¿Qué nos creíamos?, Elvira Lindo [El País, 7 de julio de 2013]
Esclavizados y transparentes, Javier Marías [El País, 7 de julio de 2013]
Libertad, seguridad y vigilancia, Fernando Savater [El Informador, 28 de julio de 2013]
Snowden dice que fue entrenado como “un espía” y que vivió con nombre falso, Yolanda Monge [El País, 28 de mayo de 2014]
El día que Snowden se presentó al mundo, Glenn Greenwald [El País, 9 de mayo de 2014]
Entrevista a Glenn Greenwald, Patricia R. Blanco [El País, 29 de mayo de 2014]
Hace
unos meses, antes de que Snowden convirtiera la política exterior en un
capítulo de Homeland,
tuve una revelación.
Imagino que mucho después de usuarios de Internet más avispados que yo, pero
también antes que otros que hasta hace unos días han vivido en la inocencia.
Estaba contestando correos cuando el pensamiento revelador cruzó mi mente. Fue
una idea tan sólida que me levantó de la silla como un resorte: decidí que a
partir de ese momento no escribiría nada en mi ordenador que no pudiera defender
públicamente.
No pensaba solo en algo tan pueril como los “estados de ánimo” que uno comparte
entre sus conocidos en las redes sociales, también me refería a los correos de
naturaleza privada, a los que se mandan con algún tipo de confesión a los
amigos, a los hijos, a la pareja. Nada, las intimidades se acabaron en el
ciberespacio.
Varias
circunstancias me influyeron para tomar tal decisión. Es posible que en mi
mente resonara el eco de la reseña de un libro que acaba de salir, Big data, en el que
se analiza cómo las grandes corporaciones relacionan datos privados destilados
por cualquier listado online para llegar a los posibles clientes en modo de
oferta o publicidad.
Los consumidores de Amazon, por ejemplo, ya sabían que de sus compras por
correo esta empresa deducía los intereses lectores de sus clientes y mandaba
listas de sugerencias bastante acertadas; pero lo que parece rozar la
ciberficción es saber cómo la cadena de hipermercados americana Wallmart
adivina que alguna de sus clientas está embarazada antes de que esta se haga el
predictor.
Parece magia, no lo es. Nuestra mente especula con conclusiones estadísticas, pero
no, las empresas predicen nuestro futuro
cruzando datos:
edad, intereses, cambios en los hábitos de consumo, movimientos de tarjetas de
crédito. Y es que a lo largo del día vamos dejando pistas de quiénes somos,
hasta tal punto que ellos acaban sabiéndolo mejor que nosotros mismos. Recuerdo
el agobio que sentía cuando en el siglo pasado encontraba mi buzón físico lleno
de publicidad. Era un milagro encontrar una carta personal entre tanta maraña.
El agobio no era sólo por la labor de desbroce que llevaba todo aquel papeleo,
también se trataba de una ansiedad ecológica al imaginar los árboles talados
inútilmente por un derroche de papel que iría inmediatamente a la basura. El
correo electrónico evita tal ansiedad, pero la abundancia de mensajes publicitarios
que irrumpen en nuestra bandeja de entrada ha acabado provocando el mismo
desconcierto: entre tanta información comercial que te mandan sin pedirte
permiso, ¿dónde quedan los mensajes personales?
En
los periódicos que leo aparecen anuncios de tiendas que he visitado. En alguna
dejé estúpidamente mi dirección, en otras, no, mis datos fueron vendidos o
intercambiados. Como buena hipocondriaca que soy, suelo confesarle mis síntomas al buscador. Sí, yo también lo hago. Y es
asombroso cómo esa diabólica mente consigue relacionar un dolor de brazo con
una mala digestión, y ofrecer un diagnóstico. A mí, los médicos reales nunca me
han seguido tanto la corriente. Como resultado de mis pesquisas médicas, recibo
a diario recomendaciones homeopáticas, compuestos vitamínicos para reforzar la
memoria, tratamientos con envío a domicilio para conciliar el sueño o
publicidad de todo tipo de almohadas. Un resumen patético de lo que soy.
Hace años que mi pobre procesador mental
consiguió relacionar dos términos que además riman graciosamente: internauta
con incauta,
porque envié mensajes impulsivos, hice públicas opiniones que se difundieron, a
mi pesar, o escribí a presuntos amigos que reenviaron frívolamente mis
mensajes. ¿Discreción? Eso no existe en este medio. Internet acuñó como propio
el verbo “compartir”. Compartimos ideas, textos, música, artículos, noticias,
fotos, defendemos airadamente este nuevo campo sin fronteras, pero, ay, que no nos toquen la privacidad. Suele haber unos mensajillos
muy enternecedores en Facebook que los usuarios cuelgan en sus muros y que
alertan a los “amigos” de los pasos a seguir para que en tu espacio, en tu
muro, no haya fisgones indeseados e indeseables. Hace ya tiempo que no me
atengo a ese protocolo: sé que mi teclado no es el de una máquina de escribir.
Lo sé incluso antes de que Scarlett Johansson le mandara a su novio una foto
desnuda, o antes de que la concejala Olvido se masturbara ante el pueblo
español.
La confesión pública del joven
Snowden ha desvelado prácticas inquietantes: los pueblos amigos se espían entre
sí. Ya no hay
aliados que valgan. Cualquier ciudadano está bajo sospecha, y los Gobiernos
pueden comprar o exigir los datos que nosotros, incautamente, hemos cedido a
las grandes corporaciones. Pero qué queríamos: ¿compartir
nuestros deseos y preservar nuestra intimidad?, ¿y cómo se hace eso navegando
por este abrumador océano que no se concibió a la medida del hombre? No puedo
decir que no me haya sublevado la revelación de Snowden, pero que conste que la
mía se produjo antes: cuando decidí que no escribiría aquí algo íntimo o
inconfesable. Mi pequeño acto de resistencia consiste en contar los secretos
en persona. Y no
sé por qué, sospecho que poco a poco irá aumentando el batallón de resistentes.
Si
desde hace una década o más mis amistades me insistían con fervor exagerado en
que utilizara ordenador e email y móvil y cuantas maravillas electrónicas
vinieron luego; si, al ver que no había forma de convencerme, me miraban con
una mezcla de horror y conmiseración, como si al excluirme de su mundo feliz me
hubiera convertido en un primate; si dudaban entre reírme la gracia o
considerarme paranoico
cuando yo aseguraba que todos esos inventos, pese a sus enormes e innegables
ventajas, me parecían sobre todo instrumentos de dominio
y control; si así
eran las cosas, desde hace poco empiezo a recibir comentarios envidiosos del
tipo: “Qué astuto
fuiste al no entregarte en cuerpo y alma a las nuevas tecnologías. No sabes de
la que te has salvado. Por culpa de ellas vivimos en un permanente infierno,
sin descanso”. Muchas personas –al menos las que aún trabajan– se levantan de
la cama y se encuentran con 20 o 40 mails nuevos en su correo. Eso después de
haberse quedado la noche anterior hasta tarde contestando los más posibles de
la jornada previa. Jamás tienen ya la sensación de haberse despejado el
terreno, de haber cumplido con sus tareas y poderse dedicar un rato a leer, dar
un paseo, ver una película o –lo que es más increíble– trabajar en lo que de
hecho trabajan, para lo cual no les queda apenas tiempo. A mí mismo –sin email
ni móvil ni nada– me ocurre a veces: se supone que escribo novelas, y que a
algunos individuos les conviene que lo siga haciendo: a mis agentes, a mis
editores varios, a los libreros, a los distribuidores. Pues bien, a menudo he
de luchar contra los propios interesados y contra mucha más gente para
encontrar “huecos” en los que dedicarme a lo que me dedico. Me lleva tanto tiempo
despejarme el campo de asuntos aledaños a mi oficio que hay días en que, cuando
por fin me siento ante la máquina para meterme en mi absurdo mundo ficticio,
estoy agotado y se me han hecho las seis de la tarde. Estoy seguro de que si
además tuviera correo electrónico, nunca volvería a escribir una novela. Nada
grave para el conjunto de la población, por otra parte.
Pero cada vez hay más “arrepentidos”. Un periodista inglés me dijo
hace poco que se había instalado un dispositivo que le impedía acceder a su
email cinco horas diarias. Él mismo calificó de “patético” haber debido recurrir
a la autoprohibición,
como esos ludópatas que, en un momento de sobriedad, piden a los casinos que
les denieguen la entrada. Hay gente que tiene los programas Freedom y SelfControl –explícitos nombres– para
limitarse la navegación por Internet. El novelista Franzen extrajo la tarjeta
inalámbrica de su ordenador y cortó el cable Ethernet para convertir aquél en
una mera máquina de escribir sin acceso a la Red. Un ex-director de medios en
Twitter, experto tecnológico, ha resuelto usar un viejo móvil Nokia sólo para
hacer llamadas, se deshizo de su iPhone, toma notas con bolígrafo y cuaderno y
lee libros en papel nada más. Otros sujetos “a la vanguardia de la tecnología
están poniendo todo su empeño en hacerla retroceder unos pasos”, informa Nick
Bilton, al menos en lo que respecta a sus vidas: desconectan el móvil al salir
de casa, el wifi por las noches y los fines de semana, asimismo leen en papel
en vez de píxeles en una pantalla.
Añadan
a todo esto las recientes “revelaciones” hechas por el digno y sensato
Edward Snowden, al cual persigue ahora la Administración de Obama por denunciar los abusos de dicha Administración
y de la del Reino Unido en el espionaje masivo de las comunicaciones de los
ciudadanos del mundo entero.
He escrito esa palabra entre comillas porque hacía falta ser muy ingenuo para creer que cuanto se lanza a Internet no
estaría sujeto, antes o después, al escrutinio de nuestros Gobiernos cada vez
más totalitarios.
Al contrario, se lo hemos puesto en bandeja. Si siguiéramos utilizando papel,
sobre y sellos, como hasta hace nada, no digo que no pudieran inspeccionar
nuestras misivas, pero les costaría muchísimo más tiempo y esfuerzo. Hoy mismo
leo que, según Snowden, el Reino Unido pinchó más de 200 cables de
fibra óptica, y que cada uno de ellos traslada en un día la información
equivalente a 192 veces el contenido de todos los libros de la Biblioteca
Británica. “Estamos empezando a
dominar Internet”,
decía con ufanía el autor de un documento ahora filtrado. Lo que más me
inquieta es “empezando”, porque significa que lograrán ir mucho más lejos. Los
investigados son, en su inmensa mayoría, “ciudadanos sobre los que no pesa
sospecha alguna”. Y no se debe olvidar que, si el Estado puede conocer y
almacenar nuestras comunicaciones, eso estará también al alcance de cualquier
otra organización preparada.
Ustedes
verán. Pero si nuestros Gobiernos nos tratan como a
delincuentes, si han decidido saberlo todo sobre nosotros, lo público y lo
privado y lo íntimo, si ya no podemos tener secretos de ninguna índole, habremos
de actuar como delincuentes.
Ya saben que la Mafia siciliana se comunica sólo mediante los piccini,
papelitos escritos a mano que un recadero lleva del remitente al destinatario:
la única manera de que nadie intercepte el mensaje, en principio al menos. Nos
obligarán a seguir su ejemplo. Si nos ven como a criminales, nos tocará
esquivar a nuestros gobernantes e intentar defendernos. Para cualquier cosa que
no queramos que nadie sepa, habrá que volver al siglo XIX. Un gran engorro, desde
luego. Pero, puestas así las cosas, yo no me asomaría a
Internet, jamás, para nada que alguien pudiera volver en mi contra.
Esclavizados y
transparentes, Javier Marías [El País, 7 de julio de 2013]
Las
revelaciones de Snowden sobre espionaje masivo por parte de USA ha abierto un
escandalizado debate sobre nuestra pérdida de libertades en nombre de una
supuesta seguridad. Sin
embargo, algunos de los mayores logros del progreso en los países democráticos
han seguido precisamente esa vía: la no por casualidad así llamada “Seguridad
Social” y la educación universal son forzosas y progresistas… Cuando apenas
existían automóviles, no había leyes de tráfico ni guardias para poner multas,
pero se hicieron necesarias para mantener la seguridad en cuanto la red viaria
aumentó en cientos de miles de unidades y la capacidad de correr se hizo
peligrosa…
Siempre
que se discute sobre los excesos de vigilancia del Gobierno sobre los ciudadanos sale a relucir el Gran
Hermano descrito por George Orwell en su famosa distopía 1984. Suele
pasarse por alto que el control del Gran Hermano de Orwell se ejercía para
impedir libertades democráticas de asociación, expresión y creencias, no para
la seguridad de los ciudadanos.
No parece que las formas de cibervigilancia
que padecemos en los países democráticos (evidentemente el caso de China, Cuba,
etc… es distinto) restrinjan las libertades cívicas fundamentales, sino que hasta ahora sólo sirven –cuando sirven para algo– para combatir
delitos contra la
propiedad intelectual, la pederastia y detectar redes terroristas (tarea, por
cierto, en la que hasta ahora no puede decirse que hayan tenido siempre éxito).
Por otra parte, todos queremos libertad para nosotros mismos –que como se sabe
somos personas decentes e inofensivas– pero no para quienes roban (por eso
tenemos cerrojos y alarmas en nuestras casas), ni para los que asaltan bancos y
almacenes (donde nos parecen oportunas las cámaras de vigilancia y los guardias
de seguridad), ni los que raptan niños (protección en las escuelas y en los
parques infantiles) ni para quienes utilizan la red para tender celadas
sexuales a los adolescentes… ni por supuesto para quienes planean cometer
atentados terroristas.
Lo
cual desde luego no legitima todas las medidas que hoy
pueden tomar los gobiernos para controlar datos y comunicaciones en internet. Sobre todo aquellos
procedimientos que trasgreden la soberanía de otros países y no respetan ni siquiera a
los organismos internacionales. Cualquier política de
cibervigilancia debería dotarse de normas claras (tanto legales como
deontológicas) y tendría que estar acordada al menos entre los estados que
comparten planteamientos democráticos semejantes. Pueden quedar secretos los resultados de lo que
las agencias gubernamentales de vigilancia están haciendo (forma parte de la
eficacia de su cometido) pero debe quedar institucionalmente claro en
qué consiste eso que están haciendo y que responsables autorizados se encargan
de gestionar
un material tan sensible y propenso a inadmisibles abusos.
Aunque
la mención del Gran Hermano sea recurrente entre quienes confunden a George
Orwell con Mercedes Milá, puede que la metáfora más adecuada
para la polémica entre libertad y seguridad sea la de la batalla entre dioses
en el Olimpo político de la que habló Max Weber. Cada uno de esos valores
esenciales, a fin de cuentas, no puede ser definido sin ser puesto en relación
con el otro aunque sea difícil conciliar los respectivos ideales. La cuestión es aquella que
hace siglos planteó Juvenal en la Roma de los Césares: “y… ¿quién vigila a los propios
vigilantes?”.
Libertad, seguridad y
vigilancia, Fernando Savater [El Informador, 28 de julio de 2013]
Aunque
podría parecer contrario a sus intereses, Edward Snowden reivindica su
papel en la historia y se define como un espía, “entrenado en el sentido tradicional de la
palabra”. Acusado de espionaje por Estados Unidos, Snowden quiere alejarse de la
definición que —deliberadamente, en su opinión— hace de él la Administración
norteamericana al dibujarle como un simple analista de baja categoría que no
sabe de lo que habla.
Snowden,
30 años, ha hecho estas declaraciones en la primera entrevista concedida a una
cadena de televisión estadounidense y de la cual ya se han emitido algunos
fragmentos. El total de la conversación que el analista de la Agencia de
Seguridad Nacional (NSA, siglas en inglés) mantuvo con el periodista de NBC
Brian Williams en Moscú se emitirá este miércoles por la noche. Hasta el
momento, lo que ha trascendido es el deseo de Snowden de que se sepa que vivió
en el extranjero de manera encubierta, fingiendo que trabajaba en un empleo que
no era el suyo y asumiendo una identidad falsa que le proporcionó la CIA.
Desde
Suiza a Japón, pasando por Estados Unidos —ya fuera en Maryland o Hawai—,
Snowden ha trabajado para el contraespionaje, para la NSA y para otras agencias
de la inteligencia de EEUU hasta que su carrera terminó el año pasado en Hong
Kong, cuando entregó miles de documentos secretos a varios periodistas para
denunciar el espionaje masivo al que la Administración de Barack
Obama sometía a sus ciudadanos.
[¿A cambio de qué?]
“Por
eso cuando [el Gobierno] dice que soy un administrador de sistemas de baja
categoría que no sé de lo que hablo, lo único que puedo añadir es que eso es
cuando menos engañoso”, asegura Snowden. Durante la hora que dura la
entrevista, el
traidor o patriota
—según quién se refiera a él— expone que, desde luego, no era el tipo de espía
que se ve en las películas de Hollywood, con una vida llena de glamour y
reclutando agentes. Snowden se define como un lobo solitario, como un experto
en tecnología que instalaba determinados sistemas para Estados Unidos. “Ese era mi trabajo a todos
los niveles”, cuenta Snowden. “Desde la base al más alto nivel”, prosigue el
analista que añade que “el Gobierno puede negarlo todo lo que quiera”,
maquillarlo cuánto desee pero es falso.
Las
revelaciones del exanalista de la NSA pusieron en su momento en evidencia la magnitud, permeabilidad, falta de control
y dudosa legalidad de las técnicas de vigilancia de la Administración norteamericana
al desvelar los
métodos de recopilación de llamadas telefónicas, los programas de captación de
datos desarrollados en connivencia con los grandes gigantes de internet, la
piratería en China y el espionaje a líderes mundiales.
El
periplo que Snowden vivió desde que el 23 de junio del año pasado abandonó Hong
Kong tras filtrar al diario The Guardian que la NSA tenía acceso a
registros telefónicos y en internet de millones de usuarios en Estados Unidos
acabó a finales de julio con la concesión de asilo temporal que le concedió
Rusia tras quedar atrapado en un limbo jurídico más de 30 días en el aeropuerto
de Moscú.
Snowden
contesta con sorpresa en la entrevista a quienes se preguntan con sospecha por qué acabó en Rusia. “¿Por qué?”, dice el joven
analista. “Cada vez que alguien me pregunta eso yo le digo que por favor le
pregunte al Departamento de Estado”. “La verdad es que nunca pretendí acabar en
Rusia”,
explica Snowden, quien relata que tenía un vuelo con escala en Cuba con
conexión a otro país latinoamericano pero que sus planes fueron truncados por
el Gobierno de EEUU al decidir anular su pasaporte y dejarle atrapado en Moscú.
La
respuesta del jefe de la diplomacia norteamericana al comportamiento de Snowden
fue directa y lo equiparó con la cobardía. John Kerry recomendó a Snowden que se
comportase “como un hombre” y volviese
a Estados Unidos para defender con la ley lo que critica desde su guarida en Moscú.
“Sin embargo, lo único que hace es lanzar dardos desde allí a su país, violando
el juramento que hizo cuando aceptó el trabajo que desempeñaba”, finalizo el
secretario de Estado. "Para un tipo tan listo, la pregunta que hace es
bastante tonta" finaliza Kerry.
[¿El entrevistador lo juzga “en
directo”?]
Snowden dice que fue
entrenado como “un espía” y que vivió con nombre falso, Yolanda Monge [El País,
28 de mayo de 2014]
El jueves [6 de
junio], ya el quinto día en Hong Kong, fui a la habitación de hotel de Snowden,
quien enseguida me dijo que tenía noticias “algo alarmantes”. Un dispositivo de
seguridad conectado a Internet que compartía con su novia de toda la vida había
detectado que dos personas de la NSA —alguien de recursos humanos y un
"policía" de la agencia— habían acudido a su casa buscándole a él.
Para Snowden
eso significaba casi con seguridad que la NSA [Agencia Nacional de Seguridad de EE UU] lo
había identificado como la probable fuente de las filtraciones, pero yo me mostré escéptico. "Si creyeran que tú has hecho esto,
mandarían hordas de agentes del FBI y seguramente unidades de élite, no un
simple agente y una persona de recursos humanos". Supuse que se trataba de
una indagación automática y rutinaria, justificada por el hecho de que un empleado de la NSA se ausenta
durante varias semanas sin dar explicaciones. Sin embargo,
Snowden sugería que habían mandado gente de perfil bajo adrede para no llamar
la atención de los medios ni desencadenar la eliminación de pruebas.
Al margen del
significado de la noticia, recalqué la necesidad de preparar rápidamente el
artículo y el vídeo en el que Snowden se daba a conocer como la fuente de las
revelaciones. Estábamos decididos a que el mundo supiera de
Snowden, de sus acciones y sus motivaciones, por el propio Snowden, no a través
de una campaña de demonización lanzada por el Gobierno norteamericano mientras
él estaba escondido o bajo custodia o era incapaz de hablar por sí mismo.
Nuestro plan
consistía en publicar dos artículos más, uno el viernes, al día siguiente, y el
otro el sábado. El domingo sacaríamos uno largo sobre Snowden acompañado de una
entrevista grabada y una sesión de preguntas y respuestas que realizaría Ewen
[MacAskill, periodista de The Guardian]. Laura [Poitras, documentalista
estadounidense] se había pasado las cuarenta y ocho horas anteriores editando
el metraje de mi primera entrevista con Snowden; en su opinión, era demasiado
minuciosa, larga y fragmentada. Quería filmar otra enseguida, más concisa y
centrada, y confeccionar una lista de unas veinte preguntas directas que yo
debía formular.
Mientras Laura
montaba la cámara y nos decía dónde sentarnos, añadí unas cuantas de cosecha
propia. “Esto, me llamo Ed Snowden”, empieza el ahora famoso documental. “Tengo
veintinueve años. Trabajo como analista de infraestructuras para Booz Allen
Hamilton, contratista de la NSA, en Hawai”.
Snowden pasó a
dar respuestas escuetas, estoicas y racionales a cada pregunta: ¿Por qué había decidido hacer
públicos esos documentos? ¿Por qué era eso para él tan importante hasta el
punto de sacrificar su libertad? ¿Cuáles eran
las revelaciones más importantes? ¿En los documentos había algo criminal o
ilegal? ¿Qué creía que le pasaría a él? A medida que daba ejemplos de
vigilancia ilegal e invasiva, iba mostrándose más animado y vehemente. Solo
denotó incomodidad cuando le pregunté por las posibles repercusiones, pues temía que el Gobierno tomara
represalias contra su familia y su novia. Decía que,
para reducir el riesgo, evitaría el contacto con ellos, si bien era consciente de que no podía
protegerlos del todo. “Esto es lo que me tiene despierto por la noche, lo
que pueda pasarles”, dijo con los ojos llenos de lágrimas, la primera y única
vez que lo vi así.
A cada día que
pasaba, las horas y horas que estábamos juntos creaban un vínculo cada vez más
fuerte. La tensión y la incomodidad del primer encuentro se habían transformado
en una relación de colaboración, confianza y finalidad compartida. Sabíamos que
habíamos emprendido uno de los episodios más significativos de nuestra vida.
El estado de
ánimo relativamente más relajado que habíamos conseguido mantener los días
anteriores dio paso a una ansiedad palpable:
faltaban menos de veinticuatro horas para que se conociera la identidad de
Snowden, que a su entender supondría un cambio total, sobre todo para él. Los tres
juntos habíamos vivido una experiencia corta, pero extraordinariamente intensa
y gratificante. Uno de nosotros, Snowden, pronto dejaría el grupo, tal vez estaría en la cárcel
largo tiempo —un hecho que acechó en el ambiente desde el
principio, difundiendo desánimo, al menos en lo que a mí respectaba—. Solo
Snowden parecía no estar preocupado. Ahora entre nosotros circulaba un humor
negro alocado.
[¿gratificante?]
“En Guantánamo
me pido la litera de abajo”, bromeaba Snowden mientras meditaba sobre nuestras
perspectivas. Mientras hablábamos de futuros artículos, decía cosas como “esto
va a ser una acusación. Lo que no sabemos es si será para vosotros o para mí”.
Pero casi siempre estaba tranquilísimo. Incluso ahora, con el reloj de su
libertad quedándose sin cuerda, Snowden se fue igualmente a acostar a las diez
y media, como hizo todas las noches que estuve yo en Hong Kong. Mientras yo
apenas podía conciliar el sueño un par de horas, él era sistemático con las
suyas. “Bueno, me voy a la piltra”, anunciaba tranquilamente cada noche antes
de iniciar su periodo de siete horas y media
de sueño profundo, para aparecer al día siguiente totalmente fresco.
[Se contradice con lo que acaba de decir sobre su preocupación por la
familia. ¿Quiere dar a
entender que “es un insensato, un inconsciente, un incauto”, que ha sido
burlado y utilizado?]
A las dos de la
tarde del domingo 9 de junio, hora oriental, The Guardian publicó el
artículo que hacía pública la identidad de Snowden: “Edward Snowden: el soplón de ilegalidades divulgador de las revelaciones sobre vigilancia de la
NSA”. El artículo contaba la historia de Snowden, transmitía sus motivos y
proclamaba que “pasará a la
historia como uno de los reveladores de secretos más
importante de Norteamérica, junto con Daniel Ellsberg y Bradley Manning”. Se
citaba un viejo comentario que Snowden nos había hecho a mí y a Laura: “Sé muy
bien que pagaré por mis acciones… Me sentiré satisfecho si quedan al
descubierto, siquiera por un instante, la federación de la ley secreta, la
indulgencia sin igual y los irresistibles poderes ejecutivos que rigen el mundo
que amo”.
[Si le tratan
como “soplón” ya le han perdido todo el respeto y lo están tratando como “una
víctima”.
Tiene
gracia porque no me suenan de nada los nombres Ellsberg y Manning. Igual es
problema mío. Toma de decisiones en relación con la guerra de Vietnam.
Revelaron que el gobierno tenía conocimiento, desde el principio, de que la
guerra muy probablemente no podría ser ganada, y que la continuación de la
guerra llevaría a muchas más víctimas de lo que nunca fue admitido
públicamente. Además, como un editor de The
New York Times
escribió más tarde, estos documentos:
«demostraron, entre otras cosas, que la administración Johnson había mentido
sistemáticamente, no sólo al público sino también al Congreso, sobre un tema de
interés nacional trascendente e importante.»
Manning cobró notoriedad internacional
por haber filtrado a WikiLeaks miles de
documentos clasificados acerca de las guerras de Afganistán —conocidos
como los Diarios de la Guerra de Afganistán— y de Irak, incluidos
numerosos cables diplomáticos de diversas embajadas
estadounidenses y el video del ejército conocido como Collateral
Murder
('asesinato colateral'). Tras tres años de prisión provisional, cuyas
condiciones fueron controvertidas en algunos períodos, el Pentágono formuló una
acusación formal contra Manning, y un tribunal militar le condenó en agosto de
2013 en primera instancia a cumplir una pena de 35 años de
prisión y a su expulsión del ejército con deshonor.
No sabía que este era el nombre que estaba detrás de las filtraciones de
WikiLeaks ]
La reacción
ante el artículo y el vídeo fue de una intensidad que no había visto yo jamás
como escritor. Al día siguiente, en The Guardian, el propio Ellsberg
señalaba que “la publicación de material de la NSA por parte de Edward Snowden
es la filtración más importante de la historia norteamericana, incluyendo desde
luego los papeles del Pentágono de hace cuarenta años”.
Solo en los
primeros días, centenares de miles de personas incluyeron enlace en su cuenta
de Facebook. Casi tres millones de personas vieron la entrevista en YouTube.
Muchas más la vieron en The Guardian online. La abrumadora
respuesta reflejaba conmoción y fuerza inspiradora ante el coraje de Snowden.
Laura, Snowden
y yo seguíamos esas reacciones juntos mientras hablábamos al mismo tiempo con
dos estrategas mediáticos de The Guardian sobre qué entrevistas
televisivas del lunes por la mañana debía yo aceptar. Nos decidimos por Morning
Joe, en la MSNBC, y luego por The Today show, de la NBC, los dos
programas más tempraneros, que determinarían la cobertura del asunto Snowden a
lo largo del día.
Sin embargo,
antes de que me hicieran las entrevistas, a las cinco de la mañana —solo unas
horas después de que se hubiera publicado el artículo de Snowden— nos desvió
del tema la llamada de un viejo lector mío
que vivía en Hong Kong y con el que había estado
periódicamente en contacto durante la semana.
En su llamada, el
hombre señalaba que pronto el mundo
entero buscaría a Snowden en Hong Kong, e insistía en
la urgencia de que Snowden contase en la ciudad con abogados bien relacionados.
Decía que dos de los mejores
abogados de derechos humanos estaban listos para actuar, dispuestos a
representarlo. ¿Podían acudir los tres a mi hotel enseguida?
[¿Y eso hizo falta que te lo advirtiera “un viejo lector”? ¿No sabíais
dónde os habíais metido?]
“Ya estamos
aquí”, dijo, “en la planta baja de su hotel. Vengo con dos abogados. El
vestíbulo está lleno de cámaras y reporteros. Los medios están buscando el
hotel de Snowden y lo encontrarán de manera inminente; según los abogados, es
fundamental que lleguen ellos hasta él antes que los periodistas”.
Apenas
despierto, me vestí con lo primero que encontré y me dirigí a la puerta dando
traspiés. Tan pronto la abrí, me estallaron en la cara los flases de múltiples
cámaras. Sin duda, la horda mediática había pagado a alguien del personal del hotel para averiguar el número de mi habitación. Dos mujeres se identificaron
como reporteras del Wall Street Journal con sede en Hong Kong; otros,
incluido uno con una cámara enorme, eran de Associated Press.
Me acribillaron
a preguntas y formaron un semicírculo móvil a mi alrededor mientras me
encaminaba hacia el ascensor. Entraron conmigo a empujones sin dejar de hacerme
preguntas, a la mayoría de las cuales contesté con frases cortas, secas e
intrascendentes. En el vestíbulo, otra multitud de periodistas y reporteros se
sumaron al primer grupo. Intenté buscar a mi
lector y a los abogados, pero no podía dar un paso sin que me bloqueasen el
camino.
Me preocupaba
especialmente que la horda me siguiera e impidiera que los abogados establecieran contacto con
Snowden. Por fin decidí celebrar una conferencia de prensa
improvisada en el vestíbulo, en la que respondí a las preguntas para que los
reporteros se marcharan. Al cabo de unos quince minutos, casi no quedaba
ninguno.
Entonces me
tranquilicé al tropezarme con Gill Phillips, abogada jefe de The Guardian,
que había hecho escala en Hong Kong en su viaje de Australia a Londres para
procurarnos a mí y a Ewen asesoramiento legal. Dijo que quería explorar todas
las maneras posibles en que el Guardian pudiera proteger a Snowden. “Alan [Rusbridger, director del diario briánico] se mantiene firme en que
le demos todo el respaldo legal que podamos”, explicó. Intentamos hablar más,
pero como todavía quedaban algunos reporteros al acecho, no disfrutamos de intimidad.
[Inverosímil. La crónica parece de broma si no fuera un asunto tan serio. Una auténtica chapuza e
improvisación.]
Al final
encontré a mi lector junto a los dos abogados de Hong Kong que iban con él.
Discutimos dónde podríamos
hablar sin ser seguidos, y decidimos ir todos a la habitación de Gill.
Perseguidos aún por unos cuantos reporteros, les cerramos la puerta en las
narices. Fuimos al grano. Los abogados deseaban hablar con Snowden enseguida
para que les autorizara formalmente a representarle, momento a partir del cual
podrían empezar a actuar en su nombre.
Gill investigó en Google sobre aquellos abogados —a quienes acabábamos de conocer—, y antes
de entregarles a Snowden pudo averiguar que eran realmente muy conocidos y se
dedicaban a cuestiones relacionadas con los derechos humanos y el asilo
político y que en el mundo político de Hong Kong tenían buenas relaciones.
Mientras Gill realizaba su improvisada gestión, yo entré en el programa de
chats. Snowden y Laura estaban online.
El pasado 17 de
abril, el exanalista de la NSA apareció en la televisión rusa para hacerle una
pregunta al presidente Vladímir Putin. / Yuri Kochetkov (Efe)
Laura, que
ahora se alojaba en el hotel de Snowden, estaba segura de que era solo cuestión
de tiempo que los reporteros los localizaran también a ellos. Snowden estaba
ansioso por marcharse. Hablé a Snowden de los abogados, que estaban listos para
acudir a su habitación. Me dijo que tenían que ir a recogerle y llevarle a un lugar seguro. Había llegado el momento, dijo, “de iniciar la parte del plan en el que
pido al mundo protección y justicia”. “Pero he de salir del hotel sin ser
reconocido por los reporteros”, dijo. “De lo contrario, simplemente me seguirán
dondequiera que vaya”. Transmití estas preocupaciones a los abogados. “¿Tiene
él alguna idea de cómo impedir esto?”, dijo uno de ellos.
Le hice la
pregunta a Snowden. “Estoy tomando medidas para cambiar mi aspecto”, dijo,
dando a entender que ya había pensado antes en esto. “Puedo volverme irreconocible”.
Llegados a este
punto, pensé que los abogados tenían que hablar con él directamente. Antes de
ser capaces de hacerlo, necesitaban que Snowden recitara una frase tipo “por la
presente les contrato”. Mandé la frase a Snowden, y me la tecleó. Entonces los
abogados se pusieron frente al ordenador y comenzaron a hablar con él.
Al cabo de diez
minutos, los dos abogados anunciaron que se dirigían de inmediato al hotel de
Snowden con la idea de salir sin ser vistos. “¿Qué
van a hacer con él después?”, pregunté. Seguramente lo llevarían a la misión de
la ONU en Hong Kong y solicitarían formalmente su protección frente al Gobierno
de EE UU, alegando que Snowden era un refugiado en busca de asilo. O bien,
dijeron, intentarían encontrar una “casa segura”.
En todo caso,
el problema era cómo sacar a los abogados del hotel sin que los siguieran.
Tuvimos una idea: Gill y yo saldríamos de la habitación, bajaríamos al
vestíbulo y atraeríamos la atención de los reporteros, que esperaban fuera,
para que nos siguieran.
Al cabo de unos
minutos, los abogados abandonarían el hotel sin ser vistos, como cabía esperar.
La treta surtió efecto. Tras una conversación de treinta minutos con Gill en un
centro comercial anexo al hotel, volví a mi habitación y llamé impaciente al
móvil de uno de los abogados.
“Lo hemos
sacado justo antes de que los periodistas empezaran a pulular por el
vestíbulo”, explicó. “Hemos quedado con él en su habitación, frente a la del
caimán”, la misma en la que nos vimos Laura y yo con él la primera vez, como luego
supe. “Luego hemos cruzado un puente que conducía a un centro comercial
contiguo, y nos hemos subido al coche que nos esperaba. Ahora está con
nosotros”. ¿Adónde lo llevaban?
“Mejor
no hablar de esto por teléfono”, contestó el abogado. “De momento estará a
salvo”.
Saber que
Snowden estaba en buenas manos me dejó la mar de tranquilo, aunque sabíamos que
muy probablemente no volveríamos a verle ni a hablar con él, al menos no en
calidad de hombre libre. Pensamos que la próxima vez quizá lo veríamos en la
televisión, con un mono naranja y esposado, en una sala de juicios
norteamericana, acusado de espionaje.
Mientras
asimilaba yo la noticia, llamaron a la puerta. Era el director del hotel. Venía
a decirme que no paraba de sonar el teléfono preguntando por mi habitación (yo
había dejado instrucciones en el mostrador principal de que bloqueasen todas
las llamadas). En el vestíbulo también había una multitud de reporteros,
fotógrafos y cámaras esperando que yo apareciera.
Lo
primero que hice fue entrar en internet con la esperanza de saber de Snowden.
Apareció online a los pocos minutos. “Estoy bien”,
me dijo. “Por el momento, en una casa segura. Pero no
sé hasta qué punto es segura ni cuánto tiempo permaneceré aquí. Tendré
que moverme de un sitio a otro y mi acceso a Internet es poco
fiable, así que no sé cuándo ni con qué frecuencia estaré online”.
Se evidenciaba
cierta reticencia a darme detalles sobre su emplazamiento y no quise preguntar.
Yo sabía que mi capacidad para averiguar cosas de su escondite era muy
limitada. Ahora él era el hombre más buscado por el país más poderoso del
mundo.
El Gobierno de
EE UU ya había pedido a la policía de Hong Kong que lo detuviera y lo entregara
a las autoridades norteamericanas. De modo que hablamos breve y vagamente y manifestamos
el deseo común de seguir en contacto. Le dije que actuara con prudencia.
Cuando por fin
llegué al estudio para las entrevistas con Morning Joe y The Today
show, advertí enseguida que el tenor del interrogatorio había cambiado
apreciablemente. En vez de tratarme como periodista, los
anfitriones preferían atacar un objetivo nuevo: el Snowden de carne y hueso, no un personaje enigmático de Hong Kong. Muchos
periodistas norteamericanos volvían a asumir su acostumbrado papel al servicio
del Gobierno.
La
historia ya no versaba sobre unos reporteros que habían sacado a la luz graves
abusos de la NSA, sino sobre un norteamericano que, mientras trabajaba para el
Gobierno, había “incumplido” sus obligaciones, cometido crímenes y “huido a
China”.
Mis entrevistas
con Mika Brzezinski y Savannah Guthrie fueron enconadas y ásperas. Como llevaba
más de una semana durmiendo poco y mal, ya no
tenía yo paciencia para aguantar las críticas a Snowden implícitas en
sus preguntas: me daba la impresión de que los periodistas habrían tenido que
estar de enhorabuena en vez de demonizar a quien, más que nadie en años, había
puesto de evidencia una doctrina de seguridad nacional harto discutible.
[¿Qué expectativas tenían Snowden y él?]
Tras algunos
días más de entrevistas, decidí que era el momento de abandonar Hong Kong.
Ahora iba a ser sin duda imposible reunirme con Snowden, o por demás ayudarle a
salir de la ciudad; había llegado un punto en que me sentía, en un sentido
tanto físico como emocional y psicológico, totalmente agotado. Tenía ganas de
regresar a Río.
Pensé en hacer
escala un día en Nueva York con el fin de conceder entrevistas… solo para dejar
claro que podía hacerlo y tenía intención de hacerlo. Pero un abogado me aconsejó que no lo hiciera alegando que
era absurdo correr riesgos jurídicos de esa clase antes de saber cómo pensaba
reaccionar el Gobierno. “Gracias a ti se ha conocido la mayor filtración
sobre la seguridad nacional de la historia de EE UU y has ido a la televisión
con el mensaje más desafiante posible”, me dijo. “Solo tiene sentido planear un
viaje a EE UU una vez sepamos algo de la respuesta del Departamento de
Justicia”.
Yo no estaba de
acuerdo: consideraba sumamente improbable que la Administración de Obama
detuviera a un periodista en medio de esos reportajes de tanta notoriedad. No
obstante, estaba demasiado cansado para discutir o
correr riesgos. Así que pedí a The Guardian que reservara mi
vuelo para Río con escala en Dubái, bien lejos de Norteamérica. Por el momento,
discurrí, ya había hecho bastante.
Snowden. Sin un
lugar donde esconderse (Ediciones B)
se publica el 21 de mayo en España. 352 páginas, 17,5 euros.

Glenn Greenwald (Nueva York, 1967), el periodista que divulgó el espionaje masivo de Estados Unidos a ciudadanos, gobiernos y empresas acaba de publicar Snowden, sin un lugar donde esconderse (Ediciones B). Un año después de una de las mayores filtraciones de la historia, sigue hablando “casi cada día” con Edward Snowden, el exanalista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), ahora refugiado en Rusia, que le filtró los documentos.
Pregunta. Snowden aseguró que no se
arrepentía de haber revelado documentos clasificados de la NSA si servían para
evitar el espionaje indiscriminado. ¿Cree que algo ha cambiado?
Respuesta. Si comparamos lo que
esperábamos conseguir con lo que realmente ha ocurrido, el resultado real es muchísimo
mejor de lo que
hubiéramos podido prever, incluso en las mejores circunstancias. Por
primera vez, hay un debate público mundial sobre el valor de la privacidad y la
intimidad en Internet.
Además, algunos países están poniendo en marcha reformas para limitar la
vigilancia de los ciudadanos y para evitar que EE UU domine la Red. Hay
empresas de telecomunicaciones norteamericanas que tienen mucho miedo de los
efectos del espionaje en sus propias instalaciones, porque la
gente no va a querer utilizar ni Facebook ni Google ni nada si piensa que los
datos se pueden captar.
El cambio más importante de todos es que la gente se ha dado cuenta hasta qué
punto se ha puesto en peligro su intimidad y su privacidad y ahora muchas
personas están empezando a usar sistemas de encriptación para proteger sus
comunicaciones y evitar así que los vigilen.
Las
nuevas filtraciones revelarán a quién espiaba la NSA, si a terroristas o a
activistas
P. La Cámara de Representantes de
EE UU acaba de aprobar un proyecto de ley para limitar la capacidad de
vigilancia de la NSA. ¿Es una medida real o una cortina de humo?
R. Es más un símbolo. Cuando se
puso en marcha el proyecto, era una reforma real. Y por eso el presidente Obama
estaba en contra. No quiere realmente que haya una reforma real. El proyecto
empezó a diluirse y a quedar en papel mojado. Ahora hay ciertas limitaciones a
la NSA, pero muy pocas. Es muy simbólico, porque la estrategia es que
Obama se presente al mundo y diga que ha escuchado el enfado mundial existente
y que tomará medidas. En realidad, lo que van a hacer es limitar la rabia de la
opinión pública para que el sistema continúe vigilando. Sin embargo, tengo que
decir que es la primera medida que EE UU toma desde el 11-S para reducir su
poder, lo que demuestra hasta qué punto los ciudadanos están preocupados de que
les vigilen.
R. Evidentemente, sigue
ocurriendo, el sistema no se ha hundido. El Gobierno estadounidense es el más
poderoso del mundo y la NSA es la agencia más poderosa. Los cambios no se van a
producir de repente, solo porque alguien ha publicado unos documentos y alguien
se ha enfadado.
P. ¿Y qué se puede hacer
entonces?
R. Hay que fomentar el debate
entre la vigilancia dirigida a personas que, según las pruebas, han hecho algo
o pueden ser peligrosas frente a la vigilancia indiscriminada
a toda la población.
Se necesita más confidencialidad en las comunicaciones. Por ejemplo,
periodistas, abogados, médicos, psiquiatras, defensores de los derechos
humanos… Tienen la responsabilidad de aprender a utilizar sistemas de
encriptación de sus correos electrónicos, sus ordenadores y sus búsquedas en
Internet para proteger a sus fuentes.
P. Snowden afirmó recientemente
que las revelaciones más importantes estaban por llegar. ¿Es cierto?
R. Sí, sin duda. Precisamente yo
estoy trabajando en ese tema ahora. Si no se trata de la revelación más
importante, es una de las más importantes. Me está llevando tiempo porque desde
un punto de vista ético, legal y periodístico es compleja. Esa historia va a
desempeñar un papel muy importante a la hora de hacer comprender
a la gente cuáles son los peligros de este sistema y sus amenazas.
P. ¿Cuál es la historia?
R. Prefiero no hablar de cosas
que no están preparadas todavía porque ya lo hice antes, y me di cuenta de que
no debería haberlo hecho.
P. Pero, ¿sobre qué trata la
historia?
R. Es una de las cuestiones que
todavía no se han respondido, es decir, saber quiénes son
exactamente las personas que la NSA tiene en su punto de mira. Mi historia aclarará qué
conversaciones telefónicas se están escuchando, si las de personas que se
consideran una amenaza terrorista o las de profesores, escritores y críticos
con la política exterior de EE UU.
[Blanco y en botella]
P. ¿Por trabajar en esta historia
dejó The Guardian?
R. Lo dejé por la oportunidad que
se me ofreció, no porque estuviera incómodo. Había artículos muy peligrosos,
con los que el Gobierno estadounidense podría enfadarse mucho.
[¿Y quién le ofrece
protección?]
P. Esta misma semana Snowden aseguró en una
entrevista que querría volver a EE UU.
¿Será algún día posible?
R. No creo que sea posible que
regrese porque es muy importante para el Gobierno estadounidense dejar muy
claro que, si alguien vuelve a hacer algo parecido y filtra documentos, su vida
quedará destruida. No puede dejar que Snowden vuelva a EE UU sin llevarle a
prisión durante muchas décadas, no quieren que sea considerado una especie de
héroe. Washington tiene miedo de que inspire a otras personas.
P. Snowden aseguró que no
regresaría porque no confiaba en la justicia de EE UU. ¿Usted qué cree?
R. Después del 11-S, el sistema
de justicia se ha diseñado para que cualquier persona que sea acusada de dañar
la seguridad nacional vaya a la cárcel. John Kerry [secretario de Estado] dijo
ayer que Snowden debería actuar como un hombre y regresar a EE UU para
defenderse. Aparte de ser un comentario muy sexista y desagradable, es muy
engañoso. Snowden no puede tener un juicio justo porque incluso se le ha
prohibido argumentar por qué reveló esos documentos y por qué consideraba que
el público debía conocerlos.
P. ¿Qué cree la opinión pública
sobre Snowden, que es un patriota o un traidor?
R. Las encuestas están divididas.
Algunas muestran que hasta el 65% de los norteamericanos lo consideran más un
informante que un traidor. Tiene mucho apoyo en EE UU y en el mundo entero. Lo
interesante de la opinión pública en este caso es que no se ha dividido entre
republicanos y demócratas, sino que la diferencia la establece la edad: la
gente más joven le apoya de forma abrumadora porque comprenden la importancia
de Internet y el peligro de que el Gobierno utilice estos datos, mientras que
los mayores no le apoyan tanto.
P. ¿Ha sufrido algún tipo de
persecución desde que publicó las filtraciones de la NSA?
R. Nos amenazaron desde el
principio. En los últimos cuatro meses, el Gobierno norteamericano ha aumentado
esas amenazas, tanto de forma pública como privada. Consideran que mi
periodismo es delictivo y me han dicho que si vuelvo a EE UU [ahora vive en
Brasil] me arrestarán y me juzgarán. Mi pareja, David Miranda, fue retenido en
un aeropuerto británico y todavía hay una investigación criminal sobre él.
P. Pero regresó a EE UU cuando The Guardian y The Washington Post
ganaron el premio Pulitzer, precisamente por la publicación de los documentos
que usted publicó sobre el espionaje de la NSA.
R. Sí, pero había una sala llena,
con 400 periodistas esperando, y allí habría sido muy difícil que el Gobierno
me hubiera arrestado. Washington no me garantiza que no me arreste si viajo a
mi país. Pero me niego a que me aparten de él. Si quieren arrestarme, luchar y
tener esa pelea, estoy dispuesto a lucharla.
Entrevista a Glenn
Greenwald, Patricia R. Blanco [El País, 29 de mayo de 2014]
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