Tu
voz precisa y entonada de lectora, la que yo más he amado, es la
última que aún se resiste a abandonarte. Ninguna madre tiene
derecho a quejarse de que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes
si ella no ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me
leías a mí...incluso mucho después de que supiese ya leer
perfectamente, sólo por darme gusto. No hay cosa que más deteste
ahora que verme obligado a soportar una lectura de poemas o un
capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente por su
autor o una conferencia leída (que frente a una espontáneamente
recitada es algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar
de tomar alimentos frescos): pero si tú aún pudieras leer para mí
cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me acostaría a
escucharte como cuando tenía fiebre. Para siempre.
Mira
por dónde. Autobiografía razonada, Fernando Savater, 2003, p. 47
CARTA A UNA MAESTRA
Permíteme,
querida amiga, que inicie este libro dirigiéndome a ti para
rendirte tributo de admiración y para encomendarte el destino de
estas páginas. Te llamo «amiga» y bien puedes ser desde luego
«amigo», pues a todos y cada uno de los maestros me refiero: pero
optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer un
guiño a lo políticamente correcto. Primero, porque en este país
la enseñanza elemental suele estar mayoritariamente a cargo del
sexo femenino (al menos tal es mi impresión: humillo la cerviz si
las estadísticas me desmienten); segundo, por una razón íntima
que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra (A
mi madre, mi primera maestra)
y
que quizá subyace, como ofrenda de amor, al propósito mismo de
escribirla.
En
lo tocante a la admiración, tampoco hay pretensión de halago
oportunista. Vaya por delante que tengo a maestras y maestros por el
gremio más necesario, más esforzado y generoso, más civilizador
de cuantos trabajamos para
cubrir las demandas de un Estado democrático.
Entre
los baremos básicos que pueden señalarse para
calibrar el desarrollo humanista de una sociedad, el primero es a mi
juicio el trato y la consideración que brinda a sus maestros
(el segundo puede ser su sistema penitenciario, que tanto tiene que
ver como reverso oscuro con el funcionamiento del anterior). En la
España del pasado reciente, por ejemplo, los
republicanos progresistas convirtieron a los maestros en
protagonistas de la regeneración social que intentaban llevar a
cabo, por lo que,consecuentemente, la represión franquista se cebó
especialmente con ellos, diezmándolos, para luego
imponer la aberrante mitología pseudoeducativa que ha reflejado con
tanta gracia Andrés Sopeña en su libro El florido pensil.
Actualmente
coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una
exclusiva hispánica— el hábito de
señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios e
insuficiencias culturales con la condescendiente
minusvaloración del papel social de maestras y maestros. ¿Que se
habla de la violencia juvenil, de la drogadicción, de la decadencia
de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.?
Inmediatamente salta el diagnóstico que sitúa —desde luego no
sin fundamento— en la escuela el campo de
batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya
dificilísimo erradicar.
Cualquiera
diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de
tan radical importancia son los profesionales a cuya preparación se
dedica más celo institucional, los mejor remunerados y
aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de
comunicación. Como bien sabemos, no es así. La opinión popular
(paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de
que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima
sociedad) da por supuesto que a maestro no se
dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente
inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya
posición socioeconómica ha de ser —¡así son las cosas, qué le
vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España
ese dicharacho aterrador de «pasar más hambre que un maestro de
escuela»... En los talking-shows televisivos o en las
tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro:¡para qué,
pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque
de vez en cuando se habla retóricamente de
dignificar el
magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y
caritativo), las mayores inversiones se da por
hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la
enseñanza superior debe contar con más recursos que la
enseñanza... ¿inferior?
Todo
esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son
algo así como «fracasados» deberían concluir entonces que la
sociedad democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque
todos los
demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos
apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación
artística o el debate racional de las cuestiones públicas
dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros.
¿Qué somos los catedráticos de universidad, los periodistas, los
artistas y escritores, incluso los políticos conscientes, más que
maestros de segunda que nada o muy poco podemos si no han
realizado bien su tarea los primeros maestros, que deben prepararnos
la clientela? Y
ante todo tienen que prepararlos para que disfruten de la conquista
cultural por excelencia, el sistema mismo de convivencia
democrática, que debe ser algo más que un conjunto de estrategias
electorales...
En
el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan
este libro—poco se habrá avanzado mientras
la enseñanza básica no sea prioritaria
en
inversión de recursos, en atención institucional y
también como centro del interés público. Hay que evitar el actual
círculo vicioso, que lleva de la baja valoración de la tarea de
los maestros a su ascética remuneración, de ésta a su escaso
prestigio social y por tanto a que los docentes más capacitados
huyan a niveles de enseñanza superior, lo que refuerza los
prejuicios que desvalorizan el magisterio, etc. Es
un tema demasiado serio para que lo abandonemos exclusivamente en
manos de los políticos, que no se ocuparán de él si no
lo suponen de interés urgente para su provecho electoral: también
aquí la sociedad civil debe reclamar la iniciativa y convertir la
escuela en «tema de moda» cuando llegue la hora de pergeñar
programas colectivos de futuro. Es preciso convencer a los políticos
de que sin una buena oferta escolar nunca lograrán el apoyo de los
votantes. En caso contrario, nadie podrá quejarse y no queda más
que resignarse a lo peor o despotricar en el vacío.
Por supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien dotadas se las arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como siempre ha ocurrido. Está muy extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la enseñanza escolar —salvo en sus aspectos más servilmente instrumentales— fracasa siempre. En tal naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Un político amigo mío al que confié mi obsesión por la importancia de la formación en los primeros años se mostró escéptico: «a ti de pequeño te dieron una educación religiosa y ahora ya ves:ateo perdido; no creo que las intenciones de los educadores cuenten finalmente mucho y hasta pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo (complementado por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo u otro) trae en su apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta ocasión que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar? Sin embargo esta convicción no impidió a Freud preferir el imposible gobierno inglés al de la Alemania nazi ni le hizo renunciar a su tarea como psicoanalista e instructor de psicoanalistas. Al igual que todo empeño humano —y la educación es sin duda el más humano y humanizador de todos, según luego veremos—, la tarea de educar tiene obvios límites y nunca cumple sino parte de sus mejores —¡o peores!— propósitos. Pero no creo que ello la convierta en una rutina superflua ni haga irrelevante su orientación ni el debate sobre los mejores métodos con que llevarla a cabo. Sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra un punto paradójico, pues da por supuesto que nosotros —los deficientemente educados— seremos capaces de educar bien. Si el condicionamiento educativo es tan importante, nosotros los maleducados (por ejemplo los que crecimos y estudiamos las primeras letras bajo una dictadura) estamos ya condenados de por vida a perpetuar las tergiversaciones en las que nos hemos formado; y si hemos logrado escapar al destino ideológico que nuestros maestros pretendieron imponernos, ello puede indicar que después de todo la educación no es asunto tan importante como suelen suponer los conductistas pedagógicos.
Katharine
Tait, en su delicioso libro My Father Bertrand Russell,
señala que su ilustre progenitor estaba paradójicamente convencido
por igual de la importancia de una buena educación para sus hijos y
de que él personalmente no había sido irrevocablemente sellado por
el rígido puritanismo de su formación infantil: «Puede que él
pudiera pensar que el adecuado condicionamiento de los niños
produciría el tipo de personas debido, pero ciertamente no se
consideraba a sí mismo como el inevitable resultado de su propio
condicionamiento.» Pues bien, creo necesario asumir resignadamente
esta eventual contradicción para seguir adelante con este libro. En
cualquier educación, por mala que sea, hay
los suficientes aspectos positivos como para despertar en quien la
ha recibido el deseo de hacerlo mejor con aquellos de los que luego
será responsable. La educación no es una fatalidad
irreversible y cualquiera puede reponerse de lo malo que había en
la suya, pero ello no implica que se vuelva indiferente ante la de
sus hijos, sino más bien todo lo contrario. Quizá
de una buena educación no siempre deriven buenos resultados,
lo mismo que un amor correspondido no siempre implica una vida
feliz: pero nadie me convencerá de que por tanto la una y el otro
no son preferibles a la doma oscurantista
o a la frustración del cariño...
Es cierto, sin embargo, que la educación parece haber estado perpetuamente en crisis en nuestro siglo, al menos si hemos de hacer caso a las insistentes voces de alarma que desde hace mucho nos previenen al respecto. Cuando ahora confiese, amiga mía, que este libro responde a mi preocupación por la crisis actual de la educación es probable que muchos se encojan de hombros: ese triste cuento ya lo hemos oído tantas veces... Aun así, creo que es posible señalar peculiaridades inquietantes en el estadio crítico que hoy atravesamos. Por decirlo con palabras de Juan Carlos Tedesco, cuyo libro El nuevo pacto educativo ha sido una de mis mejores ayudas a lo largo de estas páginas, la crisis de la educación ya no es lo que era: «No proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde efectivamente orientar sus acciones.» En efecto, el problema educativo ya no puede reducirse sencillamente al fracaso de un puñado de alumnos, por numeroso que sea, ni tampoco a que la escuela no cumpla como es debido las nítidas misiones que la comunidad le encomienda, sino que adopta un perfil previo y más ominoso: el desdibujamiento o la contradicción de esas mismas demandas.
¿Debe
la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o
formar hombres completos? ¿Ha
de potenciar la autonomía de cada
individuo, a menudo crítica y disidente, o la cohesión
social? ¿Debe desarrollar la originalidad
innovadora o mantener la identidad tradicional del grupo?
¿Atenderá a la eficacia práctica o apostará por el riesgo
creador? ¿Reproducirá el orden existente o instruirá a los
rebeldes que pueden derrocarlo? ¿Mantendrá una escrupulosa
neutralidad ante la pluralidad de opciones ideológicas, religiosas,
sexuales y otras diferentes formas de vida (drogas, televisión,
polimorfismo estético...) o se decantará por razonar
lo preferible y proponer modelos de excelencia? ¿Pueden
simultanearse todos estos objetivos o algunos de ellos resultan
incompatibles? En este último caso, ¿cómo y quién debe decidir
por cuáles optar? Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de
las anteriores hasta socavar sus cimientos: ¿hay obligación de
educar a todo el mundo de igual modo o debe haber diferentes tipos
de educación, según la clientela a la que se dirijan?, ¿es la
obligación de educar un asunto público o más bien
cuestión privada de cada cual?, ¿acaso existe obligación o tan
siquiera posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone que
la capacidad de aprender es universal? Pero vamos a ver: ¿por qué
ha de ser obligatorio educar? Etc., etc.
Cuando
el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la
fragilidad recelosa de las respuestas disponibles, quizá sea hora
de acudir a la filosofía. No tanto por afán dogmático de poner
pronto remedio al desconcierto sino para utilizar éste a favor
del pensamiento: hacernos
intelectualmente dignos de nuestras perplejidades es la única vía
para empezar a superarlas. Pero es que además el proyecto mismo de
la filosofía no puede desligarse de la cuestión pedagógica.
De vez en cuando, mis respetados maestros y colegas vuelven a
plantearse la cuestión de cuál sea el gran tema de la filosofía
actual: confieso que sus respuestas me dejan siempre notablemente
insatisfecho. Que si el retorno de la religión, que si la crisis de
los valores, que si los peligros de la técnica, que si el
enfrentamiento entre individualismo y comunitarismo...cuestiones
todas ellas muy adecuadas para ejercer el talento o para disimular
altisonantemente la carencia de él. Sin embargo el tema
de la educación, que engloba todos los anteriores y muchos otros
(obligando además a que aterricen
en
el quehacer social), casi nunca lo oigo mencionar como asunto
principal. Por
lo visto es algo demasiado sectorial, demasiado especializado,
demasiado funcional y modesto para suscitar la atención prioritaria
de los grandes especuladores de hoy... aunque no lo fuese para
muchos tampoco malos de los de ayer, como Montaigne,
Locke, Rousseau, Kant o Bertrand Russell. Incluso hubo uno, John
Dewey, que llegó a definir la filosofía como «teoría
general de la educación», incurriendo quizá en una exageración
pero no en un absurdo. En cualquier caso, mi opinión está más
cerca de esa hipérbole que de otras declamaciones aparentemente
sublimes que convierten a los filósofos en sacristanes o en
auxiliares de laboratorio [...]
Dos
últimas observaciones, la primera sobre el talante con que está
concebido este libro y la segunda sobre su título. El talante o
tono del libro, para empezar: supongo que será tachado,
probablemente con cierto implícito reproche, de optimista.
Respecto a casi todos mis libros se dice lo mismo, de modo que
no imaginaré que éste —¡precisamente éste!— vaya a
constituir una excepción. En un capítulo de otra obra mía (Ética
como amor propio) he explicado la
actitud de pesimismo ilustrado que considero más cuerda
y a la que los despistados suelen llamar «optimismo». Pero bueno,
qué más da. En efecto, no soy amigo de convertir la reflexión en
lamento. Mi
actitud, nada original desde los estoicos, es contraria a la queja:
si lo que nos ofende o preocupa es remediable debemos poner manos a
la obra y si no lo es resulta ocioso deplorarlo, porque este mundo
carece de libro de reclamaciones. Por otra parte, estoy convencido
de que tanto en nuestra época como en cualquier otra sobran
argumentos para considerarnos igualmente lejos del paraíso e
igualmente cerca del infierno. Ya sé que es
intelectualmente prestigioso denunciar la presencia siempre
abrumadora de los males de este mundo pero yo prefiero elucidar los
bienes difíciles como si pronto fueran a ser menos
escasos: es una forma de empezar a merecerlos y quizá a
conseguirlos...
En
el caso de un libro sobre la tarea de educar, empero, el optimismo
me parece de rigor: es decir, creo que es la única actitud
rigurosa. Veamos: tú misma, amiga maestra, y yo que también soy
profesor y cualquier otro docente podemos ser ideológica o
metafísicamente profundamente pesimistas. Podemos estar convencidos
de la omnipotente maldad o de la triste estupidez del sistema, de la
diabólica microfísica del poder, de la esterilidad a medio o largo
plazo de todo esfuerzo humano y de que «nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar, que es el morir». En fin: lo que sea,
siempre que sea descorazonador. Como individuos y como ciudadanos
tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de
la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos
antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos
queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la
enseñanza presupone el optimismo tal como la natación
exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse,
debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el
optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué
consiste la educación. Porque educar
es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de
aprender y en el deseo de saber que la anima, en que
hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias,hechos...) que
pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los
hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento.
De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en
privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste
la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero
pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo
es imprescindible para estudiarla... y para ejercerla. Los
pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros.
Y
aquí está la explicación también del título de mi libro.
Hablaré del valor de educar en el doble sentido de la palabra
«valor»: quiero decir que la
educación es valiosa y válida, pero también que es
un acto de coraje, un paso al frente de la valentía humana.
Cobardes o recelosos, abstenerse. Lo malo es que todos tenemos
miedos y recelos, sentimos desánimo e impotencia y por eso la
profesión de maestro —en el más amplio sentido del noble
término, en el más humilde también— es la tarea más sujeta a
quiebras psicológicas, a depresiones, a desalentada fatiga
acompañada por la sensación de sufrir abandono en una sociedad
exigente pero desorientada. De ahí nuevamente mi admiración por
vosotras y vosotros, amiga mía. Y mi preocupación por lo que os
—nos— debilita y desconcierta. Las páginas que siguen no
pretenden más que acompañar a quienes se lanzan valientemente a
este mar perplejo de la enseñanza y también suscitar en el resto
de la ciudadanía el necesario debate que a todos pueda ayudarnos.
El
valor de educar, Fernando Savater
![]() |
En
el mundo del interiorismo no hay nada que se le parezca a la cocina
de una abuela. La cocina de una abuela esconde tesoros que darían
para una tesis sociológica. Los hijos le regalan a la abuela
cafeteras eléctricas, cubos de basura con apartado de reciclaje o
una Thermomix, pero la abuela se resiste a tirar lo viejo. En cuanto
los hijos salen por la puerta, ella le pone un pañito de ganchillo a
los nuevos aparatos para que no cojan polvo y vuelve a usar los
viejos. La abuela recicla en el sentido
literal de la palabra. No tira nada. Las bolsas del
supermercado hacen las veces de bolsas de basura. Los botes de
cristal se usan para meter conservas. La abuela está feliz porque ha
descubierto que cuando se le acaba el litro de leche corta el cartón
de tetrabrik por el centro y en una mitad mete la ración de comida
que le ha sobrado y la otra mitad hace efectos de tapadera. Ya no
tiene ni que manchar los tupperware. La cocina de una abuela parece
un bazar. Hay cables que recorren el espacio de un lado a otro porque
la instalación eléctrica es vieja. En una repisa, se amontonan
todas las sorpresas de roscón que han ido apareciendo desde que
nacieron sus nietos; parejitas de novios que
adornaron tartas nupciales; palilleros de barro de algún
restaurante o esos pollos de cerámica que se regalan en los
bautizos. A los botes nuevos de cristal que le regaló su hija hay
que sumarles los antiguos de latón del Cola Cao. De unas perchitas
diminutas de la pared cuelgan: la bolsa del
pan; una bolsa de plástico del Mercadona en donde guarda pan duro
para rallar; el dispositivo que la comunica en el caso de
que sienta un desvanecimiento con el servicio de urgencias de
"mayores"; el móvil; unos paños
de cocina que sólo son de adorno y dos calendarios, el de 2011 y el
de 2002, que no tiró en su día y hasta hoy. En un rincón
que quedaba libre su hijo le colocó una televisión que les sobraba
cuando ellos pusieron la extraplana. La tele tiene tanto fondo y se
la han colgado tan arriba que parece la tele de un bar. La abuela se
coloca enfrente de la pantalla a la hora de la cena y cuando acaba
siente un agudo pinchazo en las cervicales. Para
el día, prefiere la radio, está mal sintonizada y tiene un
esparadrapo sujetando la tapa de las pilas, pero y qué, la puede
llevar de un cuarto a otro. Cuando vienen sus hijos tratan
de tirarle cosas que según ellos están inservibles. La cafeterilla
con el asa rota, por ejemplo. Pero por qué tirarla, se pregunta, si
ella se las apaña para agarrarla con un trapo sin quemarse. Cuando
vienen sus nietos le trastean por todas partes. Les gusta rastrear su
niñez que aún anda entre los cajones, porque ella no ha tirado
nada, ni una foto de comunión, ni un trabajo manual del colegio, ni
un muñeco de Bola de Dragón.
Antropología pura. En uno de esos cajones de cocina está
el cambio social de España de los últimos treinta años. ¿Dónde
están los periodistas, los poetas, los novelistas que no andan
hurgando en los cajones? Sus nietos revuelven y se van otra vez. Y
ella se queda, melancólica y aliviada a la vez. Pienso
que quien no se haya sentado a hablar alguna vez en una de estas
cocinas no está capacitado para conocer la esencia del país.
Pero de qué país. ¿De España, de
cualquier rincón en el mediterráneo? Eso
hubiera pensado de no haber visto Poetry,
la película del coreano Lee
Chan-dong. La abuela de esta
película quiere aprender a escribir poesía y asiste a las clases de
un centro cultural de su barrio. El barrio es como cualquier barrio
periférico de una ciudad de provincias española. La abuela como
cualquiera de las nuestras. Una de esas abuelas que trata de
recuperar el tiempo perdido, que muy a su pesar se enfrenta con un
nieto adolescente difícil e ingobernable, que ha de hacer frente a
un alzhéimer que comienza a desdibujarle el rastro de las palabras
que definen el mundo. Ella no sabe dónde está la poesía. No
sabe que la poesía de su vida, más que en las hojas del árbol o en
la brisa, está en esa cocina, tan poderosamente suya y tan nuestra
también, porque es conmovedor cómo podría ser la cocina que acabo
de describir, la de cualquier anciana española que
prepara la comida a su nieto, guarda objetos inservibles y trata de
mantener una existencia pulcra y digna. Hacía tiempo que no veía
una película que me conmoviera así. Las ciudades occidentales se
nos han ido llenando en los últimos años de restaurantes exóticos
y hemos pensado, ilusos, que a través de ellos conocíamos China,
Corea, Vietnam o esos países árabes que ahora nos muestran anhelos
tan similares a los nuestros. Tras el velo de la multiculturalidad,
tras el colorido de la diferencia, creíamos vislumbrar algo de un
mundo ajeno. Y todo era mucho más simple. La cocina de la abuela que
interpreta la actriz Yoon
Jeong-Hee se parece a la cocina de una de nuestras
abuelas: el mismo amontonamiento y el mismo primor en unos escasos
metros cuadrados; el mismo sentirse
sobrepasada por la educación de un nieto; el mismo deseo de
recuperar lo que la vida le ha escatimado. De pronto,
gracias a la puerta que abre el cine a una historia particular todo
se nos vuelve cercano. Claro que hay cineastas o
escritores en España que jamás se sentarían en una cocina como
esa. Y se les nota.
Cosas
de abuelas, Elvira Lindo [El País, 27 de febrero de 2011]
A
la niña que sonríe a la cámara le quedan pocos meses para dejar de
serlo. Conozco su futuro de tal forma que me acongoja no poder evitar
lo que se le vendrá encima. Sonríe al fotógrafo profesional que ha
ido a casa para sacar unas fotos de familia a las que añadirá en un
montaje precario la imagen yeyé de la Virgen María, San José y el
Niño para felicitar las Pascuas. Es el
primer año que no van a ir al pueblo por Navidad, pero
los padres quieren estar presentes encima de los televisores de las
casas de los tíos. A la niña le hubiera gustado ir como todos los
años a vivir la Nochebuena y la Nochevieja al calor del horno de su
tío panadero. La niña, expansiva, gregaria, encuentra su hábitat
natural rodeada de cincuenta personas entre tíos y primos, en esas
veladas en las que los niños cantan hasta quedar roncos, corren de
madrugada por las calles heladoras del pueblo y se acurrucan bajo
siete mantas susurrando al oído de los primos un último secreto
antes de ser derrotados por el sueño. La
niña aún no entiende enteramente la nostalgia con la que su madre
vive el estar lejos de los suyos, pero a veces se siente contagiada
por el mal de la melancolía inexplicable. La melancolía
es una sombra aún débil en su carácter. La niña es de sonrisa
fácil. La sonrisa le sube el rostro alargado hacia arriba y sólo
los ojos permanecen tozudamente inclinados hacia abajo, como
anunciando la doble naturaleza de un temperamento inestable. La niña
tiene una serie de recuerdos difusos sobre su pequeño pasado. Se
mezclan los paisajes de los lugares en los que ha vivido y la
conformidad ante la idea de que la vida es un llegar para irse y que
uno debe adaptarse pronto y sin protestar a nuevas casas y nuevos
acentos. La niña tiene ahora un acento mallorquín, lo ha adquirido
en pocos meses y ahora no podría imaginar una vida fuera de la isla.
Parece que siempre ha bajado, como ahora baja, al colmado del señor
Jaume para que le prepare todas las tardes un bocadillo de sobrasada
y aceitunas. A su mejor amiga de la calle le
falta un brazo y lleva uno que parece el de la Virgen María.
A veces juegan al corro y la niña entiende que por fidelidad habrá
de tomar la mano de estatua de su amiga. El alma de la niña se agita
en esos momentos con miedo y compasión. Como si fuera un regalo, la
amiga le enseña el muñón y la niña lo toca. Toca el fruncido de
muñeca de tela que forma la piel al final del hombro. La niña
soñará durante muchas noches que los brazos se le caen al suelo
como cae la fruta madura del árbol. Ésta
es sin duda la tragedia más palpable que ha vivido la niña.
Esto, la melancolía de su madre y una cierta ansiedad que le lleva a
tener algunas manías, como rascar las paredes, guiñar los ojos o
arrancarse la vacuna del cólera hasta provocar una infección que ha
traído al practicante a casa. Manías que van y vuelven, que
torturan y avergüenzan. Manías que se agudizan cada vez que su
madre pronuncia la palabra manía.
Un
día, la debilidad emocional de su madre
toma un nombre concreto: corazón. El corazón no late a
su debido ritmo y eso es lo que provoca en la madre llantos sin
motivo. Ese órgano misterioso que está detrás del pecho izquierdo
sobre el que la niña, aun siendo ya grande para estar en brazos, se
queda dormida muchas noches, provocando la burla de sus hermanos
mayores. Es el corazón el culpable de que la madre tenga que irse a
un médico de la Península. La madre nunca se ha marchado de casa,
así que la niña vive de pronto una
orfandad anticipada, un ensayo. Apenas habla con la madre
por teléfono porque está muy débil y se emociona, dice la tía.
Ya habrá tiempo. El tiempo pasa, pasa como un galgo y se lleva dos
meses por delante hasta que el padre anuncia que ha llegado el
momento de ir a verla a Madrid.
Es
una tarde larga del comienzo de la primavera. El piso es nuevo,
iluminado ahora por la última luz de la tarde, apenas amueblado y
lleno de gente. Son esos mismos tíos y primos que beben y cantan en
el horno por Navidad. Pero ahora hablan bajo, como se habla en los
velatorios o en misa. Están por todas partes. En la cocina las
mujeres andan preparando la cena, en el salón los hombres fuman, en
el pasillo unos van y vienen. La niña
presiente el final de una vida, la suya como niña.
Quisiera no entrar en el cuarto, preferiría esperar a su madre en
la isla, que su vuelta no estuviera sometida a la emoción del
regreso, verla sin más, acodada en la ventana, vigilando su vuelta
del colegio. La niña se resiste a entrar pero la mano firme del
padre la sitúa delante de la cama. La
mujer que la niña ve allí no es la madre.
La
madre era una mujer alta, con el pecho generoso y elevado de las
madres, ese pecho para hundir el desconsuelo cuando te han pegado,
el pecho contra el que estamparse para sofocar la rabia. La madre
llevaba peinados cardados, tenía el pelo castaño y los ojos vivos
y pequeños, la sonrisa redonda, de dientes grandes y muy blancos.
La madre tenía una voz dulce, susurrante y entonada con la que
cantaba boleros en la cocina. No, no es
ella. La mujer que yace en la cama tiene el color de los
aparecidos, la piel amarilla. La mano amarilla que se alza
temblorosa con la intención de tocarle la cara a la niña. La niña
debería darle a la mujer extraña el consuelo de un abrazo tanto
tiempo esperado. Eso debería haber hecho, pero se queda a los pies
de la cama, incapaz de no sentir un rencor infundado.
Una
de las tías pierde la paciencia. Besa a tu madre, dice. La cabeza
de la niña acerca reticente su cabeza a la cabeza de pelo blanco de
la mujer que más que hablar solloza. "Hija mía, hija mía".
La niña apoya una mano sobre su cuerpo y toca algo duro y picudo.
Le cuesta advertir que aquello es la cadera. La cadera que ella
conocía, la cadera carnal y redonda ya no existe. Los
hermanos también están allí, de pie, parados ante la imagen de la
desconocida. Una de las tías, con esa disposición que podría
parecer frialdad a quien no supiera que el amor se manifiesta
también amortajando parientes y limpiando moribundos,
baja la sábana y abre el camisón de aquella anciana de cuarenta
y dos años que lejanamente recuerda a la madre. Miradla,
pobrecica, mirad lo que ha tenido que pasar. Una cicatriz
gorda y roja recorre de arriba abajo el pecho agitado de la mujer,
un ciempiés con mil patas negras a los lados que se ondula o se
encoge de pronto, según la enferma, con un hilo de voz, pronuncia
los nombres de sus cuatro hijos y los mira con ojos espantados desde
un mundo que no es el de los vivos. Ahora
tenéis que cuidarla, dice alguien. La niña, al oírlo, alberga los
dos sentimientos que ya no habrán de abandonarla nunca, el de la
responsabilidad y el de la amenaza. La responsabilidad es
una presión en el pecho, la amenaza de la muerte el apretón de una
garra en la nuca.
La
noche entra en el cuarto. Nadie da la luz. Los adultos entran a
despedirse, acarician la frente a la enferma, murmuran algún último
consejo. Las hermanas se quedan sentadas en la otra cama, en
silencio, sabiendo que la madre desea tenerlas cerca. Se
acuestan y la hermana mayor abraza a la niña, que trata inútilmente
de reprimir el llanto. No llores, no llores. La mujer respira y
solloza, dice cosas que ellas no pueden entender. Cuando
el cansancio va ganando a la pena y la habitación queda en
silencio, un pequeño ruido va tomando forma. Es rítmico como el
tictac de un reloj pero de una naturaleza distinta. Cambia su
velocidad a cada momento, como si respondiera a un compás
caprichoso. La niña se levanta y, tal y como ha visto hacer tantas
veces esa tarde, moja el pico del pañuelo en el vaso de agua y se
lo pasa a la mujer por los labios. Gracias, hija mía. La voz en la
oscuridad es deliciosamente familiar, como si el hecho de no ver la
cara amarilla de pómulos hundidos ayudara a devolver la presencia
del ser querido. Es el corazón, dice la madre, lo que suena es mi
corazón, no te asustes. Lo dice como si ella misma tuviera que
habituarse a ese sonido que parece estar certificando a cada
instante su precaria presencia en el mundo, sus días de más que
son una resta del futuro que no va a tener. Tengo mucho calor, dice.
La hermana se levanta para retirarle la colcha y las dos, la niña y
la hermana adolescente, se quedan de pie, mirándola sin verla,
escuchando el corazón, dispuestas desde entonces a hacer lo posible
por mantener ese latido en el mundo. La niña, igual que acepta el
desafío de una nueva ciudad o un nuevo acento, acepta
que sus días de infancia están contados, y de la manera
voluntariosa y poco argumentada con que los niños sensibles se
hacen grandes propósitos, pasa el dedo índice por la cabeza del
enorme ciempiés que duerme sobre el cuello de la anciana, que al
tacto de la caricia vuelve a convertirse en su madre.
Corazón
abierto, Elvira Lindo [El País, 30 de agosto de 2006]
Maravilloso.
No se puede describir con mayor maestría situación y sentimientos. Este artículo tiene una fuerza
arrolladora y una profunda intensidad emocional. Ya no entro en cómo
está escrito. Me he sentido en su piel e intentaré explicar la
razón. Antonia Garrido, la madre de Elvira Lindo falleció cuando
ésta tenía dieciséis años (1978). Cuando yo contaba esa misma edad (1990),
falleció mi abuela materna. Mi abuela ocupaba entonces un lugar
extraordinariamente importante en mi vida y era, además, el centro
de su familia. No exagero al decir que todo pivotaba en torno
a ella. Bien, pues he recordado, fundamentalmente dos momentos: la
visita que realicé al hospital -nuestra despedida- donde yo
era consciente de que no iba a volver a verla y muy presumiblemente
ella también; y la tarde que la acompañé al médico, cuando la
enfermedad le plantó cara. Teníamos que recorrer a pie un trayecto
de unos 500 metros hasta llegar a la consulta del médico, y hubo
momentos en los que ella tuvo que apoyarse en mí. Esa misma tarde se
celebraba un funeral y me pidió que modificáramos el
recorrido para no pasar por delante de la iglesia y encontrarnos con
el cortejo. Ella no deseaba que nadie la viera así. A decir verdad, era tan coqueta que nunca se quejaba y procuraba que nadie se diera cuenta de su dolor.
Hasta
la visita al médico, yo no había advertido la gravedad. Mi abuela
acababa de cumplir 64 años. Al regreso, pasamos directamente a
recoger el tratamiento prescrito en la Farmacia, donde trabajaba mi
tía.
El
contraste entre el despreocupado y alegre recibimiento de mi tía y
lo que acababa de vivir me hizo darme cuenta de que todos teníamos
los ojos vendados o vivíamos de espaldas a esa realidad.
Cuando
mi hermano, unos días más tarde (no sé cuántos) le puso nombre y rostro a la enfermedad, sobresaltado, incrédulo, yo estaba en la cocina de nuestra
casa y era pasado el mediodía (yo iba al Instituto por las tardes).
Sería la hora de almorzar porque me veo delante de la freidora pero
no sé lo que estoy haciendo allí. Mi hermano vino a confirmarme el
diagnóstico, lo que yo ya estaba tratando de asimilar desde que ví
la cara del médico y escuché su parecer.
Tuvo
más peso lo que no dijo y cómo lo dijo que lo que sacamos en claro
al abandonar la consulta.
Ser
cómplice de mi abuela en su padecimiento y ser testigo del examen de
D. Emilio fueron un ensayo, una premonición de lo que iba a ocurrir.
Esos días me “ayudaron” a prepararme.
Fue
mi primera experiencia con la muerte de un modo directo. Tampoco era
capaz de prever sus consecuencias una vez ocurrido el desenlace.
Apenas
uno o dos meses después del fallecimiento de mi abuela, mi madre me
dió la noticia del estado crítico de un chico muy joven, también del pueblo,
tenía veintiséis, era el hermano de Rocío, una amiga de la pandilla con el que yo
había estrechado un poco más la amistad desde hacía dos veranos.
La última vez que nos encontramos, el día de Nochevieja, él me había presentado a su novia y se había
despedido de mí (entonces ya estaba muy enfermo) pero yo no había
sabido interpretar su mensaje. Me veo escribiéndole una carta
sabiendo que él ya no la podría leer.
Uno piensa que estará preparado y advertirá las señales caso de que vuelva a producirse una experiencia similar. En mi caso no fue así.
Nueve años más tarde me veo acompañando a mi tía al ginecólogo. Esta vez nos llevaba mi otra tía, que estaba en el pueblo porque eran las vacaciones de verano. La siguiente visita, al especialista. Esta vez nos llevó su marido.
La tarde que fueron a recoger los resultados, yo había salido con mi novio.
Cuando regresé, ya de noche, me encontré la pared de la cochera de su vehículo completamente desconchada y el faro y la parte delantera del coche, dañados.
Ahí empecé a vivir de nuevo algo para lo que yo no estaba preparada. Mi tía tenía sólo 45 años cuando le diagnosticaron la enfermedad.
Supongo que escribo sobre esto porque ha tenido y tiene un impacto enorme en mi vida.
También porque me ayuda a ordenar mis ideas y a recordarlo. A enfrentarme a ello. Con tal de no sentirme sola. No sé si a alguien más le pasa. Cuando pienso en ellas me siento bien acompañada.
Uno piensa que estará preparado y advertirá las señales caso de que vuelva a producirse una experiencia similar. En mi caso no fue así.
Nueve años más tarde me veo acompañando a mi tía al ginecólogo. Esta vez nos llevaba mi otra tía, que estaba en el pueblo porque eran las vacaciones de verano. La siguiente visita, al especialista. Esta vez nos llevó su marido.
La tarde que fueron a recoger los resultados, yo había salido con mi novio.
Cuando regresé, ya de noche, me encontré la pared de la cochera de su vehículo completamente desconchada y el faro y la parte delantera del coche, dañados.
Ahí empecé a vivir de nuevo algo para lo que yo no estaba preparada. Mi tía tenía sólo 45 años cuando le diagnosticaron la enfermedad.
Supongo que escribo sobre esto porque ha tenido y tiene un impacto enorme en mi vida.
También porque me ayuda a ordenar mis ideas y a recordarlo. A enfrentarme a ello. Con tal de no sentirme sola. No sé si a alguien más le pasa. Cuando pienso en ellas me siento bien acompañada.
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