado a eso, pero esperé hasta el
momento en que el instinto del escritor te dice que estás listo. Y eso es lo
que ocurrió. Pensaba que mi vida llegaría a un lugar más tranquilo y que desde
él podría pensar en esa época y escribir sobre ella de forma adecuada, como un
libro, y no como un texto excesivamente emocional. Las autobiografías que más
admiro se parecen a los otros libros de esos escritores. La autobiografía de García Márquez se lee como un libro
de García Márquez y no otra cosa distinta. Tiene la misma
sensibilidad, la misma fuerza creativa,
que el resto de su obra.[:-)] Durante mucho tiempo yo no
sabía cómo hacer eso, cómo escribir un libro que pudiera estar junto a mis
demás libros, como un igual. La razón por la que elegí contarlo en tercera
persona es que, con el tiempo que ha pasado, el autor que
narra la historia ya no es la misma persona que el protagonista. En parte
porque el segundo es mucho más joven.
Yo tenía 41 años cuando esto ocurrió; han pasado veinticuatro. Así que escribo
sobre el carácter, las decisiones y las elecciones de una persona mucho más
joven. Usar la tercera persona me permitía establecer esa distancia: el autor
Salman Rushdie no es exactamente el mismo que el personaje Salman Rushdie que
aparece en el libro, en parte por la edad, pero también porque
las tensiones que sufría eran enormes y me empujaron en toda clase de
direcciones distintas. Crearon una diferencia de carácter, aunque fuese temporal. Cuando
decidí escribir el libro, me parecía que tenía suficiente distancia del
material como para contar la historia de manera objetiva.
Usted
nació en una familia que no era especialmente religiosa. Su nombre deriva de
Ibn Rušd, a quien en Occidente se conoce como Averroes.
Averroes,
que era español y cadí en la España del siglo xii, fue uno de los grandes
pensadores liberales de la época. El gran pensador conservador de la época era
Al-Ghazali, y la batalla entre los dos es en realidad la batalla que se sigue
produciendo en el islam desde entonces: el enfrentamiento entre los
conservadores literalistas y estrechos de miras y las voces progresistas y
abiertas. Desgraciadamente, parece que en este momento las voces progresistas
han perdido. Ninguna derrota es permanente. Pero, ahora mismo, eso es lo que
parece.
Usted
conocía la historia del islam y había estudiado el Corán en Cambridge. En Los
versos satánicos fabuló sobre uno de los episodios del origen de la religión.
¿Esperaba que hubiera controversia?
Imaginaba
que podía haber gente a la que no le gustara. Pero tampoco tenían que leerlo. La religión que aparece en el libro no se llama islam, y está poderosamente fantaseada
en esa secuencia de sueños, aunque, por supuesto, tomaba muchos elementos del
islam. Pero una de
las cosas que intenta abordar el libro es el fenómeno de la
revelación.
Claramente, sabemos por mucha gente que la experiencia mística ocurre de verdad. Hay gente
que tiene visiones, como Juana de Arco o San Juan de la Cruz. Hay toda una
tradición literaria. Y, si te fijas, las descripciones de su experiencia son
muy similares. Por tanto, existe un fenómeno. La experiencia mística no es un
fraude: ocurre. Pero, exactamente, ¿cómo se produce? Y, por decirlo de una
manera sencilla, como hice en el libro, cuando Mahoma dice haber visto al
arcángel Gabriel, el arcángel es enorme. Dice que está en el horizonte y llena
todo el cielo. Eso es un ángel bastante grande. La pregunta es: si estuvieras
al lado de Mahoma en ese momento, ¿verías el ángel? Y si no lo vieras, y creo
que yo no lo vería, también tendrías que admitir que él es sincero, que no lo
está inventando. Y eso me lleva a la conclusión de que esta clase de experiencia es interna y no externa. No
tiene que ver con la realidad objetiva sino con algún tipo de realidad
subjetiva muy interesante.
Quería explorar ese asunto. Y, claro, eso es blasfemia, obviamente. Bueno, ¿y
qué?
Uno de los aspectos más interesantes del islam es que se puede
estudiar como un acontecimiento histórico.
No podemos hacer eso con ninguna otra de las grandes religiones. Los registros
del Imperio romano de la época de Jesucristo no contienen ninguna referencia a
él. Aunque era un imperio que lo registraba y anotaba todo, no hay pruebas de
que un líder espiritual de esas características fuera crucificado, etcétera.
Las historias del Evangelio son de unos cien años después. Jesucristo no es una
figura histórica: es una figura semihistórica. En cambio, lo sabemos todo sobre
Mahoma.
Sabemos dónde nació, sus circunstancias familiares, sabemos que era huérfano,
que su familia no iba bien de dinero, que se casó con una mujer más rica, que
tuvo éxito como mercader. Sabemos que la sociedad de la Arabia de la época vivía
una transformación desde una sociedad nómada hacia una sociedad urbana, que una
de las consecuencias era el paso de una ley matriarcal a una ley patriarcal,
conocemos los conflictos sociales y las dificultades. Es decir, sabemos
mucho.
Si uno lee el Corán a través de la lente de la historia, ve que
es un producto de su época.
Hay historias bíblicas en el Corán: aparece Abraham, aparece el nacimiento de
Jesús. Pero son distintas. Hay un capítulo que se titula “Maryam”, María, donde
se dice que Cristo nace en un oasis. Es una variación del desierto.
Cuando,
antes de convertirse en un profeta, Mahoma viajaba como mercader siguiendo las
rutas comerciales, todos los oasis en los que detenían eran dirigidos por unos
cristianos que pertenecían a la secta de los nestorianos. El cristianismo
nestoriano era una versión del cristianismo en el desierto árabe, y los
nestorianos tenían sus propias variaciones de las historias bíblicas, adaptadas
al desierto.
En
el cristianismo nestoriano, Cristo nace en un oasis bajo una palmera,
exactamente igual que en el Corán. Pero no es igual que la historia en ningún
otro sitio. Así que resulta bastante claro que Mahoma
viajaba, escuchaba historias y esas historias encontraron un lugar en su libro.
Si eres un historiador, eso es obvio. Si eres un pensador religioso
conservador, es blasfemia.
Así que la historia se convierte en blasfemia. Utilizar las herramientas
habituales de la historia se transforma en algo prohibido. Por tanto, quizá la razón de todos estos problemas es que estaba
intentando abordar esta historia sobre los orígenes no desde el punto de vista
de una persona religiosa, sino de una persona no religiosa, que siente un
interés histórico y psicológico por ella.
Y, en todo caso, es una sección bastante breve de la novela. No es la trama
principal. Es un fragmento onírico de un personaje que además se está volviendo
loco.[:-)]
Usted
había escrito novelas, como Hijos de la medianoche y Vergüenza, donde la
historia era esencial. No era el caso de Los versos satánicos, pero paradójicamente
en este libro fue donde la historia y la política internacional invadieron su
vida privada.
Fue
una cuestión de mala suerte. Jomeini era viejo, se estaba muriendo y necesitaba
alguna manera de enardecer a la gente tras el desastre de la guerra con Iraq. Tuve la mala suerte de ser la última batalla de Jomeini. He pensado a menudo que si Los versos satánicos
hubiera salido un año más tarde, o si Jomeini hubiera muerto seis meses antes,
nada de esto habría ocurrido. No estaríamos teniendo esta conversación. Eso no
quiere decir que no hubiera habido un debate. Pero muchas veces hay debates
sobre libros, y luego el debate termina y tú pasas a otra cosa. No se habría
convertido en esta especie de saga si no hubiera sido así.
En
el mundo literario tuvo grandes defensores y también algunas críticas. ¿Cuáles
son sus mejores y peores recuerdos en ese sentido?
Mis
recuerdos de la reacción de todo el mundo literario en la época son muy buenos.
Me sentí fantásticamente apoyado por casi todo el mundo. En Francia se publicó
un libro que se tituló Pour
Rushdie y luego se tradujo al inglés, donde cien autores musulmanes escribieron en apoyo de Los versos satánicos
y de su autor. Fue valiente, porque todos ellos vivían en países islámicos. Así
que sobre todo recuerdo eso.
Hubo
algunas personas que se pusieron en mi contra, pero realmente no me importa. En
el libro hablo de mi disputa pública con John Le Carré. Lamento que ocurriera,
porque lo considero un escritor muy bueno y dos o tres de sus libros me parecen
excepcionales. Lo conocí antes de que esto ocurriera y nos llevábamos bien, así
que me sorprendió cuando se puso al otro lado. Y creo que se arrepiente. Vi una
entrevista donde decía que quizá se hubiera equivocado, pero, como es un hombre
muy orgulloso, explicaba: “Quizá me equivoqué, pero lo hice por las razones
correctas.”
Creo
que los dos pensamos que podríamos habernos
contenido un poco más,
que nos dejamos llevar. Aunque fue divertido. Aun así, creo que es importante
responder a uno de sus argumentos. Él decía: “Si te enfrentas a un enemigo conocido, ya sabes cómo es, y no deberías
quejarte cuando te ataca, porque ya sabías que era así.” Eso parece razonable, si no
tenemos en cuenta que la historia de la literatura muestra que los escritores
siempre han hecho eso. Los escritores siempre han atacado a los tiranos y a
hombres malvados que ocupaban el poder, y sabían perfectamente cómo eran.
Cuando
Mandelstam escribió su famoso poema sobre Stalin, sabía cómo era Stalin. Y, sí,
Stalin lo mandó a un campo de trabajo y Mandelstam murió, pero no fue culpa
suya: fue culpa de Stalin. La literatura siempre ha atacado a los tiranos.
Lorca sabía cómo era Franco. Pero eso no le impidió oponerse públicamente. Y
perdió la vida. Pero no fue culpa de Lorca, fue culpa de Franco. El argumento
que dice que no debes atacar a la gente si sabes que es violenta o radical es
un insulto a la historia de la literatura, porque uno de los aspectos más
majestuosos de la literatura es que siempre ha hecho eso. Por eso los tiranos
temen a los escritores. Porque los escritores
dicen la verdad, sin temer las consecuencias.
En
algunos casos parecía haber una especie de desplazamiento de la
responsabilidad.
En
mi caso concreto, cuando ocurrió, todavía no habíamos
vivido los siguientes veinte años de ataques islamistas contra todo tipo de cosas. No
había un contexto. Parecía algo surgido de la nada. Y para mucha gente era
fácil pensar: “Bueno, si los ha ofendido tanto, debe de haber hecho algo malo.
Y, por tanto, es culpa suya.” Creo que ocurrió a causa de esa falta de un
relato, de un marco narrativo. Ahora, con un cuarto de siglo de experiencia de
esa clase de cosas, es mucho más fácil encontrar un marco narrativo y situar
esta historia en un relato más amplio. Entonces no se podía y por eso alguna
gente desplazaba la culpa. Se creaba una confusión. En la época, cuando yo
intentaba señalar que había un relato más amplio, y que si
uno se fijaba en el mundo islámico podía ver la situación de muchos otros
escritores, mucha
gente pensaba que solo quería justificarme y no se lo tomaba en serio. En
muchos sentidos, hasta los atentados del 11-s no se empezó a entender ese relato más amplio. Yo
vivía en Nueva York entonces y en las semanas posteriores a los ataques nadie
hablaba de otra cosa. Dos o tres periodistas importantes y bastante
experimentados me dijeron: “Ahora entendemos lo que te pasó.”
Pensé: “¿De verdad? ¿Ha tenido que ocurrir esto? ¿Esos dos edificios han tenido
que caer y miles de personas han tenido que morir para que entiendan algo que es
una puta obviedad?” Pero
creo que era cierto. En ese momento, esta historia pequeña y marginal se
convirtió en cierto modo en la historia de todo el mundo. Se volvió
comprensible.
En
este libro hace también un duro retrato de la prensa. Algunos periódicos lo
presentaban como un tipo desagradecido y arrogante.
Por
eso he inventado el Daily
Insult. En un periódico, ahora no recuerdo cuál, una periodista
había encontrado un estudio que decía que las mujeres hermosas prefieren salir
con hombres que no son atractivos porque les prestan más atención. Y añadía:
“Es una gran noticia para Salman Rushdie.” Bueno, pues muchas gracias. Pero ese
tono desagradable y gratuito solo estaba en los medios ingleses, ni siquiera en
los escoceses e irlandeses. Era una cuestión de la prensa de Londres. Nunca
tuve esa sensación con respecto a otros periódicos europeos, estadounidenses,
latinoamericanos, de Australasia, de la India. Solo ocurría en ciertos
segmentos de la prensa inglesa, y todavía sigue. Cuando salió el libro, el Daily Mail publicó
un artículo larguísimo para explicar que yo era un tipo horrible, que había
costado mucho dinero al país y ahora iba a ganar dinero con este libro y debía
devolverlo. Ese era el argumento. Es decir: Dios no quiera que un país tenga
que gastar dinero en defender del terrorismo internacional a uno de sus
ciudadanos. Después debería devolver el dinero. Eso salió la semana pasada. Así
que el Daily Insult sigue vivo y coleando.
Dice
que la percepción de su caso cambió con el 11-s, pero algunas posiciones
políticas variaron un poco antes.
Combatimos
en una larga campaña política para educar, informar e impulsar a los políticos
europeos, estadounidenses y latinoamericanos. En 1995, cuando salió mi libro El último suspiro del Moro,
hice una extraña gira que incluía América Latina. Pude reunirme con el ministro
de Exteriores argentino y hablar con él de mi caso, y se mostró muy
comprensivo. También fue así en México. En Chile no salió tan bien, pero en esa
época era un lugar extraño. Aunque Pinochet ya no estaba en el poder, en
algunos sentidos seguía siendo una fuerza dominante. Ahora el país está mucho
mejor. Poco a poco conseguí acceder a figuras políticas y, país a país, logré
que empezaran a mostrarse más comprensivos y finalmente pude reunirme con Bill
Clinton. Después, Blair llegó al poder en el Reino Unido y Robin Cook se
convirtió en ministro de Exteriores. Es muy raro cómo funciona el mundo. Yo
conocía a Cook desde hacía mucho tiempo: veinte años antes, los dos habíamos
trabajado en una campaña por la reforma electoral en Inglaterra. Así que éramos viejos camaradas. Y, por supuesto, el
mundo no debería funcionar así. ¿Por qué debería importar que me conociese
personalmente o no? Pero llegó al poder y estaba decidido a solucionarlo. Me
dijo: “Esto es terrible. Deja el asunto en mis manos, vamos a solucionarlo.”
Pensé que no había oído hablar así a un político británico en mucho tiempo. Y, de repente, el Reino Unido
empezó a actuar con energía. La Unión Europea se sumó, Estados Unidos apoyó. Y
eso es lo que hizo que al final los iraníes negociaran y el problema se
resolviese. Me hizo pensar que, si esa energía hubiera estado allí desde el
principio, quizás esto no habría durado tanto.
Pero,
durante mucho tiempo, el gobierno conservador británico tuvo la idea de que
ofrecería protección, de que se encargaría
de que yo estuviera seguro, pero no quería montar un lío. El gobierno pensaba que lo
mejor era que yo esperase, mantuviera la boca cerrada –algo que no se me da
bien– y dejar que el asunto desapareciera. Para mí estaba bastante claro que no
iba a esfumarse, que al final habría que resolverlo de alguna manera. El
gobierno conservador no tenía esa energía. Estaba más interesado en mostrarse
grosero cuando hablaba de mí. Thatcher no lo fue, pero los dos miembros más
importantes de su gabinete fueron muy groseros en público con respecto a mí.
Cuando conocí a Thatcher fue extraño: lo último que uno esperaría de ella es
que fuera tan toquetona. Que la primera ministra te manoseara no entraba en
absoluto dentro de lo previsto. Pero, a la vez que te decía: “¿Cómo está,
querido?”, explicaba que no había nada que hacer. En cierto momento, dijo que la única solución era esperar
un cambio de régimen en Irán. No hubo una auténtica iniciativa diplomática.
Los
franceses lo intentaron. A mediados de los noventa hubo una iniciativa
importante de la Unión Europea, dirigida por Francia, y estuvo a punto de
funcionar. Recibimos toda clase de señales de los iraníes que indicaban que iba
a tener éxito. Hubo una lucha de poder en Irán y en el último minuto cambiaron
de opinión y se retiraron. En Francia, llegó un momento en el que los políticos
de todos los partidos mostraban su apoyo, con la excepción de Mitterrand, que
nunca quiso reunirse conmigo. Jack Lang, que era el número dos en su gobierno,
hizo un gran esfuerzo para que Mitterrand se involucrara y no lo consiguió.
¿Cuál
fue el peor momento de esos años?
Cuando
pensé que habían atacado a mi hijo. Resultó ser una serie de malentendidos,
pero hubo varias horas en las que pensé que lo habían matado o secuestrado. Fue
la única vez en que me derrumbé por completo. Recuerdo que le
dije al agente de policía que si lo habían secuestrado y me querían a mí como
rescate, no podrían detenerme: me entregaría. Y él respondió: “Señor, eso solo ocurre en las
películas. En el mundo real, si los han capturado –es decir, a mi hijo y
a la madre de mi hijo–, es casi seguro que estén muertos. La pregunta que debe
hacerse es si usted también quiere morir.” Es tremendo oír algo así cuando
estás en tu peor momento. Y luego resultó que todo era un malentendido. Se habían quedado más tarde
por una cosa del colegio y, cuando la policía fue a investigar, miró la casa
equivocada. Otro momento terrible fue cuando se produjo el atentado contra
William Nygaard, mi editor en Noruega [que recibió tres disparos en 1993. En
1991, el traductor al japonés, Hitoshi Igarashi, fue asesinado, y el traductor
al italiano, Ettore Capriolo, fue seriamente herido].
¿La
fetua lo cambió como escritor?
Creo
que no. Una de las cosas de las que estoy más orgulloso es que, si no supieras nada de mí y vieras mis libros, creo que
no advertirías que algo terrible ocurrió en 1989 y a partir de ese momento
todos los libros son diferentes.
Creo que los libros tienen su propia continuidad. Y eso es algo que hice de una
manera muy consciente. Ya no era un niño, tenía 41 años, había escrito cinco
libros, y ya sabía el tipo de viaje que quería hacer como escritor. Así que
pensé: “Sigue. No te desinfles. Sé el escritor que querías ser.” Y una de las
cosas de las que me siento orgulloso es que lo conseguí. Los libros siguieron
su propio camino. Por supuesto, les afectó lo que me ocurrió. Harún y el mar de las historias
trata en parte de la batalla entre el
lenguaje y el silencio y,
por supuesto, eso tiene que ver con lo que me ocurría. Shalimar el payaso
incluye un retrato de un terrorista islámico y quizá no lo habría hecho si no
hubiera tenido que pasar mucho tiempo pensando en el terrorismo islámico. No
digo que no afectara a mis libros. Pero no creo que cambiara el tipo de libros
que eran.
Usted
habla en Los versos satánicos de cómo surge lo nuevo. Después de su caso, ha habido
numerosas muestras de indignación por otras obras artísticas. Parece que se ha
instalado una sensación de miedo. ¿El mundo es un lugar menos tolerante?
Si
nos limitamos a la historia del ataque a Los
versos satánicos, a su autor y a sus editores, no nos fue tan mal.
La gente intentó suprimir el libro y el libro sigue ahí, traducido a unos
cincuenta idiomas. Intentaron suprimir al autor y el autor, bueno, no está
suprimido. Pero la percepción es diferente si miras la historia más grande, el
miedo que produjo este episodio y cómo inspiró muchos acontecimientos, no
siempre por parte de los musulmanes. En la India, después de que se prohibiera Los versos satánicos
por presión de los extremistas musulmanes, había extremistas
hindúes que decían: “Mira, los musulmanes consiguen prohibir cosas.” Y de
repente comenzó una competencia por prohibir. Si los musulmanes quieren prohibir una cosa,
nosotros queremos prohibir esta y los sijes aquella. Hubo una escalada de este
tipo de actividades y en la industria se ha extendido cierto temor. Se ha
vuelto más difícil escribir, no ya libros que tengan una visión crítica del
islam, sino que simplemente traten del islam. Es más difícil encontrar
editores, la gente está muy nerviosa. Y, en ese sentido, no ha sido una victoria.
La historia quizá no haya terminado, pero todavía no podemos decir que hayamos
vencido.
Usted
es uno de los escritores que mejor representaba el mundo multicultural y
poscolonial. Sin embargo, con la fetua se convirtió también en víctima del
relativismo cultural. En Joseph Anton critica la idea de una única identidad, a
la que opone la visión plural de la literatura. Y también se muestra contrario
al uso de la etiqueta de islamofobia.
Tengo
un problema con esa palabra, porque creo que es aceptable
odiar las ideas de la gente.
Si sientes una fobia hacia las ideas de la gente deberías poder
decirlo. Nadie discute eso, salvo cuando hablamos de religión. Puedo odiar las ideas nazis,
sin que me llamen “nazífobo”. Si pensaras que la Tierra es plana, yo podría burlarme
de ti, sin que nadie me llamara “tierraplanáfobo”. En toda sociedad abierta
tiene que ser aceptable criticar las ideas de otras personas, incluyendo las
creencias. No se puede decir que un tema es una zona vedada. Otra cosa es que
en Europa haya toda clase de grupos extremistas que atacan a gente de origen
musulmán. Eso es horrible: hay que rechazarlo y detenerlo. Hay
que establecer una separación entre la gente y aquello en lo que cree. Sí, por supuesto, tienes que
defender a la gente. Pero no significa que necesariamente tengas que mantenerte
apartado de lo que creen. La gente siempre está satirizando la religión. Todas
las religiones, salvo el islam, han aprendido a soportar la sátira. Uno ve
chistes sobre el papa todos los días. Y ahora, con todos los escándalos de
pedofilia, hay críticas constantes a la Iglesia católica, pero nadie incendia
el mundo por eso. Hace poco fui a ver un musical en Nueva York, The book of mormon,
escrito por los guionistas de South
Park, que es tremendamente divertido y muy crítico con los
mormones. Y la Iglesia mormona lo apoyó y puso anuncios en el programa que
decían: “Ahora que has visto la obra, puedes leer el libro.” Es una actitud
adulta. A veces se dice que, como el islam es una religión joven, todavía está
en su edad media y que, si le damos tiempo, madurará. Pero el mormonismo tiene
menos de doscientos años y ya es sofisticado y tolerante en ese aspecto. Así
que no creo que tener mil quinientos años sea una excusa. Es como decir:
“Tenemos mil quinientos años y somos violentos, pero cuando lleguemos a nuestro
siglo XVIII tendremos nuestra Ilustración.” No tiene sentido. La única manera
de mirar hacia delante, especialmente ahora que el mundo es tan pequeño y que
el islam tiene tantas relaciones con el resto del mundo, es entender que solo
hay una forma de abordar el asunto: tener una piel más gruesa. Y no empezar a
destrozar cosas cada vez que alguien hace una caricatura de Mahoma o cuelga un
video idiota en YouTube. Francamente, hay tanta basura en YouTube que, si
quieres encontrar algo que te ofenda, lo encontrarás. Busca algo que insulte a cosas
que te importan: seguro que lo encuentras. Si quieres encontrar algo que te
ofenda, está a tu alcance. Pero la mayoría de la gente piensa que eso es una
tontería, que hay cosas en YouTube que son interesantes y otras que no lo son,
y ve algo que no le gusta y continúa con su vida. No se marcha a quemar un
consulado, a asesinar a gente que no ha tenido nada que ver con la cosa que le
ha ofendido.
Me llama la atención la paranoia
que hay en el islam: como si hubiera una enorme conspiración para difamar y
degradar al islam, y esa conspiración estuviera dirigida por los estados
occidentales. Así
que, tras este episodio, el líder de Hezbolá explica a los fieles que esto fue
organizado por la inteligencia estadounidense. Eso es patético y muestra que el
auténtico objetivo no es el video. Nasralá no es estúpido, sabe que el video no
es obra de la inteligencia estadounidense. Lo
usa como pretexto para alimentar el sentimiento antiestadounidense. Siempre hay
personas que usan estos casos por motivos políticos y es una pena ver que en el
mundo musulmán hay gente que cae en la trampa una y otra vez. Esta trampa
estaba preparada: el tipo hizo el video para ofenderlos. Es como una trampa
para ratones con un trozo de queso: pues bien, el ratón va directamente a él
una y otra vez. La respuesta real a la basura de YouTube es encogerte de
hombros. No hace falta provocar un incendio mundial. Y eso es un problema del
islam actual. Antes no era así. Cuando yo era joven, el mundo musulmán era un
lugar mucho más tolerante. En el islam indio, que tiene una gran influencia
sufí y estaba muy secularizado, podías decir lo que quisieras y nadie te
atacaba. Podías decir que Dios no existía y la gente discutía contigo si quería
o no se molestaba en hacerlo. Mi abuelo era así: era un hombre muy religioso,
que iba de peregrinaje a La Meca. Pero podías decirle cualquier cosa. No había
temas prohibidos. Y esa es esencialmente mi posición cuando escribo un libro: no hay zonas prohibidas. Si quiero escribir sobre
algo, lo hago. Y esa es la única manera de escribir los libros: si empiezas a decir que hay áreas enteras sobre las que
no se puede escribir, acabas creando una especie de literatura soviética. Y todos recordamos cómo era.
Si quieres un mundo de Mijaíl Shólojovs, esa es la manera de crearlo, de
producir esa literatura castrada. La literatura es polémica, hace preguntas que
la gente que está en el poder no quiere que se hagan. Habla del mundo. Dice: “No
acepto necesariamente la forma en que describes el mundo. El mundo no es así,
es de esta otra manera.” Y esa es una de
las cosas que debe hacer un artista: ser inquisitivo, poco convencional e
irrespetuoso. Si
les dices que no deben ser así sino que hay una línea y no deben cruzarla,
destruyes la verdadera naturaleza de la forma. Si quieres que en el mundo
exista una cosa como el arte, tienes que aceptar que los artistas se comportan
muy mal, no son educados y hacen toda clase de cosas deplorables. A menudo, ni
siquiera son particularmente agradables. Pero sin ellos tendríamos un mundo
mucho menos interesante.
Joseph
Anton es la crónica de una pesadilla. Sin embargo, tiene muchos momentos de
humor.
Incluso
en la época, me sorprendía que gran parte de lo que ocurría era divertido. Les
decía a mis amigos: “Si no fuese por el hecho de que no tiene ninguna gracia,
todo esto sería bastante gracioso.” Hubo muchos episodios que tenían elementos
de comedia: una comedia negra, pero comedia a fin de cuentas. En todos esos
años, la ocasión en que estuve más cerca de morir se produjo en Australia,
cuando nuestro auto chocó con un camión lleno de estiércol (que afortunadamente
no se derramó). El camión nos pegó y chocamos contra un árbol. En condiciones
normales, todos los ocupantes del auto habríamos muerto. Pero los tres salimos
sin rompernos ni un hueso: fuimos muy afortunados. Luego llegó la policía y
empezó a interrogar al conductor del camión porque sospechaban que tenía
vínculos islamistas. No creo que tuviera ni idea de quién era yo. De pronto la
policía le preguntaba por Al Qaeda. Cuando llegó la ambulancia, yo estaba
sentado, me había llevado un golpe en el brazo, y el tipo de la ambulancia me
dijo: “Señor Rushdie, quizá sea un mal momento,
pero ¿puede darme un autógrafo?” Era todo como una obra de Darío Fo, solo que
era verdad. Esa es también una sensación que tuve al escribir esta historia:
que se leía como una ficción, pero no lo era. El hecho de que parezca una ficción hace que sea
una lectura más interesante. Pero, desde luego, no fue divertido en el momento.
El otro día me preguntaron si creía que pasar por todo eso me benefició, por
todas las extrañas experiencias que viví. Respondí que, si pudiera elegir, preferiría
habérmelo ahorrado.
Porque me iba bien. Había escrito libros que habían sido bien recibidos, tenía
una reputación como escritor. Lo único que quería era seguir con ello. Si
hubiera podido ahorrármelo, habría sido mejor.
Salman
Rushdie, Daniel Gascón [Letraslibres.com, febrero 2013]
Madrugada
de invierno de un año sin precisar, unos minutos antes del amanecer. Un jumbo de Air India
secuestrado por un grupo terrorista islámico estalla en pleno vuelo sobre el
Canal de la Mancha. Mientras caen en picado sobre una playa de la costa
inglesa, dos pasajeros que han sobrevivido milagrosamente al atentado comentan
despreocupadamente la insólita situación en que se encuentran... Así arranca Los versos satánicos,
una de las novelas más polémicas de todos los tiempos. El nombre de su autor,
Salman Rushdie, adquirió una notoriedad sin precedentes entre
millones de personas de Oriente y Occidente que jamás llegarían a abrir el
libro. ¿La razón? Que en ciertos pasajes figuran alusiones a una religión que
se asemeja al islam, cuyo libro sagrado retoca por su cuenta un escriba
imaginario que responde al nombre de Salman. Lo que sucedió tras la publicación de la novela
es de sobra conocido: algunos líderes religiosos musulmanes interpretaron
literalmente la estratagema novelística de Rushdie, juzgando que su obra constituía
una blasfemia contra el islam. El Gobierno iraní presidido por el ayatolá
Jomeini promulgó una fetua
(condena de muerte) contra el autor, ofreciendo una cuantiosa recompensa a
quien ejecutara la sentencia. El libro fue prohibido en numerosos países y
quemado en diversos actos de repudia pública, desencadenándose violentos
disturbios y manifestaciones que costaron la vida a varias personas en tres
continentes.
Siguieron
años de dificultad extrema para el autor, que se vio obligado a vivir en
rigurosa reclusión, cambiando constantemente de domicilio, rodeado día y noche
de una escolta de policías secretos. En 1993 se ratificó la fetua. Tres
personas relacionadas con la publicación del libro sufrieron atentados. El
traductor de la novela al japonés fue asesinado. El Gobierno iraní suspendió
oficialmente la condena en 1998, aunque diversos grupos radicales se negaron a
acatar la decisión. Hoy Rushdie recibe ocasionalmente notas que le recuerdan la
fatídica sentencia. En 2005 el ayatolá Ali Jamenei declaró que la condena
seguía en vigor. En 2007, la reina Isabel II lo nombró Caballero de la Orden
del Imperio Británico, gesto que desató una nueva oleada de furia contra
Rushdie en amplias zonas del mundo islámico.
Durante
todo este tiempo, el autor angloindio ha procurado mantenerse fiel a sus
principios éticos y estéticos. Entre 2004 y 2006 ejerció como presidente
del PEN American Center, organización que desde su sede neoyorquina vela por la
libertad de expresión y la independencia de los escritores de todo el mundo.
Rushdie
puede despertar sentimientos encontrados entre sus compañeros de oficio. Dos
autores de gran prestigio que han escrito desde perspectivas muy distintas
sobre el islam se pronunciaron contundentemente en su día sobre la suerte del
escritor. El egipcio Naghib Mafouz, ganador del Premio Nobel de Literatura en
1988, reaccionó a la fetua
dictada contra Rushdie acusando de terrorismo intelectual a Jomeini, para
ulteriormente matizar que nadie tiene derecho a ofender las creencias de los
demás. La visión de Salman Rushdie es diametralmente opuesta: "Sin el derecho a ofender", observó en una
ocasión, "no se puede hablar de libertad de expresión". En otro momento apostilló:
"No hay nada más fácil que impedir que un libro nos ofenda. Basta con
cerrarlo". Haciendo alarde de su ácido sentido del humor, V. S. Naipaul,
premio Nobel de Literatura en 2001 y autor de Viaje al islam, resumió de modo
lapidario el affaire
Rushdie, sosteniendo que la fetua
pronunciada contra él era un caso de crítica literaria llevada a sus extremos.
Tanta
humareda nos puede hacer olvidar un dato esencial: Salman Rushdie es uno de los
narradores con mayor talento de nuestra época. En opinión de Christopher
Hitchens, el controvertido autor de Dios
no es bueno, de no haber sido por la fetua, hace tiempo que le habrían
concedido el Premio Nobel de Literatura. Ingenioso, inventivo y versátil;
caracterizado por un rigor y solidez poco comunes; capaz de saltar entre la
realidad y la fantasía con asombrosa agilidad, así como de hibridar tradiciones
y géneros aparentemente irreconciliables, el corpus novelístico de Salman
Rushdie -cuya última novela, El
encanto de Florencia (Mondadori), se publica a finales de febrero
en España- sorprende por la brillantez de su lenguaje, por la audacia de sus
planteamientos narrativos y por su destreza técnica.
En
persona, Salman Rushdie desborda vitalidad. Dotado de un talento inusual para
la narración oral, su conversación es tan versátil, amena, ágil, torrencial e
imaginativa, como el sinfín de historias que se cruzan vertiginosamente en las
páginas de sus libros.
Una
de las características más acusadas de toda su obra literaria parece ser su
habilidad para desenvolverse con idéntica facilidad en el plano de la realidad
y el de la fantasía.
De pequeño, devoraba libros de
ciencia-ficción. Era la edad de oro del género: Ray Bradbury, Philip K. Dick, Isaac Asimov,
Stanislav Lem, aunque muchos de los autores que leía eran francamente malos.
Eran los años de la carrera espacial, cuando los rusos lanzaron los primeros Sputniks, a finales
de los cincuenta. La ciencia-ficción es un vehículo perfecto para la novela de
ideas. Uno de mis relatos favoritos de todos los tiempos es Los 9.000 millones de nombres
de Dios, de Arthur C. Clarke. En él se cuenta la historia de dos
científicos que por encargo de unos lamas tibetanos construyen un ordenador
cuyo fin es programar todas las permutaciones posibles del nombre de Dios.
Cuando concluyan la tarea, sobrevendrá el fin del mundo. Es un cuento
enigmático y magistral. Pero no todo lo que leía era así. Por lo general, eran
libros muy mal escritos. Los personajes no eran creíbles: científicos que
llevaban bata y mujeres extraordinariamente atractivas que tenían unos pechos
descomunales [risas]. En cuanto a mi interés por la fantasía, me parece
importante subrayar algo fundamental, que a veces se nos olvida: la frontera entre
la realidad y la imaginación no es algo fijo. El realismo es sólo una forma más de describir
el mundo, y no es necesariamente la mejor ni la más interesante. Yo nací en un
país donde la fantasía lo envuelve a uno desde el momento de nacer. La
mitología india es de una riqueza portentosa, y no me refiero sólo a las
leyendas religiosas, sino a la tradición narrativa que tiene su origen en Las mil y una noches,
muchas de cuyas historias surgieron en India antes de traducirse al persa y al
árabe. Crecer escuchando la historia de Simbad el Marino, de Alí Babá o Aladino
deja una impronta imborrable en la imaginación de un futuro escritor. El realismo no es más que una convención. Si es necesario, recurro a
ella, pero no es el único recurso ni mucho menos.
¿Podría
evocar algunos recuerdos de su familia? Tanto mi familia paterna como
la materna eran oriundas de Cachemira, aunque las dos ramas llevaban bastante
tiempo afincadas en India cuando yo nací. Mi abuelo materno era un hombre muy
religioso. Peregrinó a La Meca y a lo largo de toda su vida cumplió
escrupulosamente con el precepto de orar cinco veces al día. Sus nietos nos
reíamos de él viéndole darse de frentazos contra la alfombra, claro que los
niños nunca se han caracterizado por ser muy respetuosos. Mi abuelo no se lo
tomaba a mal. Tenía muy buen carácter. Todo lo contrario que mi abuela, una
mujer feroz que nos inspiraba un miedo terrible. Vivían en una casa muy grande,
en un lugar llamado Nadi Garu, y allí se reunía toda la familia dos o tres
veces al año. Mi abuelo fundó una escuela de medicina en Aligarh, en las
afueras de Nueva Delhi. Había allí una universidad islámica muy importante. En
la escuela de mi abuelo se simultaneaba el estudio de la medicina occidental
con la tradicional del Ayurveda. Mi madre llegó a ser una gran experta en
hierbas medicinales y cuando caía enfermo me daba una pócima estúpida que tenía
un sabor repugnante y no me hacía ningún efecto, mientras que a mis compañeros
de clase les daban antibióticos y enseguida se curaban [risas]... Mi familia
era muy variada, había de todo. La hermana mayor de mi madre era profesora en
la Universidad de Karachi, y la pequeña se casó con un general pakistaní que
tenía mucho poder [risas]. Luego estaban mis tíos, uno era un funcionario de
alto rango y el otro trabajaba de guionista en Bollywood. Creo que llegó a
dirigir alguna película. Su esposa era actriz y bailarina. En mi familia el cine era algo muy importante.
Usted
nació en Bombay, ¿cuándo se trasladaron sus padres allí? Mis padres y mis abuelos
vivían en Delhi. Mi padre era hijo único. Su padre, mi abuelo, tenía mucho
dinero, era propietario de una fábrica de tejidos. Mis padres se casaron en Nueva
Delhi en 1946. Era una época muy tensa. La independencia de India era
inminente. La idea era dividir el país en dos partes, una hindú, India
propiamente dicha, y otra musulmana, Pakistán. Mis padres eran musulmanes, pero
no ejercían. Lo más que hacían era abstenerse de comer carne de cerdo, en eso
consistía para nosotros el islam [risas]. Tenían clarísimo que no querían vivir
en un Estado islámico como Pakistán. Por otra parte, no les hacía ninguna
gracia la idea de vivir en Delhi, porque el ambiente que se respiraba era
verdaderamente peligroso. Había una tensión insoportable entre hindúes y
musulmanes y el conflicto podía estallar en cualquier momento, como
efectivamente ocurrió.
Mi abuelo paterno murió antes de nacer yo. Mi padre decidió vender la fábrica e
irse a vivir con mi madre a Bombay, que gozaba de la reputación de ser una
ciudad mucho más cosmopolita y tolerante, mucho menos explosiva. Cuando se
fueron de Delhi, mi madre estaba embarazada de lo que resultaría ser yo, de
modo que se puede decir que fui a Bombay con ellos [risas]. Yo nací en 1947,
ocho semanas antes de la independencia del país.
¿Cómo
era el Bombay de su infancia?
Bombay era la ciudad más moderna y cosmopolita de India, el gran puerto
occidental del país, por el que entraba directamente la influencia del resto
del mundo. En Bombay siempre ha habido muchos extranjeros, gente llegada de
todos los confines de la tierra. Las demás grandes ciudades de India eran mucho
más uniformes. En Nueva Delhi todo el mundo era indio. En Calcuta todo el mundo
era bengalí, y en Madrás, sureños, mientras que Bombay era una gran metrópolis
que atraía a gente de todos los rincones de India. El ambiente que reinaba en
la ciudad era muy cosmopolita y tolerante.
El Bombay en que yo crecí era una urbe secularizada y no
violenta, lo cual me hizo suponer que el mundo era así. Desde niño me acostumbré a ver
cómo convivían entre sí diversas sectas y religiones sin que ello supusiera
ningún conflicto. Nos llevábamos bien con los que tenían otras creencias,
celebrábamos los festivales de las otras religiones. Sectas muy distintas entre
sí vivían en perfecta armonía. Mi infancia en Bombay marcó de manera muy
profunda mi modo de percibir el mundo.
¿Qué
edad tenía cuando lo enviaron a estudiar a Inglaterra? Trece años y medio. Estuve
interno en Rugby, una escuela pública muy prestigiosa. A los 18 me matriculé en
el King's College de Cambridge. Estudié historia, en contra de la voluntad de
mi padre, que quería que estudiara económicas. De aquellos años
me quedó el molde del método que aplican los historiadores en su disciplina,
una manera de mirar el mundo buscando el sentido profundo de los hechos,
jerarquizándolos conforme a su importancia. Mi verdadera pasión era la literatura, pero jamás
la estudié de manera formal. No se me pasó por la cabeza que fuera posible
hacer nada semejante. Desde la adolescencia fantaseé con la idea de ser
escritor, pero la idea de estudiar literatura no tenía nada que ver con ello.
Para mí, leer no podía ser una asignatura, sino una forma de placer. Cuando me
metía en una librería, salía cargado con un botín de libros; luego me encerraba
a devorarlos como si fueran golosinas.
¿Qué
leyó durante los años que pasó en la universidad? Recuerdo que tenía una novia
que estaba haciendo una tesis doctoral sobre Finnegans
Wake, la endiablada obra final de Joyce. Se titulaba algo así como James Joyce y el nouveau roman
francés. Por aquella relación me tocó leer a autores experimentales
como Michel Butor y Alain Robbe-Grillet... Me tuve que leer Finnegans Wake dos
veces. Fue el precio que tuve que pagar por estar enamorado [risas]. En fin,
sí, toda la novela del siglo XVIII, libros como Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, y
Tom Jones,
de Henry Fielding, me impactaron mucho. También leí mucha literatura americana.
Por entonces descubrí a Pynchon.
Otro
autor complicado...
Ahora ya se me ha pasado, pero cuando lo descubrí de joven sentí veneración
absoluta por él. Tiene una novela titulada V.
que me pareció sencillamente maravillosa. El resto de su obra me interesó
menos, pero V.
me pareció fascinante. Las ideas de Pynchon son sumamente interesantes. Tiene
un sistema dual en el que por una parte está el concepto de paranoia y por otra
el de entropía. Según Pynchon, el mundo tiene un
significado, sólo que es inaccesible porque hay ciertas fuerzas que se encargan
de mantenerlo oculto. Tan sólo un círculo selecto de gente posee el secreto del
significado del mundo, aunque por lo menos se sabe que lo tiene. Por otra
parte, está la idea de la muerte del universo, que es algo que acaece
lentamente... Para Pynchon la vida es como una fiesta que se va apagando poco a
poco [risas] y su sentido final se nos escapa, de modo que libertad y ausencia
de significado son equivalentes.
En
1981 publica 'Hijos de la medianoche', considerada su obra más importante. Lo empecé a escribir sin saber
muy bien dónde iba a parar. Cuando pienso en el lío en que se metió el joven
que era yo entonces me asusto. Hay que ser muy joven y muy estúpido
para atreverse a escribir un libro tan arriesgado, sobre todo teniendo en cuenta que mi primera
novela no había ido lo que se dice precisamente bien. Al principio sólo quería
escribir una novela sobre la infancia. Luego se me ocurrió la idea de los 1.001
niños dotados de poderes mágicos y tuve que aceptar las consecuencias de tal
decisión. Los poderes mágicos de los niños se derivan del hecho de que su
nacimiento coincide con el de India como nación independiente. En aquel momento
comprendí que tenía que escribir un libro de una escala mucho mayor, por
haber añadido una dimensión histórica a la narración.
¿Le
resultó difícil escribir 'Vergüenza', tras un éxito tan fulminante? El destino de ese libro fue de
lo más curioso. Pasó inadvertido, aplastado entre el éxito de Hijos de la medianoche
y el escándalo que se desató en torno a la publicación de Los versos satánicos.
Han tenido que pasar muchos años para que la gente se fijara en él. Hoy día, de
todos mis libros, seguramente es el que más atención recibe en cursos
universitarios, debido a la actualidad de los temas que aborda: el
poder militar, el fanatismo religioso, el choque de civilizaciones. En cierto
modo fue un libro premonitorio, ya que esos temas son hoy mucho más urgentes y
relevantes que cuando lo escribí.
A
estas alturas supongo que aborrecerá que le pregunten por 'Los versos
satánicos'.
Podemos hablar del libro desde el punto de vista literario, para
variar [risas]. Todo el mundo tiene una opinión muy contundente sobre esa
novela sin haberla leído.
Casi
se podría decir lo mismo de usted. El mártir ha eclipsado al escritor. La fetua arrasó con todo lo demás.
¿Qué
le llevó a escribir un libro así? Es una novela sobre gente que emigra a Occidente
desde el sureste asiático: India, Pakistán y Bangladesh. Ése
es un aspecto importante: el tema de la inmigración y sus consecuencias. Por
otra están las múltiples historias que se entrecruzan en el libro, vertebradas
por la figura del Arcángel Gabriel.
Veo el libro como una serie de instantáneas que permiten seguir la carrera del
Arcángel Gabriel [risas], una especie de biografía que no respeta el orden
cronológico. Me pareció una idea divertida. Aún no había descubierto que tener
ideas divertidas puede costarte caro: corres el riesgo de que se te acuse de
blasfemo. Los ataques contra el libro fueron tan virulentos que nadie se
percató de sus aspectos humorísticos. Los
versos satánicos es esencialmente una novela cómica. Todos los procedimientos que
utilizo son cómicos, aunque el efecto acumulativo final no lo sea. Es algo que
aprendí de Kafka. El
Castillo es una sucesión de escenas cómicas, aunque el efecto de
conjunto no sea cómico. Mi mayor frustración fue ver que nadie
pensaba en Los versos
satánicos como libro. La gente veía en él un alegato, un eslogan,
un panfleto. Se
decían cosas de la novela que me dejaban estupefacto. La obra de que hablaban
simplemente no existía. Decían cosas que no figuraban en ninguna parte. Yo no
me cansaba de repetir: "¿Dónde está el libro del que dicen todo eso? Por
favor, que alguien me enseñe las páginas donde aparecen las cosas que se
dicen". Era rarísimo, y conmigo ocurría algo parecido. El
Salman Rushdie del que hablaba la gente no tenía nada que ver con mi persona.
De modo que toda la animadversión y la violencia extrema que exhibía la gente
iban dirigidas contra algo que no existía.
Ahora que han pasado 20 años desde que se publicó, es un alivio ver que por fin
se habla del libro que escribí, no de una entelequia. Siento que he recuperado
la novela. La gente lee un libro real, y reacciona como se reacciona normalmente
ante un libro: hay gente a la que le gusta mucho y gente a la que no le gusta
nada, y entre uno y otro extremo, todos los matices intermedios. Ése es el
destino común de todos los libros.
¿Le
cogió por sorpresa la reacción que se desató tras su publicación? Totalmente. Es decir... todos
mis libros habían sido mal vistos por quienes sustentan opiniones religiosas
ortodoxas islámicas. Hijos
de la medianoche no les gustó, Vergüenza
no les gustó, así que cuando publiqué Los
versos satánicos di por hecho que tampoco les gustaría. Lo que no me esperaba era una reacción tan virulenta. De
no haber intervenido Jomeini, decretando mi condena a muerte, el libro hubiera
tenido una trayectoria normal.
¿Le resultó muy difícil
mantenerse fiel a sus principios como escritor y tratar de seguir adelante
después de la 'fetua'? Mucho, sobre todo al principio. Hubo
un momento, unos meses después del ataque, en que creí que no sería capaz de
seguir adelante. Estaba molesto, herido, a punto de perder el equilibrio. Me salvó pensar que no era ni mucho menos el primer
escritor que padecía una persecución así.
La historia de la literatura está plagada de episodios trágicos, como el Gulag.
Dostoievski llegó a estar frente a un pelotón de fusilamiento... Ovidio murió
en el exilio, Jean Genet escribió gran parte de su obra en la cárcel. La lista
es muy larga. Me dije que si ellos habían tenido la entereza de resistir frente
a las dificultades, yo estaba obligado a hacer otro tanto. Quizá le parezca una
afirmación grandilocuente, pero tengo un concepto muy elevado de la literatura,
y si quería ser un digno representante del arte literario, tenía la obligación
de no desmoronarme. Así que tomé la firme
determinación de ser fiel a mí mismo y aguantar con la dignidad que tantos
escritores habían sabido tener en circunstancias iguales o peores que las que
padecía yo.
¿Los
años de reclusión afectaron de manera íntima al proceso creativo? Lo primero que escribí fue un
libro para niños, Harún
y el mar de las historias. Es un libro extraño, una especie de
cápsula de tiempo que flota entre el silencio y el lenguaje. La imagen
embrionaria es muy poderosa: raptan a una
princesa con intención de coserle la boca. La imagen procede de un relato muy
breve, que había escrito hacía años, y no sabía qué uso darle. Tenía algunos
otros relatos y decidí construir con ellos un libro para que lo leyera mi hijo, que entonces tenía 11 años.
Me sentí como quien mete un mensaje en una botella, sabiendo que nadie lo leerá
hasta dentro de mucho tiempo. Quería que después de haberlo
disfrutado de niño, mi hijo lo volviera a leer siendo adulto, porque entonces
descubriría un libro totalmente diferente.
'El
último suspiro del moro' es un proyecto muy distinto. Me dio miedo escribirlo,
porque era el primer libro para adultos que publicaba tras Los versos satánicos
y puse mucho empeño en el esfuerzo. En él regreso a mi ciudad natal, sólo que
es un Bombay que no tiene nada que ver con el de Hijos de la medianoche. El Bombay de El último suspiro del moro
es una ciudad tenebrosa, que ha perdido las cualidades de las que hablé antes.
La tolerancia, la capacidad de abrirse a los demás, se habían perdido o dañado.
Se puede ver como la continuación de Hijos
de la medianoche. Es la misma ciudad sólo que vista a través de los
ojos de un adulto, no de un niño de diez años. Ese libro marca
el comienzo de lo que se ha convertido en mi mayor preocupación: mostrar
elementos comunes a distintas culturas.
Hijos de la
medianoche y Vergüenza
dan cuenta de lo que ocurre en el subcontinente indio. Incluso Harún y el mar de las historias
es así. Con El último
suspiro del moro intenté transmitir otro mensaje: No podemos vivir
aislados, cada uno en su parcela del tiempo o del espacio. Lo que nos pasa a
nosotros le ha pasado antes a otra gente. Muchas veces he pensado que el
detonante de la llegada de Occidente a las Indias Meridionales, la razón que
motivó la llegada de Vasco de Gama a Oriente, que es un momento crucial de la
historia, no obedeció a un prurito de conquista ni a un afán de dominación. La
razón por la que Oriente y Occidente acabaron por encontrarse fue la sed de dar
con algo tan precioso como las especias. Cuando caí en la cuenta, me pareció
fascinante. Pensé que si toda la historia de Oriente y Occidente se basa en el
deseo de pimienta [risas], entonces tenía que poner pimienta en el centro del
libro, de modo que
toda la novela tenía que crecer a partir de un grano de pimienta, y así fue
como surgió.
Hablemos
de su última novela, 'El encanto de Florencia', que Mondadori editará en España
en febrero. La crítica ha dicho que supone el regreso de Rushdie a sus
orígenes, un poco como si se hubiera restaurado el equilibrio anterior a todo
lo que sucedió con motivo de su 'fetua'. Al principio de la
conversación hablábamos de las historias que logran alcanzar el blanco de la
verdad sirviéndose de medios fantásticos, historias en las que la narración
pura se constituye en un objetivo por sí mismo. Eso es lo que me propuse con
este libro: recrear al desnudo el placer de narrar. El libro supone un
despojamiento de cuanto es superfluo para descender a la esencia pura y
rutilante del arte de contar historias, sin más. Puse mucho cuidado en evitar que el libro fuera
demasiado largo. El mundo que se describe en El
encanto de Florencia es de tal riqueza y complejidad que si lo
hubiera escrito como si se tratara de una novela histórica convencional habría
necesitado, qué sé yo, 1.200 páginas. Pero no era ésa la clase de libro que
quería escribir.
Hay
también una celebración de la palabra primigenia, un canto al lenguaje en
cuanto tal.
Si hay algo que he aprendido a lo largo de mis años como escritor es a sentirme
cada vez más cerca de los lectores. Intento ponerme en su lugar y tratar de
comprender cómo se acercan al texto. El
encanto de Florencia es una novela ambientada en una época en la
que los referentes literarios son nada menos que Ariosto, Cervantes y
Shakespeare. Así que me dije que podía darme permiso para imprimirle al
lenguaje una riqueza de la que carece el lenguaje del siglo XXI. Me
propuse escribir la clase de libro que les hubiera gustado leer a los
personajes de mi novela. Si se fija, la manera de narrar la historia no es muy
distinta a la forma de ficción narrativa que se cultivaba en India y la Europa
de aquel tiempo.
Otra cosa que quería conseguir es dotar al libro de un sentimiento de plenitud,
la idea de que la vida es muchas cosas a la vez. No hay por qué elegir entre
ser realista o visionario. No es necesario elegir entre el sueño y la vigilia,
la vida es algo más complejo
y más completo, no hay que segmentarla en sus componentes. Y la literatura de
aquella época -no nos olvidemos de que estamos hablando de los contemporáneos
de Shakespeare y Cervantes- corresponde a un momento de máxima plenitud
histórica. Todo estalló a la vez.
¿Se
puede hablar de un adiós a la política? En el sentido de que me cansé
de que la gente me viera como a una figura pública. Por supuesto que hay
política en la novela, en parte el libro versa sobre el poder. Hay personajes
como Maquiavelo y el Emperador Akbar, dos figuras históricas fascinantes, una
que representa a Occidente y otra a Oriente. Hay mucho que decir acerca de los
dos. Me interesaba reivindicar a Maquiavelo, que ha sido objeto de
muchos malentendidos... Pero sí, hay un intento deliberado por alejarme de los
temas que aparecen a diario en los periódicos. Es como si me hubieran dado la posibilidad de
presentarme al mundo por primera vez y mi respuesta hubiera sido: Salman Rushdie es un contador de historias,
todo lo demás da igual.
Entrevista
a Salman Rushdie, Eduardo Lago [El País, 25 de enero de 2019]
Hace
25 años,
sucedieron cuatro grandes acontecimientos cuyos ecos todavía están presentes en
nuestro mundo. Cayó el muro de Berlín y con él el imperio que a Vladímir Putin
le encantaría restaurar. La matanza de la plaza de Tiananmen situó a China en
una trayectoria totalmente distinta hasta llegar al país que es hoy. Un
investigador británico poco conocido, llamado Tim Berners-Lee, inventó lo que
se convertiría en la World Wide Web. Y el ayatolá Jomeini dictó su fetua contra
Salman Rushdie.
El
domingo pasado estuve hablando con Rushdie en Nueva York, dentro del Festival
de Voces del Mundo organizado por el PEN Club estadounidense, sobre las
consecuencias que tuvieron aquellos hechos para la libertad de expresión en
todo el mundo. Le
pregunté cómo había vivido las revoluciones
de terciopelo de 1989 y dónde estaba cuando cayó el Muro. No se
acordaba con exactitud —seguramente en algún escondite— y confesó que había
sentido cierta envidia al ver a otros, incluido Nelson Mandela unos años
después, emprender el camino de la libertad mientras él permanecía cautivo.
Hoy
no queda rastro de aquello. Después de los actos en los que habíamos
participado, salimos a pasear por las calles de Nueva York junto con varios
escritores más, y Salman paró un taxi en una esquina. Quién sabe de dónde era
el taxista, ¿tal vez iraní? Esa vida tan normal para un escritor al que durante
tanto tiempo le pareció inalcanzable es una victoria. Sin embargo, hay que preguntarse
si la lucha por la libertad de expresión, contra fanáticos y opresores de todo
tipo, está avanzando de verdad o se encuentra en retroceso.
En Reino Unido, y en Europa en general, la
mayoría de los musulmanes han aceptado de una u otra forma las normas básicas de
convivencia pacífica en una sociedad liberal y pluralista. Ya no dicen —como hizo un
musulmán británico llamado Iqbal Sacranie en 1989, mientras algunos de sus
correligionarios quemaban ejemplares de Los
versos satánicos— que la muerte era un destino “demasiado fácil”
para Rushdie. Un pequeño síntoma de esa mejoría en las relaciones fue la
discreta reacción de casi todos los musulmanes británicos en 2007, cuando el
controvertido novelista fue nombrado caballero. (Rushdie recuerda que, después
de darle los golpes de rigor en el hombro con la espada, la reina le preguntó:
“¿Sigue usted escribiendo libros?”). Claro que su majestad —en realidad, Tony
Blair a través de ella— había nombrado caballero dos años antes al propio
Sacranie. Una solución muy británica: darles a los
dos un título.
Volviendo
a lo que importa: en Gran Bretaña, como en otros muchos países europeos, la
evolución general de la gran mayoría de los musulmanes les ha llevado a aceptar
e incluso apoyar la libertad de expresión, que por fuerza incluye el derecho
(aunque no el deber) de ofender.
No
obstante, afirma Rushdie —y una investigación minuciosa lo corrobora— que una pequeña minoría en esas comunidades musulmanas de
Europa está aún peligrosamente radicalizada. Y el
miedo y la autocensura
siguen carcomiendo los bordes de la vida cultural de Occidente, tanto en las
universidades como en el mundo editorial y el teatro. Los públicos de Londres y
Nueva York disfrutan con el musical satírico El
Libro del Mormón. No parece que nadie tenga pensado hacer un
espectáculo llamado El
Libro de Mahoma.
En
muchos Estados de mayoría musulmana, las limitaciones a la libertad de
expresión siguen siendo espantosas. Este
año, Arabia Saudí ha dictado nuevas leyes que tratan a los ateos como si fueran
terroristas. El
día de nuestro acto en Nueva York, The
New York Times informaba sobre un hombre llamado Alexander Aan que
estuvo más de 19 meses preso en Indonesia, acusado de incitar al odio
religioso. ¿Qué delito había cometido? Declararse ateo en Internet. Y otro dato
preocupante: el hecho de que Estados que tendían más a ser laicos, como
Turquía, estén ahora dando un giro en la mala dirección.
Ese
tipo de intimidación no es monopolio de los musulmanes, en absoluto. Hablé
también con Rushdie de su país natal, India. Allí son los extremistas hindúes
quienes encabezan hoy la clasificación del segundo deporte nacional: sentirse
ofendidos. Por ejemplo, Penguin India retiró hace poco de las librerías una
historia alternativa de los hindúes escrita por la respetada especialista
estadounidense Wendy Doniger, ante las presiones ejercidas por un grupo hindú
dirigido por un antiguo maestro de escuela. M. F. Husaín, seguramente el
principal pintor moderno del país, murió en el exilio después de sufrir ataques
feroces por sus representaciones irreverentes y modernas de las deidades
hindúes. Y da la impresión de que las cosas empeorarán si gana las elecciones
Nahendra Modi. Mientras tanto, al otro lado de la frontera, en Birmania, turbas
compuestas por personas que se llaman a sí mismos budistas se dedican a linchar
a los rohingya, musulmanes.
En
China, el sistema que ha ido desarrollándose desde 1989 ha generado al mismo
tiempo una economía que pronto será la más grande del planeta y un aparato de
censura que es ya el mayor del mundo. Ahora bien, mientras que, en otros
países, unos poderes religiosos determinados persiguen a los ateos y creyentes
de otras confesiones, en China el Partido-Estado comunista acosa
a cualquiera que intente organizar un grupo religioso sin su autorización, ya sean cristianos o Falun
Gong. (En cambio, practicar la espiritualidad en privado no supone ningún
problema, y muchos miembros del aparato lo hacen).
Una
de las razones por las que China despliega una maquinaria de censura tan
inmensa es que hoy se
habla mucho más y es necesario vigilar mucha más expresión que hace 25 años, gracias a
Internet y la World Wide Web. WeChat, el equivalente chino a WhatsApp, cuenta
con más de 300 millones de usuarios. El ganador del premio a la libertad
digital concedido este año por el PEN Club de Estados Unidos, Dick Costolo, que
es el presidente y director ejecutivo de Twitter, nos recordó en Nueva York que
cada día circulan más de 500 millones de tuits. Es una tremenda victoria cuantitativa
de la libertad de expresión, que, sin embargo, entraña sus propios peligros. Los regímenes autoritarios no son los únicos que
aprovechan Internet como herramienta para vigilar a la población. Una encuesta hecha por el PEN
Club entre los escritores estadounidenses ha descubierto que no solo están
preocupados por el programa de vigilancia de la NSA que reveló Edward Snowden,
sino que algunos de ellos, ahora, sienten la
necesidad de autocensurarse.
Es decir, que la revelación ha tenido unas consecuencias terribles.
“Sobre
la batalla a propósito de Los
versos satánicos”, escribió Rushdie en su libro de memorias Joseph Anton,
publicado en 2012, “todavía era difícil saber si iba a acabar en victoria o en
derrota”. Lo mismo puede decirse sobre las repercusiones de aquellos cuatro
grandes acontecimientos de 1989. Pero eso es lo que sucede con la lucha por la
libertad de expresión: nunca se pierde del todo, nunca se gana de forma
rotunda.
De
la fetua al WhatsApp, Timothy Garton Ash [El País, 9 de mayo de 2014]
Una prueba más
de que la inspiración es caprichosa. ¿Cómo afectó esa situación de
inestabilidad su creación? Rushdie empieza por reconocer que el interior de un
escritor es “bastante turbulento” y lo que le sucedió a él fue que el exterior
se volvió turbulento. “La imaginación de un autor siempre es turbulenta, llena
de tristezas, alegrías, y eso uno lo acepta. Pero a mí lo que me sucedió fue
que a eso se sumaba la tormenta exterior que interfería con mi vida interior y
corría el riesgo de dañar esa conversación interior”, recuerda el novelista. Sabe que algunos creen que sí alteró el resultado
de su obra y para otros no. Él es de los segundos.
En aquellos
años de amenaza, el Tiempo adquirió otro sentido, otra dimensión. Tendía a
abolirse, a autodestruirse. “El tiempo que se mueve hacia adelante es el
adversario a derrotar”, es lo primero que atina a decir. Es el tiempo en que
acecha la soledad. Tanto que, bromea el autor, dice que esa autobiografía debió
titularla 12 años de soledad, y todos ríe por el homenaje al recién fallecido
Gabriel García Márquez, y sus Cien años de soledad.
El autoengaño y la ceguera electiva de no querer ver
lo que hay delante es otro problema del ser humano y la sociedad, para él. Ya no solo porque cuando
ocurrió su amenaza de muerte todos pensaron que era un caso aislado, excepcional, y no un florecimiento de una amenaza generalizada sobre el
mundo por parte de algunos islamistas, sino por casos como el cambio climático.
Todo eso,
miedo, tiempo corrosivo y soledad, fueron combatidos o tuvieron como escudo la
amistad. “No hubiera sobrevivido sin el apoyo de ellos”, admite. Neutralizaron
los bombardeos de odio que llegaban del exterior. “La religión es un absurdo,
pero es lo que está pasando”, afirma Rushdie. Hay que defender los derechos de
las personas, de todas las creencias, pero son eso, creencias. Por lo tanto, se
puede discutir y criticar con humor o no, son solo ideas. Tiene que ser posible decir que no me gusta o que
aborrezco tus ideas, sin que esto suponga una amenaza. Una cosa es criticar las
ideas y otra atacar a las personas”.
¡Esto parece tan obvio! Y, sin embargo, a la menor ocasión tomamos como
ofensa personal cualquier ataque a nuestras creencias y a aquellas ideas que
más nos importan.
Existe hoy la
tentación, advierte Salman Rushdie, de jugar con las religiones y tener el
mismo comportamiento que se tuvo con el comunismo, de exculpar, suavizar y relativizar sus consecuencias y
la presión y el daño que pueden hacer a la sociedad y las personas.
W.
Manrique Sabogal [El País, 24 de abril de 2014]
La
libertad de expresión es una planta rara y valiosa que arraiga con mucha
dificultad y en muchos lugares solo suele florecer brevemente, y nunca deja de
estar rodeada de peligros. A los gobernantes, a los líderes religiosos, a los
mesías de diverso pelaje, a los devotos de cualquiera de ellos, la libertad de
expresión les parece en el mejor de los casos una incomodidad y en el peor y
nada infrecuente un delito, una traición, una blasfemia. No ayuda el hecho de
que algunas personas se declaran defensoras de la libertad de
expresión pero no tienen inconveniente en aceptar excepciones. En mi primera juventud a mí me
enfurecía la falta de libertad de expresión en la España de Franco o en el
Chile de Pinochet, pero extrañamente esa misma libertad no la veía necesaria en
China o en Cuba. Esa doble vara de medir
la había aprendido de la intelectualidad europea, y de sus derivados españoles,
que se caracterizaba por un curioso sentido geográfico de las libertades: en los países donde ellos
vivían las consideraban imprescindibles, y hasta insuficientes. Pero a medida
que aumentaba la distancia geográfica o variaba la temperatura se iban
volviendo progresivamente más comprensivos con los abusos que para sí mismos
nunca habrían aceptado.
En
enero de este año Salman Rushdie tenía previsto asistir a un festival literario
en Jaipur, en la India. La India está considerada una democracia. Grupos
musulmanes oficialmente moderados mostraron su rechazo a la visita de este
presunto hereje que tuvo que pasar varios años escondido y en peligro de muerte
por el delito de haber escrito una novela. Grupos musulmanes extremistas
anunciaron que atentarían contra la vida de Rushdie. El Gobierno al parecer
democrático de la India no se molestó en asegurar al escritor que mientras estuviera en
su país de origen gozaría de la protección que dan las leyes a cualquier
ciudadano. Salman
Rushdie, que es un hombre bastante tranquilo y partidario de la buena vida, y
que no tiene ningún deseo de ser un mártir de la libertad de
expresión, optó
por quedarse en su casa y participar en el festival por videoconferencia.
Pero
eso no bastó para apaciguar a esas sensibilidades religiosas que tan fácilmente
se consideran heridas. Hubo amenazas de atentados si la efigie de Rushdie
aparecía en una pantalla durante el festival. De nuevo el
Gobierno no dijo nada. El Gobierno está formado por nacionalistas hindúes que
no quieren arriesgarse a perder votos musulmanes. Y en cualquier caso, por
mucho que se odien entre sí un extremista hindú y un extremista musulmán, más
odiarán los dos juntos a un apóstata como Salman Rushdie. Ya digo que en estos casos lo
que más intriga es la oportunidad que desperdician los moderados de marcar
distancia hacia esos extremistas
con los que tanto se duelen de ser confundidos. Como ni podía estar Rushdie en
el festival ni tampoco participaría por videoconferencia, dos escritores
indios, Amitava Kumar y Hari Kunzru, organizaron una lectura a medias de Los
versos satánicos, la novela que casi le cuesta la vida a Rushdie, y que se la costó
a alguno de sus traductores y editores. No iban ni por el final de la primera
página cuando el director del festival irrumpió en la sala llena de gente y
canceló el acto. Aquella lectura era una provocación. Al salir de allí, contó
Amitava Kumar, los reporteros de las televisiones hindúes los acosaban a él y a
Kunzru con una pregunta que era de antemano una acusación: ¿no se sentirían
culpables si se desataba la violencia religiosa?
Recuerdo
el paseo que di por Granada con Salman Rushdie y con Enrique Murillo, que era
entonces su editor en España. Aquellos lugares que para mí eran cotidianos
—Puerta Real, la calle Reyes Católicos, la plaza de Bibarrambla— para Rushdie
tenían una cualidad de prodigio, porque era la primera vez desde hacía seis
años que paseaba entre la gente con normalidad casi perfecta, una mañana de
septiembre, con las manos en los bolsillos, casi olvidado de los policías
británicos y españoles de paisano que nos rodeaban discretamente. Creo que aquel
día aprendí para siempre la excepcionalidad de lo común, el valor inmenso de lo
que se da tan por supuesto que ni se recuerda que se tiene, y desde luego no se
piensa que pueda perderse.
Era en 1995: diecisiete años después, Los
versos satánicos siguen sin poder leerse en la India, que oficialmente
es una democracia, y Salman Rushdie, que en todo este tiempo ha ido adquiriendo
un aire todavía más consistente de vividor tranquilo, sigue irritando a los
enemigos jurados de la libertad de expresión, a los que nunca les faltan
cómplices en apariencia menos furibundos, pero igualmente efectivos. No dicen,
por ejemplo, que un autor ha de ser decapitado o merece ir al infierno, pero sí
que no ha tenido en cuenta la sensibilidad de los creyentes, o que no ha sido
oportuno, o que en realidad no es tan buen escritor, y quiere aprovecharse del
escándalo…
No
todos los regímenes son iguales, desde luego, y por imperfectamente que
funcione siempre será más respirable una democracia que una dictadura. Pero
no hay país en el que la libertad de expresión no esté en peligro, no tenga que
ser defendida a diario.
En la España democrática al periodista José Luis López de la Calle lo mataron
unos malnacidos para que no siguiera escribiendo contra el chantaje de la
conformidad y la sangre derramada. Cuántos abusos han dejado de hacerse
públicos en España porque los medios regionales y locales dependen tan
estrechamente de la publicidad oficial para sobrevivir. Al inolvidable Félix
Bayón le saboteó
su carrera y su capacidad para ganarse dignamente la vida un presidente de la
Junta de Andalucía al que le molestaban sus columnas y sus opiniones en la
radio. En Argentina el Gobierno acosa económicamente a La Nación y a Clarín porque la
señora Kirchner cada vez tolera menos discordancias en su apoteosis populista.
En
Ecuador, ahora mismo, el periodista Emilio Palacio, dos colegas suyos y el
periódico entero en el que los tres escriben están a punto de sucumbir bajo el
acoso del Gobierno, convenientemente asistido por el poder judicial. Emilio
Palacio escribió en El
Universo un artículo por el que el presidente Correa se sintió tan
injuriado que puso una demanda por cuarenta y dos millones de dólares. Emilio
Palacio y dos de sus colegas han sido condenados a pagar esa cantidad y además
a tres años de cárcel. Finalmente Correa ha cedido a la presión internacional y
ha otorgado un “perdón sin olvido”. La fórmula no puede ser más inquietante.
Amigos que vienen de Ecuador me cuentan que la omnipresencia del
poder político y de su propaganda se ha vuelto agobiante, amparada en las victorias
plebiscitarias del presidente Correa y en sus gesticulaciones demagógicas. Pero
sin rigurosa separación de poderes, imperio de la ley, respeto a
las minorías y libertad de expresión la democracia no existe, por muchos
millones de votos que acumule un gobernante mesiánico. Y no creo que a estas alturas
sea necesario recordar que un escritor o un periodista ecuatoriano tienen tanto
derecho a esas libertades como esos literatos europeos que a veces se olvidan
de defenderlas cuando el Gobierno que las ha quebrantado usa una retórica que
parece de izquierdas.
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