sábado, 10 de octubre de 2015

Alles über Eva

Tu voz precisa y entonada de lectora, la que yo más he amado, es la última que aún se resiste a abandonarte. Ninguna madre tiene derecho a quejarse de que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes si ella no ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me leías a mí...incluso mucho después de que supiese ya leer perfectamente, sólo por darme gusto. No hay cosa que más deteste ahora que verme obligado a soportar una lectura de poemas o un capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente por su autor o una conferencia leída (que frente a una espontáneamente recitada es algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar de tomar alimentos frescos): pero si tú aún pudieras leer para mí cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me acostaría a escucharte como cuando tenía fiebre. Para siempre.
Mira por dónde. Autobiografía razonada, Fernando Savater, 2003, p. 47

CARTA A UNA MAESTRA


Permíteme, querida amiga, que inicie este libro dirigiéndome a ti para rendirte tributo de admiración y para encomendarte el destino de estas páginas. Te llamo «amiga» y bien puedes ser desde luego «amigo», pues a todos y cada uno de los maestros me refiero: pero optar por el femenino en esta ocasión es algo más que hacer un guiño a lo políticamente correcto. Primero, porque en este país la enseñanza elemental suele estar mayoritariamente a cargo del sexo femenino (al menos tal es mi impresión: humillo la cerviz si las estadísticas me desmienten); segundo, por una razón íntima que queda aclarada suficientemente con la dedicatoria de la obra (A mi madre, mi primera maestra) y que quizá subyace, como ofrenda de amor, al propósito mismo de escribirla.
En lo tocante a la admiración, tampoco hay pretensión de halago oportunista. Vaya por delante que tengo a maestras y maestros por el gremio más necesario, más esforzado y generoso, más civilizador de cuantos trabajamos para cubrir las demandas de un Estado democrático.
Entre los baremos básicos que pueden señalarse para calibrar el desarrollo humanista de una sociedad, el primero es a mi juicio el trato y la consideración que brinda a sus maestros (el segundo puede ser su sistema penitenciario, que tanto tiene que ver como reverso oscuro con el funcionamiento del anterior). En la España del pasado reciente, por ejemplo, los republicanos progresistas convirtieron a los maestros en protagonistas de la regeneración social que intentaban llevar a cabo, por lo que,consecuentemente, la represión franquista se cebó especialmente con ellos, diezmándolos, para luego imponer la aberrante mitología pseudoeducativa que ha reflejado con tanta gracia Andrés Sopeña en su libro El florido pensil.
Actualmente coexiste en este país —y creo que el fenómeno no es una exclusiva hispánica— el hábito de señalar la escuela como correctora necesaria de todos los vicios e insuficiencias culturales con la condescendiente minusvaloración del papel social de maestras y maestros. ¿Que se habla de la violencia juvenil, de la drogadicción, de la decadencia de la lectura, del retorno de actitudes racistas, etc.? Inmediatamente salta el diagnóstico que sitúa —desde luego no sin fundamento— en la escuela el campo de batalla oportuno para prevenir males que más tarde es ya dificilísimo erradicar.
Cualquiera diría por lo tanto que los encargados de esa primera enseñanza de tan radical importancia son los profesionales a cuya preparación se dedica más celo institucional, los mejor remunerados y aquellos que merecen la máxima audiencia en los medios de comunicación. Como bien sabemos, no es así. La opinión popular (paradójicamente sostenida por las mismas personas convencidas de que sin una buena escuela no puede haber más que una malísima sociedad) da por supuesto que a maestro no se dedica sino quien es incapaz de mayores designios, gente inepta para realizar una carrera universitaria completa y cuya posición socioeconómica ha de ser —¡así son las cosas, qué le vamos a hacer!— necesariamente ínfima. Incluso existe en España ese dicharacho aterrador de «pasar más hambre que un maestro de escuela»... En los talking-shows televisivos o en las tertulias radiofónicas rara vez se invita a un maestro:¡para qué, pobrecillos! Y cuando se debaten presupuestos ministeriales, aunque de vez en cuando se habla retóricamente de dignificar el magisterio (un poco con cierto tonillo entre paternal y caritativo), las mayores inversiones se da por hecho que deben ser para la enseñanza superior. Claro, la enseñanza superior debe contar con más recursos que la enseñanza... ¿inferior?
Todo esto es un auténtico disparate. Quienes asumen que los maestros son algo así como «fracasados» deberían concluir entonces que la sociedad democrática en que vivimos es también un fracaso. Porque todos los demás que intentamos formar a los ciudadanos e ilustrarlos, cuantos apelamos al desarrollo de la investigación científica, la creación artística o el debate racional de las cuestiones públicas dependemos necesariamente del trabajo previo de los maestros. ¿Qué somos los catedráticos de universidad, los periodistas, los artistas y escritores, incluso los políticos conscientes, más que maestros de segunda que nada o muy poco podemos si no han realizado bien su tarea los primeros maestros, que deben prepararnos la clientela? Y ante todo tienen que prepararlos para que disfruten de la conquista cultural por excelencia, el sistema mismo de convivencia democrática, que debe ser algo más que un conjunto de estrategias electorales...
En el campo educativo —ésta es una de las convicciones que sustentan este libro—poco se habrá avanzado mientras la enseñanza básica no sea prioritaria en inversión de recursos, en atención institucional y también como centro del interés público. Hay que evitar el actual círculo vicioso, que lleva de la baja valoración de la tarea de los maestros a su ascética remuneración, de ésta a su escaso prestigio social y por tanto a que los docentes más capacitados huyan a niveles de enseñanza superior, lo que refuerza los prejuicios que desvalorizan el magisterio, etc. Es un tema demasiado serio para que lo abandonemos exclusivamente en manos de los políticos, que no se ocuparán de él si no lo suponen de interés urgente para su provecho electoral: también aquí la sociedad civil debe reclamar la iniciativa y convertir la escuela en «tema de moda» cuando llegue la hora de pergeñar programas colectivos de futuro. Es preciso convencer a los políticos de que sin una buena oferta escolar nunca lograrán el apoyo de los votantes. En caso contrario, nadie podrá quejarse y no queda más que resignarse a lo peor o despotricar en el vacío.

Por supuesto, también podemos confiar en que las individualidades bien dotadas se las arreglarán para superar sus deficiencias educativas, como siempre ha ocurrido. Está muy extendido cierto fatalismo que asume como un mal necesario que la enseñanza escolar —salvo en sus aspectos más servilmente instrumentales— fracasa siempre. En tal naufragio generalizado, cada cual sale a flote como puede. Un político amigo mío al que confié mi obsesión por la importancia de la formación en los primeros años se mostró escéptico: «a ti de pequeño te dieron una educación religiosa y ahora ya ves:ateo perdido; no creo que las intenciones de los educadores cuenten finalmente mucho y hasta pueden resultar contraproducentes». Este pesimismo educativo (complementado por la fe optimista en que quienes lo merezcan se salvarán de un modo u otro) trae en su apoyo aliados de lujo: ¿no fue el propio Freud quien aseguró en cierta ocasión que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar? Sin embargo esta convicción no impidió a Freud preferir el imposible gobierno inglés al de la Alemania nazi ni le hizo renunciar a su tarea como psicoanalista e instructor de psicoanalistas. Al igual que todo empeño humano —y la educación es sin duda el más humano y humanizador de todos, según luego veremos—, la tarea de educar tiene obvios límites y nunca cumple sino parte de sus mejores —¡o peores!— propósitos. Pero no creo que ello la convierta en una rutina superflua ni haga irrelevante su orientación ni el debate sobre los mejores métodos con que llevarla a cabo. Sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra un punto paradójico, pues da por supuesto que nosotros —los deficientemente educados— seremos capaces de educar bien. Si el condicionamiento educativo es tan importante, nosotros los maleducados (por ejemplo los que crecimos y estudiamos las primeras letras bajo una dictadura) estamos ya condenados de por vida a perpetuar las tergiversaciones en las que nos hemos formado; y si hemos logrado escapar al destino ideológico que nuestros maestros pretendieron imponernos, ello puede indicar que después de todo la educación no es asunto tan importante como suelen suponer los conductistas pedagógicos.
Katharine Tait, en su delicioso libro My Father Bertrand Russell, señala que su ilustre progenitor estaba paradójicamente convencido por igual de la importancia de una buena educación para sus hijos y de que él personalmente no había sido irrevocablemente sellado por el rígido puritanismo de su formación infantil: «Puede que él pudiera pensar que el adecuado condicionamiento de los niños produciría el tipo de personas debido, pero ciertamente no se consideraba a sí mismo como el inevitable resultado de su propio condicionamiento.» Pues bien, creo necesario asumir resignadamente esta eventual contradicción para seguir adelante con este libro. En cualquier educación, por mala que sea, hay los suficientes aspectos positivos como para despertar en quien la ha recibido el deseo de hacerlo mejor con aquellos de los que luego será responsable. La educación no es una fatalidad irreversible y cualquiera puede reponerse de lo malo que había en la suya, pero ello no implica que se vuelva indiferente ante la de sus hijos, sino más bien todo lo contrario. Quizá de una buena educación no siempre deriven buenos resultados, lo mismo que un amor correspondido no siempre implica una vida feliz: pero nadie me convencerá de que por tanto la una y el otro no son preferibles a la doma oscurantista o a la frustración del cariño...

Es cierto, sin embargo, que la educación parece haber estado perpetuamente en crisis en nuestro siglo, al menos si hemos de hacer caso a las insistentes voces de alarma que desde hace mucho nos previenen al respecto. Cuando ahora confiese, amiga mía, que este libro responde a mi preocupación por la crisis actual de la educación es probable que muchos se encojan de hombros: ese triste cuento ya lo hemos oído tantas veces... Aun así, creo que es posible señalar peculiaridades inquietantes en el estadio crítico que hoy atravesamos. Por decirlo con palabras de Juan Carlos Tedesco, cuyo libro El nuevo pacto educativo ha sido una de mis mejores ayudas a lo largo de estas páginas, la crisis de la educación ya no es lo que era: «No proviene de la deficiente forma en que la educación cumple con los objetivos sociales que tiene asignados, sino que, más grave aún, no sabemos qué finalidades debe cumplir y hacia dónde efectivamente orientar sus acciones.» En efecto, el problema educativo ya no puede reducirse sencillamente al fracaso de un puñado de alumnos, por numeroso que sea, ni tampoco a que la escuela no cumpla como es debido las nítidas misiones que la comunidad le encomienda, sino que adopta un perfil previo y más ominoso: el desdibujamiento o la contradicción de esas mismas demandas.
¿Debe la educación preparar aptos competidores en el mercado laboral o formar hombres completos? ¿Ha de potenciar la autonomía de cada individuo, a menudo crítica y disidente, o la cohesión social? ¿Debe desarrollar la originalidad innovadora o mantener la identidad tradicional del grupo? ¿Atenderá a la eficacia práctica o apostará por el riesgo creador? ¿Reproducirá el orden existente o instruirá a los rebeldes que pueden derrocarlo? ¿Mantendrá una escrupulosa neutralidad ante la pluralidad de opciones ideológicas, religiosas, sexuales y otras diferentes formas de vida (drogas, televisión, polimorfismo estético...) o se decantará por razonar lo preferible y proponer modelos de excelencia? ¿Pueden simultanearse todos estos objetivos o algunos de ellos resultan incompatibles? En este último caso, ¿cómo y quién debe decidir por cuáles optar? Y otras preguntas se abren, por debajo incluso de las anteriores hasta socavar sus cimientos: ¿hay obligación de educar a todo el mundo de igual modo o debe haber diferentes tipos de educación, según la clientela a la que se dirijan?, ¿es la obligación de educar un asunto público o más bien cuestión privada de cada cual?, ¿acaso existe obligación o tan siquiera posibilidad de educar a cualquiera, lo cual presupone que la capacidad de aprender es universal? Pero vamos a ver: ¿por qué ha de ser obligatorio educar? Etc., etc.
Cuando el número de preguntas y su radicalidad arrollan patentemente la fragilidad recelosa de las respuestas disponibles, quizá sea hora de acudir a la filosofía. No tanto por afán dogmático de poner pronto remedio al desconcierto sino para utilizar éste a favor del pensamiento: hacernos intelectualmente dignos de nuestras perplejidades es la única vía para empezar a superarlas. Pero es que además el proyecto mismo de la filosofía no puede desligarse de la cuestión pedagógica. De vez en cuando, mis respetados maestros y colegas vuelven a plantearse la cuestión de cuál sea el gran tema de la filosofía actual: confieso que sus respuestas me dejan siempre notablemente insatisfecho. Que si el retorno de la religión, que si la crisis de los valores, que si los peligros de la técnica, que si el enfrentamiento entre individualismo y comunitarismo...cuestiones todas ellas muy adecuadas para ejercer el talento o para disimular altisonantemente la carencia de él. Sin embargo el tema de la educación, que engloba todos los anteriores y muchos otros (obligando además a que aterricen en el quehacer social), casi nunca lo oigo mencionar como asunto principal. Por lo visto es algo demasiado sectorial, demasiado especializado, demasiado funcional y modesto para suscitar la atención prioritaria de los grandes especuladores de hoy... aunque no lo fuese para muchos tampoco malos de los de ayer, como Montaigne, Locke, Rousseau, Kant o Bertrand Russell. Incluso hubo uno, John Dewey, que llegó a definir la filosofía como «teoría general de la educación», incurriendo quizá en una exageración pero no en un absurdo. En cualquier caso, mi opinión está más cerca de esa hipérbole que de otras declamaciones aparentemente sublimes que convierten a los filósofos en sacristanes o en auxiliares de laboratorio [...]

Dos últimas observaciones, la primera sobre el talante con que está concebido este libro y la segunda sobre su título. El talante o tono del libro, para empezar: supongo que será tachado, probablemente con cierto implícito reproche, de optimista. Respecto a casi todos mis libros se dice lo mismo, de modo que no imaginaré que éste —¡precisamente éste!— vaya a constituir una excepción. En un capítulo de otra obra mía (Ética como amor propio) he explicado la actitud de pesimismo ilustrado que considero más cuerda y a la que los despistados suelen llamar «optimismo». Pero bueno, qué más da. En efecto, no soy amigo de convertir la reflexión en lamento. Mi actitud, nada original desde los estoicos, es contraria a la queja: si lo que nos ofende o preocupa es remediable debemos poner manos a la obra y si no lo es resulta ocioso deplorarlo, porque este mundo carece de libro de reclamaciones. Por otra parte, estoy convencido de que tanto en nuestra época como en cualquier otra sobran argumentos para considerarnos igualmente lejos del paraíso e igualmente cerca del infierno. Ya sé que es intelectualmente prestigioso denunciar la presencia siempre abrumadora de los males de este mundo pero yo prefiero elucidar los bienes difíciles como si pronto fueran a ser menos escasos: es una forma de empezar a merecerlos y quizá a conseguirlos...
En el caso de un libro sobre la tarea de educar, empero, el optimismo me parece de rigor: es decir, creo que es la única actitud rigurosa. Veamos: tú misma, amiga maestra, y yo que también soy profesor y cualquier otro docente podemos ser ideológica o metafísicamente profundamente pesimistas. Podemos estar convencidos de la omnipotente maldad o de la triste estupidez del sistema, de la diabólica microfísica del poder, de la esterilidad a medio o largo plazo de todo esfuerzo humano y de que «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir». En fin: lo que sea, siempre que sea descorazonador. Como individuos y como ciudadanos tenemos perfecto derecho a verlo todo del color característico de la mayor parte de las hormigas y de gran número de teléfonos antiguos, es decir, muy negro. Pero en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas, ¡ay! Y es que la enseñanza presupone el optimismo tal como la natación exige un medio líquido para ejercitarse. Quien no quiera mojarse, debe abandonar la natación; quien sienta repugnancia ante el optimismo, que deje la enseñanza y que no pretenda pensar en qué consiste la educación. Porque educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias,hechos...) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento. De todas estas creencias optimistas puede uno muy bien descreer en privado, pero en cuanto intenta educar o entender en qué consiste la educación no queda más remedio que aceptarlas. Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla... y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros.
Y aquí está la explicación también del título de mi libro. Hablaré del valor de educar en el doble sentido de la palabra «valor»: quiero decir que la educación es valiosa y válida, pero también que es un acto de coraje, un paso al frente de la valentía humana. Cobardes o recelosos, abstenerse. Lo malo es que todos tenemos miedos y recelos, sentimos desánimo e impotencia y por eso la profesión de maestro —en el más amplio sentido del noble término, en el más humilde también— es la tarea más sujeta a quiebras psicológicas, a depresiones, a desalentada fatiga acompañada por la sensación de sufrir abandono en una sociedad exigente pero desorientada. De ahí nuevamente mi admiración por vosotras y vosotros, amiga mía. Y mi preocupación por lo que os —nos— debilita y desconcierta. Las páginas que siguen no pretenden más que acompañar a quienes se lanzan valientemente a este mar perplejo de la enseñanza y también suscitar en el resto de la ciudadanía el necesario debate que a todos pueda ayudarnos.
El valor de educar, Fernando Savater

Jeong-hie Yun's Mija in Chang-dong Lee's Poetry (Shi, 2010)
En el mundo del interiorismo no hay nada que se le parezca a la cocina de una abuela. La cocina de una abuela esconde tesoros que darían para una tesis sociológica. Los hijos le regalan a la abuela cafeteras eléctricas, cubos de basura con apartado de reciclaje o una Thermomix, pero la abuela se resiste a tirar lo viejo. En cuanto los hijos salen por la puerta, ella le pone un pañito de ganchillo a los nuevos aparatos para que no cojan polvo y vuelve a usar los viejos. La abuela recicla en el sentido literal de la palabra. No tira nada. Las bolsas del supermercado hacen las veces de bolsas de basura. Los botes de cristal se usan para meter conservas. La abuela está feliz porque ha descubierto que cuando se le acaba el litro de leche corta el cartón de tetrabrik por el centro y en una mitad mete la ración de comida que le ha sobrado y la otra mitad hace efectos de tapadera. Ya no tiene ni que manchar los tupperware. La cocina de una abuela parece un bazar. Hay cables que recorren el espacio de un lado a otro porque la instalación eléctrica es vieja. En una repisa, se amontonan todas las sorpresas de roscón que han ido apareciendo desde que nacieron sus nietos; parejitas de novios que adornaron tartas nupciales; palilleros de barro de algún restaurante o esos pollos de cerámica que se regalan en los bautizos. A los botes nuevos de cristal que le regaló su hija hay que sumarles los antiguos de latón del Cola Cao. De unas perchitas diminutas de la pared cuelgan: la bolsa del pan; una bolsa de plástico del Mercadona en donde guarda pan duro para rallar; el dispositivo que la comunica en el caso de que sienta un desvanecimiento con el servicio de urgencias de "mayores"; el móvil; unos paños de cocina que sólo son de adorno y dos calendarios, el de 2011 y el de 2002, que no tiró en su día y hasta hoy. En un rincón que quedaba libre su hijo le colocó una televisión que les sobraba cuando ellos pusieron la extraplana. La tele tiene tanto fondo y se la han colgado tan arriba que parece la tele de un bar. La abuela se coloca enfrente de la pantalla a la hora de la cena y cuando acaba siente un agudo pinchazo en las cervicales. Para el día, prefiere la radio, está mal sintonizada y tiene un esparadrapo sujetando la tapa de las pilas, pero y qué, la puede llevar de un cuarto a otro. Cuando vienen sus hijos tratan de tirarle cosas que según ellos están inservibles. La cafeterilla con el asa rota, por ejemplo. Pero por qué tirarla, se pregunta, si ella se las apaña para agarrarla con un trapo sin quemarse. Cuando vienen sus nietos le trastean por todas partes. Les gusta rastrear su niñez que aún anda entre los cajones, porque ella no ha tirado nada, ni una foto de comunión, ni un trabajo manual del colegio, ni un muñeco de Bola de Dragón. Antropología pura. En uno de esos cajones de cocina está el cambio social de España de los últimos treinta años. ¿Dónde están los periodistas, los poetas, los novelistas que no andan hurgando en los cajones? Sus nietos revuelven y se van otra vez. Y ella se queda, melancólica y aliviada a la vez. Pienso que quien no se haya sentado a hablar alguna vez en una de estas cocinas no está capacitado para conocer la esencia del país. Pero de qué país. ¿De España, de cualquier rincón en el mediterráneo? Eso hubiera pensado de no haber visto Poetry, la película del coreano Lee Chan-dong. La abuela de esta película quiere aprender a escribir poesía y asiste a las clases de un centro cultural de su barrio. El barrio es como cualquier barrio periférico de una ciudad de provincias española. La abuela como cualquiera de las nuestras. Una de esas abuelas que trata de recuperar el tiempo perdido, que muy a su pesar se enfrenta con un nieto adolescente difícil e ingobernable, que ha de hacer frente a un alzhéimer que comienza a desdibujarle el rastro de las palabras que definen el mundo. Ella no sabe dónde está la poesía. No sabe que la poesía de su vida, más que en las hojas del árbol o en la brisa, está en esa cocina, tan poderosamente suya y tan nuestra también, porque es conmovedor cómo podría ser la cocina que acabo de describir, la de cualquier anciana española que prepara la comida a su nieto, guarda objetos inservibles y trata de mantener una existencia pulcra y digna. Hacía tiempo que no veía una película que me conmoviera así. Las ciudades occidentales se nos han ido llenando en los últimos años de restaurantes exóticos y hemos pensado, ilusos, que a través de ellos conocíamos China, Corea, Vietnam o esos países árabes que ahora nos muestran anhelos tan similares a los nuestros. Tras el velo de la multiculturalidad, tras el colorido de la diferencia, creíamos vislumbrar algo de un mundo ajeno. Y todo era mucho más simple. La cocina de la abuela que interpreta la actriz Yoon Jeong-Hee se parece a la cocina de una de nuestras abuelas: el mismo amontonamiento y el mismo primor en unos escasos metros cuadrados; el mismo sentirse sobrepasada por la educación de un nieto; el mismo deseo de recuperar lo que la vida le ha escatimado. De pronto, gracias a la puerta que abre el cine a una historia particular todo se nos vuelve cercano. Claro que hay cineastas o escritores en España que jamás se sentarían en una cocina como esa. Y se les nota.

Cosas de abuelas, Elvira Lindo [El País, 27 de febrero de 2011]

A la niña que sonríe a la cámara le quedan pocos meses para dejar de serlo. Conozco su futuro de tal forma que me acongoja no poder evitar lo que se le vendrá encima. Sonríe al fotógrafo profesional que ha ido a casa para sacar unas fotos de familia a las que añadirá en un montaje precario la imagen yeyé de la Virgen María, San José y el Niño para felicitar las Pascuas. Es el primer año que no van a ir al pueblo por Navidad, pero los padres quieren estar presentes encima de los televisores de las casas de los tíos. A la niña le hubiera gustado ir como todos los años a vivir la Nochebuena y la Nochevieja al calor del horno de su tío panadero. La niña, expansiva, gregaria, encuentra su hábitat natural rodeada de cincuenta personas entre tíos y primos, en esas veladas en las que los niños cantan hasta quedar roncos, corren de madrugada por las calles heladoras del pueblo y se acurrucan bajo siete mantas susurrando al oído de los primos un último secreto antes de ser derrotados por el sueño. La niña aún no entiende enteramente la nostalgia con la que su madre vive el estar lejos de los suyos, pero a veces se siente contagiada por el mal de la melancolía inexplicable. La melancolía es una sombra aún débil en su carácter. La niña es de sonrisa fácil. La sonrisa le sube el rostro alargado hacia arriba y sólo los ojos permanecen tozudamente inclinados hacia abajo, como anunciando la doble naturaleza de un temperamento inestable. La niña tiene una serie de recuerdos difusos sobre su pequeño pasado. Se mezclan los paisajes de los lugares en los que ha vivido y la conformidad ante la idea de que la vida es un llegar para irse y que uno debe adaptarse pronto y sin protestar a nuevas casas y nuevos acentos. La niña tiene ahora un acento mallorquín, lo ha adquirido en pocos meses y ahora no podría imaginar una vida fuera de la isla. Parece que siempre ha bajado, como ahora baja, al colmado del señor Jaume para que le prepare todas las tardes un bocadillo de sobrasada y aceitunas. A su mejor amiga de la calle le falta un brazo y lleva uno que parece el de la Virgen María. A veces juegan al corro y la niña entiende que por fidelidad habrá de tomar la mano de estatua de su amiga. El alma de la niña se agita en esos momentos con miedo y compasión. Como si fuera un regalo, la amiga le enseña el muñón y la niña lo toca. Toca el fruncido de muñeca de tela que forma la piel al final del hombro. La niña soñará durante muchas noches que los brazos se le caen al suelo como cae la fruta madura del árbol. Ésta es sin duda la tragedia más palpable que ha vivido la niña. Esto, la melancolía de su madre y una cierta ansiedad que le lleva a tener algunas manías, como rascar las paredes, guiñar los ojos o arrancarse la vacuna del cólera hasta provocar una infección que ha traído al practicante a casa. Manías que van y vuelven, que torturan y avergüenzan. Manías que se agudizan cada vez que su madre pronuncia la palabra manía.
Un día, la debilidad emocional de su madre toma un nombre concreto: corazón. El corazón no late a su debido ritmo y eso es lo que provoca en la madre llantos sin motivo. Ese órgano misterioso que está detrás del pecho izquierdo sobre el que la niña, aun siendo ya grande para estar en brazos, se queda dormida muchas noches, provocando la burla de sus hermanos mayores. Es el corazón el culpable de que la madre tenga que irse a un médico de la Península. La madre nunca se ha marchado de casa, así que la niña vive de pronto una orfandad anticipada, un ensayo. Apenas habla con la madre por teléfono porque está muy débil y se emociona, dice la tía. Ya habrá tiempo. El tiempo pasa, pasa como un galgo y se lleva dos meses por delante hasta que el padre anuncia que ha llegado el momento de ir a verla a Madrid.
Es una tarde larga del comienzo de la primavera. El piso es nuevo, iluminado ahora por la última luz de la tarde, apenas amueblado y lleno de gente. Son esos mismos tíos y primos que beben y cantan en el horno por Navidad. Pero ahora hablan bajo, como se habla en los velatorios o en misa. Están por todas partes. En la cocina las mujeres andan preparando la cena, en el salón los hombres fuman, en el pasillo unos van y vienen. La niña presiente el final de una vida, la suya como niña. Quisiera no entrar en el cuarto, preferiría esperar a su madre en la isla, que su vuelta no estuviera sometida a la emoción del regreso, verla sin más, acodada en la ventana, vigilando su vuelta del colegio. La niña se resiste a entrar pero la mano firme del padre la sitúa delante de la cama. La mujer que la niña ve allí no es la madre.
La madre era una mujer alta, con el pecho generoso y elevado de las madres, ese pecho para hundir el desconsuelo cuando te han pegado, el pecho contra el que estamparse para sofocar la rabia. La madre llevaba peinados cardados, tenía el pelo castaño y los ojos vivos y pequeños, la sonrisa redonda, de dientes grandes y muy blancos. La madre tenía una voz dulce, susurrante y entonada con la que cantaba boleros en la cocina. No, no es ella. La mujer que yace en la cama tiene el color de los aparecidos, la piel amarilla. La mano amarilla que se alza temblorosa con la intención de tocarle la cara a la niña. La niña debería darle a la mujer extraña el consuelo de un abrazo tanto tiempo esperado. Eso debería haber hecho, pero se queda a los pies de la cama, incapaz de no sentir un rencor infundado.
Una de las tías pierde la paciencia. Besa a tu madre, dice. La cabeza de la niña acerca reticente su cabeza a la cabeza de pelo blanco de la mujer que más que hablar solloza. "Hija mía, hija mía". La niña apoya una mano sobre su cuerpo y toca algo duro y picudo. Le cuesta advertir que aquello es la cadera. La cadera que ella conocía, la cadera carnal y redonda ya no existe. Los hermanos también están allí, de pie, parados ante la imagen de la desconocida. Una de las tías, con esa disposición que podría parecer frialdad a quien no supiera que el amor se manifiesta también amortajando parientes y limpiando moribundos, baja la sábana y abre el camisón de aquella anciana de cuarenta y dos años que lejanamente recuerda a la madre. Miradla, pobrecica, mirad lo que ha tenido que pasar. Una cicatriz gorda y roja recorre de arriba abajo el pecho agitado de la mujer, un ciempiés con mil patas negras a los lados que se ondula o se encoge de pronto, según la enferma, con un hilo de voz, pronuncia los nombres de sus cuatro hijos y los mira con ojos espantados desde un mundo que no es el de los vivos. Ahora tenéis que cuidarla, dice alguien. La niña, al oírlo, alberga los dos sentimientos que ya no habrán de abandonarla nunca, el de la responsabilidad y el de la amenaza. La responsabilidad es una presión en el pecho, la amenaza de la muerte el apretón de una garra en la nuca.
La noche entra en el cuarto. Nadie da la luz. Los adultos entran a despedirse, acarician la frente a la enferma, murmuran algún último consejo. Las hermanas se quedan sentadas en la otra cama, en silencio, sabiendo que la madre desea tenerlas cerca. Se acuestan y la hermana mayor abraza a la niña, que trata inútilmente de reprimir el llanto. No llores, no llores. La mujer respira y solloza, dice cosas que ellas no pueden entender. Cuando el cansancio va ganando a la pena y la habitación queda en silencio, un pequeño ruido va tomando forma. Es rítmico como el tictac de un reloj pero de una naturaleza distinta. Cambia su velocidad a cada momento, como si respondiera a un compás caprichoso. La niña se levanta y, tal y como ha visto hacer tantas veces esa tarde, moja el pico del pañuelo en el vaso de agua y se lo pasa a la mujer por los labios. Gracias, hija mía. La voz en la oscuridad es deliciosamente familiar, como si el hecho de no ver la cara amarilla de pómulos hundidos ayudara a devolver la presencia del ser querido. Es el corazón, dice la madre, lo que suena es mi corazón, no te asustes. Lo dice como si ella misma tuviera que habituarse a ese sonido que parece estar certificando a cada instante su precaria presencia en el mundo, sus días de más que son una resta del futuro que no va a tener. Tengo mucho calor, dice. La hermana se levanta para retirarle la colcha y las dos, la niña y la hermana adolescente, se quedan de pie, mirándola sin verla, escuchando el corazón, dispuestas desde entonces a hacer lo posible por mantener ese latido en el mundo. La niña, igual que acepta el desafío de una nueva ciudad o un nuevo acento, acepta que sus días de infancia están contados, y de la manera voluntariosa y poco argumentada con que los niños sensibles se hacen grandes propósitos, pasa el dedo índice por la cabeza del enorme ciempiés que duerme sobre el cuello de la anciana, que al tacto de la caricia vuelve a convertirse en su madre.
Corazón abierto, Elvira Lindo [El País, 30 de agosto de 2006]

Maravilloso. No se puede describir con mayor maestría situación y sentimientos. Este artículo tiene una fuerza arrolladora y una profunda intensidad emocional. Ya no entro en cómo está escrito. Me he sentido en su piel e intentaré explicar la razón. Antonia Garrido, la madre de Elvira Lindo falleció cuando ésta tenía dieciséis años (1978). Cuando yo contaba esa misma edad (1990), falleció mi abuela materna. Mi abuela ocupaba entonces un lugar extraordinariamente importante en mi vida y era, además, el centro de su familia. No exagero al decir que todo pivotaba en torno a ella. Bien, pues he recordado, fundamentalmente dos momentos: la visita que realicé al hospital -nuestra despedida- donde yo era consciente de que no iba a volver a verla y muy presumiblemente ella también; y la tarde que la acompañé al médico, cuando la enfermedad le plantó cara. Teníamos que recorrer a pie un trayecto de unos 500 metros hasta llegar a la consulta del médico, y hubo momentos en los que ella tuvo que apoyarse en mí. Esa misma tarde se celebraba un funeral y me pidió que modificáramos el recorrido para no pasar por delante de la iglesia y encontrarnos con el cortejo. Ella no deseaba que nadie la viera así. A decir verdad, era tan coqueta que nunca se quejaba y procuraba que nadie se diera cuenta de su dolor.
Hasta la visita al médico, yo no había advertido la gravedad. Mi abuela acababa de cumplir 64 años. Al regreso, pasamos directamente a recoger el tratamiento prescrito en la Farmacia, donde trabajaba mi tía.
El contraste entre el despreocupado y alegre recibimiento de mi tía y lo que acababa de vivir me hizo darme cuenta de que todos teníamos los ojos vendados o vivíamos de espaldas a esa realidad.
Cuando mi hermano, unos días más tarde (no sé cuántos) le puso nombre y rostro a la enfermedad, sobresaltado, incrédulo, yo estaba en la cocina de nuestra casa y era pasado el mediodía (yo iba al Instituto por las tardes). Sería la hora de almorzar porque me veo delante de la freidora pero no sé lo que estoy haciendo allí. Mi hermano vino a confirmarme el diagnóstico, lo que yo ya estaba tratando de asimilar desde que ví la cara del médico y escuché su parecer.
Tuvo más peso lo que no dijo y cómo lo dijo que lo que sacamos en claro al abandonar la consulta.
Ser cómplice de mi abuela en su padecimiento y ser testigo del examen de D. Emilio fueron un ensayo, una premonición de lo que iba a ocurrir. Esos días me “ayudaron” a prepararme.
Fue mi primera experiencia con la muerte de un modo directo. Tampoco era capaz de prever sus consecuencias una vez ocurrido el desenlace.
Apenas uno o dos meses después del fallecimiento de mi abuela, mi madre me dió la noticia del estado crítico de un chico muy joven, también del pueblo, tenía veintiséis, era el hermano de Rocío, una amiga de la pandilla con el que yo había estrechado un poco más la amistad desde hacía dos veranos. La última vez que nos encontramos, el día de Nochevieja, él me había presentado a su novia y se había despedido de mí (entonces ya estaba muy enfermo) pero yo no había sabido interpretar su mensaje. Me veo escribiéndole una carta sabiendo que él ya no la podría leer. 
Uno piensa que estará preparado y advertirá las señales caso de que vuelva a producirse una experiencia similar. En mi caso no fue así. 
Nueve años más tarde me veo acompañando a mi tía al ginecólogo. Esta vez nos llevaba mi otra tía, que estaba en el pueblo porque eran las vacaciones de verano. La siguiente visita, al especialista. Esta vez nos llevó su marido. 
La tarde que fueron a recoger los resultados, yo había salido con mi novio.
Cuando regresé, ya de noche, me encontré la pared de la cochera de su vehículo completamente desconchada y el faro y la parte delantera del coche, dañados.
Ahí empecé a vivir de nuevo algo para lo que yo no estaba preparada. Mi tía tenía sólo 45 años cuando le diagnosticaron la enfermedad. 
Supongo que escribo sobre esto porque ha tenido y tiene un impacto enorme en mi vida.
También porque me ayuda a ordenar mis ideas y a recordarlo. A enfrentarme a ello. Con tal de no sentirme sola. No sé si a alguien más le pasa. Cuando pienso en ellas me siento bien acompañada.





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