El amigo Montaigne, Fernando Savater [El País, 3 de septiembre de 2005]
A la búsqueda del yo: Montaigne y Azorín, por Montserrat Escartín Gual
Ínsula nº 743, Noviembre 2008
Montaigne en la trifulca, Mario Vargas Llosa [El País, 22 de mayo 2011]
“Soy un relativista”, Vistazo, Guayaquil, 19 de febrero de 2004 José Saramago en sus palabras
Otras citas de José Saramago
Montaigne en la trifulca, Mario Vargas Llosa [El País, 22 de mayo 2011]
“Soy un relativista”, Vistazo, Guayaquil, 19 de febrero de 2004 José Saramago en sus palabras
Otras citas de José Saramago
Sin duda, el éxito y la permanente vigencia de Montaigne a lo largo de los siglos tienen algo de enigmático: no es un clásico como los demás, autor de un libro venerado y por tanto intimidador cuyo renombre nadie pone en tela de juicio pero que sólo los estudiosos siguen frecuentando. No, Montaigne siempre ha gozado de la complicidad entusiasta de muchísimos lectores que por lo demás no muestran ninguna afición especial a los grandes monumentos literarios: para ellos, Montaigne es algo familiar y próximo, una voz reconocible entre todas tanto cuando discute como cuando gasta bromas, en una palabra... un amigo. Por otros autores sentimos respeto o admiración, por Montaigne sentimos amistad. Quizá ningún otro escritor se ha ganado tantos amigos desde que firmó su obra y no es detalle menor que dos de los primeros se llamasen Cervantes y Shakespeare.
Lo que Montaigne ofrece al lector no es la solidez de una doctrina acabada ni tampoco el ejemplo moralmente edificante de una conducta digna de imitación, sino más bien compañía: la cercanía inteligente de alguien que comparte con nosotros perplejidades, descubrimientos y hasta caprichos. La espontaneidad de su reflexión no proviene de sus lecturas clásicas, sino de una curiosidad que peregrina incansable entre los temas que le brinda la cotidianidad: "Para un buen aprendizaje todo lo que se presenta ante nuestros ojos puede servir de libro y sobra como tal: la malicia de un paje, las tonterías de un criado, un comentario en la mesa son otras tantas asignaturas". De tal modo que lo mejor de sus "ensayos" (entendido este nombre en su día chocante en el sentido de "intentos" o aun "experimentos" como hubiera querido fray Diego de Cisneros) no se debe a la deliberación que traza el plan de trabajo sino a la divagación afortunada que aparta de él: "No me encuentro donde me busco; me encuentro mejor tropezándome casualmente que buscando e inquiriendo con mi juicio". El asunto que le sirve de punto de partida -y que determinará el título, a menudo engañoso, de la disertación- es lo de menos: cualquier puerta es buena para entrar en un jardín de senderos que incesantemente se bifurcan y ninguno de los cuales desemboca en la roca sólida de la certeza: "El primer argumento que Fortuna me ofrezca, lo retomo: todos me parecen igual de buenos. Nunca intento exponerlos enteros porque no alcanzo a ver el todo de nada: tampoco lo hacen los que prometen hacérnoslo ver. Entre las cien partes y las cien caras que tiene cada cosa sólo escojo una: a veces, sólo para tocarla con un lametazo; otras, con la yema de los dedos y puede que la pinche hasta el hueso. Le doy un puntazo, no muy ancho, pero lo más profundo que pueda. Lo que más me gusta es cogerla desde un punto de vista distinto (...) Sembrando una palabra aquí, allí otra, muestras arrancadas a la pieza original, apartadas sin intención ni promesa, no me veo obligado a acertar, y tampoco a aferrarme a mi postura sin tener ocasión de variarla cuando me apetezca: puedo entregarme a la duda y la incertidumbre o a mi horma preferida, es decir, la ignorancia". Y todo ello servido con un estilo lo más parecido posible a la charla de un grato compañero, a veces sutil y otras directo hasta lo procaz: nada que ver con la elocuencia de la arenga o el sermón: "El habla que me gusta es un habla natural y sencilla, tal sobre el papel como en los labios; un habla suculenta y nerviosa, corta y apretada, no tan delicada y peinada como vehemente y brusca".
Tal
es la voz de Montaigne, adictiva y amistosa. Como ocurre con otras
amistades, no siempre ni mucho menos compartimos sus puntos de vista
más personales: a veces nos irrita con sus arbitrariedades
o prejuicios, otras nos azora con la confidencia de
alguna debilidad. A ratos
olvidamos lo antigua que ya es su franqueza
moderna y de pronto un párrafo nos lo aleja varios
siglos... Pero si nunca cansa es porque "todo
lo hace con alegría", como él mismo dijo. ¿Qué
otro sería capaz de escribir un ensayo titulado "Que
filosofar es aprender a morir" para decirnos: "En
la virtud misma -digan lo que digan- la meta última de nuestro
empeño es el placer. A quienes tanto les disgusta, a mí,
¡sí me gusta golpearles el oído con esta palabra!"? ¿O
quién sino él denostaría a los que ofrecen la filosofía como
algo inaccesible y ceñudo para los niños, cuando "no hay nada
más alegre, más gallardo, más jovial, yo diría divertido y
juguetón"? Tómate una copa conmigo, Michel: de blanco o de
tinto (también sobre sus preferencias sucesivas en este terreno se
explaya en algún sitio).
Esta voz inconfundible, insustituible, nos la ofrece con la mayor galanura y propiedad Marie-José Lemarchand en su nueva traducción de los "Ensayos". Una versión sumamente legible, que no retrocede ante actualizaciones necesarias ("echar un polvo", etcétera), competentemente anotada y presentada por Gredos en una edición de muy grato manejo, porque no debe olvidarse que éste es un libro para leer y releer. Apenas me atrevería a hacer alguna objeción, desde mi profanidad filológica: no me convence el cambio del título del admirable ensayo "De l'amitié" por "De los afectos", diga lo que diga el sabio M. A. Screech, porque es de la amistad y no sólo ni mucho menos en el sentido griego de philia de lo que en él habla el autor. Pero que tal minucia no empañe el contento de releer este libro, porque "lo más grande de este mundo es saber estar con uno mismo" y para ello nada mejor que acompañarse del amigo Montaigne.
A
la búsqueda del yo: Montaigne y Azorín, por
Montserrat
Escartín Gual
Ínsula
nº 743, Noviembre 2008
«Yo
mismo soy la materia de mi libro», «Es a mí a quien pinto»
«Otros
miran ante sí, yo miro a mi interior»,
MONTAIGNE
Acaban
de publicarse varias ediciones de los ensayos de Montaigne
(1533-1592)
(1), y ello obliga a reconocer de nuevo su proximidad con la cultura
actual, tanto por el tema de sus escritos como por la forma y enfoque
dispensados. Humanista
por su formación, su dominio del latín
y su gusto hacia las letras antiguas, Montaigne lo es aún más en el
sentido filosófico, por sus
valores procedentes de los clásicos y por su alto concepto del ser
humano,
cuyo respeto le lleva a convertirlo en el eje de su obra. Es un
precursor de la modernidad por su interés en hablar no del «hombre»,
en general, sino de
su yo concreto desde una visión subjetiva, razonada, curiosa y
libre,
en una forma que trasciende los géneros clásicos, y con un estilo
espontáneo
que anuncia la nueva prosa moderna; todo lo cual convierte a este
escritor en un adelantado a su tiempo y en un referente para
generaciones futuras que lo leerán con devoción —la de
Shakespeare,
Quevedo, Voltaire, Kant, Goethe, Flaubert, Nietzsche, Gide, Proust,
Azorín, Lévi-Strauss, Pla...—,
no en vano los Essais,
obra
a la que dedicó veinte años de su vida, es el libro de los libros
después de la Biblia.
Montaigne
y Descartes son los dos autores que más han contribuido a la
construcción de la
subjetividad moderna, al entender que el sujeto nace en soledad,
consigo mismo y apartado de los otros, aunque el objeto de su
reflexión sea el mundo
del que se aleja. Entre la divisa socrática y los descubrimientos de
Freud y Jung está Montaigne advirtiéndonos que no
seremos felices hasta que no tengamos el valor de aceptar la
condición humana y gozar de lo que uno es:
«entre nuestras enfermedades la más salvaje es despreciar nuestro
ser» (III,13). Su mensaje, útil
para la vida práctica,
hereda el de Séneca y Epicuro, con la ventaja respecto de los
antiguos de ser una voz más cercana: la
del europeo
recién nacido, del cual descendemos y que en buena parte aún somos.
Si Montaigne nos resulta cercano es por
su defensa del individualismo y culto a la singularidad
—«La cosa más importante del mundo es saber ser uno mismo»
(I,38)—, razón por la cual el siglo XVII criticó su actitud,
tildándola de egoísta, y el XVIII no la entendió. Serán las
Confesiones
(1782-1789)
de Rousseau las que iniciarán el interés por la intimidad, que se
afianza con el período romántico y culmina en el Modernismo. A
pesar del calificativo de «egoísta» con que Pascal calificó a
Montaigne, si hay una palabra que defina bien al autor es egotista
(2)
por su afán de explorar la identidad humana para hacerla
comprensible:
«Estúdiome más que cualquier otro tema. Es mi metafísica y mi
física» (III,13). Su método
no es otro que inclinarse primero a entender su caso para, una vez
logrado, poder ir a la búsqueda de un principio más general
aplicable a todos.
No se trata de arrepentirse de los propios extravíos ante Dios —como
San Agustín—, ni de convertirse en modelo de una actitud moral
—caso de Séneca—; Montaigne
busca hablar de sí mismo por sí mismo para conocerse, ignorando los
juicios de valor y la tutela moral:
«Los demás educan y forman al hombre, yo lo cuento» (I,2). Ayudado
de unas
andas
—la ética y el estudio de la conducta y el carácter—,
este autor no pretende una transformación de su ser que sirva de
ejemplo, ni redactar un manual de autoayuda para desorientados; sino
asumir
la propia realidad de forma absoluta mediante la introspección y el
reconocimiento del yo
—«Esto no es mi doctrina, sino mi estudio; y no es la lección de
otros, es la mía» (II,6)—; porque, a su entender, el
primer deber moral consiste en ser uno mismo, saber vivir en sí y
para sí,
ya que hacerlo es la mejor manera de ayudar a la Humanidad: «La
principal tarea que cada cual tiene es su propia conducta; y para eso
estamos aquí». (III,10). Dado que no
es posible ni aconsejable cambiar nuestra naturaleza,
no sirve criticar a un semejante; en consecuencia, Montaigne
desarrolla una ética o regla de vida, «la ciencia que trata del
conocimiento de mí mismo, que me instruye para vivir y morir bien»,
cuyo
objetivo es aprender a disfrutar de una existencia plena, natural, y
de una muerte aceptada y digna;
no en vano «El que aprende a morir, aprende
a no servir.
El saber morir nos libera de toda atadura y coacción» (I,20).
Desde
la infancia,Montaigne fue consciente de que sólo en sí mismo podría
hallar respuesta y consuelo a la ardua tarea de vivir. Su padre le
procuró una exquisita educación —según principios
erasmistas—
con la que aprendió a cultivar su espíritu, con
independencia de opinión y sin prejuicios.
A los tres años fue confiado a un preceptor alemán, que se dirigía
a él en latín,
y, hasta los seis, vivió una infancia marcada por la libertad, la
cual terminó abruptamente con su ingreso en la escuela y sus
imposiciones: el aprendizaje del francés,
una pedagogía religiosa y la filosofía escolástica:
«Los
maestros no cesan de gritarnos en los oídos como si vertieran agua
en un embudo, y nuestro cometido se limita a repetir lo que nos han
dicho», pero «saber de memoria es no saber» (I,25).
Hombre de pocas relaciones —«soy
animal de compañía y no de tropa» (III,3)—,
conoció en el Parlamento de Burdeos a su gran amigo Étienne
de La Boètie,
personaje decisivo tanto en lo personal como en lo literario: «Esa
amistad [...] que Dios ha querido tan entera y perfecta [...] ¿es
mucho si la fortuna la logra una vez en tres siglos?» (I,28). Sus
diálogos fueron para Montaigne método
de conocimiento socrático —«El ejercicio más fructífero y
natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la conversación »
(III,8)— y su temprana muerte, en 1563, le hizo descubrir la
soledad y la certeza de no poder hallar en nadie —salvo en sí
mismo— apoyo para sus reflexiones. Sin la voz de La Boètie, pero
con la herencia de sus libros, Montaigne
elige permanecer en su biblioteca hablando consigo mismo y con los
textos,
actitud que heredará Quevedo: «con pocos pero doctos libros juntos,
/ vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a
los muertos» (Quevedo, 1995:103). Sus
interlocutores serán Platón, Epicuro, Séneca, Plutarco,
Lucrecio..., cuyas sentencias Montaigne hará grabar en el techo de
su biblioteca
—como homenaje a sus maestros— e incluirá en sus escritos, por
centenares y hábilmente modificadas: «Platón cita a menudo este
gran precepto: Realiza tus propios actos y conócete» (I,2).
Consciente de la fragilidad
humana por su reiterada experiencia con la muerte
(las guerras, la peste, la pérdida de padre, de sus cinco hijos y de
su amigo), Montaigne se aleja de la vida social y, a los 38 años,
abandona sus cargos públicos para retirarse al castillo familiar del
Périgord, donde
dedicarse a leer y gozar de una existencia sencilla. Allí escribirá
los Essais,
cuya
primera edición aparece en Burdeos,1580; y, una década después, la
definitiva, 1588.
Defensor
del pensamiento individual y libre frente a la imposición de credos
e ideologías,
Montaigne rechazó doctrinas e indagó en el propio yo sin apoyos:
«prefiero forjar mi alma que amueblarla» (III,3). No trató de
prescribir reglas, sino de poner ejemplos de cómo procuraba
liberarse de todo aquello que pudiera limitarle: la vanidad, el
miedo, el dinero, los fanatismos...
Humanista
convencido de la superioridad de los valores clásicos,
no es de extrañar que la Iglesia incluyera su obra en el índice de
libros prohibidos en 1676, por entender que ofrecía
argumentos para una revolución secular con su defensa del hedonismo,
del culto a la individualidad y a la libertad desde una mirada
escéptica y relativista.
Mientras Calvino o los nuncios proclamaban: «sabemos la verdad»,
Montaigne se preguntaba: «Qué sé yo?»; si aquellos pretendían
imponer cómo vivir, su consejo era: «¡Pensad
vuestros propios pensamientos, no los míos!
¡No me sigáis ciegamente, permaneced libres!» (I,27; III,2). En
suma, para Montaigne, analizar la propia idiosincrasia conlleva
alejarse de los dogmas y mostrarse escéptico ante nuestro saber: «no
garantizo más certeza en lo que digo sino que es lo que entonces
tenía en mi pensamiento, pensamiento tumultuario y vacilante. Hablo
de todo platicando, no asegurando». (III,11); de ahí la divisa que
mandó grabar en su medalla: Que
sais-je?
Del
«conócete a ti mismo» a la exhibición de yo
Montaigne
explicita la finalidad de sus Essais:
«Hace
varios años que soy
yo el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo y estudio
más que mi propia persona;
y si estudio otra cosa, es para aplicarla al pronto sobre mí, o
mejor dicho, aplicármela a mí». (II,6). Al descubrir sus gustos y
opiniones, el gascón distingue
al individuo público (un gentilhombre del XVI ) del privado:
«El alcalde y Montaigne siempre fueron dos, con harto clara
separación». (III,10). «No escribo mis acciones, me escribo yo, mi
esencia» (II,6). Hacerlo le permite poder dar una visión plena de
sí: «yo soy el primero en dar a conocer mi ser total, en mostrarme
como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o
jurisconsulto». (I,2). Tras
reflexionar sobre su persona e interesarse por lo que le diferencia
de los demás —su ser único—, Montaigne busca el elemento común
que le asemeja a otros —su dimensión universal—,
dando una acertada radiografía de la naturaleza humana; no en vano
«cada hombre comporta la forma entera de la condición humana»
(III,2).
El
ser humano retratado por Montaigne muestra su miseria, su vanidad,
sus miedos, pero también su dignidad —«Si
se mirasen los demás atentamente como yo, hallaríanse,
como yo, llenos de inanidad y necedad» (III,9)—; pues
somos una suma de tradiciones, creencias y
pensamientos heredados —«Las leyes de la conciencia, que nosotros
decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre»
(I,23); «Me casé, es verdad; pero no fui al matrimonio; me
llevaron» (III,3); «nosotros no vamos; nos arrastran» (II,1)—;
y, sobre todo, somos fluctuantes, y
contradictorios, por la inconstancia del yo, que el autor
ejemplifica en sí mismo:
Todas
las contradicciones se dan en mí [...] Vergonzoso,
insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado
[...] y cualquiera que se estudie bien atentamente hallará en sí
mismo, e incluso en su propio entendimiento, esta volubilidad y
discordancia. (II,1).
Para
expresar el problema de la identidad
cambiante de la persona a lo largo del tiempo
—«existe
tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás»
(II,1)—, Montaigne elige una forma espontánea, abierta y
fluctuante, que intenta describir con la palabra Essais:
‘ensayos',
‘intentos', ‘aproximaciones'; pero también ‘experiencias'.
Montaigne concibe su libro como una «marquetería mal unida» de
muchas piezas —a semejanza de las Obras
morales de
Plutarco— y reivindica su desorden como rasgo de su libertad y
«buena fe», pese a ser consciente de su rareza: «Es libro único
en el mundo y en su especie, de propósito raro y extravagante».
(II,8). Con todo, la «desorganización» se debe, en parte, al modo
de escribir los Ensayos:
el
autor pensaba en voz alta
y un secretario —existieron tres sucesivos— tomaba nota del
dictado; lo cual le permitió usar técnicas modernas, como un
entramado
sin orden de materiales varios,
yuxtapuestos a modo de collage
(fragmentos
narrativos, citas, reflexiones, anécdotas históricas, impresiones
personales...), unidos por asociación libre y en una constante
acronía
...—.
Los 107 Ensayos
sorprenden
precisamente por su variedad y por los contrastes que contienen,
siendo el yo del autor lo que asegura la unidad del conjunto. Si los
más breves son anotaciones de lectura de una o dos páginas, otros
suponen auténticos ensayos
filosóficos, de inspiración estoica o escéptica
— Apología
de Raimundo Sibunde (II,12)—,
con abundantes confidencias personales — Sobre
la vanidad (III,9);
Sobre
la experiencia (III,13)—
que abogan
por la tolerancia:
ni rebeldía ni pasión, sólo estoicismo —«mi deseo es pasar
dulcemente y no laboriosamente lo que me resta de vida» (III,9)—.
En cuanto al estilo, Montaigne prefiere
un discurso conversacional:
«Me gusta el andar poético, a saltos y a brincos» (III,9) al
ordenado y metódico; así como una prosa abigarrada y diversa, a la
erudita.
De
todas las técnicas, sus
mejores hallazgos son la subjetividad, el tono testimonial y el
descubrimiento literario de la función del yo; pues escribir es una
forma de mantener un registro fiel de uno mismo a cada instante,
acechando la conducta presente, no los recuerdos del pasado, para
tomar
conciencia y asumir la transformación
con relativismo —«No pinto el ser. Pinto el paso: no el paso de
una edad a otra, [...] sino día a día, minuto a minuto». (I,2)—;
de ahí la necesidad de adecuar la dinámica de la escritura a la de
su yo: «Mi estilo y mi mente vagabundean igual» (III,9). Así, la
primera versión de los Essais
revela
al Montaigne auténtico que quiere conocerse; la última, aquel que
necesita mostrar al mundo cómo es. Tras
diez años de retiro, el autor cierra una etapa e inicia otra a sus
48 años, cuando la fama lo convierte en escritor y decide escribir
para los demás. Comienza entonces un viaje que durará 17 meses,
un tercer volumen y a corregir el conjunto de sus ensayos; prueba de
que su
discurso es una meditación en proceso
que no aspira a cerrarse tras un resultado.
Azorín
y el maestro Montaigne
Relacionar
a Azorín con Montaigne es ya un lugar común para la crítica
especializada; en concreto la admiración del alicantino por el
gascón —su modelo
vital— cuyas ideas estoicas, epicúreas y escépticas cristalizan
en una filosofía de vida y se traducen en una conducta y ética
particulares:
«yo amo a este gran filósofo por estas cosas: Montaigne representa
la concepción ondulante, flexible, circunstante, contingente de la
vida» (Martínez Ruiz, 1992: 176). Azorín confiesa identificarse
con el pensador francés —a cuya sombra es un «pequeño
filósofo»—, fundiendo
como él literatura y biografía;
binomio que se evidencia en sus novelas (La
voluntad, Antonio Azorín y
Las
confesiones de un pequeño filósofo); en
sus artículos de periódico, protagonizados por el mismo yo
narrativo («Los buenos maestros: Montaigne», Helios
,
oct. 1904); en los textos personales (Memorias
inmemoriales) o
en aquellas obras donde analiza la creación literaria como un
quehacer más del personaje (Capricho).
No
parece azar que el mencionado artículo de 1904 fuera el último que
el autor firmase como «J. Martínez Ruiz» y no con el pseudónimo
«Azorín», que ya había empezado a usar ese mismo año. En sus
Memorias,
el
escritor quiere hablar de lo que ha sido; pero de lo que ha sido
¿quién?:
«Soy
otro, soy otro». O sea: antaño fui un hombre escritor llamado
«Ariman» y «Cándido», luego otro
hombre
escritor que firmaba sus obras con el nombre de José Martínez Ruiz,
y después otro
,
Antonio Azorín, y poco más tarde otro
,
Azorín a secas, y ahora otro
que
ya no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer...[
Valencia,
1941].
La
tesis azoriniana no plantea que con el paso del tiempo «somos
otros», sino que «somos de otro modo»
(Laín Entralgo, 1974: 40-41), mezclando la realidad y el deseo.
El alicantino no pretende hablar de uno, sino de todos y de ninguno:
del hombre múltiple que quiso ser, al modo de los heterónimos de
Pessoa y los complementarios de Machado. En suma, Azorín y Montaigne
analizan sus inclinaciones personales y se
afanan por retratarse en su constante evolución, viéndose con
objetividad, a la vez que recreándose con la imaginación;
lectores voraces en su paraíso libresco, pero también alquimistas
escuchándose vivir para transmutar su experiencia en escritura.
Todas
las novelas de Azorín tienen el aire de autobiografías (se han
calificado de egopeyas)
por
la condición de los personajes, puras variaciones de la etopeya del
autor. Aunque se afirma que Martínez Ruiz es uno de los autores más
autobiográficos, por incluir
siempre materiales personales en sus escritos, en ellos no muestra al
hombre con sus sentimientos; sino al novelista,
no en vano, en sus Memorias,
el
alicantino reconoce: «el subjetivismo de sus primeros años de
escritor —el uso del yo que tanto se le reprochaba— era cosa
encimera y que lo más recóndito y personal continuaba escondido.»
[«Otras influencias », Memorias].
Incluso
busca distanciarse del que fue hablando de sí mismo en tercera
persona: «Y en estas cuartillas me propongo escribir de los gestos y
dichos de X.» [«Nadie», Memorias].
Lo
mismo sucede en los Essais,
donde,
pese a la interminable referencia
a gustos, costumbres e ideas de Montaigne, se advierten verdaderas
lagunas para el conocimiento de su personalidad,
oculta tras el velo sutil del autobiografismo.
Aunque
se ha dicho que dicha estrategia suple la falta de fantasía en los
relatos del alicantino, lo cierto es que plantea un recurso muy
actual en sus tentativas para crear una nueva novela: el uso
distorsionado de los propios recuerdos como materia literaria. «La
vida no es lo que uno vivió, es lo que uno recuerda», sentencia
García Márquez en la primera línea de sus memorias Vivir
para contarla (2002).
Lo cierto es que en los siglos XX - XXI se impondrá una variante de
la autobiografía —la
autoficción— que funde lo biográfico con la narrativa
al identificar el nombre del protagonista con el del autor, que busca
así reinventarse (Alberca, 2007), caso de C. Martín Gaite,
J.Marías, J. Llamazares, J. Cercas, A. Muñoz Molina o E.
Vila-Matas... Mucho antes que ellos, en 1904, José Martínez Ruiz se
convierte en personaje al firmar sus trabajos con el apellido de su
ente de ficción, «Azorín»,
un joven rebelde y anarquista, como él, cuyo mentor (Yuste) encarna
las ideas del alcalde de Burdeos:
«Y como Azorín viese que se iba poniendo triste y que el
escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y todo, un
violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso a ir a ver al
maestro, que era como
salir de un hoyo para caer en una fosa».
No extraña que su evolución le lleve a convertirse en un
intelectual resignado y contemplativo como el perigordino, a quien
cita y parafrasea: «Ahora Azorín lee a Montaigne. Este hombre que
era un solitario y un raro, como él, le encanta». (La
voluntad, I,7).
Algún
crítico ha puntualizado que Azorín no leía a Montaigne, sino a uno
de sus descendientes más lúcidos, La Rochefoucauld. Lo cierto es
que lo leía de joven diariamente: «Todas las tardes la filosofía
de Montaigne iba entrando en mí...» y de adulto: «Montaigne ha
pasado también en mi espíritu; dejó su sedimento», «Yo no leo a
Montaigne; lo releo por tercera, por cuarta, por quinta, por sexta
vez. Pocos filósofos hay que puedan soportar esta prueba». (Campos,
1964: 138 y Martínez Ruiz, 1970: 126). Con su habitual laconismo,
Martínez Ruiz no anotaba al margen sugerencias o dudas; sino que se
limitaba a marcar con lápiz la frase o párrafo de su interés. Los
elegía de diversos colores (azul, verde, rojo y marrón) para
destacar conceptos a los que regresar en lecturas posteriores: «Abro
ahora el libro y voy buscando, por entre las múltiples señales
hechas con lápices de colores, los pasajes en que el maestro escribe
sobre este trance terrible...» (Martínez Ruiz, 1948:70). Algo
parecido hacía Montaigne respecto de las ediciones que manejaba de
autores clásicos, cuyas frases subrayaba, además de anotar al
margen sus comentarios y la fecha de sus impresiones. Varias
tratan del conocimiento propio a través del acto de escribir, y es
el hecho de compartir dicho objetivo y verlo desarrollado por
Montaigne de manera brillante, lo que explica el trato de maestro
que
el alicantino le dispensa.
La
edición de Martínez Ruiz —de los hermanos Didot, encuadernada en
piel, en cuatro volúmenes de pequeño formato, hoy conservada en la
casa-Museo de Azorín en Monóvar— fue su
texto de cabecera, por cuanto lo menciona en entrevistas:
«El Montaigne que yo leía en el Bélix —aquí lo tengo— es el
publicado en 1802 por Fermín y Pedro Didot, en cuatro tomitos [...]
ahora mismo acabo de hojear a Montaigne en la misma edición»
(Campos, 1964: 133 y 159). Es el ejemplar que aparece en sus novelas
como preciado equipaje de su protagonista, el mismo que nosotros
hemos manejado (3):
«...
en la maleta va colocando unas camisas de finísimo hilo, unos
calzoncillos, unos calcetines, unos pañuelos —cuatro tomitos
impresos por Didot, limpiamente, en el año 1802—.Azorín los pasa,
los repasa, los acaricia, los
abre al azar».
[Antonio
Azorín, II,
21].
El
estilo Azorín: el estilo de los Essais
Es
innegable la
tendencia de Azorín a la introspección y a la forma de un ficticio
diario como
estrategia literaria desde sus inicios: en artículos — Charivari,
crítica discordante (1897)—;
cuentos —«Fragmentos de un diario», Bohemia
(1897)
o Soledades
(1898)—;
y primeras novelas: Diario
de un enfermo (1901)
y La
voluntad (1902).
La afición de este autor por crear obras literarias donde la ficción
se mezcla con los rasgos propios del diario —anotando
una biografía de lo sentido más que de lo sucedido—, la
racionalidad del ensayo y lo fragmentario del artículo de periódico
acabará por conformar su estilo.
El diario le permitirá dar respuesta a un problema acuciante,
sufrido también por Montaigne, Larra, Amiel o Unamuno: la
identidad del ser dividido entre su vida pública y privada,
la del escritor-periodista frente a la del sujeto en crisis que se
analiza: «El yo agresivo se enfrenta con el mí contemplativo y el
ser está dividido sin esperanza y reducido al papel de espectador de
su propia existencia» (La
voluntad ,
I,25). El escritor proyectará dicha escisión en los personajes al
registrar tanto sus acciones como sus confidencias. Las anotaciones
en un diario ofrecerán a Azorín, además de la autenticidad
perseguida, una alternativa formal novedosa para el nuevo
concepto de novela que se busca hacia 1900: cronología discontinua,
tono confesional e intimista, uso de la primera persona narrativa,
bosquejo breve, yuxtaposición de contenidos, lengua conversacional,
relativismo en el punto de vista (visible en las soluciones
provisionales y finales abiertos), mirada contemplativa, sucesos
cotidianos, descripciones pictóricas, tempo
lento,
impresionismo, sensaciones, matices, silencios..., rasgos distintivos
de lo que se ha dado en llamar estilo
Azorín .
Hallada
la fórmula, el novelista creará sus obras repitiendo un número
parecido (30-40) de unidades breves y autónomas de la misma
extensión, a modo de cuadros o piezas heterogéneas más que
capítulos de un conjunto, que suman: anécdotas, artículos
periodísticos, párrafos de otros libros, circulares políticas...
De este modo se quiere trasladar a la forma
lingüística cada estado de ánimo e impresión, sin
vínculos lógicos ni enlaces (frases yuxtapuestas), en una suerte de
«impresionismo » novelesco, cuyo efecto es el de un estilo
estático, repetitivo y cortado.
Si
el francés experimentó o «ensayó» una forma para sus escritos
autobiográficos, otro tanto hizo Martínez Ruiz a partir de los
Essais,
caso
de un relato de 1942 que inicia así: «He puesto ya en una cuartilla
las palabras decisivas El
escritor .
Ese es el título de la novela». (Martínez Ruiz, 1942:20) A pesar
de haber explicitado el género, la lectura de sus páginas no lo
confirma; es más, la editorial Espasa publicó en Argentina las tres
primeras ediciones de la obra en la serie verde de ensayo. Sólo en
la cuarta, y por indicación de su autor, fue traspasada a la serie
azul de narrativa. De forma similar, la siguiente — Capricho
,
1943— empieza con esta reflexión: «El autor por capricho (4)
tiene este libro. [...] Novela o lo que sea. Novela o circunspectas
confidencias» (Martínez Ruiz, 1943: 9), lo cual nos lleva al punto
crucial que anunciábamos: los
límites entre escritura autobiográfica y obra de ficción.
Si
la
autobiografía es el relato retrospectivo en prosa que una persona
real hace de su existencia —vida individual e historia de su
personalidad, identificando al autor con el narrador y el personaje
descrito—,
no hay mucha diferencia entre lo autobiográfico y las novelas de
Azorín; cuyo interés no es la historia anecdótica del personaje
descrito —la suya—, sino la
autoconciencia de un yo que quiere entenderse, recreando vivencias e
intentando dar coherencia intelectual a la propia vida, aún en
proceso. Así
empieza la novela Las
confesiones de un pequeño filósofo (1904):
«Yo no quiero ser dogmático y hierático; y para lograr que caiga
sobre el papel, y el lector la reciba, una sensación ondulante,
flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré entre mis recuerdos
algunas notas vivaces e inconexas —como lo es la realidad—.»
Tanto
el autorretrato impresionista de las Memorias
y
novelas de Azorín, como la autobiografía sin entramado de los
Essais
de
Montaigne suponen un
intento de conocerse a través de la escritura. Aunque ambos
escritores acaben mostrándose en parte, y en parte, reinventándose,
ello no anula la herencia socrática que el francés lega a la
modernidad y palpita en Azorín: la necesidad de conocerse, a pesar
de la esencia evanescente y proteica del yo. Un siglo después, la
búsqueda continúa, aunque los
novelistas actuales no quieran ver la imagen que les devuelve el
espejo de la página escrita y decidan inventar su propio reflejo.
Nada
mejor que volver al ejemplo de Monsieur de Montaigne en tiempos de
elecciones, que suelen ser tensos y a veces beligerantes,
irracionales y violentos, y nada mejor que hacerlo de la mano de
Jorge Edwards que, en su último libro, La muerte de Montaigne,
traza una delicada y seductora imagen del célebre autor de los
Ensayos. No se trata de una novela, ni de un ensayo, sino de
una crónica que se vale también de
aquellos géneros, e incluso de la historia, para recrear, con
comentarios personales y, a ratos, pinceladas de fantasía, la vida,
la obra, y, sobre todo, la sabia serenidad con que supo encarar la
vida y los desórdenes de la política el Señor de la
Montaña.
El
gran clásico francés, modelo y maestro de Azorín, que lo leyó y
releyó toda su vida y de quien aprendió tal vez esa calmosa y casi
quieta manera de escribir que fue la suya, es la columna vertebral
del libro de Edwards, el tronco alrededor del cual se despliega ese
frondoso ramaje, los datos sobre su familia, su tiempo, sus
peligrosos viajes a caballo por media Europa, las
guerras de religión que desangraban a Francia, los reyes asesinados
a puñaladas, las intrigas políticas. De pronto, en medio
de toda esa rica materia, surge la ficción, en pequeñas escenas y
episodios que añaden una orla imaginaria y risueña a la intensa
recreación histórica. Los comentarios del autor son personales,
astutos, inteligentes, y atestiguan una recóndita identificación
con la psicología de Montaigne, el maestro que, con perfecto control
de sí mismo y sin dejarse nunca arrebatar por los
tumultos y riesgos que lo cercan, escudriña
su entorno y lo comenta, a la vez que relee
a sus amados clásicos helenos y latinos, con citas de los
cuales ha pintarrajeado todas las vigas de la torre bordelesa donde
se ha confinado a escribir y meditar.
Los
largos intervalos sobre las conspiraciones,
matanzas, odios y enredos en la corte ganan a veces el
protagonismo y la figura de Montaigne se desvanece en ese fresco
animado de las peripecias militares,
sociales y políticas, pero luego reaparece y sus lúcidas
y penetrantes reflexiones arrojan una luz que vuelve racional e
inteligible lo que parecía caos, barbarie, incomprensible trifulca
de gentes ávidas de poder. La fuente
histórica principal de Jorge Edwards es Michelet,
prosista eximio, pero relator parcial y a veces inexacto de las
peripecias e intervenciones de Montaigne en la vida política (fue
alcalde de Burdeos y amigo y consejero de Enrique III de Navarra
antes de que llegara al trono francés).
El
libro se lee con el mismo placer que ha sido escrito y el lector
queda, al final, tan prendado del Señor de la Montaña como el
propio Jorge Edwards o como lo estuvo Azorín. Edwards es un
magnífico cronista, acaso el último cultor de un género casi
extinguido y este libro me parece uno de los mejores que ha escrito,
en todo caso en el que se ha acercado más y mejor al tema
complejo de la vocación literaria, de la manera como la literatura
nace de la vida vivida y vuelve a ella a través de quien, inspirado
en sus propias experiencias, fantasea, inventa otra vida imaginaria y
mediante lo que escribe impregna y sutilmente altera la vida
verdadera, a veces para mejor, pero también algunas veces
para peor.
En
las páginas finales de La
muerte de Montaigne
hay unas reflexiones de autor sobre la muerte y el cementerio del
balneario chileno de Zapallar (donde está enterrado José Donoso)
que ponen una nota melancólica y triste en un libro que es un canto
de amor a quien encarnó mejor que nadie la
vida tranquila, la serenidad, la domesticación de los instintos y la
pasión por la razón y las buenas lecturas.
¿Cómo
pudo Montaigne sobrevivir al salvajismo de la vida política, del
fanatismo religioso, del mundillo de intrigas de codiciosos,
envidiosos y desalmados con quienes tuvo que codearse en
los años de su quehacer cívico y en las relaciones con los
poderosos de su tiempo a quienes frecuentó, a la vez que los
observaba como un entomólogo para autopsiarlos en sus ensayos?
Gracias a su extraordinaria prudencia,
a su implacable serenidad. Nunca se dejó
llevar por las emociones, es posible incluso que hasta
refrenara su amor por la joven Marie de Gournay, que sería su devota
editora, luego de hacer un ponderado balance de las conveniencias e
inconveniencias de contraer una pasión senil (en su época la
cincuentena era ya la vejez), siempre por la inteligencia y la razón.
Confieso que, a mí, tanta serenidad en una persona me impacienta y
me aburre un poco, pero no hay duda de que, en un campo específico,
el de la política, si prevaleciera la
juiciosa actitud de Montaigne, habría menos estragos en la sociedad
y la vida de las naciones hubiera sido más civilizada de
lo que fue y es todavía.
De
la campaña por las elecciones municipales y autonómicas de España,
que tiene lugar mientras escribo este artículo, hasta ayer el Señor
de la Montaña hubiera dicho, sin duda, que era un ejemplo de buena
conducta ciudadana, pues, aunque las encuestas pronostican un
resultado catastrófico para los socialistas, el partido de gobierno,
todo transcurría con total normalidad, como un educado cotejo de
propuestas entre los diversos candidatos y tranquilos mítines con
bocadillos, gaseosas y lánguidos discursos. Pero, ayer, de pronto,
sin que nadie lo previera, las ciudades de media España se llenaron
de millares de ruidosos manifestantes, sobre todo jóvenes
desempleados [¡!], convocados a través de las redes por fantasmas,
bajo el eslogan de "Democracia ya",
pidiendo a los ciudadanos que se abstuvieran de votar,
para sancionar de este modo a una clase política a la que acusan de
insensibilidad, y también a los banqueros. Aunque todo
el mundo se declara solidario de los cinco millones de parados que ha
dejado la crisis en España, nadie entiende bien qué es
lo que representa este movimiento, si es una tardía secuela de lo
que fue el mayo del 68 en Francia, ni menos qué consecuencias tendrá
en las elecciones del día 22.
¿Qué
hubiera dicho Montaigne al respecto? Sin duda que había
que inquietarse, pues, aunque sea comprensible
la frustración y la ira de quienes se han quedado sin trabajo o han
visto desbarrancarse su seguridad y sus niveles de vida por culpa de
las malas políticas, abstenerse de votar, es decir, dar
la espalda a la esencia misma de la democracia, no va a resolver para
nada este problema, sino más bien agravarlo, dando aliento a quienes
quisieran acabar con el sistema que, por defectuoso que sea, sigue
siendo el que mejor ha sabido contener la violencia social, el que ha
combatido con más éxito la pobreza, el único que garantiza la
pacífica alternancia en el poder, y el que ha dado los más altos
niveles de vida a las sociedades desarrolladas de nuestro tiempo. Y
concluiría tal vez con esta sentencia: no se apaga un incendio
echando baldazos de queroseno al fuego.
[D.
Mario no apunta responsables: La crisis nos «ha dejado» cinco
millones de parados «por culpa de las malas políticas».]
¿Y
qué diría el autor de los Ensayos
sobre la segunda vuelta de las elecciones peruanas entre Keiko
Fujimori y Ollanta Humala? Probablemente que, bajo la apariencia de
una pacífica contienda presidencial, ha vuelto a asomar en el Perú
la barbarie tercermundista. Porque la razón parece haberse eclipsado
casi por completo de esa campaña, expulsada por la
pasión, el miedo, el odio, la mentira y el sectarismo
más cerril. La
guerra
sucia
y formas todavía larvadas de fascismo han reemplazado el debate de
ideas, propuestas y programas. Y
como la inmensa mayoría de los dueños de los medios de comunicación
quieren que sea la señora Fujimori, hija del dictador que ahora
cumple 25 años de condena por asesino y por ladrón, la que gane las
elecciones, la campaña consiste en un verdadero soliloquio de
ataques despiadados a través de todos los órganos de expresión
contra Ollanta Humala, a quien se sigue acusando de querer implantar
en el Perú un modelo semejante al del dictadorzuelo venezolano Hugo
Chávez, pese a sus desmentidos y a su nuevo programa de gobierno, en
el que han quedado categóricamente excluidas la reelección
presidencial, la estatización de empresas, la intervención en los
medios de prensa y garantizadas la libertad de expresión y la
economía de mercado.
¿Resistirá
una mayoría de electores este frenético lavado
de cerebro a que está sometido el pueblo peruano por
quienes quieren resucitar la ominosa dictadura de Fujimori y
Montesinos para defender así su peculiar idea de la democracia? Si
semejante cosa ocurriera, se podría decir que, pese a todas las
apariencias en contrario, la lección de
sabiduría y racionalidad de Montaigne ha arraigado
inesperadamente, allende los mares, en el Perú de "metal y de
melancolía" que cantó García Lorca.
Montaigne
en la trifulca, Mario Vargas Llosa [El País, 22 de mayo 2011]
Miércoles, 23 de Febrero 2011Montaigne, Pessoa y KafkaLos escritores a que siempre estoy volviendo son Montaigne, Pessoa y Kafka. El primero porque somos la materia de lo que escribimos, el segundo porque somos muchos y no uno, el tercero porque ese uno que no somos es un coleóptero.“Soy un relativista”, Vistazo, Guayaquil, 19 de febrero de 2004 José Saramago en sus palabras
"Cuando digo que quizá no sea un novelista, o que quizá lo que hago son ensayos, hablamos de esto precisamente, porque la sustancia, la materia del ensayista es él mismo. Si tú vas a leer los ensayos de Montaigne, que fue cuando empezaron a llamarse así, sabes que es él, siempre él, desde el prólogo, en la misma introducción. En sustancia, yo soy la materia de lo que escribo". Juan Arias, José Saramago: El amor imposible
En el fondo, la palabra auténtica, la palabra verdadera es la palabra dicha. La palabra escrita no es más que algo insignificante y muerto que está ahí, esperando que la resuciten. Y la palabra es realmente palabra al pronunciarla. Por eso, a veces, digo que conviene que el lector que está leyendo una novela mía sea capaz de escuchar dentro de su cabeza la voz que está diciendo aquello que está leyendo.
Bravo!, junio 1999
Si hay un escritor del siglo XX por el que tengo veneración, ése es Kafka, y reivindico el ser kafkiano. Kafka dijo que un libro tiene que ser el hacha que rompe el mar helado de nuestra conciencia. Esto me lo tomo como un programa de trabajo. Lo raro sería que un escritor como él no hubiera ejercido ninguna influencia.
Época, Madrid, 21 de enero de 2001

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