miércoles, 22 de agosto de 2012

Decirse adiós


Dice un sabio bolero que se vive solamente una vez y que hay que aprender a querer y a vivir. Pero a lo que hay que aprender, a lo que no aprende nadie, es a decir adiós.
 
Amanece un día en el que adviertes que algo importante ha cambiado en su manera de mirarte, que ya no te ve y comprendes que has dejado de gustarle. Todavía resta el tiempo de que él se dé cuenta.
Amanece el día en que todo es aviso de que te va a dejar: apenas te dirige la palabra, se retira cuando te acercas, busca exclusivamente la compañía de sus amigos, no te sonríe como antes. Sabes que va a ocurrir más pronto que tarde, lo puedes respirar. Aunque puede que aún no haya tomado la decisión. Pero se puede anticipar lo que va a ocurrir estando atenta a las señales. Me atreví a preguntárselo cuando comprendí que todos sus amigos buscaban estar solos con sus novias, con una excepción: ¿ya no me quieres? Él no supo improvisar una respuesta convincente para lo que más que una pregunta era una autoafirmación. Cierto que no debe hacerse el amor cuando el amor duele tanto y nos hiere. Te vuelves realmente vulnerable casi a cada gesto. Una última vez en la que uno pierde lo que ya no vuelve a recuperar.
Esta es la mañana siguiente que se recuerda con mayor tristeza y con una huella profunda que no se borra y que lo empaña todo. Si sabes que lo sé, por qué me haces daño o por qué permites que me lo haga.
Amanece el día que uno lleva aguardando y en el que te anuncian que todo se acaba y por qué. No sé cómo reuní el valor suficiente para escuchar sus motivos y no salir corriendo. A decir verdad, sí lo sé. En un momento dado, una vez había comprendido que no había vuelta atrás, decidí comportarme como una amiga a la que se le cuenta que se ha llegado al límite, al mar de dudas. Lo miraba con ojos nuevos, como si no lo conociera o, sobre todo, como si no la conociera a ella, a la novia que estaba dejando después de más de dos años. Empezó a dudar de que estuviera haciendo lo correcto. Me preguntó: ¿por qué no te comportas siempre así, como en este momento?
Lo dejamos en suspenso. Tómate el tiempo que necesites. Cuando lo hayas decidido, llámame.
Pero no me llamó. Iba a tomarse un tiempo en decidir lo que yo sabía que venía decidido a hacer esa misma tarde y noche.
El tiempo de espera es insoportable, el peor. Cada noche, cada día, cada hora es la confirmación de que no va a volver, de que hoy tampoco va a llamar. Uno no se acostumbra por mucho que ponga de su parte. Uno quiere cerrar y dar por concluido el capítulo. Hay una cierta resistencia a aceptarlo, pero no hay ensoñaciones. Yo sabía que no volvería y, aunque hubiese vuelto, sabía que se iría igualmente.
Lo que no sabía es si yo sería capaz de resistir su ausencia sin hacer nada, de alejarme sin causarle distracciones en su olvido. Es duro soportar la espera sin dar ninguna señal.

Amanece el día que todo salta por los aires, el día inoportuno porque estás preparando un examen, estás en vísperas de cerrar el curso y de los próximos quince días depende el resultado de tus calificaciones.
Viene para contarte lo que tú ya sabes, con un discurso medido, preparado para la ocasión.
Uno recuerda que él está esperando de nuevo a la amiga y la recupera. Pero la amiga no sabe si va a resistir que le cuenten detalles de lo que él ha vivido este último mes y medio, los argumentos de por qué ya no se la quiere.
Despedirse en poco más de una hora es muy injusto.
En algún sitio leí que en el abrazo del reencuentro uno ya sabe lo que le espera. Hubiera bastado con eso.
Por increíble que parezca yo había quedado para una tutoría con mi profesor de latín y tuve que presentarme en su despacho, casi sin poder andar ni hablar.
Él me dejó con su coche junto a la antigua Fábrica de tabacos y sólo tuve tiempo de entrar en el cuarto de baño para lavarme la cara y mirarme al espejo. Resiste.
El profesor Solís de los Santos tuvo que notar que me pasaba algo grave pero no hablamos de ello. Nos concentramos en el objetivo. Ya había llegado hasta allí. Desde tan lejos.

Los días siguientes tuve que quedarme en casa de mis compañeros para obligarme a estudiar. Lo peor ya había pasado. Las preguntas en casa que no puedes contestar: ¿Por qué no llama? ¿Por qué no viene a recogerte? ¿qué os ha pasado?

Cierto que nadie nos enseña cómo despedirnos. Pero lo peor no es desconocer cómo decirse adiós. Mucho más difícil es cómo levantarse de las ruinas, cómo restituir la autoestima, cómo recuperar la confianza, la normalidad, la calma. En ese camino estamos solos porque uno tiene que reconciliarse consigo mismo. Yo, al menos, me sentía plenamente responsable del fracaso. Seguía estando enamorada y tenía que repetirme hasta la saciedad: ya no te quiere para acabar de creérmelo.
Durante mucho tiempo yo me seguía viendo a través de sus ojos. No sentía lástima ni autocompasión sino una tremenda inseguridad y cierta vergüenza. No me sentía capaz de gustarle a nadie, sólo se me destacaban mis defectos, mis debilidades, mis errores y faltas.
Recordaba y atesoraba sus reproches como en una cámara de eco. No tenía fuerzas para rebelarme contra eso, contra el daño que me autoinflingía.

Pero amanece el día en que ya sabes que has sido más fuerte que tus ganas de llamarle y te sientes orgullosa de no haber provocado ningún encuentro inútil, de no haberle molestado en su camino al olvido.
El día que supe que estaba a salvo estaba con mi padre, en su furgoneta. Me había acercado a la Facultad y nos despedimos frente al cuartel de Avión Cuatro Vientos.
Seguro que mi padre lo conoció antes que yo por el retrovisor pero no dijo nada.
Me despedí de mi padre con un beso y bajé del coche.
Allí estaba él, haciéndome un gesto con la mano.
Le devolví el saludo a cierta distancia y me volví para ver cómo mi padre se reincorporaba a su carril y se alejaba camino del trabajo.
Me dirigí al paso de cebra y crucé la avenida cuando el semáforo se puso en verde.
Me esperaban las clases.
No volví sobre mis pasos, sobre todo, por mí pero también quise demostrárselo a mi padre.



Y cuando cruce una calle será como Ulises abandonando sigilosamente la isla de la ninfa Calypso para arrojarse de nuevo a la incertidumbre del mar. 

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