Padre
e hijo. Arquitecto Alexánder Pávlovich Polóznev y Misaíl Polóznev
Y tú,
mírate: eres un proletario, un mendigo, ¡vives a costa de tu padre!
Y, según costumbre, se puso a hablar de que la
juventud
actual perece a causa del ateísmo, el materialismo y el exceso de
presunción. Y de que era preciso prohibir los espectáculos de aficionados, ya
que apartaban a los jóvenes de la religión y de las obligaciones.
-Le ruego que me escuche –dije con aire
taciturno, sin esperar nada bueno de esta conversación-. Lo que usted llama
situación social constituye un privilegio del capital y de la instrucción. La
gente pobre y sin instrucción se gana el pan con un trabajo físico, y no veo
por qué motivo tengo que ser una excepción.
-Cuando empiezas a hablar del trabajo físico resulta algo tonto y vulgar –dijo mi padre, irritado-. Entiéndelo, eres un obtuso; entiéndelo, cabeza sin seso, que tienes –aparte de la fuerza bruta física- el Espíritu de Dios, el fuego sagrado, que te diferencia en alto grado del burro o del reptil, y te acerca a la divinidad. Este fuego se conquista desde hace miles de años por los mejores hombres. Tu bisabuelo, Polóznev, fue general y luchó en Borodino; tu abuelo fue poeta, orador y jefe de la nobleza; tu tío fue pedagogo. Y, finalmente, yo tu padre, ¡arquitecto! ¡Todos los Polóznev han mantenido el fuego sagrado para que tú lo apagues!
-Hay que ser justos –intervine-. Millones de personas realizan un trabajo físico.
-¡Que lo realicen! ¡No saben hacer otra cosa! Un trabajo físico puede realizarlo cualquiera, incluso un tonto de remate y un delincuente. Ese trabajo es una distinción característica del esclavo y del bárbaro, en tanto que el fuego sagrado es patrimonio tan sólo de unos pocos.
Era inútil continuar esta conversación. Mi padre se adoraba y le resultaba convincente sólo lo que decía él mismo. Además, yo sabía muy bien que esa altanería con que hacía referencia al trabajo plebeyo, tenía su fundamento no tanto en consideración al fuego sagrado cuanto al miedo secreto de que yo me convirtiera en obrero, y obligase a toda la ciudad a hablar de mí.
De niño, cuando me pegaba mi padre, yo tenía
que permanecer firme, con las manos en las costuras del pantalón, y mirarle a
la cara. Ahora, cuando me pegaba, yo perdía por completo el control y
era como si se prolongara mi infancia, me estiraba y trataba de mirarle a la
cara. Mi padre era viejo y estaba muy delgado, pero sus finos músculos eran muy
fuertes, como correas, porque al pegar hacía mucho daño.
Mi decisión de no volver a la oficina,
de empezar una nueva vida de obrero, era inconmovible.
Me esperaba una vida monótona de obrero, de
hambre, de malos olores, de ambiente grosero, con la idea continua de ganar un
jornal y el pan. (…) Pero ahora pensar en mis futuros infortunios me resultaba
divertido. (…) Mi inclinación hacia el disfrute de lo intelectual –por ejemplo,
hacia el teatro y la lectura-, la tenía desarrollada hasta el apasionamiento,
pero no
sé si tenía capacidad para una labor intelectual.
Mi actividad en la esfera de los estudios y
del empleo no exigía ni una atención intelectual, ni talento, ni aptitudes
particulares, ni un elevado espíritu creador: era una máquina. Este
trabajo intelectual lo coloco por debajo del físico, lo desprecio y no creo que
pueda servir ni por un minuto para justificar una vida ociosa y despreocupada,
ya que no es otra cosa que un engaño, una de las facetas de esa ociosidad. Con
toda seguridad, el verdadero trabajo intelectual no lo he conocido nunca.
Además de eso, yo tenía mala reputación en la
ciudad a causa de no tener una situación social y de que con frecuencia jugaba
al billar en tabernas de poca categoría. Y posiblemente también porque por dos
veces, sin ningún motivo por mi parte, me habían llevado a presencia del
oficial de los gendarmes.
Qué insignificante es el hombre en comparación
con el universo.
Y lo decía con un tono tal, como si le
resultase extraordinariamente lisonjero y agradable el ser tan insignificante.
¡Qué hombre sin talento!
Por desgracia, era el único arquitecto que
teníamos en la ciudad y en los últimos quince o veinte años, según recuerdo, en
la ciudad no se había construido ni una casa conveniente.
Y no sé por qué, todas estas casas construidas
por mi padre, parecidas unas a otras, me recordaban confusamente su sombrero de
copa, su nuca delgada y tozuda. Con el correr del tiempo, la ciudad se habituó a esa falta
de talento de mi padre, echó raíces y se convirtió en nuestro estilo.
Mi padre introdujo este estilo también en la
vida de mi hermana.
Cleopatra
Polóznev
Y ahora, cuando ya tenía veintiséis años, continuaba
lo mismo. Le permitía ir del brazo sólo con él, y no sé por qué imaginaba que,
pronto o tarde, tenía que aparecer un joven aceptable que querría casarse
con ella por respeto a las cualidades particulares del arquitecto.
Yo tenía mi habitación en casa, pero vivía en
el patio en una casucha –bajo el mismo techo de la cochera, hecha de ladrillos-
que se había construido antaño sin duda para dejar allí las guarniciones de las
caballerías.
Al vivir aquí y aparecer con menos frecuencia
ante mi padre y sus huéspedes y no yendo a comer todos los días, las palabras
de mi padre de que vivía a expensas suyas ya no me resultaron tan
ofensivas.
Mi hermana, agobiada por esta ramplonería, se
preocupaba únicamente de la manera de acortar los gastos y por eso nos
alimentábamos mal.
Le dije que la idea de trabajar en el ferrocarril
que se estaba construyendo no se me había ocurrido nunca y que, tal vez,
estuviera dispuesto a probar.
La hija del ingeniero Dolgíkov
Como persona de la ciudad, se le permitía
hacer observaciones durante los ensayos.
Se decía que estudiaba canto en el
conservatorio de San Petersburgo y que incluso había cantado durante todo el
invierno en una ópera privada.
Aniuta Blágov
Era la hija del vicepresidente del Tribunal, que
ejercía en nuestra ciudad hacía mucho tiempo, al parecer desde la misma
instauración del Juzgado del distrito.
Ingeniero Dolgíkov, el de
las promesas
Todo parecía querer decir que un hombre había
vivido, se había esforzado y había conseguido al final la felicidad posible en
la tierra.
-Sí, sí me ha hablado Blágov –con viveza se
volvió hacia mí, sin darme la mano-. Pero escuche ¿qué puedo ofrecerle? ¿Qué
puestos de trabajo tengo yo? Son ustedes gentes extrañas, señores –continuó en
voz alta y con un tono como si me echara una reprimenda. Vienen ustedes a verme
como veinte personas al día. ¡Se imaginan ustedes que tengo un departamento
ministerial! Tengo una línea de ferrocarril, señores, tengo
trabajos
forzados: necesito mecánicos, cerrajeros, desmontistas, carpinteros,
poceros, y todos ustedes sólo pueden estar sentados y escribir ¡nada más!
¡Todos ustedes son escritores!
-¿Qué saben ustedes hacer? –prosiguió-. ¡No saben hacer nada! Yo soy ingeniero, soy un hombre acomodado, pero antes de abrirme camino he realizado durante mucho tiempo trabajos duros, he sido maquinista, he trabajado dos años en Bélgica como simple engrasador. Juzgue usted mismo, amigo ¿qué trabajo puedo ofrecerle?
Para ir a Dubéchnia, me levanté temprano (…)
Estaba triste y no quería marcharme de la ciudad. Amaba mi ciudad natal. ¡Me
parecía tan bonita y cálida! Me gustaba ese verdor, las mañanas soleadas y
silenciosas, el sonido de nuestras campanas. Pero las gentes, con las
que yo vivía en esta ciudad, me resultaban aburridas, ajenas, y, a veces,
incluso repugnantes. No las quería ni las comprendía.
Yo no comprendía para qué y de qué vivían todas estas personas. (…) qué
era nuestra ciudad y qué hacía, eso no lo sabía. La Gran Dvoriánskoya y las otras
dos calles de las más cuidadas vivían de capitales hechos y de sueldos, que
percibían los funcionarios del tesoro público. Pero ¿de qué vivían las
restantes ocho calles que se arrastraban paralelas unas tres verstas y desaparecían tras la colina?
(…) ¡Da vergüenza decir cómo vivía esta gente! (…) En la asamblea, en casa del
gobernador, en la del obispo, en todas las casas se hablaba durante muchos
años de que en nuestra ciudad no había agua potable y barata y que era
absolutamente necesario obtener un préstamo del tesoro público de doscientos
mil rublos para hacer la acometida del agua. Los hombres muy ricos, que en
nuestra ciudad podían contarse hasta unos treinta, y que a veces perdían a las
cartas una finca entera, también bebían agua malsana y toda la vida hablaban
con entusiasmo del préstamo, cosa que yo no entendía. A mí me parecía más
sencillo que sacaran esos doscientos mil rublos del propio bolsillo.
En toda la ciudad yo no conocía una sola persona honrada. (…)
Sólo de las jovencitas emanaba una pureza natural, la mayoría de ellas tenían
grandes aspiraciones, honestas, las almas puras; pero no comprendían la vida y
creían que las concusiones se daban por respeto a las cualidades espirituales
y, al casarse, envejecían pronto, se abandonaban y se hundían irremisiblemente
en el cieno de la chabacanería, de la existencia de la pequeña burguesía.
Nuestros tenderos, para entretener a estos
miserables hambrientos, daban de beber vodka a los perros y a los gatos o
ataban al rabo del perro una lata con petróleo, lanzaban un silbido y el perro
se lanzaba por la calle, haciendo sonar la lata y aullando de horror; el animal
creía que le perseguía y pisaba los talones algún monstruo, corría lejos, fuera
de la ciudad, al campo y ahí caía completamente agotado.
Nada me molestaba tanto en la vida como la sensación
aguda del hambre. (…) Tal vez por eso comprendía perfectamente por qué
había tanta gente que trabajaba sólo por un pedazo de pan y únicamente podía
hablar de víveres.
Los Cheprákov
-Ya ve usted, hemos vendido nuestra finca.
Naturalmente, es una pena, estábamos acostumbrados a esto, pero Dolgíkov me ha
prometido hacer a Jean jefe de la estación de Dubéchnia, de manera que
no nos marcharemos de aquí, viviremos en la estación, que es lo mismo que si
fuera en la finca. ¡Es tan bueno el ingeniero! ¿No encuentra usted que es muy
bueno?
Hacía poco todavía que los Cheprákov vivían
lujosamente, pero todo cambió después de la muerte del general. Elena
Nikifórovna empezó a pelearse con los vecinos, se puso a pleitear, a no pagar
todo a los encargados y obreros, tenía miedo de que la robasen, y en unos diez
años Dubéchnia
se había hecho irreconocible.
El
hermano de Aniuta, el médico
Por su aspecto exterior todavía parecía un
estudiante. (…) Servía en un regimiento y ahora había venido con permiso a casa
de su familia, decía que en otoño iría a San Petersburgo para hacer su tesis de
doctorado. Estaba ya casado y tenía tres niños; se casó muy joven, cuando
todavía cursaba segundo y ahora se decía en la ciudad que no era feliz en la
vida matrimonial. Ya no vivía con la mujer.
¿Cleopatra enamorada?
En su voz se oía la extrañeza, como si le
pareciera imposible que ella también pudiese experimentar la felicidad en su
alma. Por primera vez en la vida yo la veía tan contenta. Se había puesto
incluso más guapa. (…) Cuando hablaba tenía un aire gracioso e incluso
resultaba bonita (…) pero tenía una palidez enfermiza, tosía con frecuencia y
en sus ojos yo captaba a veces la expresión de la gente que suele estar seriamente
enferma, pero que lo ocultan por algún motivo. En la alegría que
manifestaba ahora había algo infantil, ingenuo, como si aquella alegría que
durante nuestra infancia reprimían y ahogaban con una educación severa, se
hubiera despertado de pronto en su alma y se hubiera liberado.
[Misaíl]
A causa del ocio y de la vaguedad de mi
situación me atormentaba una angustia física. Y yo paseaba por la finca
descontento de mí mismo, flojo, hambriento, y sólo esperaba el momento
psicológico adecuado para marcharme.
[Dolgíkov]
A todos los hombres humildes, no se sabe por
qué, les llamaba Pantiléi y a la gente como Cheprákov y yo, los despreciaba
y los trataba a sus espaldas de borrachos, animales, canallas. De un modo
general, era duro con los pequeños empleados y despedía del trabajo de una
manera fría, sin explicaciones. (…) Como despedida nos prometió echarnos a todos
dentro de dos semanas.
Andréi Iványch Riédka, el pintor
He venido a casa de la generala a pagarle los
intereses. El año pasado le pedí prestados cincuenta rublos y ahora le pago un
rublo al mes.
Yo entiendo así las cosas: si un hombre
sencillo o un señor cobra el más pequeño interés ya es un malvado. No puede existir la verdad en un hombre así.
Riédka carecía de sentido práctico y sabía
organizarse mal; cogía más trabajo del que podía hacer y en el momento de hacer
cuentas se turbaba, se perdía en conjeturas y casi siempre estaba en déficit.
Era un magnífico obrero, a veces llegaba a
ganar hasta diez rublos al día y si no fuera por ese deseo a toda costa de ser patrón
y llamarse maestro de obras, sin duda hubiera ganado buen dinero.
Yo vivía ahora entre gentes para quienes el
trabajo era obligatorio e inevitable y que trabajaban como caballos de tiro,
muchas veces sin reconocer el significado moral del trabajo e incluso nunca
empleaban en la conversación la palabra “trabajo”; a su lado, yo también me
sentía una bestia de carga, cada vez más convencido de la obligación y de la
necesidad de este trabajo que realizaba, que me hacía la vida más liviana,
librándome de toda clase de sospechas.
¡Pero sobre todo vivía por mi propia cuenta y
no constituía una carga para nadie!
Y nadie me trataba con tanta dureza
como precisamente aquellos que, hacía todavía poco, eran unas pobres gentes que
ganaban el pan con un trabajo ínfimo. Cuando pasaba entre los puestos del
mercado al lado de la ferretería, como por descuido me echaban agua encima
La gente que me conocía adoptaba un aire
confuso al encontrarse conmigo. Unos, me miraban como a un excéntrico y un
bufón; otros, me tenían lástima; los terceros no sabían cómo tratar conmigo y
era difícil comprenderlos.
[Aniuta Blágov]
-Le ruego que no me salude en la calle…-dijo
nerviosa, ásperamente, con voz temblorosa, sin estrecharme la mano, y de pronto
sus ojos se llenaron de lágrimas-.
Yo no disputaba con mis compañeros (…)
Vivíamos amigablemente entre nosotros. Los muchachos sospechaban que yo era un
sectario religioso y bromeaban cariñosamente conmigo diciendo que hasta
mi padre había renunciado a mí, y en seguida contaban que ellos pocas veces
pisaban la iglesia
Los muchachos me respetaban y tenían
miramientos conmigo (…) Sólo les chocaba desagradablemente que yo no tomara
parte en el robo del aceite y que no fuera con ellos a pedir propinas a los
clientes. El robo del aceite y de la pintura del cliente era usual entre los
pintores y ni siquiera se consideraba un robo. Y era curioso que incluso un
hombre tan justo como Riédka
No iba a casa a visitar a los míos. Los
domingos venía mi hermana, pero a escondidas.
[el doctor Blágov]
-Empezaré por decirle –dijo sentándose en mi
cama- que simpatizo con usted con toda mi alma y respeto profundamente su forma
de vivir. Aquí, en la ciudad, no nos comprenden y no hay quien pueda hacerlo.
(…) Para cambiar de vida tan brusca y radicalmente, como lo ha hecho usted, ha
sido preciso pasar por una transformación espiritual compleja
y, para continuar ahora esta vida y encontrarse continuamente a la altura
de sus convicciones, tiene usted que trabajar tensamente día tras día
con la inteligencia y con el corazón. (…) ¿no encuentra que si
hubiera empleado su fuerza de voluntad, esa tensión, todo ese
potencial, en alguna otra cosa, por ejemplo, en convertirse con el tiempo en
un famoso sabio o artista, su vida hubiera sido más ancha y profunda y
hubiera resultado más fecunda en todos los sentidos?
Es preciso que los fuertes no esclavicen a los
débiles, que la mayoría no sea para la minoría un parásito o una sanguijuela
que les chupa de forma crónica la mejor de su savia, es decir, hace falta que
todos sin excepción –fuertes y débiles, ricos y pobres- participen de un modo igual en la
lucha por la subsistencia, cada uno para sí, y en este sentido no hay
mejor remedio para nivelar a la gente que el trabajo físico en calidad
universal, obligatorio para todos.
Si no esclaviza usted a nadie, si no es usted
una carga para nadie, ¿qué otro progreso hace falta?
A mi juicio es el progreso más auténtico y,
tal vez, el único posible y necesario para el hombre.
Si los límites del progreso son infinitos,
como usted dice, entonces su finalidad no está determinada. Es vivir y no saber
de un modo determinado para qué se vive.
[doctor Blágov]
Usted sabe para qué vive, para que unos no
esclavicen a otros, para que los pintores y el que les prepara los colores,
coman del mismo modo. Pero esa es la parte gris y burguesa de la vida, la
comida, y vivir sólo para eso ¿acaso no da asco? Si unos insectos esclavizan a
otros ¡allá ellos! ¡Que se coman los unos a los otros! Pero no es en ellos en
quienes tenemos que pensar –de todos modos morirán y se pudrirán por mucho que
se les salve de la esclavitud-, es preciso pensar en el gran X que espera toda
la humanidad en un futuro lejano.
Mi humor también era otoñal. Quizá porque al
convertirme en obrero, veía el otro lado de la vida que se hacía en la
ciudad, casi todos los días hacía nuevos descubrimientos que me sumían en la
desesperación. Mis conciudadanos, sobre quienes antes no tenía ninguna opinión
o que exteriormente me parecían totalmente honrados, ahora resultaban gentes
bajas, crueles, capaces de cualquier villanía. A nosotros, gente sencilla, nos
engañaban, nos obligaban a esperar horas enteras en vestíbulos fríos o
en la cocina, nos ofendían y nos trataban con extrema grosería.
En las tiendas, a los obreros, nos vendían
carne maloliente, harina apolillada y té que ya había sido empleado.
Pero, principalmente, lo que más estupefacto
me dejaba en mi nueva situación era la ausencia total de justicia,
precisamente lo que el pueblo define con estas palabras “Han olvidado a Dios”. Raro era el
día que se pasaba sin estafa. Nos estafaban los comerciantes que nos vendían el aceite
de lino, los capataces, los compañeros e incluso los clientes. Caía de su peso
que no podía haber cuestión sobre ninguno de nuestros derechos y el dinero que
ganábamos teníamos que pedirlo cada vez como una limosna, en la puerta de
servicio y descubiertos.
[la hija del ingeniero Dolgíkov, María
Victórovna, Másha]
He conocido ya a su hermana; es una muchacha
encantadora, simpática, pero no puedo convencerla de ninguna manera de
que no hay nada horroroso en su forma sencilla de vida de usted.
-¡Es usted un hombre feliz! –suspiró-. Toda
la maldad del mundo me parece que viene del ocio, del aburrimiento, del
vacío espiritual y todo eso es inevitable cuando uno se acostumbra a vivir a
costa de otros. No crea que estoy fingiendo, se lo digo sinceramente: no es
interesante ni agradable ser rico. (…) de un modo general no
hay ni puede haber riqueza adquirida con justicia.
[el gobernador]
Su honorable padrecito se ha dirigido por
carta y verbalmente al mariscal de la nobleza de la provincia, para rogarle que
le llamase a usted y explicarle lo incompatible de su conducta con la calidad
de noble que usted tiene el honor de poseer.
-Confío –prosiguió- que apreciará usted la
delicadeza del respetable Alexander Pávlovich, que se ha dirigido a mí no de un
modo oficial sino particular. Tampoco yo le he llamado de un modo oficial y
hablo con usted no como gobernador, sino como sincero admirador de su padre. Y
así, le ruego que o cambie de conducta y vuelva a las obligaciones decentes de su
clase social o, para evitar el escándalo, que se traslade a otro lugar,
donde no le conozcan y donde puede usted dedicarse a lo que quiera. En caso
contrario, me veré obligado a tomar medidas extremas.
[Másha]
-Le digo a usted todo esto, porque quiero
iniciarle en mi secreto. Voilá! Esta es mi biblioteca sobre agricultura. (…)
Mi sueño, mi dulce ilusión, es marcharme a Dubéchnia en cuanto llegue el mes de
marzo. ¡Aquello es divino, pasmoso! ¿no es verdad? El primer año me voy a fijar
cómo lo hacen y acostumbrarme, y al año siguiente ya me pondré a trabajar yo
misma en serio sin que se me caigan los anillos, como suele decirse. Mi padre me ha
prometido regalarme Dubéchnia, y haré en ella todo lo que quiera.
[ingeniero Dolgíkov]
Ser un obrero honrado es más inteligente y
honroso que estropear papel del Estado y llevar una escarapela encima de la
frente.
Me percataba de que despreciaba como antes mi
miseria y me aguantaba sólo por agradar a su hija; yo ya no podía reírme y
decir lo que quería, me mantenía intratable y esperaba siempre que me llamase
Pantiléi, como a su lacayo Pável. ¡Cómo se revolvía mi orgullo
provincial y burgués! Yo, un proletario, un pintor, iba todos los días a casa
de gente rica, que no eran nada mío, a los que toda la ciudad miraba como a
extranjeros, y todos los días bebía con ellos vinos caros y comía
extraordinario
Una vez, durante la cena, nos comimos con el
ingeniero una langosta entera. Regresando a casa, recordé que durante la cena
el ingeniero me había llamado dos veces “querido” y llegué a la conclusión de
que en esa casa me acariciaban como a un gran perro desgraciado, separado de su amo,
que se divertían conmigo y que cuando se cansaran me echarían como a un perro.
Me dio vergüenza y me dolió, me dolió hasta saltárseme las lágrimas y, mirando
al cielo, juré poner fin a todo esto.
Mi vida. Relato de un provinciano; Antón
Chéjov.
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