Capítulo
XIX de la Segunda Parte
En
breves razones les dijo quién era, y su oficio y profesión, que era de
caballero andante que iba a buscar las aventuras por todas las partes del
mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio «don Quijote de la
Mancha » y por el apelativo «el Caballero de los Leones».
Todo esto para los labradores era hablarles en griego o en jerigonza, pero no
para los estudiantes, que luego entendieron la flaqueza del celebro de don
Quijote, pero con todo eso le miraban con admiración y con respecto.
—Vuesa merced se
venga con nosotros: verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día
de hoy se habrán celebrado en la
Mancha.
El poder del dinero
—No
son —respondió el estudiante— sino de un labrador y una labradora: él, el más rico de toda esta tierra, y ella, la más hermosa
que han visto los hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario
y nuevo, porque se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la
novia, a quien por excelencia llaman Quiteria «la hermosa», y el desposado se
llama Camacho «el rico», ella de edad de diez y ocho años, y él de veinte y
dos, ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria los linajes de todo el mundo quieren
decir que el de la hermosa Quiteria se
aventaja al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son poderosas
de soldar muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal y hásele antojado de enramar y cubrir todo el prado por arriba
Bienes de fortuna y bienes de naturaleza
Pero
ninguna de las cosas referidas, ni otras muchas que he dejado de referir, ha de
hacer más memorables estas bodas, sino las que imagino que hará en ellas el despechado Basilio. Es este Basilio
un zagal vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía su casa pared y
medio de la de los padres de Quiteria, de donde tomó ocasión el amor de renovar
al mundo los ya olvidados amores de
Píramo y Tisbe; porque Basilio se enamoró de Quiteria desde sus tiernos y primeros
años, y ella fue correspondiendo a su deseo con mil honestos favores, tanto,
que se contaban por entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niños
Basilio y Quiteria. Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria de
estorbar a Basilio la ordinaria entrada que en su casa tenía; y por quitarse de
andar receloso y lleno de sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico
Camacho, no pareciéndole ser bien casarla con Basilio, que no tenía tantos bienes de fortuna como de
naturaleza. Pues, si va a decir las
verdades sin invidia, él es el más ágil
mancebo que conocemos, gran tirador de
barra, luchador estremado y gran
jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra, y birla a los bolos como por encantamento;
canta como una calandria, y toca una
guitarra, que la hace hablar, y, sobre todo, juega una espada como el más pintado.
—Por esa sola gracia
—dijo a esta sazón don Quijote— merecía ese mancebo no solo casarse con la
hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra
Las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes. A partir del Capítulo XIX de la Segunda Parte
La historia de las bodas de Camacho
Cada uno case con su igual. Lo que se quiere y lo que se debe. Yo te quiero para toda la vida.
—¡A
mi mujer con eso! —dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido callando y
escuchando—, la cual no quiere sino que cada uno case con su igual,
ateniéndose al refrán que dicen «cada oveja con su pareja». Lo que yo quisiera
es que ese buen Basilio, que ya me le voy aficionando, se casara con esa señora
Quiteria, que buen siglo hayan y buen
poso (iba a decir al revés) los que estorban que se casen los que bien se
quieren.
—Si todos los que bien se quieren se hubiesen
de casar —dijo don Quijote—, quitaríase la eleción y juridición a los padres de
casar sus hijos con quien y cuando deben, y si a la voluntad de las hijas
quedase escoger los maridos, tal habría que escogiese al criado de su padre, y
tal al que vio pasar por la calle, a su parecer, bizarro y entonado, aunque
fuese un desbaratado espadachín: que el
amor y la afición con facilidad ciegan los
ojos del entendimiento, tan
necesarios para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro
de errarse, y es menester gran tiento y particular favor del cielo para
acertarle. Quiere hacer uno un viaje largo, y si es prudente, antes de ponerse
en camino busca alguna compañía segura y
apacible con quien acompañarse; pues ¿por qué no hará lo mesmo el que ha de
caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y más si la compañía le
ha de acompañar en la cama, en la mesa y en todas partes, como es la de la
mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría que una vez
comprada se vuelve o se
trueca o cambia, porque es accidente inseparable, que dura lo que dura la vida:
es un lazo que, si una vez le echáis al cuello, se vuelve en el nudo gordiano,
que, si no le corta la guadaña de la muerte, no hay desatarle. Muchas más cosas
pudiera decir en esta materia, si no lo estorbara el deseo que tengo de saber
si le queda más que decir al señor licenciado acerca de la historia de Basilio.
Perder el juicio por amor. Perder el amor por falta de juicio.
A
lo que respondió el estudiante bachiller:
—Desde
el punto que Basilio supo que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el
rico, nunca más le han visto reír ni hablar razón concertada, y siempre anda
pensativo y triste, hablando entre sí mismo, con que da ciertas y claras señales de
que se le ha vuelto el juicio: come poco y duerme poco, y lo que come
son frutas, y en lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura
tierra, como animal bruto; mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces
clava los ojos en la tierra, con tal embelesamiento, que no parece sino estatua
vestida que el aire le mueve la ropa. En fin, él da tales muestras de tener
apasionado el corazón, que tememos todos los que le conocemos que el
dar el sí mañana la hermosa Quiteria ha de ser la sentencia de su muerte.
El amor hace parecer oro el cobre
—Dios
lo hará mejor —dijo Sancho—, que Dios, que da la llaga, da la medicina.
Nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas hay, y en una,
y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y hacer sol, todo a un
mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro día.
Denme
a mí que Quiteria quiera de buen corazón y de buena voluntad a Basilio, que yo
le daré a él un saco de buena ventura: que el
amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos que hacen parecer oro al
cobre, a la pobreza, riqueza, y a las lagañas, perlas.
Dijo
el licenciado: El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los
discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la
discreción es la gramática del buen lenguaje
Pícome
algún tanto de decir mi razón con palabras
claras, llanas y significantes
El ingenio vence a la fuerza. La razón domina sobre la pasión. Entendimiento gobierna la voluntad.
Replicó Corchuelo: Apeaos
y usad de vuestro compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y
ciencia, que yo espero de haceros ver estrellas a medio día con mi destreza
moderna y zafia.
—No
ha de ser así —dijo a este instante don Quijote—, que yo quiero ser el maestro
desta esgrima y el juez desta muchas veces no averiguada cuestión.
El
cual testimonio sirve y ha servido para que se conozca y vea con toda verdad cómo
la fuerza es vencida del arte.
—Yo
me contento —respondió Corchuelo— de haber caído de mi burra y de
que me haya mostrado la experiencia la verdad de quien tan lejos estaba.
En
lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la
espada, con tantas razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones
matemáticas, que todos quedaron enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo, reducido de su
pertinacia.
Los
músicos eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel
agradable sitio andaban, unos bailando y otros cantando, y otros tocando la
diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que por
todo aquel prado andaba corriendo la alegría y saltando el contento.
No quiso
entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo pidieron así el labrador como el
bachiller, pero él dio por disculpa, bastantísima a su parecer, ser costumbre
de los caballeros andantes dormir por los campos y florestas antes que en los
poblados, aunque fuese debajo de dorados techos
XX
Dominio del señor sobre el criado como entendimiento sobre la voluntad
—Bienaventurado
sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues sin tener invidia ni ser
invidiado duermes con sosegado espíritu, sin que te tengan en
continua vigilia celos de tu
dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer
para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la
pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se estienden
a más que a pensar tu jumento, que
el de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto, contrapeso y carga
que puso la naturaleza y la costumbre a
los señores. Duerme el criado, y está velando el señor, pensando cómo le ha
de sustentar, mejorar y hacer mercedes.
Parecer de Sancho. Bienes de fortuna antes que Bienes de naturaleza.
—De
la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más de
torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores
comienzan, para mi santiguada que
deben de ser abundantes y generosas.
—Yo
soy de parecer que el pobre debe de
contentarse con lo que hallare y no pedir cotufas en el golfo.
Bien
boba fuera Quiteria en desechar las galas y
las joyas que le debe de haber dado y le puede dar Camacho, por escoger el
tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen tiro de
barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino
en la taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el conde Dirlos; pero cuando las tales gracias
caen sobre quien tiene buen dinero, tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre
un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del
mundo es el dinero.
Lo
primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un
olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un
mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se
habían hecho en la común turquesa de las demás ollas, porque eran seis medias
tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así embebían y encerraban en sí
carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya
sin pellejo y las gallinas sin pluma que estaban colgadas por los árboles para
sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de
los árboles para que el aire los enfriase.
Los
cocineros y cocineras pasaban de cincuenta.
Finalmente,
el aparato de la boda era rústico, pero tan abundante, que podía sustentar a un
ejército.
El
cocinero respondió:
—Hermano,
este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la hambre, merced al
rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón, y espumad una gallina
o dos, y buen provecho os hagan.
Entraban
hasta doce labradores sobre doce hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos
jaeces de campo y con muchos cascabeles en los petrales:
—¡Vivan Camacho y
Quiteria, él tan rico como ella hermosa, y ella la más hermosa del mundo!
De
allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y
diferentes danzas, entre las cuales venía
una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío,
todos vestidos de delgado y
blanquísimo lienzo.
También
le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas, que al
parecer ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas
de palmilla verde, llevando en los rostros y en los ojos a la honestidad y en
los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo.
El deseo y el interés.
Tras
esta entró otra danza de
artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas en dos
hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés;
aquel, adornado de alas, arco, aljaba y saetas; este, vestido de ricas y
diversas colores de oro y seda. Las ninfas que al Amor seguían traían a las
espaldas en pargamino blanco y letras grandes escritos sus nombres. Poesía era
el título de la primera; el de la segunda, Discreción;
el de la tercera, Buen
linaje; el de la cuarta, Valentía.
Del modo mesmo venían señaladas las que al Interés seguían: decía Liberalidad el título de la primera; Dádiva el
de la segunda; Tesoro el
de la tercera, y el de la cuarta Posesión pacífica.
Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes,
todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por
poco espantaran a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes
de sus cuadros traía escrito: Castillo del buen recato.
Cupido
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
Interés
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
Interés
—Soy quien puede más
que Amor,
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
Poesía
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
Liberalidad
que aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver
que aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver
Llegó
el Interés con las figuras de su valía, y echándola una gran cadena de oro al
cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo cual visto por el Amor y
sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y todas las demostraciones que
hacían eran al son de los tamborinos, bailando y danzando concertadamente.
Preguntó don Quijote
a una de las ninfas que quién la había compuesto y ordenado.
—Yo
apostaré —dijo don Quijote— que debe de
ser más amigo de Camacho que de Basilio el tal bachiller o beneficiado, y
que debe de tener más de satírico que de vísperas
—dijo
don Quijote—Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: «¡Viva quien
vence!».
Tanto tienes, tanto vales
—¡A
la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes, y tanto
tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela
mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía; y el
día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al haber que al saber:
un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo enalbardado. Así que vuelvo
a decir que a Camacho me atengo
respondió
don Quijote—, nunca llegará tu silencio a do ha llegado lo que has hablado,
hablas y tienes de hablar en tu vida
—A
buena fe, señor —respondió Sancho—, que no hay que fiar en la descarnada, digo,
en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura he
oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las
humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de poder que de melindre;
no es nada asquerosa: de todo come y a todo hace, y de toda suerte de gentes,
edades y preeminencias hinche sus
alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la seca como la verde yerba; y
no parece que masca, sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque
tiene hambre canina, que nunca se harta; y aunque no tiene barriga, da a
entender que está hidrópica y sedienta de beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe
un jarro de agua fría.
—Bien
predica quien bien vive —respondió Sancho.
—Tan
gentil temeroso soy yo de Dios como cada hijo de vecino.
XXI
Las
yeguas, que con larga carrera y grita iban a recebir a los novios, que,
rodeados de mil géneros de instrumentos y de invenciones, venían acompañados
del cura y de la parentela de entrambos y de toda la gente más lucida de los
lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta.
Sancho
dijo:
—Juro
en mi ánima que ella es una chapada moza, y que puede pasar por los bancos de
Flandes.
Parecióle
que fuera de su señora Dulcinea del Toboso no había visto mujer más hermosa
jamás. Venía la hermosa Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la mala
noche que siempre pasan las novias en componerse para el día venidero de sus
bodas.
Aparición de Basilio, el despechado. Hable ahora o calle para siempre:
—Esperaos un poco,
gente tan inconsiderada como presurosa.
A
cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba un
hombre vestido, al parecer, de un sayo negro jironado de carmesí a llamas.
Venía coronado, como se vio luego, con una corona de funesto ciprés; en las
manos traía un bastón grande. En llegando más cerca, fue conocido de todos por
el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos, esperando en qué habían de
parar sus voces y sus palabras, temiendo algún mal suceso de su venida en sazón
semejante.
Llegó,
en fin, cansado y sin aliento, y puesto delante de los desposados, hincando el
bastón en el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero, mudada la color,
puestos los ojos en Quiteria, con voz tremente y ronca, estas razones dijo:
—Bien
sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que profesamos,
que viviendo yo tú no puedes tomar esposo, y juntamente no ignoras que por
esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no
he querido dejar de guardar el decoro que a tu honra convenía. Pero tú, echando
a las espaldas todas las obligaciones que debes a mi buen deseo,
quieres hacer señor de lo que es mío a otro cuyas riquezas le sirven no solo de
buena fortuna, sino de bonísima ventura. Y para que la tenga colmada, y no como
yo pienso que la merece, sino como se la quieren dar los cielos,
yo por mis manos desharé el imposible o el inconveniente que puede
estorbársela, quitándome a mí de por medio. ¡Viva, viva el rico Camacho con la
ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya
pobreza cortó las alas de su dicha y le puso en la sepultura!
Y
diciendo esto asió del bastón que tenía hincado en el suelo, y, quedándose la
mitad dél en la tierra, mostró que servía de vaina a un mediano estoque que en
él se ocultaba; y puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo, con
ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él, y en un punto
mostró la punta sangrienta a las espaldas, con la mitad del acerada cuchilla, quedando el triste bañado en
su sangre y tendido en el suelo, de sus mismas armas traspasado.
Acudieron
luego sus amigos a favorecerle, condolidos de su miseria y lastimosa desgracia;
y dejando don Quijote a Rocinante, acudió a favorecerle y le tomó en sus
brazos, y halló que aún no había espirado. Quisiéronle sacar el estoque, pero
el cura, que estaba presente, fue de parecer que no se le sacasen antes de
confesarle, porque el sacársele y el espirar sería todo a un tiempo. Pero
volviendo un poco en sí Basilio, con voz doliente y desmayada dijo:
—Si quisieses, cruel
Quiteria, darme en este último y forzoso trance la mano de esposa, aún pensaría
que mi temeridad tendría desculpa, pues en ella alcancé el bien de ser tuyo.
El cura oyendo lo cual, le
dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo y que
pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada
determinación.
En
oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que Basilio
pedía una cosa muy justa y puesta en razón, y además muy hacedera, y que el
señor Camacho quedaría tan honrado recibiendo a la señora Quiteria viuda del
valeroso Basilio como si la recibiera del lado de su padre:
—Aquí no ha de haber
más de un sí, que no tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el tálamo de
estas bodas ha de ser la sepultura.
Todo
lo oía Camacho, y todo le tenía
suspenso y confuso, sin saber qué hacer ni qué decir; pero las voces de los
amigos de Basilio fueron tantas, pidiéndole que consintiese que Quiteria le
diese la mano de esposa, porque su alma no se perdiese partiendo desesperado
desta vida, que le movieron y aun forzaron a decir que si Quiteria quería dársela, que
él se contentaba, pues todo era dilatar por un momento el cumplimiento
de sus deseos.
Luego
acudieron todos a Quiteria, y unos
con ruegos, y otros con lágrimas, y otros con eficaces razones, la persuadían que diese la mano al pobre Basilio, y
ella, más dura que un mármol y más sesga que una estatua, mostraba que ni
sabía ni podía ni quería responder palabra: ni la respondiera si el
cura no la dijera que se determinase presto en lo que había de hacer, porque
tenía Basilio ya el alma en los dientes, y no daba lugar a esperar inresolutas
determinaciones.
Entonces
la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y
pesarosa, llegó donde Basilio estaba ya los ojos vueltos, el aliento corto y
apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras
de morir como gentil, y no como cristiano. Llegó, en fin, Quiteria y, puesta de
rodillas, le pidió la mano por señas, y
no por palabras. Desencajó los ojos Basilio y, mirándola atentamente, le
dijo:
—¡Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de servir de cuchillo que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la gloria que me das en escogerme por tuyo, ni para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la espantosa sombra de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía!, que la mano que me pides y quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de nuevo, sino que confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu legítimo esposo; pues no es razón que en un trance como este me engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas verdades ha tratado contigo.
Entre estas razones,
se desmayaba, de modo que todos los presentes pensaban que cada desmayo se
había de llevar el alma consigo. Quiteria,
toda honesta y toda vergonzosa, asiendo con su derecha mano la de Basilio, le
dijo:
—Ninguna
fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y, así, con la más libre que tengo te doy la mano de legítima esposa y
recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe
ni contraste la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.
—Sí doy —respondió Basilio—, no turbado ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo
quiso darme, y así me doy y me entrego por tu esposo.
—Y yo por tu esposa
—respondió Quiteria—, ahora vivas largos años, ahora te lleven de mis brazos a
la sepultura.
—Para estar tan
herido este mancebo —dijo a este punto Sancho Panza—, mucho habla
Estando,
pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó la
bendición y pidió al cielo diese buen poso al alma del nuevo desposado. El
cual, así como recibió la bendición, con presta ligereza se levantó en pie, y
con no vista desenvoltura se sacó el estoque, a quien servía de vaina su
cuerpo. Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos dellos, más
simples que curiosos, en altas voces comenzaron a decir:
—¡Milagro, milagro!
Pero Basilio replicó:
—¡No
milagro, milagro, sino industria, industria!
El pícaro vence al rico. Los bienes de naturaleza vencen a los bienes de fortuna.
Finalmente,
el cura y Camacho con todos los más circunstantes se tuvieron por burlados y
escarnidos. La esposa no dio muestras de pesarle de la burla, antes oyendo decir que
aquel casamiento, por haber sido engañoso, no había de ser valedero, dijo que ella le confirmaba de nuevo, de lo cual
coligieron todos que de consentimiento y sabiduría de los dos se había trazado
aquel caso; de lo que quedó Camacho y sus valedores tan corridos, que
remitieron su venganza a las manos, y desenvainando muchas espadas arremetieron
a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron casi otras tantas, y
tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza sobre el brazo y bien
cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos.
Don Quijote a grandes voces
decía:
—Teneos, señores, teneos, que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor nos hace, y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposición de los cielos. Camacho es rico y podrá comprar su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta oveja, y no se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea, que a los dos que Dios junta no podrá separar el hombre, y el que lo intentare, primero ha de pasar por la punta desta lanza.
Y
en esto la blandió tan fuerte y tan diestramente, que puso pavor en todos los
que no le conocían. Y tan intensamente
se fijó en la imaginación de Camacho el desdén de Quiteria, que se la borró de
la memoria en un instante, y así tuvieron lugar con él las persuasiones del
cura, que era varón prudente y bienintencionado, con las cuales quedó Camacho y
los de su parcialidad pacíficos y sosegados, en señal de lo cual volvieron las
espadas a sus lugares, culpando más a la
facilidad de Quiteria que a la industria de Basilio, haciendo discurso
Camacho que si Quiteria quería bien a Basilio doncella, también le quisiera
casada, y que debía de dar gracias al cielo más por habérsela quitado que por
habérsela dado.
Consolado,
pues, y pacífico Camacho y los de su mesnada, todos los de la de Basilio se
sosegaron, y el rico Camacho, por
mostrar que no sentía la burla ni la estimaba en nada, quiso que las
fiestas pasasen adelante como si realmente se desposara; pero no quisieron
asistir a ellas Basilio ni su esposa ni secuaces, y, así, se fueron a la aldea
de Basilio, que también los pobres
virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare como los ricos
tienen quien los lisonjee y acompañe.
Lleváronse
consigo a don Quijote, estimándole por hombre de valor y de pelo en pecho. A
solo Sancho se le escureció el alma, por verse imposibilitado de aguardar la espléndida comida y fiestas de
Camacho, que duraron hasta la noche.
Píramo y Tisbe eran dos jóvenes babilonios que vivieron durante el reinado de Semíramis. Habitaban en viviendas vecinas y se amaban a pesar de la
prohibición de sus padres. Se comunicaban con miradas y signos hasta descubrir
una estrecha grieta en el muro que separaba las casas en la que sólo la voz
atravesaba tan estrecha vía y los tiernos mensajes pasaban de un lado a otro
por la hendidura. Así pudieron hablarse, enamorarse y desearse cada vez más
intensamente, hasta una noche acordaron que a la noche siguiente, cuando todo
quedara en silencio, huirían sin que los vieran y se encontrarían junto al
monumento de Nino, al amparo de un moral blanco que allí había al lado de
una fuente. Tisbe llegó primero, pero una leona que regresó de una cacería a
beber de la fuente la atemorizó y huyó al verla, buscando refugio en el hueco
de una roca. En su huída, dejó caer el velo. La leona jugueteó con el velo,
manchándolo de sangre. Al llegar, Píramo descubrió las huellas y el velo
manchado de sangre, y creyó que la leona había matado a Tisbe, su amada, y sacó
su puñal y se lo clavó en el pecho. Su sangre tiñó de púrpura los frutos del
árbol, de ahí viene el color de las moras según Ovidio.
De hecho, dentro de la tradición latina, el término Pyramea
arbor («árbol de Píramo») se
usaba para designar a la morera. Tisbe, con miedo, salió cuidadosamente de su escondite.
Cuando llegó al lugar vio que las moras habían cambiado de color y dudó de si
era o no el sitio convenido. En cuanto vio a Píramo, su amado, con el puñal en
el pecho y todo cubierto de sangre, le abrazó y, a su vez, le sacó el puñal del
pecho a Píramo y se suicidó clavándose el mismo puñal. Los dioses apenados por
la tragedia hicieron que los padres de los amados permitiesen sepultar los
cuerpos juntos, y desde aquel día los frutos de la morera quedaron teñidos de
púrpura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario