Escucho de nuevo el poema de Bertolt Brecht musicalizado por Kurt Weill: “Al fondo del Moldava van las piedras / enterrados en Praga reposan tres reyes / en este mundo nada permanece igual / la noche más larga no es eterna”.
Am Grunde der Moldau wandern die Steine
Es liegen drei Kaiser begraben in Prag.
Das Große bleibt groß nicht und klein nicht das Kleine.
Die Nacht hat zwölf Stunden, dann kommt schon der Tag.
Es wechseln die Zeiten. Die riesigen Pläne
Der Mächtigen kommen am Ende zum Halt.
Und gehn sie einher auch wie blutige Hähne
Es wechseln die Zeiten, da hilft kein Gewalt.
Am Grunde der Moldau wandern die Steine
Es liegen drei Kaiser begraben in Prag.
Das Große bleibt groß nicht und klein nicht das Kleine.
Die Nacht hat zwölf Stunden, dann kommt schon der Tag.
Recuerdo
el miedo opresivo a los jeeps de los grises patrullando por la ciudad
Universitaria: las palas de un helicóptero que sobrevolaba las arboledas y los
edificios de ladrillo rojizo, los cascos y los relinchos de los grandes
caballos alineados frente a la puerta de la Facultad, una mañana en la que nos
habíamos agrupado irrespirablemente en el vestíbulo después de una asamblea y
nos disponíamos a salir en manifestación hacia el Rectorado. Era, acabo de
darme cuenta, el día en que se supo que habían ejecutado al anarquista catalán
Salvador Puig y a un confuso delincuente húngaro o polaco que se llamaba Heinz
Chez. Me levanté y sin pararme a desayunar bajé a comprar el periódico y allí
estaba la noticia, sin titulares siquiera, en una esquina inferior de la
primera página, la notificación siniestra y administrativa de que se habían
cumplido las penas de muerte dictadas por los tribunales, una en Madrid y la
otra en Barcelona, y las dos a garrote vil, como en los tiempos de Fernando
VII. Era el año 74, ya digo, hace nada, veinte años, y todavía quedaban serenos
en Madrid, verdugos a la antigua y pelotones de fusilamiento, y uno se
imaginaba a Franco, el Enano del Pardo, como le decían en la Radio Pirenaica,
firmando una sentencia de muerte con mano temblona y pergaminosa de viejo
terminal, y oyendo misa y comulgando a continuación. Me hervía la sangre, subía
por la calle Princesa en dirección a Moncloa y se me saltaban las lágrimas, de
rabia, de desesperación, de rebeldía enconada y furiosa, de puro aburrimiento,
pero apartaba los ojos del periódico donde
aquellos dos asesinatos no ocupaban más que un pequeño recuadro y miraba a
mi alrededor y a nadie parecía que le importara nada, estaban abiertas las
tiendas y las oficinas, la gente entraba y salía de las bocas del metro, […]
Parecía, en aquella primavera de 1974, antes de la
revolución portuguesa de abril, que nada iba a cambiar nunca, y cuando alguien
recordaba aquel verso de un poema de Brecht, la más larga noche no es eterna,
uno pensaba que sí, que la noche franquista sí iba a serlo, porque nadie
tendría la paciencia, la obstinación o el coraje de esperar su fin, y porque el
fascismo, desde Chile, estaba volviendo a ensombrecer el mundo. Nuestra
generación, la de Ramonazo y la mía, fue la última en llegar al antifranquismo,
y nos tocó la paradoja de heredar, con dieciocho años, la tradición de derrota
de las generaciones anteriores, de respirar un aire enrarecido por treinta y
tantos años de desaliento y de invenciones gloriosas y absurdas de huelgas generales
que no fueron vencidas porque nunca llegaron a existir. En el País Vasco se
había impuesto el estado de excepción. Por algunos parques de Madrid, incluso
por los pasillos de alguna facultad, llegó a verse el prodigio fugaz de una
muchacha que corría desnuda: era una moda que venía de los campus
universitarios de América, y que aquí no llegó a calar, y se llamaba el
streaking, un cuerpo desnudo atravesando como un rayo los lugares más usuales y
más tristes, y desapareciendo luego sin dejar ni un rastro de resplandor. […]
Yo le escribía casi diariamente a la
que en la actualidad es mi mujer. Alguna de aquellas cartas anda todavía por
los cajones de la casa, y si me atrevo a leerlas me da un acceso insoportable
de vergüenza, de piedad y ridículo. Uno tiende instintivamente a favorecerse en
los retratos del pasado que traza la memoria. Luego descubre en una carta de
hace veinte años lo que pensaba y sentía de verdad entonces y se ve como era,
no ingenuo, sino simple, fanático en vez de ilusionado y rebelde, pretencioso,
ignorante, más bien idiota, pero sobre todo lejano, tan inalcanzable en esa
distancia como la fotografía de un desconocido, usando palabras que ahora
juraría no haber escrito ni dicho nunca. […]
Nadie piensa ya en aquellos tiempos,
nadie se acuerda del invierno y de la primavera de 1974, ni de la ejecución de
Puig Antich o del nombre del húngaro o polaco al que le dieron garrote vil en
Barcelona. Yo sí me acuerdo de todo: ese es mi secreto. Nadie sabe que aún
continúo añorando lo que no sucedió nunca, la revolución franca y gozosa que no
llegó a triunfar, el vértigo de rodear en medio de una multitud con puños
alzados y banderas rojas a los carros de combate que no dispararon contra los
balcones de la Dirección General de Seguridad. No me quejo de mi vida, pero me
pregunto cómo habría sido la otra, qué me habría ocurrido si hubiera continuado
estudiando, si no hubiera cometido la atroz imprudencia, la indignidad de no
cumplir mi palabra, de salir huyendo y refugiarme en mi pueblo a la primera
señal de peligro.
El dueño del secreto, Antonio Muñoz
Molina
Unos
días antes de cumplir 18 años se me hizo realidad por fin el sueño de llegar a
Madrid para estudiar Periodismo y convertirme en autor de obras de teatro de
agitación política. El sueño no duró casi nada. Madrid era una ciudad demasiado
grande y demasiado hostil para mi apocamiento pueblerino, la grandiosamente
bautizada como Facultad de Ciencias de la Información resultó un fraude, mi
beca apenas daba para comer. Participé por primera vez en mi vida en una
manifestación de protesta por el fusilamiento de Salvador Puig Antich y al cabo
de veinte minutos ya estaba preso y esposado. A finales de curso volví a Úbeda,
y el otoño estaba comenzando Geografía e Historia en la universidad de Granada.
Casi todos mis amigos y mis conocidos militaban clandestinamente en el Partido
Comunista. Yo estuve a punto de afiliarme también, pero la detención en Madrid
había acentuado mi tendencia natural al miedo.
Llegué
a Granada en septiembre de 1974 y entre unas cosas y otras me quedé allí casi
20 años, […]
Autorretrato, Antonio Muñoz Molina
"En marzo de 1974 fui
detenido y encerrado durante unos días en los calabozos de la Dirección General
de Seguridad por participar en una manifestación contra la condena a muerte del
anarquista catalán Salvador Puig Antich. Durante semanas, según se acercaba el
cumplimiento de la sentencia, se habían repetido las protestas, se había
extendido por todas partes una ola de incredulidad y de rabia. En la prensa, a
pesar del miedo, porque el gobierno podía cerrar de la noche a la mañana un
periódico, se publicaban ya muchas cosas. Triunfo y Cambio 16
salían cada semana, Cuadernos para el Diálogo todos los meses. Los
antifranquistas comprábamos a diario Informaciones. En cada uno de esos
medios se publicaron protestas veladas o explícitas contra la ejecución. Hasta
Camilo José Cela escribió un artículo contra la pena de muerte que recuerdo
claro y valiente. En la Ciudad Universitaria de Madrid varios cientos de
personas cortamos el tráfico de la avenida Complutense. Helicópteros y policías
a caballo nos pusieron en fuga. Los más torpes o los más aturdidos no llegamos
muy lejos. El calabozo en el que me encerraron estaba lleno de gente detenida
durante la manifestación. Había un sordo clamor cívico contra la bestialidad de
la dictadura, que hizo ejecutar el mismo día y a la misma hora a Puig Antich y
a un pobre delincuente común, un polaco del que sólo recuerdo que se llamaba
Heinz Chez.
El nombre ha saltado intacto en la memoria, después de casi cuarenta años sin recordarlo. Heinz Chez. Hace no mucho vi en televisión una película que se hizo en 2006 sobre Puig Antich, Salvador. Algo me llamó la atención: en esa película, las únicas protestas que aparecían pasaban en Cataluña. Las víctimas, los buenos, eran catalanes y hablaban en catalán. Los policías, los militares, los ejecutores, hablaban en español.”
Todo lo que era sólido,
Antonio Muñoz Molina
Se
preguntan por qué vuelve a los periódicos la cara de ese hombre, como la de un
aparecido o la de un ánima del purgatorio de la que nadie se acordara, más
solitario ahora y condenado que entonces, pero con el mismo aire de bondad
triste y casi juventud, al cabo de 30 años de muerte. Los muertos, como los
vivos, cumplen años, pero parece que el tiempo no pasara por ellos, no al menos
tan despiadadamente como por nosotros. Los
muertos no cambian de opinión y permanecen leales a sus errores y a sus sueños. Las modificaciones de sus
rostros en las fotografías se parecen a las que descubrimos en algún familiar
al que hemos visitado un domingo por la tarde en la habitación de un sanatorio.
Nos miran como si padecieran una débil nostalgia del mundo exterior, el de los
vivos, el nuestro, y cuando les damos la espalda para regresar a él, cuando apartamos
los ojos de la fotografía, nos gana un sentimiento de alivio y culpabilidad,
pues nada va a ser más fácil que olvidarlos.
Invariable,
cauteloso, como temiendo molestar, el fusilado de entonces muestra su cara en
blanco y negro entre los titulares de este porvenir que le cancelaron las armas
una madrugada de abril de 1963, y su nombre, Grimau, ceniza de conmemoraciones
perdidas, de palabras contra la tiranía escritas de noche en las paredes, surge
de nuevo, sin aviso, ante la mirada de quienes lo conocieron, transluciéndose
en el papel del periódico como un mensaje escrito en tinta invisible que
revelara gradualmente el calor de una llama, apareciendo en la memoria de
algunos -intacto, tal vez heroico y amenazador-, con la peculiar vehemencia del
miedo.
Se
ha vuelto a juzgar a una sombra, alguien extraviado en el gentío de los
muertos, desvanecido en la voracidad de la tierra, pero también, gracias a las
fotografías y al recuerdo, dotado de un rostro ya invulnerable al descrédito de
la vejez, una cara alargada y ecuánime, a punto de sonreír, unos ojos que
miraron al final bocas de fusiles y facciones escondidas tras las culatas. En
Madrid, una mañana de noviembre de 1962 que adquiere en nuestra imaginación,
contaminada por el cine, el blanco y negro de los inviernos del pasado lejano,
Julián Grimau baja de un tranvía y dos hombres con gabardinas se acercan a él
como para preguntarle algo y lo toman del brazo. Días o semanas
más tarde caerá esposado, desde una ventana, al fondo de un patio interior de
la Dirección General de Seguridad. Siete años después, en el invierno de 1969,
otro detenido, Enrique Ruano, fue arrojado o se tiró a uno de aquellos patios
con muros de granito y suelo de cemento desnudo. A diferencia de Grimau, Ruano
no sobrevivió a la caída: de cuando en cuando leo su nombre en una modesta
esquela conmemorativa que publica el periódico y pienso que nadie sabrá quién fue, que a
casi nadie le importa saber por qué murió.
La
memoria española es un campo minado en el que nadie quiere internarse. Parece
que fue ayer cuando fusilaron y juzgaron a Julián Grimau, porque hoy mismo
viene su cara en el periódico y se le vuelve a juzgar, y también que fue hace
un siglo, y que ese tiempo de vergüenza y terror nunca existió más que en los
grandes volúmenes sombríos de las hemerotecas. Por eso es tan
extraño pensar que. aún viven muchos de ellos, los testigos, los que firmaron la sentencia, los
ejecutores, los que leyeron a la mañana siguiente, mientras bebían un café, la
breve noticia del fusilamiento.
Habrán
abierto el periódico y al encontrar esa fotografía y ese nombre les habrá
sobresaltado el miedo a que el tiempo vuelva hacia atrás, hacia aquella
madrugada de abril y sus vísperas de protocolos lentos e injurias: hombres de
traje oscuro que firman un papel timbrado y redactan comunicados oficiales;
jueces de uniforme que recogen sus documentos y los guardan en una cartera de
piel; soldados que se levantan cuando todavía es de noche y beben tazones de
café ardiente con la callada premura de quienes han madrugado para emprender un
viaje; un capellán no requerido, aunque perseverante, que esparce por los
corredores en silencio un rumor de sotana y jaculatorias; un preso recostado en
una turbia penumbra de bombillas eléctricas que fuma los penúltimos cigarrillos
de su vida. Aún quedará quien secretamente recuerde, quien pueda comparar la
foto recién publicada y la cara de Grimau un minuto antes de morir, o su estupor cuando lo
detuvieron, o su manera de mirar a los torturadores, hombres tranquilos que
obedecían órdenes y horarios y que acaso hoy disfrutan de una módica
jubilación. Habrán temido que si ahora, al cabo de 27 años, se dictaminara su
inocencia, ellos se volverían automáticamente culpables, cómplices al menos del
crimen, y que esa cara de nuevo los visitaría en los sueños. Habrán sospechado
en el regreso y en el nuevo juicio de Grimau el preludio de una sublevación
unánime de los difuntos, de los perseguidos, de los encarcelados, de todos
aquellos que no han dejado recuerdos ni nombres y deambulan como zombies por los
subsuelos del olvido esperando un imposible valle de Josafat, una
rehabilitación póstuma que se les ha negado igual que en otro tiempo se les
negó la libertad y la vida.
Pero
la amenaza se ha disuelto en los periódicos tan rápidamente como apareció, como
una columna de palabras y humo desbaratada por el viento, y saben que dentro de
unos días casi nadie la recordará. En cualquier caso, nunca hubo peligro, nada
es menos temible que la docilidad de los muertos. Ese hombre, Grimau, con su
anacrónica expresión de certidumbre y tristeza, ha vuelto a ser
declarado culpable 27 años después de morir, tal vez para que no emerja de la
oscuridad y del tiempo la multitud de las víctimas, para que nadie se pregunte
quién arrojó por una ventana a un estudiante llamado Enrique Ruano, por qué
tanta cobardía, tanta complicidad y silencio. Conviene que los muertos sigan
siendo convictos para que los verdugos guarden a salvo su inocencia.
La cara del pasado, Antonio Muñoz
Molina [El País, 8 de febrero de 1990]
la novela se
fundamenta “sobre todo [en] un recuerdo, el de un hombre estrafalario y
admirable a quien yo había conocido en Madrid en 1974, y que me había hecho
creer, entre otros embustes de su imaginación alucinada y generosa, que estaba
implicado en una conspiración para derribar a Franco”.
Pasaron veinte años
para el narrador de la historia. Han pasado veinte años más desde su
publicación. Es un momento perfecto para volver sobre ella.
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