En
memoria de Jorge Semprún
George
Orwell
quiso ser "un escritor político, dando el mismo peso a cada una
de estas dos palabras". El placer de causar placer, es decir, la
vocación de escribir, no anularía en él el interés político: la
defensa de la justicia y la libertad.
Pero aún menos se doblegaría a la manipulación política de la
escritura: "El
lenguaje político -y con variaciones esto es verdad en todos los
partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas- está
diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el
asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo
que es puro viento".
Luchar contra la tergiversación y la máscara es la primera tarea
del escritor político. Su credo empieza por el mandamiento que
prohíbe mentir, aún antes del que prohíbe matar.
Por
supuesto, la ficción no es una mentira -siempre que se presente sin
ambigüedades como tal- sino otra vía de aproximación a la verdad
amordazada: pero en cambio la oscuridad del estilo, apreciada por los
estetas y por las mentes confusas que elogian en cuanto no entienden,
ya es un comienzo de engaño. La
precisión y la inteligibilidad
tienen un componente técnico (que Orwell analiza en La
política y el lenguaje inglés)
pero sobre todo son
una decisión moral: "La gran enemiga del lenguaje claro es la
insinceridad". También
hace falta tener un ánimo poco sobrecogido, que no retroceda ante
los anatemas de los guardianes de la ortodoxia ni ante la
desaprobación hostil de los voceros de la heterodoxia: "Para
escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y
si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo".
Por supuesto, eso lleva a enfrentarse tanto con los partidarios a
ultranza de lo establecido como con los ordenancistas de la
subversión. Desde el frustrado viaje a Siracusa de Platón, la
peor dolencia gremial de los intelectuales es no considerar poder
legítimo más que el que parece instaurar las ideas que ellos
comparten. Los demás son advenedizos o usurpadores. De aquí una
gran dificultad para hacer digerir la democracia a quienes debieran
argumentar en su defensa.
George
Orwell (como Chesterton, como cualquiera que no asume la mentalidad
reptiliana del "amigo-enemigo" en el plano social) aceptó
la paradoja y se autodenominó "anarquista conservador" o
si se prefiere la versión de Jean-Claude Michéa, "anarquista
tory".
Esto implica saber que "en
todas las sociedades, la gente común debe vivir en cierto grado
contra el orden existente".
Pero también que las personas normales no aspiran al Reino de los
Cielos ni a la perfección semejante a él sobre la tierra, sino a
mejorar su condición de forma gradual y eficiente.
Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única
concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una
forma de common
decency,
una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de
Bruce Begout, en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal,
frente a cualquier forma de deducción trascendental a partir de un
principio. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas,
existan
buenas personas
en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el
mundo mejora... Por cierto, siguiendo esta vena de benevolencia
utopista, Orwell descubrió cuando estuvo en Cataluña durante la
Guerra Civil que los españoles tenemos una dosis de decencia innata,
tonificada por un anarquismo omnipresente, más alta de lo normal y
gracias a lo cual nos salvaremos de los peores males...
Es
bien sabido que Orwell combatió el
totalitarismo, tanto nazi como bolchevique, pero su compromiso
político no fue meramente negativo ni maximalista. Por
supuesto, apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se
revolvía contra quienes decían que era "más o menos lo mismo"
o "igual de mala" que los regímenes totalitarios: según
él, una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra
de pan es lo mismo que no tener nada que comer. Consideraba que el
capitalismo liberal en la forma que él conoció era insostenible,
además de injusto, por lo que siempre apoyó el socialismo, cuyo
proyecto constituía a sus ojos la combinación de la justicia con la
libertad. Y ello pese a que quienes se autoproclaman
socialistas no sean siempre precisamente dechados de virtud política:
"Rechazar el socialismo porque muchos socialistas son
individualmente lamentables sería tan absurdo como negarse a viajar
en un tren cuando a uno le cae mal el revisor". Pensaba que la
mayoría de las escuelas privadas de Inglaterra merecían ser
suprimidas, porque sólo eran negocios rentables "gracias a la
extendida idea de que hay algo malo en ser
educados por la autoridad pública". Se oponía a los
nacionalismos en cuanto tienen de beligerante, disgregador
y ficticio (para cualquier extranjero, por ejemplo, un inglés es
indiscernible de un escocés... ¡y hasta de un irlandés!) y
defendía el patriotismo democrático, reclamando que se uniera de
nuevo a la inteligencia que hoy le volvía la espalda. Se
escandalizaba porque "Inglaterra fuese quizá el único gran
país cuyos intelectuales están avergonzados de su propia
nacionalidad". Algo le podríamos contar hoy de lo que ocurre en
otros lugares...
Orwell
eligió lo más difícil: no escribió para su clientela y contra los
adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia
clientela política. No tuvo complejos ante la
realidad, sino que aspiró a hacer más compleja nuestra
consideración de lo real. Es algo que la pereza maniquea nunca
perdona: siempre proclama que se siente "decepcionada" por
el maestro que prefiere moverse con la verdad en vez de permanecer
cómodamente repantingado en el calor de establo de las certidumbres
ortodoxas e inamovibles. Esa decepción proclamada por los rígidos
le parecía a Orwell indicación fiable de estar en el buen camino:
"En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo
sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años
era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas".
Esta toma de postura atrajo sobre él no sólo los malentendidos,
quizá inevitables, sino también la calumnia. Estalinistas de esos
que han olvidado que lo son le acusaron (a final de los años noventa
del pasado siglo) de haber facilitado una lista de intelectuales
comunistas a los servicios secretos ingleses. La realidad, nada
tenebrosa, es que a título privado ayudó a una amiga que trabajaba
en el Ministerio de Asuntos Exteriores buscando
intelectuales capaces de contrarrestar la propaganda comunista en la
guerra fría, señalándole a quienes por ser sectarios o
imbéciles le parecían inadecuados para la tarea. Los mismos que se
pasan la vida denunciando agentes al servicio de la CIA o fascistas
encubiertos no se lo perdonaron... ni se lo perdonan. Yo mismo tuve
que defenderle no hace muchos años de esa calumnia en las páginas
de este diario.
La
actividad literaria de Orwell fue muy variada: novelista, desde
luego, pero también perspicaz crítico literario, analista político
y social, así como cronista de la guerra civil española y de la
vida cotidiana de trabajadores y marginados en la Europa de la
primera mitad del siglo XX. Incluso puede considerársele sin
exageración pionero de lo que luego se llamó "nuevo
periodismo", con crónicas ensayísticas tan inolvidables como
Matar
a un elefante,
evocación de su estancia en la India. Sin embargo, al valorar la
actualidad de su obra, conviene no olvidar que estuvo muy apegada a
la circunstancia histórica que vivió. Sus dos relatos de ficción
más logrados, 1984
y Rebelión
en la granja,
se han convertido por mérito propio en mitos
perdurablemente sugestivos de las amenazas de esclavitud espiritual y
material que caracterizaron el lado siniestro de la pasada centuria.
Como otros mitos, se han salido de lo literario para llegar a ser
arquetipos que se acomodan a nuevas salsas políticas y más
recientes inquietudes. Pero lo cierto es que ya hemos rebasado en más
de un cuarto de siglo la fecha en la que Orwell situó su distópico
futuro. Y su estupendo ensayo El
león y el unicornio
revela desde la primera frase el momento en que fue concebido:
"Mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan
sobre mi cabeza, tratando de matarme". De modo que no se le
pueden pedir análisis sobre nuestros problemas actuales ni menos
soluciones pertinentes a ellos. Lo
que sigue vigente de Orwell es sobre todo su actitud de apego a la
verdad, conciencia de lo colectivo y carencia de pose estetizante. No
hay autor más alejado de la posmodernidad que él...
Frente
a quienes le han denostado, otros tratan de beatificarle, lo que sin
duda también habría rechazado. A propósito de Gandhi (a quien
admiraba y detestaba a partes iguales) escribió: "A todos los
santos deberíamos juzgarles culpables hasta que demuestren su
inocencia". Por su parte él tuvo la inocencia más limpia y
menos discutible, la del coraje. Aunque
conoció los horrores de la guerra nunca fue pacifista (el pacifismo
le parecía una curiosidad psicológica, no un movimiento
político) y hubiera preferido la muerte en combate a ese otro
destino sobrevalorado, la muerte llamada natural "que significa,
casi por definición, algo lento, nauseabundo y atroz". George
Orwell murió de tuberculosis en 1950, a los cuarenta y siete años.
Compromiso
con la verdad, Fernando Savater [El País, 20 de agosto de 2011]
En
Moulmein, en
la Baja Birmania, fui odiado por un gran número de personas;
se trató de la única vez en mi vida en que he sido lo bastante
importante para que me ocurriera eso. Era
subcomisario de la policía de la ciudad
y allí, de un modo carente de objeto y trivial, el sentimiento
antieuropeo era
enconado. Nadie tenía agallas para promover una revuelta, pero si
una mujer europea paseaba sola por los bazares, seguro que alguien le
escupía jugo de betel al vestido. Como policía, yo era un blanco
evidente y me atormentaban siempre que parecía seguro hacerlo. Si un
ágil birmano me ponía la zancadilla en el campo de fútbol y el
árbitro (otro birmano) hacía la vista gorda, la multitud estallaba
en sardónicas risas. Eso sucedió más de una vez. Al final, los
socarrones rostros amarillos de los chicos que me encontraba por
todas partes, los insultos que me proferían cuando estaba a
suficiente distancia, me alteraron los nervios. Los jóvenes monjes
budistas eran los
peores. En la ciudad los había a millares y ninguno parecía tener
más ocupación que apostarse en las esquinas y mofarse de los
europeos.
[Colonia
británica: En 1886 se anexionó definitivamente la Alta Birmania al
Imperio británico de la India, nombrándose un jefe comisario. Diez
años después el gobierno británico nombró para Birmania británica
un gobernador.
Durante
la Segunda Guerra Mundial Birmania fue ocupada por los japoneses,
pero fue retomada por el Reino Unido en 1945. En 1948, el Reino Unido
se vio obligado a conceder la independencia.
República y estado socialista: En 1949 se produjo una sublevación comunista dominada por el Gobierno de U Nu. Desde 1962 se impuso un régimen militar encabezado por el general, Ne Win, que derrocó a U Nu. Tras aprobarse una nueva Constitución, que definió al país como república socialista en enero de 1974, dos meses después Ne Win fue elegido presidente y reelecto en marzo de 1978.]
Todo
esto era desconcertante y molesto. Por aquel entonces yo
había decidido que el imperialismo era un mal
y que cuanto antes me deshiciera de mi trabajo y lo dejara, mejor. En
teoría — y en secreto, por supuesto — estaba totalmente a favor
de los birmanos y totalmente en contra de sus opresores, los
británicos. En
cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con mayor encono del
que tal vez logre expresar. En
una ocupación como ésa se presencia de cerca el trabajo sucio del
imperio. Los
desgraciados prisioneros hacinados en las jaulas malolientes de los
calabozos, los rostros grises y atemorizados de los convictos con
condenas más largas, las nalgas laceradas de los hombres que han
sido azotados con cañas de bambú; todo
eso me oprimía con un insoportable cargo de conciencia. Pero no
podía ver la dimensión real de las cosas.
Era joven, no tenía muchos estudios y me había visto obligado a
meditar mis problemas en el
absoluto silencio que le es impuesto a todo inglés en Oriente.
Ni siquiera sabía que el Imperio Británico agoniza, y menos aún
que es muchísimo mejor que los imperios más jóvenes que van a
sustituirlo. Todo cuanto sabía era que me encontraba atrapado
entre el odio al imperio al que servía y la rabia hacia las
bestiecillas malintencionadas que intentaban hacerme el trabajo
imposible. Una
parte de mí pensaba en el Raj británico como en una tiranía
inquebrantable, un yugo impuesto por los siglos de los siglos a la
voluntad de pueblos sometidos; otra parte de mí pensaba que la mayor
dicha imaginable sería hundir una bayoneta en las tripas de un monje
budista. Sentimientos
como éstos son los efectos normales del imperialismo;
que se lo pregunten si no a cualquier oficial angloindio, si se lo
puede pescar cuando no está de servicio.
Un
día sucedió algo que, de forma indirecta, resultó esclarecedor. En
sí fue un incidente minúsculo, pero me proporcionó una visión más
clara de la que había tenido hasta entonces de la
auténtica naturaleza del imperialismo, de los auténticos motivos
por los que actúan los gobiernos despóticos.
A primera hora de la mañana, el subinspector de una comisaría del
otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un
elefante estaba arrasando el bazar. ¿Sería tan amable de acudir y
hacer algo al respecto? No sabía qué podía hacer yo, pero quería
ver lo que ocurría, así que me monté en un poni y me puse en
marcha. Me llevé el rifle, un viejo Winchester del 44 demasiado
pequeño para matar un elefante, pero pensé que el ruido me sería
útil para asustarlo. Varios birmanos me detuvieron por el camino y
me contaron las andanzas del animal. Por supuesto, no
se trataba de un elefante salvaje, sino de uno domesticado con un
ataque de «furia».
Lo
habían encadenado, como hacen siempre que un elefante domesticado va
a tener un ataque de «furia», pero la noche anterior había roto
las cadenas y se había escapado.
Su mahaut, la única
persona que sabía cómo tratarlo cuando estaba en aquel estado,
había salido en su busca, pero había errado el camino y se
encontraba a doce horas de viaje. Por la mañana, el elefante había
irrumpido de pronto en la ciudad. La población birmana no tenía
armas y se veía bastante indefensa ante el animal. Ya había
destrozado la choza de bambú de alguien; había matado una vaca,
asaltado varios puestos de fruta y devorado la mercancía; también
se había encontrado con el furgón municipal de la basura y, nada
más bajar el conductor de un salto y poner pies en polvorosa, había
volcado el vehículo y arremetido violentamente contra él.El
subinspector birmano y algunos agentes de policía indios me estaban
esperando en el
barrio en que había sido visto el elefante. Se trataba de un barrio
muy pobre, un laberinto de sórdidas chozas de bambú con tejados de
palma que se extendía sobre la escarpada ladera de una colina.
Recuerdo que era una mañana nublada, bochornosa, al principio de la
estación de las lluvias. Empezamos a interrogar a la gente acerca de
qué dirección había tomado el elefante y, como
de costumbre, no logramos obtener ninguna información concreta.
Eso
es lo que ocurre en Oriente sin excepción; una historia siempre
parece estar clara a cierta distancia, pero, cuanto más te acercas
al lugar de los hechos, más confusa se vuelve.
Algunas personas decían que el elefante se había ido en una
dirección, otras afirmaban que había tomado una dirección
distinta, otras manifestaban no haber oído hablar siquiera de ningún
elefante. A punto estaba de creer que toda la historia no era más
que una sarta de mentiras cuando oímos unos gritos no muy lejos de
allí. Fue un berrido agudo y horrorizado de: «¡Fuera de ahí,
niño! ¡Fuera de ahí enseguida!», y una vieja con una vara en la
mano apareció de detrás de una choza, espantando con violencia a un
montón de niños desnudos. La seguían algunas mujeres más,
haciendo chascar la lengua y dando voces; era evidente que había
algo que los niños no deberían haber visto. Rodeé la choza y vi el
cadáver de un hombre que yacía extendido sobre el fango. Era un
indio, un culí drávida negro, medio desnudo; no podía llevar
muerto muchos minutos.
La gente decía que, de repente, al doblar la esquina de la choza, el
elefante se había abalanzado sobre él, lo había agarrado con la
trompa, le había puesto la pata sobre la espalda y lo había
enterrado en el suelo. Era la estación de las lluvias, el terreno
estaba blando y su cara había dibujado una zanja de dos palmos de
hondo y un par de metros de largo. Estaba boca abajo con los brazos
en cruz y la cabeza bruscamente torcida hacia un lado. Tenía el
rostro cubierto de fango, los ojos desorbitados, los dientes a la
vista y apretados en una mueca de insoportable tormento. (Por cierto,
que
nadie me diga jamás que los muertos tienen una expresión apacible.
La mayoría de cadáveres que he visto tienen un aspecto infernal.)
La fricción de la pata de la enorme bestia le había arrancado la
piel de la espalda con la misma pulcritud con que se desuella un
conejo. En cuanto vi al muerto mandé a un ordenanza a la casa
cercana de un amigo en
busca de un rifle para elefantes.
Ya había enviado
de vuelta el poni, porque no quería que enloqueciera de miedo
y me tirara al suelo si olía el animal.
El ordenanza regresó al cabo de unos minutos con un rifle y cinco cartuchos. Mientras tanto habían llegado algunos birmanos y nos habían dicho que el elefante se encontraba en los arrozales de más abajo, a sólo unos cientos de metros. Al emprender la marcha, casi toda la población del barrio salió de sus casas y me siguió en tropel. Habían visto el rifle y exclamaban emocionados que iba a matar el elefante. No habían mostrado mucho interés en el animal cuando se limitaba a arrasar sus hogares, pero era diferente ahora que lo iban a matar. Para ellos se trataba de un momento de diversión, igual que lo habría sido para un público inglés. Además, querían la carne. Aquello me hizo sentir un poco incómodo. No tenía intención de matarlo -tan sólo había ordenado que trajeran el rifle para defenderme en caso de necesidad- y siempre resulta enojoso que te siga una multitud. Me dirigí colina abajo, con apariencia y sensación de idiota, el rifle echado al hombro y un creciente ejército de personas empujándose tras de mí. Una vez abajo, cuando las chozas quedaban atrás, había un camino de grava y, más allá, una lodosa extensión de arrozales de casi un kilómetro de ancho, aún sin arar, pero empapada por las primeras lluvias y salpicada de malas hierbas. El elefante estaba a unos ocho metros del camino, dándonos el flanco izquierdo. No le hizo ningún caso a la multitud que se acercaba. Arrancaba manojos de hierba, los golpeaba contra las rodillas para limpiarlos y luego se los llevaba a la boca.
El ordenanza regresó al cabo de unos minutos con un rifle y cinco cartuchos. Mientras tanto habían llegado algunos birmanos y nos habían dicho que el elefante se encontraba en los arrozales de más abajo, a sólo unos cientos de metros. Al emprender la marcha, casi toda la población del barrio salió de sus casas y me siguió en tropel. Habían visto el rifle y exclamaban emocionados que iba a matar el elefante. No habían mostrado mucho interés en el animal cuando se limitaba a arrasar sus hogares, pero era diferente ahora que lo iban a matar. Para ellos se trataba de un momento de diversión, igual que lo habría sido para un público inglés. Además, querían la carne. Aquello me hizo sentir un poco incómodo. No tenía intención de matarlo -tan sólo había ordenado que trajeran el rifle para defenderme en caso de necesidad- y siempre resulta enojoso que te siga una multitud. Me dirigí colina abajo, con apariencia y sensación de idiota, el rifle echado al hombro y un creciente ejército de personas empujándose tras de mí. Una vez abajo, cuando las chozas quedaban atrás, había un camino de grava y, más allá, una lodosa extensión de arrozales de casi un kilómetro de ancho, aún sin arar, pero empapada por las primeras lluvias y salpicada de malas hierbas. El elefante estaba a unos ocho metros del camino, dándonos el flanco izquierdo. No le hizo ningún caso a la multitud que se acercaba. Arrancaba manojos de hierba, los golpeaba contra las rodillas para limpiarlos y luego se los llevaba a la boca.
Me
había detenido en el camino. En
cuanto vi el elefante tuve la absoluta certeza de que no debía
matarlo. Matar un elefante útil para el trabajo es algo serio —es
comparable a destruir una máquina enorme y cara—
y claro está que no debe hacerse si hay forma de evitarlo. Además,
a aquella distancia, comiendo apaciblemente, el elefante no parecía
más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y pienso ahora, que el
ataque de «furia» ya se le estaba pasando, en cuyo caso se
limitaría a vagar de forma inofensiva hasta que regresara el mahaut
y lo capturara. Es más, no tenía la menor intención de dispararle.
Decidí que lo observaría durante un rato para asegurarme de que no
volvía a enloquecer y luego me iría a casa.
Sin
embargo, en aquel momento miré alrededor, a la multitud que me había
seguido. Era un grupo numeroso, de al menos unas
dos mil personas, y crecía a cada minuto.
Bloqueaba un largo tramo del camino en ambas direcciones. Contemplé
ese mar de rostros amarillos sobre los ropajes chillones; semblantes
felices y exaltados por ese instante de diversión, convencidos de
que iba a matar el elefante. Me miraban como habrían mirado a un
prestidigitador a punto de realizar un truco. Yo
no les gustaba, pero con el rifle mágico entre las manos valía la
pena mirarme por un momento. Y de repente me di cuenta de que al
final tendría que matarlo.
La gente esperaba que lo hiciera y debía hacerlo; sentí
sus dos mil voluntades empujándome a actuar,
de modo irresistible. Y fue en ese instante, estando ahí con el
rifle en las manos, cuando comprendí
por primera vez la vacuidad, la futilidad del dominio del hombre
blanco en Oriente.
Ahí estaba yo, el hombre blanco con su rifle, ante la multitud
nativa desarmada, el
presunto
protagonista de la obra; pero, en realidad, no era más que una
absurda marioneta
manipulada por la voluntad de aquellos rostros amarillos que tenía
detrás. Entendí
en ese momento que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es
su propia libertad la que destruye. Se
convierte en una especie de monigote hueco y afectado, la figura
estereotipada de un sahib.
Porque es condición de su gobierno pasar la vida intentando
impresionar a los «nativos», y por eso en cualquier crisis debe
hacer lo que los «nativos» esperan de él. Se pone una máscara, y
su rostro acaba por adaptarse a ella. Tenía que matar el elefante.
Me había comprometido a hacerlo cuando mandé a buscar el rifle. Un
sahib debe actuar
como tal; debe parecer resuelto, saber lo que piensa y tomar
decisiones. Haber recorrido todo ese camino, rifle en mano, con dos
mil personas desfilando tras de mí, y alejarme luego sin más, sin
haber hecho nada... no, eso era imposible. La
multitud se reiría de mí. Y toda mi vida, la vida de todo hombre
blanco en Oriente, era una larga lucha para evitar que se rieran de
uno.
Sin
embargo, no quería matar el elefante. Lo contemplé mientras
golpeaba su manojo de hierba contra las rodillas, con ese aire de
abuela ensimismada que tienen los elefantes. Me
parecía que matarlo sería un asesinato.
A mi edad no tenía ningún reparo en matar animales, pero nunca
había disparado contra un elefante ni había tenido nunca ganas de
hacerlo. (No sé por qué siempre parece peor matar un animal
grande.) Además, había
que tener en cuenta a su dueño. Vivo, el elefante valía por lo
menos cien libras; muerto, sólo valdría lo que dieran por sus
colmillos, quizá cinco libras.
Pero debía actuar con rapidez. Me dirigí hacia unos birmanos que
parecían tener cierta experiencia y que ya estaban allí cuando
llegamos, y les pregunté cómo se había comportado el elefante.
Todos respondieron lo mismo: no te hacía ningún caso si lo dejabas
en paz, pero podía atacar si te acercabas demasiado.Tenía
perfectamente claro lo que debía hacer.
Debía acercarme, digamos, a unos veinticinco metros del elefante
para poner a prueba su comportamiento. Si atacaba, podía disparar;
si no me prestaba atención, resultaría seguro dejarlo tranquilo
hasta que regresara el mahaut.
Sin embargo, también sabía que no iba a hacer tal cosa. No era muy
bueno con el rifle y el suelo era un fango blando en el que te
hundías a cada paso. Si
el elefante atacaba y erraba el tiro, tendría más o menos las
mismas posibilidades que un sapo bajo una apisonadora. Pero ni
siquiera entonces pensaba especialmente en mi pellejo, sólo en los
atentos rostros amarillos que tenía detrás.
Y es que, en aquel momento, con la multitud observándome, no sentía
miedo de la forma habitual, como lo habría sentido de haberme
encontrado solo. Un
hombre blanco no debe asustarse en presencia de «nativos»;
y por eso, en general, no se asusta. Lo único que podía pensar era
que, si algo salía mal, aquellos dos mil birmanos me verían
perseguido, atrapado, pisoteado y convertido en un cadáver con una
mueca en la cara como aquel indio en lo alto de la colina. Y, si eso
llegaba a ocurrir, era
bastante probable que unos cuantos se rieran. No podía ser.
Sólo quedaba una alternativa. Cargué los cartuchos en la recámara y me eché al suelo en mitad del camino para apuntar mejor. La multitud se quedó en silencio e innumerables gargantas exhalaron un suspiro profundo, grave, emocionado, como el del público que ve por fin alzarse el telón en el teatro. Después de todo, iban a tener su instante de diversión. El rifle era un hermoso artefacto alemán con mira de precisión. Por aquel entonces no sabía que para matar un elefante hay que disparar trazando una línea imaginaria de un oído a otro. Por lo tanto, ya que el elefante se encontraba de lado, debí haber apuntado directamente a un oído; en realidad, apunté varios centímetros por delante, pensando que el cerebro estaría algo avanzado.
Cuando apreté el gatillo no oí la detonación ni sentí el culatazo —eso nunca sucede si el disparo da en el blanco—, pero sí escuché el infernal rugido de júbilo que se alzó de la multitud. En aquel instante, en un lapso de tiempo demasiado breve, habría cabido pensar, incluso para que la bala llegara a su destino, un cambio misterioso y terrible le sobrevino al elefante. No se movió ni cayó, pero se alteraron todas las líneas de su cuerpo. De pronto pareció abatido, encogido, inmensamente viejo, como si el horrible impacto de la bala lo hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de un rato que pareció larguísimo —me atrevería a decir que pudieron haber sido cinco segundos— le fallaron las rodillas y cayó con flaccidez. Babeaba. Una enorme senilidad pareció apoderarse de él. Podría haberse imaginado que tenía miles de años. Volví a dispararle en el mismo lugar. Al segundo impacto no se desplomó sino que se puso en pie con desesperada lentitud y se mantuvo débilmente erguido, con las patas temblorosas y la cabeza gacha. Realicé un tercer disparo. Ése fue el que acabó con él. Pudo verse cómo la agonía le sacudía todo el cuerpo y le arrebataba las últimas fuerzas de las patas. Al caer, no obstante, pareció por un momento que se levantaba, ya que mientras las patas traseras se doblegaban bajo su peso, se irguió igual que una gran roca al despeñarse, con la trompa apuntando hacia el cielo como un árbol. Barritó, por primera y única vez. Y entonces se vino abajo, con el vientre hacia mí, y produjo un estrépito que pareció sacudir el suelo incluso donde yo estaba tumbado.
Me
levanté. Los birmanos ya me habían rebasado y se apresuraban a
cruzar el lodazal. Era evidente que el
elefante no volvería a levantarse, pero no estaba muerto.
Respiraba de forma muy acompasada, con largos y sonoros jadeos, el
enorme bulto de su flanco subía y bajaba con dolor. Tenía la boca
muy abierta; alcancé a ver las profundas cavernas rosa pálido de la
garganta. Esperé durante largo tiempo a que muriera, pero su
respiración no se debilitaba. Por último descargué
los dos tiros que me quedaban en el lugar donde pensé que estaría
el corazón. La
sangre espesa manó como terciopelo rojo, pero siguió
sin morir. Ni
siquiera se estremeció cuando lo alcanzaron los disparos, su
torturada respiración continuó sin pausa. Se
estaba muriendo, muy despacio y con gran agonía,
pero en un mundo alejado de mí en el que ni siquiera una bala podía
hacerle ya daño. Sentí que debía poner fin a aquel espantoso
sonido. Era espantoso ver a la enorme bestia allí tumbada, incapaz
de moverse y, aun así, incapaz de morir, y no
lograr siquiera acabar con ella.
Mandé a buscar mi rifle pequeño y le descerrajé un tiro tras otro
en el corazón y por la garganta. No parecieron causar ningún
efecto. Los torturados jadeos continuaron con tanta regularidad como
el tictac de un reloj.
Al
final no
pude soportarlo por más tiempo y me marché.
Más tarde oí que había tardado media
hora en morir. Los
birmanos acarreaban dagas y cestos incluso antes de que me fuese, y
me contaron que por la tarde ya lo habían despojado de la carne casi
hasta los huesos.
Después, cómo no, hubo interminables conversaciones sobre la muerte del elefante. El dueño estaba furioso, pero no era más que un indio y no pudo hacer nada. Además, según la ley yo había hecho lo correcto, ya que a un elefante loco hay que matarlo, como a un perro loco, si su dueño no consigue dominarlo. Entre los europeos hubo división de opiniones. Los mayores me dieron la razón, los más jóvenes dijeron era una auténtica lástima sacrificar un elefante por haber matado a un culí, porque un elefante era más valioso que cualquiera de esos dichosos culís coringhee. Y después me alegré mucho de que el culí hubiese muerto; así la ley me ponía de su lado y me daba el pretexto suficiente para matar el elefante. A menudo me pregunté si alguno de ellos se dio cuenta de que lo había hecho sólo para evitar parecer un idiota.
Después, cómo no, hubo interminables conversaciones sobre la muerte del elefante. El dueño estaba furioso, pero no era más que un indio y no pudo hacer nada. Además, según la ley yo había hecho lo correcto, ya que a un elefante loco hay que matarlo, como a un perro loco, si su dueño no consigue dominarlo. Entre los europeos hubo división de opiniones. Los mayores me dieron la razón, los más jóvenes dijeron era una auténtica lástima sacrificar un elefante por haber matado a un culí, porque un elefante era más valioso que cualquiera de esos dichosos culís coringhee. Y después me alegré mucho de que el culí hubiese muerto; así la ley me ponía de su lado y me daba el pretexto suficiente para matar el elefante. A menudo me pregunté si alguno de ellos se dio cuenta de que lo había hecho sólo para evitar parecer un idiota.
Matar a un elefante, George Orwell. Traducción de Laura Manero y Verónica
Canales [Saltana.org]
Fue entonces cuando Víctor Erice (San Sebastián, 1940) recordó en voz
alta lo que para él fue el momento más extraordinario del filme y que no
está en sus imágenes. Describió la escena como si de un cuento se
tratara, mientras la sala se iba quedando cada vez más y más silenciosa.
Fue el encuentro real entre Ana Torrent y el actor que hacía de
Frankenstein. Era de noche, el bosque estaba ya iluminado por los
proyectores y las luces, "siempre las luces", lo habían transfigurado.
El actor estaba ya maquillado de Frankenstein. "Algo iba a pasar",
recordó Erice. "Cuando llegó la niña estábamos cenando. También
Frankenstein, que tomaba unos huevos fritos. De pronto, Ana reparó en el
monstruo, dio un salto y se refugió en los brazos del primero que
pilló, que era Teo Escamilla. Tuvo un ataque de pánico. Frankenstein no
hacía más que sonreír y la niña no paraba de llorar. Fue un momento
extraordinario. Pasados unos minutos, Ana y el monstruo empezaron a
hablar. Ella le hizo entonces la pregunta fundamental: ¿Porqué mataste a
la niña? Espero que la película en cierta forma respondiera a esta
cuestión", finalizó Erice.
Víctor Erice: "Lo mejor de El espíritu de la colmena no está en sus imágenes", Rocío García [El País, 23 de septiembre de 2003]
La psicología de las multitudes nos dice que las masas son muy influenciables, y describe el carácter absoluto de sus juicios, la rapidez de los contagios emocionales, el debilitamiento o la pérdida del espíritu crítico, la desaparición del sentido de la responsabilidad personal, la subestimación o la exageración de la fuerza del adversario, su aptitud para pasar repentinamente del horror al entusiasmo y de las aclamaciones a las amenazas de muerte.
Anatomía del miedo, José Antonio Marina
La psicología de las multitudes nos dice que las masas son muy influenciables, y describe el carácter absoluto de sus juicios, la rapidez de los contagios emocionales, el debilitamiento o la pérdida del espíritu crítico, la desaparición del sentido de la responsabilidad personal, la subestimación o la exageración de la fuerza del adversario, su aptitud para pasar repentinamente del horror al entusiasmo y de las aclamaciones a las amenazas de muerte.
Anatomía del miedo, José Antonio Marina
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