lunes, 23 de junio de 2014

Si todo discurso es igualmente respetable




Los inocentes, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de enero de 1991]
Una casa para Salman Rushdie, 
Un novelista apuñalado, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de octubre de 1994]
Guerras de religión, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de enero de 2007]
Planes, Elvira Lindo [El País, 19 de abril de 2006]

Del epílogo de Antonio Muñoz Molina
Paradoja de la satisfacción, Félix Bayón [El País, 27 de diciembre de 2002]
Socialismo tupperware, Félix Bayón [El País, 2 de marzo de 2000]

El alacrán te va a picar, Elvira Lindo [El País, 14 de enero de 2001]
La incontinencia literaria, Jorge Edwards [El País, 4 de enero de 2001]

Sofismas, Javier Marías [El País, 20 de noviembre de 1998]
Réplica, Javier Marías [El País, 6 de enero de 2001]



El día de los Inocentes, el general Jorge Rafael Videla supo con satisfacción que podría celebrar la tradicional cena de Año Nuevo en compañía de los suyos, y el novelista Salman Rushdie lamentó melancólicamente que las autoridades iraníes no le ofrezcan clemencia no se fíen de su regreso al seno del islam. No puede decirse que al general Videla le hayan sentado mal sus breves años de prisión: sonríe a los fotógrafos a la puerta de su casa, y se le nota más envejecido, con los hombros ligeramente cargados y el pelo casi blanco, pero mantiene su gallardía de militar de paisano y viste con dandismo porteño una chaqueta cruzada y un pantalón claro y veraniego. Rushdie tiene el aire de un condenado a cadena perpetua la cara sucia de barba y pálida de insomnio. En un mundo en el que el general o ex general Videla es inocente, Salman Rushdie ha de ser sin remedio culpable. ¿No se parece a esos muertos sin sepultura cuyas fotografías muestran en la plaza de Mayo, en la devastada Buenos Aires, incansables mujeres que se cubren la cabeza con pañuelos blancos anudados bajo la barbilla y caminan en círculos con una expresión inmemorial de luto? No hay más que unas cuantas metáforas y tres o cuatro narraciones posibles, dice Borges, no hay destinos singulares: los actos, los deseos, los arrepentimientos de un hombre repiten y anticipan los avatares de otros, de modo que las mitologías arcaicas y los cuentos infantiles gozan de una secreta actualidad indeleble. El perseguido que nunca encontrará perdón ni refugio es cualquier hombre atenazado por la culpa y ese gánster herido que huye en automóvil hacia las soledades de una sierra donde lo sitiará la policía o hacia una granja abandonada donde morirá creyendo que ha vuelto a su infancia. El perseguido es también, estos días, Salman Rushdie, apóstata de sí mismo e insuficiente converso al oscurantismo imperturbable de quienes no desisten de matarlo en el nombre de Dios. El criminal celebrado e invicto, el bondadoso legislador de holocaustos que acaricia cabezas de niños y asiste a misa con recogimiento ejemplar es cualquiera de los tiranos que vienen asolando la tierra desde hace milenios; pero es sobre todo el general Videla, que, a diferencia de Rushdie, no parece estragado por la contrición o la incertidumbre. Lo que conmemora el heroísmo escarnecido pero no doblegado de esas mujeres que seguían dando vueltas por la plaza de Mayo mientras el general celebraba su indulto es la Matanza de los Inocentes: pasean en alto sus carteles con fotografías ya anacrónicas y nombres de asesinados y desaparecidos con igual desesperación y dignidad con que una mujer lleva el cadáver de su hijo muerto por los guardias en una escena de Luces de Bohemia, y esas caras levantadas y esas bocas torcidas por el dolor las hemos visto en algunas estatuas clásicas y en el apocalipsis de Guernica pintado por Picasso; también en una fotografía de Robert Capa en una calle bombardeada de Madrid en noviembre de 1936.
Del mismo modo que usurpamos los lugares donde habitaron los muertos, manejamos las palabras y las cosas que les pertenecieron y repetimos o conmemoramos sin saberlo fragmentos de sus vídeos, y quizá por eso nos sobresalta con frecuencia la sensación de haber visto ya algo que estamos viendo por primera vez. Lo dijo Dürrenmatt unos días antes de morir: la conciencia de un solo hombre es una ola fugaz en el océano de la conciencia humana. El día de los Inocentes la policía encontró a un muchacho que estaba dormido en el interior de un coche abandonado en el arcén de una carretera, en un lugar a 30 kilómetros de Málaga. Su aspecto de árabe y sus ropas desastradas lo hacían parecer sospechoso de algo; pero era tan extremadamente joven que también parecía digno de piedad. Calzaba unas botas con las suelas deshechas y sus pies estaban lacerados de ampollas. Cuando despertó, la sorpresa y el miedo de los uniformes agrandarían sus ojos infantiles. No sabía dónde estaba ni pudo explicar quién era porque no hablaba español. Temblaba de frío en su cobijo de chatarra y casi deliraba en medio de una extrañeza agravada por la mala noche y el hambre. En una habitación caldeada le dieron de comer y luego buscaron a alguien que pudiera hablar con él en árabe. Con naturalidad, con recelo, contó al intérprete los episodios de una biografía y de un desaforado viaje que es una huida y una iniciación y que tal vez ya no continuará, porque esa clase de aventuras sólo logran su culminación en los cuentos.
En una columna marginal del periódico, tan apartada de las páginas llamativas donde venían las fotos de Videla y de Rushdie como un pasaje deshabitado y silencioso de las calles del centro, yo leí por azar el nombre de este muchacho y conocí su historia. Tiene 14 años y acaba de fugarse de un internado de Argel. Su nombre ahora es Mohamed, pero él no sabe que también se llama Telémaco, Holden Caufield, Pinocho, Oliver Twist, Thomas de Quincey, y que hay huellas de su vida en las mejores novelas y en los cuentos más antiguos, así como en los más furiosos folletines. Como un héroe adolescente, había escapado de su cautiverio con el propósito de cruzar mares y países extraños para buscar a sus padres, que, según había oído, eran artistas y vivían en París. Pero no sabe prácticamente nada más sobre ellos y ni siquiera se acuerda de sus caras, porque no los ha visto desde hace muchos años. Confusamente vislumbra imágenes de una vida anterior en la que al abrir cada mañana los ojos no veía los altos techos sombríos y las literas alineadas del dormitorio comunal, sino una de esas habitaciones de la primera infancia cuyos balcones ilumina una estática claridad solar que es la luz de ese tiempo en que el mundo era tan joven como nuestros padres. Limpia de memoria, la mirada infantil no percibe las conexiones sucesivas: presencias y ausencias, lugares y sensaciones, irrumpen con brusquedad y se extinguen sin gradación y sin motivo, y no hay nada que no sea simultáneamente fugitivo y eterno. Ese muchacho, Mohamed, estaba con sus padres y súbitamente, como si despertara de un sueño, se veía rodeado por desconocidos que lo maltrataban. En algún registro se llevará la cuenta de los años que ha pasado en el orfelinato: para él serán tan largos como la eternidad, una extensión tan sin límites como los de esa geografía en la que decidió aventurarse hace una semana y en cuyos mapas imaginarios él situaba la latitud de una sola ciudad, rodeada como una isla de mares y de espacios en blanco, reducida a las dos sílabas de su nombre, París.
Con la resolución temeraria de los 14 años, como si inventara una de las historias de rebeldía y de huida que uno alimenta a esa edad, calculó la fuga, esperó la noche, saltó tapias erizadas de cristales rotos y se perdió por calles donde tal vez no había estado nunca. Deambuló por el puerto y sin que nadie lo viera logró esconderse en la bodega de un mercante. Afortunado, sagaz, tan invisible como Ulises bajo la nube de Atenea, abandonó el barco en el puerto de Málaga y echó a andar hacia el norte por una carretera que más tarde o más temprano terminaría en París no porque lo hubiera aprendido en un mapa, sino tal vez porque suponía que todos los puertos, los mares, los buques y las carreteras llevaban a ese único destino posible. Caminó todo el día, hambriento, infatigable, con las manos en los bolsillos, con la cabeza baja, indiferente al paisaje y a los sobresaltos del tráfico. Seguía caminando cuando ya era de noche y cuando los duros grumos de asfalto le herían los pies, y sólo se concedió una tregua cuando vio en la oscuridad aquel coche abandonado. Dormido, soñaría que aún caminaba con los ojos cerrados y que veía a lo lejos las luces de París [el abuelo ;-)]. Al despertar ya había terminado su viaje: en vano he seguido buscando estos días su rastro por las páginas menos frecuentadas del periódico, lejos de los previsibles episodios siniestros de la Inocencia del general Videla y de la culpa de Salman Rushdie. Probablemente nunca sabré nada más de él, pero no me cuesta nada imaginarlo perdido en el destino aciago y monótono de los inocentes.
Los inocentes, Antonio Muñoz Molina [El País, 12 de enero de 1991]




UNA CASA PARA SALMAN RUSHDIE
El gobierno terrorista iraní ha renovado la condena a muerte por blasfemia contra Salman Rushdie. En Argelia, seis mujeres más han sido degolladas por los fundamentalistas islámicos. Yo me pregunto si algún dirigente de la comunidad musulmana de Andalucía tendrá a bien mostrar de nuevo su solidaridad con las piadosas autoridades iraníes, o si algún blando converso al islamismo cultural andalucista incluirá el velo obligatorio de las mujeres y el lapidamiento de las adúlteras entre los tesoros del legado andalusí. Desde hace veinte años, más o menos, se viene extendiendo por Andalucía un vago romanticismo nacionalista que tiene entre sus rasgos la vindicación idealizada de la cultura musulmana y la condena -enérgica, aunque retrospectiva- de la conquista cristiana de estos reinos. Por supuesto que ese romanticismo no tiene nada que ver con la realidad ni con la historia, sino con su falsificación a la vez interesada e ignorante. Se da a entender que lo que los musulmanes llamaban al-Andalus equivalía a la Andalucía actual, y que ese país venturoso y culto fue sumido en la opresión y en la decadencia por la brutalidad de los invasores castellanos, dejándonos en un estado de postración al que cabe responsabilizar de todas nuestras desgracias actuales.

Es, desde luego, el virus mental del nacionalismo: pasado idílico, enemigo exterior, pueblo oprimido, etc. Se da a entender que el único pasado verdaderamente andaluz de Andalucía es el musulmán, como si las herencias romana, visigoda y castellana fueran desdeñables, o no hubieran existido, y se extiende como una nostalgia llorosa de lo que pudimos haber sido si el rey Fernando III no hubiera conquistado Sevilla, o si la bárbara Isabel no hubiera recibido la capitulación de Boabdil. En un libro lujosamente editado por esa organización o consorcio que se llama “el legado andalusí”, Antonio Gala escribe: “Granada nunca debió de ser conquistada”.

No voy a ser yo quien ponga en duda el valor y la riqueza de la aportación musulmana no ya a Andalucía, sino a la cultura occidental. Dediqué unos meses de estudiosa felicidad a documentarme para un libro sobre los siglos más gloriosos de la ciudad de Córdoba, que son justo los del emirato y el califato omeya, y como carezco de inclinaciones nacionalistas no siento la menor necesidad de cambiar la historia por embustes: la grandeza de Córdoba no fue arrasada por los cristianos, sino por las guerras civiles entre los propios musulmanes; y la tolerancia cultural que mostraron algunos emires y califas sufrió sobre todo el acoso de las corrientes más fanáticas dentro del Islam andaluz. La famosa biblioteca de al-Hakami II no la quemaron invasores castellanos de la feliz Andalucía: empezá a destruirla al-Mansur, y cuando los cristianos entraron en Córdoba, más de dos siglos después de la muerte de al-Hakami, ya no quedaba nada de ella.

La ignorancia es peligrosa sobre todo por las ocasiones de éxito que ofrece la demagogia. A los andalucistas que lamentan la toma de Granada cabría preguntarles si preferirían vivir no en el Islam cinematográfico y literario de sus sueños más ineptos, sino en el Islam donde a los ladrones se les decapita o se les corta la mano y a las mujeres se las amortaja tras un velo o se las asesina por el simple hecho de querer estudiar. El respeto hacia la pluralidad de las conciencias es una idea europea que quizás no habría surgido sin la llegada a Occidente, a través del Islam medieval, de una parte perdida de la cultura griega. Hay una corriente intelectual, que denigra la civilización europea como opresora del Tercer Mundo, pero sucede que sólo esa civilización consagra los principios de la libertad de conciencia, que son los que a mí me permiten creer en lo que quiera sin dar cuenta a nadie y convivir con quienes no piensan como yo sin miedo a que me encierren o me persigan por blasfemo.

El cordobés Ibn Hazam o el granadino al-Jatib (a quien mi amigo el profesor Emilio de Santiago dedicó hace años un libro admirable) pertenecen a mi tradición cultural exactamente lo mismo que don Antonio Machado, y los tres tienen en común con Salman Rushdie que sufrieron la persecución de los fanáticos. Me gusta mucho pasear por la Alhambra, pero también me gusta la maravilla renacentista y aritmética del palacio de Carlos V, quien fue, por cierto, un defensor enérgico de la conservación de la Mezquita de Córdoba frente a los clérigos que querían derribarla. Y no lamento que Granada se rindiera en 1492: gracias a eso hoy podemos ofrecer en ella nuestra hospitalidad a Salman Rushdie.
En una calle de El Cairo unos fanáticos apuñalan a un anciano de 82 años, que ha cometido el delito de no secundar su oscurantismo religioso. Muchas personas son asesinadas o encarceladas en el mundo por motivos semejantes, humilladas, perseguidas, condenadas a la ignorancia y a la sumisión. Que ese anciano que el otro día se desangraba en medio de una calle fuese un novelista, y que hubiera recibido años atrás el Premio Nobel de Literatura, no vuelve más atroz el hecho, pero sí sugiere imperiosamente una reflexión sobre el lugar de los libros en la vida pública, y sobre los vínculos entre la literatura y la realidad. Una poderosa corriente intelectual europea ha venido dictaminando en las últimas décadas que lo que se llama anticuadamente literatura no es sino una confusión de discursos que son equivalentes entre sí, se alimentan los unos de los otros y no pueden ser juzgados en virtud de normas estéticas firmes, sino tan sólo en el relativismo de su significación ideológica. Hace años, en Madrid, yo me llevé la sorpresa provinciana de descubrir que algunas personas ya no hablaban de poemas, novelas o ensayos, sino de textos, pronunciando con un énfasis entre técnico y clínico la equis. Más tarde, en las universidades más selectas, me enteré de que los textos se intercambiaban y se contaminaban, y que lo que yo había creído la tarea apasionada de dar cuenta de las cosas y de interrogarse sobre ellas mediante las palabras era una antigualla idealista: los textos no tenían nada que ver con el mundo; los textos eran refritos o mezclas de otros textos, así que daba igual leer a Shakespeare que a Zane Grey, escribir El guardián en el centeno que un eslogan publicitario sobre la moda de España.
Ese cinismo estético, que es un virus que ha vuelto estériles la mayor parte de las toneladas de teoría y crítica literaria que expenden las universidades, se ha correspondido con una frivolidad política y moral disfrazada de relativismo, o de protesta progresista contra el eurocentrismo, es decir, contra la tentativa de universalidad de algunos principios formulados por la mejor tradición intelectual europea. El Estado laico, la democracia representativa, las libertades individuales, de pronto eran presentadas como invenciones particulares de una cultura racionalista, individualista y represiva empeñada en su dominio imperial sobre todas las demás culturas, cada una de las cuales poseía valores que no tenían porqué ser menos respetables que los occidentales.
Desde Europa, y utilizando una libertad que existía en muy pocos lugares, los intelectuales adoctrinaban a los súbditos de las tiranías populistas del Tercer Mundo sobre las falacias de la democracia burguesa, del mismo modo que algunos antropólogos explicaban que la brujería es tan respetable como la medicina, si bien en caso de necesidad personal ellos tienden a recurrir a esta última. Cualquier principio ético detenía su jurisdicción en las fronteras de las culturas vernáculas que lo desmentían. Caído el sha en Irán, me acuerdo bien, muchos amigos míos de izquierda andaban entusiasmados con el siniestro Jomeini, y si éste dictaba la obligación del chador para las mujeres o la supresión de las universidades laicas y de la prensa libre, enseguida se le ofrecía una explicación cultural: ¿quiénes eran los occidentales para juzgar a una revolución que se había alzado precisamente contra el dominio imperialista de Europa y de Estados Unidos?
En Francia, virtuosas conciencias protestan en nombre del respeto a las identidades culturales porque se ha procesado, y encarcelado a unos padres de origen africano y nacionalidad francesa que han practicado la ablación del clítoris a su hija. En nombre de las culturas y de las señas de identidad se justifica lo mismo la noble tradición popular de arrojar una cabra desde un campanario que la limpieza étnica.
Frente al desastre, aunque por lo común a salvo de él, a una saludable distancia, la actitud posmoderna es un encogerse de hombros, una sonrisa blanda y cínica de aceptación de todo: tan reaccionario, tan represivo y antiguo, nos dicen, es valorar unos principios políticos por encima de otros, como suponer que hay libros mejores y peores, o que la literatura puede escapar del limbo o del légamo de los textos para relacionarse fervorosamente con el mundo, para afirmar y negar y ayudamos a distinguir las verdades y las mentiras.
Esos sicarios que asaltaron a Mahfuz sabían perfectamente contra quién atentaban. La obra entera de Naguib Mahfuz, que ha usado la tradición grandiosa de la novela europea para preservar y al mismo tiempo hacer universales las vidas de la gente de los callejones de El Cairo, es una refutación simultánea del oscurantismo religioso y de la frivolidad posmoderna, que no andan tan lejos entre sí como pudiera creerse: en Estados Unidos hay escuelas, en las que está proscrito el darwinismo y se enseñan las ciencias naturales de acuerdo con las explicaciones de la Biblia. Si todo discurso es igualmente respetable, lo mismo da Darwin que Nostradamus, la astronomía que la ufología, una autocracia de teólogos y pistoleros que un régimen de libertades públicas.
Pero no todos los libros ni todos los textos son iguales y la literatura es algo más que un juego de palabras, o que una coartada para actos sociales o para delirios de vanidad y de filología fantástica. Tampoco son iguales la libertad y la esclavitud, ni el fanatismo y la tolerancia, pero sí las vidas y los crímenes. Naguib Mahfuz, Tamira Nasrin o Salman Rushdie no merecen más solidaridad por el hecho de que sean escritores. Pero que el oficio al que se dedican enfurezca tanto a los fanáticos tal vez nos sirva a nosotros para ir dándonos cuenta del valor de las palabras libremente escritas.
A Naguib Mahfuz me gustaría leerle en voz alta las mismas que le dice Sancho Panza a don Quijote: "No se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo, y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir...".
Un novelista apuñalado, Antonio Muñoz Molina [El País, 19 de octubre de 1994]

En un país tan religioso como los Estados Unidos, uno de los éxitos literarios de la temporada viene siendo The God Delusion, de Richard Dawkins, una apología pasional del ateísmo y de la racionalidad que es también una denuncia del estatuto privilegiado que otorgan a la religión las sociedades laicas. Dawkins es probablemente el divulgador científico más riguroso y con más talento literario que escribe ahora mismo en la lengua inglesa. El atractivo de su escritura procede tanto de la claridad con que explica las indagaciones y descubrimientos de la biología evolutiva como de su ímpetu de polemista empeñado en la defensa del legado de Darwin, a la que dedicó entero uno de sus mejores libros, The Blind Watchmaker, título que sin duda habría merecido la aprobación de Borges.
Dawkins es un científico volcado al proselitismo en una época paradójica en la que el progreso de la ciencia y los logros de la tecnología son extrañamente compatibles con la popularidad abrumadora de los fanatismos religiosos y de las más frívolas creencias en las baratijas de lo sobrenatural. Hubo tiempos más inocentes en los que se imaginó que según fueran avanzando las explicaciones racionales de la naturaleza se aliviaría el peso de la superstición, y que el desarrollo económico y el bienestar irían disolviendo formas de integrismo nacidas de la ignorancia y alimentadas por la pobreza. Pero ahora hemos visto que, igual que el siglo XX empezó en realidad en 1914 con las primeras carnicerías industriales de la Gran Guerra, el comienzo del siglo XXI tuvo lugar en Nueva York el 11 de septiembre de 2001 con una proclamación de furia religiosa que irrumpió con toda la eficacia destructiva de la tecnología moderna y a la vez con toda la vehemencia sanguinaria de las matanzas medievales de infieles.
El 11 de septiembre está en el origen del alegato ateo y racionalista de Richard Dawkins: también es la sombra que se proyecta sobre cada página de otro libro publicado un par de años antes, The End of Faith, de Sam Harris, que este otoño ha continuado alimentando el debate con una Letter to a Christian nation. Si Dawkins se empeña en una refutación detallada -y a mi juicio en gran medida innecesaria- de las diversas demostraciones de la existencia de Dios urdidas a lo largo de los siglos, Harris concentra su esfuerzo dialéctico en recapitular algunas de las catástrofes que las religiones organizadas vienen desatando sobre el mundo desde los tiempos en que se redactaron los códigos feroces del Antiguo Testamento. Que Dios exista o no es al fin y al cabo un enigma lejano que le importa mucho menos que el efecto inmediato y material de la obcecación de muchas personas convencidas no sólo de su existencia, sino también de su participación minuciosa en los asuntos humanos, y de su propensión al parecer inveterada a proveer de legitimidad celestial a los mayores absurdos y las más cruentas salvajadas cometidas en su nombre. Dawkins es británico, y Harris norteamericano: el uno vive en un país en el que la religión establecida se ha vuelto más bien irrelevante, mientras que el otro presencia a diario en el suyo la pavorosa influencia que el integrismo cristiano tiene en las vidas de decenas de millones de sus compatriotas, entre ellos su presidente y algunos de sus consejeros más cercanos.
Ya es grave -y con frecuencia letal- que una parte enorme de la humanidad considere que unos libros originados en el Medio Oriente neolítico o entre los nómadas de los desiertos de Arabia en el siglo VII ofrecen una explicación completa y satisfactoria del origen del mundo, así como un manual para la convivencia política y la conducta personal, incluidas las aficiones sexuales. Pero más grave aún, sugieren Dawkins y Harris, es que en nombre de la tolerancia y del multiculturalismo las religiones gocen en las sociedades liberales de un respeto unánime que las mantiene a salvo de cualquier crítica y les concede privilegios que no se reconocen a ninguna idea ni comportamiento no legitimados por ellas. Estamos dispuestos a discutir cualquier opinión sobre economía o sobre el servicio militar o sobre la educación de los hijos: pero ante los más disparatados dogmas religiosos la posición más común entre personas progresistas y no creyentes es un educado silencio, cuando no una activa muestra de simpatía hacia el ejercicio de quién sabe qué enriquecedora costumbre en la que muy fácilmente encontraremos una muestra de diversidad cultural. El mismo espectáculo lamentable al que asistió Europa con motivo de la condena a muerte contra Salman Rushdie en 1989 con motivo de sus Versos Satánicos se repitió el año pasado con las caricaturas escandinavas de Mahoma: en vez de salir incondicional y gallardamente en defensa de la libertad de expresión, escritores, periodistas y medios públicos que viven de ella prefirieron lamentar con una mezcla de hipocresía y de papanatismo que se hubiera ofendido la sensibilidad musulmana.
La otra forma de ceguera intelectual frente a la religión que irrita por igual a Richard Dawkins y a Sam Harris consiste en rebajar o incluso en negar del todo su verdadera responsabilidad en los desastres relacionados con ella. Se califica de limpieza étnica la emprendida tan sanguinariamente en Yugoslavia a principios de los años noventa, escondiendo el hecho de que las diferencias entre croatas, serbios y bosnios no eran étnicas, sino religiosas. Todos los verdugos y todas las víctimas hablaban el mismo idioma y tenían el mismo aspecto físico: lo que los impulsaba a matar o los destinaba a morir era que fuesen católicos, ortodoxos o musulmanes. El credo de cada uno determinaba su pertenencia ciega a una variedad homicida de nacionalismo. Musulmanes fanáticos eran Muhammad Atta y los 18 secuaces que le acompañaban en el secuestro de los aviones y el ataque a las Torres Gemelas en la mañana del 11 de septiembre, pero la ortodoxia progresista no considera que la religión tuviera una influencia decisiva en aquella masacre: la culpa es de la pobreza, o de la humillación imperialista a la que está sometido el mundo árabe, o de la desgracia del pueblo palestino.
Hay un matiz peculiar que se observa en España, y no sé si también en América Latina: personas que se escandalizarían ante cualquier tentativa de limitar el derecho a la sátira de las creencias o de la Iglesia católica tienden al mismo tiempo a considerar ilegítimo que se satirice al islam.
Pero lo que está en juego es algo más que el ejercicio libre de la crítica, ganado a pulso a lo largo de siglos en Europa y América, en una perpetua rebeldía contra las diversas formas de tiranía política y ortodoxia eclesiástica, con frecuencia aliadas entre sí. El peligro de la autocensura y del sometimiento personal al miedo es tan evidente como el precio que pagaron algunos editores y traductores de Salman Rushdie, y el asesinato de Theo van Gogh o el doble exilio de Ayaan Hirsi Ali contienen mensajes muy explícitos que nadie está en condiciones de ignorar. La amenaza es mucho más aterradora, y afecta a la supervivencia misma del mundo tal como lo conocemos: "No podemos seguir ignorando el hecho", escribe Sam Harris, "de que miles de millones de nuestros semejantes creen en la metafísica del martirio, o en la verdad literal del libro del Apocalipsis, o en cualquiera de las demás fantásticas nociones que han rondado durante milenios en las mentes de los fieles, porque esos semejantes poseen ahora armas químicas, biológicas y nucleares". Gracias a millones de votantes intoxicados por un cristianismo cavernario George W. Bush llegó a la presidencia de los Estados Unidos, y su convicción expresa de encontrarse en contacto personal con Dios no fue sin duda ajena a la calamidad de la invasión de Irak; la India y Pakistán, países que existen por separado tan sólo en virtud de sus distintas religiones, se desafían mutuamente con el despliegue de sus armas nucleares, y no existe ninguna seguridad de que Pakistán no vaya a sucumbir cualquier día a un golpe integrista. Los fanáticos que gobiernan Irán no parece que vayan a tardar mucho en poseer una bomba atómica: pero da más miedo todavía imaginar la relativa facilidad con que podría obtenerla un grupo terrorista inflamado por visiones de martirio apocalíptico.
Estas cavilaciones tenebrosas me traen el recuerdo de una de las novelas más desoladoras que he leído en mucho tiempo, y que apareció en los Estados Unidos en las mismas fechas que el libro de Richard Dawkins. Se trata de The Road, de Cormac McCarthy. Leí los dos libros ansiosamente a la vez, un poco antes de que cayera en mis manos el de Sam Harris, pero sólo ahora caigo en la cuenta de la conexión entre ellos. The Road tiene un aire ligeramente anacrónico, porque pertenece a un género literario que fue muy popular en los años peores de la Guerra Fría, el de las novelas que retratan el mundo posterior a un holocausto nuclear. Un hombre de unos cuarenta años y su hijo de diez viajan hacia el sur atravesando un paisaje de destrucción absoluta, en el que el fuego ha calcinado bosques y arrasado ciudades, y por el que deambulan unos pocos seres humanos enloquecidos por el hambre, reducidos a la barbarie y al canibalismo. Los ríos están envenenados y la tierra entera yace bajo las nubes tóxicas de un invierno perpetuo: el hombre y el niño huyen en busca de la incierta posibilidad de un mundo menos inhabitable a la orilla del mar.
The Road está escrito en un tono de parábola o de profecía, aunque en ningún momento se revela la causa de tanta destrucción. Hubo una luz cegadora y todos los relojes se pararon diez años atrás. La prosa de McCarthy -tan barroca otras veces- aquí es de una sequedad tan árida que parece que araña. Tiene una precisión alucinatoria, que puede saltar en una sola línea de la pura exactitud poética a los detalles de la crueldad más obscena. Es casi tan sofocante como el aire envenenado de ceniza que los personajes sólo pueden respirar filtrado por los pañuelos con los que se cubren la cara.
Tuve esa sensación de respirar ceniza en la mañana del 12 de septiembre de 2001, cuando intentaba acercarme lo más posible al bajo Manhattan. En las novelas apocalípticas que uno leía en su lejana adolescencia estaba siempre muy clara la razón del desastre que casi había aniquilado la vida sobre la Tierra. Ahora sabemos lo cerca que estuvo el mundo del cumplimiento de aquellas profecías durante la crisis de los misiles de 1962, pero quizás nos faltan lucidez o coraje para mirar de frente las señales de peligro que apuntan en sus libros Richard Dawkins y Sam Harris, o para resolver el enigma implícito en la novela magnífica y perturbadora de Cormac McCarthy. Quién sabe si Jruschov y Kennedy se habrían vuelto atrás casi en el último momento en el caso de que cualquiera de los dos hubiera estado convencido de que la voluntad de Dios inspiraba sus actos.
Guerras de religión, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de enero de 2007]

Raro esto del correo electrónico. Las antiguas relaciones epistolares han vuelto pero con una inmediatez que provoca confesiones inesperadas. Nunca hemos escrito tantas cartas. Tiene uno la sensación de mantener una correspondencia flaubertiana con todo ese tiempo que a diario ha de dedicarse a contestar a los que demandan contestaciones rápidas. Sólo es un botón. No es necesario emprender el antiguo camino hacia el buzón en el que uno podía dudar, arrepentirse y echar la carta a la papelera sintiendo el alivio de haber frenado un impulso que podría arruinarnos la vida. Vuelven las amistades únicamente epistolares pero de otra manera. No son menos intensas que aquellas en las que con la sola calidez y el dibujo de la letra podía mantenerse una amistad separada por un océano. Ahora la intensidad se basa en lo inmediato. Los secretos ciberespaciales se intercambian más fluidamente libres del pudor que provoca la presencia. Un pequeño cliqueo al ratón es suficiente para confesar el deseo que surgió en ese preciso instante o la reacción a algo que acabas de leer. El coraje, la pena, la risa, la transmisión inmediata de tus emociones. Raro este mundo en el que acabas abriendo tu corazón a quien nunca has visto o con el que apenas te has cruzado dos veces. Su nombre aparece en el buzón de entrada aliviando soledades ideológicas, morales. Te cuenta impresiones sobre tu país, le cuentas de tu nueva vida, aunque apenas conociera tu vida vieja. Poco a poco los mensajes tejen una red de complicidad más profunda que la que mantienes con algunas amistades de siempre. Ocurre algunas veces que el mensaje se queda atascado en su viaje cibernético, se demora misteriosamente en el espacio y llega cuando ya no lo esperabas. Hoy al abrir mi buzón como cada mañana he encontrado un mensaje del periodista Félix Bayón fallecido hace unos días. Al ser un mensaje electrónico la sensación pavorosa es de que te lo acaban de mandar. Casi temblando, como si estuviera ante la presencia de un fantasma, leo esas palabras que parecen venir del otro mundo: "Te cambio un tour por el New Jersey de Los Soprano por uno marbellí". Fue escrito momentos antes del que sería su último paseo y revela la esencia del hombre vitalista: a pesar de los infortunios de la salud el hombre alegre no se rinde, siempre anda haciendo planes.
Planes, Elvira Lindo [El País, 19 de abril de 2006]

“En un país de farsantes, de aprovechados, de sinvergüenzas, de impostores, Félix Bayón era una presencia segura, un hombre íntegro, que vivía en su retiro y se enteraba de todo, a diferencia de tanto figurón que no sabe sino estar bajo la luz pública y no se entera de nada. El periodismo y la novela eran en él dos variantes de la misma pasión literaria, que tenía un componente moral muy poderoso: escribir para contar la vida, para explicar el mundo, para interrogarse sobre él; escribir cuidando mucho lo que uno dice, sin dejarse llevar nunca por las ideas recibidas, sin acceder a la presión de la moda, que en España, país pequeño y aislado, puede ser agobiante”.

Del epílogo de Antonio Muñoz Molina

En contra de lo que pueda parecer -y dado que ni los periódicos ni nuestra inefable televisión pública suelen informar de estas cosas-, a los intelectuales andaluces no sólo les da por ponerse a reflexionar cuando Manuel Chaves los invita a uno de sus inagotables foros. Los hay, muy viciosos, que no paran de hacerlo.
He estado leyendo estos días un texto que me ha ayudado a entender mucho mejor lo que aquí ocurre. Se trata de lo que el sociólogo Manuel Pérez Yruela ha dado en llamar la "paradoja de la satisfacción". Es decir, el peligro de que la satisfacción de la sociedad andaluza con los cambios que le han conducido en veinte años del subdesarrollo hacia la sociedad del bienestar bloqueen la reflexión crítica sobre los problemas pendientes de resolver.
El propio proceso de la llamada segunda modernización no es sino un reflejo más de esta paradoja: la mezcla de una serie de profundas aportaciones críticas y el más casposo y derrochón chunta-chunta propagandístico.
El azar ha querido que, mientras acababa de leer a Pérez Yruela, me llegara por correo una cuidada edición -de irregular contenido- del Documento de trabajo para el debate sobre la segunda modernización de Andalucía. En su aportación, el catedrático de Economía Francisco Ferraro nos recuerda, oportunamente, que buena parte de los logros alcanzados en nuestra región se deben a transferencias financieras del resto de España y de la UE, así como a una larga serie de causas exógenas favorables. Ferraro destaca que si, en los últimos veinte años, Andalucía ha mejorado su posición relativa frente a la UE en 3 puntos; el Algarve ha avanzado 20 puntos, 28 el Alentejo o 7 Castilla-La Mancha. Quizá lo nuestro no sea para tanto.
Nuestro futuro depende, en buena parte, de la asunción de nuestras auténticas dificultades, más que de la explotación autosatisfecha, propagandística y electoral que es pan para hoy y hambre para mañana. En esa tensión se mueve, precisamente, la llamada segunda modernización. La pregunta que habría que hacerse es si es ésta una espiral insuperable.
Precisamente, en el documento de trabajo citado hay una aportación esclarecedora del catedrático de Derecho Constitucional Antonio Porras Nadales. Existe, afirma Porras Nadales, una conciencia errónea entre los gobernantes (particularmente en Andalucía), que creen que todo mito programático debe de traducirse en claves de optimismo.
"Se olvida", añade, "que, a veces, los desafíos históricos se enfrentan mejor cuando son percibidos precisamente como problemas colectivos compartidos por todos; y que, en la historia contemporánea, el más vibrante y movilizador de los mitos políticos fue precisamente la oferta de sangre, sudor y lágrimas que hizo Churchill a la población inglesa a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, provocando una espectacular respuesta de resistencia y movilización colectiva".
Demasiada generosidad para estos tiempos. No olvidemos que Churchill fue derrotado en las urnas en cuanto acabó la guerra. Entonces lo importante era hacer Historia. Qué cosas tenía aquella gente.
Paradoja de la satisfacción, Félix Bayón [El País, 27 de diciembre de 2002]

Los socialistas andaluces llevan unas cuantas semanas que están de lo más schumpeterianos. En cuanto te ven algo viajado, escorado a la izquierda y con pinta de tener al menos un trienio como internauta, te invitan de inmediato a un foro de emprendedores. Es exótico predicar la iniciativa en Andalucía, en donde el jefe de la patronal tiene un negocio de escasísimo riesgo -es boticario- y el segundo financiero en importancia es canónigo catedralicio. El martes por la noche, en una vieja bodega jerezana convertida en restaurante, comprendí, por fin, la causa de esta fiebre. Allí, Felipe González anunciaba su proyecto Andalucía emprende, que piensa estrenar en cuanto pasen las elecciones. Era una de las muchas cenas que González viene celebrando últimamente en la región. El público de estas cenas suele ser notablemente más joven que el de los mítines. En Jerez había empresarios más o menos pequeños, sindicalistas, organizaciones no gubernamentales de todo tipo y, poniendo la nota de color local, gente del flamenco y bodegueros.
A la gente del flamenco se les descubría de inmediato por el pelo-echao-patrás. A los bodegueros, por esa manera tan especial y pausada que tienen de beber jerez -metiendo antes la nariz en el catavino y sujetándolo por el tallo con el índice y el pulgar- y, por supuesto, por ese aspecto tan british. Había un par de ellos con tan lustrosos bigotes que parecían coroneles de granaderos y no costaba ningún trabajo imaginarlos vestidos con falditas escocesas.
El rito de estas reuniones obliga a que cada comensal pague lo suyo. En Jerez eran 2.000, que daban derecho a unas tapas frías y a vino de la tierra. La Prensa, de gorra, pero sin derecho a croquetas.
Otro de los ritos consiste en que, al comienzo, se reparten unas tarjetas en las que se escriben las preguntas a González. Ayer, muchos las aprovecharon para pedirle autógrafos a él y a su mujer, Carmen Romero. Hubo un momento en que aquello parecía una boda. Finalmente, González logró comenzar a hablar sin que nadie se atreviera a cortarle la corbata.
Carmen Romero, diputada por la provincia de Cádiz, le presentó y animó a los socialistas a convertirse en agentes electorales y a organizar otras reuniones como ésa. Algo así como esas meriendas que en los países anglosajones se usan por igual para pedir votos o vender esas tarteritas de plástico que se llaman tupperware.
Durante más de dos horas, González fue haciendo un discurso lleno de meandros, muy al modo andaluz, salpicado de historias. Lo mismo contaba un encuentro con un camarero puertorriqueño en Nueva York que confesaba la pena que le daba el calvario que está pasando su amigo Kohl o declaraba ser feliz: "Si soy feliz", dijo, "es porque tengo autonomía personal". Tampoco faltó algún pellizquito electoral -"mis compañeros de pupitre se quejan de que no les ha servido de nada estar conmigo en el Claret"- y una ruda autocrítica: "Hacer el referéndum de la OTAN fue un desastre".
Este prolegómeno de las reuniones tupperware tenía implícito una crítica al actual sistema de organización de los partidos en general y del socialista en concreto: se declaró partidario de las listas abiertas para que los candidatos tengan que ganarse su puesto a pulso; criticó implícitamente lo caro que resultan las campañas; no pareció muy entusiasmado ya con el sistema de primarias, y proclamó la necesidad de solucionar los "problemas organizacionales", expresión ésta que no sé si es apropiada, pero que, en cualquier caso, acaba de volver loco al corrector ortográfico del tratamiento de texto con el que estoy escribiendo este artículo.
Fue, en fin, el nacimiento del socialismo tupperware.
Socialismo tupperware, Félix Bayón [El País, 2 de marzo de 2000]

Todavía estoy a tiempo de callarme. Pero me voy de la lengua. No lo puedo evitar, es mi carácter: soy como el alacrán del chiste. Dice este amigo homosexual que siempre aparece en esta columna (sin por ello sacarle del armario) que yo no puedo entender que haya gente para la que la conversación no sea lo más importante en la vida. Esto venía a cuento porque los dos frecuentamos las saunas, por supuesto saunas de distinto carácter ético; digamos que a mi sauna vamos las personas que queremos eliminar toxinas, fashion victims, como se diría en el argot pedorro, y a la suya va el personal a ver lo que cae. Me cuenta que entras en la sauna, echas un vistazo, eliges pareja y te la llevas a unos cuartitos tipo probadores de El Corte Inglés, donde finalmente perpetras el acto (sexual). ¿Y no hay una conversación previa?, le pregunto a mi amigo. Y mi amigo me dice que para qué, y que yo sobrevaloro el poder de la palabra. O sea, que soy un coñazo.
No me ofendí, al contrario, me tomé la crítica como constructiva, y me fui a ver El Tricicle, a ver si viendo teatro sin texto comienzo a reeducarme en formas de comunicación no verbal. Fue beneficioso porque me encantó, así que pienso que tengo esperanzas. Allí me encontré a Valladares; a María Asquerino, guapa como ella sola; a José Manuel Lorenzo, que siempre me parece un actor que está interpretando a un director de televisión. Cuando volví a casa se lo conté a mi santo: 'Madrid es un pueblo, no paro de encontrarme famosos'; a lo que mi santo respondió: 'Si estuvieras más en tu casa, te aseguro que no te encontrarías a tanta gente'. Noté en sus palabras un cierto aire de reproche. Paranoias mías.
La palabra que se dice es de plata, y la que se calla, de oro', dice la filosofía zen. Está visto que no cuadro con las filosofías orientales porque yo aquello que pienso lo tengo que soltar. Eso sí, todo va con mi nombre por delante. Bocazas, pero valiente. No me parecen valientes, sin embargo, una troupe de mala-sombras que escribían una gacetilla anónima de presunto carácter literario en la que se dedicaban a poner a parir a todo aquel que destacara un poco en el panorama de las letras. La cosa se llamaba La Fiera Literaria y te llegaba misteriosamente al buzón. Mi santo, que es más sano mentalmente que yo, cogía la gacetilla basura y la tiraba a la papelera sin abrirla siquiera. Una servidora, que padece el pecado de las mujeres de Barbazul, la rescató dos o tres veces, pero viendo que me hacía vomitar imité a mi santo, que también es más sabio que yo. Me dio tiempo a ver de qué trataba la cosa: de descalificar con mala follá y gran dosis de resentimiento a Marías (que parece ser uno de los preferidos), Almudena Grandes, Muñoz Molina, Savater... Juan Cruz me advierte: 'Hablando de ellos les das una publicidad de la hostia', pero ya digo, no puedo callarme. Soy como el alacrán. Mejor dicho: soy el alacrán. La cosa es que ahora Luis María Anson ha decidido publicar esta cosa dentro de su periódico. Y yo me digo: 'Luis María, si un día me atacaran tus muchachos, ya que no tienen a bien estampar sus nombres, te tendría que echar a ti las culpas, Luis María. Y qué lástima de amistad desperdiciada'. Piensa uno que si los periodistas del País Vasco han tenido el coraje de firmar con sus nombres en un asunto de verdad importante y peligroso, a qué santo viene ese agazaparse detrás de un pseudónimo común. Luis María, recapacita.
También mi amigo R. R. (por su columna en 'Babelia' / famoso en el mundo entero), que es mi asesor moral en materia literaria, me llama a casa y me dice que no se me ocurra hablar de dicho asunto, ya que las malas lenguas la pueden emprender conmigo; que yo debería hablar de mis cosillas, del boom de Harry Potter, del disco de Miliki o del casting de la serie sobre Severo Ochoa (¿quién va a hacer de Saritísima en dicha serie?), en fin, de temas que gustan y no ofenden a nadie. Antes de colgar, R. R. me da una primicia sociológica: 'Querida, por si no lo sabías, vuelve el porro'. Ya lo sabía, lo vengo observando con estos ojos que tengo. Mientras el mundo del frenesí nocturno se subía por las paredes todos estos años gracias a las pastillas, ha habido una tribu de resistentes solitarios que han seguido con el porro aun a riesgo de que les llamaran antiguos. Pero ahora lo antiguo está tomando el sabor de la decadencia elegante. Mi amiga la actriz Eulalia Ramón se lió el otro día un porro en mi casa con una distinción que parecía una señora de los años veinte. Lo inquietante es que se lo lió delante de las narices de mi padre. Y confieso que a mí siempre me ha gustado mantener mis humildes vicios fuera del seno familiar. Pero la cosa fue a más porque mi Eulalia le pasó el canuto a mi santo padre, que es, para más inri, el abuelo de mi hijo. Yo hubiera jurado que éste se iba a negar, pero qué inocente soy: tomó el relevo con la mayor naturalidad. Antes de que a mi padre se le ocurriera pasármelo a mí desaparecí del salón. Yo tengo un refrán zen que dice: 'Un padre y una hija no han de fumar nunca del mismo porro'. No me quiero poner reaccionaria, pero para mí que con esto del alargamiento de la vida la gente de edad está un pelín desmadrada y, claro, te rompen los esquemas morales. Hubiera debido callarme también esta dolorosa historia familiar, pero siento la necesidad de compartirla con ustedes. No soy la única que no calla ni debajo del agua; esta semana ha estado repleta de incontinencias: no se ha podido callar Juan Goytisolo su opinión sobre el Premio Cervantes, no se ha podido callar Jorge Edwards, que, no contento con atacar al premiado, arremetió contra el país entero; no calló tampoco Javier Marías, que gallardamente contestó por alusiones al escritor chileno... Si hay algo que yo entienda es el no morderse la lengua: 'No he de callar por más que con el dedo / ya tocando la boca, ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo'. Y acabo este articulillo con la sensación de que hubiera sido mejor no haberlo escrito.
El alacrán te va a picar, Elvira Lindo [El País, 14 de enero de 2001]

Antes de ganar el Premio Cervantes, Francisco Umbral declaró que el año pasado se lo habían dado a un escritor "pinochetiano que antes había sido antipino". Después de ganarlo fue un poco más lejos. Dijo que el año pasado se lo habían dado "a Pinochet" y que "Pinochet escribe mejor que Edwards". Chistes no muy buenos, reveladores de un estado de incontinencia verbal y mental, pero, como se han reproducido en los medios más diversos, me siento obligado a dar mi punto de vista. Lo curioso es que el diario La Tercera, de Santiago de Chile, en larga entrevista a Umbral, le pregunta por las afirmaciones anteriores y él contesta que no recuerda haberlas hecho. "No recuerdo", dice textualmente. Declara, además que admira mi libro Persona non grata. ¡Hay dos Umbrales, entonces, el de Madrid y el de por acá! Quizás me bastaría con escoger al de acá y quedarme tranquilo. Pero como el de acá no se escucha demasiado bien allá, escribo ahora para mis lectores y amigos peninsulares.
La acusación de "pinochetiano" deriva, sin duda, de mi defensa de la necesidad de hacer el juicio a Pinochet en Chile, y no en Inglaterra o en España. Antes de eso, en los años duros de la dictadura, yo había hecho una oposición eficaz, incisiva, constante. Fundé el Comité de Defensa de la Libertad de Expresión a comienzos de la década de los ochenta y lo presidí durante largo tiempo. Me costó caro hacerlo, puesto que la respuesta del régimen consistió en censurarme en las circunstancias más diversas, pero mi comité consiguió que la censura previa de libros fuera suprimida y que circularan obras cuya llegada a librerías habría sido completamente imposible con la legislación anterior. En buenas cuentas, logramos ampliar el espacio de la libertad en el Chile autoritario, fenómeno que siempre sorprendía a mis amigos europeos de paso. En aquellos días, en mi columna de los viernes, era uno de los opositores más incómodos. Cuando Pinochet, aficionado a los estudios históricos trasnochados, aunque escriba, según declaraciones que Umbral después ya no recuerda, mejor que yo, habló en forma intencionada de los proyectos de monarquía de comienzos de nuestro siglo XIX hice una crónica basada en las ideas de Simón Bolívar a este respecto. "Todo el que quiera proclamarse rey en América, dijo Bolívar en una oportunidad, será el rey de las ranas". Algunos amigos pasaron susto por mí. Otros me felicitaron en forma disimulada, mirando para todos lados mientras lo hacían. Así que eran aquellos tiempos.
Después, en vísperas del plebiscito de 1988, fui uno de los catorce miembros del Comité de Elecciones Libres. Hice campaña por todo el país para convencer a los chilenos de que votaran con libertad y sin miedo. Creo que fue, junto con la campaña del no en la televisión, una experiencia, extraordinaria, única: me dio una visión del país por dentro que no habría podido obtener de ninguna otra manera. Llegué a la conclusión de que el no tendría que ganar, a pesar de las apariencias, idea que siempre provocaba una sonrisa condescendiente entre los periodistas, y los observadores que llegaban de España, de Suecia, de todos lados. Nos miraban como si nosotros, los de la oposición democrática, fuéramos locos pacíficos, amables chiflados, y nuestra alternativa, la única que se nos permitía, consistía en tener una larga paciencia.
Cuando se produjo la detención del general Pinochet en Inglaterra, mi primera reacción fue de sorpresa y de satisfacción. Así lo escribí en la prensa de allá y de acá. "Está bien lo que le pase", pensé, "por arrogante, por inconsciente, por ignorante del mundo contemporáneo". Pero pensé también, muy pronto, que el único proceso válido, a falta de un Tribunal Penal Internacional, era el que podría llevarse a cabo en Chile. Me dirán ahora, con mirada de nuevo ajena, superficial, que el proceso aquí no puede llevar a ninguna parte. La verdad, sin embargo, es que ha llevado ya a muchas partes, y está destinado a llevar muchas más. No sólo hay una cantidad de personas culpables enjuiciadas y en muchos casos detenidas. El ex general y senador vitalicio ya fue privado de su fuero parlamentario por la Corte Suprema, hecho enteramente inédito en la historia chilena y latinoamericana. De aquí en adelante es probable que sea sometido a exámenes médicos, interrogado por el ministro o magistrado de fuero, encausado y, al final, declarado incapaz en términos procesales en virtud de alguna enfermedad equivalente a la antigua locura o demencia de que hablan nuestros códigos. ¿Puede una persona sensata, dotada de un mínimo de sensibilidad política, pretender que es lo mismo un senador vitalicio triunfante, aclamado por sus partidarios, que un anciano general desaforado por sentencia judicial, retirado en su casa e incapaz de responder judicialmente de los crímenes de su Gobierno debido a su comprobada fragilidad mental y psicológica?
Está muy lejos, desde luego, de ser lo mismo. Entre una y otra situación hay una toma de conciencia, un paso histórico de la transición chilena. Si el general hubiera sido juzgado en España es de temer que el pinochetismo en Chile se hubiera crispado y hubiera renacido de sus cenizas. El proceso acá, en cambio, lo ha debilitado y lo ha dejado en evidencia. Los abogados defensores, caras muy conocidas de los años de la dictadura, sólo aspiran ahora a que la justicia lo declare "loco o demente", a fin de que pueda morir en su casa. ¡Qué cambio de perspectiva, qué transformación de nuestro paisaje mental y moral!
A menudo me digo que algunos autores españoles actuales, escritores buenos o relativamente buenos, como es el caso de Francisco Umbral, de Javier Marías, de Vicente Molina Foix, pueden hacer su literatura con nociones políticas simplonas, fáciles, que podrían figurar con toda propiedad en un Diccionario Contemporáneo de Ideas Recibidas, versión actualizada del que proponía en su época Gustave Flaubert. Se formaron durante la dictadura, pero han podido desarrollar lo mejor de su obra en años de plenitud, de holgura, de amplio y envidiable privilegio para las clases intelectuales. Intuyo que una situación así, con todas sus ventajas, no ayuda a crear una visión política enteramente lúcida. Percibo más pathos, más conexión con el verdadero drama histórico español, en obras como Si te dicen que caí, o en textos de Juan o de Luis Goytisolo, o en determinadas novelas de Ana María Matute. Se diría que las sociedades felices, colmadas (aunque nunca dejan de asomar los conflictos, como vemos en estos días), no favorecen, parodójicamente, la buena calidad de la reflexión acerca de sus propios temas. Veo, por ejemplo, que los pensadores españoles más serios, dueños de un pensamiento filosófico y político más original, han concentrado ahora su atención en el tema del terrorismo vasco. Me parece una opción enormemente respetable y me siento solidario con ella. Francisco Umbral, después de ganar su premio, trata de hacernos creer que se premió con él a la vanguardia, a la deseable modernidad, en contraste, por lo visto, con su competidor y con los premios anteriores ¿Y en qué consiste este nuevo vanguardismo? En correr, parece, en una moto japonesa de último modelo y vestirse con pantalones rojos, o fotografiarse en pelotas y con una máquina de escribir portátil a manera de hoja de parra. son gestos que ya hacían los surrealistas en los años veinte, y Salvador Dalí, en la década de los treinta, salvo que con más gracia y más audacia. Ahora están buenos para la revista Playboy, y ni siquiera para eso.
En lo que se refiere al juicio a Pinochet, el asunto tiene un fondo importante. El concepto del castigo, en la justicia penal moderna, no es la aplicación de la ley biblíca del talión, del diente por diente. Eso ya cambió con los penalistas del siglo XVIII. El objetivo moderno de la justicia y del castigo, de la aplicación de la pena, es la protección de la sociedad. Está mucho mejor conseguido con el proceso a Pinochet en Chile, sean cuales sean sus resultados, que con la idea del juez vengador que actúa en España. De hecho, ahora, con lo que ya ha sucedido en el plano de la justicia penal, todo general de ejército en Chile o en América Latina tendrá que pensárselo dos veces antes de intentar un golpe de Estado. Y esto es lo importante, lo político, lo que tiene peso en la historia contemporánea. No se trata de chulerías o de andar en motocicleta japonesa. De cuando en cuando, cada vez que estoy en Madrid, leo una crónica de Paco Umbral. Casi siempre me divierto mucho. Es un escritor que maneja el lenguaje con astucia, con plasticidad, con evidente ingenio. Tiene sonajero, como dice Juan Marsé, pero a menudo tiene también otras cosas. Soy un viejo lector de Ramón Gómez de la Serna y comprendo bien la conexión entre ambos. La greguería ramoniana es más inventiva, más lúcida, más sintética. Es como un disparo adentro del cerebro. Pero Umbral pertenece a esa tradición y además la rescata con bastante talento. La greguería que me dedicó a mí no es de las mejores, pero, la verdad, no me inquieta demasiado. Más allá de todo esto, creo que conviene mantener la categoría del Premio Cervantes. Después de todo, es uno de los mejores que existen en el mundo de hoy. Los jurados del Nobel suelen coronar a un japonés, a un chino, a un portugués, y no han sido capaces de leer una sola palabra en la lengua original. Cada uno de los miembros del jurado de este premio nuestro, en cambio, es un formidable especialista, un lector implacable, un conocedor a fondo. No tiene el menor sentido que los premiados se pongan ahora a discutir por tonterías. A mí me parece que el premio a Umbral es objetable, como todos los premios de esta tierra, pero que no desentona en la lista. Y que Pinochet, el general, con su proceso, sus desgracias, sus historias militares escritas con el dedo gordo del pie izquierdo, no tiene nada que ver en todo este asunto.
La incontinencia literaria, Jorge Edwards [El País, 4 de enero de 2001]

Me disculpo por volver a solicitar espacio en esta sección y sobre el mismo tema que en mi anterior intervención. Pero si entonces me pareció preciso salir al paso de unas palabras capciosas del presidente chileno, Frei, igualmente necesario juzgo ahora rebatir las no menos sibilinas de su compatriota Jorge Edwards, escritor y diplomático, en su artículo Razones chilenas (14-11-98), en el cual se lee: "... un proceso en Madrid, en la capital de un país donde no se hizo nada comparable para conocer y castigar los abusos del franquismo, sería una perfecta payasada". Y se añade: "¿Con qué objeto, además? ¿Para colocar a un anciano de salud frágil bajo vigilancia española, con todos los problemas que esto provocaría entre los dos países?".Considera esta autorizada voz que los chilenos padecieron 17 años de dictadura y desde entonces viven en democracia. Puede ser. Le aseguro que si los españoles padecimos más del doble (36 años) fue porque Franco no dejó nunca el menor resquicio para que su dictadura pudiera ser confundida por nadie con una democracia, ni siquiera nominal o vigilada. Y así jamás pudimos, en vida suya, soñar con juzgarlo ni castigarlo. Su dictadura lo fue a todos los efectos hasta su muerte, y lo que vino tras ella es ya otra historia.
Nadie pide a los chilenos, por otra parte, que juzguen a Pinochet. Hace mucho -véase la actitud de sus instituciones- que renunciaron a ello, y nadie se lo ha reprochado. Pero nadie, tampoco, ha ido a buscar a Pinochet a su país, nadie lo ha secuestrado. Si él vino a territorio europeo, donde está acusado del asesinato de ciudadanos europeos, entre otros delitos gravísimos, se expuso a ser aquí procesado. Aquí, no en Chile, territorio en el que nadie europeo está señalando lo que debe hacerse. Franco, por lo demás, se guardó de pisar más suelo extranjero que el portugués, sometido por su colega dictador Salazar. Fue más perezoso o más precavido; lo cierto es que, por desgracia, nunca pudo darse con él una situación semejante.
Sería de desear que personas influyentes como el presidente y el diplomático chilenos dejaran de recurrir a los sofismas y se abstuvieran de los golpes bajos. La prevalencia del diplomático sobre el escritor, en el caso del señor Edwards, queda patente en su pregunta asombrosa: "¿Con qué objeto, además?". Si él sólo alcanza a divisar "los problemas entre los dos países", sería inútil apelar a la posible imaginación del novelista para que se le ocurriera otra respuesta. Eso él mismo lo descarta.
Sofismas, Javier Marías [El País, 20 de noviembre de 1998]

En su deslavazado y poco convincente artículo La incontinencia literaria (EL PAÍS, 4-1-01), el señor Jorge Edwards me atribuye, como a otros escritores españoles, "nociones políticas simplonas, fáciles, que podrían figurar con toda propiedad en un Diccionario Contemporáneo de Ideas Recibidas" (es decir, de Lugares Comunes, lo otro es una mala traducción del señor Penúltimo Premio Cervantes).
Tal vez tenga razón, en lo que a mí respecta: el señor Edwards ha sido diplomático y eso aprovecha mucho. Pero más grave me parece que las lecciones y argumentos políticos de un escritor sean a menudo falseadores, como es su caso. Hace ya dos años, mi carta de respuesta a otro artículo suyo se tituló Sofismas. Ahora, además de añadir unos cuantos, nos toma a los lectores por idiotas, y presenta muy patrióticamente la actual posibilidad de enjuiciamiento de Pinochet en Chile como una proeza de los políticos, los jueces y la sociedad chilena. Como si nadie recordara que antes de la detención del dictador en Londres, a instancias del juez español Garzón, Pinochet era en su país, como reconoce Edwards, "un senador vitalicio triunfante, aclamado por sus partidarios", y que allí nadie estaba dispuesto a intentar nada por cambiar esa situación. Si ha habido en Chile, según el muy complejo señor diplomático, "una toma de conciencia, un paso histórico de la transición", me temo que ha sido gracias a nociones políticas simplonas y fáciles como las mías y las de muchos otros españoles, escritores o no, empezando, probablemente por las del mismísimo juez Garzón.
Réplica, Javier Marías [El País, 6 de enero de 2001]

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