jueves, 30 de agosto de 2012

El reino de las voces


El tiempo pasa en vano y una parte de nuestra memoria sigue perteneciendo a aquel mundo abandonado. Uno vive anhelando el timbre de un teléfono que cancele bruscamente el silencio, imaginando las caras de esa gente cuya voz oye en la radio. Desde la calle suben voces que le recuerdan los romances que cantaban las niñas cuando jugaban a la comba, y si lee una página que lo conmueve piensa que esas palabras se las está diciendo alguien al oído, un hombre o una mujer tan lejanos como los locutores de la Pirenaica, como aquellas madres arrastradas a la infamia y aquellos desalmados hijastros de las novelas radiofónicas de Sautier Casaseca. El mundo de donde uno viene se extinguió hace muchos años, pero lo que le queda de él, si es que no lo ha perdido todo, es la apetencia de las voces, la avaricia de oírlas y de reconocerlas en el silencio de los libros y en el rumor de los bares y de las calles, y sobre todo el deseo de que las palabras que uno mismo escribe adquieran en el alma y en la imaginación de quien las lea el sonido cálido e indudable de una voz.  

El reino de las voces, Antonio Muñoz Molina [ABC, 4 de febrero de 1989]




Yo no vivía en Madrid cuando mi madre enfermó de gravedad, y además mi padre no quiso hacernos partícipes de esa gravedad, a mis hermanos y a mí, hasta muy tarde. Tan tarde que yo llegué a la ciudad (“Ven ya”, me dijo él por teléfono un día, de pronto) tan sólo unas horas antes de que ella muriera. Era diciembre de 1977. Caída la tarde del 23, mi tío Ricardo, médico, hermano suyo, nos quitó toda esperanza y nos dio una receta para que fuéramos a comprar un medicamento que la ayudara, o la aliviara de cualquier posible dolor, no recuerdo qué era. Las farmacias ya habían ce­rrado, así que había que buscar una de guar­dia. Cogí la receta, bajé a la calle, vi que la más cercana abierta estaba a cierta distancia y entonces eché a correr (era joven) como no creo haber corrido nunca ni antes ni des­pués, con el pensamiento fijo de que cada minuto que tardara en comprar la medicina y regresar sería un minuto de mayor padeci­miento para mi madre. Siempre corrí rápido, pero deseé poder volar, y la distancia se me hizo interminable, tanto al ir como al volver. Ella murió a la madrugada siguiente, creo o espero que sin apenas sufrir, y tras haberse podido despedir de todos, uno a uno.

Han transcurrido nada menos que treinta y cuatro años, le dije a Wenzel, y sin embargo, todavía hoy, cada vez que veo a un joven correr por la calle como alma que lleva el diablo, no puedo evitar acordarme de mí aquella noche (…) cada vez que yo veo correr a una joven o a un joven, confío en que no vayan en busca de una far­macia, para paliarle a nadie una agonía ni un dolor.
Cosas que nos sobresaltarán. Javier Marías [La zona fantasma, 1 de abril de 2012] 

lunes, 27 de agosto de 2012

Textos fenomenales


No hay más que unas cuantas metáforas y tres o cuatro narraciones posibles, dice Borges, no hay destinos singulares: los actos, los deseos, los arrepentimientos de un hombre repiten y anticipan los avatares de otros, de modo que las mitologías arcaicas y los cuentos infantiles gozan de una secreta actualidad indeleble. El perseguido que nunca encontrará perdón ni refugio es cualquier hombre atenazado por la culpa y ese gánster herido que huye en automóvil hacia las soledades de una sierra donde lo sitiará la policía o hacia una granja abandonada donde morirá creyendo que ha vuelto a su infancia.
Del mismo modo que usurpamos los lugares donde habitaron los muertos, manejamos las palabras y las cosas que les pertenecieron y repetimos y conmemoramos sin saberlo fragmentos de sus vidas, y quizá por eso nos sobresalta con frecuencia la sensación de haber visto ya algo que estamos viendo por primera vez.
Dürrenmatt: la conciencia de un solo hombre es una ola fugaz en el océano de la conciencia humana.
No hay nada que no sea simultáneamente fugitivo y eterno.
Holden Caulfield, Oliver Twist, Thomas de Quincey, Telémaco. No me cuesta nada imaginarlo perdido en el destino aciago y monótono de los inocentes.

En las ciudades invernales, en las ciudades lluviosas donde la gente mira al vacío con ojos de azul muerto, el viajero puede morirse de nostalgia no de su país ni de la abierta claridad del sol, sino de los azules con que se educó su mirada. Los matices del gris, los verdes húmedos y los ocres del Norte no pueden nunca consolarlo.

Como en la pintura, el color sólo existe en la pupila de quien mira. “Descubierta en Asia la planta más azul del mundo” (…) porque ese azul tampoco podrán traerlo consigo cuando vuelvan.
Así se despide uno de los azules de Vermeer cuando abandona el museo y del azul de una ciudad donde le ha anochecido sin que se diera cuenta mientras preparaba su equipaje.

Ava Gardner no era sólo un espejismo del cine, sino una aparición que irrumpía en la realidad trastornándolo todo, provocando un enconado deseo de varones torpes y furiosos que al verla erguida y sola ante un Dry Martini en la barra de un bar caían íntimamente fulminados por la desgracia y el rencor de estar mirándola y sentirla tan ajena a ellos como si también entonces la vieran en la pantalla de un cine.

Nunca amó a Mario Cabré, que le encontró tendido a su lado al despertarse una mañana de amnesia y resaca y no supo qué había sucedido ni por qué se había acostado con él. Lo que para ella apenas existió fue el hecho más relevante en la vida de un hombre: tal vez por vanidad, o por inocencia, o por amor a las películas.

Más bien por nuestro amor a las películas, diría yo.
Como comenzamos, yo no lo sé
la historia que no tiene fin
ni como llegaste a ser la mujer
que toda la vida pedí

Contigo hace falta pasión
y un toque de poesía
y sabiduría, pues yo
trabajo con fantasías

¿Recuerdas el día que te canté?
fue un súbito escalofrío
por si no lo sabes te lo diré
yo nunca dejé de sentirlo

Contigo hace falta pasión
no debe fallar jamás
también maestría, pues yo
trabajo con el corazón

Cantar al amor ya no bastará
es poco para mí
si quiero decirte que nunca habrá

Cosa más bella que tú
cosa más linda que tú
única como eres
inmensa cuando quieres
gracias por existir

Con el paso del tiempo acabaría creyendo que era cierto lo que recordaba y contaba, lo que había inventado: tal vez el silencio de ella durante tantos años fue un gesto de ternura, o de secreta piedad.

¿Por qué no pensar que él también podría haber contado una verdad más triste para todos, que “el animal más bello del mundo” no era tan espectacular como pensábamos, especialmente en las distancias cortas? Quizá ella también le debiera un favor por su fantasía y lealtad mantenida durante años.

Si para algo sirve la ficción es para ponernos en guardia contra sus encantamientos (…) La gente de orden desconfía de la ficción porque le atribuye un propósito de mentira. (…)
Los libros mienten, desde luego, pero muestran casi con ingenuidad las leyes de su mentira y nos educan contra ella. Sólo en las novelas, y tal vez en la pintura, la ficción descubre de antemano sus normas y nos invita a permanecer a salvo de su posible maleficio. (…)
Las gentes de orden desdeñan los cuadros y los libros y esgrimen como un antídoto y un cetro el mando a distancia del televisor: lo que aparece en él no tiene nada que ver con la literatura, y, por tanto, es la verdad. (…)
Nunca acababan de creerlo: no podían admitir que no fuera cierto lo que estaban viendo con sus ojos. (…)
Lo que dicen las palabras no puede verse, es una materia fácilmente contaminada por los antojos de la imaginación. Las imágenes, en cambio, llevan impreso un certificado de veracidad. (…) Nadie nos lo ha contado, lo han visto nuestros ojos. (…)
Lo que nos parecía la pura realidad ha resultado ser un efecto óptico: desde ahora, la mirada se detendrá en las cosas con recelo, y habrá quien comprenda que en la indagación de la verdad muy pocas armas hay tan afiladas como las que suministra la ficción.

Esa es la razón de que sea necesario el espíritu crítico, viendo el televisor y leyendo una novela. Las imágenes en la tele van acompañadas de palabras con las que, a menudo, no hay correspondencia. Hay una infinita distancia entre ser testigo de un evento y que nos lo cuenten por televisión apoyándose en imágenes. Siempre me pregunto qué es lo que no se ve y lo que no se nos cuenta y por qué. En literatura, los lectores contribuyen a la creación de la novela. Es un proceso más complejo, más creativo. El papel del lector es activo –o debiera serlo y el del telespectador es pasivo. (…)
Una íntima sensación de estafa y ridículo, no siempre destinada a la película que tanto nos importó y que ahora se nos aparece postiza o trivial, sino a nuestro entusiasmo de entonces, a una cierta manera de vivir o de no vivir. (…)
Siempre es doloroso el reencuentro con alguien a quien quisimos mucho, y oír con indiferencia la antigua voz deseada y preguntarse el motivo ahora inexplicable de aquella devoción. Los amigos que llevaban mucho tiempo sin verse se abrazan y visitan de nuevo los bares adonde los afilió una querida costumbre y notan de pronto bajo las palabras un silencio vacío, una falta de resonancia mutua que vuelve simulacro la conversación. (…)

Lo mejor que conocimos,
separó nuestros destinos
que hoy nos vuelven a reunir;
tal vez si tú y yo queremos
volveremos a sentir aquella vieja entrega.
Ah! Cómo hemos cambiado
qué lejos ha quedado aquella amistad.
Ah! ¿qué nos ha pasado?
cómo hemos olvidado aquella amistad.


Hemos amado algo que existía sobre todo en nuestra imaginación y en nuestro deseo. (…)
Y ese amor, como tantos otros, se fortalecía en el recuerdo y la ausencia, y difícilmente sobrevive intacto a la confrontación del regreso.

Penélope.
Le sonrió
con los ojos llenitos de ayer,
no era así su cara ni su piel.
"Tú no eres quien yo espero".
Y se quedó
con el bolso de piel marrón
y sus zapatitos de tacón
sentada en la estación.



Desde el principio hubo héroes y villanos, luego llegaron los apóstatas y los conversos, los tontos útiles, los sentimentales peligrosos, los expertos asépticos, los rebaños lentos de vencidos, los muladares de muertos, los celebradores voluntarios que han seguido de lejos a los ejércitos y les recitaban coartadas épicas para encender su furia, como aquellos poetas mercenarios que viajaban en el séquito de los tiranos en las guerras antiguas. Pero hasta hace unos días faltó en el reparto una figura imprescindible, la del traidor, sin la cual no hay heroísmo ni victoria posible. (…)
Los palestinos se esconden, huyen y mueren acusados sumariamente de traición, pero se trata de una traición colectiva, muy semejante por cierto a la que durante siglos se atribuyó a los judíos, y para que esa culpa adquiera su más alta eficacia es preciso que se encarne en una figura singular (…)
El heroísmo, la traición, son méritos singulares; el fracaso es gregario, y todos los perdedores de todas las guerras se agrupan (…)
No puede ser casual que el país donde se han erigido las más hermosas estatuas de héroes sea también el más fértil en inolvidables traidores [británicos].
Nadie sabe ahora mismo si son culpables o son inocentes, pero han empezado a parecerse tanto a toda una genealogía de traidores condenados sin motivo y rescatados de la infamia cuando ya estaban muertos, que la piedad hacia ellos es mucho menos poderosa que el hastío hacia un espectáculo tan inagotablemente repetido en todas partes como el teatro angustioso de la mentira y de la crueldad.

Uno siente la exaltación de no pertenecer a nada de lo que está viendo, el alivio de haber perdido transitoriamente las normas del espacio y del tiempo en las que su vida se resume, pero también una angustia como de extender las manos en la oscuridad y no encontrar a donde asirse, de estar mirando objetos y rostros y escuchando voces que no son del todo reales, que tienen algo de las caras y las voces y las risas violentas de la televisión.
Sobre la sensación de extrañeza. Lost in translation.

Graham Greene. El caballero inglés que continuó una gloriosa tradición nacional de fugitivos, que viajó sin descanso a todos los países y a todos los hoteles, que convirtió en una forma misteriosa y un poco monacal de vida esta permanencia en la tierra de nadie, en cualquier lugar del mapamundi donde uno quiera detener su dedo índice, que fue católico con la misma arbitraria arrogancia con que era carlista el marqués de Bradomín, que seguramente se habría sentido tan extraño y tan amenazado como se siente uno en esta ciudad donde hay cuarteles en medio del césped universitario y banderas tremendas ondeando no sólo en los mástiles de los estadios y de los rascacielos, sino sobre los tejados de ruinosas casas de madera en cuyos porches se sientan (…) hombres de piel oscura. (…)
Su callado disgusto ante la ferocidad victoriosa, su espanto ante esas miradas de las que parece excluida toda ternura y toda incertidumbre, esas caras francas, saludables e idiotas que él retrató para siempre en El americano impasible, en la figura de Pyle, aquel afable cretino que cumple escrupulosamente su tarea de insecto, con la conciencia limpia y el ánimo gozoso, en los primeros años del horror de Vietnam.

De lo que tratan las novelas es de alguien que vive en desacuerdo con su condición y comete un acto de soberbia que será rápidamente castigado por la autoridad o el destino. Seguramente, para los lectores de 1605, lo más ridículo de Alonso Quijano (…) saltándose hacia arriba un escalón en la jerarquía social, se llamara a sí mismo caballero y se antepusiera el don que como hidalgo no tenía derecho a usar. (…)
Como a Don Quijote, lo calificarían de loco, y su destino sería el escarnio que merecen todos los trepadores ineptos: Rubenpré, Manolo el Pijoaparte, el desinteresado y melancólico proxeneta Larsen.
El narrador de la infinita novela de Proust, hijo de solemnes burgueses del segundo imperio, quiere bajar algunos peldaños en los edificios ampulosos del barón Haussman, porque la altura que le pertenece por su origen de clase es la segunda planta (…)
Grigori Samsa no es un rebelde, es exactamente la figura más moldeada de mansedumbre, el hombre que nunca dirá a nadie, ni a sí mismo, su verdadero deseo.
William Blake: “Quien desea y no actúa engendra la peste”.
No hay perdón para el trepador, el impostor, el temerario, el héroe.
Decenas de obras maestras extenúan las posibilidades del desengaño y del dolor. Sólo conozco una que no trate más que de la dicha: fue escrita varios siglos antes de nuestra era, y la tradujo a un español incomparable el fraile perseguido Casiodoro de Reina: el Cantar de los cantares, largo poema cuyo único motivo es la gloriosa plenitud carnal de dos amantes que le hacen a uno acordarse de un versículo crepuscular de Borges: “Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan”.

[aspirantes] a vivir una vida más estimulante que las que les habían enseñado a esperar.

La literatura, tan prestigiosa, tan lúcida, al final se raja y se apunta a los más sórdidos lugares comunes: que el criminal siempre paga, que siempre habrá pobres, que el dinero no da la felicidad, que los negros llevan el ritmo en la sangre, que más vale pájaro en mano, que donde las dan las toman, que si uno es feliz está a punto de ser atropellado. (…) “Me gustan las canciones de la radio porque sólo ellas dicen la verdad”.

domingo, 26 de agosto de 2012

La edad de los libros


Cumplimos años y sabemos que estamos viviendo en una dirección irreversible: no habrá otra infancia ni otra adolescencia, y el día y el minuto que acaban de pasar no volverán nunca. Pero como las estaciones vuelven, como se repiten cada año, nos permitimos la sensación arcaica de que también el tiempo que dábamos por perdido regresa con la lentitud circular con que regresaban para nuestros abuelos las tareas del campo.

La huerta del edén

La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo; y entre las mismas paredes irás encaneciendo. Siempre llegarás a esta ciudad. 
La ciudad. Cavafis

Igual que uno se sumerge en una ciudad y le gratifica bucear en ella, así me viene ocurriendo a mí con algunos autores. No con todos. Y por períodos en mi vida. Algunos relativamente cortos y otros inmensamente largos. Como diferentes edades.
Así puedo distinguir un periodo Isabel Allende, Antonio Gala, Gabriel García Márquez, José Saramago, Shakespeare, Benito Pérez Galdós, Miguel Delibes, Arturo Pérez-Reverte, Javier Marías, Almudena Grandes, Juan Eslava Galán, Juan Marsé, Antonio Machado, Emily Brontë, Susan E. Hinton, Michael Ende, Ramón J. Sender, Max Aub, Charles Dickens, Vikram Seth. He omitido expresamente los filósofos. Ese es capítulo aparte.
Se me olvidarán nombres porque voy citando conforme me vienen al recuerdo, no por orden cronológico.
Nombro a aquellos que, por alguna razón, llegaron y se instalaron, por lo que me han acompañado durante un cierto tiempo en mi vida. He leído de ellos un libro, un artículo, un texto, una cita y he querido saber más. Una lectura me ha ido llevando a otra y a otra hasta saciarme.
Thomas Mann y su Montaña mágica me acompañaron todo un verano, el del 2010. No lo cito porque no he tenido necesidad ni me he visto movida a leer ninguna otra de sus obras, al menos, de momento. Lo mismo con Baudelaire, Flaubert, Stendhal, Cervantes y otros.
También hay libros muy buenos que he abandonado a la mitad porque, por alguna razón, he ido perdiendo interés o curiosidad. Eso me ocurrió con Doctor Zhivago, por citar uno. El peso de la película era demasiado específico y abandoné al protagonista en medio del frente de batalla. También me ocurrió con la biografía sobre Frida Kahlo escrita por Hayden Herrera. Me aburrí, supongo.
Pero dedicarle mucho tiempo a un autor no significa exclusividad, ni mucho menos. Leo otros libros de otros autores mientras me detengo con uno. Tampoco significa que, una vez cerrado el ciclo Gabo, no vuelva a sentir curiosidad por asomarme a sus páginas. Volverá, como las estaciones, pero la edad habrá pasado. Su tiempo está vinculado para mí a otro tiempo, el del tren y los mediosdías en la playa de Cádiz. Es inevitable que asocie su obra con una cierta edad en mi vida en la que me sentía especialmente cerca de su voz.
También me gusta releer los libros que me han gustado especialmente. Entre aquellos que he probado más de una vez están Madame Bovary, La Regenta, Fortunata y Jacinta, El árbol de la ciencia, Lolita, Verano del 42 y algunos más
Porque hay libros que acompañan a uno toda la vida y otros que se agotan con leerlos una vez. Igualmente hay autores que dejan de gustar o de interesar. Otros muchos que lees pero que no te dicen nada.
En el periodo de estudios universitario, por ejemplo, apenas recuerdo que leyese otra cosa que Filosofía. Si acaso, literatura relacionada con la materia de la que me iba a examinar. En las vacaciones de verano, sin embargo, tenía hambre de literatura.
También me ocurrió en los dos periodos de estudio de Oposiciones. Manuales de Filosofía hasta el hartazgo.
Actualmente tengo variedad de lecturas y autores pendientes (Nabokov, Joyce, Kafka, Kundera, Kierkegaard, Faulkner, Stendhal, Proust, …) que aún no he agotado y que me interesan especialmente, pero tendrán que ir esperando su turno porque parece que se ha abierto un nuevo ciclo.
Algunas veces parece que los libros lo elijan a uno, como si nos hicieran un guiño desde la estantería. 


Sólo algunas películas perduran y crecen al volver a verlas, y otras que nos parecieron menores adquieren un resplandor que antes no advertimos, y muchas de las más veneradas se nos hunden como esos rascacielos derribados en silencio (...)Sólo el gran arte se mide victoriosamente con la lógica de la vida y del sentido común. Y tal vez por eso lo que nos sucede es que ya no nos creemos lo que nos creíamos antes (...)Será que, si a un director de cine o a un novelista le importa más la belleza del estilo que el destino de sus personajes, también uno tiende a desinteresarse de ellos. (...)Pero a medida que la memoria se limpia de fantasmas y la lucidez o el saludable aburrimiento deshacen sombras que pesaron demasiado durante demasiados años, las imágenes que permanecen cobran una intensidad acrecida en la prueba del reconocimiento, y al ser menos numerosas resaltan con más vigor.

sábado, 25 de agosto de 2012

La mujer que se despoja una vez de su vestido


Alguien ha escrito [Según cuenta Ovidio en Las metamorfosis (libro III, 151-252)que no se puede amar impunemente la belleza. Los perros de Acteón persiguieron y desgarraron a su dueño, que había cometido la audacia de contemplar a Diana mientras se bañaba desnuda. […]
Luis Cernuda […] cuenta la fábula de Apolo y Marsias, secreta metáfora de sí mismo, y de su propio destino: Marsias, con exaltada inocencia, reta a Apolo y le disputa la primacía en el ejercicio de la música, y el Dios, vengativo y celoso, lo condena a un suplicio atroz, porque la poesía y la música son dones que sólo a los dioses pertenecen, y el hombre que los arrebate para sí merecerá el mismo castigo que Prometeo.

Diario del Nautilus; Desolación de una quimera, Antonio Muñoz Molina




VII. (...) Los Heráclidas reinaron en aquel pueblo por espacio de quinientos cinco años, con la sucesión de veintidós generaciones, tiempo en que fue siempre pasando la corona de padres a hijos, hasta que por último se ciñeron con ella las sienes de Candaules.

Un capricho singular. Ver para creer. Los dos caballeros no están en igualdad de condiciones.

VIII. Este monarca perdió la corona y la vida por un capricho singular. Enamorado sobremanera de su esposa, y creyendo poseer la mujer más hermosa del mundo, tomó una resolución a la verdad bien impertinente. Tenía entre sus guardias un privado de toda su confianza llamado Giges, hijo de Dáscylo, con quien solía comunicar los negocios más serios de estado. Un día, muy de propósito se puso a encarecerle y levantar hasta las estrellas la belleza extremada de su mujer, y no pasó mucho tiempo sin que el apasionado Candaules (como que estaba decretada por el cielo su fatal ruina) hablase otra vez a Giges en estos términos: —«Veo, amigo, que por más que te lo pondero, no quedas bien persuadido de cuán hermosa es mi mujer, y conozco que entre los hombres se da menos crédito a los oídos que a los ojos. Pues bien, yo haré de modo que ella se presente a tu vista con todas sus gracias, tal corno Dios la hizo.»

Respuesta del guardia favorito. Razones.

Al oír esto Giges, exclama lleno de sorpresa: —«¿Qué discurso, señor, es este, tan poco cuerdo y tan desacertado? ¿me mandaréis por ventura que ponga los ojos en mi Soberana? No, señor; que la mujer que se despoja una vez de su vestido, se despoja con él de su recato y de su honor. Y bien sabéis que entre las leyes que introdujo el decoro público, y por las cuales nos debemos conducir, hay una que prescribe que, contento cada uno con lo suyo, no ponga los ojos en lo ajeno. Creo fijamente que la reina es tan perfecta como me la pintáis, la más hermosa del mundo; y yo os pido encarecidamente que no exijáis de mí una cosa tan fuera de razón.»

Contraargumentos del Rey. Le expone su plan

IX. Con tales expresiones se resistía Giges, horrorizado de las consecuencias que el asunto pudiera tener; pero Candaules replicóle así: —«Anímate, amigo, y de nadie tengas recelo. No imagines que yo trate de hacer prueba de tu fidelidad y buena correspondencia, ni tampoco temas que mi mujer pueda causarte daño alguno, porque yo lo dispondré todo de manera que ni aún sospeche haber sido vista por ti. Yo mismo te llevaré al cuarto en que dormimos, te ocultaré detrás de la puerta, que estará abierta. No tardará mi mujer en venir a desnudarse, y en una gran silla, que hay inmediata a la puerta, irá poniendo uno por uno sus vestidos, dándote entre tanto lugar para que la mires muy despacio y a toda tu satisfacción. Luego que ella desde su asiento volviéndote las espaldas se venga conmigo a la cama, podrás tú escaparte silenciosamente y sin que te vea salir.»
Parece que uno no ha de conformarse con saber que tiene una esposa bellísima. El placer está en que lo sepan todos, en generar la admiración y envidia de los demás hombres. ¿No recuerda el chiste del chico que se queda solo en una isla desierta con Angelina Jolie y le sugiere que se disfrace de hombre para poder contarle que se ha acostado con ella?

No queda otra que cumplir con la orden. Los dos varones subestiman a la reina.

X. Viendo, pues, Giges que ya no podía huir del precepto, se mostró pronto a obedecer. Cuando Candaules juzga que ya es hora de irse a dormir, lleva consigo a Giges a su mismo cuarto, y bien presto comparece la reina. Giges, al tiempo que ella entra y cuando va dejando después despacio sus vestidos, la contempla y la admira, hasta que vueltas las espaldas se dirige hacia la cama. Entonces se sale fuera, pero no tan a escondidas que ella no le eche de ver. Instruida de lo ejecutado por su marido, reprime la voz sin mostrarse avergonzada, y hace como que no repara en ello; pero se resuelve desde el momento mismo a vengarse de Candaules, porque no solamente entre los lidios, sino entre casi todos los bárbaros, se tiene por grande infamia el que un hombre se deje ver desnudo, cuanto más una mujer.

Venganza de la reina. Decide quién vivirá.

XI. Entretanto, pues, sin darse por entendida, estúvose toda la noche quieta y sosegada; pero al amanecer del otro día, previniendo a ciertos criados, que sabía eran los más leales y adictos a su persona, hizo llamar a Giges, el cual vino inmediatamente sin la menor sospecha de que la reina hubiese descubierto nada de cuanto la noche antes había pasado, porque bien a menudo solía presentarse siendo llamado de orden suya. Luego que llegó, le habló de esta manera: —«No hay remedio, Giges; es preciso que escojas, en los dos partidos que voy a proponerte, el que más quieras seguir. Una de dos: o me has de recibir por tu mujer, y apoderarte del imperio de los lidios, dando muerte a Candaules, o será preciso que aquí mismo mueras al momento, no sea que en lo sucesivo le obedezcas ciegamente y vuelvas a contemplar lo que no te es lícito ver. No hay más alternativa que esta; es forzoso que muera quien tal ordenó, o aquel que, violando la majestad y el decoro, puso en mí los ojos estando desnuda.»

Respuesta de Giges. Lo hice contra mi voluntad. Lo haré contra mi voluntad. Soy instrumento en vuestras manos.

Atónito Giges, estuvo largo rato sin responder, y luego la suplicó del modo más enérgico no quisiese obligarle por la fuerza a escoger ninguno de los dos extremos. Pero viendo que era imposible disuadirla, y que se hallaba realmente en el terrible trance o de dar la muerte por su mano a su señor, o de recibirla él mismo de mano servil, quiso más matar que morir, y la preguntó de nuevo: —«Decidme, señora, ya que me obligáis contra toda mi voluntad a dar la muerte a vuestro esposo, ¿cómo podremos acometerle? —¿Cómo? le responde ella, en el mismo sitio que me prostituyó desnuda a tus ojos; allí quiero que le sorprendas dormido.»
XII. Concertados así los dos y venida que fue la noche, Giges, a quien durante el día no se le perdió nunca de vista, ni se le dio lugar para salir de aquel apuro, obligado sin remedio a matar a Candaules o morir, sigue tras de la reina, que le conduce a su aposento, le pone la daga en la mano, y le oculta detrás de la misma puerta. Saliendo de allí Giges, acomete y mata a Candaules dormido; con lo cual se apodera de su mujer y del reino juntamente: suceso de que Arquíloco pario, poeta contemporáneo, hizo mención en sus yambos trímetros.
XIII. Apoderado así Giges del reino, fue confirmado en su posesión por el oráculo de Delfos.

Historias, Libro I. Heródoto de Halicarnaso. Historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C.


Mató al rey y ganó esposa y reino. No está mal para haber sido utilizado por ambos.

Cuando quiso ser coronado como rey, Giges tuvo muchos adversarios, que acordaron someter el caso al oráculo de Delfos. El oráculo confirmó los derechos de Giges y el control de Lidia pasó a sus manos. El recurso al oráculo de Delfos es histórico: se sabe que en testimonio de reconocimiento Giges hizo un regalo consistente en objetos de oro y plata.

La historia fue reelaborada por Platón en «La República» —con el mito del anillo que hace invisible a su poseedor, y que desencadena tal ansia de poder que le lleva a abandonar cualquier regla moral— y también fue motivo de inspiración para el historiador Plutarco.

El anillo de Giges. Platón. La república ii,359a-360,d.

El Anillo de Giges es una leyenda mitológica mencionada por el filósofo ateniense Platón en el libro II de La república. Guarda vaga relación con el Giges histórico de que habla Heródoto.
Narra la historia de Giges, un pastor que tras una tormenta y un terremoto encontró, en el fondo de un abismo, un caballo de bronce con un cuerpo sin vida en su interior. Este cuerpo tenía un anillo de oro y el pastor decidió quedarse con él. Lo que no sabía Giges es que era un anillo mágico, que cuando le daba la vuelta, le volvía invisible. En cuanto hubo comprobado estas propiedades del anillo, Giges lo usó para seducir a la reina y, con ayuda de ella, matar al rey, para apoderarse de su reino.
Glaucón (hermano de Platón) hace referencia a esta leyenda para ejemplificar su teoría de que todas las personas por naturaleza son injustas. Sólo son justas por miedo al castigo de la ley o por obtener algún beneficio por ese buen comportamiento. Si fuéramos "invisibles " a la ley como Giges con el anillo, seríamos injustos por nuestra naturaleza.
Este mito ha tenido gran influencia en la filosofía, ya que da a entender que el ser humano hace el bien hasta que puede hacer el mal cuando «se hace invisible».


La reelaboración de Vargas Llosa. La adorna y se recrea. 

Soy Candaules, rey de Lidia, pequeño país situado entre Jonia y Caria, en el corazón de aquel territorio que siglos mas tarde llamaran Turquía. Lo que más me enorgullece de mi reino no son sus montañas agrietadas por la sequedad ni sus pastores de cabras que, cuando hace falta, se enfrentan a los invasores frigios y eolios y a los dorios venidos del Asia, derrotándolos, y a las bandas de fenicios, lacedemonios y a los nómadas escitas que llegan a pillar nuestras fronteras, sino la grupa de Lucrecia, mi mujer. Digo y repito: grupa. No trasero, ni culo, ni nalgas ni posaderas, sino grupa. Porque cuando yo la cabalgo la sensación que me embarga es esa: la de estar sobre una yegua musculosa y aterciopelada, puro nervio y docilidad. Es una grupa dura y acaso tan enorme como dicen las leyendas que sobre ella corren por el reino, inflamando la fantasía de mis súbditos. (A mis oídos llegan todas pero a mí no me enojan, me halagan.) Cuando le ordeno arrodillarse y besar la alfombra con su frente, de modo que pueda examinarla a mis anchas, el precioso objeto alcanza su más hechicero volumen. Cada hemisferio es un paraíso carnal; ambos, separados por una delicada hendidura de vello casi imperceptible que se hunde en el bosque de blancuras, negruras y sedosidades embriagadora que corona las firmes columnas de los muslos, me hacen pensar en un altar de esa religión bárbara de los babilonios que la nuestra borró. Es dura al tacto y dulce a los labios; vasta al abrazo y cálida en las noches frías, una almohada tierna para reposar la cabeza y un surtidor de placeres a la hora del asalto amoroso. Penetrarla no es fácil; doloroso más bien, al principio, y hasta heroico por la resistencia que esas carnes rosadas oponen al ataque viril. Hacen falta una voluntad tenaz y una verga profunda y perseverante, que no se arredran ante nada ni nadie, como las mías. Cuando le dije a Giges, hijo de Dáscilo, mi guardia y ministro, que yo estaba más orgulloso de las proezas cumplidas por mi verga con Lucrecia en el suntuoso bajel lleno de velámenes de nuestro tálamo que de mis hazañas en el campo de batalla o de la equidad con que imparto justicia, él festejó con carcajadas lo que creía una broma. Pero no lo era: lo estoy. Dudo que muchos habitantes de Lidia puedan emularme. Una noche –estaba ebrio– solo por averiguarlo llamé al aposento a Atlas, el mejor armado de los esclavos etíopes. Hice que Lucrecia se inclinase ante él y le ordené que la montara. No lo consiguió, por lo intimidado que estaba en mi delante o porque era un desafío excesivo para sus fuerzas. Varias veces lo vi adelantarse, resuelto, empujar, jadear y retirarse, vencido. (Como el episodio mortificaba la memoria de Lucrecia, a Atlas lo mandé luego decapitar.)

Me pregunto qué habría pasado si el etíope hubiera satisfecho a la reina mejor que el propio rey. ¿Hubiese permitido la reina que lo mandasen decapitar?


Porque lo cierto es que a la reina yo la quiero. Todo en mi esposa es dulce, delicado, en contraste con la esplendidez exuberante de su grupa: sus manos y sus pies, su cintura y su boca. Tiene una nariz respingada y unos ojos lánguidos, de aguas misteriosamente quietas que solo el placer y la cólera agitan. Yo la he estudiado como hacen los eruditos con los viejos infolios del Templo, y aunque creo saberla de memoria, cada día –cada noche, más bien– descubro en ella algo nuevo que me enternece: la suave línea de los hombros, el travieso huesecillo del codo, la finura del empeine, la redondez de sus rodillas y la transparencia azul del bosquecillo de sus axilas. Hay quienes se aburren pronto de su mujer legítima. La rutina del matrimonio mata el deseo, filosofan, que ilusión puede durar y embravecer las venas de un hombre que se acuesta, a lo largo de meses y años, con la misma mujer. Pero a mí, a pesar del tiempo de casados que llevamos, Lucrecia, mi señora, no me hastía. Nunca me ha aburrido. Cuando voy a la caza del tigre y el elefante, o a la guerra, su recuerdo acelera mi corazón igual que los primeros días y cuando acaricio a alguna esclava o mujer cualquiera para distraer la soledad de las noches en la tienda de campaña, mis manos sienten siempre una lacerante decepción: esos son apenas traseros, nalgas, posaderas, culos. Solo la de ella –¡ay, amada!– grupa. Por eso le soy fiel de corazón; por eso la amo. Por eso le compongo poemas que le recito al oído y a solas me echo de bruces al suelo a besarle los pies. Por eso he cubierto sus cofres de alhajas y pedrerías y encargado para ella de todos los rincones del mundo esos calzados, vestidos y adornos que nunca terminará de estrenar. Por eso la cuido y venero como la más exquisita posesión de mi reino. Sin Lucrecia, la vida para mí sería muerte. La historia real de lo ocurrido con Giges, mi guardia y ministro, no se parece mucho a las habladurías sobre el episodio. Ninguna de las versiones que he oído roza siquiera la verdad. Siempre es así: aunque la fantasía y lo cierto tienen un mismo corazón, sus rostros son como el día y la noche, como el fuego y el agua. No hubo apuesta ni trueque de ninguna especie; todo ocurrió de improviso, por un súbito arranque mío, obra de la casualidad o intriga de algún diosecillo juguetón. Habíamos asistido a una interminable ceremonia en el descampado vecino a Palacio, donde las tribus vasallas venidas a presentarme sus tributos ensordecieron nuestros oídos con sus cantos salvajes y nos cegaron con la polvareda que levantaban las acrobacias de sus jinetes. Vimos también a una pareja de esos hechiceros que curan los males con ceniza de cadáveres y a un santo que oraba girando sobre los talones. Este último fue impresionante: impulsado por la fuerza de su fe y por los ejercicios respiratorios que acompañaban su danza –un jadeo ronco y creciente que parecía salir de sus entrañas– se convirtió en un remolino humano, y, en un momento dado, su velocidad lo desapareció de nuestra vista. Cuando de nuevo se corporizó y se detuvo, sudaba como los caballos después de una carga y tenía la palidez alelada y los ojos aturdidos de los que han visto a un dios o a varios.

Una charla entre hombres. Pues la mía más. ¿Lo comprobamos?

De los hechiceros y el santo estábamos hablando mi ministro y yo, mientras paladeábamos una copa de vino griego, cuando el buen Giges, con ese chispeo malicioso que la bebida deposita en su mirada, bajó de pronto la voz para susurrarme: –La egipcia que he comprado tiene el trasero más hermoso que la Providencia concedió nunca a una mujer. La cara es imperfecta; los pechos menudos y suda en exceso; pero la abundancia y generosidad de su posterior compensa con creces todos sus defectos. Algo cuyo solo recuerdo me produce vértigo, Majestad. –Muéstramelo y yo te mostraré otro. Compararemos y decidiremos cual es el mejor, Giges. Lo vi desconcertarse, parpadear y entreabrir los labios para no decir nada. ¿Creyó que me burlaba? ¿Temió haber oído mal? Mi guardia y ministro sabía muy bien de quien hablábamos. Formulé aquella propuesta sin pensar, pero, una vez hecha, un gusanito dulzón comenzó a roerme el cerebro y a causarme ansiedad.– ¿Te has quedado mudo, Giges? ¿Que te ocurre? –No sé qué decir, señor. Estoy confuso. –Ya lo veo. En fin, responde. ¿Aceptas mi oferta? –Su Majestad sabe que sus deseos son los míos.

¿Habría sido posible que la egipcia hubiese estado mejor?

Así comenzó todo. Fuimos primero a su residencia y, al fondo del jardín, donde están las termas de vapor, mientras sudábamos y su masajista nos rejuvenecía los miembros, examiné a la egipcia. Una mujer muy alta, con el rostro averiado por esas cicatrices con que las gentes de su raza consagran a las muchachas púberes a su sangriento dios. Ya había dejado atrás la juventud. Pero era interesante y atractiva, lo admito. Su piel de ébano brillaba entre las nubes de vapor como si hubiera sido barnizada y todos sus movimientos y actitudes revelaban una extraordinaria soberbia. No había en ella asomo de ese abyecto servilismo tan frecuente en los esclavos para ganar el favor de sus dueños, sino mas bien una elegante frialdad. No entendía nuestro idioma pero descifraba al instante las instrucciones que mediante gestos le impartía su amo. Cuando Giges le indicó lo que queríamos ver, ella, envolviéndonos a ambos unos segundos en su mirada sedosa y despectiva, dio media vuelta, se inclinó y con ambas manos levantó su túnica, ofreciéndonos su mundo trasero. Era notable, en efecto, y milagroso para quien no fuera el marido de Lucrecia, la reina. Duro y esférico, sí, de curvas suaves y de una piel lampiña y granulada, de visos azules, por la que resbalaba la mirada como sobre el mar. La felicité y felicité también a mi guardia y ministro por ser propietario de tan dulce delicia. Para cumplir la parte que me correspondía de la oferta, debimos actuar con el mayor sigilo. Aquel episodio con Atlas, el esclavo, fue profundamente chocante para mi mujer, ya lo he dicho; se prestó a ello porque Lucrecia complace todos mis caprichos. Pero la vi avergonzarse de tal modo mientras Atlas y ella representaban infructuosamente la fantasía que tramé, que me juré a mí mismo no volver a someterla a prueba semejante. Aun ahora, corrido tanto tiempo desde aquella ocurrencia, cuando del pobre Atlas no deben quedar sino los huesos pulidos en el hediondo barranco lleno de buitres y halcones donde sus restos fueron arrojados, la reina se despierta a veces en la noche, sobresaltada de zozobra en mis brazos, pues en el sueño la sombra del etíope ha vuelto a enardecerse encima de ella. De modo que esta vez hice las cosas sin que mi amada lo supiera. Por lo menos esa fue mi intención, aunque, recapacitando, hurgando en los resquicios de mi memoria lo sucedido aquella noche, a veces dudo. Hice entrar a Giges por la puertecilla del jardín y lo introduje en el aposento mientras las doncellas desnudaban a Lucrecia y la perfumaban y la untaban con las esencias que a mí me gusta oler y saborear sobre su cuerpo. Indiqué a mi ministro que se ocultase detrás del cortinaje del balcón y que procurara no moverse ni hacer el menor ruido. Desde esa esquina, tenía una visión perfecta del hermosísimo lecho de columnas labradas, con escalinatas y cortinas de raso rojo, recargado de almohadillas, sedas y preciosos bordados, donde la reina y yo libramos cada noche nuestros encuentros amorosos. Y apagué todos los mecheros de manera que la habitación quedó apenas iluminada por las lenguas crujientes del hogar. Lucrecia entró poco después, flotando en una vaporosa túnica semitransparente, de seda blanca, con filigrana de encaje en los puños, el cuello y el ruedo. Llevaba un collar de perlas, una cofia y envolvían sus pies unas chinelas de madera y fieltro, de tacón alto. La tuve así un buen rato, gustándola con los ojos y regalándole a mi buen ministro ese espectáculo para dioses. Y mientras la contemplaba y pensaba en que Giges lo hacía también, esa maliciosa complicidad que nos unía súbitamente me inflamó de deseo. Sin decir palabra avancé sobre ella, la hice rodar sobre el lecho y la monté. Mientras la acariciaba, la cara barbada de Giges se me aparecía y la idea de que él nos estaba viendo me enfebrecía más, espolvoreando mi placer con un condimento agridulce y picante hasta entonces ignorado por mí. ¿Y ella? ¿Adivinaba algo? ¿Sabía algo? Porque creo que nunca la sentí tan briosa como esa vez, nunca tan ávida en la iniciativa y en la réplica, tan temeraria en el mordisco, el beso y el abrazo. Acaso presentía que, aquella noche, quienes gozábamos en esa habitación enrojecida por la candela y el deseo no éramos dos sino tres. Cuando, al amanecer, Lucrecia ya dormida, me deslicé en puntas de pie fuera del lecho, para guiar a mi guardia y ministro hasta la salida del jardín, lo encontré temblando de frío y de pasmo. –Usted tenía razón, Majestad –balbuceó, extasiado y trémulo–. Lo he visto y es tan extraordinario que no puedo creerlo. Lo he visto y aun me parece que solo lo soñé. –Olvídate de todo ello cuanto antes y para siempre, Giges –le ordené–. Te he concedido este privilegio en un arrebato extraño, sin haberlo meditado, por el aprecio que te tengo. Pero, cuidado con tu lengua. No me gustaría que esta historia se volviera habladuría de taberna y chisme de mercado. Podría arrepentirme de haberte traído aquí. Me juró que nunca diría una palabra. Pero lo ha hecho. ¿Cómo, si no, correrían tantas voces sobre el suceso? Las versiones se contradicen, cada cual más disparatada y más falsa. Llegan hasta nosotros y, aunque al principio nos irritaban, ahora nos divierten. Es algo que ha pasado a formar parte de este pequeño reino meridional de aquel país que siglos más tarde llamarán Turquía. Igual que sus montañas resecas y sus súbditos rústicos, igual que sus tribus itinerantes, sus halcones y sus osos. Después de todo, no me desagrada la idea de que, una vez que haya corrido el tiempo, tragándose todo lo que ahora existe y me rodea, para las generaciones del futuro sólo perdure, sobre las aguas del naufragio de la historia de Lidia, redonda y solar, munificente como la primavera, la grupa de Lucrecia la reina, mi mujer.


Si quieres que yo tenga vida


Capítulo XXXIII
Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente

Presentación de los dos amigos y de la doncella.

En Florencia, Toscana,  Anselmo y Lotario, dos caballeros ricos y principales, y tan amigos.
Anselmo era algo más inclinado a los pasatiempos amorosos. Lotario a la caza. Andaban tan a una sus voluntades.
Camila. Doncella principal y hermosa  hija de tan buenos padres, y tan buena ella por sí, que se determinó, con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía, de pedirla por esposa. El que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio.

Empiezan los cambios. La razón.

Comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa.
Es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender aun de los mismos hermanos, cuanto más de los amigos.
Anselmo. Formó de él quejas grandes. Si él supiera que el casarse había de ser parte para no comunicarle como solía, que jamás lo hubiera hecho.Que volviese a ser señor de su casa y a entrar y salir en ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería que tuviese.

El acuerdo. Reservas de Lotario.

Concierto que dos días en la semana y las fiestas fuese Lotario a comer con él; y  Lotario de no hacer más de aquello que viese que más convenía a la honra de su amigo. Cuidado había de tener qué amigos llevaba a su casa, como en mirar con qué amigas su mujer conversaba.
También decía Lotario que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos que en su proceder hiciese.
Lotario con toda solicitud y advertimiento miraba por la honra de su amigo, y procuraba diezmar, frisar y acortar. Los más de los días del concierto los ocupaba y entretenía en otras cosas, que él daba a entender ser inexcusables.

Reservas de Anselmo. Confidencia.

Vivo yo el más despechado y el más desabrido hombre de todo el universo mundo.  Tu secreto.
Lotario. Ya consejos para entretenerlos, o ya remedio para cumplirlos.
El deseo que me fatiga es pensar si Camila, mi esposa, [es tan] buena y tan perfecta como yo pienso, y no puedo enterarme en esta verdad si no es probándola de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad.
¿Qué hay que agradecer -decía él- que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala? tiene marido que, en cogiéndola en la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida. la que es buena por temor, o por falta de lugar.
Y cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión, llevaré sin pena.

Una proposición indecente.

Quiero, oh amigo Lotario, que te dispongas a ser el instrumento.Y muéveme, entre otras cosas, a fiar de ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento a todo trance y rigor. Mi injuria quedará escondida en la virtud de tu silencio. Así que, si quieres que yo tenga vida

miércoles, 22 de agosto de 2012

Decirse adiós


Dice un sabio bolero que se vive solamente una vez y que hay que aprender a querer y a vivir. Pero a lo que hay que aprender, a lo que no aprende nadie, es a decir adiós.
 
Amanece un día en el que adviertes que algo importante ha cambiado en su manera de mirarte, que ya no te ve y comprendes que has dejado de gustarle. Todavía resta el tiempo de que él se dé cuenta.
Amanece el día en que todo es aviso de que te va a dejar: apenas te dirige la palabra, se retira cuando te acercas, busca exclusivamente la compañía de sus amigos, no te sonríe como antes. Sabes que va a ocurrir más pronto que tarde, lo puedes respirar. Aunque puede que aún no haya tomado la decisión. Pero se puede anticipar lo que va a ocurrir estando atenta a las señales. Me atreví a preguntárselo cuando comprendí que todos sus amigos buscaban estar solos con sus novias, con una excepción: ¿ya no me quieres? Él no supo improvisar una respuesta convincente para lo que más que una pregunta era una autoafirmación. Cierto que no debe hacerse el amor cuando el amor duele tanto y nos hiere. Te vuelves realmente vulnerable casi a cada gesto. Una última vez en la que uno pierde lo que ya no vuelve a recuperar.
Esta es la mañana siguiente que se recuerda con mayor tristeza y con una huella profunda que no se borra y que lo empaña todo. Si sabes que lo sé, por qué me haces daño o por qué permites que me lo haga.
Amanece el día que uno lleva aguardando y en el que te anuncian que todo se acaba y por qué. No sé cómo reuní el valor suficiente para escuchar sus motivos y no salir corriendo. A decir verdad, sí lo sé. En un momento dado, una vez había comprendido que no había vuelta atrás, decidí comportarme como una amiga a la que se le cuenta que se ha llegado al límite, al mar de dudas. Lo miraba con ojos nuevos, como si no lo conociera o, sobre todo, como si no la conociera a ella, a la novia que estaba dejando después de más de dos años. Empezó a dudar de que estuviera haciendo lo correcto. Me preguntó: ¿por qué no te comportas siempre así, como en este momento?
Lo dejamos en suspenso. Tómate el tiempo que necesites. Cuando lo hayas decidido, llámame.
Pero no me llamó. Iba a tomarse un tiempo en decidir lo que yo sabía que venía decidido a hacer esa misma tarde y noche.
El tiempo de espera es insoportable, el peor. Cada noche, cada día, cada hora es la confirmación de que no va a volver, de que hoy tampoco va a llamar. Uno no se acostumbra por mucho que ponga de su parte. Uno quiere cerrar y dar por concluido el capítulo. Hay una cierta resistencia a aceptarlo, pero no hay ensoñaciones. Yo sabía que no volvería y, aunque hubiese vuelto, sabía que se iría igualmente.
Lo que no sabía es si yo sería capaz de resistir su ausencia sin hacer nada, de alejarme sin causarle distracciones en su olvido. Es duro soportar la espera sin dar ninguna señal.

Amanece el día que todo salta por los aires, el día inoportuno porque estás preparando un examen, estás en vísperas de cerrar el curso y de los próximos quince días depende el resultado de tus calificaciones.
Viene para contarte lo que tú ya sabes, con un discurso medido, preparado para la ocasión.
Uno recuerda que él está esperando de nuevo a la amiga y la recupera. Pero la amiga no sabe si va a resistir que le cuenten detalles de lo que él ha vivido este último mes y medio, los argumentos de por qué ya no se la quiere.
Despedirse en poco más de una hora es muy injusto.
En algún sitio leí que en el abrazo del reencuentro uno ya sabe lo que le espera. Hubiera bastado con eso.
Por increíble que parezca yo había quedado para una tutoría con mi profesor de latín y tuve que presentarme en su despacho, casi sin poder andar ni hablar.
Él me dejó con su coche junto a la antigua Fábrica de tabacos y sólo tuve tiempo de entrar en el cuarto de baño para lavarme la cara y mirarme al espejo. Resiste.
El profesor Solís de los Santos tuvo que notar que me pasaba algo grave pero no hablamos de ello. Nos concentramos en el objetivo. Ya había llegado hasta allí. Desde tan lejos.

Los días siguientes tuve que quedarme en casa de mis compañeros para obligarme a estudiar. Lo peor ya había pasado. Las preguntas en casa que no puedes contestar: ¿Por qué no llama? ¿Por qué no viene a recogerte? ¿qué os ha pasado?

Cierto que nadie nos enseña cómo despedirnos. Pero lo peor no es desconocer cómo decirse adiós. Mucho más difícil es cómo levantarse de las ruinas, cómo restituir la autoestima, cómo recuperar la confianza, la normalidad, la calma. En ese camino estamos solos porque uno tiene que reconciliarse consigo mismo. Yo, al menos, me sentía plenamente responsable del fracaso. Seguía estando enamorada y tenía que repetirme hasta la saciedad: ya no te quiere para acabar de creérmelo.
Durante mucho tiempo yo me seguía viendo a través de sus ojos. No sentía lástima ni autocompasión sino una tremenda inseguridad y cierta vergüenza. No me sentía capaz de gustarle a nadie, sólo se me destacaban mis defectos, mis debilidades, mis errores y faltas.
Recordaba y atesoraba sus reproches como en una cámara de eco. No tenía fuerzas para rebelarme contra eso, contra el daño que me autoinflingía.

Pero amanece el día en que ya sabes que has sido más fuerte que tus ganas de llamarle y te sientes orgullosa de no haber provocado ningún encuentro inútil, de no haberle molestado en su camino al olvido.
El día que supe que estaba a salvo estaba con mi padre, en su furgoneta. Me había acercado a la Facultad y nos despedimos frente al cuartel de Avión Cuatro Vientos.
Seguro que mi padre lo conoció antes que yo por el retrovisor pero no dijo nada.
Me despedí de mi padre con un beso y bajé del coche.
Allí estaba él, haciéndome un gesto con la mano.
Le devolví el saludo a cierta distancia y me volví para ver cómo mi padre se reincorporaba a su carril y se alejaba camino del trabajo.
Me dirigí al paso de cebra y crucé la avenida cuando el semáforo se puso en verde.
Me esperaban las clases.
No volví sobre mis pasos, sobre todo, por mí pero también quise demostrárselo a mi padre.



Y cuando cruce una calle será como Ulises abandonando sigilosamente la isla de la ninfa Calypso para arrojarse de nuevo a la incertidumbre del mar. 

domingo, 19 de agosto de 2012

Dar tanto por casi siempre tan poco


"Ninguna luz más brillante que la de Eva Harrington ¡Eva...! Déjenme que les hable de Eva. Yo les contaré todo sobre Eva..."

-Queda por saber cómo ha sacado la gasolina del vehículo la mujer del director teatral (Karen Richards)
-No puedo creer que me hagas esa pregunta. Voy a anotarla.

Ayer por la noche vimos All about Eve en versión original. Me he perdido la comprensión de algunos diálogos pero la he disfrutado mucho con estas otras voces.
La actriz en el escenario y la actriz fuera del escenario. La mujer que antepone su vida personal a la profesional y la mujer cuya ambición no tiene medida. La confiada y la mosquita muerta. La vulnerable que tiene sus debilidades y se muestra insegura frente a la que no tiene escrúpulos ni ofrece muestras de debilidad. Las armas de mujer en la madurez y la juventud. La persona de confianza que sospecha desde el primer momento que detrás de la admiración se esconde gato encerrado, la inocente amiga que resulta ser más afín a los intereses de una desconocida, la conspiración de los amigos, el amor en suspenso, los celos ¿fundados o infundados?, la persona y el personaje, el teatro y sus máscaras.

La película está basada en la experiencia vivida por la actriz Elisabeth Bergner cuando interpretaba la obra "The Two Mrs. Carrolls" entre 1943 y 1944, y que contó a la autora Mary Orr. En esa época, Bergner conoció a una joven admiradora a la que dio empleo como asistenta y que, más tarde, intentó destruir su carrera. Orr cambió ligeramente la historia, permitiendo que al final la admiradora le robara el papel protagonista a la actriz.


- Así que se va a Hollywood.
- ¿Por qué?
- Sólo me lo preguntaba.
- ¿Te preguntabas qué?
- ¿Por qué?
- ¿Por qué, qué?
- ¿Por qué tiene que irse allí?
- No es que deba, es que quiero.
- ¿Es por el dinero?
- El 80% se me irá en impuestos.
- Entonces, ¿por qué? Cuando es el director joven con más éxito del teatro.
- El teatro, ¡el teatro! ¿Dónde pone que el teatro exista sólo en unos feos edificios apiñados en dos kilómetros cuadrados de Nueva York? ¿O de Londres, París o Viena? Escucha, jovencita, y aprende. ¿Quieres saber que es el teatro? Un circo de pulgas. También es ópera y rodeos, carnavales, ballets, danzas tribales, guiñol, un hombre orquesta: todo es teatro. Donde haya magia, fantasía y público, hay teatro. El Pato Donald, Ibsen y el Llanero Solitario. Sarah Bernhardt y Poodles Hanneford, Lunt y Fontanne, Betty Grable. Rex el caballo salvaje, Eleonora Duse: todo es teatro. No los entiendes a todos. No te gustan todos. ¿Por qué iba a ser así? El teatro es para cualquiera, incluida tú, pero no en exclusiva. Así que no lo apruebes ni desapruebes. Quizá no sea tu tipo de teatro, pero, en algún sitio, para alguien lo es.
- Sólo he hecho una sencilla pregunta.
- Y yo me he disparado. Nada personal, jovencita. Es sólo que hay tanta tontería en este camerino de marfil al que llaman teatro que a veces se me atraganta.
- Pero Hollywood… No debe quedarse allí.
- No es más que una película.
- Muy pocos vuelven.
- …
- Leo a George Jean Nathan todas las semanas.
- También a Addison Hewitt.
- Todos los días.
- No hacía falta que me lo dijeras.



Margo Channing: Bill's thirty-two. He looks thirty-two. He looked it five years ago, he'll look it twenty years from now. I hate men.

Margo Channing: Funny business, a woman's career - the things you drop on your way up the ladder so you can move faster. You forget you'll need them again when you get back to being a woman. That's one career all females have in common, whether we like it or not: being a woman. Sooner or later, we've got to work at it, no matter how many other careers we've had or wanted. And in the last analysis, nothing's any good unless you can look up just before dinner or turn around in bed, and there he is. Without that, you're not a woman. You're something with a French provincial office or a book full of clippings, but you're not a woman. Slow curtain, the end.

Antes que ser actriz, hay que ser persona. ¿Qué hay detrás de la actriz Margo? 
Magnífico diálogo. Eve encuentra la horma de su zapato. Hasta aquí ella pensaba que también le estaba utilizando a él. A partir de este momento se dará cuenta de que su carrera está en sus manos. ¿Ha merecido la pena llegar hasta aquí?
Addison DeWitt: What do you take me for?
Eve Harrington
: I don't know that I'd take you for anything.Addison DeWitt: Is it possible, even conceivable, that you've confused me with that gang of backward children you play tricks on, that you have the same contempt for me as you have for them?Eve Harrington: I'm sure you mean something by that, Addison, but I don't know what?Addison DeWitt: Look closely, Eve. It's time you did. I am Addison DeWitt. I am nobody's fool, least of all yours.Eve Harrington: I never intended you to be.Addison DeWitt: Yes you did, and you still do.Eve Harrington: I still don't know what you're getting at, but right now I want to take my nap. It's important...Addison DeWitt: It's important right now that we talk, killer to killer.Eve Harrington: Champion to champion.Addison DeWitt: Not with me, you're no champion. You're stepping way up in class.Eve HarringtonAddison, will you please say what you have to say, plainly and distinctly, and then get out, so I can take my nap?Addison DeWitt: Very well - plainly and distinctly - though I consider it unnecessary because you know as well as I do what I'm going to say: Lloyd may leave Karen, but he will not leave Karen for you.Eve Harrington: What do you mean by that?Addison DeWitt: More plainly and more distinctly: I have not come to New Haven to see the play, discuss your dreams, or pull the ivy from the walls of Yale. I have come here to tell you that you will not marry Lloyd, or anyone else for that matter, because I will not permit it.Eve Harrington: What have you got to do with it?Addison DeWitt: Everything, because after tonight, you will belong to me.Eve Harrington: Belong? To you? I can't believe my ears!Addison DeWitt: What a dull cliché.Eve Harrington: Belong to you - why, that sounds medieval, something out of an old melodrama!Addison DeWitt: So does the history of the world for the past twenty years. I don't enjoy putting it as bluntly as this. Frankly, I'd hoped that somehow you would have known, that you would have taken it for granted that you and I...Eve Harrington: Taken it for granted that you and I...
[laughs]
Addison DeWitt: [slaps her] Now, remember, as long as you live, never to laugh at me - at anything or anyone else, but never at me.Eve Harrington: [walks to the door and opens it] Get out!Addison DeWitt: You're too short for that gesture. Besides, it went out with Mrs. Fiske.

Bill Sampson: Have you no human consideration?
Margo Channing: Show me a human, and I might have!

Addison DeWitt: While you wait you can read my column. It'll make minutes fly like hours.

Bill Sampson: We have to go to City Hall for the marriage license and blood test.Margo Channing: I'd marry you if it turned out you had no blood at all.
Addison DeWitt: That I should want you at all suddenly strikes me as the height of improbability. But that in itself is probably the reason: You're an improbable person, Eve, and so am I. We have that in common. Also our contempt for humanity and inability to love and be loved, insatiable ambition, and talent. We deserve each other.


Margo Channing: Nice speech, Eve. But I wouldn't worry too much about your heart. You can always put that award where your heart ought to be.
[Bill is saying goodbye to Birdie as he departs for Hollywood]Bill Sampson: What should I tell Tyrone Power for you?Birdie: Just give him my phone number; I'll tell him myself.
Lloyd Richards: I shall never understand the weird process by which a body with a voice suddenly fancies itself as a mind. Just when exactly does an actress decide they're HER words she's speaking and HER thoughts she's expressing?Margo Channing: Usually at the point where she has to rewrite and rethink them, to keep the audience from leaving the theatre!

Lloyd Richards: There comes a time that a piano realizes that it has not written a concerto.Margo Channing: And you, I take it, are the Paderewski who plays his concerto on me, the piano?
Margo Channing: I'm a junkyard.

Margo Channing: So many people know me. I wish I did. I wish someone would tell me about me.Karen Richards: You're Margo, just Margo.Margo Channing: And what is that, besides something spelled out in light bulbs, I mean - besides something called a temperament, which consists mostly of swooping about on a broomstick and screaming at the top of my voice? Infants behave the way I do, you know. They carry on and misbehave - they'd get drunk if they knew how - when they can't have what they want, when they feel unwanted or insecure or unloved.
Karen Richards: Where were we going that night, Lloyd and I? Funny, the things you remember and the things you don't.
Addison DeWitt: You could sleep now, couldn't you?Eve Harrington: Why not?Addison DeWitt: The mark of a true killer: Sleep tight, rest easy, and come out fighting.

Eve Harrington: I won't play tonight. I couldn't, not possibly. I couldn't go on.Addison DeWitt: Couldn't go on? You'll give the performance of your life.

Bill Sampson: You have every reason for happiness.Margo Channing: Except happiness!
Bill Sampson: You know, there isn't a playwright in the world who could make me believe this would happen between two adult people. Goodbye, Margo.Margo Channing: Bill? Where are you going? To find Eve?Bill Sampson: That suddenly makes the whole thing believable.

Margo Channing: Birdie, you don't like Eve, do you?Birdie: You looking for an answer or an argument?Margo Channing: An answer.Birdie: No.Margo Channing: Why not?Birdie: Now you want an argument.

Margo Channing: Lloyd, honey, be a playwright with guts. Write me one about a nice normal woman who just shoots her husband.
Eve Harrington: I'll never forget this night as long as I live, and I'll never forget you for making it possible.
Margo Channing: As it happens, there are particular aspects of my life to which I would like to maintain sole and exclusive rights and privileges.Bill Sampson: For instance what?Margo Channing: For instance: you!
Lloyd Richards: You knew when you came in that the audition was over, that Eve was your understudy, playing that childish little game of cat and mouse.Margo Channing: Not mouse, never mouse. If anything *rat*!


Addison DeWitt: [voiceover] The minor awards, as you can see, have already been presented. Minor awards are for such as the writer and director, since their function is merely to construct a tower so that the world can applaud a light which flashes on top of it. And no brighter light has ever dazzled the eye than Eve Harrington.
Margo Channing: She thinks only of me, doesn't she?Birdie: Well, let's say she thinks only about you, anyway.Margo Channing: How do you mean that?Birdie: I'll tell you how: like... like she's studying you, like you was a play or a book or a set of blueprints - how you walk, talk, eat, think, sleep...Margo Channing: I'm sure that's very flattering, Birdie. I'm sure there's nothing wrong with it.
Bill Sampson: We started talking - she wanted to know about Hollywood. She seemed so interested.Margo Channing: She's a girl of so many interests.Bill Sampson: Pretty rare quality these days.Margo Channing: A girl of so many rare qualities.Bill Sampson: So she seems.Margo Channing: So you've pointed out so often! So many qualities so often - her loyalty, efficiency, devotion, warmth, and affection, and so young! So young and so fair!
Bill Sampson: This is my cue to take you in my arms and reassure you. But I'm not going to - I'm too mad.Margo Channing: Guilty!Bill Sampson: Mad! Darling, there are certain characteristics for which you are famous, on stage and off. I love you for some of them, in spite of others. I haven't let those become too important. They're part of your equipment for getting along in what is laughingly called our environment. You have to keep your teeth sharp - all right - but I will not have you sharpen them on me, or on Eve!Margo Channing: What about her teeth? What about her fangs?Bill Sampson: She hasn't cut them yet, and you know it! So when you start judging an idealistic, dreamy-eyed kid by the barroom Benzedrine standards of this megalomaniac society, I won't have it! Eve Harrington has never, by word, look, thought, or suggestion indicated anything to me but her adoration for you and her happiness at our being in love. And to intimate anything else doesn't spell jealousy to me - it spells a paranoiac insecurity that you should be ashamed of!Margo Channing: Cut! Print it! What happens in the next reel? Do I get dragged off screaming to the snake pits?

Margo Channing: Margo Channing is ageless - spoken like a press agent.Lloyd Richards: I know what I'm talking about. After all, they're my plays.Margo Channing: Spoken like an author. Lloyd, I'm not twenty-ish, I'm not thirty-ish. Three months ago I was forty years old. Forty. Four O. That slipped out. I hadn't quite made up my mind to admit it. Now I suddenly feel as if I've taken all my clothes off.
Karen Richards: A part in a play. You'd do all that just for a part in a play?Eve Harrington: I'd do much more for a part that good.
Addison DeWitt: And what's your name?Phoebe: Phoebe.Addison DeWitt: Phoebe?Phoebe: I call myself Phoebe.Addison DeWitt: And why not? Tell me, Phoebe, do you want someday to have an award like that of your own?Phoebe: More than anything else in the world.Addison DeWitt: Then you must ask Miss Harrington how to get one. Miss Harrington knows all about it.
Bill Sampson: Looks like I'm going to have a very fancy party...Margo Channing: I thought you were going to be late.Bill Sampson: When I'm guest of honor?Margo Channing: I had no idea you were even here.Bill Sampson: I ran into Eve on my way upstairs; she told me you were dressing.Margo Channing: That never stopped you before.Bill Sampson: Well, we started talking, she wanted to know all about Hollywood, she seemed so interested...Margo Channing: She's a girl of so many interests.Bill Sampson: It's a pretty rare quality these days.Margo Channing: She's a girl of so many rare qualities.Bill Sampson: So she seems.Margo Channing: So you've pointed out, so often. So many qualities, so often. Her loyalty, efficiency, devotion, warmth, affection - and so young. So young and so fair...


Margo Channing: Bill's welcome home birthday party might go down in history. Even before the party started, I could smell disaster in the air. I knew it, I sensed it, even as I finished dressing for the blasted party.


Birdie: I haven't got a union. I'm slave labor.Margo Channing: Well?Birdie: But the wardrobe women have got one, and next to a tenor, a wardrobe woman is the touchiest thing in show business.
Addison DeWitt: Eres una persona inverosímil Eva, y yo también. Eso tenemos en común. Junto con el desprecio por la humanidad, incapacidad para amar y ser amados, e insaciable ambición y talento...
El éxito es sólo de las personas despiadadas que saben escalar las montañas de muertos que van dejando atrás.

Margo Channing:-Hay ciertos aspectos particulares de mi vida sobre los que quiero mantener únicos y exclusivos derechos y privilegios.

Bill Sampson:-Por ejemplo ¿qué?

Margo Channing:-Por ejemplo TÚ.

Lloyd Richards: -Nunca podré entender el mágico proceso por el que un cuerpo que tiene voz llega a creer que tiene también cerebro, el momento exacto en que una actriz cree que son suyas las palabras que dice y los pensamientos que expresa.

Margo Channing: -Ocurre cuando la actriz tiene que modificar esas palabras y esos pensamientos para que el público no se vaya del teatro...

Lloyd Richards: -¡Ya es hora de que el piano se dé cuenta de que no ha escrito él el concierto!

Margo Channing: Curiosa ésta vida nuestra... Las cosas que dejas caer en la escalera para subir más deprisa, olvidando que se necesitan cuando estás arriba...

Margo Channing: Todos me conocen a mí, todo el mundo, yo en cambio no he conseguido conocerme todavía. Soy "Margo"... eso "Margo"... ¿Y eso qué es? Aparte de una palabra en un letrero luminoso, aparte de algo llamado temperamento; que consiste en desmelenarse como una furia y gritar hasta el límite de su voz. Los niños también se comportan igual que yo, se tiran por el suelo y patalean, se emborracharían si pudieran cuando no consiguen lo que quieren, cuando se sienten faltos de apoyo, o de cariño…

Margo Channing: Abróchense los cinturones, esta noche habrá turbulencias...

Eve Harrington: Imaginen saber que cada noche cientos de personas diferentes te quieren. Te sonríen, les brillan los ojos. Ver que has gustado. Que te ensalzan y aclaman. Solo eso no se paga con nada.

- El 90% del teatro es trabajo. Trabajo duro: sudor, aplicación y destreza. Para ser un buen actor, o lo que sea, en el teatro debes quererlo más que a ninguna otra cosa. Exige concentrar el deseo, la ambición y el sacrificio como ninguna otra profesión. Y el hombre o la mujer que acepta esos términos no puede ser ordinario. Dar tanto por casi siempre tan poco.






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