miércoles, 14 de octubre de 2015

Que sais-je?



El amigo Montaigne, Fernando Savater [El País, 3 de septiembre de 2005]
A la búsqueda del yo: Montaigne y Azorín, por Montserrat Escartín Gual
Ínsula nº 743, Noviembre 2008
Montaigne en la trifulca, Mario Vargas Llosa [El País, 22 de mayo 2011]
Soy un relativista”, Vistazo, Guayaquil, 19 de febrero de 2004 José Saramago en sus palabras
Otras citas de José Saramago


Sin duda, el éxito y la permanente vigencia de Montaigne a lo largo de los siglos tienen algo de enigmático: no es un clásico como los demás, autor de un libro venerado y por tanto intimidador cuyo renombre nadie pone en tela de juicio pero que sólo los estudiosos siguen frecuentando. No, Montaigne siempre ha gozado de la complicidad entusiasta de muchísimos lectores que por lo demás no muestran ninguna afición especial a los grandes monumentos literarios: para ellos, Montaigne es algo familiar y próximo, una voz reconocible entre todas tanto cuando discute como cuando gasta bromas, en una palabra... un amigo. Por otros autores sentimos respeto o admiración, por Montaigne sentimos amistad. Quizá ningún otro escritor se ha ganado tantos amigos desde que firmó su obra y no es detalle menor que dos de los primeros se llamasen Cervantes y Shakespeare.

Lo que Montaigne ofrece al lector no es la solidez de una doctrina acabada ni tampoco el ejemplo moralmente edificante de una conducta digna de imitación, sino más bien compañía: la cercanía inteligente de alguien que comparte con nosotros perplejidades, descubrimientos y hasta caprichos. La espontaneidad de su reflexión no proviene de sus lecturas clásicas, sino de una curiosidad que peregrina incansable entre los temas que le brinda la cotidianidad: "Para un buen aprendizaje todo lo que se presenta ante nuestros ojos puede servir de libro y sobra como tal: la malicia de un paje, las tonterías de un criado, un comentario en la mesa son otras tantas asignaturas". De tal modo que lo mejor de sus "ensayos" (entendido este nombre en su día chocante en el sentido de "intentos" o aun "experimentos" como hubiera querido fray Diego de Cisneros) no se debe a la deliberación que traza el plan de trabajo sino a la divagación afortunada que aparta de él: "No me encuentro donde me busco; me encuentro mejor tropezándome casualmente que buscando e inquiriendo con mi juicio". El asunto que le sirve de punto de partida -y que determinará el título, a menudo engañoso, de la disertación- es lo de menos: cualquier puerta es buena para entrar en un jardín de senderos que incesantemente se bifurcan y ninguno de los cuales desemboca en la roca sólida de la certeza: "El primer argumento que Fortuna me ofrezca, lo retomo: todos me parecen igual de buenos. Nunca intento exponerlos enteros porque no alcanzo a ver el todo de nada: tampoco lo hacen los que prometen hacérnoslo ver. Entre las cien partes y las cien caras que tiene cada cosa sólo escojo una: a veces, sólo para tocarla con un lametazo; otras, con la yema de los dedos y puede que la pinche hasta el hueso. Le doy un puntazo, no muy ancho, pero lo más profundo que pueda. Lo que más me gusta es cogerla desde un punto de vista distinto (...) Sembrando una palabra aquí, allí otra, muestras arrancadas a la pieza original, apartadas sin intención ni promesa, no me veo obligado a acertar, y tampoco a aferrarme a mi postura sin tener ocasión de variarla cuando me apetezca: puedo entregarme a la duda y la incertidumbre o a mi horma preferida, es decir, la ignorancia". Y todo ello servido con un estilo lo más parecido posible a la charla de un grato compañero, a veces sutil y otras directo hasta lo procaz: nada que ver con la elocuencia de la arenga o el sermón: "El habla que me gusta es un habla natural y sencilla, tal sobre el papel como en los labios; un habla suculenta y nerviosa, corta y apretada, no tan delicada y peinada como vehemente y brusca".

Tal es la voz de Montaigne, adictiva y amistosa. Como ocurre con otras amistades, no siempre ni mucho menos compartimos sus puntos de vista más personales: a veces nos irrita con sus arbitrariedades o prejuicios, otras nos azora con la confidencia de alguna debilidad. A ratos olvidamos lo antigua que ya es su franqueza moderna y de pronto un párrafo nos lo aleja varios siglos... Pero si nunca cansa es porque "todo lo hace con alegría", como él mismo dijo. ¿Qué otro sería capaz de escribir un ensayo titulado "Que filosofar es aprender a morir" para decirnos: "En la virtud misma -digan lo que digan- la meta última de nuestro empeño es el placer. A quienes tanto les disgusta, a mí, ¡sí me gusta golpearles el oído con esta palabra!"? ¿O quién sino él denostaría a los que ofrecen la filosofía como algo inaccesible y ceñudo para los niños, cuando "no hay nada más alegre, más gallardo, más jovial, yo diría divertido y juguetón"? Tómate una copa conmigo, Michel: de blanco o de tinto (también sobre sus preferencias sucesivas en este terreno se explaya en algún sitio).

Esta voz inconfundible, insustituible, nos la ofrece con la mayor galanura y propiedad Marie-José Lemarchand en su nueva traducción de los "Ensayos". Una versión sumamente legible, que no retrocede ante actualizaciones necesarias ("echar un polvo", etcétera), competentemente anotada y presentada por Gredos en una edición de muy grato manejo, porque no debe olvidarse que éste es un libro para leer y releer. Apenas me atrevería a hacer alguna objeción, desde mi profanidad filológica: no me convence el cambio del título del admirable ensayo "De l'amitié" por "De los afectos", diga lo que diga el sabio M. A. Screech, porque es de la amistad y no sólo ni mucho menos en el sentido griego de philia de lo que en él habla el autor. Pero que tal minucia no empañe el contento de releer este libro, porque "lo más grande de este mundo es saber estar con uno mismo" y para ello nada mejor que acompañarse del amigo Montaigne.

El amigo Montaigne, Fernando Savater [El País, 3 de septiembre de 2005]




A la búsqueda del yo: Montaigne y Azorín, por Montserrat Escartín Gual
Ínsula nº 743, Noviembre 2008
«Yo mismo soy la materia de mi libro», «Es a mí a quien pinto»
«Otros miran ante sí, yo miro a mi interior»,
MONTAIGNE
Acaban de publicarse varias ediciones de los ensayos de Montaigne (1533-1592) (1), y ello obliga a reconocer de nuevo su proximidad con la cultura actual, tanto por el tema de sus escritos como por la forma y enfoque dispensados. Humanista por su formación, su dominio del latín y su gusto hacia las letras antiguas, Montaigne lo es aún más en el sentido filosófico, por sus valores procedentes de los clásicos y por su alto concepto del ser humano, cuyo respeto le lleva a convertirlo en el eje de su obra. Es un precursor de la modernidad por su interés en hablar no del «hombre», en general, sino de su yo concreto desde una visión subjetiva, razonada, curiosa y libre, en una forma que trasciende los géneros clásicos, y con un estilo espontáneo que anuncia la nueva prosa moderna; todo lo cual convierte a este escritor en un adelantado a su tiempo y en un referente para generaciones futuras que lo leerán con devoción —la de Shakespeare, Quevedo, Voltaire, Kant, Goethe, Flaubert, Nietzsche, Gide, Proust, Azorín, Lévi-Strauss, Pla...—, no en vano los Essais, obra a la que dedicó veinte años de su vida, es el libro de los libros después de la Biblia.
Montaigne y Descartes son los dos autores que más han contribuido a la construcción de la subjetividad moderna, al entender que el sujeto nace en soledad, consigo mismo y apartado de los otros, aunque el objeto de su reflexión sea el mundo del que se aleja. Entre la divisa socrática y los descubrimientos de Freud y Jung está Montaigne advirtiéndonos que no seremos felices hasta que no tengamos el valor de aceptar la condición humana y gozar de lo que uno es: «entre nuestras enfermedades la más salvaje es despreciar nuestro ser» (III,13). Su mensaje, útil para la vida práctica, hereda el de Séneca y Epicuro, con la ventaja respecto de los antiguos de ser una voz más cercana: la del europeo recién nacido, del cual descendemos y que en buena parte aún somos. Si Montaigne nos resulta cercano es por su defensa del individualismo y culto a la singularidad —«La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo» (I,38)—, razón por la cual el siglo XVII criticó su actitud, tildándola de egoísta, y el XVIII no la entendió. Serán las Confesiones (1782-1789) de Rousseau las que iniciarán el interés por la intimidad, que se afianza con el período romántico y culmina en el Modernismo. A pesar del calificativo de «egoísta» con que Pascal calificó a Montaigne, si hay una palabra que defina bien al autor es egotista (2) por su afán de explorar la identidad humana para hacerla comprensible: «Estúdiome más que cualquier otro tema. Es mi metafísica y mi física» (III,13). Su método no es otro que inclinarse primero a entender su caso para, una vez logrado, poder ir a la búsqueda de un principio más general aplicable a todos. No se trata de arrepentirse de los propios extravíos ante Dios —como San Agustín—, ni de convertirse en modelo de una actitud moral —caso de Séneca—; Montaigne busca hablar de sí mismo por sí mismo para conocerse, ignorando los juicios de valor y la tutela moral: «Los demás educan y forman al hombre, yo lo cuento» (I,2). Ayudado de unas andas —la ética y el estudio de la conducta y el carácter—, este autor no pretende una transformación de su ser que sirva de ejemplo, ni redactar un manual de autoayuda para desorientados; sino asumir la propia realidad de forma absoluta mediante la introspección y el reconocimiento del yo —«Esto no es mi doctrina, sino mi estudio; y no es la lección de otros, es la mía» (II,6)—; porque, a su entender, el primer deber moral consiste en ser uno mismo, saber vivir en sí y para sí, ya que hacerlo es la mejor manera de ayudar a la Humanidad: «La principal tarea que cada cual tiene es su propia conducta; y para eso estamos aquí». (III,10). Dado que no es posible ni aconsejable cambiar nuestra naturaleza, no sirve criticar a un semejante; en consecuencia, Montaigne desarrolla una ética o regla de vida, «la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, que me instruye para vivir y morir bien», cuyo objetivo es aprender a disfrutar de una existencia plena, natural, y de una muerte aceptada y digna; no en vano «El que aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de toda atadura y coacción» (I,20).
Desde la infancia,Montaigne fue consciente de que sólo en sí mismo podría hallar respuesta y consuelo a la ardua tarea de vivir. Su padre le procuró una exquisita educación —según principios erasmistas— con la que aprendió a cultivar su espíritu, con independencia de opinión y sin prejuicios. A los tres años fue confiado a un preceptor alemán, que se dirigía a él en latín, y, hasta los seis, vivió una infancia marcada por la libertad, la cual terminó abruptamente con su ingreso en la escuela y sus imposiciones: el aprendizaje del francés, una pedagogía religiosa y la filosofía escolástica: «Los maestros no cesan de gritarnos en los oídos como si vertieran agua en un embudo, y nuestro cometido se limita a repetir lo que nos han dicho», pero «saber de memoria es no saber» (I,25). Hombre de pocas relaciones —«soy animal de compañía y no de tropa» (III,3)—, conoció en el Parlamento de Burdeos a su gran amigo Étienne de La Boètie, personaje decisivo tanto en lo personal como en lo literario: «Esa amistad [...] que Dios ha querido tan entera y perfecta [...] ¿es mucho si la fortuna la logra una vez en tres siglos?» (I,28). Sus diálogos fueron para Montaigne método de conocimiento socrático —«El ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la conversación » (III,8)— y su temprana muerte, en 1563, le hizo descubrir la soledad y la certeza de no poder hallar en nadie —salvo en sí mismo— apoyo para sus reflexiones. Sin la voz de La Boètie, pero con la herencia de sus libros, Montaigne elige permanecer en su biblioteca hablando consigo mismo y con los textos, actitud que heredará Quevedo: «con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos» (Quevedo, 1995:103). Sus interlocutores serán Platón, Epicuro, Séneca, Plutarco, Lucrecio..., cuyas sentencias Montaigne hará grabar en el techo de su biblioteca —como homenaje a sus maestros— e incluirá en sus escritos, por centenares y hábilmente modificadas: «Platón cita a menudo este gran precepto: Realiza tus propios actos y conócete» (I,2). Consciente de la fragilidad humana por su reiterada experiencia con la muerte (las guerras, la peste, la pérdida de padre, de sus cinco hijos y de su amigo), Montaigne se aleja de la vida social y, a los 38 años, abandona sus cargos públicos para retirarse al castillo familiar del Périgord, donde dedicarse a leer y gozar de una existencia sencilla. Allí escribirá los Essais, cuya primera edición aparece en Burdeos,1580; y, una década después, la definitiva, 1588.
Defensor del pensamiento individual y libre frente a la imposición de credos e ideologías, Montaigne rechazó doctrinas e indagó en el propio yo sin apoyos: «prefiero forjar mi alma que amueblarla» (III,3). No trató de prescribir reglas, sino de poner ejemplos de cómo procuraba liberarse de todo aquello que pudiera limitarle: la vanidad, el miedo, el dinero, los fanatismos... Humanista convencido de la superioridad de los valores clásicos, no es de extrañar que la Iglesia incluyera su obra en el índice de libros prohibidos en 1676, por entender que ofrecía argumentos para una revolución secular con su defensa del hedonismo, del culto a la individualidad y a la libertad desde una mirada escéptica y relativista. Mientras Calvino o los nuncios proclamaban: «sabemos la verdad», Montaigne se preguntaba: «Qué sé yo?»; si aquellos pretendían imponer cómo vivir, su consejo era: «¡Pensad vuestros propios pensamientos, no los míos! ¡No me sigáis ciegamente, permaneced libres!» (I,27; III,2). En suma, para Montaigne, analizar la propia idiosincrasia conlleva alejarse de los dogmas y mostrarse escéptico ante nuestro saber: «no garantizo más certeza en lo que digo sino que es lo que entonces tenía en mi pensamiento, pensamiento tumultuario y vacilante. Hablo de todo platicando, no asegurando». (III,11); de ahí la divisa que mandó grabar en su medalla: Que sais-je?
Del «conócete a ti mismo» a la exhibición de yo
Montaigne explicita la finalidad de sus Essais: «Hace varios años que soy yo el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo y estudio más que mi propia persona; y si estudio otra cosa, es para aplicarla al pronto sobre mí, o mejor dicho, aplicármela a mí». (II,6). Al descubrir sus gustos y opiniones, el gascón distingue al individuo público (un gentilhombre del XVI ) del privado: «El alcalde y Montaigne siempre fueron dos, con harto clara separación». (III,10). «No escribo mis acciones, me escribo yo, mi esencia» (II,6). Hacerlo le permite poder dar una visión plena de sí: «yo soy el primero en dar a conocer mi ser total, en mostrarme como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o jurisconsulto». (I,2). Tras reflexionar sobre su persona e interesarse por lo que le diferencia de los demás —su ser único—, Montaigne busca el elemento común que le asemeja a otros —su dimensión universal—, dando una acertada radiografía de la naturaleza humana; no en vano «cada hombre comporta la forma entera de la condición humana» (III,2).
El ser humano retratado por Montaigne muestra su miseria, su vanidad, sus miedos, pero también su dignidad —«Si se mirasen los demás atentamente como yo, hallaríanse, como yo, llenos de inanidad y necedad» (III,9)—; pues somos una suma de tradiciones, creencias y pensamientos heredados —«Las leyes de la conciencia, que nosotros decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre» (I,23); «Me casé, es verdad; pero no fui al matrimonio; me llevaron» (III,3); «nosotros no vamos; nos arrastran» (II,1)—; y, sobre todo, somos fluctuantes, y contradictorios, por la inconstancia del yo, que el autor ejemplifica en sí mismo:
Todas las contradicciones se dan en mí [...] Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado [...] y cualquiera que se estudie bien atentamente hallará en sí mismo, e incluso en su propio entendimiento, esta volubilidad y discordancia. (II,1).
Para expresar el problema de la identidad cambiante de la persona a lo largo del tiempo«existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás» (II,1)—, Montaigne elige una forma espontánea, abierta y fluctuante, que intenta describir con la palabra Essais: ‘ensayos', ‘intentos', ‘aproximaciones'; pero también ‘experiencias'. Montaigne concibe su libro como una «marquetería mal unida» de muchas piezas —a semejanza de las Obras morales de Plutarco— y reivindica su desorden como rasgo de su libertad y «buena fe», pese a ser consciente de su rareza: «Es libro único en el mundo y en su especie, de propósito raro y extravagante». (II,8). Con todo, la «desorganización» se debe, en parte, al modo de escribir los Ensayos: el autor pensaba en voz alta y un secretario —existieron tres sucesivos— tomaba nota del dictado; lo cual le permitió usar técnicas modernas, como un entramado sin orden de materiales varios, yuxtapuestos a modo de collage (fragmentos narrativos, citas, reflexiones, anécdotas históricas, impresiones personales...), unidos por asociación libre y en una constante acronía ...—. Los 107 Ensayos sorprenden precisamente por su variedad y por los contrastes que contienen, siendo el yo del autor lo que asegura la unidad del conjunto. Si los más breves son anotaciones de lectura de una o dos páginas, otros suponen auténticos ensayos filosóficos, de inspiración estoica o escépticaApología de Raimundo Sibunde (II,12)—, con abundantes confidencias personales — Sobre la vanidad (III,9); Sobre la experiencia (III,13)— que abogan por la tolerancia: ni rebeldía ni pasión, sólo estoicismo —«mi deseo es pasar dulcemente y no laboriosamente lo que me resta de vida» (III,9)—. En cuanto al estilo, Montaigne prefiere un discurso conversacional: «Me gusta el andar poético, a saltos y a brincos» (III,9) al ordenado y metódico; así como una prosa abigarrada y diversa, a la erudita.
De todas las técnicas, sus mejores hallazgos son la subjetividad, el tono testimonial y el descubrimiento literario de la función del yo; pues escribir es una forma de mantener un registro fiel de uno mismo a cada instante, acechando la conducta presente, no los recuerdos del pasado, para tomar conciencia y asumir la transformación con relativismo —«No pinto el ser. Pinto el paso: no el paso de una edad a otra, [...] sino día a día, minuto a minuto». (I,2)—; de ahí la necesidad de adecuar la dinámica de la escritura a la de su yo: «Mi estilo y mi mente vagabundean igual» (III,9). Así, la primera versión de los Essais revela al Montaigne auténtico que quiere conocerse; la última, aquel que necesita mostrar al mundo cómo es. Tras diez años de retiro, el autor cierra una etapa e inicia otra a sus 48 años, cuando la fama lo convierte en escritor y decide escribir para los demás. Comienza entonces un viaje que durará 17 meses, un tercer volumen y a corregir el conjunto de sus ensayos; prueba de que su discurso es una meditación en proceso que no aspira a cerrarse tras un resultado.
Azorín y el maestro Montaigne
Relacionar a Azorín con Montaigne es ya un lugar común para la crítica especializada; en concreto la admiración del alicantino por el gascón —su modelo vital— cuyas ideas estoicas, epicúreas y escépticas cristalizan en una filosofía de vida y se traducen en una conducta y ética particulares: «yo amo a este gran filósofo por estas cosas: Montaigne representa la concepción ondulante, flexible, circunstante, contingente de la vida» (Martínez Ruiz, 1992: 176). Azorín confiesa identificarse con el pensador francés —a cuya sombra es un «pequeño filósofo»—, fundiendo como él literatura y biografía; binomio que se evidencia en sus novelas (La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo); en sus artículos de periódico, protagonizados por el mismo yo narrativo («Los buenos maestros: Montaigne», Helios , oct. 1904); en los textos personales (Memorias inmemoriales) o en aquellas obras donde analiza la creación literaria como un quehacer más del personaje (Capricho). No parece azar que el mencionado artículo de 1904 fuera el último que el autor firmase como «J. Martínez Ruiz» y no con el pseudónimo «Azorín», que ya había empezado a usar ese mismo año. En sus Memorias, el escritor quiere hablar de lo que ha sido; pero de lo que ha sido ¿quién?:
«Soy otro, soy otro». O sea: antaño fui un hombre escritor llamado «Ariman» y «Cándido», luego otro hombre escritor que firmaba sus obras con el nombre de José Martínez Ruiz, y después otro , Antonio Azorín, y poco más tarde otro , Azorín a secas, y ahora otro que ya no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer...[ Valencia, 1941].
La tesis azoriniana no plantea que con el paso del tiempo «somos otros», sino que «somos de otro modo» (Laín Entralgo, 1974: 40-41), mezclando la realidad y el deseo. El alicantino no pretende hablar de uno, sino de todos y de ninguno: del hombre múltiple que quiso ser, al modo de los heterónimos de Pessoa y los complementarios de Machado. En suma, Azorín y Montaigne analizan sus inclinaciones personales y se afanan por retratarse en su constante evolución, viéndose con objetividad, a la vez que recreándose con la imaginación; lectores voraces en su paraíso libresco, pero también alquimistas escuchándose vivir para transmutar su experiencia en escritura.
Todas las novelas de Azorín tienen el aire de autobiografías (se han calificado de egopeyas) por la condición de los personajes, puras variaciones de la etopeya del autor. Aunque se afirma que Martínez Ruiz es uno de los autores más autobiográficos, por incluir siempre materiales personales en sus escritos, en ellos no muestra al hombre con sus sentimientos; sino al novelista, no en vano, en sus Memorias, el alicantino reconoce: «el subjetivismo de sus primeros años de escritor —el uso del yo que tanto se le reprochaba— era cosa encimera y que lo más recóndito y personal continuaba escondido.» [«Otras influencias », Memorias]. Incluso busca distanciarse del que fue hablando de sí mismo en tercera persona: «Y en estas cuartillas me propongo escribir de los gestos y dichos de X.» [«Nadie», Memorias]. Lo mismo sucede en los Essais, donde, pese a la interminable referencia a gustos, costumbres e ideas de Montaigne, se advierten verdaderas lagunas para el conocimiento de su personalidad, oculta tras el velo sutil del autobiografismo.
Aunque se ha dicho que dicha estrategia suple la falta de fantasía en los relatos del alicantino, lo cierto es que plantea un recurso muy actual en sus tentativas para crear una nueva novela: el uso distorsionado de los propios recuerdos como materia literaria. «La vida no es lo que uno vivió, es lo que uno recuerda», sentencia García Márquez en la primera línea de sus memorias Vivir para contarla (2002). Lo cierto es que en los siglos XX - XXI se impondrá una variante de la autobiografía —la autoficción— que funde lo biográfico con la narrativa al identificar el nombre del protagonista con el del autor, que busca así reinventarse (Alberca, 2007), caso de C. Martín Gaite, J.Marías, J. Llamazares, J. Cercas, A. Muñoz Molina o E. Vila-Matas... Mucho antes que ellos, en 1904, José Martínez Ruiz se convierte en personaje al firmar sus trabajos con el apellido de su ente de ficción, «Azorín», un joven rebelde y anarquista, como él, cuyo mentor (Yuste) encarna las ideas del alcalde de Burdeos: «Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso a ir a ver al maestro, que era como salir de un hoyo para caer en una fosa». No extraña que su evolución le lleve a convertirse en un intelectual resignado y contemplativo como el perigordino, a quien cita y parafrasea: «Ahora Azorín lee a Montaigne. Este hombre que era un solitario y un raro, como él, le encanta». (La voluntad, I,7).
Algún crítico ha puntualizado que Azorín no leía a Montaigne, sino a uno de sus descendientes más lúcidos, La Rochefoucauld. Lo cierto es que lo leía de joven diariamente: «Todas las tardes la filosofía de Montaigne iba entrando en mí...» y de adulto: «Montaigne ha pasado también en mi espíritu; dejó su sedimento», «Yo no leo a Montaigne; lo releo por tercera, por cuarta, por quinta, por sexta vez. Pocos filósofos hay que puedan soportar esta prueba». (Campos, 1964: 138 y Martínez Ruiz, 1970: 126). Con su habitual laconismo, Martínez Ruiz no anotaba al margen sugerencias o dudas; sino que se limitaba a marcar con lápiz la frase o párrafo de su interés. Los elegía de diversos colores (azul, verde, rojo y marrón) para destacar conceptos a los que regresar en lecturas posteriores: «Abro ahora el libro y voy buscando, por entre las múltiples señales hechas con lápices de colores, los pasajes en que el maestro escribe sobre este trance terrible...» (Martínez Ruiz, 1948:70). Algo parecido hacía Montaigne respecto de las ediciones que manejaba de autores clásicos, cuyas frases subrayaba, además de anotar al margen sus comentarios y la fecha de sus impresiones. Varias tratan del conocimiento propio a través del acto de escribir, y es el hecho de compartir dicho objetivo y verlo desarrollado por Montaigne de manera brillante, lo que explica el trato de maestro que el alicantino le dispensa.
La edición de Martínez Ruiz —de los hermanos Didot, encuadernada en piel, en cuatro volúmenes de pequeño formato, hoy conservada en la casa-Museo de Azorín en Monóvar— fue su texto de cabecera, por cuanto lo menciona en entrevistas: «El Montaigne que yo leía en el Bélix —aquí lo tengo— es el publicado en 1802 por Fermín y Pedro Didot, en cuatro tomitos [...] ahora mismo acabo de hojear a Montaigne en la misma edición» (Campos, 1964: 133 y 159). Es el ejemplar que aparece en sus novelas como preciado equipaje de su protagonista, el mismo que nosotros hemos manejado (3):
«... en la maleta va colocando unas camisas de finísimo hilo, unos calzoncillos, unos calcetines, unos pañuelos —cuatro tomitos impresos por Didot, limpiamente, en el año 1802—.Azorín los pasa, los repasa, los acaricia, los abre al azar». [Antonio Azorín, II, 21].
El estilo Azorín: el estilo de los Essais
Es innegable la tendencia de Azorín a la introspección y a la forma de un ficticio diario como estrategia literaria desde sus inicios: en artículos — Charivari, crítica discordante (1897)—; cuentos —«Fragmentos de un diario», Bohemia (1897) o Soledades (1898)—; y primeras novelas: Diario de un enfermo (1901) y La voluntad (1902). La afición de este autor por crear obras literarias donde la ficción se mezcla con los rasgos propios del diario —anotando una biografía de lo sentido más que de lo sucedido—, la racionalidad del ensayo y lo fragmentario del artículo de periódico acabará por conformar su estilo. El diario le permitirá dar respuesta a un problema acuciante, sufrido también por Montaigne, Larra, Amiel o Unamuno: la identidad del ser dividido entre su vida pública y privada, la del escritor-periodista frente a la del sujeto en crisis que se analiza: «El yo agresivo se enfrenta con el mí contemplativo y el ser está dividido sin esperanza y reducido al papel de espectador de su propia existencia» (La voluntad , I,25). El escritor proyectará dicha escisión en los personajes al registrar tanto sus acciones como sus confidencias. Las anotaciones en un diario ofrecerán a Azorín, además de la autenticidad perseguida, una alternativa formal novedosa para el nuevo concepto de novela que se busca hacia 1900: cronología discontinua, tono confesional e intimista, uso de la primera persona narrativa, bosquejo breve, yuxtaposición de contenidos, lengua conversacional, relativismo en el punto de vista (visible en las soluciones provisionales y finales abiertos), mirada contemplativa, sucesos cotidianos, descripciones pictóricas, tempo lento, impresionismo, sensaciones, matices, silencios..., rasgos distintivos de lo que se ha dado en llamar estilo Azorín .
Hallada la fórmula, el novelista creará sus obras repitiendo un número parecido (30-40) de unidades breves y autónomas de la misma extensión, a modo de cuadros o piezas heterogéneas más que capítulos de un conjunto, que suman: anécdotas, artículos periodísticos, párrafos de otros libros, circulares políticas... De este modo se quiere trasladar a la forma lingüística cada estado de ánimo e impresión, sin vínculos lógicos ni enlaces (frases yuxtapuestas), en una suerte de «impresionismo » novelesco, cuyo efecto es el de un estilo estático, repetitivo y cortado.
Si el francés experimentó o «ensayó» una forma para sus escritos autobiográficos, otro tanto hizo Martínez Ruiz a partir de los Essais, caso de un relato de 1942 que inicia así: «He puesto ya en una cuartilla las palabras decisivas El escritor . Ese es el título de la novela». (Martínez Ruiz, 1942:20) A pesar de haber explicitado el género, la lectura de sus páginas no lo confirma; es más, la editorial Espasa publicó en Argentina las tres primeras ediciones de la obra en la serie verde de ensayo. Sólo en la cuarta, y por indicación de su autor, fue traspasada a la serie azul de narrativa. De forma similar, la siguiente — Capricho , 1943— empieza con esta reflexión: «El autor por capricho (4) tiene este libro. [...] Novela o lo que sea. Novela o circunspectas confidencias» (Martínez Ruiz, 1943: 9), lo cual nos lleva al punto crucial que anunciábamos: los límites entre escritura autobiográfica y obra de ficción.
Si la autobiografía es el relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su existencia —vida individual e historia de su personalidad, identificando al autor con el narrador y el personaje descrito—, no hay mucha diferencia entre lo autobiográfico y las novelas de Azorín; cuyo interés no es la historia anecdótica del personaje descrito —la suya—, sino la autoconciencia de un yo que quiere entenderse, recreando vivencias e intentando dar coherencia intelectual a la propia vida, aún en proceso. Así empieza la novela Las confesiones de un pequeño filósofo (1904): «Yo no quiero ser dogmático y hierático; y para lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos algunas notas vivaces e inconexas —como lo es la realidad—.»
Tanto el autorretrato impresionista de las Memorias y novelas de Azorín, como la autobiografía sin entramado de los Essais de Montaigne suponen un intento de conocerse a través de la escritura. Aunque ambos escritores acaben mostrándose en parte, y en parte, reinventándose, ello no anula la herencia socrática que el francés lega a la modernidad y palpita en Azorín: la necesidad de conocerse, a pesar de la esencia evanescente y proteica del yo. Un siglo después, la búsqueda continúa, aunque los novelistas actuales no quieran ver la imagen que les devuelve el espejo de la página escrita y decidan inventar su propio reflejo.


Nada mejor que volver al ejemplo de Monsieur de Montaigne en tiempos de elecciones, que suelen ser tensos y a veces beligerantes, irracionales y violentos, y nada mejor que hacerlo de la mano de Jorge Edwards que, en su último libro, La muerte de Montaigne, traza una delicada y seductora imagen del célebre autor de los Ensayos. No se trata de una novela, ni de un ensayo, sino de una crónica que se vale también de aquellos géneros, e incluso de la historia, para recrear, con comentarios personales y, a ratos, pinceladas de fantasía, la vida, la obra, y, sobre todo, la sabia serenidad con que supo encarar la vida y los desórdenes de la política el Señor de la Montaña.
El gran clásico francés, modelo y maestro de Azorín, que lo leyó y releyó toda su vida y de quien aprendió tal vez esa calmosa y casi quieta manera de escribir que fue la suya, es la columna vertebral del libro de Edwards, el tronco alrededor del cual se despliega ese frondoso ramaje, los datos sobre su familia, su tiempo, sus peligrosos viajes a caballo por media Europa, las guerras de religión que desangraban a Francia, los reyes asesinados a puñaladas, las intrigas políticas. De pronto, en medio de toda esa rica materia, surge la ficción, en pequeñas escenas y episodios que añaden una orla imaginaria y risueña a la intensa recreación histórica. Los comentarios del autor son personales, astutos, inteligentes, y atestiguan una recóndita identificación con la psicología de Montaigne, el maestro que, con perfecto control de sí mismo y sin dejarse nunca arrebatar por los tumultos y riesgos que lo cercan, escudriña su entorno y lo comenta, a la vez que relee a sus amados clásicos helenos y latinos, con citas de los cuales ha pintarrajeado todas las vigas de la torre bordelesa donde se ha confinado a escribir y meditar.
Los largos intervalos sobre las conspiraciones, matanzas, odios y enredos en la corte ganan a veces el protagonismo y la figura de Montaigne se desvanece en ese fresco animado de las peripecias militares, sociales y políticas, pero luego reaparece y sus lúcidas y penetrantes reflexiones arrojan una luz que vuelve racional e inteligible lo que parecía caos, barbarie, incomprensible trifulca de gentes ávidas de poder. La fuente histórica principal de Jorge Edwards es Michelet, prosista eximio, pero relator parcial y a veces inexacto de las peripecias e intervenciones de Montaigne en la vida política (fue alcalde de Burdeos y amigo y consejero de Enrique III de Navarra antes de que llegara al trono francés).
El libro se lee con el mismo placer que ha sido escrito y el lector queda, al final, tan prendado del Señor de la Montaña como el propio Jorge Edwards o como lo estuvo Azorín. Edwards es un magnífico cronista, acaso el último cultor de un género casi extinguido y este libro me parece uno de los mejores que ha escrito, en todo caso en el que se ha acercado más y mejor al tema complejo de la vocación literaria, de la manera como la literatura nace de la vida vivida y vuelve a ella a través de quien, inspirado en sus propias experiencias, fantasea, inventa otra vida imaginaria y mediante lo que escribe impregna y sutilmente altera la vida verdadera, a veces para mejor, pero también algunas veces para peor.
En las páginas finales de La muerte de Montaigne hay unas reflexiones de autor sobre la muerte y el cementerio del balneario chileno de Zapallar (donde está enterrado José Donoso) que ponen una nota melancólica y triste en un libro que es un canto de amor a quien encarnó mejor que nadie la vida tranquila, la serenidad, la domesticación de los instintos y la pasión por la razón y las buenas lecturas.
¿Cómo pudo Montaigne sobrevivir al salvajismo de la vida política, del fanatismo religioso, del mundillo de intrigas de codiciosos, envidiosos y desalmados con quienes tuvo que codearse en los años de su quehacer cívico y en las relaciones con los poderosos de su tiempo a quienes frecuentó, a la vez que los observaba como un entomólogo para autopsiarlos en sus ensayos? Gracias a su extraordinaria prudencia, a su implacable serenidad. Nunca se dejó llevar por las emociones, es posible incluso que hasta refrenara su amor por la joven Marie de Gournay, que sería su devota editora, luego de hacer un ponderado balance de las conveniencias e inconveniencias de contraer una pasión senil (en su época la cincuentena era ya la vejez), siempre por la inteligencia y la razón. Confieso que, a mí, tanta serenidad en una persona me impacienta y me aburre un poco, pero no hay duda de que, en un campo específico, el de la política, si prevaleciera la juiciosa actitud de Montaigne, habría menos estragos en la sociedad y la vida de las naciones hubiera sido más civilizada de lo que fue y es todavía.
De la campaña por las elecciones municipales y autonómicas de España, que tiene lugar mientras escribo este artículo, hasta ayer el Señor de la Montaña hubiera dicho, sin duda, que era un ejemplo de buena conducta ciudadana, pues, aunque las encuestas pronostican un resultado catastrófico para los socialistas, el partido de gobierno, todo transcurría con total normalidad, como un educado cotejo de propuestas entre los diversos candidatos y tranquilos mítines con bocadillos, gaseosas y lánguidos discursos. Pero, ayer, de pronto, sin que nadie lo previera, las ciudades de media España se llenaron de millares de ruidosos manifestantes, sobre todo jóvenes desempleados [¡!], convocados a través de las redes por fantasmas, bajo el eslogan de "Democracia ya", pidiendo a los ciudadanos que se abstuvieran de votar, para sancionar de este modo a una clase política a la que acusan de insensibilidad, y también a los banqueros. Aunque todo el mundo se declara solidario de los cinco millones de parados que ha dejado la crisis en España, nadie entiende bien qué es lo que representa este movimiento, si es una tardía secuela de lo que fue el mayo del 68 en Francia, ni menos qué consecuencias tendrá en las elecciones del día 22.
¿Qué hubiera dicho Montaigne al respecto? Sin duda que había que inquietarse, pues, aunque sea comprensible la frustración y la ira de quienes se han quedado sin trabajo o han visto desbarrancarse su seguridad y sus niveles de vida por culpa de las malas políticas, abstenerse de votar, es decir, dar la espalda a la esencia misma de la democracia, no va a resolver para nada este problema, sino más bien agravarlo, dando aliento a quienes quisieran acabar con el sistema que, por defectuoso que sea, sigue siendo el que mejor ha sabido contener la violencia social, el que ha combatido con más éxito la pobreza, el único que garantiza la pacífica alternancia en el poder, y el que ha dado los más altos niveles de vida a las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Y concluiría tal vez con esta sentencia: no se apaga un incendio echando baldazos de queroseno al fuego.
[D. Mario no apunta responsables: La crisis nos «ha dejado» cinco millones de parados «por culpa de las malas políticas».]
¿Y qué diría el autor de los Ensayos sobre la segunda vuelta de las elecciones peruanas entre Keiko Fujimori y Ollanta Humala? Probablemente que, bajo la apariencia de una pacífica contienda presidencial, ha vuelto a asomar en el Perú la barbarie tercermundista. Porque la razón parece haberse eclipsado casi por completo de esa campaña, expulsada por la pasión, el miedo, el odio, la mentira y el sectarismo más cerril. La guerra sucia y formas todavía larvadas de fascismo han reemplazado el debate de ideas, propuestas y programas. Y como la inmensa mayoría de los dueños de los medios de comunicación quieren que sea la señora Fujimori, hija del dictador que ahora cumple 25 años de condena por asesino y por ladrón, la que gane las elecciones, la campaña consiste en un verdadero soliloquio de ataques despiadados a través de todos los órganos de expresión contra Ollanta Humala, a quien se sigue acusando de querer implantar en el Perú un modelo semejante al del dictadorzuelo venezolano Hugo Chávez, pese a sus desmentidos y a su nuevo programa de gobierno, en el que han quedado categóricamente excluidas la reelección presidencial, la estatización de empresas, la intervención en los medios de prensa y garantizadas la libertad de expresión y la economía de mercado.
¿Resistirá una mayoría de electores este frenético lavado de cerebro a que está sometido el pueblo peruano por quienes quieren resucitar la ominosa dictadura de Fujimori y Montesinos para defender así su peculiar idea de la democracia? Si semejante cosa ocurriera, se podría decir que, pese a todas las apariencias en contrario, la lección de sabiduría y racionalidad de Montaigne ha arraigado inesperadamente, allende los mares, en el Perú de "metal y de melancolía" que cantó García Lorca.
Montaigne en la trifulca, Mario Vargas Llosa [El País, 22 de mayo 2011]

Miércoles, 23 de Febrero 2011Montaigne, Pessoa y KafkaLos escritores a que siempre estoy volviendo son Montaigne, Pessoa y Kafka. El primero porque somos la materia de lo que escribimos, el segundo porque somos muchos y no uno, el tercero porque ese uno que no somos es un coleóptero.Soy un relativista”, Vistazo, Guayaquil, 19 de febrero de 2004 José Saramago en sus palabras

"Cuando digo que quizá no sea un novelista, o que quizá lo que hago son ensayos, hablamos de esto precisamente, porque la sustancia, la materia del ensayista es él mismo. Si tú vas a leer los ensayos de Montaigne, que fue cuando empezaron a llamarse así, sabes que es él, siempre él, desde el prólogo, en la misma introducción. En sustancia, yo soy la materia de lo que escribo". Juan Arias, José Saramago: El amor imposible

En el fondo, la palabra auténtica, la palabra verdadera es la palabra dicha. La palabra escrita no es más que algo insignificante y muerto que está ahí, esperando que la resuciten. Y la palabra es realmente palabra al pronunciarla. Por eso, a veces, digo que conviene que el lector que está leyendo una novela mía sea capaz de escuchar dentro de su cabeza la voz que está diciendo aquello que está leyendo.
Bravo!, junio 1999

Si hay un escritor del siglo XX por el que tengo veneración, ése es Kafka, y reivindico el ser kafkiano. Kafka dijo que un libro tiene que ser el hacha que rompe el mar helado de nuestra conciencia. Esto me lo tomo como un programa de trabajo. Lo raro sería que un escritor como él no hubiera ejercido ninguna influencia.
Época, Madrid, 21 de enero de 2001

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