sábado, 25 de agosto de 2012

La mujer que se despoja una vez de su vestido


Alguien ha escrito [Según cuenta Ovidio en Las metamorfosis (libro III, 151-252)que no se puede amar impunemente la belleza. Los perros de Acteón persiguieron y desgarraron a su dueño, que había cometido la audacia de contemplar a Diana mientras se bañaba desnuda. […]
Luis Cernuda […] cuenta la fábula de Apolo y Marsias, secreta metáfora de sí mismo, y de su propio destino: Marsias, con exaltada inocencia, reta a Apolo y le disputa la primacía en el ejercicio de la música, y el Dios, vengativo y celoso, lo condena a un suplicio atroz, porque la poesía y la música son dones que sólo a los dioses pertenecen, y el hombre que los arrebate para sí merecerá el mismo castigo que Prometeo.

Diario del Nautilus; Desolación de una quimera, Antonio Muñoz Molina




VII. (...) Los Heráclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules.

Un capricho singular. Ver para creer. Los dos caballeros no están en igualdad de condiciones.

VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.»

Respuesta del guardia favorito. Razones.

Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.»

Contraargumentos del Rey. Le expone su plan

IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: —«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aún sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
Parece que uno no ha de conformarse con saber que tiene una esposa bellísima. El placer está en que lo sepan todos, en generar la admiración y envidia de los demás hombres. ¿No recuerda el chiste del chico que se queda solo en una isla desierta con Angelina Jolie y le sugiere que se disfrace de hombre para poder contarle que se ha acostado con ella?

No queda otra que cumplir con la orden. Los dos varones subestiman a la reina.

X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.

Venganza de la reina. Decide quién vivirá.

XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.»

Respuesta de Giges. Lo hice contra mi voluntad. Lo haré contra mi voluntad. Soy instrumento en vuestras manos.

Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? —¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos.

Historias, Libro I. Heródoto de Halicarnaso. Historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C.


Mató al rey y ganó esposa y reino. No está mal para haber sido utilizado por ambos.

Cuando quiso ser coronado como rey, Giges tuvo muchos adversarios, que acordaron someter el caso al oráculo de Delfos. El oráculo confirmó los derechos de Giges y el control de Lidia pasó a sus manos. El recurso al oráculo de Delfos es histórico: se sabe que en testimonio de reconocimiento Giges hizo un regalo consistente en objetos de oro y plata.

La historia fue reelaborada por Platón en «La República» —con el mito del anillo que hace invisible a su poseedor, y que desencadena tal ansia de poder que le lleva a abandonar cualquier regla moral— y también fue motivo de inspiración para el historiador Plutarco.

El anillo de Giges. Platón. La república ii,359a-360,d.

El Anillo de Giges es una leyenda mitológica mencionada por el filósofo ateniense Platón en el libro II de La república. Guarda vaga relación con el Giges histórico de que habla Heródoto.
Narra la historia de Giges, un pastor que tras una tormenta y un terremoto encontró, en el fondo de un abismo, un caballo de bronce con un cuerpo sin vida en su interior. Este cuerpo tenía un anillo de oro y el pastor decidió quedarse con él. Lo que no sabía Giges es que era un anillo mágico, que cuando le daba la vuelta, le volvía invisible. En cuanto hubo comprobado estas propiedades del anillo, Giges lo usó para seducir a la reina y, con ayuda de ella, matar al rey, para apoderarse de su reino.
Glaucón (hermano de Platón) hace referencia a esta leyenda para ejemplificar su teoría de que todas las personas por naturaleza son injustas. Sólo son justas por miedo al castigo de la ley o por obtener algún beneficio por ese buen comportamiento. Si fuéramos "invisibles " a la ley como Giges con el anillo, seríamos injustos por nuestra naturaleza.
Este mito ha tenido gran influencia en la filosofía, ya que da a entender que el ser humano hace el bien hasta que puede hacer el mal cuando «se hace invisible».


La reelaboración de Vargas Llosa. La adorna y se recrea. 

Soy Candaules, rey de Lidia, pequeño país situado entre Jonia y Caria, en el corazón de aquel territorio que siglos mas tarde llamaran Turquía. Lo que más me enorgullece de mi reino no son sus montañas agrietadas por la sequedad ni sus pastores de cabras que, cuando hace falta, se enfrentan a los invasores frigios y eolios y a los dorios venidos del Asia, derrotándolos, y a las bandas de fenicios, lacedemonios y a los nómadas escitas que llegan a pillar nuestras fronteras, sino la grupa de Lucrecia, mi mujer. Digo y repito: grupa. No trasero, ni culo, ni nalgas ni posaderas, sino grupa. Porque cuando yo la cabalgo la sensación que me embarga es esa: la de estar sobre una yegua musculosa y aterciopelada, puro nervio y docilidad. Es una grupa dura y acaso tan enorme como dicen las leyendas que sobre ella corren por el reino, inflamando la fantasía de mis súbditos. (A mis oídos llegan todas pero a mí no me enojan, me halagan.) Cuando le ordeno arrodillarse y besar la alfombra con su frente, de modo que pueda examinarla a mis anchas, el precioso objeto alcanza su más hechicero volumen. Cada hemisferio es un paraíso carnal; ambos, separados por una delicada hendidura de vello casi imperceptible que se hunde en el bosque de blancuras, negruras y sedosidades embriagadora que corona las firmes columnas de los muslos, me hacen pensar en un altar de esa religión bárbara de los babilonios que la nuestra borró. Es dura al tacto y dulce a los labios; vasta al abrazo y cálida en las noches frías, una almohada tierna para reposar la cabeza y un surtidor de placeres a la hora del asalto amoroso. Penetrarla no es fácil; doloroso más bien, al principio, y hasta heroico por la resistencia que esas carnes rosadas oponen al ataque viril. Hacen falta una voluntad tenaz y una verga profunda y perseverante, que no se arredran ante nada ni nadie, como las mías. Cuando le dije a Giges, hijo de Dáscilo, mi guardia y ministro, que yo estaba más orgulloso de las proezas cumplidas por mi verga con Lucrecia en el suntuoso bajel lleno de velámenes de nuestro tálamo que de mis hazañas en el campo de batalla o de la equidad con que imparto justicia, él festejó con carcajadas lo que creía una broma. Pero no lo era: lo estoy. Dudo que muchos habitantes de Lidia puedan emularme. Una noche –estaba ebrio– solo por averiguarlo llamé al aposento a Atlas, el mejor armado de los esclavos etíopes. Hice que Lucrecia se inclinase ante él y le ordené que la montara. No lo consiguió, por lo intimidado que estaba en mi delante o porque era un desafío excesivo para sus fuerzas. Varias veces lo vi adelantarse, resuelto, empujar, jadear y retirarse, vencido. (Como el episodio mortificaba la memoria de Lucrecia, a Atlas lo mandé luego decapitar.)

Me pregunto qué habría pasado si el etíope hubiera satisfecho a la reina mejor que el propio rey. ¿Hubiese permitido la reina que lo mandasen decapitar?


Porque lo cierto es que a la reina yo la quiero. Todo en mi esposa es dulce, delicado, en contraste con la esplendidez exuberante de su grupa: sus manos y sus pies, su cintura y su boca. Tiene una nariz respingada y unos ojos lánguidos, de aguas misteriosamente quietas que solo el placer y la cólera agitan. Yo la he estudiado como hacen los eruditos con los viejos infolios del Templo, y aunque creo saberla de memoria, cada día –cada noche, más bien– descubro en ella algo nuevo que me enternece: la suave línea de los hombros, el travieso huesecillo del codo, la finura del empeine, la redondez de sus rodillas y la transparencia azul del bosquecillo de sus axilas. Hay quienes se aburren pronto de su mujer legítima. La rutina del matrimonio mata el deseo, filosofan, que ilusión puede durar y embravecer las venas de un hombre que se acuesta, a lo largo de meses y años, con la misma mujer. Pero a mí, a pesar del tiempo de casados que llevamos, Lucrecia, mi señora, no me hastía. Nunca me ha aburrido. Cuando voy a la caza del tigre y el elefante, o a la guerra, su recuerdo acelera mi corazón igual que los primeros días y cuando acaricio a alguna esclava o mujer cualquiera para distraer la soledad de las noches en la tienda de campaña, mis manos sienten siempre una lacerante decepción: esos son apenas traseros, nalgas, posaderas, culos. Solo la de ella –¡ay, amada!– grupa. Por eso le soy fiel de corazón; por eso la amo. Por eso le compongo poemas que le recito al oído y a solas me echo de bruces al suelo a besarle los pies. Por eso he cubierto sus cofres de alhajas y pedrerías y encargado para ella de todos los rincones del mundo esos calzados, vestidos y adornos que nunca terminará de estrenar. Por eso la cuido y venero como la más exquisita posesión de mi reino. Sin Lucrecia, la vida para mí sería muerte. La historia real de lo ocurrido con Giges, mi guardia y ministro, no se parece mucho a las habladurías sobre el episodio. Ninguna de las versiones que he oído roza siquiera la verdad. Siempre es así: aunque la fantasía y lo cierto tienen un mismo corazón, sus rostros son como el día y la noche, como el fuego y el agua. No hubo apuesta ni trueque de ninguna especie; todo ocurrió de improviso, por un súbito arranque mío, obra de la casualidad o intriga de algún diosecillo juguetón. Habíamos asistido a una interminable ceremonia en el descampado vecino a Palacio, donde las tribus vasallas venidas a presentarme sus tributos ensordecieron nuestros oídos con sus cantos salvajes y nos cegaron con la polvareda que levantaban las acrobacias de sus jinetes. Vimos también a una pareja de esos hechiceros que curan los males con ceniza de cadáveres y a un santo que oraba girando sobre los talones. Este último fue impresionante: impulsado por la fuerza de su fe y por los ejercicios respiratorios que acompañaban su danza –un jadeo ronco y creciente que parecía salir de sus entrañas– se convirtió en un remolino humano, y, en un momento dado, su velocidad lo desapareció de nuestra vista. Cuando de nuevo se corporizó y se detuvo, sudaba como los caballos después de una carga y tenía la palidez alelada y los ojos aturdidos de los que han visto a un dios o a varios.

Una charla entre hombres. Pues la mía más. ¿Lo comprobamos?

De los hechiceros y el santo estábamos hablando mi ministro y yo, mientras paladeábamos una copa de vino griego, cuando el buen Giges, con ese chispeo malicioso que la bebida deposita en su mirada, bajó de pronto la voz para susurrarme: –La egipcia que he comprado tiene el trasero más hermoso que la Providencia concedió nunca a una mujer. La cara es imperfecta; los pechos menudos y suda en exceso; pero la abundancia y generosidad de su posterior compensa con creces todos sus defectos. Algo cuyo solo recuerdo me produce vértigo, Majestad. –Muéstramelo y yo te mostraré otro. Compararemos y decidiremos cual es el mejor, Giges. Lo vi desconcertarse, parpadear y entreabrir los labios para no decir nada. ¿Creyó que me burlaba? ¿Temió haber oído mal? Mi guardia y ministro sabía muy bien de quien hablábamos. Formulé aquella propuesta sin pensar, pero, una vez hecha, un gusanito dulzón comenzó a roerme el cerebro y a causarme ansiedad.– ¿Te has quedado mudo, Giges? ¿Que te ocurre? –No sé qué decir, señor. Estoy confuso. –Ya lo veo. En fin, responde. ¿Aceptas mi oferta? –Su Majestad sabe que sus deseos son los míos.

¿Habría sido posible que la egipcia hubiese estado mejor?

Así comenzó todo. Fuimos primero a su residencia y, al fondo del jardín, donde están las termas de vapor, mientras sudábamos y su masajista nos rejuvenecía los miembros, examiné a la egipcia. Una mujer muy alta, con el rostro averiado por esas cicatrices con que las gentes de su raza consagran a las muchachas púberes a su sangriento dios. Ya había dejado atrás la juventud. Pero era interesante y atractiva, lo admito. Su piel de ébano brillaba entre las nubes de vapor como si hubiera sido barnizada y todos sus movimientos y actitudes revelaban una extraordinaria soberbia. No había en ella asomo de ese abyecto servilismo tan frecuente en los esclavos para ganar el favor de sus dueños, sino mas bien una elegante frialdad. No entendía nuestro idioma pero descifraba al instante las instrucciones que mediante gestos le impartía su amo. Cuando Giges le indicó lo que queríamos ver, ella, envolviéndonos a ambos unos segundos en su mirada sedosa y despectiva, dio media vuelta, se inclinó y con ambas manos levantó su túnica, ofreciéndonos su mundo trasero. Era notable, en efecto, y milagroso para quien no fuera el marido de Lucrecia, la reina. Duro y esférico, sí, de curvas suaves y de una piel lampiña y granulada, de visos azules, por la que resbalaba la mirada como sobre el mar. La felicité y felicité también a mi guardia y ministro por ser propietario de tan dulce delicia. Para cumplir la parte que me correspondía de la oferta, debimos actuar con el mayor sigilo. Aquel episodio con Atlas, el esclavo, fue profundamente chocante para mi mujer, ya lo he dicho; se prestó a ello porque Lucrecia complace todos mis caprichos. Pero la vi avergonzarse de tal modo mientras Atlas y ella representaban infructuosamente la fantasía que tramé, que me juré a mí mismo no volver a someterla a prueba semejante. Aun ahora, corrido tanto tiempo desde aquella ocurrencia, cuando del pobre Atlas no deben quedar sino los huesos pulidos en el hediondo barranco lleno de buitres y halcones donde sus restos fueron arrojados, la reina se despierta a veces en la noche, sobresaltada de zozobra en mis brazos, pues en el sueño la sombra del etíope ha vuelto a enardecerse encima de ella. De modo que esta vez hice las cosas sin que mi amada lo supiera. Por lo menos esa fue mi intención, aunque, recapacitando, hurgando en los resquicios de mi memoria lo sucedido aquella noche, a veces dudo. Hice entrar a Giges por la puertecilla del jardín y lo introduje en el aposento mientras las doncellas desnudaban a Lucrecia y la perfumaban y la untaban con las esencias que a mí me gusta oler y saborear sobre su cuerpo. Indiqué a mi ministro que se ocultase detrás del cortinaje del balcón y que procurara no moverse ni hacer el menor ruido. Desde esa esquina, tenía una visión perfecta del hermosísimo lecho de columnas labradas, con escalinatas y cortinas de raso rojo, recargado de almohadillas, sedas y preciosos bordados, donde la reina y yo libramos cada noche nuestros encuentros amorosos. Y apagué todos los mecheros de manera que la habitación quedó apenas iluminada por las lenguas crujientes del hogar. Lucrecia entró poco después, flotando en una vaporosa túnica semitransparente, de seda blanca, con filigrana de encaje en los puños, el cuello y el ruedo. Llevaba un collar de perlas, una cofia y envolvían sus pies unas chinelas de madera y fieltro, de tacón alto. La tuve así un buen rato, gustándola con los ojos y regalándole a mi buen ministro ese espectáculo para dioses. Y mientras la contemplaba y pensaba en que Giges lo hacía también, esa maliciosa complicidad que nos unía súbitamente me inflamó de deseo. Sin decir palabra avancé sobre ella, la hice rodar sobre el lecho y la monté. Mientras la acariciaba, la cara barbada de Giges se me aparecía y la idea de que él nos estaba viendo me enfebrecía más, espolvoreando mi placer con un condimento agridulce y picante hasta entonces ignorado por mí. ¿Y ella? ¿Adivinaba algo? ¿Sabía algo? Porque creo que nunca la sentí tan briosa como esa vez, nunca tan ávida en la iniciativa y en la réplica, tan temeraria en el mordisco, el beso y el abrazo. Acaso presentía que, aquella noche, quienes gozábamos en esa habitación enrojecida por la candela y el deseo no éramos dos sino tres. Cuando, al amanecer, Lucrecia ya dormida, me deslicé en puntas de pie fuera del lecho, para guiar a mi guardia y ministro hasta la salida del jardín, lo encontré temblando de frío y de pasmo. –Usted tenía razón, Majestad –balbuceó, extasiado y trémulo–. Lo he visto y es tan extraordinario que no puedo creerlo. Lo he visto y aun me parece que solo lo soñé. –Olvídate de todo ello cuanto antes y para siempre, Giges –le ordené–. Te he concedido este privilegio en un arrebato extraño, sin haberlo meditado, por el aprecio que te tengo. Pero, cuidado con tu lengua. No me gustaría que esta historia se volviera habladuría de taberna y chisme de mercado. Podría arrepentirme de haberte traído aquí. Me juró que nunca diría una palabra. Pero lo ha hecho. ¿Cómo, si no, correrían tantas voces sobre el suceso? Las versiones se contradicen, cada cual más disparatada y más falsa. Llegan hasta nosotros y, aunque al principio nos irritaban, ahora nos divierten. Es algo que ha pasado a formar parte de este pequeño reino meridional de aquel país que siglos más tarde llamarán Turquía. Igual que sus montañas resecas y sus súbditos rústicos, igual que sus tribus itinerantes, sus halcones y sus osos. Después de todo, no me desagrada la idea de que, una vez que haya corrido el tiempo, tragándose todo lo que ahora existe y me rodea, para las generaciones del futuro sólo perdure, sobre las aguas del naufragio de la historia de Lidia, redonda y solar, munificente como la primavera, la grupa de Lucrecia la reina, mi mujer.


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