jueves, 15 de noviembre de 2012

Ocho millas de libros de segunda mano



Fragmentos de Ventanas de Manhattan, Antonio Muñoz Molina



La soledad me exaltaba y me daba miedo. Me habían dicho que caminar solo y de noche por Nueva York podía ser muy peligroso.

Volví a llamar a la recepción, a marcar el número con mi apocamiento español, agobiado por la distancia desoladora entre lo que uno piensa que sabe de un idioma y lo que su lengua torpe acierta a articular.

Alguien me había contado que las escalinatas de salida de algunas estaciones estaban cegadas por escombros y vertederos de basura, y que había lunáticos especializados en acercarse por detrás a los viajeros en los andenes y empujarlos hacia las vías justo en el momento en que llegaba un tren. Era entonces cuando se publicaban crónicas fantasiosas en los periódicos españoles sobre los caimanes ciegos que se multiplicaban en las alcantarillas de Manhattan.

Cómo distinguir la verdad de la mentira en una ciudad donde las dos parecen igual de inverosímiles.
En Nueva York el tránsito de la belleza a la desolación sucede siempre expeditivamente, como si el principio universal de máxima eficiencia hubiera aconsejado la supresión de gradaciones intermedias.

Qué haría yo si el autobús tenía su última parada en una de aquellas esquinas de grupos sombríos y neones enfermos, si no me quedaba más remedio que echarme a caminar sin la menor idea de hacia dónde tenía que dirigirme y sin ningún taxi en las inmediaciones, con todo mi aire de turista extraviado e incauto, dócil al atraco, con mi mapa mal doblado en la mano y mi cartera en el bolsillo, y en ella la tarjeta de crédito y unos cuantos billetes de cien dólares, no muchos, pero sí flamantes

Y nada de aquello podía ser Nueva York ni se parecía a la ciudad que las películas y las postales me habían enseñado a esperar

En el control de pasaportes es donde uno se encuentra de golpe y sin aviso con el autoritarismo administrativo de los Estados Unidos, con la aspereza y los malos modos de esos funcionarios de Inmigración que tienen para el europeo una envergadura amenazante

Ése es el momento en el que por primera vez en la vida uno se encuentra en la situación de explicar si pertenece o no a una organización terrorista, si ha participado en algún genocidio, si lleva en su equipaje explosivos, armas de fuego o caracoles.

Quizás los perros también han sido educados para percibir el olor del miedo en la transpiración de los posibles contrabandistas o de esa clase de gente, a la que yo pertenezco, que se siente acusada y casi culpable ante la simple proximidad de un policía, y que automáticamente pone cara de esconder un secreto

Aquí se ve en seguida que el trabajo de cada día requiere fuerzas que podrían aplastarlo a uno, resistencias y tenacidades muy superiores a las de un desmedrado organismo europeo o hispánico, cuerpos humanos fortalecidos a una escala necesaria para desenvolverse entre estas maquinarias brutales


Entonces, a principios de los años noventa, Manhattan tenía una población de pobres errantes que luego fueron desapareciendo, dicen que encerrados por orden del terminante alcalde Giuliani en hoteles decrépitos de las afueras, en albergues y manicomios, para que no perturbaran la imagen próspera de la ciudad.

Eran como naúfragos animalizados por muchos años de soledad ajena a todo trato humano, como exploradores o tramperos perdidos en los bosques invernales del Norte. Eran de todas las edades, viejos decrépitos o adolescentes
Desaparecieron casi del todo en el curso de unos años, como una especie de la que van quedando muy pocos ejemplares, igual que dejaron de verse las prostitutas, los camellos y los yonquis


Resonancia al tema de la película Grupo 7, de Alberto Rodríguez 2012


Pero ahora vuelven, poco a poco, según la policía rebaja la vigilancia y la crisis económica golpea de nuevo la ciudad, después del vértigo insensato de los años noventa, que ya había empezado a apagarse antes del cataclismo del 11 de septiembre. Regresan los homeless, los vagabundos de las calles.

Megamillonarios que habitan apartamentos de cincuenta habitaciones en las torres más ostentosas de Park Avenue o de la Quinta Avenida, frente al lado este de Central Park.

Como esos tiburones financieros de Wall Street que no tienen escrúpulos ni conocen el sosiego y son capaces de jugarse la vergüenza y la cárcel con tal de añadir a sus riquezas ya inconcebibles algunos miles de millones de dólares.

Quizás no quepa en ninguna otra parte del mundo tanta distancia en un espacio tan breve, entre el resplandor dorado y misterioso que fluye de las ventanas de los infinitamente ricos y la sucia penumbra, al otro lado de la avenida, donde se arrebujan tirados en sus bancos los más miserables.

Vivir bien cobijados y seguros, al amparo del temporal que azota el asfalto y las aceras diez pisos más abajo, las esquinas afiladas en las que salta el viento polar como un animal de presa, helando la cara y atravesando la ropa con una furia de agujas y cuchillas de hielo, traspasando los huesos del cráneo hasta el filo del desvanecimiento si uno no ha tenido la precaución de abrigarse la cabeza.

Y la cita futura que ninguno de mis interlocutores conocía era en mi conciencia como un rescoldo secreto que me calentaba el corazón.

La substancia, el fuego del hogar




La ciudad a la que viajas de regreso no es la misma si cuando llegues habrá alguien esperándote en ella. Lo que fue un escenario admirable y un paisaje exterior desde ahora es una parte de tu alma, un atributo del deseo que te lleva en suspenso como los vuelos de los sueños, que te acelera los latidos del corazón y el ritmo de los pasos con los que cruzas sin pisar del todo el suelo los vestíbulos de los aeropuertos.

Quizás en el último momento ella había decidido no emprender el viaje, que al fin y al cabo tenía mucho de aventura con un casi desconocido, o quizás le habían dado miedo el país y la ciudad donde no había estado nunca, el ancho océano que debería atravesar por primera vez.


La incertidumbre que no desaparece o no debiera desaparecer. El amor que parece seguro, que torpemente se da por supuesto, no se aprecia tanto. 




El aficionado, sobre todo el aficionado europeo, no piensa mucho, porque tiene una idea exclusivamente poética del jazz, abstracta, alimentada por la belleza intemporal y también incorpórea de los discos, de modo que no repara en lo que hay de oficio y puro trabajo con largos horarios y sin demasiado fruto en las vidas de la mayoría de los jazzmen

Igualmente ocurre con casi todos los lugares y oficios que uno no conoce desde dentro.
La idea vaga y poética que se tiene del oficio de escritor.




Quizás Estados Unidos es el único país del mundo en el que un político, un artista e incluso un predicador evangélico pueden llevar peluquín sin que se hunda su carrera.


Estos golpes de ironía son un guiño al lector. Compensan el relato de ese otro discurso crítico que a pesar de ser certero sabe tan amargo. Quizá "discurso" no sea aquí el término adecuado. Me refiero a ese otro tono de la narración que está desprovisto de humor porque lo que cuenta no lo admite: las situaciones de desigualdad, por ejemplo.



Las canciones aludían “al miedo que nosotros teníamos a empezar a perdernos cuando acabara esa noche y el despertar del día siguiente tuviera la luz enfriada y la tristeza gradual y angustiosa del final del viaje, de la despedida y la incertidumbre sobre el porvenir.”

En mi tierra las ventanas mantienen con el exterior una relación difícil, de cautela y secreto. Se entornaban las cortinas, se echaban las persianas, se aspiraba a ver sin ser vistos.

Ventanas siempre transparentes. Es una de las paradojas de Nueva York, una entre tantas de sus oposiciones extremas, como la del calor y el frío, el aire acondicionado y la calefacción, la belleza y la fealdad, la opulencia y la miseria, la antipatía y la afabilidad.

En España el peor insulto que puede recibir quien escribe libros o hace películas, quien se dedica casi a cualquier forma de arte, es que se le llame localista, o costumbrista. En Nueva York uno se da cuenta de que el arte americano, que en cualquier parte del mundo se percibe como universal, es de un localismo extremo, y sus cualidades universales o abstractas proceden de nuestra lejanía hacia los motivos, los escenarios y las experiencias que lo alimentan.

Para entender la obra de Edward Hopper:


Pero ésa es la visión de quien se pasea de noche por un barrio tranquilo de Nueva York, por las calles residenciales de Chelsea o del Upper West Side.

[La ventana indiscreta] El argumento de Rear Window procede de un cuento de Cornell Woolrich, que muchas veces firmó como William Irish.
La materia siempre tan extraña de la que están hechas las vidas de los otros, de los desconocidos.
Los instantes cruciales en las vidas de los personajes estallan como fogonazos, transcurren tan rápidamente y sin sosiego como la prosa en la que están escritos




Acuarelas y grabados recientes de Alex Katz

Qué difícil recordar cómo era entonces la casa en la que vi una noche esa película en la televisión,[Portrait of Jennie] Jennie, que ya no pude ver de nuevo en veinte años, hasta que la encontré en un videoclub, con la sensación de rescatar no tanto una película como un objeto valioso y perdido o como un fragmento intacto del pasado, de mi vida más íntima en el principio de una adolescencia aturdida, sentimental, pueblerina, ignorante, un par de horas de una noche casi con toda seguridad de 1970




Yo quería ser o me imaginaba que era como ese hombre, ese pintor sin suerte que se ha enamorado de una muchacha que quizás está muerta o sólo es un desvarío o un espejismo: lo que yo tanto deseaba tampoco existía, estaba muy lejos y era muy difícil que yo pudiera lograrlo alguna vez.
Resonancias de Carlota Fainberg y En ausencia de Blanca




Como un secreto alimento contra el infortunio que acaba perdiéndose por muy cuidadosamente que uno haya querido administrárselo.


Las narraciones nos salvan en momentos delicados. Las palabras pueden sanarnos y rehacernos. Me acordé de este cuento: Frederik de Leo Lionni.





Hay días en los que resulta grato ser un forastero en estas calles, tan liviano de identidad como de equipaje, y otros días de lluvia contumaz y vengativa en los que uno siente sobre sí, igual que la humedad que le sube por la espalda, todo el peso de la extrañeza, el tamaño de esta ciudad ahora en blanco y negro en la que no es nadie y el del país ajeno al que no pertenecerá nunca.

La sensación de libertad allí donde no te conocen, donde estás libre de compromisos sociales. 



Hoy descubre uno, hostigado por la lluvia, que ésta es una ciudad en la que no hay tregua ni misericordia en el trabajo y en la búsqueda del dinero y del éxito, o de la más cruda supervivencia, y que fue la codicia, el empuje de la industria, la riqueza del comercio, y no el romanticismo, lo que levantó esas torres cuyos pisos más altos quedan hoy borrados por las nubes.

Apresar lo que sucede ahora mismo, como la señora Dalloway quería percibir al mismo tiempo y con todo detalle todas las impresiones de la mañana de junio en una calle de Londres.

Un andar solitario entre la gente



Nueva York, cada noche, no era la ciudad de las películas, de los libros y de las postales, la resonancia tentadora de su propio nombre, sino estrictamente el espacio cerrado de esa habitación, el fluorescente demasiado intenso del cuarto de baño, el roce pegajoso de la cortina de la ducha contra la piel mojada.

Y las canciones resuenan no sólo en esta sala del hotel Algonquin, sino en la amplitud del tiempo que nosotros llevamos escuchándolas, en nuestros primeros encuentros lejanos, cuando decían por nosotros lo que nosotros mismos no nos atrevíamos a decir en voz alta, en la primera noche del primer viaje compartido a Manhattan. Quizás las canciones no sólo nos han acompañado, también han influido sobre nuestras vidas al sedimentarse en ellas, al habituarnos a sus melodías y a las letras que han ido filtrando nuestros propios sentimientos a lo largo de los años y que podemos repetir en voz baja de memoria.
Decía ayer en el New York Times Philip de Montebello, el director del Metropolitan, que la tarea de los museos, en una época de reproducciones omnipresentes y baratas, de fantasmagorías virtuales, era la de seguir siendo custodios de las presencias reales, de las obras de arte que están en un solo lugar y no en ninguna otra parte del mundo, dotadas de una individualidad tan poderosa como la de un ser humano.

Pero el tiempo queda encerrado y a la vez abolido en la obra de arte, como una flor o un insecto de una especie extinguida en el interior de una gota de ámbar. Lo que sucede en la pintura, en la fotografía, es el presente eterno.

Manolo Valdés.

El crítico, el espectador, se interesan sobre todo por el significado de la obra ya hecha: al artista lo que le importa es el proceso material de su elaboración, la mezcla de juego y capricho y azar, por un lado, y de trabajo entregado y paciente por el otro.

Aquí no hay nada que permanezca, que no sea maltratado y modificado por la fuerza extrema de los elementos y el dinamismo de la actividad económica.

Y en el interior las paredes están ocupadas hasta el techo por estanterías con grandes tarros de vidrio, con letreros a mano en chino y en inglés, que contienen formas inverosímiles, algunas ominosamente familiares, como las de esos órganos o fetos humanos o animales que se conservan en formol en los laboratorios farmacéuticos.

Aprender inglés era una manera de empezar a irse de aquel mundo agobiante y estrecho, y además tenía casi una palpitación de libertad erótica.

Libros que yo deseaba y que no me era posible comprar sino al cabo de mucho tiempo y con grandes quebrantos, con angustiosas deliberaciones interiores sobre precios, posibilidades de ahorro, necesidades más urgentes que no habría sido sensato aplazar.

Revivo en Manhattan el estado de trance que conocí en una plaza de Granada una tarde de verano, cuando tenía veinticinco años, cuando descubrí de pronto, ligero de biografía, con mi primer trabajo y mi primer apartamento alquilado, contagiado por la lectura de De Quincey y de Baudelaire, que el espectáculo de la ciudad a mi alrededor contenía todas las posibilidades de la literatura, y que todo lo que veían mis ojos merecía ser celebrado y contado.

Capítulo final de Un andar solitario entre la gente. Una constante desde El Robinson urbano.

Textos seleccionados de Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina

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