Man muß das Wahre immer wiederholen, weil auch der Irrtum um uns her immer wieder gepredigt wird und zwar nicht von einzelnen, sondern von der Masse, in Zeitungen und Enzyklopädien, auf Schulen und Universitäten. Überall ist der Irrtum obenauf, und es ist ihm wohl und behaglich im Gefühl der Majorität, die auf seiner Seite ist.
Johann Wolfgang von Goethe zu Johann Peter Eckermann, 16. Dezember 1828.
Der Zeitungsschreiber selbst ist wirklich zu beklagen.
Gar öfters weiß er nichts, und oft darf er nichts sagen.
Gar öfters weiß er nichts, und oft darf er nichts sagen.
Johann Wolfgang von Goethe: Die Mitschuldigen II, 2. (Der Wirt)
Carta
de George Orwell sobre la creación de “1984”,
Traducción de Juan Vazquez Prieto
En
1944, tres años antes de escribir 1984
y cinco años antes de publicarla, George Orwell escribió a mano
una carta detallando la tesis de su gran novela. La carta, que
advierte sobre el incremento de países totalitarios que dirán “que
dos más son cinco”, aparece en la obra George Orwell: A Life in
Letters (George Orwell: la vida en cartas), editada por Peter
Davidson y publicada por Liveright. Se incluye además el consejo de
Orwell a Arthur Koestler sobre cómo hacer la crítica de un libro.
A
Noel Willmett
18
de mayo 1944
10ª
Mortimer Crescent NW6
Estimado
Sr. Willmett,
Muchas
gracias por su carta. Me pregunta si los totalitarismos, liderazgos,
etc. están de verdad en ascenso aunque parece ser que no es así en
este país ni en los Estados Unidos. Debo decir que yo creo, más
bien me temo, que considerando el mundo globalmente estas cosas van
en aumento. Hitler, sin duda, desaparecerá pronto, pero a costa del
fortalecimiento de (a) Stalin, (b) los millonarios Anglo-Americanos
y (c) toda clase de pequeños “fuhrers” como de Gaulle. Todos
los movimientos nacionales en todos los sitios, incluso aquellos que
se originaron en la resistencia a la dominación germana, parecen
tomar formas no democráticas, agruparse alrededor de algún
“fuhrer” superhombre (Hitler, Stalin, Salazar,
Franco, Gandhi, De Valera son todos variados ejemplos) y
adoptar la teoría de que el fin justifica los medios. En
todas partes el movimiento mundial parece apuntar en la dirección
de economías centralizadas que puede ser
que “funcionen” en un sentido económico, pero no están
organizadas democráticamente y tienden a establecer un sistema de
castas. A esto se unen los horrores de los nacionalismos
emocionales y una tendencia a no creer en la existencia de la verdad
objetiva, porque todos los hechos han de ajustarse a las
palabras y profecías de algún “fuhrer” infalible. La historia,
en cierto sentido, ha dejado ya de existir; por ejemplo, no hay una
historia de nuestro tiempo como tal que se acepte universalmente, y
las ciencias exactas se ponen en peligro tan pronto como las
necesidades militares dejan de mantener a la gente en su sitio.
Hitler puede decir que los judíos empezaron la guerra, y si él
sobrevive eso se convertirá en la historia oficial. No puede decir
que dos más dos son cinco porque, según la balística, digamos,
tiene que ser cuatro. Pero si llega a hacerse realidad el mundo que
yo me temo, un mundo de dos o tres grandes
superestados incapaces de conquistarse los unos a los otros,
dos y dos podrían llegar a ser cinco si el “fuhrer” así lo
desea. Esa es, por lo que yo puedo ver, la dirección en la que nos
estamos moviendo, aunque,
por supuesto, el proceso es reversible.
Por
lo que respecta a la inmunidad comparativa de Gran Bretaña y los
Estados Unidos, no importa lo que digan los pacifistas etc., no
nos hemos convertido en un totalitarismo todavía, y esto
constituye un síntoma muy esperanzador. Creo profundamente, como
explico en mi libro The Lion and the Unicorn (El león y el
unicornio), en el pueblo inglés y en su capacidad
para centralizar su economía sin destruir la libertad al hacerlo.
Pero
se debe recordar que Gran Bretaña y los Estados Unidos no han sido
probados, no conocen la derrota ni el sufrimiento serio, y hay
síntomas malos en contraste con los buenos. Para empezar está la
indiferencia general por el decaimiento de
la democracia. ¿Se da usted cuenta, por ejemplo, de que
nadie en Inglaterra de menos de 26 años tiene voto y de que, por lo
que se ve, a la gran masa de gente de esa edad esto le importa un
comino? En segundo lugar, está el hecho de que los
intelectuales son más totalitarios en perspectiva que la
gente común. En conjunto, la
intelectualidad inglesa se ha opuesto a Hitler, pero sólo a costa de
aceptar a Stalin. La mayoría de ellos están
perfectamente preparados para métodos dictatoriales, policía
secreta, falsificación sistemática de la historia, etc., siempre y
cuando sientan que se hace de “nuestro” lado. En realidad la
aseveración de que no tenemos un movimiento
fascista en Inglaterra significa en gran medida que los jóvenes, en
este momento, buscan su “fuhrer” en otro sitio. No
puede uno estar seguro de que eso no vaya a cambiar, como no se puede
asegurar que la gente común no vaya a pensar como los intelectuales
de aquí a diez años. Espero que no sea así, incluso confío en que
no sea así, pero si se diera sería a costa de una lucha. Si
se proclama sencillamente que todo es por el bien y no se señalan
los síntomas siniestros se está ayudando a que el totalitarismo
esté cada vez más cerca.
También
me pregunta que si yo creo que hay una tendencia mundial hacia el
fascismo por qué apoyo la guerra. Se trata
de una elección de males, me imagino que casi todas las guerras son
eso. Sé lo suficiente del imperialismo británico como
para que no me guste, pero lo apoyaría contra el nacismo o el
imperialismo japonés, como mal menor.
Igualmente
apoyaría a la URSS contra Alemania porque creo
que la URSS no puede escapar totalmente de su pasado y retener lo
suficiente de las ideas originales de la Revolución para
convertirla en un fenómeno más esperanzador que la Alemania nazi.
Creo, y lo he pensado desde que empezó la guerra en 1936 más o
menos, que nuestra causa es la
mejor, pero tenemos que seguir haciendo que sea la mejor, lo que
implica la crítica constante.
Atentamente
Geo.
Orwell
La
última novela de George Orwell fue considerada como un panfleto
anticomunista, y muchos han dicho que su visión pesimista del Estado
ha resultado profética. Sin embargo, Orwell -cuyo centenario se
conmemora el próximo miércoles-, que como buen profeta era capaz de
ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana,
tenía otros objetivos y extrajo una conclusión inesperadamente
optimista.
El
último libro de George
Orwell, 1984,
ha sido siempre víctima, en cierto modo, del éxito de Rebelión
en la granja,
que la mayoría de la gente se conformó con interpretar como una
clara alegoría
sobre el triste destino de la revolución rusa. Desde
el momento en el que el bigote del Gran
Hermano
hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984,
muchos lectores lo relacionan directamente con Stalin
y
caen en la tentación de trasladar, punto por punto, la analogía
que habían aplicado al libro anterior. Aunque
no hay duda de que el rostro del Gran Hermano es el de Stalin, igual
que el del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es el
de Trotski, ninguno de los dos coincide con su modelo tan
exactamente como pasaba con Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión
en la granja.
Aun así, el libro se
comercializó en Estados Unidos como una especie de panfleto
anticomunista.
Publicado en 1949, llegó en plena era de McCarthy, cuando el
"comunismo" había recibido la condena oficial por ser una
amenaza monolítica y de alcance mundial, e intentar mostrar,
siquiera, las diferencias entre Stalin y Trotski, era inútil, tan
inútil como que un pastor intente enseñar a sus ovejas los matices
que sirven para reconocer a los lobos.
Además,
la guerra de Corea (1950-1953) pronto iba a sacar a la luz la
supuesta práctica comunista de la obediencia
ideológica mediante el "lavado de cerebro",
una serie de técnicas basadas, al parecer, en el trabajo de I. P.
Pavlov, que había entrenado a perros para que segregaran saliva a
una señal. El hecho de que en 1984
hagan a su protagonista, Winston Smith, algo muy parecido al lavado
de cerebro, con todo su espantoso detalle, no extrañó a los
lectores decididos a considerar la novela como una simple condena de
las atrocidades estalinistas.
Sin embargo, ésa no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 ha aportado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, las ideas políticas de Orwell no sólo eran de izquierda, sino de extrema izquierda. [¡!] Había ido en 1937 a España para luchar contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido rápidamente las diferencias entre el antifascismo auténtico y el falso. "La guerra española y otros hechos ocurridos en 1936-1937", escribió 10 años más tarde, "inclinaron la balanza, y a partir de ahí supe cuál era mi posición. Cada frase seria que he escrito desde 1936 ha ido orientada, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de lo que considero socialismo democrático".
[¿Extrema
izquierda socialdemócrata?]
Orwell
se consideraba miembro de la "izquierda disidente",
distinta de la "izquierda oficial", es decir,
fundamentalmente, el Partido Laborista británico, del que en su
mayor parte había empezado a considerar, ya antes de la II Guerra
Mundial, que tenía la posibilidad de ser fascista, si es que no lo
era ya. De forma más o menos consciente, trazaba
una analogía entre el laborismo británico y el Partido Comunista
de Stalin; en su opinión, ambos eran movimientos que
aseguraban luchar por las clases obreras y contra el capitalismo,
pero que en realidad sólo estaban interesados
en establecer y perpetuar su propio poder y sólo se preocupaban por
las masas a la hora de aprovechar su idealismo, su resentimiento de
clase y su disponibilidad para ser una mano de obra barata
y dejarse vender, una y otra vez.
Las
personas de tendencia fascista -o, sencillamente, aquellos de
nosotros demasiado dispuestos a justificar cualquier acción del
Gobierno, tenga razón o no- se apresurarán a señalar que esas
ideas son anteriores a la guerra y que, en el momento en el que las
bombas enemigas empiezan a caer sobre Gran Bretaña, a modificar el
paisaje y producir víctimas entre amigos y vecinos, todo esto
pierde importancia, e incluso resulta subversivo. Con
la patria en peligro, se vuelve fundamental tener unos dirigentes
firmes y unas medidas eficaces; si uno lo quiere llamar fascismo,
allá él, pero nadie estará escuchando, salvo para oír
cuándo se acaban los bombardeos. Sin embargo, el hecho de que una
discusión -y mucho más una profecía- resulte de mal gusto en
plena situación de emergencia, no quiere decir necesariamente que
sea un error. Se puede decir que, en ocasiones, el
gabinete de guerra de Churchill se comportó como un régimen
fascista: censuró informaciones, controló precios y salarios,
restringió los viajes y subordinó las libertades civiles a las
necesidades de guerra establecidas por ellos mismos.
[¿El
fin justifica los medios?]
Lo
que dejan claro las cartas y los artículos de Orwell en la época
en la que estaba escribiendo 1984
es su
desesperación por el estado del "socialismo" en la
posguerra.
Lo que, en tiempos de Keir Hardie, había sido una lucha honorable
contra la conducta indiscutiblemente criminal del capitalismo
respecto a la gente a la que utilizaba para extraer rentas y
beneficios, en época de Orwell era ya una cosa vergonzosamente
institucional, que se compraba y se vendía y, en demasiados casos,
sólo estaba interesada en mantenerse en el poder.
Parece
que a
Orwell le molestaba en particular la lealtad generalizada de la
izquierda hacia el estalinismo a pesar de las pruebas abrumadoras
sobre la crueldad del régimen. "Por razones complejas",
escribió en marzo de 1948, cuando empezaba a revisar el primer
borrador de 1984,
"casi la totalidad de la izquierda inglesa ha acabado aceptando
el régimen ruso como 'socialista', pese a que reconoce en silencio
que, tanto en espíritu como en la práctica, está muy lejos de
todo lo que significa 'socialismo' en este país.
De ahí que haya surgido una especie de corriente de pensamiento
esquizofrénica, en la que palabras como 'democracia' pueden tener
dos significados irreconciliables y cosas como los campos de
concentración y las deportaciones en masa pueden estar bien y mal
al mismo tiempo".
Sabemos que esta "especie de corriente de pensamiento esquizofrénica" es el origen de uno de los grandes logros de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje político: la identificación y el análisis del doble pensamiento. Como describe el personaje Emmanuel Goldstein en Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, un texto peligrosamente subversivo que está prohibido en Oceanía y sólo se menciona como el libro, el doble pensamiento es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. No es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos. En psicología social se conoce desde hace mucho tiempo, con el nombre de "disonancia cognitiva". Otros lo llaman "compartimentación". Algunos, como F. Scott Fitzgerald, han dicho que es síntoma de genio. Para Walt Whitman ("¿me contradigo? Muy bien, me contradigo") era ser amplio y contener multitudes; para el aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y tomar las dos direcciones; para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.
Da
la impresión de que la idea supuso para el propio Orwell un dilema,
una especie de metadoble pensamiento -le
repelía por su infinito poder de destrucción, al tiempo que le
fascinaba por la posibilidad de llegar a trascender los opuestos-,
como si hubiera una forma aberrante de budismo zen cuyos koans
fundamentales fueran los tres lemas del partido, "la guerra es
paz", "la libertad es esclavitud" y "la
ignorancia es fuerza" y que sirviera para fines perversos.
La
suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el
funcionario del Partido Interior O'Brien, el que seduce y
traiciona, protege y destruye a Winston. Cree
con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero puede
personificar a la perfección a un devoto revolucionario
comprometido en la lucha para derrocarlo. Se considera
una simple célula del gran organismo del Estado, pero lo que
recordamos es su individualidad, fascinante y contradictoria. Pese a
ser un portavoz tranquilo y elocuente del futuro totalitario,
O'Brien va revelando poco a poco una faceta desequilibrada, un
distanciamiento de la realidad que asomará con toda su fealdad
durante la reeducación de Winston Smith, en ese lugar de dolor y
desesperación llamado Ministerio del Amor.
También
es el doble pensamiento la base de los superministerios que dirigen
Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el
Ministerio de la Verdad cuenta mentiras, el Ministerio del Amor
tortura y acaba matando a cualquiera al que considera una amenaza.
Si todo esto parece de una perversidad irrazonable, recuérdese que
en Estados Unidos, hoy día, no parece que
a muchos les moleste la existencia de una maquinaria de guerra
llamada "Departamento de Defensa" ni les cueste decir las
palabras "Departamento de Justicia" en serio, a pesar de
las pruebas sobre las violaciones de derechos humanos y
constitucionales cometidas por su brazo más temible, el FBI.
Nuestros medios de comunicación, teóricamente libres, tienen que
presentar unas informaciones "equilibradas", en las que a
cada "verdad" se le opone inmediatamente otra opuesta que
la neutraliza. Todos los días, la opinión
pública se ve sometida a la revisión de la historia, la amnesia
oficial y las mentiras descaradas, y todo ello se designa con el
benevolente término de "versión", como si
fuera algo tan inofensivo como una vuelta en un tiovivo. Sabemos que
no es cierto lo que nos dicen, pero confiamos en que lo sea. Creemos
y dudamos al mismo tiempo; parece que una de las condiciones del
pensamiento político, en un Estado moderno, es tener
permanentemente opiniones contradictorias sobre la mayoría de las
cosas. Ni que decir tiene que es un factor utilísimo para quienes
ocupan el poder y desean permanecer en él, preferiblemente para
siempre.
Junto
a la ambivalencia
de la izquierda respecto a las realidades soviéticas,
tras la II Guerra Mundial surgieron otras oportunidades de aplicar
el doble pensamiento. A juicio de Orwell, el bando ganador, en sus
momentos de euforia, estaba cometiendo errores casi tan fatales como
los del Tratado de Versalles que terminó con la I Guerra Mundial. A
pesar de las mejores intenciones, en la práctica, el reparto del
botín entre los aliados tenía posibilidades de acabar causando
daños fatales. Uno de los principales subtextos de 1984
es la inquietud de Orwell por la "paz".
"Lo que, en realidad, pretendo hacer con ella", escribió Orwell a su editor a finales de 1948, según parece cuando empezaba a revisar la novela, "es abordar las repercusiones de la división del mundo en 'zonas de influencia' (se me ocurrió en 1944, como consecuencia de la Conferencia de Teherán)".
Por
supuesto, no se debe creer del todo a los novelistas cuando
mencionan sus fuentes de inspiración. Pero merece la pena examinar
el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera
cumbre aliada de la II Guerra Mundial, y se celebró a finales de
1943, con asistencia de Roosevelt, Churchill y Stalin. Uno de los
temas de los que hablaron fue cómo los
aliados iban a dividir Alemania, una vez derrotada, en zonas de
ocupación. Otro, quién se quedaría con qué parte de Polonia.
Al imaginar Oceanía, Eurasia y Eastasia, Orwell dio un salto de
escala y convirtió la ocupación de un país derrotado en la de un
mundo vencido.
El
agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un mismo bloque
resultó ser una profecía totalmente acertada, que
previó la resistencia británica a integrarse en el continente
eurasiático y su permanente sumisión a los intereses yanquis; por
ejemplo, los dólares son la unidad monetaria de Oceanía. Londres
es reconocible como el Londres del periodo de austeridad de la
posguerra. Desde el principio, al sumergirnos de golpe en el plomizo
día de abril en el que Winston Smith realiza su decisivo acto de
desobediencia, las texturas de la vida distópica son implacables
-las cañerías que no funcionan, los cigarrillos que pierden el
tabaco, la comida horrible-, aunque tal vez no hiciera falta un gran
esfuerzo de imaginación por parte de cualquiera que hubiera vivido
la escasez de posguerra.
Profecía
y predicción no son exactamente lo mismo y, en el caso
de Orwell, confundir las dos cosas no es conveniente ni para el
autor ni para el lector. A algunos críticos les gusta jugar a hacer
listas de las cosas en las que "acertó" y no acertó el
escritor. Si observamos, por ejemplo, Estados Unidos en estos
momentos, vemos la ubicuidad de los helicópteros como recurso para
el mantenimiento del orden, unas imágenes que nos resultan ya
familiares por las numerosas series televisivas de policías, a su
vez otras formas de control social; es más, basta con ver la
ubicuidad de la propia televisión. La pantalla televisiva de dos
direcciones se parece bastante a las pantallas planas de plasma
conectadas a sistemas de cable "interactivos", existentes
en 2003. Las noticias son lo que el
Gobierno quiera que sean, la vigilancia de los ciudadanos corrientes
forma parte de las actividades normales de la policía,
los registros y detenciones justificados son una broma. Y así
sucesivamente. "¡Vaya, el Gobierno se ha convertido en el Gran
Hermano, como predijo Orwell! ¡Vaya palo!, ¿eh?". "¡Qué
orwelliano, tío!".
Pues
sí y no. Al fin y al cabo, las predicciones concretas no son más
que detalles. Lo que tal vez sea más importante, e incluso
necesario, para un profeta que se precie, es ser
capaz de ahondar más que la mayoría en las
profundidades del alma humana. En 1948, Orwell comprendió
que, pese a la derrota del Eje, el deseo de fascismo no había
desaparecido, que no sólo no había muerto sino que, tal vez, ni
siquiera había alcanzado aún su plena madurez: la
corrupción del espíritu, la irresistible adicción humana al poder
ya existían desde hacía mucho, eran aspectos bien conocidos del
Tercer Reich y la URSS de Stalin, incluso del Partido Laborista
británico, y constituían los primeros ensayos de un futuro
espantoso. ¿Qué podía impedir que ocurriera lo mismo en Gran
Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas
intenciones? ¿Una vida higiénica?
Lo
que, por supuesto, ha mejorado de forma insidiosa y constante desde
entonces -y, de paso, ha hecho que los
argumentos humanistas sean casi irrelevantes- es la tecnología.
[¡! ¿Argumentos humanistas irrelevantes?] No debemos dejarnos
distraer en exceso por lo anticuado de los métodos de vigilancia en
la era de Winston Smith. Al fin y al cabo, en "nuestro"
1984, el chip de circuito integrado tenía menos de 10 años de
vida, y era casi vergonzosamente primitivo al lado de las maravillas
que constituyen la tecnología informática en 2003, especialmente
Internet, un avance que ofrece la
posibilidad de un control social de dimensiones prácticamente
inimaginables para los viejos tiranos pintorescos y de
bigotes ridículos del siglo XX.
En
1938, dentro de la reseña que escribió para New
Statesman
de una novela de John Galsworthy, Orwell comentaba, casi de paso:
"Galsworthy era un mal escritor, y algún conflicto interior
agudizó su sensibilidad y casi le hizo bueno; su descontento se
pasó, y él volvió a ser el de siempre. Merece
la pena pararse a pensar de qué forma le ocurren las cosas a uno".
A Orwell le divertían sus colegas de izquierdas que vivían con el terror de que les tacharan de burgueses. Sin embargo, entre sus propios terrores, quizá acechaba la posibilidad de que le ocurriera como a Galsworthy y, un día, pudiera perder su indignación política y acabar siendo un apologista más de "las cosas tal como son". Incluso podríamos decir que la indignación era su bien más preciado. La había acumulado a lo largo de su vida -en Birmania, París, Londres, la carretera del muelle de Wigan, en España, donde le dispararon y le hirieron los fascistas-, le había costado sangre, sufrimiento y esfuerzo, y estaba tan apegado a ella como cualquier capitalista a su capital. Tal vez sea una aflicción que padecen más unos escritores que otros, ese miedo a hacerse demasiado cómodos, a venderse. Cuando uno vive de la literatura, ése es uno de los peligros, desde luego, aunque no a todos los escritores les parece mal. La capacidad de los gobernantes para adueñarse de la disidencia siempre ha sido un peligro real, bastante parecido, por cierto, al proceso mediante el cual el partido de 1984 consigue renovarse constantemente desde abajo.
Orwell,
que había
vivido entre los obreros y los desempleados durante la depresión de
los años treinta y, en ese tiempo, descubrió su valor genuino e
imperecedero,
asignó a Winston Smith una fe similar en sus equivalentes de 1984,
los proles,
a los que el protagonista considera la única esperanza para lograr
liberarse del infierno distópico de Oceanía. En el momento más
bello de la novela -bello en el sentido en el que Rilke definía la
belleza, como la aparición de un terror justo en el nivel de lo
soportable-, Winston y Julia, que se creen a salvo, miran desde la
ventana a la mujer que canta en el patio, y Winston, al contemplar
el cielo, experimenta una visión casi mística de los millones que
habitan bajo él, "gente
que nunca había aprendido a pensar pero estaba acumulando en su
corazón, su vientre y sus músculos la fuerza que, un día, daría
la vuelta al mundo.
¡Si había esperanza, estaba en los proles!". Es el momento
inmediatamente anterior a que les detengan a Julia y a él y
comience el frío y terrible clímax del libro.
Los
intereses del régimen de Oceanía son el ejercicio del poder en sí
y su guerra implacable contra la memoria, el deseo y el lenguaje
como vehículo del pensamiento. La memoria es
relativamente fácil de atacar, desde el punto de vista totalitario.
Siempre existe algún organismo, como el Ministerio de la Verdad,
que niega los recuerdos de los demás y reescribe el pasado. En este
año de 2003 es ya frecuente que se pague más a los empleados del
Gobierno que al resto de la gente para que degraden la historia,
frivolicen la verdad y aniquilen el pasado como cosa rutinaria.
Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla,
pero eso fue así sólo hasta que los
gobernantes encontraron la forma de convencer a todo el mundo,
incluso a sí mismos, de que la historia nunca sucedió, o sucedió
de la manera más conveniente para sus propios fines; o,
lo mejor de todo, de que la historia no importa, en cualquier caso,
más que para hacer documentales de bajo nivel intelectual que
proporcionen una hora de entretenimiento en televisión.
Existe una fotografía, hecha en Islington hacia 1946, de Orwell y su hijo adoptado, Richard Horatio Blair. El niño, que debía de tener entonces unos dos años, sonríe con un placer infinito. Orwell le sujeta suavemente con ambas manos y también sonríe, satisfecho, pero no con suficiencia; es más complejo, como si hubiera descubierto algo que quizá valiera más que la indignación. Su cabeza ligeramente inclinada, los ojos con una mirada precavida que puede evocar en los aficionados al cine a un personaje de Robert Duvall, de esos que tienen una historia pasada en la que han visto más cosas de las que querían. Winston Smith "creía haber nacido en 1944 o 1945". Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil imaginar que Orwell, en 1984, estaba imaginando un futuro para la generación de su hijo, no el mundo que deseaba para ellos, sino un mundo contra el que quería prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, siempre confió en la capacidad de la gente corriente de cambiarlo todo. En cualquier caso, volvamos a la sonrisa del chico, directa y radiante, nacida de una fe inamovible en que el mundo, en última instancia, es bueno, y que siempre se puede contar con la decencia humana, como con el amor paterno; una fe tan honorable que casi podemos imaginar a Orwell -e incluso a nosotros mismos-, al menos durante un instante, jurando hacer lo que sea para impedir que esa fe sea traicionada.
El
camino hacia 1984, Thomas Pynchon [El País, 21 de junio de
2003] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Extracto
de la introducción de Thomas Pynchon a la nueva edición de 1984,
de George Orwell, publicada recientemente por Fiftieth Anniversary
Plume (Penguin). Reproducido por autorización de Melanie Jackson
Agency, L. L. C.
La
edición en Estados Unidos de los ensayos del autor de Rebelión en
la granja pone de actualidad el pensamiento de quien captó la
esencia del totalitarismo y nos sigue advirtiendo del engañoso
lenguaje que utiliza la política.
Por qué ser orwellianos, Timothy Garton Ash
¿Por
qué deberíamos aún leer a Orwell sobre temas políticos? Hasta el
año 1989 la respuesta estaba clara. Fue el escritor que captó la
esencia del totalitarismo. En todos los países de Europa bajo
regímenes comunistas, la gente me mostraba sus sobadas copias
clandestinas de Rebelión en la granja o de 1984, y
preguntaban: "¿Cómo lo sabía?".
Sin
embargo, el mundo de 1984 terminó en 1989. Los regímenes
orwellianos persistían en unos cuantos países lejanos, como Corea
del Norte, y el comunismo sobrevivía, de forma atenuada, en China.
Pero los tres dragones contra los que Orwell
luchó con todas sus fuerzas -el imperialismo europeo, y en especial
el británico; el fascismo, ya fuera italiano, alemán o español, y
el comunismo, que no hay que confundir con el socialismo democrático,
en el que el propio Orwell creía- estaban muertos o mortalmente
debilitados. Cuarenta años después de su muerte,
dolorosa y temprana, Orwell ha ganado.
¿Qué
necesidad tenemos entonces de Orwell? Una respuesta es que
deberíamos leerle por el impacto histórico que tuvo. George Orwell
fue el escritor político más influyente del siglo XX. Es una
afirmación audaz, pero, ¿quién podría competir con él? Entre los
novelistas, quizá Alexandr Solzhenitsin o Albert Camus; entre los
dramaturgos, Bertolt Brecht. ¿O acaso algún filósofo, como Karl
Popper, Friedrich von Hayek, Raymond Aron o Hannah Arendt? ¿O el
novelista, dramaturgo y filósofo Jean-Paul Sartre, al que Orwell en
privado denominaba "una bolsa de aire"? Si los tomamos uno
a uno, descubriremos que el impacto que tuvo cada uno de ellos fue
más limitado, en cuanto a duración en el tiempo y ámbito
geográfico, que el de este anticuado y efímero hombre de letras
inglés.
La
familiaridad en todo el mundo con la palabra orwelliano es prueba de
su influencia. Se usa orwelliano como adjetivo peyorativo, para
evocar el terror totalitario, la falsificación de la historia por la
mentira organizada por los Estados y, más licenciosamente, cualquier
ejemplo desagradable de represión o manipulación. Como
sustantivo, se utiliza para denominar a un admirador o seguidor
consciente de su obra. En ocasiones se emplea como un adjetivo
elogioso, que significa algo así como que "muestra una franca
honestidad intelectual, como Orwell". Muy pocos escritores han
conseguido este doble tributo de ser a la vez adjetivo y sustantivo.
Allá
donde imperaban las dictaduras totalitarias, la gente sentía que él
era uno de ellos. La poeta rusa Natalya Gorbanyevskaya me comentó
una vez que Orwell era un europeo del Este. Lo cierto es que fue un
escritor muy inglés que nunca se acercó ni de lejos a la Europa del
Este. Sus conocimientos sobre el mundo
comunista se derivaban fundamentalmente de sus lecturas.
Tres
experiencias personales transformaron su manera de pensar.
En primer lugar, como policía imperial británico durante cinco años
de formación en Birmania, él
mismo fue funcionario de un régimen opresor, aunque no totalitario.
Cuando abandonó este puesto, había adquirido para toda la vida no
sólo un odio al imperialismo, sino también una profunda percepción
de la psicología del opresor, que desarrolla ya en dos clásicos
ensayos tempranos, El ahorcado y Disparando a un elefante.
(Hay una ironía bastante evidente en el hecho de que la Birmania
poscolonial sea, en el momento en que escribo estas líneas, uno de
los pocos regímenes orwellianos que aún quedan en el mundo).
Posteriormente vivió entre los
down-and-outs,
los sin blanca, en Inglaterra y en París. De esta manera conoció de
primera mano la humillante falta de libertad que implica la pobreza.
Por
último, la guerra civil española. Para Orwell, España
significó la experiencia de luchar contra el fascismo y de sentir
una bala atravesándole la garganta. Pero aún más importante fue la
revelación del terror y la duplicidad
comunistas que llevaban a cabo los rusos, ya que él y sus
camaradas de las milicias marxistas heterodoxas del Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM) eran
perseguidos por las calles de Barcelona por los comunistas,
que se suponía que eran sus aliados. Acerca del agente ruso en
Barcelona encargado de difamar al POUM como traidores trotskistas
franquistas, escribe en Homenaje a Cataluña: "Fue la
primera vez que conocí a un hombre cuya profesión fuera mentir, a
menos que contemos a los periodistas". La mordaz coletilla es
propia de su típico humor negro. Refleja asimismo su indignación
por el modo en que toda la prensa de izquierdas británica estaba
falsificando unos acontecimientos que él había visto con
sus propios ojos.
Como
afirma en su ensayo de 1946, Por qué escribo, después de
España supo dónde estaba. Aunque ya había usado antes el seudónimo
de George Orwell, en lugar de su propio nombre, Eric Blair, fue a
partir de España cuando se convirtió realmente en Orwell. Cada
línea de lo que escribió tendría a partir de entonces una
intención política. El imperialismo y el fascismo siguieron siendo
dos blancos importantes de su enorme cólera. Pero su principal
enemigo sería la ceguera o deshonestidad intelectual de aquellos que
en Occidente apoyaban o perdonaban al comunismo estalinista
y más aún cuando la Unión Soviética se
convirtió durante la guerra en aliado de Occidente contra Hitler.
Y entonces fue cuando se sentó a escribir una sátira swiftiana
sobre la Rusia estalinista, con los comunistas representados en los
cerdos de una granja dirigida por animales. "Estar dispuesto a
criticar a Rusia y Stalin", escribió en agosto de 1944, "es
la prueba de la honestidad intelectual".
La
negativa a publicar Rebelión en la granja de
varios editores británicos, porque no
querían criticar al heroico aliado británico en tiempos de guerra,
era una muestra de lo que se le avecinaba. Cuando finalmente se
publicó en Reino Unido, en 1945, y más tarde en Estados Unidos, en
1946, el libro fue un acontecimiento literario y ayudó a abrir los
ojos al Occidente angloparlante acerca de la verdadera naturaleza del
régimen soviético. Esto se podría denominar el efecto Orwell.
(Francia tuvo que esperar treinta años para su efecto
Solzhenitsin). La novela 1984, con su antiutopía más
generalizada, se convirtió en otro texto determinante de la guerra
fría. No es casualidad que el primer uso de
la expresión guerra fría
anotado por el Oxford English Dictionary provenga
de un artículo de Orwell.
Resumiendo,
estaba más memorable e influyentemente en lo cierto que nadie, y
también antes que nadie, sobre la mayor amenaza política de la
segunda mitad del siglo XX, así como respecto a los dos grandes
horrores de la primera mitad. Pero estos monstruos han muerto, o dan
sus últimos coletazos. Decir "debes leerle porque tuvo gran
importancia en el pasado" no logrará atraer a nuevos lectores
de Orwell, en la misma medida en que mi generación se sintió ganada
de forma irresistible por la colección original de cuatro volúmenes,
publicada por Penguin en 1970, Collected Essays, Journalism and
Letters.
Por
fortuna hay una respuesta más convincente a la pregunta de por qué
deberíamos leer a Orwell en el siglo XXI. Y es que sigue
siendo un ejemplar de escritor político. Ambos significados de
"ejemplar" son válidos. Es un modelo de cómo hacerlo
bien, pero también es un ejemplo -deliberado, tímido y autocrítico-
de lo difícil que es.
En
Por qué escribo
dice que su objetivo, después de España, fue "hacer de la
escritura política un arte". Con Rebelión en la
granja lo consiguió del todo. Como trabajo literario está mucho
mejor elaborado que 1984, obra desfigurada por el melodrama,
las longeurs y la redacción áspera de un hombre al borde de
la muerte. En su "encantadora pequeña historia", forma
artística y contenido político se ensamblan perfectamente, en parte
porque están tan absurdamente emparejados. ¿Qué podía haber más
alejado del estalinismo de Moscú que una granja de la campiña
inglesa?
Orwell
se esforzó mucho en mejorar su prosa. Uno de sus primeros
trabajos mereció el amable comentario de la crítica de que escribía
"como una vaca con un mosquete". En Rebelión en la
granja escribe maravillosamente sobre cosas que realmente conoce.
Le apasiona el campo inglés, donde vivió a finales de los años
treinta, al cuidado de una tienda en el pueblo, una cabra y un
cuaderno. Rebelión en la granja rebosa desde sus primeras
páginas de detalles físicos de la vida en el campo observados
amorosamente. Pero entonces, de la boca del
cerdo Mayor, surge de repente una perfecta parodia de un discurso
comunista: es el fruto de las muchas horas que Orwell había pasado
estudiando detenidamente los panfletos políticos que coleccionaba.
Sólo él poseía esa peculiar combinación de habilidades. Sólo
Orwell sabía ordeñar una cabra y estoquear a un revisionista.
Los
rasgos y giros de su régimen animal siguen fielmente la
descomposición de la revolución rusa hacia la tiranía. No hay
ambigüedad: el cerdo Napoleón es Stalin, el cerdo Snowball es
Trotski. Según señala Peter Davison, en el último
momento, Orwell cambia incluso un detalle a favor de Napoleón, tras
enterarse por un superviviente polaco de un gulag de que
después de todo Stalin había inspirado a su pueblo permaneciendo en
Moscú durante el avance alemán. La trama de sus primeras novelas
era a menudo pobre. En ésta la historia le proporciona el argumento
perfecto.
Y
también está su
humor, una parte subestimada del áspero encanto de
Orwell. (Poco después de recibir un disparo en el cuello en España,
su oficial al mando informaba: "Respiración absolutamente
regular. Sentido del humor, intacto"). Cuando los animales
habían tomado la granja "cogieron unos jamones que colgaban en
la cocina y les dieron sepultura". La mañana siguiente a la
primera borrachera de whisky de los cerdos, Orwell hace que el
propagandista Squealer comunique a los demás animales que "el
camarada Napoleón se estaba muriendo". Cualquiera que recuerde
su primera resaca sabrá cómo se sentía. Y, por último, tenemos la
frase ingeniosa perfecta, cómica y
profundamente seria a la vez: "Todos los animales son iguales,
pero algunos animales son más iguales que otros".
Al
final, Rebelión en la granja va mucho más allá de su motivo
original. Se convierte en una sátira intemporal centrada en la
comitragedia de la política en general, es decir, siempre y
en cualquier lugar, comitragedia de la corrupción por el
poder. Esta habilidad para ir de lo particular a lo universal también
caracteriza sus ensayos, el género en el que también escribió
mejor sobre política. .
Lo
que más aborrece, quizá incluso más que la violencia o la tiranía,
es la falta de honestidad. Moviéndose en la frontera
entre literatura y política, como un centinela de la moralidad,
puede reconocer una doble moral a
quinientos metros y con mala luz. ¿Cómo es
que un parlamentario tory
(del Partido Conservador británico) reclama libertad para Polonia,
mientras guarda silencio sobre India? El centinela Orwell
dispara enseguida.
El
moralista George Orwell está fascinado por la búsqueda no meramente
de la verdad, sino de las verdades más complicadas y difíciles. Ya
comienza en uno de sus primeros trabajos, Disparando a un
elefante, donde afirma categóricamente que el
Imperio Británico está muriéndose, y a continuación añade que es
"mucho mejor que los imperios más jóvenes que van a
suplantarlo". Examinando detenidamente la obra de
Salvador Dalí, señala que "algo que es degenerado moralmente
puede ser correcto desde el punto de vista estético". Entonces,
típico en él, va más lejos e insiste en que deberíamos ser
capaces de decir "éste es un buen libro o una buena pintura, y
debería ser quemado por el verdugo público". A veces, parece
sentir cierto deleite masoquista al enfrentarse con verdades
desagradables.
No
es que sus apreciaciones políticas fueran siempre acertadas. Ni
mucho menos. Eileen, su viva y perspicaz esposa, escribió a su
hermana que su marido conservaba "una extraordinaria simpleza
política". En su obra hay juicios equivocados que sorprenden.
Llama la atención el que, al principio,
repita la frase comunista de que "fascismo y capitalismo son en
el fondo la misma cosa". Se opuso a luchar contra Hitler hasta
bien entrado el año 1939, para acabar cambiando de
postura. En El león y el unicornio, su opúsculo en tiempos
de guerra sobre "socialismo y el genio inglés", propone la
nacionalización de "la tierra, las minas, los ferrocarriles,
los bancos y las principales industrias". Por lo que parece,
nunca admitió claramente un vínculo entre propiedad privada y
libertad individual. En este sentido, al menos, fue un socialista de
su tiempo.
Orwell
fue un escritor muy inglés, y pensamos en el comedimiento como una
cualidad muy inglesa. Pero su especialidad es la exageración
escandalosa: "Ningún verdadero revolucionario ha
sido nunca un internacionalista", "todos los partidos de
izquierdas de los países más industrializados son en el fondo una
farsa", "un humanitario es siempre un hipócrita".
Como observó V. S. Pritchett al reseñar El león y el unicornio,
"es capaz de exagerar con la simplicidad e inocencia de un
salvaje". Pero eso es propio de los escritores satíricos.
Evelyn Waugh, desde el otro extremo del espectro político, hacía lo
mismo. (Los grandes cascarrabias ingleses de la izquierda y la
derecha se tenían un cauteloso pero genuino respeto mutuo). De modo
que este punto débil de sus trabajos no narrativos es uno de los
puntos fuertes de su narrativa.
Tanto
su vida como su obra son un buen ejemplo de las exigencias del
compromiso político. En Escritores y Leviatán
describe el dilema político de los escritores: "El ver la
necesidad del compromiso político, y ver a la vez lo sucio y
degradante que es". Después de un corto periodo de tiempo en el
que fue miembro del Partido Laborista Independiente, llega a la
conclusión de que "un escritor sólo
puede mantenerse honesto si se aparta de las etiquetas partidistas".
De nuevo la palabra clave: honesto. Sin embargo, se propone y
llega a ser vicepresidente de una organización no partidista llamada
Freedom Defence Committee, en defensa de la libertad frente al
imperialismo y al fascismo, por supuesto, pero ahora también, sobre
todo, contra el comunismo.
En
relación con esto, hay que hablar sobre la ya famosa lista de
criptocomunistas y compañeros de viaje, que generalmente se piensa
que entregó al servicio secreto británico. ("Icono socialista
convertido en un delator", anunciaba a bombo y platillo el Daily
Telegraph cuando divulgó la historia en primera plana en 1998).
Lo que ocurrió realmente está resumido al final de este volumen.
Orwell llevaba un cuaderno de color azul pálido en el que anotaba
nombres y detalles de posibles agentes
comunistas o simpatizantes. Habría que decir enseguida
que el contenido de este cuaderno es preocupante, en cuanto a sus
juicios afilados: "Casi seguro agente de algún tipo",
"liberal decadente", "sólo pacificador", y
especialmente sus anotaciones de carácter nacional y racial, como
"¿judío?" (Charles Chaplin) o "judío inglés"
(Tom Driberg), o bien "polaco", "yugoslavo",
"angloamericano", y así sucesivamente. Hay algo
inquietante -un toque del antiguo policía imperial- en un escritor
que puede almorzar con un amigo como el poeta Stephen Spender, y
después, al llegar a casa, anotar "simpatizante sentimental y
no muy de fiar. Fácilmente influenciable. Tendencia a la
homosexualidad".
Sin
embargo, es necesario dejar claras dos cosas muy importantes a modo
de explicación. Primera, eran los tiempos de la guerra fría. Había
agentes soviéticos y simpatizantes por doquier, y eran influyentes.
El ejemplo más expresivo es el hombre que Orwell tenía apuntado
como "casi seguro agente de algún tipo". Su nombre era
Peter Smollett. Durante la II Guerra Mundial fue director de la
sección rusa del Ministerio de Información y, siguiendo su consejo,
T. S. Eliot, nada menos, rechazó Rebelión en la granja para
Jonathan Cape. Ahora sabemos que Smollett era, efectivamente, espía
soviético.
Segunda,
Orwell no entregó esta libreta al servicio secreto británico. Dio
una lista, sacada de ella, de unos treinta y cinco nombres, al
Information Research Departament, una rama semisecreta del Foreign
Office que se ocupaba especialmente de
atraer escritores de la izquierda democrática para contrarrestar la
entonces bien organizada ofensiva propagandística comunista
soviética. De manera absurda, el Gobierno británico no
ha levantado el secreto oficial de esta lista y de cualquier carta
que la acompañara. Así que aún no sabemos exactamente qué es lo
que Orwell hizo. Pero por los datos de que disponemos está bastante
claro que Orwell no estaba dando pistas a la policía
del pensamiento [¡!] británica para que siguiera el
rastro a estas personas. Todo lo que hacía, en realidad, era decir:
"No utilicen a esta gente para la propaganda anticomunista
porque probablemente son comunistas o simpatizantes comunistas".
Orwell,
ya moribundo, pero todavía en pleno dominio de sus facultades, lo
juzgó como un acto moralmente defendible para un escritor en un
periodo de intensa lucha política, del mismo modo que antes había
juzgado oportuno que un escritor comprometido políticamente tomara
las armas contra Franco. Yo pienso que tenía razón. Ustedes pueden
pensar que estaba equivocado. En cualquier caso, nos sirve de ejemplo
-es así de ejemplar- del dilema del escritor político.
Por
último, naturalmente, la lista de Orwell y la vida de Orwell son
mucho menos importantes que su obra. Lo que
importa es que no haya una contradicción flagrante entre la obra y
la vida, como ocurre a menudo con los intelectuales políticos.
La voz orwelliana, que sitúa la honestidad y los valores sencillos
por encima de todo, se vería menoscabada. Pero lo que perdura es la
obra.
Si
tuviera que mencionar una única cualidad por la que es aún esencial
leer a Orwell en el siglo XXI, sería su
percepción del uso y el abuso del lenguaje. Si tienen tiempo de leer
sólo un ensayo, lean Política
y la lengua inglesa. En él
se resume de forma brillante el argumento orwelliano de que la
corrupción del lenguaje es una parte esencial de la política
opresora y explotadora. "La defensa de lo
indefendible" se sustenta en una serie de eufemismos, falsos
periodos verbales, frases prefabricadas y toda una parafernalia de
engaño que él apunta con toda precisión y parodia.
La
versión extrema, totalitaria, que él satiriza como newspeak
(neolengua), es menos frecuente en la actualidad, excepto en países
como Birmania o Corea del Norte. Pero la
obsesión de los gobiernos elegidos democráticamente, en especial en
el Reino Unido y en Estados Unidos, por la gestión de los medios de
comunicación y la tergiversación, es hoy día uno de los mayores
obstáculos para comprender qué es lo que se está haciendo en
nuestro nombre. Existen también distorsiones que parten
de dentro de la prensa, la radio y la televisión, en parte debido a
una tendencia ideológica oculta, pero cada vez más debido a la
feroz competencia comercial y la necesidad implacable de
"entretener".
Lean
a Orwell y comprenderán que algo feo debe esconderse detrás
del eufemismo usado por el portavoz de la OTAN durante la guerra de
Kosovo: "Daños colaterales"
(significa muertos civiles inocentes). Lean a Orwell y
sospecharán que hay gato encerrado siempre que un periódico o un
político británico una vez más pronuncie una frase prefabricada
del tipo de "la inexorable marcha de
Bruselas hacia un superestado europeo".
Orwell
no sólo nos prepara para detectar estos abusos semánticos. También
insinúa cómo los escritores pueden defenderse, ya que los que
abusan del poder están usando, al fin y al cabo, nuestras armas: las
palabras. En Política y la lengua inglesa incluso da algunas
normas de estilo sencillas para lograr una escritura política
honesta y eficaz. (Sabiduría ganada a duras penas, puesto que tuvo
un pasaje pesado hasta llegar a esa claridad). Compara
la buena prosa inglesa con un cristal limpio de una ventana. A través
de esas ventanas, los ciudadanos pueden ver lo que sus gobernantes
están haciendo realmente. En este sentido, los escritores
políticos deberían ser los limpiacristales de la libertad.
Orwell
nos dice y nos enseña cómo hacerlo. Por eso todavía le
necesitamos, porque la obra de Orwell nunca estará terminada.
Prólogo de Amador Fernández-Savater a George Orwell o el horror a la política [Acuarelalibros, 9 de marzo de 2010]
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