miércoles, 11 de junio de 2014

Mi acceso a Internet es poco fiable



¿Qué nos creíamos?, Elvira Lindo [El País, 7 de julio de 2013]
Esclavizados y transparentes, Javier Marías [El País, 7 de julio de 2013]
Libertad, seguridad y vigilancia, Fernando Savater [El Informador, 28 de julio de 2013]
Snowden dice que fue entrenado como “un espía” y que vivió con nombre falso, Yolanda Monge [El País, 28 de mayo de 2014]
El día que Snowden se presentó al mundo, Glenn Greenwald [El País, 9 de mayo de 2014]
Entrevista a Glenn Greenwald, Patricia R. Blanco [El País, 29 de mayo de 2014]



Hace unos meses, antes de que Snowden convirtiera la política exterior en un capítulo de Homeland, tuve una revelación. Imagino que mucho después de usuarios de Internet más avispados que yo, pero también antes que otros que hasta hace unos días han vivido en la inocencia. Estaba contestando correos cuando el pensamiento revelador cruzó mi mente. Fue una idea tan sólida que me levantó de la silla como un resorte: decidí que a partir de ese momento no escribiría nada en mi ordenador que no pudiera defender públicamente. No pensaba solo en algo tan pueril como los “estados de ánimo” que uno comparte entre sus conocidos en las redes sociales, también me refería a los correos de naturaleza privada, a los que se mandan con algún tipo de confesión a los amigos, a los hijos, a la pareja. Nada, las intimidades se acabaron en el ciberespacio.
Varias circunstancias me influyeron para tomar tal decisión. Es posible que en mi mente resonara el eco de la reseña de un libro que acaba de salir, Big data, en el que se analiza cómo las grandes corporaciones relacionan datos privados destilados por cualquier listado online para llegar a los posibles clientes en modo de oferta o publicidad. Los consumidores de Amazon, por ejemplo, ya sabían que de sus compras por correo esta empresa deducía los intereses lectores de sus clientes y mandaba listas de sugerencias bastante acertadas; pero lo que parece rozar la ciberficción es saber cómo la cadena de hipermercados americana Wallmart adivina que alguna de sus clientas está embarazada antes de que esta se haga el predictor. Parece magia, no lo es. Nuestra mente especula con conclusiones estadísticas, pero no, las empresas predicen nuestro futuro cruzando datos: edad, intereses, cambios en los hábitos de consumo, movimientos de tarjetas de crédito. Y es que a lo largo del día vamos dejando pistas de quiénes somos, hasta tal punto que ellos acaban sabiéndolo mejor que nosotros mismos. Recuerdo el agobio que sentía cuando en el siglo pasado encontraba mi buzón físico lleno de publicidad. Era un milagro encontrar una carta personal entre tanta maraña. El agobio no era sólo por la labor de desbroce que llevaba todo aquel papeleo, también se trataba de una ansiedad ecológica al imaginar los árboles talados inútilmente por un derroche de papel que iría inmediatamente a la basura. El correo electrónico evita tal ansiedad, pero la abundancia de mensajes publicitarios que irrumpen en nuestra bandeja de entrada ha acabado provocando el mismo desconcierto: entre tanta información comercial que te mandan sin pedirte permiso, ¿dónde quedan los mensajes personales?
En los periódicos que leo aparecen anuncios de tiendas que he visitado. En alguna dejé estúpidamente mi dirección, en otras, no, mis datos fueron vendidos o intercambiados. Como buena hipocondriaca que soy, suelo confesarle mis síntomas al buscador. Sí, yo también lo hago. Y es asombroso cómo esa diabólica mente consigue relacionar un dolor de brazo con una mala digestión, y ofrecer un diagnóstico. A mí, los médicos reales nunca me han seguido tanto la corriente. Como resultado de mis pesquisas médicas, recibo a diario recomendaciones homeopáticas, compuestos vitamínicos para reforzar la memoria, tratamientos con envío a domicilio para conciliar el sueño o publicidad de todo tipo de almohadas. Un resumen patético de lo que soy.
Hace años que mi pobre procesador mental consiguió relacionar dos términos que además riman graciosamente: internauta con incauta, porque envié mensajes impulsivos, hice públicas opiniones que se difundieron, a mi pesar, o escribí a presuntos amigos que reenviaron frívolamente mis mensajes. ¿Discreción? Eso no existe en este medio. Internet acuñó como propio el verbo “compartir”. Compartimos ideas, textos, música, artículos, noticias, fotos, defendemos airadamente este nuevo campo sin fronteras, pero, ay, que no nos toquen la privacidad. Suele haber unos mensajillos muy enternecedores en Facebook que los usuarios cuelgan en sus muros y que alertan a los “amigos” de los pasos a seguir para que en tu espacio, en tu muro, no haya fisgones indeseados e indeseables. Hace ya tiempo que no me atengo a ese protocolo: sé que mi teclado no es el de una máquina de escribir. Lo sé incluso antes de que Scarlett Johansson le mandara a su novio una foto desnuda, o antes de que la concejala Olvido se masturbara ante el pueblo español.
La confesión pública del joven Snowden ha desvelado prácticas inquietantes: los pueblos amigos se espían entre sí. Ya no hay aliados que valgan. Cualquier ciudadano está bajo sospecha, y los Gobiernos pueden comprar o exigir los datos que nosotros, incautamente, hemos cedido a las grandes corporaciones. Pero qué queríamos: ¿compartir nuestros deseos y preservar nuestra intimidad?, ¿y cómo se hace eso navegando por este abrumador océano que no se concibió a la medida del hombre? No puedo decir que no me haya sublevado la revelación de Snowden, pero que conste que la mía se produjo antes: cuando decidí que no escribiría aquí algo íntimo o inconfesable. Mi pequeño acto de resistencia consiste en contar los secretos en persona. Y no sé por qué, sospecho que poco a poco irá aumentando el batallón de resistentes.
¿Qué nos creíamos?, Elvira Lindo [El País, 7 de julio de 2013]




Si desde hace una década o más mis amistades me insistían con fervor exagerado en que utilizara ordenador e email y móvil y cuantas maravillas electrónicas vinieron luego; si, al ver que no había forma de convencerme, me miraban con una mezcla de horror y conmiseración, como si al excluirme de su mundo feliz me hubiera convertido en un primate; si dudaban entre reírme la gracia o considerarme paranoico cuando yo aseguraba que todos esos inventos, pese a sus enormes e innegables ventajas, me parecían sobre todo instrumentos de dominio y control; si así eran las cosas, desde hace poco empiezo a recibir comentarios envidiosos del tipo: “Qué astuto fuiste al no entregarte en cuerpo y alma a las nuevas tecnologías. No sabes de la que te has salvado. Por culpa de ellas vivimos en un permanente infierno, sin descanso”. Muchas personas –al menos las que aún trabajan– se levantan de la cama y se encuentran con 20 o 40 mails nuevos en su correo. Eso después de haberse quedado la noche anterior hasta tarde contestando los más posibles de la jornada previa. Jamás tienen ya la sensación de haberse despejado el terreno, de haber cumplido con sus tareas y poderse dedicar un rato a leer, dar un paseo, ver una película o –lo que es más increíble– trabajar en lo que de hecho trabajan, para lo cual no les queda apenas tiempo. A mí mismo –sin email ni móvil ni nada– me ocurre a veces: se supone que escribo novelas, y que a algunos individuos les conviene que lo siga haciendo: a mis agentes, a mis editores varios, a los libreros, a los distribuidores. Pues bien, a menudo he de luchar contra los propios interesados y contra mucha más gente para encontrar “huecos” en los que dedicarme a lo que me dedico. Me lleva tanto tiempo despejarme el campo de asuntos aledaños a mi oficio que hay días en que, cuando por fin me siento ante la máquina para meterme en mi absurdo mundo ficticio, estoy agotado y se me han hecho las seis de la tarde. Estoy seguro de que si además tuviera correo electrónico, nunca volvería a escribir una novela. Nada grave para el conjunto de la población, por otra parte.
Pero cada vez hay más “arrepentidos”. Un periodista inglés me dijo hace poco que se había instalado un dispositivo que le impedía acceder a su email cinco horas diarias. Él mismo calificó de “patético” haber debido recurrir a la autoprohibición, como esos ludópatas que, en un momento de sobriedad, piden a los casinos que les denieguen la entrada. Hay gente que tiene los programas Freedom y SelfControl –explícitos nombres– para limitarse la navegación por Internet. El novelista Franzen extrajo la tarjeta inalámbrica de su ordenador y cortó el cable Ethernet para convertir aquél en una mera máquina de escribir sin acceso a la Red. Un ex-director de medios en Twitter, experto tecnológico, ha resuelto usar un viejo móvil Nokia sólo para hacer llamadas, se deshizo de su iPhone, toma notas con bolígrafo y cuaderno y lee libros en papel nada más. Otros sujetos “a la vanguardia de la tecnología están poniendo todo su empeño en hacerla retroceder unos pasos”, informa Nick Bilton, al menos en lo que respecta a sus vidas: desconectan el móvil al salir de casa, el wifi por las noches y los fines de semana, asimismo leen en papel en vez de píxeles en una pantalla.
Añadan a todo esto las recientes “revelaciones” hechas por el digno y sensato Edward Snowden, al cual persigue ahora la Administración de Obama por denunciar los abusos de dicha Administración y de la del Reino Unido en el espionaje masivo de las comunicaciones de los ciudadanos del mundo entero. He escrito esa palabra entre comillas porque hacía falta ser muy ingenuo para creer que cuanto se lanza a Internet no estaría sujeto, antes o después, al escrutinio de nuestros Gobiernos cada vez más totalitarios. Al contrario, se lo hemos puesto en bandeja. Si siguiéramos utilizando papel, sobre y sellos, como hasta hace nada, no digo que no pudieran inspeccionar nuestras misivas, pero les costaría muchísimo más tiempo y esfuerzo. Hoy mismo leo que, según Snowden, el Reino Unido pinchó más de 200 cables de fibra óptica, y que cada uno de ellos traslada en un día la información equivalente a 192 veces el contenido de todos los libros de la Biblioteca Británica. “Estamos empezando a dominar Internet”, decía con ufanía el autor de un documento ahora filtrado. Lo que más me inquieta es “empezando”, porque significa que lograrán ir mucho más lejos. Los investigados son, en su inmensa mayoría, “ciudadanos sobre los que no pesa sospecha alguna”. Y no se debe olvidar que, si el Estado puede conocer y almacenar nuestras comunicaciones, eso estará también al alcance de cualquier otra organización preparada.
Ustedes verán. Pero si nuestros Gobiernos nos tratan como a delincuentes, si han decidido saberlo todo sobre nosotros, lo público y lo privado y lo íntimo, si ya no podemos tener secretos de ninguna índole, habremos de actuar como delincuentes. Ya saben que la Mafia siciliana se comunica sólo mediante los piccini, papelitos escritos a mano que un recadero lleva del remitente al destinatario: la única manera de que nadie intercepte el mensaje, en principio al menos. Nos obligarán a seguir su ejemplo. Si nos ven como a criminales, nos tocará esquivar a nuestros gobernantes e intentar defendernos. Para cualquier cosa que no queramos que nadie sepa, habrá que volver al siglo XIX. Un gran engorro, desde luego. Pero, puestas así las cosas, yo no me asomaría a Internet, jamás, para nada que alguien pudiera volver en mi contra.
Esclavizados y transparentes, Javier Marías [El País, 7 de julio de 2013]

Las revelaciones de Snowden sobre espionaje masivo por parte de USA ha abierto un escandalizado debate sobre nuestra pérdida de libertades en nombre de una supuesta seguridad. Sin embargo, algunos de los mayores logros del progreso en los países democráticos han seguido precisamente esa vía: la no por casualidad así llamada “Seguridad Social” y la educación universal son forzosas y progresistas… Cuando apenas existían automóviles, no había leyes de tráfico ni guardias para poner multas, pero se hicieron necesarias para mantener la seguridad en cuanto la red viaria aumentó en cientos de miles de unidades y la capacidad de correr se hizo peligrosa…  
Siempre que se discute sobre los excesos de vigilancia del Gobierno sobre los ciudadanos sale a relucir el Gran Hermano descrito por George Orwell en su famosa distopía 1984. Suele pasarse por alto que el control del Gran Hermano de Orwell se ejercía para impedir libertades democráticas de asociación, expresión y creencias, no para la seguridad de los ciudadanos. No parece que las formas de cibervigilancia que padecemos en los países democráticos (evidentemente el caso de China, Cuba, etc… es distinto) restrinjan las libertades cívicas fundamentales, sino que hasta ahora sólo sirven –cuando sirven para algo– para combatir delitos contra la propiedad intelectual, la pederastia y detectar redes terroristas (tarea, por cierto, en la que hasta ahora no puede decirse que hayan tenido siempre éxito). Por otra parte, todos queremos libertad para nosotros mismos –que como se sabe somos personas decentes e inofensivas– pero no para quienes roban (por eso tenemos cerrojos y alarmas en nuestras casas), ni para los que asaltan bancos y almacenes (donde nos parecen oportunas las cámaras de vigilancia y los guardias de seguridad), ni los que raptan niños (protección en las escuelas y en los parques infantiles) ni para quienes utilizan la red para tender celadas sexuales a los adolescentes… ni por supuesto para quienes planean cometer atentados terroristas.
Lo cual desde luego no legitima todas las medidas que hoy pueden tomar los gobiernos para controlar datos y comunicaciones en internet. Sobre todo aquellos procedimientos que trasgreden la soberanía de otros países y no respetan ni siquiera a los organismos internacionales. Cualquier política de cibervigilancia debería dotarse de normas claras (tanto legales como deontológicas) y tendría que estar acordada al menos entre los estados que comparten planteamientos democráticos semejantes. Pueden quedar secretos los resultados de lo que las agencias gubernamentales de vigilancia están haciendo (forma parte de la eficacia de su cometido) pero debe quedar institucionalmente claro en qué consiste eso que están haciendo y que responsables autorizados se encargan de gestionar un material tan sensible y propenso a inadmisibles abusos.
Aunque la mención del Gran Hermano sea recurrente entre quienes confunden a George Orwell con Mercedes Milá, puede que la metáfora más adecuada para la polémica entre libertad y seguridad sea la de la batalla entre dioses en el Olimpo político de la que habló Max Weber. Cada uno de esos valores esenciales, a fin de cuentas, no puede ser definido sin ser puesto en relación con el otro aunque sea difícil conciliar los respectivos ideales. La cuestión es aquella que hace siglos planteó Juvenal en la Roma de los Césares: “y… ¿quién vigila a los propios vigilantes?”.
Libertad, seguridad y vigilancia, Fernando Savater [El Informador, 28 de julio de 2013]

Aunque podría parecer contrario a sus intereses, Edward Snowden reivindica su papel en la historia y se define como un espía, “entrenado en el sentido tradicional de la palabra”. Acusado de espionaje por Estados Unidos, Snowden quiere alejarse de la definición que —deliberadamente, en su opinión— hace de él la Administración norteamericana al dibujarle como un simple analista de baja categoría que no sabe de lo que habla.
Snowden, 30 años, ha hecho estas declaraciones en la primera entrevista concedida a una cadena de televisión estadounidense y de la cual ya se han emitido algunos fragmentos. El total de la conversación que el analista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, siglas en inglés) mantuvo con el periodista de NBC Brian Williams en Moscú se emitirá este miércoles por la noche. Hasta el momento, lo que ha trascendido es el deseo de Snowden de que se sepa que vivió en el extranjero de manera encubierta, fingiendo que trabajaba en un empleo que no era el suyo y asumiendo una identidad falsa que le proporcionó la CIA.
Desde Suiza a Japón, pasando por Estados Unidos —ya fuera en Maryland o Hawai—, Snowden ha trabajado para el contraespionaje, para la NSA y para otras agencias de la inteligencia de EEUU hasta que su carrera terminó el año pasado en Hong Kong, cuando entregó miles de documentos secretos a varios periodistas para denunciar el espionaje masivo al que la Administración de Barack Obama sometía a sus ciudadanos.
[¿A cambio de qué?]
“Por eso cuando [el Gobierno] dice que soy un administrador de sistemas de baja categoría que no sé de lo que hablo, lo único que puedo añadir es que eso es cuando menos engañoso”, asegura Snowden. Durante la hora que dura la entrevista, el traidor o patriota —según quién se refiera a él— expone que, desde luego, no era el tipo de espía que se ve en las películas de Hollywood, con una vida llena de glamour y reclutando agentes. Snowden se define como un lobo solitario, como un experto en tecnología que instalaba determinados sistemas para Estados Unidos. “Ese era mi trabajo a todos los niveles”, cuenta Snowden. “Desde la base al más alto nivel”, prosigue el analista que añade que “el Gobierno puede negarlo todo lo que quiera”, maquillarlo cuánto desee pero es falso.
Las revelaciones del exanalista de la NSA pusieron en su momento en evidencia la magnitud, permeabilidad, falta de control y dudosa legalidad de las técnicas de vigilancia de la Administración norteamericana al desvelar los métodos de recopilación de llamadas telefónicas, los programas de captación de datos desarrollados en connivencia con los grandes gigantes de internet, la piratería en China y el espionaje a líderes mundiales.
El periplo que Snowden vivió desde que el 23 de junio del año pasado abandonó Hong Kong tras filtrar al diario The Guardian que la NSA tenía acceso a registros telefónicos y en internet de millones de usuarios en Estados Unidos acabó a finales de julio con la concesión de asilo temporal que le concedió Rusia tras quedar atrapado en un limbo jurídico más de 30 días en el aeropuerto de Moscú.
Snowden contesta con sorpresa en la entrevista a quienes se preguntan con sospecha por qué acabó en Rusia. “¿Por qué?”, dice el joven analista. “Cada vez que alguien me pregunta eso yo le digo que por favor le pregunte al Departamento de Estado”. “La verdad es que nunca pretendí acabar en Rusia”, explica Snowden, quien relata que tenía un vuelo con escala en Cuba con conexión a otro país latinoamericano pero que sus planes fueron truncados por el Gobierno de EEUU al decidir anular su pasaporte y dejarle atrapado en Moscú.
La respuesta del jefe de la diplomacia norteamericana al comportamiento de Snowden fue directa y lo equiparó con la cobardía. John Kerry recomendó a Snowden que se comportase “como un hombre” y volviese a Estados Unidos para defender con la ley lo que critica desde su guarida en Moscú. “Sin embargo, lo único que hace es lanzar dardos desde allí a su país, violando el juramento que hizo cuando aceptó el trabajo que desempeñaba”, finalizo el secretario de Estado. "Para un tipo tan listo, la pregunta que hace es bastante tonta" finaliza Kerry.
[¿El entrevistador lo juzga “en directo”?]
Snowden dice que fue entrenado como “un espía” y que vivió con nombre falso, Yolanda Monge [El País, 28 de mayo de 2014]

El jueves [6 de junio], ya el quinto día en Hong Kong, fui a la habitación de hotel de Snowden, quien enseguida me dijo que tenía noticias “algo alarmantes”. Un dispositivo de seguridad conectado a Internet que compartía con su novia de toda la vida había detectado que dos personas de la NSA —alguien de recursos humanos y un "policía" de la agencia— habían acudido a su casa buscándole a él.
Para Snowden eso significaba casi con seguridad que la NSA [Agencia Nacional de Seguridad de EE UU] lo había identificado como la probable fuente de las filtraciones, pero yo me mostré escéptico. "Si creyeran que tú has hecho esto, mandarían hordas de agentes del FBI y seguramente unidades de élite, no un simple agente y una persona de recursos humanos". Supuse que se trataba de una indagación automática y rutinaria, justificada por el hecho de que un empleado de la NSA se ausenta durante varias semanas sin dar explicaciones. Sin embargo, Snowden sugería que habían mandado gente de perfil bajo adrede para no llamar la atención de los medios ni desencadenar la eliminación de pruebas.
Al margen del significado de la noticia, recalqué la necesidad de preparar rápidamente el artículo y el vídeo en el que Snowden se daba a conocer como la fuente de las revelaciones. Estábamos decididos a que el mundo supiera de Snowden, de sus acciones y sus motivaciones, por el propio Snowden, no a través de una campaña de demonización lanzada por el Gobierno norteamericano mientras él estaba escondido o bajo custodia o era incapaz de hablar por sí mismo.
Nuestro plan consistía en publicar dos artículos más, uno el viernes, al día siguiente, y el otro el sábado. El domingo sacaríamos uno largo sobre Snowden acompañado de una entrevista grabada y una sesión de preguntas y respuestas que realizaría Ewen [MacAskill, periodista de The Guardian]. Laura [Poitras, documentalista estadounidense] se había pasado las cuarenta y ocho horas anteriores editando el metraje de mi primera entrevista con Snowden; en su opinión, era demasiado minuciosa, larga y fragmentada. Quería filmar otra enseguida, más concisa y centrada, y confeccionar una lista de unas veinte preguntas directas que yo debía formular.
Mientras Laura montaba la cámara y nos decía dónde sentarnos, añadí unas cuantas de cosecha propia. “Esto, me llamo Ed Snowden”, empieza el ahora famoso documental. “Tengo veintinueve años. Trabajo como analista de infraestructuras para Booz Allen Hamilton, contratista de la NSA, en Hawai”.
Snowden pasó a dar respuestas escuetas, estoicas y racionales a cada pregunta: ¿Por qué había decidido hacer públicos esos documentos? ¿Por qué era eso para él tan importante hasta el punto de sacrificar su libertad? ¿Cuáles eran las revelaciones más importantes? ¿En los documentos había algo criminal o ilegal? ¿Qué creía que le pasaría a él? A medida que daba ejemplos de vigilancia ilegal e invasiva, iba mostrándose más animado y vehemente. Solo denotó incomodidad cuando le pregunté por las posibles repercusiones, pues temía que el Gobierno tomara represalias contra su familia y su novia. Decía que, para reducir el riesgo, evitaría el contacto con ellos, si bien era consciente de que no podía protegerlos del todo. “Esto es lo que me tiene despierto por la noche, lo que pueda pasarles”, dijo con los ojos llenos de lágrimas, la primera y única vez que lo vi así.
A cada día que pasaba, las horas y horas que estábamos juntos creaban un vínculo cada vez más fuerte. La tensión y la incomodidad del primer encuentro se habían transformado en una relación de colaboración, confianza y finalidad compartida. Sabíamos que habíamos emprendido uno de los episodios más significativos de nuestra vida.
El estado de ánimo relativamente más relajado que habíamos conseguido mantener los días anteriores dio paso a una ansiedad palpable: faltaban menos de veinticuatro horas para que se conociera la identidad de Snowden, que a su entender supondría un cambio total, sobre todo para él. Los tres juntos habíamos vivido una experiencia corta, pero extraordinariamente intensa y gratificante. Uno de nosotros, Snowden, pronto dejaría el grupo, tal vez estaría en la cárcel largo tiempo —un hecho que acechó en el ambiente desde el principio, difundiendo desánimo, al menos en lo que a mí respectaba—. Solo Snowden parecía no estar preocupado. Ahora entre nosotros circulaba un humor negro alocado.
[¿gratificante?]
“En Guantánamo me pido la litera de abajo”, bromeaba Snowden mientras meditaba sobre nuestras perspectivas. Mientras hablábamos de futuros artículos, decía cosas como “esto va a ser una acusación. Lo que no sabemos es si será para vosotros o para mí”. Pero casi siempre estaba tranquilísimo. Incluso ahora, con el reloj de su libertad quedándose sin cuerda, Snowden se fue igualmente a acostar a las diez y media, como hizo todas las noches que estuve yo en Hong Kong. Mientras yo apenas podía conciliar el sueño un par de horas, él era sistemático con las suyas. “Bueno, me voy a la piltra”, anunciaba tranquilamente cada noche antes de iniciar su periodo de siete horas y media de sueño profundo, para aparecer al día siguiente totalmente fresco.
[Se contradice con lo que acaba de decir sobre su preocupación por la familia. ¿Quiere dar a entender que “es un insensato, un inconsciente, un incauto”, que ha sido burlado y utilizado?]
A las dos de la tarde del domingo 9 de junio, hora oriental, The Guardian publicó el artículo que hacía pública la identidad de Snowden: “Edward Snowden: el soplón de ilegalidades divulgador de las revelaciones sobre vigilancia de la NSA”. El artículo contaba la historia de Snowden, transmitía sus motivos y proclamaba que “pasará a la historia como uno de los reveladores de secretos más importante de Norteamérica, junto con Daniel Ellsberg y Bradley Manning”. Se citaba un viejo comentario que Snowden nos había hecho a mí y a Laura: “Sé muy bien que pagaré por mis acciones… Me sentiré satisfecho si quedan al descubierto, siquiera por un instante, la federación de la ley secreta, la indulgencia sin igual y los irresistibles poderes ejecutivos que rigen el mundo que amo”.
[Si le tratan como “soplón” ya le han perdido todo el respeto y lo están tratando como “una víctima”.
Tiene gracia porque no me suenan de nada los nombres Ellsberg y Manning. Igual es problema mío. Toma de decisiones en relación con la guerra de Vietnam. Revelaron que el gobierno tenía conocimiento, desde el principio, de que la guerra muy probablemente no podría ser ganada, y que la continuación de la guerra llevaría a muchas más víctimas de lo que nunca fue admitido públicamente. Además, como un editor de The New York Times escribió más tarde, estos documentos:
«demostraron, entre otras cosas, que la administración Johnson había mentido sistemáticamente, no sólo al público sino también al Congreso, sobre un tema de interés nacional trascendente e importante.»
Manning cobró notoriedad internacional por haber filtrado a WikiLeaks miles de documentos clasificados acerca de las guerras de Afganistán —conocidos como los Diarios de la Guerra de Afganistán— y de Irak, incluidos numerosos cables diplomáticos de diversas embajadas estadounidenses y el video del ejército conocido como Collateral Murder ('asesinato colateral'). Tras tres años de prisión provisional, cuyas condiciones fueron controvertidas en algunos períodos, el Pentágono formuló una acusación formal contra Manning, y un tribunal militar le condenó en agosto de 2013 en primera instancia a cumplir una pena de 35 años de prisión y a su expulsión del ejército con deshonor.
No sabía que este era el nombre que estaba detrás de las filtraciones de WikiLeaks ]
La reacción ante el artículo y el vídeo fue de una intensidad que no había visto yo jamás como escritor. Al día siguiente, en The Guardian, el propio Ellsberg señalaba que “la publicación de material de la NSA por parte de Edward Snowden es la filtración más importante de la historia norteamericana, incluyendo desde luego los papeles del Pentágono de hace cuarenta años”.
Solo en los primeros días, centenares de miles de personas incluyeron enlace en su cuenta de Facebook. Casi tres millones de personas vieron la entrevista en YouTube. Muchas más la vieron en The Guardian online. La abrumadora respuesta reflejaba conmoción y fuerza inspiradora ante el coraje de Snowden.
Laura, Snowden y yo seguíamos esas reacciones juntos mientras hablábamos al mismo tiempo con dos estrategas mediáticos de The Guardian sobre qué entrevistas televisivas del lunes por la mañana debía yo aceptar. Nos decidimos por Morning Joe, en la MSNBC, y luego por The Today show, de la NBC, los dos programas más tempraneros, que determinarían la cobertura del asunto Snowden a lo largo del día.
Sin embargo, antes de que me hicieran las entrevistas, a las cinco de la mañana —solo unas horas después de que se hubiera publicado el artículo de Snowden— nos desvió del tema la llamada de un viejo lector mío que vivía en Hong Kong y con el que había estado periódicamente en contacto durante la semana.
En su llamada, el hombre señalaba que pronto el mundo entero buscaría a Snowden en Hong Kong, e insistía en la urgencia de que Snowden contase en la ciudad con abogados bien relacionados. Decía que dos de los mejores abogados de derechos humanos estaban listos para actuar, dispuestos a representarlo. ¿Podían acudir los tres a mi hotel enseguida?
[¿Y eso hizo falta que te lo advirtiera “un viejo lector”? ¿No sabíais dónde os habíais metido?]
“Ya estamos aquí”, dijo, “en la planta baja de su hotel. Vengo con dos abogados. El vestíbulo está lleno de cámaras y reporteros. Los medios están buscando el hotel de Snowden y lo encontrarán de manera inminente; según los abogados, es fundamental que lleguen ellos hasta él antes que los periodistas”.
Apenas despierto, me vestí con lo primero que encontré y me dirigí a la puerta dando traspiés. Tan pronto la abrí, me estallaron en la cara los flases de múltiples cámaras. Sin duda, la horda mediática había pagado a alguien del personal del hotel para averiguar el número de mi habitación. Dos mujeres se identificaron como reporteras del Wall Street Journal con sede en Hong Kong; otros, incluido uno con una cámara enorme, eran de Associated Press.
Me acribillaron a preguntas y formaron un semicírculo móvil a mi alrededor mientras me encaminaba hacia el ascensor. Entraron conmigo a empujones sin dejar de hacerme preguntas, a la mayoría de las cuales contesté con frases cortas, secas e intrascendentes. En el vestíbulo, otra multitud de periodistas y reporteros se sumaron al primer grupo. Intenté buscar a mi lector y a los abogados, pero no podía dar un paso sin que me bloqueasen el camino.
Me preocupaba especialmente que la horda me siguiera e impidiera que los abogados establecieran contacto con Snowden. Por fin decidí celebrar una conferencia de prensa improvisada en el vestíbulo, en la que respondí a las preguntas para que los reporteros se marcharan. Al cabo de unos quince minutos, casi no quedaba ninguno.
Entonces me tranquilicé al tropezarme con Gill Phillips, abogada jefe de The Guardian, que había hecho escala en Hong Kong en su viaje de Australia a Londres para procurarnos a mí y a Ewen asesoramiento legal. Dijo que quería explorar todas las maneras posibles en que el Guardian pudiera proteger a Snowden. “Alan [Rusbridger, director del diario briánico] se mantiene firme en que le demos todo el respaldo legal que podamos”, explicó. Intentamos hablar más, pero como todavía quedaban algunos reporteros al acecho, no disfrutamos de intimidad.
[Inverosímil. La crónica parece de broma si no fuera un asunto tan serio. Una auténtica chapuza e improvisación.]
Al final encontré a mi lector junto a los dos abogados de Hong Kong que iban con él. Discutimos dónde podríamos hablar sin ser seguidos, y decidimos ir todos a la habitación de Gill. Perseguidos aún por unos cuantos reporteros, les cerramos la puerta en las narices. Fuimos al grano. Los abogados deseaban hablar con Snowden enseguida para que les autorizara formalmente a representarle, momento a partir del cual podrían empezar a actuar en su nombre.
Gill investigó en Google sobre aquellos abogados —a quienes acabábamos de conocer—, y antes de entregarles a Snowden pudo averiguar que eran realmente muy conocidos y se dedicaban a cuestiones relacionadas con los derechos humanos y el asilo político y que en el mundo político de Hong Kong tenían buenas relaciones. Mientras Gill realizaba su improvisada gestión, yo entré en el programa de chats. Snowden y Laura estaban online.
El pasado 17 de abril, el exanalista de la NSA apareció en la televisión rusa para hacerle una pregunta al presidente Vladímir Putin. / Yuri Kochetkov (Efe)
Laura, que ahora se alojaba en el hotel de Snowden, estaba segura de que era solo cuestión de tiempo que los reporteros los localizaran también a ellos. Snowden estaba ansioso por marcharse. Hablé a Snowden de los abogados, que estaban listos para acudir a su habitación. Me dijo que tenían que ir a recogerle y llevarle a un lugar seguro. Había llegado el momento, dijo, “de iniciar la parte del plan en el que pido al mundo protección y justicia”. “Pero he de salir del hotel sin ser reconocido por los reporteros”, dijo. “De lo contrario, simplemente me seguirán dondequiera que vaya”. Transmití estas preocupaciones a los abogados. “¿Tiene él alguna idea de cómo impedir esto?”, dijo uno de ellos.
Le hice la pregunta a Snowden. “Estoy tomando medidas para cambiar mi aspecto”, dijo, dando a entender que ya había pensado antes en esto. “Puedo volverme irreconocible”.
Llegados a este punto, pensé que los abogados tenían que hablar con él directamente. Antes de ser capaces de hacerlo, necesitaban que Snowden recitara una frase tipo “por la presente les contrato”. Mandé la frase a Snowden, y me la tecleó. Entonces los abogados se pusieron frente al ordenador y comenzaron a hablar con él.
Al cabo de diez minutos, los dos abogados anunciaron que se dirigían de inmediato al hotel de Snowden con la idea de salir sin ser vistos. “¿Qué van a hacer con él después?”, pregunté. Seguramente lo llevarían a la misión de la ONU en Hong Kong y solicitarían formalmente su protección frente al Gobierno de EE UU, alegando que Snowden era un refugiado en busca de asilo. O bien, dijeron, intentarían encontrar una “casa segura”.
En todo caso, el problema era cómo sacar a los abogados del hotel sin que los siguieran. Tuvimos una idea: Gill y yo saldríamos de la habitación, bajaríamos al vestíbulo y atraeríamos la atención de los reporteros, que esperaban fuera, para que nos siguieran.
Al cabo de unos minutos, los abogados abandonarían el hotel sin ser vistos, como cabía esperar. La treta surtió efecto. Tras una conversación de treinta minutos con Gill en un centro comercial anexo al hotel, volví a mi habitación y llamé impaciente al móvil de uno de los abogados.
“Lo hemos sacado justo antes de que los periodistas empezaran a pulular por el vestíbulo”, explicó. “Hemos quedado con él en su habitación, frente a la del caimán”, la misma en la que nos vimos Laura y yo con él la primera vez, como luego supe. “Luego hemos cruzado un puente que conducía a un centro comercial contiguo, y nos hemos subido al coche que nos esperaba. Ahora está con nosotros”. ¿Adónde lo llevaban?
“Mejor no hablar de esto por teléfono”, contestó el abogado. “De momento estará a salvo”.
Saber que Snowden estaba en buenas manos me dejó la mar de tranquilo, aunque sabíamos que muy probablemente no volveríamos a verle ni a hablar con él, al menos no en calidad de hombre libre. Pensamos que la próxima vez quizá lo veríamos en la televisión, con un mono naranja y esposado, en una sala de juicios norteamericana, acusado de espionaje.
Mientras asimilaba yo la noticia, llamaron a la puerta. Era el director del hotel. Venía a decirme que no paraba de sonar el teléfono preguntando por mi habitación (yo había dejado instrucciones en el mostrador principal de que bloqueasen todas las llamadas). En el vestíbulo también había una multitud de reporteros, fotógrafos y cámaras esperando que yo apareciera.
Lo primero que hice fue entrar en internet con la esperanza de saber de Snowden. Apareció online a los pocos minutos. “Estoy bien”, me dijo. “Por el momento, en una casa segura. Pero no sé hasta qué punto es segura ni cuánto tiempo permaneceré aquí. Tendré que moverme de un sitio a otro y mi acceso a Internet es poco fiable, así que no sé cuándo ni con qué frecuencia estaré online”.
Se evidenciaba cierta reticencia a darme detalles sobre su emplazamiento y no quise preguntar. Yo sabía que mi capacidad para averiguar cosas de su escondite era muy limitada. Ahora él era el hombre más buscado por el país más poderoso del mundo.
El Gobierno de EE UU ya había pedido a la policía de Hong Kong que lo detuviera y lo entregara a las autoridades norteamericanas. De modo que hablamos breve y vagamente y manifestamos el deseo común de seguir en contacto. Le dije que actuara con prudencia.
Cuando por fin llegué al estudio para las entrevistas con Morning Joe y The Today show, advertí enseguida que el tenor del interrogatorio había cambiado apreciablemente. En vez de tratarme como periodista, los anfitriones preferían atacar un objetivo nuevo: el Snowden de carne y hueso, no un personaje enigmático de Hong Kong. Muchos periodistas norteamericanos volvían a asumir su acostumbrado papel al servicio del Gobierno.
La historia ya no versaba sobre unos reporteros que habían sacado a la luz graves abusos de la NSA, sino sobre un norteamericano que, mientras trabajaba para el Gobierno, había “incumplido” sus obligaciones, cometido crímenes y “huido a China”.
Mis entrevistas con Mika Brzezinski y Savannah Guthrie fueron enconadas y ásperas. Como llevaba más de una semana durmiendo poco y mal, ya no tenía yo paciencia para aguantar las críticas a Snowden implícitas en sus preguntas: me daba la impresión de que los periodistas habrían tenido que estar de enhorabuena en vez de demonizar a quien, más que nadie en años, había puesto de evidencia una doctrina de seguridad nacional harto discutible.
[¿Qué expectativas tenían Snowden y él?]
Tras algunos días más de entrevistas, decidí que era el momento de abandonar Hong Kong. Ahora iba a ser sin duda imposible reunirme con Snowden, o por demás ayudarle a salir de la ciudad; había llegado un punto en que me sentía, en un sentido tanto físico como emocional y psicológico, totalmente agotado. Tenía ganas de regresar a Río.
Pensé en hacer escala un día en Nueva York con el fin de conceder entrevistas… solo para dejar claro que podía hacerlo y tenía intención de hacerlo. Pero un abogado me aconsejó que no lo hiciera alegando que era absurdo correr riesgos jurídicos de esa clase antes de saber cómo pensaba reaccionar el Gobierno. “Gracias a ti se ha conocido la mayor filtración sobre la seguridad nacional de la historia de EE UU y has ido a la televisión con el mensaje más desafiante posible”, me dijo. “Solo tiene sentido planear un viaje a EE UU una vez sepamos algo de la respuesta del Departamento de Justicia”.
Yo no estaba de acuerdo: consideraba sumamente improbable que la Administración de Obama detuviera a un periodista en medio de esos reportajes de tanta notoriedad. No obstante, estaba demasiado cansado para discutir o correr riesgos. Así que pedí a The Guardian que reservara mi vuelo para Río con escala en Dubái, bien lejos de Norteamérica. Por el momento, discurrí, ya había hecho bastante.
Snowden. Sin un lugar donde esconderse (Ediciones B) se publica el 21 de mayo en España. 352 páginas, 17,5 euros. 
El día que Snowden se presentó al mundo, Glenn Greenwald [El País, 9 de mayo de 2014]

  

Glenn Greenwald (Nueva York, 1967), el periodista que divulgó el espionaje masivo de Estados Unidos a ciudadanos, gobiernos y empresas acaba de publicar Snowden, sin un lugar donde esconderse (Ediciones B). Un año después de una de las mayores filtraciones de la historia, sigue hablando “casi cada día” con Edward Snowden, el exanalista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), ahora refugiado en Rusia, que le filtró los documentos.
Pregunta. Snowden aseguró que no se arrepentía de haber revelado documentos clasificados de la NSA si servían para evitar el espionaje indiscriminado. ¿Cree que algo ha cambiado?
Respuesta. Si comparamos lo que esperábamos conseguir con lo que realmente ha ocurrido, el resultado real es muchísimo mejor de lo que hubiéramos podido prever, incluso en las mejores circunstancias. Por primera vez, hay un debate público mundial sobre el valor de la privacidad y la intimidad en Internet. Además, algunos países están poniendo en marcha reformas para limitar la vigilancia de los ciudadanos y para evitar que EE UU domine la Red. Hay empresas de telecomunicaciones norteamericanas que tienen mucho miedo de los efectos del espionaje en sus propias instalaciones, porque la gente no va a querer utilizar ni Facebook ni Google ni nada si piensa que los datos se pueden captar. El cambio más importante de todos es que la gente se ha dado cuenta hasta qué punto se ha puesto en peligro su intimidad y su privacidad y ahora muchas personas están empezando a usar sistemas de encriptación para proteger sus comunicaciones y evitar así que los vigilen.
Las nuevas filtraciones revelarán a quién espiaba la NSA, si a terroristas o a activistas
P. La Cámara de Representantes de EE UU acaba de aprobar un proyecto de ley para limitar la capacidad de vigilancia de la NSA. ¿Es una medida real o una cortina de humo?
R. Es más un símbolo. Cuando se puso en marcha el proyecto, era una reforma real. Y por eso el presidente Obama estaba en contra. No quiere realmente que haya una reforma real. El proyecto empezó a diluirse y a quedar en papel mojado. Ahora hay ciertas limitaciones a la NSA, pero muy pocas. Es muy simbólico, porque la estrategia es que Obama se presente al mundo y diga que ha escuchado el enfado mundial existente y que tomará medidas. En realidad, lo que van a hacer es limitar la rabia de la opinión pública para que el sistema continúe vigilando. Sin embargo, tengo que decir que es la primera medida que EE UU toma desde el 11-S para reducir su poder, lo que demuestra hasta qué punto los ciudadanos están preocupados de que les vigilen.
P. ¿Sigue la NSA escuchando conversaciones?
R. Evidentemente, sigue ocurriendo, el sistema no se ha hundido. El Gobierno estadounidense es el más poderoso del mundo y la NSA es la agencia más poderosa. Los cambios no se van a producir de repente, solo porque alguien ha publicado unos documentos y alguien se ha enfadado.
P. ¿Y qué se puede hacer entonces?
R. Hay que fomentar el debate entre la vigilancia dirigida a personas que, según las pruebas, han hecho algo o pueden ser peligrosas frente a la vigilancia indiscriminada a toda la población. Se necesita más confidencialidad en las comunicaciones. Por ejemplo, periodistas, abogados, médicos, psiquiatras, defensores de los derechos humanos… Tienen la responsabilidad de aprender a utilizar sistemas de encriptación de sus correos electrónicos, sus ordenadores y sus búsquedas en Internet para proteger a sus fuentes.
P. Snowden afirmó recientemente que las revelaciones más importantes estaban por llegar. ¿Es cierto?
R. Sí, sin duda. Precisamente yo estoy trabajando en ese tema ahora. Si no se trata de la revelación más importante, es una de las más importantes. Me está llevando tiempo porque desde un punto de vista ético, legal y periodístico es compleja. Esa historia va a desempeñar un papel muy importante a la hora de hacer comprender a la gente cuáles son los peligros de este sistema y sus amenazas.
P. ¿Cuál es la historia?
R. Prefiero no hablar de cosas que no están preparadas todavía porque ya lo hice antes, y me di cuenta de que no debería haberlo hecho.
P. Pero, ¿sobre qué trata la historia?
R. Es una de las cuestiones que todavía no se han respondido, es decir, saber quiénes son exactamente las personas que la NSA tiene en su punto de mira. Mi historia aclarará qué conversaciones telefónicas se están escuchando, si las de personas que se consideran una amenaza terrorista o las de profesores, escritores y críticos con la política exterior de EE UU.
[Blanco y en botella]
P. ¿Por trabajar en esta historia dejó The Guardian?
R. Lo dejé por la oportunidad que se me ofreció, no porque estuviera incómodo. Había artículos muy peligrosos, con los que el Gobierno estadounidense podría enfadarse mucho.
[¿Y quién le ofrece protección?]
P. Esta misma semana Snowden aseguró en una entrevista que querría volver a EE UU. ¿Será algún día posible?
R. No creo que sea posible que regrese porque es muy importante para el Gobierno estadounidense dejar muy claro que, si alguien vuelve a hacer algo parecido y filtra documentos, su vida quedará destruida. No puede dejar que Snowden vuelva a EE UU sin llevarle a prisión durante muchas décadas, no quieren que sea considerado una especie de héroe. Washington tiene miedo de que  inspire a otras personas.
P. Snowden aseguró que no regresaría porque no confiaba en la justicia de EE UU. ¿Usted qué cree?
R. Después del 11-S, el sistema de justicia se ha diseñado para que cualquier persona que sea acusada de dañar la seguridad nacional vaya a la cárcel. John Kerry [secretario de Estado] dijo ayer que Snowden debería actuar como un hombre y regresar a EE UU para defenderse. Aparte de ser un comentario muy sexista y desagradable, es muy engañoso. Snowden no puede tener un juicio justo porque incluso se le ha prohibido argumentar por qué reveló esos documentos y por qué consideraba que el público debía conocerlos.
P. ¿Qué cree la opinión pública sobre Snowden, que es un patriota o un traidor?
R. Las encuestas están divididas. Algunas muestran que hasta el 65% de los norteamericanos lo consideran más un informante que un traidor. Tiene mucho apoyo en EE UU y en el mundo entero. Lo interesante de la opinión pública en este caso es que no se ha dividido entre republicanos y demócratas, sino que la diferencia la establece la edad: la gente más joven le apoya de forma abrumadora porque comprenden la importancia de Internet y el peligro de que el Gobierno utilice estos datos, mientras que los mayores no le apoyan tanto.
P. ¿Ha sufrido algún tipo de persecución desde que publicó las filtraciones de la NSA?
R. Nos amenazaron desde el principio. En los últimos cuatro meses, el Gobierno norteamericano ha aumentado esas amenazas, tanto de forma pública como privada. Consideran que mi periodismo es delictivo y me han dicho que si vuelvo a EE UU [ahora vive en Brasil] me arrestarán y me juzgarán. Mi pareja, David Miranda, fue retenido en un aeropuerto británico y todavía hay una investigación criminal sobre él.
P. Pero regresó a EE UU cuando The Guardian y The Washington Post ganaron el premio Pulitzer, precisamente por la publicación de los documentos que usted publicó sobre el espionaje de la NSA.
R. Sí, pero había una sala llena, con 400 periodistas esperando, y allí habría sido muy difícil que el Gobierno me hubiera arrestado. Washington no me garantiza que no me arreste si viajo a mi país. Pero me niego a que me aparten de él. Si quieren arrestarme, luchar y tener esa pelea, estoy dispuesto a lucharla.
Entrevista a Glenn Greenwald, Patricia R. Blanco [El País, 29 de mayo de 2014]

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