Los inocentes, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de enero de 1991]
Una casa para Salman Rushdie,
Un novelista apuñalado, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de octubre de 1994]
Guerras de religión, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de enero de 2007]
Planes, Elvira Lindo [El País, 19 de abril de 2006]
Del epílogo de Antonio Muñoz Molina
Paradoja de la satisfacción, Félix Bayón [El País, 27 de diciembre de 2002]
Socialismo tupperware, Félix Bayón [El País, 2 de marzo de 2000]
El alacrán te va a picar, Elvira Lindo [El País, 14 de enero de 2001]
La incontinencia literaria, Jorge Edwards [El País, 4 de enero de 2001]
Sofismas, Javier Marías [El País, 20 de noviembre de 1998]
Réplica, Javier Marías [El País, 6 de enero de 2001]
El día de los Inocentes, el general Jorge Rafael Videla supo con satisfacción que podría celebrar la tradicional cena de Año Nuevo en compañía de los suyos, y el novelista Salman Rushdie lamentó melancólicamente que las autoridades iraníes no le ofrezcan clemencia no se fíen de su regreso al seno del islam. No puede decirse que al general Videla le hayan sentado mal sus breves años de prisión: sonríe a los fotógrafos a la puerta de su casa, y se le nota más envejecido, con los hombros ligeramente cargados y el pelo casi blanco, pero mantiene su gallardía de militar de paisano y viste con dandismo porteño una chaqueta cruzada y un pantalón claro y veraniego. Rushdie tiene el aire de un condenado a cadena perpetua la cara sucia de barba y pálida de insomnio. En un mundo en el que el general o ex general Videla es inocente, Salman Rushdie ha de ser sin remedio culpable. ¿No se parece a esos muertos sin sepultura cuyas fotografías muestran en la plaza de Mayo, en la devastada Buenos Aires, incansables mujeres que se cubren la cabeza con pañuelos blancos anudados bajo la barbilla y caminan en círculos con una expresión inmemorial de luto? No hay más que unas cuantas metáforas y tres o cuatro narraciones posibles, dice Borges, no hay destinos singulares: los actos, los deseos, los arrepentimientos de un hombre repiten y anticipan los avatares de otros, de modo que las mitologías arcaicas y los cuentos infantiles gozan de una secreta actualidad indeleble. El perseguido que nunca encontrará perdón ni refugio es cualquier hombre atenazado por la culpa y ese gánster herido que huye en automóvil hacia las soledades de una sierra donde lo sitiará la policía o hacia una granja abandonada donde morirá creyendo que ha vuelto a su infancia. El perseguido es también, estos días, Salman Rushdie, apóstata de sí mismo e insuficiente converso al oscurantismo imperturbable de quienes no desisten de matarlo en el nombre de Dios. El criminal celebrado e invicto, el bondadoso legislador de holocaustos que acaricia cabezas de niños y asiste a misa con recogimiento ejemplar es cualquiera de los tiranos que vienen asolando la tierra desde hace milenios; pero es sobre todo el general Videla, que, a diferencia de Rushdie, no parece estragado por la contrición o la incertidumbre. Lo que conmemora el heroísmo escarnecido pero no doblegado de esas mujeres que seguían dando vueltas por la plaza de Mayo mientras el general celebraba su indulto es la Matanza de los Inocentes: pasean en alto sus carteles con fotografías ya anacrónicas y nombres de asesinados y desaparecidos con igual desesperación y dignidad con que una mujer lleva el cadáver de su hijo muerto por los guardias en una escena de Luces de Bohemia, y esas caras levantadas y esas bocas torcidas por el dolor las hemos visto en algunas estatuas clásicas y en el apocalipsis de Guernica pintado por Picasso; también en una fotografía de Robert Capa en una calle bombardeada de Madrid en noviembre de 1936.
Del
mismo modo que usurpamos los lugares donde habitaron los muertos, manejamos las
palabras y las cosas que les pertenecieron y repetimos o conmemoramos sin
saberlo fragmentos de sus vídeos, y quizá por eso nos sobresalta con frecuencia
la sensación de haber visto ya algo que estamos viendo por primera vez. Lo
dijo Dürrenmatt unos días antes de morir: la conciencia de un solo hombre es
una ola fugaz en el océano de la conciencia humana. El día de
los Inocentes la policía encontró a un muchacho que estaba dormido en el
interior de un coche abandonado en el arcén de una carretera, en un lugar a 30
kilómetros de Málaga. Su aspecto de árabe y sus ropas desastradas lo hacían
parecer sospechoso de algo; pero era tan extremadamente joven que también
parecía digno de piedad. Calzaba unas botas con las suelas deshechas y sus pies
estaban lacerados de ampollas. Cuando despertó, la sorpresa y el miedo de los
uniformes agrandarían sus ojos infantiles. No sabía dónde estaba ni pudo
explicar quién era porque no hablaba español. Temblaba de frío en su cobijo de
chatarra y casi deliraba en medio de una extrañeza agravada por la mala noche y
el hambre. En una habitación caldeada le dieron de comer y luego buscaron a
alguien que pudiera hablar con él en árabe. Con naturalidad, con recelo, contó
al intérprete los episodios de una biografía y de un desaforado viaje que es
una huida y una iniciación y que tal vez ya no continuará, porque esa clase de
aventuras sólo logran su culminación en los cuentos.
En
una columna marginal del periódico, tan apartada de las páginas llamativas
donde venían las fotos de Videla y de Rushdie como un pasaje deshabitado y
silencioso de las calles del centro, yo leí por azar el nombre de este muchacho
y conocí su historia. Tiene 14 años y acaba de fugarse de un internado de
Argel. Su nombre ahora es Mohamed, pero él no sabe que también se llama
Telémaco, Holden Caufield, Pinocho, Oliver Twist, Thomas de Quincey, y que hay
huellas de su vida en las mejores novelas y en los cuentos más antiguos, así
como en los más furiosos folletines. Como un héroe adolescente, había escapado
de su cautiverio con el propósito de cruzar mares y países extraños para buscar
a sus padres, que, según había oído, eran artistas y vivían en París. Pero no
sabe prácticamente nada más sobre ellos y ni siquiera se acuerda de sus caras,
porque no los ha visto desde hace muchos años. Confusamente vislumbra imágenes
de una vida anterior en la que al abrir cada mañana los ojos no veía los altos
techos sombríos y las literas alineadas del dormitorio comunal, sino una de
esas habitaciones de la primera infancia cuyos balcones ilumina una estática
claridad solar que es la luz de ese tiempo en que el mundo era tan joven como
nuestros padres. Limpia de memoria, la mirada infantil no
percibe las conexiones sucesivas: presencias y ausencias, lugares y sensaciones,
irrumpen con brusquedad y se extinguen sin gradación y sin motivo, y no hay
nada que no sea simultáneamente fugitivo y eterno. Ese muchacho, Mohamed,
estaba con sus padres y súbitamente, como si despertara de un sueño, se veía
rodeado por desconocidos que lo maltrataban. En algún registro se llevará la
cuenta de los años que ha pasado en el orfelinato: para él serán tan largos
como la eternidad, una extensión tan sin límites como los de esa geografía en
la que decidió aventurarse hace una semana y en cuyos mapas imaginarios él
situaba la latitud de una sola ciudad, rodeada como una isla de mares y de
espacios en blanco, reducida a las dos sílabas de su nombre, París.
Con
la resolución temeraria de los 14 años, como si inventara una de las historias
de rebeldía y de huida que uno alimenta a esa edad, calculó la fuga, esperó la
noche, saltó tapias erizadas de cristales rotos y se perdió por calles donde
tal vez no había estado nunca. Deambuló por el puerto y sin que nadie lo viera
logró esconderse en la bodega de un mercante. Afortunado, sagaz, tan invisible
como Ulises bajo la nube de Atenea, abandonó el barco en el puerto de Málaga y
echó a andar hacia el norte por una carretera que más tarde o más temprano
terminaría en París no porque lo hubiera aprendido en un mapa, sino tal vez
porque suponía que todos los puertos, los mares, los buques y las carreteras
llevaban a ese único destino posible. Caminó todo el día, hambriento,
infatigable, con las manos en los bolsillos, con la cabeza baja, indiferente al
paisaje y a los sobresaltos del tráfico. Seguía caminando cuando ya era de
noche y cuando los duros grumos de asfalto le herían los pies, y sólo se
concedió una tregua cuando vio en la oscuridad aquel coche abandonado. Dormido,
soñaría que aún caminaba con los ojos cerrados y que veía a lo lejos las luces
de París [el abuelo ;-)].
Al despertar ya había terminado su viaje: en vano he seguido buscando estos
días su rastro por las páginas menos frecuentadas del periódico, lejos de los
previsibles episodios siniestros de la Inocencia del general Videla y de la
culpa de Salman Rushdie. Probablemente nunca sabré nada más de él, pero no me
cuesta nada imaginarlo perdido en el destino aciago y monótono de los
inocentes.
UNA CASA PARA SALMAN RUSHDIE
El gobierno terrorista iraní ha renovado la condena
a muerte por blasfemia contra Salman Rushdie. En Argelia, seis mujeres más han
sido degolladas por los fundamentalistas islámicos. Yo me pregunto si algún
dirigente de la comunidad musulmana de Andalucía tendrá a bien mostrar de nuevo su solidaridad con las piadosas
autoridades iraníes, o si algún blando converso
al islamismo cultural andalucista incluirá
el velo obligatorio de las mujeres y el lapidamiento de las adúlteras entre los
tesoros del legado andalusí. Desde
hace veinte años, más o menos, se viene extendiendo por Andalucía un vago
romanticismo nacionalista que tiene entre sus rasgos la vindicación idealizada
de la cultura musulmana y la condena -enérgica, aunque retrospectiva- de la
conquista cristiana de estos reinos. Por
supuesto que ese romanticismo no tiene nada que ver con la realidad ni con la
historia, sino con su falsificación a la vez interesada e ignorante. Se da a entender que lo que los musulmanes llamaban
al-Andalus equivalía a la Andalucía actual, y que ese país venturoso y culto
fue sumido en la opresión y en la decadencia por la brutalidad de los invasores
castellanos, dejándonos en un estado de postración al que cabe
responsabilizar de todas nuestras desgracias actuales.
Es, desde luego, el virus mental del nacionalismo: pasado idílico, enemigo exterior, pueblo oprimido, etc. Se da a entender que el único pasado verdaderamente andaluz de Andalucía es el musulmán, como si las herencias romana, visigoda y castellana fueran desdeñables, o no hubieran existido, y se extiende como una nostalgia llorosa de lo que pudimos haber sido si el rey Fernando III no hubiera conquistado Sevilla, o si la bárbara Isabel no hubiera recibido la capitulación de Boabdil. En un libro lujosamente editado por esa organización o consorcio que se llama “el legado andalusí”, Antonio Gala escribe: “Granada nunca debió de ser conquistada”.
No voy a ser yo quien ponga en duda el valor y la riqueza de la aportación musulmana no ya a Andalucía, sino a la cultura occidental. Dediqué unos meses de estudiosa felicidad a documentarme para un libro sobre los siglos más gloriosos de la ciudad de Córdoba, que son justo los del emirato y el califato omeya, y como carezco de inclinaciones nacionalistas no siento la menor necesidad de cambiar la historia por embustes: la grandeza de Córdoba no fue arrasada por los cristianos, sino por las guerras civiles entre los propios musulmanes; y la tolerancia cultural que mostraron algunos emires y califas sufrió sobre todo el acoso de las corrientes más fanáticas dentro del Islam andaluz. La famosa biblioteca de al-Hakami II no la quemaron invasores castellanos de la feliz Andalucía: empezá a destruirla al-Mansur, y cuando los cristianos entraron en Córdoba, más de dos siglos después de la muerte de al-Hakami, ya no quedaba nada de ella.
La ignorancia es peligrosa sobre todo por las ocasiones de éxito que ofrece la demagogia. A los andalucistas que lamentan la toma de Granada cabría preguntarles si preferirían vivir no en el Islam cinematográfico y literario de sus sueños más ineptos, sino en el Islam donde a los ladrones se les decapita o se les corta la mano y a las mujeres se las amortaja tras un velo o se las asesina por el simple hecho de querer estudiar. El respeto hacia la pluralidad de las conciencias es una idea europea que quizás no habría surgido sin la llegada a Occidente, a través del Islam medieval, de una parte perdida de la cultura griega. Hay una corriente intelectual, que denigra la civilización europea como opresora del Tercer Mundo, pero sucede que sólo esa civilización consagra los principios de la libertad de conciencia, que son los que a mí me permiten creer en lo que quiera sin dar cuenta a nadie y convivir con quienes no piensan como yo sin miedo a que me encierren o me persigan por blasfemo.
El cordobés Ibn Hazam o el granadino al-Jatib (a quien mi amigo el profesor Emilio de Santiago dedicó hace años un libro admirable) pertenecen a mi tradición cultural exactamente lo mismo que don Antonio Machado, y los tres tienen en común con Salman Rushdie que sufrieron la persecución de los fanáticos. Me gusta mucho pasear por la Alhambra, pero también me gusta la maravilla renacentista y aritmética del palacio de Carlos V, quien fue, por cierto, un defensor enérgico de la conservación de la Mezquita de Córdoba frente a los clérigos que querían derribarla. Y no lamento que Granada se rindiera en 1492: gracias a eso hoy podemos ofrecer en ella nuestra hospitalidad a Salman Rushdie.
En
una calle de El Cairo unos fanáticos apuñalan a un anciano de 82 años, que ha
cometido el delito de no secundar su oscurantismo religioso. Muchas personas
son asesinadas o encarceladas en el mundo por motivos semejantes, humilladas,
perseguidas, condenadas a la ignorancia y a la sumisión. Que ese anciano que el
otro día se desangraba en medio de una calle fuese un novelista, y que hubiera
recibido años atrás el Premio Nobel de Literatura, no vuelve más atroz el
hecho, pero sí sugiere imperiosamente una reflexión sobre el
lugar de los libros en la vida pública, y sobre los vínculos entre la
literatura y la realidad.
Una poderosa corriente intelectual europea ha venido
dictaminando en las últimas décadas que lo que se llama anticuadamente
literatura no es sino una confusión de discursos que son equivalentes entre sí,
se alimentan los unos de los otros y no pueden ser juzgados en virtud de normas
estéticas firmes, sino tan sólo en el relativismo de su significación
ideológica.
Hace años, en Madrid, yo me llevé la sorpresa provinciana de descubrir que
algunas personas ya no hablaban de poemas, novelas o ensayos, sino de textos,
pronunciando con un énfasis entre técnico y clínico la equis. Más tarde, en las
universidades más selectas, me enteré de que los textos se intercambiaban y se
contaminaban, y que lo que yo había creído la tarea apasionada de dar cuenta de
las cosas y de interrogarse sobre ellas mediante las palabras era una
antigualla idealista: los textos no tenían nada que ver con el mundo; los textos
eran refritos o mezclas de otros textos, así que daba igual leer a Shakespeare
que a Zane Grey, escribir El
guardián en el centeno que un eslogan publicitario sobre la moda de
España.
Ese
cinismo estético, que es un virus que ha vuelto estériles la mayor parte de las
toneladas de teoría y crítica literaria que expenden las universidades, se ha
correspondido con una frivolidad política y moral disfrazada de relativismo, o de
protesta progresista contra el eurocentrismo, es decir, contra la tentativa de
universalidad de algunos principios formulados por la mejor tradición
intelectual europea.
El Estado laico, la democracia
representativa, las libertades individuales, de pronto eran presentadas como
invenciones particulares de una cultura racionalista, individualista y
represiva empeñada en su dominio imperial sobre todas las demás culturas, cada
una de las cuales poseía valores que no tenían porqué ser menos respetables que
los occidentales.
Desde
Europa, y utilizando una libertad que existía en muy pocos lugares, los
intelectuales adoctrinaban a los súbditos de las tiranías populistas del Tercer
Mundo sobre las falacias de la democracia burguesa, del mismo modo que algunos
antropólogos explicaban que la brujería es tan respetable como la medicina, si
bien en caso de necesidad personal ellos tienden a recurrir a esta última.
Cualquier principio ético detenía su jurisdicción en las fronteras de las
culturas vernáculas que lo desmentían. Caído el sha en Irán, me acuerdo bien,
muchos amigos míos de izquierda andaban entusiasmados con el siniestro Jomeini,
y si éste dictaba la obligación del chador para las mujeres o la supresión de
las universidades laicas y de la prensa libre, enseguida se le ofrecía una
explicación cultural: ¿quiénes eran los occidentales para juzgar
a una revolución que se había alzado precisamente contra el dominio
imperialista de Europa y de Estados Unidos?
En Francia, virtuosas conciencias protestan
en nombre del respeto a las identidades culturales porque se ha procesado, y
encarcelado a unos padres de origen africano y nacionalidad francesa que han
practicado la ablación del clítoris a su hija. En nombre de las culturas y de
las señas de identidad se justifica lo mismo la noble tradición popular de
arrojar una cabra desde un campanario que la limpieza étnica.
Frente
al desastre, aunque por lo común a salvo de él, a una saludable distancia, la
actitud posmoderna es un encogerse de hombros, una sonrisa blanda y cínica de
aceptación de todo: tan reaccionario, tan represivo y antiguo, nos dicen, es
valorar unos principios políticos por encima de otros, como suponer que hay
libros mejores y peores, o que la literatura puede escapar del limbo o del
légamo de los textos para relacionarse fervorosamente con el mundo, para
afirmar y negar y ayudamos a distinguir las verdades y las mentiras.
Esos
sicarios que asaltaron a Mahfuz sabían perfectamente contra quién atentaban. La
obra entera de Naguib Mahfuz, que ha usado la tradición
grandiosa de la novela europea para preservar y al mismo tiempo hacer
universales las vidas de la gente de los callejones de El Cairo, es una refutación simultánea del oscurantismo religioso y de
la frivolidad posmoderna,
que no andan tan lejos entre sí como pudiera creerse: en Estados Unidos hay
escuelas, en las que está proscrito el darwinismo y se enseñan las ciencias
naturales de acuerdo con las explicaciones de la Biblia. Si todo discurso es igualmente
respetable,
lo mismo da Darwin que Nostradamus, la astronomía que la ufología, una
autocracia de teólogos y pistoleros que un régimen de libertades públicas.
Pero
no todos los libros ni todos los textos son iguales y la literatura es algo más
que un juego de palabras, o que una coartada para actos sociales o para
delirios de vanidad y de filología fantástica. Tampoco son iguales la libertad
y la esclavitud, ni el fanatismo y la tolerancia, pero sí las vidas y los crímenes.
Naguib Mahfuz, Tamira Nasrin o Salman Rushdie no merecen más
solidaridad por el hecho de que sean escritores. Pero que el oficio al que se
dedican enfurezca tanto a los fanáticos tal vez nos sirva a nosotros para ir
dándonos cuenta del valor de las palabras libremente escritas.
A
Naguib Mahfuz me gustaría leerle en voz alta las mismas que le dice Sancho
Panza a don Quijote: "No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi
consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en
esta vida es dejarse morir...".
Un
novelista apuñalado, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de octubre de 1994]
En un país tan religioso como los Estados Unidos, uno
de los éxitos literarios de la temporada viene siendo The God Delusion,
de Richard Dawkins, una apología pasional del ateísmo y de la
racionalidad que es también una denuncia del estatuto privilegiado que otorgan
a la religión las sociedades laicas. Dawkins es probablemente el divulgador científico
más riguroso y con más talento literario que escribe ahora mismo en la lengua
inglesa. El atractivo de su escritura procede tanto de la claridad con que
explica las indagaciones y descubrimientos de la biología evolutiva como de su
ímpetu de polemista empeñado en la defensa del legado de Darwin, a la que
dedicó entero uno de sus mejores libros, The Blind Watchmaker, título
que sin duda habría merecido la aprobación de Borges.
Dawkins es un científico volcado al proselitismo en una época paradójica en la que el progreso de la
ciencia y los logros de la tecnología son extrañamente compatibles con la
popularidad abrumadora de los fanatismos religiosos y de las más frívolas
creencias en las baratijas de lo sobrenatural. Hubo tiempos
más inocentes en los que se imaginó que según fueran avanzando las
explicaciones racionales de la naturaleza se aliviaría el peso de la
superstición, y que el desarrollo económico y el bienestar irían disolviendo
formas de integrismo nacidas de la ignorancia y alimentadas por la pobreza.
Pero ahora hemos visto que, igual que el siglo XX empezó en realidad en 1914
con las primeras carnicerías industriales de la Gran Guerra, el comienzo del siglo XXI tuvo
lugar en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 con una proclamación de furia
religiosa que irrumpió con toda la eficacia destructiva de la tecnología
moderna y a la vez con toda la vehemencia sanguinaria de las matanzas
medievales de infieles.
El 11 de septiembre está en el origen del alegato ateo
y racionalista de Richard Dawkins: también es la sombra que se proyecta sobre
cada página de otro libro publicado un par de años antes, The End of Faith,
de Sam Harris, que este otoño ha continuado alimentando el debate con una Letter
to a Christian nation. Si Dawkins se empeña en una refutación detallada -y
a mi juicio en gran medida innecesaria- de las diversas demostraciones de la
existencia de Dios urdidas a lo largo de los siglos, Harris concentra su
esfuerzo dialéctico en recapitular algunas de las catástrofes que las religiones organizadas vienen
desatando sobre el mundo desde los tiempos en que se redactaron los códigos
feroces del Antiguo Testamento. Que Dios exista o no es al fin y al cabo un enigma
lejano que le importa mucho menos que el efecto inmediato y material de la
obcecación de muchas personas convencidas no sólo de su existencia, sino
también de su participación minuciosa en los asuntos humanos, y de su
propensión al parecer inveterada a proveer de legitimidad celestial a los
mayores absurdos y las más cruentas salvajadas cometidas en su nombre. Dawkins
es británico, y Harris norteamericano: el uno vive en un país en el que la religión
establecida se ha vuelto más bien irrelevante, mientras que el otro presencia a
diario en el suyo la pavorosa influencia que el integrismo cristiano tiene en
las vidas de decenas de millones de sus compatriotas, entre ellos su presidente
y algunos de sus consejeros más cercanos.
Ya es grave -y con frecuencia letal- que una parte
enorme de la humanidad considere que unos libros originados en el Medio Oriente
neolítico o entre los nómadas de los desiertos de Arabia en el siglo VII
ofrecen una explicación completa y satisfactoria del origen del mundo, así como
un manual para la convivencia política y la conducta personal, incluidas las
aficiones sexuales. Pero más grave aún, sugieren Dawkins y Harris, es que en nombre de la tolerancia y del
multiculturalismo las religiones gocen en las sociedades liberales de un
respeto unánime que las mantiene a salvo de cualquier crítica y les concede
privilegios que no se reconocen a ninguna idea ni comportamiento no legitimados
por ellas. Estamos dispuestos a discutir cualquier opinión sobre
economía o sobre el servicio militar o sobre la educación de los hijos: pero
ante los más disparatados dogmas religiosos la posición más común entre
personas progresistas y no creyentes es un educado silencio, cuando no una
activa muestra de simpatía hacia el ejercicio de quién sabe qué enriquecedora
costumbre en la que muy fácilmente encontraremos una muestra de diversidad
cultural. El mismo espectáculo lamentable al que asistió Europa con motivo de
la condena a muerte contra Salman Rushdie en 1989 con motivo de sus Versos
Satánicos se repitió el año pasado con las caricaturas escandinavas de
Mahoma: en vez de salir
incondicional y gallardamente en defensa de la libertad de expresión,
escritores, periodistas y medios públicos que viven de ella prefirieron
lamentar con una mezcla de hipocresía y de papanatismo que se hubiera ofendido
la sensibilidad musulmana.
La otra forma de ceguera intelectual frente a la
religión que irrita por igual a Richard Dawkins y a Sam Harris consiste en rebajar o incluso en negar del
todo su verdadera responsabilidad en los desastres relacionados con ella. Se califica
de limpieza étnica la emprendida tan sanguinariamente en Yugoslavia a
principios de los años noventa, escondiendo el hecho de que las diferencias entre croatas, serbios y bosnios no
eran étnicas, sino religiosas. Todos los verdugos y todas las víctimas hablaban el
mismo idioma y tenían el mismo aspecto físico: lo que los impulsaba a matar o
los destinaba a morir era que fuesen católicos,
ortodoxos o musulmanes. El credo de cada uno determinaba su pertenencia
ciega a una variedad homicida de nacionalismo. Musulmanes fanáticos eran
Muhammad Atta y los 18 secuaces que le acompañaban en el secuestro de los
aviones y el ataque a las Torres Gemelas en la mañana del 11 de septiembre,
pero la ortodoxia progresista no considera
que la religión tuviera una influencia decisiva en aquella masacre: la culpa es
de la pobreza, o de la humillación imperialista a la que está sometido el mundo
árabe, o de la desgracia del pueblo palestino.
Hay un matiz peculiar que se observa en España, y no
sé si también en América Latina: personas que se escandalizarían ante cualquier
tentativa de limitar el derecho a la sátira de las creencias o de la Iglesia
católica tienden al mismo tiempo a considerar ilegítimo que se satirice al
islam.
Pero lo que está en juego es algo más que el ejercicio
libre de la crítica, ganado a pulso a lo largo de siglos en Europa y América,
en una perpetua rebeldía contra las diversas formas de tiranía política y ortodoxia
eclesiástica, con frecuencia aliadas entre sí. El peligro de la autocensura y del sometimiento
personal al miedo es tan evidente como el precio que pagaron algunos
editores y traductores de Salman Rushdie, y el asesinato de Theo van Gogh o el
doble exilio de Ayaan Hirsi Ali contienen mensajes muy explícitos que nadie
está en condiciones de ignorar. La amenaza es mucho más aterradora, y afecta a
la supervivencia misma del mundo tal como lo conocemos: "No podemos seguir
ignorando el hecho", escribe Sam Harris, "de que miles de millones de
nuestros semejantes creen en la metafísica del martirio, o en la verdad literal
del libro del Apocalipsis, o en cualquiera de las demás fantásticas nociones
que han rondado durante milenios en las mentes de los fieles, porque esos semejantes poseen ahora
armas químicas, biológicas y nucleares". Gracias a millones de votantes intoxicados por
un cristianismo cavernario George W. Bush llegó a la presidencia de los Estados
Unidos, y su convicción expresa de encontrarse en contacto personal con Dios no
fue sin duda ajena a la calamidad de la invasión
de Irak; la India y Pakistán, países que existen por separado tan sólo en
virtud de sus distintas religiones, se desafían mutuamente con el despliegue de
sus armas nucleares, y no existe ninguna seguridad de que Pakistán no
vaya a sucumbir cualquier día a un golpe integrista. Los fanáticos que
gobiernan Irán no parece que vayan a tardar mucho en poseer una bomba atómica:
pero da más miedo todavía imaginar la relativa facilidad con que podría
obtenerla un grupo terrorista inflamado por visiones de martirio apocalíptico.
Estas cavilaciones tenebrosas me traen el recuerdo de
una de las novelas más desoladoras que he leído en mucho tiempo, y que apareció
en los Estados Unidos en las mismas fechas que el libro de Richard Dawkins. Se
trata de The Road, de Cormac McCarthy. Leí los dos libros ansiosamente a
la vez, un poco antes de que cayera en mis manos el de Sam Harris, pero sólo
ahora caigo en la cuenta de la conexión entre ellos. The Road tiene un
aire ligeramente anacrónico, porque pertenece a un género literario que fue muy
popular en los años peores de la Guerra Fría, el de las novelas que retratan el mundo posterior a un holocausto nuclear. Un hombre de
unos cuarenta años y su hijo de diez viajan hacia el sur atravesando un paisaje
de destrucción absoluta, en el que el fuego ha calcinado bosques y arrasado
ciudades, y por el que deambulan unos pocos seres humanos enloquecidos por el
hambre, reducidos a la barbarie y al canibalismo. Los ríos están envenenados y
la tierra entera yace bajo las nubes tóxicas de un invierno perpetuo: el hombre
y el niño huyen en busca de la incierta posibilidad de un mundo menos
inhabitable a la orilla del mar.
The Road está escrito en un tono de parábola o de profecía,
aunque en ningún momento se revela la causa de
tanta destrucción. Hubo una luz cegadora y todos los relojes se pararon
diez años atrás. La prosa de McCarthy -tan barroca otras veces- aquí es de una
sequedad tan árida que parece que araña. Tiene una precisión alucinatoria, que
puede saltar en una sola línea de la pura exactitud poética a los detalles de
la crueldad más obscena. Es casi tan sofocante como el aire envenenado de
ceniza que los personajes sólo pueden respirar filtrado por los pañuelos con
los que se cubren la cara.
Tuve esa sensación de respirar ceniza en la mañana del
12 de septiembre de 2001, cuando intentaba acercarme lo más posible al bajo
Manhattan. En las novelas apocalípticas que uno
leía en su lejana adolescencia estaba siempre muy clara la razón del desastre
que casi había aniquilado la vida sobre la Tierra. Ahora sabemos
lo cerca que estuvo el mundo del cumplimiento de aquellas profecías durante la
crisis de los misiles de 1962, pero quizás nos faltan lucidez o coraje para
mirar de frente las señales de peligro que apuntan en sus libros Richard
Dawkins y Sam Harris, o para resolver el enigma implícito en la novela
magnífica y perturbadora de Cormac McCarthy. Quién sabe si Jruschov y Kennedy
se habrían vuelto atrás casi en el último momento en el caso de que cualquiera
de los dos hubiera estado convencido de que la voluntad de Dios inspiraba sus
actos.
Guerras
de religión, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de enero de 2007]
Raro
esto del correo electrónico. Las antiguas relaciones epistolares han vuelto
pero con una inmediatez que provoca confesiones inesperadas. Nunca hemos
escrito tantas cartas. Tiene uno la sensación de mantener una correspondencia
flaubertiana con todo ese tiempo que a diario ha de dedicarse a contestar a los
que demandan contestaciones rápidas. Sólo es un botón. No es necesario
emprender el antiguo camino hacia el buzón en el que uno podía dudar, arrepentirse y echar la carta a la papelera
sintiendo el alivio de haber frenado un impulso que podría arruinarnos la vida. Vuelven las amistades
únicamente epistolares pero de otra manera. No son menos intensas que aquellas
en las que con la sola calidez y el dibujo de la letra podía mantenerse una
amistad separada por un océano. Ahora
la intensidad se basa en lo inmediato.
Los secretos ciberespaciales se intercambian más fluidamente libres del pudor
que provoca la presencia. Un pequeño cliqueo al ratón es suficiente para
confesar el deseo que surgió en ese preciso instante o la reacción a algo que
acabas de leer. El coraje, la pena, la risa, la
transmisión inmediata de tus emociones.
Raro este mundo en el que acabas abriendo tu corazón a quien nunca has visto o
con el que apenas te has cruzado dos veces. Su nombre aparece en el buzón de
entrada aliviando soledades ideológicas, morales. Te cuenta impresiones sobre
tu país, le cuentas de tu nueva vida, aunque apenas conociera tu vida vieja.
Poco a poco los mensajes tejen una red de complicidad más profunda que la que
mantienes con algunas amistades de siempre. Ocurre algunas veces que el mensaje
se queda atascado en su viaje cibernético, se demora misteriosamente en el
espacio y llega cuando ya no lo esperabas. Hoy al abrir mi buzón como cada
mañana he encontrado un mensaje del periodista Félix Bayón fallecido hace unos
días. Al ser un mensaje electrónico la sensación pavorosa es de que te lo
acaban de mandar. Casi temblando, como si estuviera ante la presencia de un
fantasma, leo esas palabras que parecen venir del otro mundo: "Te cambio
un tour por el New
Jersey de Los Soprano por
uno marbellí". Fue escrito momentos antes del que sería su último paseo y
revela la esencia del hombre vitalista: a pesar de los infortunios de
la salud el hombre alegre no se rinde, siempre anda haciendo planes.
Planes,
Elvira Lindo [El País, 19 de abril de 2006]
“En un país de farsantes, de
aprovechados, de sinvergüenzas, de impostores, Félix Bayón era una presencia
segura, un hombre íntegro, que vivía en su retiro y se enteraba de todo, a diferencia
de tanto figurón que no sabe sino estar bajo la luz pública y no se entera de
nada. El periodismo y la novela eran en él dos variantes de la misma pasión
literaria, que tenía
un componente moral muy poderoso: escribir para contar la vida,
para explicar el mundo, para interrogarse sobre él; escribir cuidando mucho lo
que uno dice, sin dejarse llevar nunca por las ideas recibidas, sin acceder a
la presión de la moda, que en España, país pequeño y aislado, puede ser
agobiante”.
Del epílogo de Antonio Muñoz Molina
En
contra de lo que pueda parecer -y dado que ni los periódicos ni nuestra
inefable televisión pública suelen informar de estas cosas-, a los
intelectuales andaluces no sólo les da por ponerse a reflexionar cuando
Manuel Chaves los invita a uno de sus inagotables foros. Los hay, muy
viciosos, que no paran de hacerlo.
He
estado leyendo estos días un texto que me ha ayudado a entender
mucho mejor lo que aquí ocurre. Se trata de lo que el sociólogo Manuel Pérez
Yruela ha dado en llamar la "paradoja de la satisfacción". Es decir, el peligro de que la satisfacción de la sociedad andaluza
con los cambios que le han conducido en veinte años del subdesarrollo hacia la
sociedad del bienestar bloqueen la reflexión crítica sobre los problemas
pendientes de resolver.
El
propio proceso de la llamada segunda
modernización no es sino un reflejo más de esta paradoja: la mezcla
de una serie de profundas aportaciones críticas y el más casposo y derrochón
chunta-chunta propagandístico.
El
azar ha querido que, mientras acababa de leer a Pérez Yruela, me llegara por
correo una cuidada edición -de irregular contenido- del Documento de trabajo para el
debate sobre la segunda modernización de Andalucía. En su
aportación, el catedrático de Economía Francisco Ferraro nos recuerda,
oportunamente, que buena parte de los logros alcanzados en
nuestra región se deben a transferencias financieras del resto de España y de
la UE,
así como a una larga serie de causas exógenas favorables. Ferraro destaca que
si, en los últimos veinte años, Andalucía ha mejorado su posición relativa
frente a la UE en 3 puntos; el Algarve ha avanzado 20 puntos, 28 el Alentejo o
7 Castilla-La Mancha. Quizá lo nuestro no sea para tanto.
Nuestro futuro
depende, en buena parte, de la asunción de nuestras auténticas dificultades, más que de
la explotación autosatisfecha, propagandística y electoral que es pan para hoy
y hambre para mañana. En esa tensión se mueve, precisamente, la llamada segunda modernización.
La pregunta que habría que hacerse es si es ésta una espiral insuperable.
Precisamente,
en el documento de trabajo citado hay una aportación esclarecedora del
catedrático de Derecho Constitucional Antonio Porras Nadales. Existe, afirma
Porras Nadales, una conciencia errónea entre los gobernantes
(particularmente en Andalucía), que creen que todo mito programático debe de
traducirse en claves de optimismo.
"Se
olvida", añade, "que, a veces, los desafíos históricos
se enfrentan mejor cuando son percibidos precisamente como problemas colectivos
compartidos por todos;
y que, en la historia contemporánea, el más vibrante y movilizador de los mitos
políticos fue precisamente la oferta de sangre, sudor y lágrimas que hizo
Churchill a la población inglesa a comienzos de la Segunda Guerra Mundial,
provocando una espectacular respuesta de resistencia y movilización
colectiva".
Demasiada
generosidad para estos tiempos. No olvidemos que Churchill fue derrotado en las
urnas en cuanto acabó la guerra. Entonces lo importante era hacer Historia. Qué
cosas tenía aquella gente.
Paradoja
de la satisfacción, Félix Bayón [El País, 27 de diciembre de 2002]
Los
socialistas andaluces llevan unas cuantas semanas que están de lo más schumpeterianos. En cuanto te ven algo
viajado, escorado a la izquierda y con pinta de tener al menos un trienio como
internauta, te invitan de inmediato a un foro de emprendedores. Es exótico predicar la
iniciativa en Andalucía, en donde el jefe de la patronal tiene un negocio de
escasísimo riesgo -es boticario- y el segundo financiero en importancia es
canónigo catedralicio. El martes por la noche, en una vieja bodega jerezana
convertida en restaurante, comprendí, por fin, la causa de esta fiebre. Allí,
Felipe González anunciaba su proyecto Andalucía emprende, que piensa estrenar en cuanto
pasen las elecciones. Era una de las muchas cenas que González viene celebrando
últimamente en la región. El público de estas cenas suele ser notablemente más
joven que el de los mítines. En Jerez había empresarios más o menos pequeños,
sindicalistas, organizaciones no gubernamentales de todo tipo y, poniendo la
nota de color local, gente del flamenco y bodegueros.
A
la gente del flamenco se les descubría de inmediato por el pelo-echao-patrás. A
los bodegueros, por esa manera tan especial y pausada que tienen de beber jerez
-metiendo antes la nariz en el catavino y sujetándolo por el tallo con el
índice y el pulgar- y, por supuesto, por ese aspecto tan british. Había un par
de ellos con tan lustrosos bigotes que parecían coroneles de granaderos y no
costaba ningún trabajo imaginarlos vestidos con falditas escocesas.
El rito de estas reuniones obliga a que cada comensal pague lo
suyo. En Jerez
eran 2.000, que daban derecho a unas tapas frías y a vino de la tierra. La
Prensa, de gorra, pero sin derecho a croquetas.
Otro
de los ritos consiste en que, al comienzo, se
reparten unas tarjetas en las que se escriben las preguntas a González.
Ayer, muchos las aprovecharon para pedirle autógrafos a él y a su mujer, Carmen
Romero. Hubo un momento en que aquello parecía una boda. Finalmente, González
logró comenzar a hablar sin que nadie se atreviera a cortarle la corbata.
Carmen
Romero, diputada por la provincia de Cádiz, le presentó y animó a los
socialistas a convertirse en agentes electorales y a organizar otras reuniones
como ésa. Algo así como esas meriendas que en los países
anglosajones se usan por igual para pedir votos o vender esas tarteritas de
plástico que se llaman tupperware.
Durante
más de dos horas, González fue haciendo un discurso lleno de meandros, muy al
modo andaluz, salpicado de historias. Lo mismo contaba un encuentro con un
camarero puertorriqueño en Nueva York que confesaba la pena que le daba el
calvario que está pasando su amigo Kohl o declaraba ser feliz: "Si soy
feliz", dijo, "es porque tengo autonomía personal". Tampoco
faltó algún pellizquito electoral -"mis compañeros de pupitre se quejan de
que no les ha servido de nada estar conmigo en el Claret"- y una ruda
autocrítica: "Hacer el referéndum de la OTAN fue un desastre".
Este
prolegómeno de las reuniones tupperware tenía implícito una crítica
al actual sistema de organización de los partidos en general y del socialista
en concreto: se declaró partidario de las listas abiertas para que los
candidatos tengan que ganarse su puesto a pulso; criticó implícitamente lo caro
que resultan las campañas;
no pareció muy entusiasmado ya con el sistema de primarias, y proclamó la
necesidad de solucionar los "problemas organizacionales", expresión
ésta que no sé si es apropiada, pero que, en cualquier caso, acaba de volver
loco al corrector ortográfico del tratamiento de texto con el que estoy escribiendo
este artículo.
Fue,
en fin, el nacimiento del socialismo tupperware.
Socialismo
tupperware, Félix Bayón [El País, 2 de marzo de 2000]
Todavía
estoy a tiempo de callarme. Pero me voy de la lengua. No lo puedo evitar, es mi
carácter: soy como el alacrán del chiste. Dice este amigo homosexual que
siempre aparece en esta columna (sin por ello sacarle del armario) que yo no
puedo entender que haya gente para la que la conversación no sea lo más
importante en la vida. Esto venía a cuento porque los dos frecuentamos las
saunas, por supuesto saunas de distinto carácter ético; digamos que a mi sauna
vamos las personas que queremos eliminar toxinas, fashion victims, como se diría en el
argot pedorro, y a la suya va el personal a ver lo que cae. Me cuenta que
entras en la sauna, echas un vistazo, eliges pareja y te la llevas a unos
cuartitos tipo probadores de El Corte Inglés, donde finalmente perpetras el
acto (sexual). ¿Y no hay una conversación previa?, le pregunto a mi amigo. Y mi
amigo me dice que para qué, y que yo sobrevaloro el poder de la palabra. O sea,
que soy un coñazo.
No
me ofendí, al contrario, me tomé la crítica como constructiva, y me fui a ver
El Tricicle, a ver si viendo teatro sin texto comienzo a reeducarme en formas
de comunicación no verbal. Fue beneficioso porque me encantó, así que pienso
que tengo esperanzas. Allí me encontré a Valladares;
a María Asquerino,
guapa como ella sola; a José
Manuel Lorenzo, que siempre me parece un actor que está
interpretando a un director de televisión. Cuando volví a casa se lo conté a mi
santo: 'Madrid es un pueblo, no paro de encontrarme famosos'; a lo que mi santo
respondió: 'Si estuvieras más en tu casa, te aseguro que no te encontrarías a
tanta gente'. Noté en sus palabras un cierto aire de reproche. Paranoias mías.
La
palabra que se dice es de plata, y la que se calla, de oro', dice la filosofía
zen. Está visto que no cuadro con las filosofías orientales porque yo
aquello que pienso lo tengo que soltar. Eso sí, todo
va con mi nombre por delante. Bocazas, pero valiente. No me parecen valientes,
sin embargo, una troupe
de mala-sombras que escribían una gacetilla anónima de presunto carácter
literario en la que se dedicaban a poner a parir a todo aquel que destacara un
poco en el panorama de las letras. La cosa se llamaba La Fiera
Literaria y te llegaba misteriosamente al buzón. Mi santo, que es
más sano mentalmente que yo, cogía la gacetilla basura y la tiraba a la
papelera sin abrirla siquiera. Una servidora, que padece el pecado de las
mujeres de Barbazul, la rescató dos o tres veces, pero viendo que me hacía vomitar
imité a mi santo, que también es más sabio que yo. Me dio tiempo a ver de qué
trataba la cosa: de descalificar con mala follá y
gran dosis de resentimiento a Marías (que parece ser uno de los preferidos), Almudena Grandes, Muñoz Molina, Savater... Juan Cruz me advierte: 'Hablando de ellos les das una
publicidad de la hostia', pero ya digo, no puedo callarme. Soy como el alacrán.
Mejor dicho: soy el alacrán. La cosa es que ahora Luis María Anson ha decidido
publicar esta cosa dentro de su periódico. Y yo me digo: 'Luis
María, si un día me atacaran tus muchachos, ya que no tienen a bien estampar
sus nombres, te tendría que echar a ti las culpas, Luis María. Y qué lástima
de amistad desperdiciada'. Piensa uno que si los periodistas
del País Vasco han tenido el coraje de firmar con sus nombres en un asunto de
verdad importante y peligroso, a qué santo viene ese agazaparse
detrás de un pseudónimo común. Luis María, recapacita.
También
mi amigo R. R. (por
su columna en 'Babelia' / famoso en el mundo entero), que es mi
asesor moral en materia literaria, me llama a casa y me dice que no se me
ocurra hablar de dicho asunto, ya que las malas lenguas la pueden emprender
conmigo; que yo debería hablar de mis cosillas, del boom de Harry Potter, del disco de
Miliki o del casting
de la serie sobre Severo Ochoa (¿quién va a hacer de Saritísima en dicha
serie?), en fin, de temas que gustan y no ofenden a nadie. Antes de colgar, R.
R. me da una primicia sociológica: 'Querida, por si no lo sabías, vuelve el
porro'. Ya lo sabía, lo vengo observando con estos ojos que tengo. Mientras el
mundo del frenesí nocturno se subía por las paredes todos estos años gracias a
las pastillas, ha habido una tribu de resistentes solitarios que han seguido
con el porro aun a riesgo de que les llamaran antiguos. Pero ahora lo antiguo
está tomando el sabor de la decadencia elegante. Mi amiga la actriz Eulalia Ramón
se lió el otro día un porro en mi casa con una distinción que parecía una
señora de los años veinte. Lo inquietante es que se lo lió delante de las
narices de mi padre. Y confieso que a mí siempre me ha gustado mantener mis
humildes vicios fuera del seno familiar. Pero la cosa fue a más porque mi
Eulalia le pasó el canuto a mi santo padre, que es, para más inri, el abuelo de
mi hijo. Yo hubiera jurado que éste se iba a negar, pero qué inocente soy: tomó
el relevo con la mayor naturalidad. Antes de que a mi padre
se le ocurriera pasármelo a mí desaparecí del salón. Yo tengo un refrán zen que
dice: 'Un padre y una hija no han de fumar nunca del mismo porro'. No me quiero
poner reaccionaria, pero para mí que con esto del alargamiento de la vida la
gente de edad está un pelín desmadrada y, claro, te rompen los esquemas
morales. Hubiera debido callarme también esta dolorosa historia familiar, pero
siento la necesidad de compartirla con ustedes. No soy la única que no calla ni
debajo del agua; esta semana ha estado repleta de incontinencias:
no se ha podido callar Juan Goytisolo su
opinión sobre el Premio Cervantes, no se ha podido callar Jorge Edwards, que, no contento con atacar al premiado,
arremetió contra el país entero; no calló tampoco Javier Marías, que gallardamente contestó por alusiones
al escritor chileno... Si hay algo que yo entienda es el no morderse la lengua:
'No he de callar por
más que con el dedo / ya tocando la boca, ya la frente, / silencio avises o
amenaces miedo'. Y acabo este articulillo con la sensación de que
hubiera sido mejor no haberlo escrito.
El
alacrán te va a picar, Elvira Lindo [El País, 14 de enero de 2001]
Antes de ganar el Premio Cervantes, Francisco Umbral declaró que
el año pasado se lo habían dado a un escritor "pinochetiano que antes
había sido antipino". Después de ganarlo fue un poco más lejos. Dijo que
el año pasado se lo habían dado "a Pinochet" y que "Pinochet
escribe mejor que Edwards". Chistes no muy buenos, reveladores de un
estado de incontinencia verbal y mental, pero, como se han reproducido en los
medios más diversos, me siento obligado a dar mi punto de vista. Lo curioso es
que el diario La Tercera, de Santiago de Chile, en larga entrevista a
Umbral, le pregunta por las afirmaciones anteriores y él contesta que no
recuerda haberlas hecho. "No recuerdo", dice textualmente. Declara,
además que admira mi libro Persona non grata. ¡Hay dos Umbrales,
entonces, el de Madrid y el de por acá! Quizás me bastaría con escoger al de
acá y quedarme tranquilo. Pero como el de acá no se escucha demasiado bien
allá, escribo ahora para mis lectores y amigos peninsulares.
La acusación de "pinochetiano" deriva, sin duda, de mi
defensa de la necesidad de hacer el juicio a Pinochet en Chile, y no en
Inglaterra o en España. Antes de eso, en los años duros de la dictadura, yo había hecho
una oposición eficaz, incisiva, constante. Fundé el Comité de
Defensa de la Libertad de Expresión a comienzos de la década de los ochenta y
lo presidí durante largo tiempo. Me costó caro hacerlo, puesto que la respuesta
del régimen consistió en censurarme en las circunstancias más diversas, pero mi
comité consiguió que la censura previa de libros fuera suprimida y que
circularan obras cuya llegada a librerías habría sido completamente imposible
con la legislación anterior. En buenas cuentas, logramos ampliar el espacio de
la libertad en el Chile autoritario, fenómeno que siempre sorprendía a mis
amigos europeos de paso. En aquellos días, en mi columna de los viernes, era
uno de los opositores más incómodos. Cuando Pinochet, aficionado a los estudios
históricos trasnochados, aunque escriba, según declaraciones que Umbral después
ya no recuerda, mejor que yo, habló en forma intencionada de los proyectos de
monarquía de comienzos de nuestro siglo XIX hice una crónica basada en las
ideas de Simón Bolívar a este respecto. "Todo el que quiera proclamarse
rey en América, dijo Bolívar en una oportunidad, será el rey de las
ranas". Algunos amigos pasaron susto por mí. Otros me felicitaron en forma
disimulada, mirando para todos lados mientras lo hacían. Así que eran aquellos
tiempos.
Después, en vísperas del plebiscito de 1988, fui uno de los
catorce miembros del Comité de Elecciones Libres. Hice campaña por todo el país
para convencer a los chilenos de que votaran con libertad y sin miedo. Creo que
fue, junto con la campaña del no en la televisión, una experiencia,
extraordinaria, única: me dio una visión del país por dentro que no habría
podido obtener de ninguna otra manera. Llegué a la conclusión de que el no
tendría que ganar, a pesar de las apariencias, idea que siempre provocaba una
sonrisa condescendiente entre los periodistas, y los observadores que llegaban
de España, de Suecia, de todos lados. Nos miraban como si nosotros, los de la
oposición democrática, fuéramos locos pacíficos, amables chiflados, y nuestra
alternativa, la única que se nos permitía, consistía en tener una larga
paciencia.
Cuando se produjo la detención del general Pinochet en
Inglaterra, mi primera reacción fue de sorpresa y de satisfacción. Así lo
escribí en la prensa de allá y de acá. "Está bien lo que le pase",
pensé, "por arrogante, por inconsciente, por ignorante del mundo
contemporáneo". Pero pensé también, muy pronto, que el
único proceso válido, a falta de un Tribunal Penal Internacional, era el que
podría llevarse a cabo en Chile. Me dirán ahora, con mirada de nuevo ajena,
superficial, que el proceso aquí no puede llevar a ninguna parte. La verdad,
sin embargo, es que ha llevado ya a muchas partes, y está destinado a llevar
muchas más. No sólo hay una cantidad de personas culpables enjuiciadas y en
muchos casos detenidas. El ex general y senador vitalicio ya fue privado de su
fuero parlamentario por la Corte Suprema, hecho enteramente inédito en la
historia chilena y latinoamericana. De aquí en adelante es probable que sea
sometido a exámenes médicos, interrogado por el ministro o magistrado de fuero,
encausado y, al final, declarado incapaz en términos procesales en virtud de
alguna enfermedad equivalente a la antigua locura o demencia de que hablan
nuestros códigos. ¿Puede una persona sensata, dotada de un mínimo de
sensibilidad política, pretender que es lo mismo un senador vitalicio
triunfante, aclamado por sus partidarios, que un anciano general desaforado por
sentencia judicial, retirado en su casa e incapaz de responder judicialmente de
los crímenes de su Gobierno debido a su comprobada fragilidad mental y
psicológica?
Está muy lejos, desde luego, de ser lo mismo. Entre una y otra
situación hay una toma de conciencia, un paso histórico de la transición
chilena. Si el general hubiera sido juzgado en España es de temer que el
pinochetismo en Chile se hubiera crispado y hubiera renacido de sus cenizas.
El proceso acá, en cambio, lo ha debilitado y lo ha dejado en evidencia. Los
abogados defensores, caras muy conocidas de los años de la dictadura, sólo
aspiran ahora a que la justicia lo declare "loco o demente", a fin de
que pueda morir en su casa. ¡Qué cambio de perspectiva, qué transformación de
nuestro paisaje mental y moral!
A menudo me
digo que algunos autores españoles actuales, escritores buenos o relativamente
buenos, como es el caso de Francisco Umbral, de Javier Marías, de Vicente
Molina Foix, pueden hacer su literatura con nociones políticas simplonas,
fáciles, que podrían figurar con toda propiedad en un Diccionario Contemporáneo
de Ideas Recibidas, versión actualizada del que proponía en su época Gustave
Flaubert. Se formaron durante la dictadura, pero han podido desarrollar
lo mejor de su obra en años de plenitud, de holgura, de amplio y envidiable
privilegio para las clases intelectuales. Intuyo que una situación así, con
todas sus ventajas, no ayuda a crear una visión política enteramente lúcida.
Percibo más pathos, más conexión con el verdadero drama histórico
español, en obras como Si te dicen que caí, o en textos de Juan o de
Luis Goytisolo, o en determinadas novelas de Ana María Matute. Se diría que las
sociedades felices, colmadas (aunque nunca dejan de asomar los conflictos, como
vemos en estos días), no favorecen, parodójicamente, la buena calidad de la
reflexión acerca de sus propios temas. Veo, por ejemplo, que los pensadores españoles más serios, dueños de un
pensamiento filosófico y político más original, han concentrado ahora su
atención en el tema del terrorismo vasco. Me parece una opción enormemente
respetable y me siento solidario con ella. Francisco Umbral,
después de ganar su premio, trata de hacernos creer que se premió con él a la
vanguardia, a la deseable modernidad, en contraste, por lo visto, con su
competidor y con los premios anteriores ¿Y en qué consiste este nuevo
vanguardismo? En correr, parece, en una moto japonesa de último modelo y
vestirse con pantalones rojos, o fotografiarse en pelotas y con una máquina de
escribir portátil a manera de hoja de parra. son gestos que ya hacían los
surrealistas en los años veinte, y Salvador Dalí, en la década de los treinta,
salvo que con más gracia y más audacia. Ahora están buenos para la revista Playboy,
y ni siquiera para eso.
En lo que se refiere al juicio a Pinochet, el asunto tiene un
fondo importante. El concepto del castigo, en la justicia penal moderna, no es
la aplicación de la ley biblíca del talión, del diente por diente. Eso ya
cambió con los penalistas del siglo XVIII. El
objetivo moderno de la justicia y del castigo, de la aplicación de la pena, es
la protección de la sociedad. Está mucho mejor conseguido con el proceso a
Pinochet en Chile, sean cuales sean sus resultados, que con la idea del juez
vengador que actúa en España. De hecho, ahora, con lo que ya ha
sucedido en el plano de la justicia penal, todo general de ejército en Chile o
en América Latina tendrá que pensárselo dos veces antes de intentar un golpe de
Estado. Y esto es lo importante, lo político, lo que tiene peso en la historia
contemporánea. No se trata de chulerías o de andar en motocicleta japonesa. De
cuando en cuando, cada vez que estoy en Madrid, leo una crónica de Paco Umbral.
Casi siempre me divierto mucho. Es un escritor que maneja el lenguaje con
astucia, con plasticidad, con evidente ingenio. Tiene sonajero, como dice Juan
Marsé, pero a menudo tiene también otras cosas. Soy un viejo lector de Ramón
Gómez de la Serna y comprendo bien la conexión entre ambos. La greguería
ramoniana es más inventiva, más lúcida, más sintética. Es como un disparo
adentro del cerebro. Pero Umbral pertenece a esa tradición y además la rescata
con bastante talento. La greguería que me dedicó a mí no es de las mejores,
pero, la verdad, no me inquieta demasiado. Más allá de todo esto, creo que
conviene mantener la categoría del Premio Cervantes. Después de todo, es uno de
los mejores que existen en el mundo de hoy. Los jurados del Nobel suelen
coronar a un japonés, a un chino, a un portugués, y no han sido capaces de leer
una sola palabra en la lengua original. Cada uno de los miembros del jurado de
este premio nuestro, en cambio, es un formidable especialista, un lector
implacable, un conocedor a fondo. No tiene el menor sentido que los premiados
se pongan ahora a discutir por tonterías. A mí me parece que el
premio a Umbral es objetable, como todos los premios de esta tierra, pero que
no desentona en la lista. Y que Pinochet, el general, con su proceso, sus
desgracias, sus historias militares escritas con el dedo gordo del pie
izquierdo, no tiene nada que ver en todo este asunto.
La incontinencia literaria, Jorge
Edwards [El País, 4 de enero de 2001]
Me
disculpo por volver a solicitar espacio en esta sección y sobre el mismo tema
que en mi anterior intervención. Pero si entonces me pareció preciso salir al
paso de unas palabras capciosas del presidente chileno, Frei, igualmente
necesario juzgo ahora rebatir las no menos sibilinas de su compatriota Jorge
Edwards, escritor y diplomático, en su artículo Razones chilenas (14-11-98), en el
cual se lee: "... un proceso en Madrid, en la capital de un país donde no
se hizo nada comparable para conocer y castigar los abusos del franquismo,
sería una perfecta payasada". Y se añade: "¿Con qué objeto, además?
¿Para colocar a un anciano de salud frágil bajo vigilancia española, con todos
los problemas que esto provocaría entre los dos países?".Considera esta
autorizada voz que los chilenos padecieron 17 años de dictadura y desde
entonces viven en democracia. Puede ser. Le aseguro que si los españoles
padecimos más del doble (36 años) fue porque Franco no dejó nunca el menor
resquicio para que su dictadura pudiera ser confundida por nadie con una
democracia, ni siquiera nominal o vigilada. Y así jamás pudimos, en vida suya,
soñar con juzgarlo ni castigarlo. Su dictadura lo fue a todos los efectos hasta
su muerte, y lo que vino tras ella es ya otra historia.
Nadie
pide a los chilenos, por otra parte, que juzguen a Pinochet. Hace mucho -véase
la actitud de sus instituciones- que renunciaron a ello, y nadie se lo ha
reprochado. Pero nadie, tampoco, ha ido a buscar a Pinochet a su país, nadie lo
ha secuestrado. Si él vino a territorio europeo, donde está acusado del
asesinato de ciudadanos europeos, entre otros delitos gravísimos, se expuso a
ser aquí procesado. Aquí, no en Chile, territorio en el que nadie europeo está
señalando lo que debe hacerse. Franco, por lo demás, se guardó de pisar más
suelo extranjero que el portugués, sometido por su colega dictador Salazar. Fue
más perezoso o más precavido; lo cierto es que, por desgracia, nunca pudo darse
con él una situación semejante.
Sería
de desear que personas influyentes como el presidente y el diplomático chilenos
dejaran de recurrir a los sofismas y se abstuvieran de los golpes bajos. La
prevalencia del diplomático sobre el escritor, en el caso del señor Edwards,
queda patente en su pregunta asombrosa: "¿Con qué objeto, además?".
Si él sólo alcanza a divisar "los problemas entre los dos países",
sería inútil apelar a la posible imaginación del novelista para que se le
ocurriera otra respuesta. Eso él mismo lo descarta.
Sofismas,
Javier Marías [El País, 20 de noviembre de 1998]
En su deslavazado y poco convincente artículo La
incontinencia literaria (EL PAÍS, 4-1-01), el señor Jorge Edwards me
atribuye, como a otros escritores españoles, "nociones políticas
simplonas, fáciles, que podrían figurar con toda propiedad en un Diccionario
Contemporáneo de Ideas Recibidas" (es decir, de Lugares Comunes, lo otro
es una mala traducción del señor Penúltimo Premio Cervantes).
Tal vez tenga razón, en lo que a mí respecta: el señor Edwards
ha sido diplomático y eso aprovecha mucho. Pero más grave me parece que las
lecciones y argumentos políticos de un escritor sean a menudo falseadores, como
es su caso. Hace ya dos años, mi carta de respuesta a otro artículo suyo se
tituló Sofismas. Ahora, además de añadir unos cuantos, nos toma a los
lectores por idiotas, y presenta muy patrióticamente la actual posibilidad de
enjuiciamiento de Pinochet en Chile como una proeza de los políticos, los
jueces y la sociedad chilena. Como si nadie recordara que antes de la
detención del dictador en Londres, a instancias del juez español Garzón,
Pinochet era en su país, como reconoce Edwards, "un senador vitalicio
triunfante, aclamado por sus partidarios", y que allí nadie estaba
dispuesto a intentar nada por cambiar esa situación. Si ha habido en Chile,
según el muy complejo señor diplomático, "una toma de conciencia, un paso
histórico de la transición", me temo que ha sido gracias a nociones
políticas simplonas y fáciles como las mías y las de muchos otros españoles,
escritores o no, empezando, probablemente por las del mismísimo juez Garzón.
Réplica, Javier Marías [El País, 6 de
enero de 2001]
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