jueves, 30 de agosto de 2012

El reino de las voces


El tiempo pasa en vano y una parte de nuestra memoria sigue perteneciendo a aquel mundo abandonado. Uno vive anhelando el timbre de un teléfono que cancele bruscamente el silencio, imaginando las caras de esa gente cuya voz oye en la radio. Desde la calle suben voces que le recuerdan los romances que cantaban las niñas cuando jugaban a la comba, y si lee una página que lo conmueve piensa que esas palabras se las está diciendo alguien al oído, un hombre o una mujer tan lejanos como los locutores de la Pirenaica, como aquellas madres arrastradas a la infamia y aquellos desalmados hijastros de las novelas radiofónicas de Sautier Casaseca. El mundo de donde uno viene se extinguió hace muchos años, pero lo que le queda de él, si es que no lo ha perdido todo, es la apetencia de las voces, la avaricia de oírlas y de reconocerlas en el silencio de los libros y en el rumor de los bares y de las calles, y sobre todo el deseo de que las palabras que uno mismo escribe adquieran en el alma y en la imaginación de quien las lea el sonido cálido e indudable de una voz.  

El reino de las voces, Antonio Muñoz Molina [ABC, 4 de febrero de 1989]




Yo no vivía en Madrid cuando mi madre enfermó de gravedad, y además mi padre no quiso hacernos partícipes de esa gravedad, a mis hermanos y a mí, hasta muy tarde. Tan tarde que yo llegué a la ciudad (“Ven ya”, me dijo él por teléfono un día, de pronto) tan sólo unas horas antes de que ella muriera. Era diciembre de 1977. Caída la tarde del 23, mi tío Ricardo, médico, hermano suyo, nos quitó toda esperanza y nos dio una receta para que fuéramos a comprar un medicamento que la ayudara, o la aliviara de cualquier posible dolor, no recuerdo qué era. Las farmacias ya habían ce­rrado, así que había que buscar una de guar­dia. Cogí la receta, bajé a la calle, vi que la más cercana abierta estaba a cierta distancia y entonces eché a correr (era joven) como no creo haber corrido nunca ni antes ni des­pués, con el pensamiento fijo de que cada minuto que tardara en comprar la medicina y regresar sería un minuto de mayor padeci­miento para mi madre. Siempre corrí rápido, pero deseé poder volar, y la distancia se me hizo interminable, tanto al ir como al volver. Ella murió a la madrugada siguiente, creo o espero que sin apenas sufrir, y tras haberse podido despedir de todos, uno a uno.

Han transcurrido nada menos que treinta y cuatro años, le dije a Wenzel, y sin embargo, todavía hoy, cada vez que veo a un joven correr por la calle como alma que lleva el diablo, no puedo evitar acordarme de mí aquella noche (…) cada vez que yo veo correr a una joven o a un joven, confío en que no vayan en busca de una far­macia, para paliarle a nadie una agonía ni un dolor.
Cosas que nos sobresaltarán. Javier Marías [La zona fantasma, 1 de abril de 2012] 

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