“Conducido
por su mano, Larsen franqueó el límite que marcaba la glorieta en el
centro del jardín, anduvo casi tocando la desnudez de las estatuas, conoció
olores nuevos de plantas, de humedades, del horno para pan, de la enorme
pajarera susurrante. Llegó a pisar las baldosas del piso de la casa, bajo la
alta superficie de cemento que separaba las habitaciones de la tierra y el
agua. El dormitorio de la mujer, Josefina, estaba allí mismo, al nivel del
jardín. Larsen sonrió en la penumbra. «Nosotros los pobres», pensó con
placidez. Ella encendió la luz, lo hizo entrar y le quitó el sombrero. Larsen
no quiso mirar el cuarto mientras ella iba y venía, ordenando cosas o
escondiéndolas; quedó de pie, sintiendo en la cara el viejo, olvidado fulgor de
la juventud, incapaz de contener la también antigua, torpe y sucia sonrisa,
alisándose sobre la frente el escaso mechón de pelo grisáceo.
—Ponete cómodo —dijo ella con voz tranquila, sin mirarlo—.
Voy a ver si quiere algo y vuelvo. La loca.
Salió apresurada y cerró la puerta sin ruido. Entonces
Larsen sintió que todo el frío de que había estado impregnándose durante la
jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el
astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para
todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo. Hizo aumentar su sonrisa
y su olvido; con furor y entusiasmo se puso a examinar el cuarto de la sirvienta.
Se movía rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor,
con una sensación de consuelo que compensaba la tristeza,
olisqueando el aire de la tierra natal
antes de morir. Allí estaban, otra vez, la cama de metal con los barrotes
flojos que tintinearían con las embestidas; la palangana y su jarra de loza
verde, hinchando el relieve de las anchas hojas acuáticas; el espejo rodeado
por tules rígidos y amarillentos; las estampas de vírgenes y santos, las
fotografías de cómicos y cantores, la ampliación a lápiz, en un grueso marco
ovalado, de una vieja muerta. Y el olor, la mezcla que nunca podría ser desalojada, de encierro,
mujer, frituras, polvos y perfumes, del corte de tela barata guardado en el
armario.
Y cuando ella volvió, con dos botellas de vino claro y un
vaso y cerró suspirando la puerta con la pierna para separarlo a él del frío
mayor de la intemperie, de las uñas y los gemidos del perro, de tantos años
gastados en el error, Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el
momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él
mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra
vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre,
con una mujer que era su igual. Podía casarse con ella, pegarle o marcharse; y cualquier
cosa que hiciera no alteraría la sensación de fraternidad, el vínculo profundo
y espeso.
—Hiciste bien, dame un trago —dijo, y aceptó entonces
sentarse en el borde de la cama.
Bebió con ella del único vaso y trató de emborracharla
mientras oponía al torrente de mentiras, preguntas y reproches, tantas veces
oído, la sonrisa distraída y altiva que le habían permitido usar por unas
horas. Después dijo: «Vos te callas», y apartó cuidadoso la jarra con hojas y
flores para quemar en la palangana el salvoconducto a la felicidad que
le había firmado el viejo Petrus.
No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de
arriba, en la tierra que él se había prometido. Se hizo desnudar y continuó
exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de
la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer.
Se despidió de madrugada y silabeó todos los juramentos que
le fueron requeridos.
Llevándola del brazo, flanqueado por ella y por el perro,
recorrió hacia el portón el increíble silencio ya sin luna y no quiso volverse,
ni antes ni después del beso, para mirar la forma de la casa inaccesible. Al
final de la avenida, dobló hacia la derecha y se puso a caminar en dirección al
astillero. Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni
nadie.
Estar con la mujer había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una
sesión de espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro
podría haber conocido en su lugar.”
El astillero, Juan Carlos Onetti
El
Astillero se publica en 1961 (Bs. As.:
Cía. Gral Fabril Edit.).
Y, fiel a ese mandato que a veces le dictaba su instinto, el
Pijoaparte avanzó hacia la muchacha tendiéndole la mano, seguro de sí mismo.
-Amor mío, no puedes engañarme –dijo-. Adelante, grita.
Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta
certeza de que la muchacha iba a ser suya. (…)
Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados
firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las
pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma
pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan
orgullosamente se levantaba con la
Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la
oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los
muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró
en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne,
fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto,
maravilla perdida de la adolescencia miserable.
Constató, además, un hecho importante en nuestras latitudes:
la
muchacha no era inexperta, circunstancia que provocó en su mente
enfebrecida, transportada, una momentánea confusión. Fue, por un breve
instante, como si se hubiese extraviado. No llegó a ser un sentimiento, sino
una sensación, un brusco retroceso de la sangre y un vacío en la mente, pero
que no pasó de ahí y que se esfumó en seguida.
Y hasta que no empezó a despuntar el día en la
ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba no empezó a perfilar
los objetos de la habitación, hasta que no cantó la alondra, no pudo él darse
cuenta
de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la
muchacha que dormía, mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de
felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda
su grotesca desnudez los uniformes de satín negro colgados
de la percha, los delantales y las cofias, sólo entonces comprendió la
espantosa realidad.
Estaba en el cuarto de una criada.
Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas
enfebrecidas que se habían acumulado aquí entre las tristes cuatro paredes de
este dormitorio, y que tal vez algún día arroparon un sueño desamparado y
enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla.
Se incorporó bruscamente y se quedó sentado en la cama,
anonadado, atónito, con los ojos como platos. Aparte la significación insolente
y brutal que este amanecer le confería, el cuarto no tenía nada de particular:
era pequeño, de techo muy alto, inhóspito, con un viejo armario de dos lunas,
una mesita de noche, dos sillas y un perchero de pie. Sobre la mesita de noche
había un despertador, un paquete de cigarrillos rubios, una novelita de amor de
las de a duro y una fotografía enmarcada donde se veía, junto a un automóvil “Floride”
parado frente a la entrada principal de la Villa , a Maruja con su uniforme de satín negro y
cuello almidonado y a una muchacha rubia, en pantalones, que defendía sus ojos
del sol haciendo visera con la mano: su rostro quedaba en sombras y no
era fácil de reconocer. El de Maruja, en cambio, estaba perfectamente iluminado
pero iniciando un movimiento hacia atrás, hacia la puerta abierta del coche,
como si en el último momento hubiese pensado que cerrándola la foto quedaría
mejor.
De un violento manotazo la fotografía fue a parar al suelo. Como
a la luz de un relámpago, como esos moribundos que, según dicen, ven pasar
vertiginosamente ante sus ojos ciertas imágenes entrañables de la película de
sus vidas segundos antes de morir, el Pijoaparte, en el preciso instante
de volver a dejarse caer de espaldas en el lecho, antes de que su mano se
lanzara instintivamente a despertar a bofetadas a la criada, tuvo tiempo de ver
como cruzaba por su recuerdo, durante una fracción de segundo, una de las imágenes
más obsesionantes de su infancia, la que quizá se le había grabado con más
detalle y para siempre: ingrávido en el tiempo, bajo un palpitante cielo
estrellado, abrazaba de nuevo a una niña en pijama de seda.”
Últimas tardes con Teresa; Juan Marsé
Se publicó en 1966.
Dice Marsé en febrero de 1975: “No había releído Últimas tardes
con Teresa desde que corregí las pruebas en el invierno de 1965. A lo largo de estos
nueve años, siempre que, en medio del monótono oleaje de diversos y aburridos
quehaceres, he pensado en la novela, ha sido preferentemente para
evocar tal o cual imagen
predilecta, es decir, revivir algo que no sabría llamar de otra
manera que simple placer estético. Solía escoger, con deleitosa reincidencia,
imágenes como (…) Y a Manolo-niño pasmado en el bosque ante la hija de los
Moreau, intentando asir en el pijama de seda de la niña la engañosa luz de
la luna, la falsa cita con el futuro. (…) El despertar de Manolo
ante las cofias y los delantales de criada en el cuarto de Maruja. (…)
Sé que estas imágenes componen una especie de colección
particular cuyo dudoso encanto el lector puede perfectamente pasar por alto. Pero
de algún modo forman la espina dorsal que sostiene toda la estructura, y que se
articula desde el murciano-niño caminando hacia la roulotte de los Moreau, para
advertirles de la peligrosa proximidad de quincalleros y vagabundos, hasta el
propio Pijoaparte cayendo en la cuneta con la rutilante Ducati entre las
piernas, flanqueado por dos policías motorizados que cortan su enloquecida
carrera hacia Teresa.”
“Siempre pertrechado para irse al infierno en
cualquier momento. El rostro magullado y recalentado acusa las rápidas y
sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está
desplomando con estrépito de himnos idiotas y banderas depravadas. Las
facciones se traban, compulsivas, antes de desmoronarse. Se trata de un sujeto
sospechoso de inapetencias diversas y como deslomado, desriñonado y despaldado.
Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los
hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la
memoria.
No ha tenido mucho gusto en haberse conocido,
habría preferido pasar de largo de sí mismo, pero acepta resignado el
saludo hipócrita del espejo y la broma pesada de la vida: al nacer
se equivocó de país, de continente, de época, de oficio y probablemente de
sexo. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una
incurable nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Enmascararse,
disfrazarse, camuflarse, ser otro. El Coyote de Las Ánimas. El jorobado del
cine Delicias. El vampiro del cine Rovira. El monstruo del cine Verdi. El
fantasma del cine Roxy. Nostalgia de no haber sido alguno de ellos. Es fláccida
la encarnadura facial, quizá porque la larga ensoñación detrás de las máscaras
imposibles, el aburrimiento y el alcohol y la luctuosa telaraña franquista de
casi 40 años abofetearon y abotagaron las mejillas y las ilusiones.
El tipo es bajo, desmañado, poco hablador,
taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que le traten
como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos
luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras.
Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano. Y
en un país en el que nadie dimite jamás, ni aun después de haber probado
algunos políticos su ineptitud o su cinismo ante el pueblo -el señor Félix Pons
con su piso de medio millón, por ejemplo, o los señores jueces de la Sala Segunda del
Supremo al condenar al periodista Juanjo Fernández, o el gobernador civil de La Coruña , o los muy babosos
dirigentes de Herri Batasuna, etcétera-, él sólo piensa en dimitir de todo,
incluso de esta página. Pero no hay nada que le aburra tanto como hablar de sí
mismo, así que basta. Vestido de diablo y ligero de equipaje -algunos discos,
algunos libros (ninguno de Baltasar Porcel, por supuesto), algunas fotos-, se
va por fin al infierno. Abur.”
Juan Marsé; “Señoras y
señores” Tusquets, 1988
Si alguien puede
saberlo eres tú. En cualquier caso, tus personajes son farsantes vocacionales
en un constante juego de espejos: son lo que son, pero quieren ser otra cosa y
parece que lo sean.
El
tema de la apariencia y la realidad en la novela siempre me ha interesado
mucho: lo que somos, lo
que creemos ser y lo que ven los que nos miran, que a veces no coincide
en absoluto. Pero no descubro nada en absoluto, creo que es el gran tema de la
novela desde El Quijote.
La primera persona que
conocí fue Joan Petit. En casa de mis padres había una nota diciendo que me
presentara en la editorial, que querían conocerme, y fue Joan Petit quien me
recibió. Entonces me hizo pasar al despacho de Carlos [Barral] y, casualmente, estaba allí Jaime Gil
de Biedma. Carlos había leído el original de la novela y por eso quería
conocerme. Quería saber si era verdad todo lo que explicaba del taller de
joyería y mi experiencia de obrero. Y le dije que sí, claro, aún estaba
trabajando allí. Para ellos yo fui como una novedad. Ellos eran todos
burguesitos y, seguramente, no habían tenido nunca una relación directa con un
escritor-obrero, por así decirlo, lo que les hacía cierta gracia. Pero
no tardaron en descubrir que a mí no me hacía ninguna, yo lo que quería era
dejar el taller y ganar dinero. Y por eso me fui a París, con una bolsa de
viaje que me consiguió Castellet.
Ellos debían esperar que hicieses grandes novelas sociales.
Sí,
en este sentido seguro que los decepcioné, porque no hice novela social. Al
contrario, en Últimas tardes con Teresa, que fue la que
pegó fuerte, había una crítica bastante hiriente a todo ese
romanticismo ideológico. Cuando estuve en París, en 1961, me apunté al
Partido Comunista y conocí a Jorge
Semprún, que nos daba clases sobre política internacional. El
caso es que yo iba a esas clases porque también asistía una chica francesa que
me gustaba mucho. De hecho, hubo un tiempo en que esa chica estaba fuera y dejé
de ir. Semprún me dijo que hacía tiempo que no me veía. Y fui sincero, le dije
que lo que explicaba era muy interesante pero que lo que me gustaba era Arlette. Total,
que esa
novela del mundo obrero que esperaban no llegó nunca. Yo, pese a
trabajar en un taller de joyería grande, con 30 empleados, no hacía vida de
fábrica ni sabía demasiado del mundo obrero. Lo mismo me pasaba con el mundo de
la delincuencia del barrio del Carmelo. Me llamaron varias veces para dar
conferencias sobre el tema, porque el personaje de mi novela robaba motos y
vivía en ese ambiente, pero era todo inventado: yo no sabía nada de los delincuentes.
Tus personajes
acostumbran a sentir el peso del fracaso y no llegan a cumplir sus sueños. Tú
has recibido todos los reconocimientos posibles. ¿Tienes sensación de fracaso?
¿Qué es el fracaso para ti?
Todos
estamos abocados al fracaso, que es la muerte. Ya puedes hacer lo que quieras
que todo acaba en nada. No soy pesimista hasta el punto de pensar
que el centro de todo es el fracaso del hombre, me lo planteo de una
manera más sencilla y cotidiana. Para empezar, en este país hay una experiencia
social y política que te hace pensar inmediatamente en el fracaso, que son los
40 años de franquismo. Pueden explicarme lo que quieran, pero me han
jodido la vida. Mira que es grande el mundo, pues he ido a nacer en este
“collons” de país y justamente para vivir esos 40 años de franquismo,
existiendo eso que llaman la eternidad de los siglos. Ya es mala suerte. En
relación a la literatura, el fracaso no lo trato como un tema,
pero me
parece una consecuencia lógica de todo lo que quiera explicar. Algunas
veces me han preguntado por qué acaba así Últimas tardes con Teresa, que ya podía
tener un poquito de suerte el chaval. A ver, yo conozco casos de tíos que han
dado el braguetazo (aquí tuvimos el famoso caso de Muñoz Ramonet), pero no me sirven literariamente
porque si hago un final feliz acaba siendo una novela a lo Corín Tellado, y
no se trata de eso porque la vida no es así. Pero el fracaso
no es el tema central, lo trato como la consecuencia lógica de muchas
aspiraciones humanas que no acaban bien.
¿Cuál es en tu vida la
medida del éxito o el fracaso?
Es
lo que te he comentado antes, sólo yo puedo saber la distancia entre el ideal
que me he propuesto al ponerme a escribir una novela y lo que he conseguido. En
este sentido es clarísimamente un fracaso. Eso no quita que lo
que yo veo como un fracaso otros puedan verlo como un éxito, pero para
mí es un fracaso. Particular, relativo y todo lo que quieras, pero fracaso.
Esto en cuanto al trabajo. En la vida personal, parecido. Mi vida personal está
llena de fracasos, desde que a los quince años me enamoré de una chica del
barrio y no conseguí ni tocarle una oreja. En la vida no se cumplen los sueños. No se cumple
ninguno, y los que se cumplen no resultan ser lo que uno había imaginado. El
éxito mismo puede llegar a ser una verdadera lata. El éxito te distorsiona la
visión, te hace creer una cosa cuando es otra. Me gusta mucho una frase de Ezra Pound, un
tipo muy poco recomendable, que reza: “El esmero en el trabajo es la única
convicción moral del escritor.” La satisfacción por el éxito está relacionada
con el trabajo. Haber acabado un libro del que no te avergüenzas para mí es suficiente
y comparable a un éxito. Es un éxito sólo para mí, porque yo puedo
creer que el libro es muy bueno pero puede no serlo.
Eric González entrevista a Juan Marsé. Jot Down Cultural Magazine, enero 2012
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