Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes. Primera Parte. Capítulo XII-XIV.
La historia de Grisóstomo y Marcela, la primera novela imbricada de Don Quijote de la Mancha.
La historia de Grisóstomo y Marcela, la primera novela imbricada de Don Quijote de la Mancha.
Estando en esto, llegó otro mozo de los que les
traían del aldea el bastimento, y dijo:
–¿Sabéis lo que pasa en el lugar, compañeros?
–¿Cómo lo podemos saber? –respondió uno dellos.
–Pues sabed –prosiguió el mozo– que murió esta
mañana aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de
Guillermo el rico, aquélla que se anda en hábito de pastora por esos
andurriales.
–Por Marcela dirás –dijo uno.
–Por ésa digo –respondió el cabrero–. Y es lo
bueno, que mandó en su testamento que le enterrasen en el
campo, como si fuera moro, y que sea al pie de la peña donde está la fuente
del alcornoque; porque, según es fama, y él dicen que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras
cosas, tales, que los abades del pueblo dicen que no se han de cumplir, ni es
bien que se cumplan, porque parecen de gentiles. A todo lo cual
responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de
pastor con él, que se ha de cumplir todo, sin faltar nada, como lo dejó mandado
Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo alborotado; mas, a lo que se dice, en
fin se hará lo que Ambrosio y todos los pastores sus amigos quieren; y mañana
le vienen a enterrar con gran pompa adonde tengo dicho. Y tengo para mí que ha
de ser cosa muy de ver; a lo menos, yo no dejaré de ir a verla, si supiese no
volver mañana al lugar.
–Todos haremos lo mesmo –respondieron los
cabreros–; y echaremos suertes a quién ha de quedar a guardar las cabras de
todos.
–Bien dices, Pedro –dijo [uno]–; aunque no será
menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos. Y no lo atribuyas
a virtud y a poca curiosidad mía, sino a que no me deja andar el garrancho que
el otro día me pasó este pie.
–Con todo eso, te lo agradecemos –respondió Pedro.
Y don Quijote rogó a Pedro le dijese qué muerto era
aquél y qué pastora aquélla; a lo cual Pedro respondió que lo que sabía era que
el muerto era un hijodalgo rico, vecino de un lugar
que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estudiante muchos años en
Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto a su lugar, con opinión de muy
sabio y muy leído.
–«Principalmente, decían que sabía la ciencia de
las estrellas, y de lo que pasan, allá en el cielo, el sol y la luna; porque
puntualmente nos decía el cris del sol y de la luna.»
–Eclipse se llama, amigo, que no cris, el
escurecerse esos dos luminares mayores –dijo don Quijote.
Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosiguió su
cuento diciendo:
–«Asimesmo adevinaba cuándo había de ser el año abundante
o estil.»
–Estéril queréis decir, amigo –dijo don Quijote.
–Estéril o estil –respondió Pedro–, todo se sale
allá. «Y digo que con esto que decía se hicieron su padre y sus
amigos, que le daban crédito, muy ricos, porque hacían lo que él les aconsejaba,
diciéndoles: ‘‘Sembrad este año cebada, no trigo; en éste podéis sembrar
garbanzos y no cebada; el que viene será de guilla de aceite; los tres
siguientes no se cogerá gota’’.»
–Esa ciencia se llama astrología –dijo don Quijote.
–No sé yo cómo se llama –replicó Pedro–, mas sé que
todo esto sabía, y aún más. «Finalmente, no pasaron muchos meses, después que
vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con su cayado y
pellico, habiéndose quitado los hábitos largos que como escolar traía; y
juntamente se vistió con él de pastor otro su grande amigo, llamado Ambrosio,
que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir como Grisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas; tanto,
que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los
autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y
todos decían que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso
vestidos de pastores a los dos escolares, quedaron admirados, y no podían
adivinar la causa que les había movido a hacer aquella tan estraña mudanza. Ya
en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo,
y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, ansí en muebles como en raíces,
y en no pequeña cantidad de ganado, mayor y menor, y en gran cantidad de
dineros; de todo lo cual quedó el mozo señor desoluto, y en verdad que todo lo
merecía, que era muy buen compañero y caritativo y amigo de los buenos, y tenía
una cara como una bendición. Después
se vino a entender que el haberse mudado de traje no había sido por otra cosa
que por andarse por estos despoblados en pos de aquella pastora Marcela que
nuestro zagal nombró denantes, de la cual se había enamorado el pobre difunto
de Grisóstomo.» Y quiéroos decir agora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza; quizá, y aun sin
quizá, no habréis oído semejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque
viváis más años que sarna.
–Decid Sarra –replicó don Quijote, no pudiendo
sufrir el trocar de los vocablos del cabrero.
–Harto vive la sarna –respondió Pedro–; y si es,
señor, que me habéis de andar zaheriendo a cada paso los vocablos, no
acabaremos en un año.
–Perdonad, amigo –dijo don Quijote–; que por haber
tanta diferencia de sarna a Sarra os lo dije; pero vos respondistes muy bien,
porque vive más sarna que Sarra; y proseguid vuestra historia, que no os
replicaré más en nada.
–«Digo, pues, señor mío de mi alma –dijo el
cabrero–, que en nuestra aldea hubo un labrador aún más rico que el padre de
Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las
muchas y grandes riquezas, una hija, de
cuyo parto murió su madre, que fue la más honrada mujer que hubo en todos estos
contornos. No parece sino que ahora la veo, con aquella cara que del un cabo
tenía el sol y del otro la luna; y, sobre todo, hacendosa y amiga de los
pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima a la hora de [a]hora gozando
de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer murió su
marido Guillermo, dejando a su hija Marcela, muchacha y rica, en poder de un
tío suyo sacerdote y beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su
madre, que la tuvo muy grande; y, con todo esto, se juzgaba que le había de
pasar la de la hija. Y así fue, que, cuando llegó a edad de catorce a quince
años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado,
y los más quedaban enamorados y perdidos por ella. Guardábala su tío con mucho
recato y con mucho encerramiento; pero, con todo esto, la fama de su mucha
hermosura se estendió de manera que, así por
ella como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de
los de muchas leguas a la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado e importunado su tío se la diese por mujer. Mas
él, que a las derechas es buen cristiano, aunque quisiera casarla luego, así
como la vía de edad, no quiso hacerlo sin su consentimiento, sin tener ojo a la
ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando
su casamiento. Y a fe
que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo, en alabanza del buen
sacerdote.» Que quiero que sepa, señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata y de todo
se murmura; y tened para vos, como yo tengo para mí, que debía de ser
demasiadamente bueno el clérigo que obliga a sus feligreses a que digan bien
dél, especialmente en las aldeas.
–Así es la verdad –dijo don Quijote–, y proseguid
adelante, que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, le contáis con muy
buena gracia.
–La del Señor no me falte, que es la que hace al
caso. «Y en lo demás sabréis que, aunque el tío proponía a la sobrina y le
decía las calidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la
pedían, rogándole que se casase y escogiese a su gusto, jamás ella respondió otra cosa sino que por
entonces no quería casarse, y que, por ser tan muchacha, no se sentía hábil
para poder llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parecer
justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba a que entrase algo
más en edad y ella supiese escoger compañía a su gusto. Porque decía él, y
decía muy bien, que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su
voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cato, que remanece
un día la melindrosa Marcela hecha pastora; y, sin ser parte su tío ni todos
los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo con las demás
zagalas del lugar, y dio en guardar su mesmo ganado. Y, así como ella salió en
público y su hermosura se vio al descubierto, no os sabré buenamente decir
cuántos ricos mancebos, hidalgos y labradores han tomado el traje de Grisóstomo
y la andan requebrando por esos campos. Uno de los cuales, como ya está dicho,
fue nuestro difunto, del cual decían que la dejaba de querer, y la adoraba. Y no se piense que porque Marcela se puso en
aquella libertad y vida tan suelta y de tan poco o de ningún recogimiento, que
por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menoscabo de su honestidad y recato; antes es tanta y
tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven y
solicitan ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya
dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo.
Que, puesto que no huye ni se esquiva de la compañía y conversación de los
pastores, y los trata cortés y amigablemente, en llegando a descubrirle su
intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa y santa como la del
matrimonio, los arroja de sí como con un trabuco. Y
con esta manera de condición hace más daño en esta tierra que si por ella
entrara la pestilencia; porque su afabilidad y hermosura atrae los corazones de
los que la tratan a servirla y a amarla, pero su desdén y desengaño los conduce a términos de desesperarse; y así, no
saben qué decirle, sino llamarla a voces cruel y desagradecida,
con otros títulos a éste semejante[s], que bien la calidad de su condición
manifiestan. Y si aquí estuviésedes, señor, algún día, veríades resonar estas
sierras y estos valles con los lamentos de los desengañados que la siguen. No
está muy lejos de aquí un sitio donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no
hay ninguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de
Marcela; y encima de alguna, una corona grabada en el mesmo árbol, como si más
claramente dijera su amante que Marcela la lleva y la merece de toda la
hermosura humana. Aquí sospira un pastor, allí se queja otro; acullá se oyen amorosas
canciones, acá desesperadas endechas. Cuál hay que pasa todas las horas de la
noche sentado al pie de alguna encina o peñasco, y allí, sin plegar los
llorosos ojos, embebecido y transportado en sus pensamientos, le halló el sol a
la mañana; y cuál hay que, sin dar vado ni tregua a sus suspiros, en mitad del
ardor de la más enfadosa siesta del verano, tendido sobre la ardiente arena,
envía sus quejas al piadoso cielo. Y déste y de aquél, y de aquéllos y de
éstos, libre y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela; y todos los que la conocemos estamos esperando en qué
ha de parar su altivez y quién ha de ser el dichoso que ha de venir a domeñar
condición tan terrible y gozar de hermosura tan estremada.»
Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me doy a entender que
también lo es la que nuestro zagal dijo que se
decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y así, os aconsejo,
señor, que no dejéis de hallaros mañana a su entierro, que será muy de ver,
porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está de este lugar a aquél donde
manda enterrarse media legua.
–En cuidado me lo tengo –dijo don Quijote–, y
agradézcoos el gusto que me habéis dado con la narración de tan sabroso cuento.
–¡Oh! –replicó el cabrero–, aún no sé yo la mitad
de los casos sucedidos a los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana
topásemos en el camino algún pastor que nos los dijese. Y, por ahora, bien será
que os vais a dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la
herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer
de contrario acidente.
Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar
del cabrero, solicitó, por su parte, que su amo se entrase a dormir en la choza
de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su
señora Dulcinea, a imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó
entre Rocinante y su jumento, y durmió, no como enamorado desfavorecido, sino
como hombre molido a coces.
Mas, apenas comenzó a descubrirse el día por los
balcones del oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y
fueron a despertar a don Quijote, y a decille si estaba todavía con propósito
de ir a ver el famoso entierro de Grisóstomo, y
que ellos le harían compañía. Don Quijote, que otra cosa no deseaba, se levantó
y mandó a Sancho que ensillase y enalbardase al momento, lo cual él hizo con
mucha diligencia, y con la mesma se pusieron luego todos en camino. Y no
hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron
venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas
las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. Traía cada uno un
grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos, asimesmo, dos gentiles
hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de a
pie que los acompañaban. En llegándose a juntar, se saludaron cortésmente, y,
preguntándose los unos a los otros dónde iban, supieron que todos se
encaminaban al lugar del entierro; y así, comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero,
le dijo:
–Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por
bien empleada la tardanza que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no
podrá dejar de ser famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas,
ansí del muerto pastor como de la
pastora homicida.
–Así me lo parece a mí –respondió Vivaldo–; y no
digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de Marcela y de
Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían
en[con]trado con aquellos pastores, y que, por haberles visto en aquel tan
triste traje, les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera;
que uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora
llamada Marcela, y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de
aquel Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo que Pedro a
don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el
que se llamaba Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar
armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió don
Quijote:
–La profesión de mi ejercicio no consiente ni
permite que yo ande de otra manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá
se inventó para los blandos cortesanos; mas el
trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el
mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor
de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por
loco; y, por averiguarlo más y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a
preguntar Vivaldo que qué quería decir "caballeros andantes".
–¿No han vuestras mercedes leído –respondió don
Quijote– los anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas
fazañas del rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano
llamamos el rey Artús, de quien es tradición antigua y común en todo aquel
reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que, por arte de
encantamento, se convirtió en cuervo, y que, andando los tiempos, ha de volver
a reinar y a cobrar su reino y cetro; a cuya causa no se probará que desde
aquel tiempo a éste haya ningún inglés muerto cuervo alguno? Pues en tiempo de este buen rey fue instituida aquella famosa orden de
caballería de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar
un punto, los amores que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina
Ginebra, siendo medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña
Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra
España, de:
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino;
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus
amorosos y fuertes fechos. Pues desde entonces, de mano en mano, fue aquella
orden de caballería estendiéndose y dilatándose por muchas y diversas partes
del mundo; y en ella fueron famosos y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos y
nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania, y el
nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días vimos
y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís de
Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho es la
orden de su caballería; en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque pecador,
he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos profeso
yo. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con
ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la
suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse
los caminantes que era don Quijote falto de juicio, y del género de locura que
lo señoreaba, de lo cual recibieron la mesma admiración que recibían todos
aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona
muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que
decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión
a que pasase más adelante con sus disparates. Y así, le dijo:
–Paréceme, señor caballero andante, que vuestra
merced ha profesado una de las más estrechas profesiones
que hay en la tierra, y tengo para mí que aun la de los frailes cartujos no es
tan estrecha.
–Tan estrecha bien podía
ser –respondió nuestro don Quijote–, pero tan necesaria en el mundo no estoy en
dos dedos de ponello en duda. Porque, si va a decir verdad, no hace menos el
soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda que el mesmo capitán
que se lo ordena. Quiero decir que los
religiosos, con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero
los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos pide[n],
defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas; no
debajo de cubierta, sino al cielo abierto, puestos por blanco de los
insufribles rayos del sol en verano y de los erizados yelos del invierno. Así
que, somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por
quien se ejecuta en ella su justicia. Y, como las cosas
de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en
ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la
profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y
reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No
quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de
caballero andante como el del encerrado religioso; sólo quiero inferir, por lo
que yo padezco, que, sin duda, es más
trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable, roto y
piojoso; porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron
mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron
a ser emperadores por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de
su sangre y de su sudor; y que si a los que a tal grado subieron les faltaran
encantadores y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de
sus deseos y bien engañados de sus esperanzas.
–De ese parecer estoy yo –replicó el caminante–;
pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros
andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa
aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en
aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada
cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes;
antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas
fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
–Señor –respondió don Quijote–, eso no puede ser
menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra
cosa hiciese; que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el
caballero andante que, al acometer algún gran fecho de armas, tuviese su señora
delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con
ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le
oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo
corazón se le encomiende; y desto tenemos
innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han
de dejar de encomendarse a Dios; que tiempo y lugar les queda para hacerlo en
el discurso de la obra.
–Con todo eso –replicó el caminante–, me queda un
escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos
andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a
volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más,
a todo el correr dellos, se vuelven a encontrar; y, en mitad de la corrida, se
encomiendan a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae
por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte,
y al otro le viene también que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera
dejar de venir al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar
para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera
que las palabras que en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara
en lo que debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo
tengo para mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien
encomendarse, porque no todos son enamorados.
–Eso no puede ser –respondió don Quijote–: digo que
no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan
natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a
buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero
andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos, no
sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la
fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como
salteador y ladrón.
–Con todo eso –dijo el caminante–, me parece, si
mal no me acuerdo, haber leído que don
Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a
quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un
muy valiente y famoso caballero.
A lo cual respondió nuestro don Quijote:
–Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto
más, que yo sé que de secreto estaba ese
caballero muy bien enamorado; fuera que, aquello de querer a todas bien cuantas
bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano. Pero, en
resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había
hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy
secretamente, porque se preció de secreto caballero.
–Luego, si es de esencia que todo caballero andante
haya de ser enamorado –dijo el caminante, bien se puede creer que vuestra
merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia
de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en
nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama;
que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y
servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote, y dijo:
–Yo no
podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo
la sirvo; sólo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me
pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha;
su calidad, por lo menos, ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su
hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los
imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas:
que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo,
sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes,
alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y
las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo
pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerla[s], y
no compararlas.
–El linaje, prosapia y
alcurnia querríamos saber –replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
–No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones
romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos; ni de los Moncadas y Requesenes
de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia; Palafoxes,
Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de
Aragón; Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla; Alencastros, Pallas
y Meneses de Portogal; pero es de los del Toboso de
la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las
más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique
en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de
las armas de Orlando, que decía:
nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
–Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo
–respondió el caminante–, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Mancha,
puesto que, para decir verdad, semejante apellido hasta ahora no ha llegado a
mis oídos.
–¡Como eso no habrá llegado! –replicó don Quijote.
Con gran atención iban escuchando todos los demás
la plática de los dos, y aun hasta los mesmos cabreros y pastores conocieron la
demasiada falta de juicio de nuestro don Quijote. Sólo Sancho Panza pensaba que
cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era y habiéndole conocido
desde su nacimiento; y en lo que dudaba algo era en creer aquello de la linda
Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre ni tal princesa había llegado
jamás a su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso.
En estas pláticas iban, cuando vieron que, por la
quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con
pellicos de negra lana vestidos y coronados con guirnaldas, que, a lo que
después pareció, eran cuál de tejo y cuál de ciprés. Entre seis dellos traían
unas andas, cubiertas de mucha diversidad de flores y de ramos. Lo cual visto
por uno de los cabreros, dijo:
–Aquellos que allí vienen son los que traen el
cuerpo de Grisóstomo, y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó
que le enterrasen.
Por esto se dieron priesa a llegar, y fue a tiempo
que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo; y cuatro dellos con
agudos picos estaban cavando la sepultura a un lado de una dura peña.
Recibiéronse los unos y los otros cortésmente; y
luego don Quijote y los que con él venían se pusieron a mirar las andas, y en
ellas vieron cubierto de flores un cuerpo muerto, vestido como pastor, de edad,
al parecer, de treinta años; y, aunque muerto, mostraba que vivo había sido de
rostro hermoso y de disposi[ci]ón gallarda. Alrededor dél tenía en las mesmas
andas algunos libros y muchos papeles, abiertos y cerrados. Y así los que esto
miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había,
guardaban un maravilloso silencio, hasta que uno de los que al muerto trujeron
dijo a otro:
–Mirá bien, Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo
dijo, ya [que] queréis que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su
testamento.
–Éste es –respondió Ambrosio–; que muchas veces en
él me contó mi desdichado amigo la historia de su desventura. Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano,
y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento, tan honesto
como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y
desdeñar, de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida. Y aquí, en
memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del
eterno olvido.
Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes,
prosiguió diciendo:
–Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis
mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de
sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza,
fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza,
y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo
que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado;
rogó a una fiera, importunó a un
mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud,
de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera
de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las
gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no
me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a
la tierra.
–De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos
–dijo Vivaldo– que su mesmo dueño, pues no es justo
ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo
razonable discurso. Y no le tuviera bueno A[u]gusto César si
consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su
testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro
amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él
ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que la
tenga siempre la crueldad de
Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los
vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos;
que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y
desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y
lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual lamentable historia se
puede sacar cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la
fe de la amistad vuestra, con el paradero
que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor
delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en
este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y de lástima, dejamos
nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos
había lastimado en oíllo. Y, en pago desta lástima y del deseo que en nosotros
nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo
menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me
dejes llevar algunos dellos.
Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó
la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio,
dijo:
–Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con
los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es
pensamiento vano.
Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían,
abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y
dijo:
–Ése es el
último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le
tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a
ello el que se tardare en abrir la sepultura.
–Eso haré yo de muy buena gana –dijo Vivaldo.
Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo
deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así
decía:
Ya que quieres, cruel, que se publique,
de lengua en lengua y de una en otra gente,
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espantable voz irá el acento,
y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido, y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos,
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas;
o ya en escuros valles, o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano,
o adonde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano;
que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos,
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, atierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
matan los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suerte.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza,
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por estremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas del temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar estos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh, en el reino de amor fieros tiranos
celos, ponedme un hierro en estas manos!
Dame, desdén, una torcida soga.
Mas, ¡ay de mí!, que, con cruel vitoria,
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin; y, porque nunca espere
buen suceso en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace,
y que, en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y, con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de cómo, alegre, a tu rigor me ofrezco,
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes, con risa en la ocasión funesta,
descubre que el fin mío fue tu fiesta;
mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
Tántalo con su sed; Sísifo venga
con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egïón no se detenga,
ni las hermanas que trabajan tanto;
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
–si ya a un desesperado son debidas–
canten obsequias tristes, doloridas,
al cuerpo a quien se niegue aun la mortaja.
Y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstros,
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha augmenta su ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
Bien les pareció, a los que escuchado habían, la
canción de Grisóstomo, puesto que el
que la leyó dijo que no le parecía que conformaba con la relación que él había
oído del recato y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de
celos, sospechas y de ausencia, todo en perjuicio del buen crédito y buena fama de
Marcela. A lo cual respondió Ambrosio, como aquel que sabía bien los más
escondidos pensami[e]ntos de su amigo:
–Para que, señor, os satisfagáis desa duda, es bien
que sepáis que cuando este desdichado escribió esta canción estaba ausente de
Marcela, de quien él se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con
él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y, como al enamorado ausente no hay cosa que no le fatigue
ni temor que no le dé alcance, así le fatigaban a Grisóstomo los celos
imaginados y las sospechas temidas como si fueran verdaderas. Y
con esto queda en su punto la verdad que la
fama pregona de la bondad de Marcela; la cual, fuera de ser cruel, y un poco
arrogante y un mucho desdeñosa, la mesma envidia ni debe ni puede ponerle falta
alguna.
–Así es la verdad –respondió Vivaldo.
Y, queriendo leer otro papel de los que había
reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visión –que tal parecía ella–
que improvisamente se les ofreció a los ojos; y fue que, por cima de la peña
donde se cavaba la sepultura, pareció la pastora Marcela, tan hermosa que
pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la
miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla
no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas, apenas la
hubo visto Ambrosio, cuando, con muestras de ánimo indignado, le dijo:
–¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si
con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad
quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición, o a
ver desde esa altura, como otro despiadado Nero, el incendio de su abrasada
Roma, o a pisar, arrogante, este desdichado cadáver, como la ingrata hija al de
su padre Tarquino? Dinos presto a lo que vienes, o qué es aquello de
que más gustas; que, por saber yo que los pensamientos de Grisóstomo jamás
dejaron de obedecerte en vida, haré que, aun él muerto, te obedezcan los de
todos aquellos que se llamaron sus amigos.
–No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho –respondió Marcela–, sino a volver por mí misma, y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos.»Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir ‘‘Quiérote por hermosa; hasme de amar aunque sea feo’’. Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pedilla ni escogella. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda?
»Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno dellos bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: ¡mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito.»El cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase, de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas destas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.
Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta
alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí
cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a
todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras –de aquellos que de la
poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos– de quererla
seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño que habían oído. Lo cual
visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería,
socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su
espada, en altas e inteligibles voces, dijo:
–Ninguna persona, de cualquier estado y condición
que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa
indignación mía. Ella ha mostrado con claras y
suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo,
y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes, a
cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y
estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la
que con tan honesta intención vive.
O ya que fuese por las amenazas de don Quijote, o
porque Ambrosio les dijo que concluyesen con lo que a su buen amigo debían,
ninguno de los pastores se movió ni apartó de allí hasta que, acabada la sepultura y abrasados los papeles de Grisóstomo,
pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes.
Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto que se acababa una losa
que, según Ambrosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de
decir desta manera:
Yace aquí de un amadorel mísero cuerpo helado,que fue pastor de ganado,perdido por desamor.Murió a manos del rigorde una esquiva hermosa ingrata,con quien su imperio dilatala tiranía de su amor.
Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas
flores y ramos, y, dando todos el pésame a su amigo Ambrosio, se despidieron
dél. Lo mesmo hicieron Vivaldo y su compañero, y don Quijote se despidió de sus
huéspedes y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese con ellos a
Sevilla, por ser lugar tan acomodado a hallar aventuras, que en cada calle y
tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quijote les agradeció
el aviso y el ánimo que mostraban de hacerle merced, y dijo que por entonces no
quería ni debía ir a Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas
sierras de ladrones malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas.
Viendo su buena determinación, no quisieron los caminantes importunarle más,
sino, tornándose a despedir de nuevo, le dejaron y prosiguieron su camino, en
el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela y Grisóstomo
como de las locuras de don Quijote. El cual determinó
de ir a buscar a la pastora Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su
servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdadera
historia, dando aquí fin la segunda parte.
Me he acordado de varias cosas al leerlo:
¿Qué puede haber detrás de la muerte de Grisóstomo o de alguien que se quita la vida “por desamor”?
Se estima que las dos terceras partes de quienes se quitan la vida sufren depresión.
Los suicidas poseen un sentido de indefensión y desesperanza ante las situaciones que los afectan. Exhiben algunas características tales como impulsividad, baja tolerancia a la frustración y son personas sin espíritu de lucha. Suelen ser pacientes más agresivos, exigentes, dependientes e insatisfechos que los demás.
La idea de quitarse la vida puede surgir por varios motivos diferentes. Entre ellos:
Como deseo vengativo hacia otra persona, de control hostil del otro, de castigo del otro o una búsqueda de impacto en los otros.
Como el deseo de promover cambios en las actitudes o sentimientos de los demás, o buscar averiguar póstumamente si se es querido por los otros.
Como deseo de lograr el amor de un objeto (persona amada) vivo.
Como caída de la autoestima unida a una sensación de impotencia extrema después de una injuria narcisista.
Como deseo de conmover a otros o generarles culpabilidad o perjudicarlos de alguna manera y hacerlos sufrir.
La fuente es wikipedia. Uno lee todo esto y se pregunta: ¿Es razonable quitarse la vida por estos motivos? Más bien parece ridículo y egoísta, insensato…Uno tiene que estar realmente enfermo.
También pensé que el amante siempre tiene “mejor prensa” que el amado. El amante no correspondido se presenta como víctima pero, en cualquier caso, es víctima "de sí mismo".
Y también pensé: ¿Cuántas veces no acusamos a la persona que queremos de nuestras desdichas? Incapaces de asumir nuestra responsabilidad, culpamos al otro de nuestra insatisfacción, de haber sacrificado oportunidades, de haber mirado por ellos más que por nosotros mismos, …¿hasta qué punto es justo y razonable? ¿no lo hacemos con cierto afán de control? ¿por vanidad?
Quizá la lección más importante sea que debemos desconfiar de lo que se dice o se cuenta o se da por sentado. No sólo hay que fijarse en las cosas visibles [en las apariencias] sino también desconfiar de los sentidos [puede que los sentidos nos engañen, puede tratarse de falsas apariencias]. En un principio se da por sentado que Marcela fue responsable del suicidio de Grisóstomo. Después de que Ambrosio leyese la Canción desesperada del difunto y Marcela se defendiese de la acusación, los papeles se tornan. ¿Quién actúa de forma cruel y vengativa? ¿Es legítimo forzar a alguien a que nos quiera?
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