jueves, 29 de octubre de 2015

Lección de humildad


Que filosofar es prepararse a morir, Ensayos de Montaigne
¿Qué ocurre después de la muerte?, Mohed Costandi [El País, 21 de octubre de 2015] 

Con estos ejemplos tan ordinarios y frecuentes, que pasan a diario ante nuestros ojos, ¿cómo es posible que podamos desligarnos del pensamiento de la muerte y que a cada momento no se nos figure que nos atrapa por el pescuezo? ¿Qué importa, me diréis, que ocurra lo que quiera con tal de que no se sufra aguardándola? También yo soy de este parecer, y de cualquier suerte que uno pueda ponerse al resguardo de los males [...]

no advertimos ninguna transición violenta cuando nuestra juventud acaba, lo cual es en verdad una muerte más dura que el acabamiento de una vida que languidece, cual es la muerte de la vejez. El tránsito del mal vivir al no vivir, no es tan rudo como el de la edad floreciente a una situación penosa y rodeada de males del cuerpo encorvado se aminoraron ya las fuerzas, y lo mismo las del alma; habituémosla a resistir los ataques de la muerte. Pues como es imposible que permanezca en reposo mientras la teme, si logra ganar la calma (cosa como que sobrepuja la humana condición), de ello puede alabarse entonces pues es harto difícil que la inquietud, el tormento y el miedo, ni siquiera la menor molestia se apoderen de ella. [...]
Nuestra religión no ha tenido más seguro fundamento humano que el menosprecio de la vida.[...]
Como el venir a la vida nos trae al par el nacimiento de todas las cosas, así la muerte hará de todas las cosas nuestra muerte. [...]
Mas la propia naturaleza nos obliga a perecer. «Salid, nos dice, de este mundo como en él habéis entrado. El mismo tránsito que hicisteis de la muerte a la vida, sin pasión y sin horror, hacedlo de nuevo de la vida a la muerte. Vuestro fin es uno de los componentes del orden del universo, es uno de los accidentes de la vida del mundo. [...]
La muerte es la condición de vuestra naturaleza; es una parte de vosotros mismos; os huís a vosotros mismos.

Que filosofar es prepararse a morir, Ensayos de Montaigne


martes, 27 de octubre de 2015

Gar mancher kommt vom Lesen der Journale

Man muß das Wahre immer wiederholen, weil auch der Irrtum um uns her immer wieder gepredigt wird und zwar nicht von einzelnen, sondern von der Masse, in Zeitungen und Enzyklopädien, auf Schulen und Universitäten. Überall ist der Irrtum obenauf, und es ist ihm wohl und behaglich im Gefühl der Majorität, die auf seiner Seite ist. 
Johann Wolfgang von Goethe zu Johann Peter Eckermann, 16. Dezember 1828.

Der Zeitungsschreiber selbst ist wirklich zu beklagen.
Gar öfters weiß er nichts, und oft darf er nichts sagen.
Johann Wolfgang von Goethe: Die Mitschuldigen II, 2. (Der Wirt)

 
Carta de George Orwell sobre la creación de “1984”, Traducción de Juan Vazquez Prieto
En 1944, tres años antes de escribir 1984 y cinco años antes de publicarla, George Orwell escribió a mano una carta detallando la tesis de su gran novela. La carta, que advierte sobre el incremento de países totalitarios que dirán “que dos más son cinco”, aparece en la obra George Orwell: A Life in Letters (George Orwell: la vida en cartas), editada por Peter Davidson y publicada por Liveright. Se incluye además el consejo de Orwell a Arthur Koestler sobre cómo hacer la crítica de un libro.
A Noel Willmett
18 de mayo 1944
10ª Mortimer Crescent NW6

Estimado Sr. Willmett,
Muchas gracias por su carta. Me pregunta si los totalitarismos, liderazgos, etc. están de verdad en ascenso aunque parece ser que no es así en este país ni en los Estados Unidos. Debo decir que yo creo, más bien me temo, que considerando el mundo globalmente estas cosas van en aumento. Hitler, sin duda, desaparecerá pronto, pero a costa del fortalecimiento de (a) Stalin, (b) los millonarios Anglo-Americanos y (c) toda clase de pequeños “fuhrers” como de Gaulle. Todos los movimientos nacionales en todos los sitios, incluso aquellos que se originaron en la resistencia a la dominación germana, parecen tomar formas no democráticas, agruparse alrededor de algún “fuhrer” superhombre (Hitler, Stalin, Salazar, Franco, Gandhi, De Valera son todos variados ejemplos) y adoptar la teoría de que el fin justifica los medios. En todas partes el movimiento mundial parece apuntar en la dirección de economías centralizadas que puede ser que “funcionen” en un sentido económico, pero no están organizadas democráticamente y tienden a establecer un sistema de castas. A esto se unen los horrores de los nacionalismos emocionales y una tendencia a no creer en la existencia de la verdad objetiva, porque todos los hechos han de ajustarse a las palabras y profecías de algún “fuhrer” infalible. La historia, en cierto sentido, ha dejado ya de existir; por ejemplo, no hay una historia de nuestro tiempo como tal que se acepte universalmente, y las ciencias exactas se ponen en peligro tan pronto como las necesidades militares dejan de mantener a la gente en su sitio. Hitler puede decir que los judíos empezaron la guerra, y si él sobrevive eso se convertirá en la historia oficial. No puede decir que dos más dos son cinco porque, según la balística, digamos, tiene que ser cuatro. Pero si llega a hacerse realidad el mundo que yo me temo, un mundo de dos o tres grandes superestados incapaces de conquistarse los unos a los otros, dos y dos podrían llegar a ser cinco si el “fuhrer” así lo desea. Esa es, por lo que yo puedo ver, la dirección en la que nos estamos moviendo, aunque, por supuesto, el proceso es reversible.

Por lo que respecta a la inmunidad comparativa de Gran Bretaña y los Estados Unidos, no importa lo que digan los pacifistas etc., no nos hemos convertido en un totalitarismo todavía, y esto constituye un síntoma muy esperanzador. Creo profundamente, como explico en mi libro The Lion and the Unicorn (El león y el unicornio), en el pueblo inglés y en su capacidad para centralizar su economía sin destruir la libertad al hacerlo.
Pero se debe recordar que Gran Bretaña y los Estados Unidos no han sido probados, no conocen la derrota ni el sufrimiento serio, y hay síntomas malos en contraste con los buenos. Para empezar está la indiferencia general por el decaimiento de la democracia. ¿Se da usted cuenta, por ejemplo, de que nadie en Inglaterra de menos de 26 años tiene voto y de que, por lo que se ve, a la gran masa de gente de esa edad esto le importa un comino? En segundo lugar, está el hecho de que los intelectuales son más totalitarios en perspectiva que la gente común. En conjunto, la intelectualidad inglesa se ha opuesto a Hitler, pero sólo a costa de aceptar a Stalin. La mayoría de ellos están perfectamente preparados para métodos dictatoriales, policía secreta, falsificación sistemática de la historia, etc., siempre y cuando sientan que se hace de “nuestro” lado. En realidad la aseveración de que no tenemos un movimiento fascista en Inglaterra significa en gran medida que los jóvenes, en este momento, buscan su “fuhrer” en otro sitio. No puede uno estar seguro de que eso no vaya a cambiar, como no se puede asegurar que la gente común no vaya a pensar como los intelectuales de aquí a diez años. Espero que no sea así, incluso confío en que no sea así, pero si se diera sería a costa de una lucha. Si se proclama sencillamente que todo es por el bien y no se señalan los síntomas siniestros se está ayudando a que el totalitarismo esté cada vez más cerca.
También me pregunta que si yo creo que hay una tendencia mundial hacia el fascismo por qué apoyo la guerra. Se trata de una elección de males, me imagino que casi todas las guerras son eso. Sé lo suficiente del imperialismo británico como para que no me guste, pero lo apoyaría contra el nacismo o el imperialismo japonés, como mal menor.
Igualmente apoyaría a la URSS contra Alemania porque creo que la URSS no puede escapar totalmente de su pasado y retener lo suficiente de las ideas originales de la Revolución para convertirla en un fenómeno más esperanzador que la Alemania nazi. Creo, y lo he pensado desde que empezó la guerra en 1936 más o menos, que nuestra causa es la mejor, pero tenemos que seguir haciendo que sea la mejor, lo que implica la crítica constante.

Atentamente
Geo. Orwell

La última novela de George Orwell fue considerada como un panfleto anticomunista, y muchos han dicho que su visión pesimista del Estado ha resultado profética. Sin embargo, Orwell -cuyo centenario se conmemora el próximo miércoles-, que como buen profeta era capaz de ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana, tenía otros objetivos y extrajo una conclusión inesperadamente optimista.

El último libro de George Orwell, 1984, ha sido siempre víctima, en cierto modo, del éxito de Rebelión en la granja, que la mayoría de la gente se conformó con interpretar como una clara alegoría sobre el triste destino de la revolución rusa. Desde el momento en el que el bigote del Gran Hermano hace su aparición, en el segundo párrafo de 1984, muchos lectores lo relacionan directamente con Stalin y caen en la tentación de trasladar, punto por punto, la analogía que habían aplicado al libro anterior. Aunque no hay duda de que el rostro del Gran Hermano es el de Stalin, igual que el del despreciado hereje del partido, Emmanuel Goldstein, es el de Trotski, ninguno de los dos coincide con su modelo tan exactamente como pasaba con Napoleón y Bola de Nieve en Rebelión en la granja. Aun así, el libro se comercializó en Estados Unidos como una especie de panfleto anticomunista. Publicado en 1949, llegó en plena era de McCarthy, cuando el "comunismo" había recibido la condena oficial por ser una amenaza monolítica y de alcance mundial, e intentar mostrar, siquiera, las diferencias entre Stalin y Trotski, era inútil, tan inútil como que un pastor intente enseñar a sus ovejas los matices que sirven para reconocer a los lobos.
Se consideraba miembro de la "izquierda disidente", distinta de la "izquierda oficial", es decir, del Partido Laborista del que había empezado a considerar que podía llegar a ser fascista.
Además, la guerra de Corea (1950-1953) pronto iba a sacar a la luz la supuesta práctica comunista de la obediencia ideológica mediante el "lavado de cerebro", una serie de técnicas basadas, al parecer, en el trabajo de I. P. Pavlov, que había entrenado a perros para que segregaran saliva a una señal. El hecho de que en 1984 hagan a su protagonista, Winston Smith, algo muy parecido al lavado de cerebro, con todo su espantoso detalle, no extrañó a los lectores decididos a considerar la novela como una simple condena de las atrocidades estalinistas.

Sin embargo, ésa no era exactamente la intención de Orwell. Aunque 1984 ha aportado ayuda y consuelo a generaciones de ideólogos anticomunistas con sus propias respuestas pavlovianas, las ideas políticas de Orwell no sólo eran de izquierda, sino de extrema izquierda. [¡!] Había ido en 1937 a España para luchar contra Franco y sus fascistas apoyados por los nazis, y allí había aprendido rápidamente las diferencias entre el antifascismo auténtico y el falso. "La guerra española y otros hechos ocurridos en 1936-1937", escribió 10 años más tarde, "inclinaron la balanza, y a partir de ahí supe cuál era mi posición. Cada frase seria que he escrito desde 1936 ha ido orientada, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor de lo que considero socialismo democrático".

[¿Extrema izquierda socialdemócrata?]
Orwell se consideraba miembro de la "izquierda disidente", distinta de la "izquierda oficial", es decir, fundamentalmente, el Partido Laborista británico, del que en su mayor parte había empezado a considerar, ya antes de la II Guerra Mundial, que tenía la posibilidad de ser fascista, si es que no lo era ya. De forma más o menos consciente, trazaba una analogía entre el laborismo británico y el Partido Comunista de Stalin; en su opinión, ambos eran movimientos que aseguraban luchar por las clases obreras y contra el capitalismo, pero que en realidad sólo estaban interesados en establecer y perpetuar su propio poder y sólo se preocupaban por las masas a la hora de aprovechar su idealismo, su resentimiento de clase y su disponibilidad para ser una mano de obra barata y dejarse vender, una y otra vez.
Las personas de tendencia fascista -o, sencillamente, aquellos de nosotros demasiado dispuestos a justificar cualquier acción del Gobierno, tenga razón o no- se apresurarán a señalar que esas ideas son anteriores a la guerra y que, en el momento en el que las bombas enemigas empiezan a caer sobre Gran Bretaña, a modificar el paisaje y producir víctimas entre amigos y vecinos, todo esto pierde importancia, e incluso resulta subversivo. Con la patria en peligro, se vuelve fundamental tener unos dirigentes firmes y unas medidas eficaces; si uno lo quiere llamar fascismo, allá él, pero nadie estará escuchando, salvo para oír cuándo se acaban los bombardeos. Sin embargo, el hecho de que una discusión -y mucho más una profecía- resulte de mal gusto en plena situación de emergencia, no quiere decir necesariamente que sea un error. Se puede decir que, en ocasiones, el gabinete de guerra de Churchill se comportó como un régimen fascista: censuró informaciones, controló precios y salarios, restringió los viajes y subordinó las libertades civiles a las necesidades de guerra establecidas por ellos mismos.
[¿El fin justifica los medios?]
Lo que dejan claro las cartas y los artículos de Orwell en la época en la que estaba escribiendo 1984 es su desesperación por el estado del "socialismo" en la posguerra. Lo que, en tiempos de Keir Hardie, había sido una lucha honorable contra la conducta indiscutiblemente criminal del capitalismo respecto a la gente a la que utilizaba para extraer rentas y beneficios, en época de Orwell era ya una cosa vergonzosamente institucional, que se compraba y se vendía y, en demasiados casos, sólo estaba interesada en mantenerse en el poder.
Parece que a Orwell le molestaba en particular la lealtad generalizada de la izquierda hacia el estalinismo a pesar de las pruebas abrumadoras sobre la crueldad del régimen. "Por razones complejas", escribió en marzo de 1948, cuando empezaba a revisar el primer borrador de 1984, "casi la totalidad de la izquierda inglesa ha acabado aceptando el régimen ruso como 'socialista', pese a que reconoce en silencio que, tanto en espíritu como en la práctica, está muy lejos de todo lo que significa 'socialismo' en este país. De ahí que haya surgido una especie de corriente de pensamiento esquizofrénica, en la que palabras como 'democracia' pueden tener dos significados irreconciliables y cosas como los campos de concentración y las deportaciones en masa pueden estar bien y mal al mismo tiempo".

Sabemos que esta "especie de corriente de pensamiento esquizofrénica" es el origen de uno de los grandes logros de esta novela, que ha pasado a formar parte del lenguaje político: la identificación y el análisis del doble pensamiento. Como describe el personaje Emmanuel Goldstein en Teoría y práctica del colectivismo oligárquico, un texto peligrosamente subversivo que está prohibido en Oceanía y sólo se menciona como el libro, el doble pensamiento es una forma de disciplina mental cuyo objetivo, deseable y necesario para todos los miembros del partido, es ser capaz de creer dos verdades contradictorias al mismo tiempo. No es nada nuevo, por supuesto. Todos lo hacemos. En psicología social se conoce desde hace mucho tiempo, con el nombre de "disonancia cognitiva". Otros lo llaman "compartimentación". Algunos, como F. Scott Fitzgerald, han dicho que es síntoma de genio. Para Walt Whitman ("¿me contradigo? Muy bien, me contradigo") era ser amplio y contener multitudes; para el aforista estadounidense Yogi Berra era llegar a una desviación en el camino y tomar las dos direcciones; para el gato de Schrödinger era la paradoja cuántica de estar vivo y muerto al mismo tiempo.

Da la impresión de que la idea supuso para el propio Orwell un dilema, una especie de metadoble pensamiento -le repelía por su infinito poder de destrucción, al tiempo que le fascinaba por la posibilidad de llegar a trascender los opuestos-, como si hubiera una forma aberrante de budismo zen cuyos koans fundamentales fueran los tres lemas del partido, "la guerra es paz", "la libertad es esclavitud" y "la ignorancia es fuerza" y que sirviera para fines perversos.
La suprema encarnación del doble pensamiento en la novela es el funcionario del Partido Interior O'Brien, el que seduce y traiciona, protege y destruye a Winston. Cree con total sinceridad en el régimen al que sirve, pero puede personificar a la perfección a un devoto revolucionario comprometido en la lucha para derrocarlo. Se considera una simple célula del gran organismo del Estado, pero lo que recordamos es su individualidad, fascinante y contradictoria. Pese a ser un portavoz tranquilo y elocuente del futuro totalitario, O'Brien va revelando poco a poco una faceta desequilibrada, un distanciamiento de la realidad que asomará con toda su fealdad durante la reeducación de Winston Smith, en ese lugar de dolor y desesperación llamado Ministerio del Amor.
También es el doble pensamiento la base de los superministerios que dirigen Oceanía: el Ministerio de la Paz se encarga de la guerra, el Ministerio de la Verdad cuenta mentiras, el Ministerio del Amor tortura y acaba matando a cualquiera al que considera una amenaza. Si todo esto parece de una perversidad irrazonable, recuérdese que en Estados Unidos, hoy día, no parece que a muchos les moleste la existencia de una maquinaria de guerra llamada "Departamento de Defensa" ni les cueste decir las palabras "Departamento de Justicia" en serio, a pesar de las pruebas sobre las violaciones de derechos humanos y constitucionales cometidas por su brazo más temible, el FBI. Nuestros medios de comunicación, teóricamente libres, tienen que presentar unas informaciones "equilibradas", en las que a cada "verdad" se le opone inmediatamente otra opuesta que la neutraliza. Todos los días, la opinión pública se ve sometida a la revisión de la historia, la amnesia oficial y las mentiras descaradas, y todo ello se designa con el benevolente término de "versión", como si fuera algo tan inofensivo como una vuelta en un tiovivo. Sabemos que no es cierto lo que nos dicen, pero confiamos en que lo sea. Creemos y dudamos al mismo tiempo; parece que una de las condiciones del pensamiento político, en un Estado moderno, es tener permanentemente opiniones contradictorias sobre la mayoría de las cosas. Ni que decir tiene que es un factor utilísimo para quienes ocupan el poder y desean permanecer en él, preferiblemente para siempre.
Junto a la ambivalencia de la izquierda respecto a las realidades soviéticas, tras la II Guerra Mundial surgieron otras oportunidades de aplicar el doble pensamiento. A juicio de Orwell, el bando ganador, en sus momentos de euforia, estaba cometiendo errores casi tan fatales como los del Tratado de Versalles que terminó con la I Guerra Mundial. A pesar de las mejores intenciones, en la práctica, el reparto del botín entre los aliados tenía posibilidades de acabar causando daños fatales. Uno de los principales subtextos de 1984 es la inquietud de Orwell por la "paz".

"Lo que, en realidad, pretendo hacer con ella", escribió Orwell a su editor a finales de 1948, según parece cuando empezaba a revisar la novela, "es abordar las repercusiones de la división del mundo en 'zonas de influencia' (se me ocurrió en 1944, como consecuencia de la Conferencia de Teherán)".

Por supuesto, no se debe creer del todo a los novelistas cuando mencionan sus fuentes de inspiración. Pero merece la pena examinar el proceso imaginativo. La Conferencia de Teherán fue la primera cumbre aliada de la II Guerra Mundial, y se celebró a finales de 1943, con asistencia de Roosevelt, Churchill y Stalin. Uno de los temas de los que hablaron fue cómo los aliados iban a dividir Alemania, una vez derrotada, en zonas de ocupación. Otro, quién se quedaría con qué parte de Polonia. Al imaginar Oceanía, Eurasia y Eastasia, Orwell dio un salto de escala y convirtió la ocupación de un país derrotado en la de un mundo vencido.
El agrupamiento de Gran Bretaña y Estados Unidos en un mismo bloque resultó ser una profecía totalmente acertada, que previó la resistencia británica a integrarse en el continente eurasiático y su permanente sumisión a los intereses yanquis; por ejemplo, los dólares son la unidad monetaria de Oceanía. Londres es reconocible como el Londres del periodo de austeridad de la posguerra. Desde el principio, al sumergirnos de golpe en el plomizo día de abril en el que Winston Smith realiza su decisivo acto de desobediencia, las texturas de la vida distópica son implacables -las cañerías que no funcionan, los cigarrillos que pierden el tabaco, la comida horrible-, aunque tal vez no hiciera falta un gran esfuerzo de imaginación por parte de cualquiera que hubiera vivido la escasez de posguerra.
Profecía y predicción no son exactamente lo mismo y, en el caso de Orwell, confundir las dos cosas no es conveniente ni para el autor ni para el lector. A algunos críticos les gusta jugar a hacer listas de las cosas en las que "acertó" y no acertó el escritor. Si observamos, por ejemplo, Estados Unidos en estos momentos, vemos la ubicuidad de los helicópteros como recurso para el mantenimiento del orden, unas imágenes que nos resultan ya familiares por las numerosas series televisivas de policías, a su vez otras formas de control social; es más, basta con ver la ubicuidad de la propia televisión. La pantalla televisiva de dos direcciones se parece bastante a las pantallas planas de plasma conectadas a sistemas de cable "interactivos", existentes en 2003. Las noticias son lo que el Gobierno quiera que sean, la vigilancia de los ciudadanos corrientes forma parte de las actividades normales de la policía, los registros y detenciones justificados son una broma. Y así sucesivamente. "¡Vaya, el Gobierno se ha convertido en el Gran Hermano, como predijo Orwell! ¡Vaya palo!, ¿eh?". "¡Qué orwelliano, tío!".
Pues sí y no. Al fin y al cabo, las predicciones concretas no son más que detalles. Lo que tal vez sea más importante, e incluso necesario, para un profeta que se precie, es ser capaz de ahondar más que la mayoría en las profundidades del alma humana. En 1948, Orwell comprendió que, pese a la derrota del Eje, el deseo de fascismo no había desaparecido, que no sólo no había muerto sino que, tal vez, ni siquiera había alcanzado aún su plena madurez: la corrupción del espíritu, la irresistible adicción humana al poder ya existían desde hacía mucho, eran aspectos bien conocidos del Tercer Reich y la URSS de Stalin, incluso del Partido Laborista británico, y constituían los primeros ensayos de un futuro espantoso. ¿Qué podía impedir que ocurriera lo mismo en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿Una vida higiénica?
Lo que, por supuesto, ha mejorado de forma insidiosa y constante desde entonces -y, de paso, ha hecho que los argumentos humanistas sean casi irrelevantes- es la tecnología. [¡! ¿Argumentos humanistas irrelevantes?] No debemos dejarnos distraer en exceso por lo anticuado de los métodos de vigilancia en la era de Winston Smith. Al fin y al cabo, en "nuestro" 1984, el chip de circuito integrado tenía menos de 10 años de vida, y era casi vergonzosamente primitivo al lado de las maravillas que constituyen la tecnología informática en 2003, especialmente Internet, un avance que ofrece la posibilidad de un control social de dimensiones prácticamente inimaginables para los viejos tiranos pintorescos y de bigotes ridículos del siglo XX.
En 1938, dentro de la reseña que escribió para New Statesman de una novela de John Galsworthy, Orwell comentaba, casi de paso: "Galsworthy era un mal escritor, y algún conflicto interior agudizó su sensibilidad y casi le hizo bueno; su descontento se pasó, y él volvió a ser el de siempre. Merece la pena pararse a pensar de qué forma le ocurren las cosas a uno".

A Orwell le divertían sus colegas de izquierdas que vivían con el terror de que les tacharan de burgueses. Sin embargo, entre sus propios terrores, quizá acechaba la posibilidad de que le ocurriera como a Galsworthy y, un día, pudiera perder su indignación política y acabar siendo un apologista más de "las cosas tal como son". Incluso podríamos decir que la indignación era su bien más preciado. La había acumulado a lo largo de su vida -en Birmania, París, Londres, la carretera del muelle de Wigan, en España, donde le dispararon y le hirieron los fascistas-, le había costado sangre, sufrimiento y esfuerzo, y estaba tan apegado a ella como cualquier capitalista a su capital. Tal vez sea una aflicción que padecen más unos escritores que otros, ese miedo a hacerse demasiado cómodos, a venderse. Cuando uno vive de la literatura, ése es uno de los peligros, desde luego, aunque no a todos los escritores les parece mal. La capacidad de los gobernantes para adueñarse de la disidencia siempre ha sido un peligro real, bastante parecido, por cierto, al proceso mediante el cual el partido de 1984 consigue renovarse constantemente desde abajo.

Orwell, que había vivido entre los obreros y los desempleados durante la depresión de los años treinta y, en ese tiempo, descubrió su valor genuino e imperecedero, asignó a Winston Smith una fe similar en sus equivalentes de 1984, los proles, a los que el protagonista considera la única esperanza para lograr liberarse del infierno distópico de Oceanía. En el momento más bello de la novela -bello en el sentido en el que Rilke definía la belleza, como la aparición de un terror justo en el nivel de lo soportable-, Winston y Julia, que se creen a salvo, miran desde la ventana a la mujer que canta en el patio, y Winston, al contemplar el cielo, experimenta una visión casi mística de los millones que habitan bajo él, "gente que nunca había aprendido a pensar pero estaba acumulando en su corazón, su vientre y sus músculos la fuerza que, un día, daría la vuelta al mundo. ¡Si había esperanza, estaba en los proles!". Es el momento inmediatamente anterior a que les detengan a Julia y a él y comience el frío y terrible clímax del libro.
Los intereses del régimen de Oceanía son el ejercicio del poder en sí y su guerra implacable contra la memoria, el deseo y el lenguaje como vehículo del pensamiento. La memoria es relativamente fácil de atacar, desde el punto de vista totalitario. Siempre existe algún organismo, como el Ministerio de la Verdad, que niega los recuerdos de los demás y reescribe el pasado. En este año de 2003 es ya frecuente que se pague más a los empleados del Gobierno que al resto de la gente para que degraden la historia, frivolicen la verdad y aniquilen el pasado como cosa rutinaria. Antes, los que no aprendían de la historia tenían que repetirla, pero eso fue así sólo hasta que los gobernantes encontraron la forma de convencer a todo el mundo, incluso a sí mismos, de que la historia nunca sucedió, o sucedió de la manera más conveniente para sus propios fines; o, lo mejor de todo, de que la historia no importa, en cualquier caso, más que para hacer documentales de bajo nivel intelectual que proporcionen una hora de entretenimiento en televisión.

Existe una fotografía, hecha en Islington hacia 1946, de Orwell y su hijo adoptado, Richard Horatio Blair. El niño, que debía de tener entonces unos dos años, sonríe con un placer infinito. Orwell le sujeta suavemente con ambas manos y también sonríe, satisfecho, pero no con suficiencia; es más complejo, como si hubiera descubierto algo que quizá valiera más que la indignación. Su cabeza ligeramente inclinada, los ojos con una mirada precavida que puede evocar en los aficionados al cine a un personaje de Robert Duvall, de esos que tienen una historia pasada en la que han visto más cosas de las que querían. Winston Smith "creía haber nacido en 1944 o 1945". Richard Blair nació el 14 de mayo de 1944. No es difícil imaginar que Orwell, en 1984, estaba imaginando un futuro para la generación de su hijo, no el mundo que deseaba para ellos, sino un mundo contra el que quería prevenirles. Le impacientaban las predicciones de lo inevitable, siempre confió en la capacidad de la gente corriente de cambiarlo todo. En cualquier caso, volvamos a la sonrisa del chico, directa y radiante, nacida de una fe inamovible en que el mundo, en última instancia, es bueno, y que siempre se puede contar con la decencia humana, como con el amor paterno; una fe tan honorable que casi podemos imaginar a Orwell -e incluso a nosotros mismos-, al menos durante un instante, jurando hacer lo que sea para impedir que esa fe sea traicionada.

El camino hacia 1984, Thomas Pynchon [El País, 21 de junio de 2003] Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Extracto de la introducción de Thomas Pynchon a la nueva edición de 1984, de George Orwell, publicada recientemente por Fiftieth Anniversary Plume (Penguin). Reproducido por autorización de Melanie Jackson Agency, L. L. C.


La edición en Estados Unidos de los ensayos del autor de Rebelión en la granja pone de actualidad el pensamiento de quien captó la esencia del totalitarismo y nos sigue advirtiendo del engañoso lenguaje que utiliza la política.

Por qué ser orwellianos, Timothy Garton Ash

¿Por qué deberíamos aún leer a Orwell sobre temas políticos? Hasta el año 1989 la respuesta estaba clara. Fue el escritor que captó la esencia del totalitarismo. En todos los países de Europa bajo regímenes comunistas, la gente me mostraba sus sobadas copias clandestinas de Rebelión en la granja o de 1984, y preguntaban: "¿Cómo lo sabía?".
Sin embargo, el mundo de 1984 terminó en 1989. Los regímenes orwellianos persistían en unos cuantos países lejanos, como Corea del Norte, y el comunismo sobrevivía, de forma atenuada, en China. Pero los tres dragones contra los que Orwell luchó con todas sus fuerzas -el imperialismo europeo, y en especial el británico; el fascismo, ya fuera italiano, alemán o español, y el comunismo, que no hay que confundir con el socialismo democrático, en el que el propio Orwell creía- estaban muertos o mortalmente debilitados. Cuarenta años después de su muerte, dolorosa y temprana, Orwell ha ganado.
¿Qué necesidad tenemos entonces de Orwell? Una respuesta es que deberíamos leerle por el impacto histórico que tuvo. George Orwell fue el escritor político más influyente del siglo XX. Es una afirmación audaz, pero, ¿quién podría competir con él? Entre los novelistas, quizá Alexandr Solzhenitsin o Albert Camus; entre los dramaturgos, Bertolt Brecht. ¿O acaso algún filósofo, como Karl Popper, Friedrich von Hayek, Raymond Aron o Hannah Arendt? ¿O el novelista, dramaturgo y filósofo Jean-Paul Sartre, al que Orwell en privado denominaba "una bolsa de aire"? Si los tomamos uno a uno, descubriremos que el impacto que tuvo cada uno de ellos fue más limitado, en cuanto a duración en el tiempo y ámbito geográfico, que el de este anticuado y efímero hombre de letras inglés.
La familiaridad en todo el mundo con la palabra orwelliano es prueba de su influencia. Se usa orwelliano como adjetivo peyorativo, para evocar el terror totalitario, la falsificación de la historia por la mentira organizada por los Estados y, más licenciosamente, cualquier ejemplo desagradable de represión o manipulación. Como sustantivo, se utiliza para denominar a un admirador o seguidor consciente de su obra. En ocasiones se emplea como un adjetivo elogioso, que significa algo así como que "muestra una franca honestidad intelectual, como Orwell". Muy pocos escritores han conseguido este doble tributo de ser a la vez adjetivo y sustantivo.
Allá donde imperaban las dictaduras totalitarias, la gente sentía que él era uno de ellos. La poeta rusa Natalya Gorbanyevskaya me comentó una vez que Orwell era un europeo del Este. Lo cierto es que fue un escritor muy inglés que nunca se acercó ni de lejos a la Europa del Este. Sus conocimientos sobre el mundo comunista se derivaban fundamentalmente de sus lecturas.
Tres experiencias personales transformaron su manera de pensar. En primer lugar, como policía imperial británico durante cinco años de formación en Birmania, él mismo fue funcionario de un régimen opresor, aunque no totalitario. Cuando abandonó este puesto, había adquirido para toda la vida no sólo un odio al imperialismo, sino también una profunda percepción de la psicología del opresor, que desarrolla ya en dos clásicos ensayos tempranos, El ahorcado y Disparando a un elefante. (Hay una ironía bastante evidente en el hecho de que la Birmania poscolonial sea, en el momento en que escribo estas líneas, uno de los pocos regímenes orwellianos que aún quedan en el mundo). Posteriormente vivió entre los down-and-outs, los sin blanca, en Inglaterra y en París. De esta manera conoció de primera mano la humillante falta de libertad que implica la pobreza.
Por último, la guerra civil española. Para Orwell, España significó la experiencia de luchar contra el fascismo y de sentir una bala atravesándole la garganta. Pero aún más importante fue la revelación del terror y la duplicidad comunistas que llevaban a cabo los rusos, ya que él y sus camaradas de las milicias marxistas heterodoxas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) eran perseguidos por las calles de Barcelona por los comunistas, que se suponía que eran sus aliados. Acerca del agente ruso en Barcelona encargado de difamar al POUM como traidores trotskistas franquistas, escribe en Homenaje a Cataluña: "Fue la primera vez que conocí a un hombre cuya profesión fuera mentir, a menos que contemos a los periodistas". La mordaz coletilla es propia de su típico humor negro. Refleja asimismo su indignación por el modo en que toda la prensa de izquierdas británica estaba falsificando unos acontecimientos que él había visto con sus propios ojos.
Como afirma en su ensayo de 1946, Por qué escribo, después de España supo dónde estaba. Aunque ya había usado antes el seudónimo de George Orwell, en lugar de su propio nombre, Eric Blair, fue a partir de España cuando se convirtió realmente en Orwell. Cada línea de lo que escribió tendría a partir de entonces una intención política. El imperialismo y el fascismo siguieron siendo dos blancos importantes de su enorme cólera. Pero su principal enemigo sería la ceguera o deshonestidad intelectual de aquellos que en Occidente apoyaban o perdonaban al comunismo estalinista y más aún cuando la Unión Soviética se convirtió durante la guerra en aliado de Occidente contra Hitler. Y entonces fue cuando se sentó a escribir una sátira swiftiana sobre la Rusia estalinista, con los comunistas representados en los cerdos de una granja dirigida por animales. "Estar dispuesto a criticar a Rusia y Stalin", escribió en agosto de 1944, "es la prueba de la honestidad intelectual".
La negativa a publicar Rebelión en la granja de varios editores británicos, porque no querían criticar al heroico aliado británico en tiempos de guerra, era una muestra de lo que se le avecinaba. Cuando finalmente se publicó en Reino Unido, en 1945, y más tarde en Estados Unidos, en 1946, el libro fue un acontecimiento literario y ayudó a abrir los ojos al Occidente angloparlante acerca de la verdadera naturaleza del régimen soviético. Esto se podría denominar el efecto Orwell. (Francia tuvo que esperar treinta años para su efecto Solzhenitsin). La novela 1984, con su antiutopía más generalizada, se convirtió en otro texto determinante de la guerra fría. No es casualidad que el primer uso de la expresión guerra fría anotado por el Oxford English Dictionary provenga de un artículo de Orwell.
Resumiendo, estaba más memorable e influyentemente en lo cierto que nadie, y también antes que nadie, sobre la mayor amenaza política de la segunda mitad del siglo XX, así como respecto a los dos grandes horrores de la primera mitad. Pero estos monstruos han muerto, o dan sus últimos coletazos. Decir "debes leerle porque tuvo gran importancia en el pasado" no logrará atraer a nuevos lectores de Orwell, en la misma medida en que mi generación se sintió ganada de forma irresistible por la colección original de cuatro volúmenes, publicada por Penguin en 1970, Collected Essays, Journalism and Letters.
Por fortuna hay una respuesta más convincente a la pregunta de por qué deberíamos leer a Orwell en el siglo XXI. Y es que sigue siendo un ejemplar de escritor político. Ambos significados de "ejemplar" son válidos. Es un modelo de cómo hacerlo bien, pero también es un ejemplo -deliberado, tímido y autocrítico- de lo difícil que es.
En Por qué escribo dice que su objetivo, después de España, fue "hacer de la escritura política un arte". Con Rebelión en la granja lo consiguió del todo. Como trabajo literario está mucho mejor elaborado que 1984, obra desfigurada por el melodrama, las longeurs y la redacción áspera de un hombre al borde de la muerte. En su "encantadora pequeña historia", forma artística y contenido político se ensamblan perfectamente, en parte porque están tan absurdamente emparejados. ¿Qué podía haber más alejado del estalinismo de Moscú que una granja de la campiña inglesa?
Orwell se esforzó mucho en mejorar su prosa. Uno de sus primeros trabajos mereció el amable comentario de la crítica de que escribía "como una vaca con un mosquete". En Rebelión en la granja escribe maravillosamente sobre cosas que realmente conoce. Le apasiona el campo inglés, donde vivió a finales de los años treinta, al cuidado de una tienda en el pueblo, una cabra y un cuaderno. Rebelión en la granja rebosa desde sus primeras páginas de detalles físicos de la vida en el campo observados amorosamente. Pero entonces, de la boca del cerdo Mayor, surge de repente una perfecta parodia de un discurso comunista: es el fruto de las muchas horas que Orwell había pasado estudiando detenidamente los panfletos políticos que coleccionaba. Sólo él poseía esa peculiar combinación de habilidades. Sólo Orwell sabía ordeñar una cabra y estoquear a un revisionista.
Los rasgos y giros de su régimen animal siguen fielmente la descomposición de la revolución rusa hacia la tiranía. No hay ambigüedad: el cerdo Napoleón es Stalin, el cerdo Snowball es Trotski. Según señala Peter Davison, en el último momento, Orwell cambia incluso un detalle a favor de Napoleón, tras enterarse por un superviviente polaco de un gulag de que después de todo Stalin había inspirado a su pueblo permaneciendo en Moscú durante el avance alemán. La trama de sus primeras novelas era a menudo pobre. En ésta la historia le proporciona el argumento perfecto.
Y también está su humor, una parte subestimada del áspero encanto de Orwell. (Poco después de recibir un disparo en el cuello en España, su oficial al mando informaba: "Respiración absolutamente regular. Sentido del humor, intacto"). Cuando los animales habían tomado la granja "cogieron unos jamones que colgaban en la cocina y les dieron sepultura". La mañana siguiente a la primera borrachera de whisky de los cerdos, Orwell hace que el propagandista Squealer comunique a los demás animales que "el camarada Napoleón se estaba muriendo". Cualquiera que recuerde su primera resaca sabrá cómo se sentía. Y, por último, tenemos la frase ingeniosa perfecta, cómica y profundamente seria a la vez: "Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros".
Al final, Rebelión en la granja va mucho más allá de su motivo original. Se convierte en una sátira intemporal centrada en la comitragedia de la política en general, es decir, siempre y en cualquier lugar, comitragedia de la corrupción por el poder. Esta habilidad para ir de lo particular a lo universal también caracteriza sus ensayos, el género en el que también escribió mejor sobre política. .
Lo que más aborrece, quizá incluso más que la violencia o la tiranía, es la falta de honestidad. Moviéndose en la frontera entre literatura y política, como un centinela de la moralidad, puede reconocer una doble moral a quinientos metros y con mala luz. ¿Cómo es que un parlamentario tory (del Partido Conservador británico) reclama libertad para Polonia, mientras guarda silencio sobre India? El centinela Orwell dispara enseguida.
El moralista George Orwell está fascinado por la búsqueda no meramente de la verdad, sino de las verdades más complicadas y difíciles. Ya comienza en uno de sus primeros trabajos, Disparando a un elefante, donde afirma categóricamente que el Imperio Británico está muriéndose, y a continuación añade que es "mucho mejor que los imperios más jóvenes que van a suplantarlo". Examinando detenidamente la obra de Salvador Dalí, señala que "algo que es degenerado moralmente puede ser correcto desde el punto de vista estético". Entonces, típico en él, va más lejos e insiste en que deberíamos ser capaces de decir "éste es un buen libro o una buena pintura, y debería ser quemado por el verdugo público". A veces, parece sentir cierto deleite masoquista al enfrentarse con verdades desagradables.
No es que sus apreciaciones políticas fueran siempre acertadas. Ni mucho menos. Eileen, su viva y perspicaz esposa, escribió a su hermana que su marido conservaba "una extraordinaria simpleza política". En su obra hay juicios equivocados que sorprenden. Llama la atención el que, al principio, repita la frase comunista de que "fascismo y capitalismo son en el fondo la misma cosa". Se opuso a luchar contra Hitler hasta bien entrado el año 1939, para acabar cambiando de postura. En El león y el unicornio, su opúsculo en tiempos de guerra sobre "socialismo y el genio inglés", propone la nacionalización de "la tierra, las minas, los ferrocarriles, los bancos y las principales industrias". Por lo que parece, nunca admitió claramente un vínculo entre propiedad privada y libertad individual. En este sentido, al menos, fue un socialista de su tiempo.
Orwell fue un escritor muy inglés, y pensamos en el comedimiento como una cualidad muy inglesa. Pero su especialidad es la exageración escandalosa: "Ningún verdadero revolucionario ha sido nunca un internacionalista", "todos los partidos de izquierdas de los países más industrializados son en el fondo una farsa", "un humanitario es siempre un hipócrita". Como observó V. S. Pritchett al reseñar El león y el unicornio, "es capaz de exagerar con la simplicidad e inocencia de un salvaje". Pero eso es propio de los escritores satíricos. Evelyn Waugh, desde el otro extremo del espectro político, hacía lo mismo. (Los grandes cascarrabias ingleses de la izquierda y la derecha se tenían un cauteloso pero genuino respeto mutuo). De modo que este punto débil de sus trabajos no narrativos es uno de los puntos fuertes de su narrativa.
Tanto su vida como su obra son un buen ejemplo de las exigencias del compromiso político. En Escritores y Leviatán describe el dilema político de los escritores: "El ver la necesidad del compromiso político, y ver a la vez lo sucio y degradante que es". Después de un corto periodo de tiempo en el que fue miembro del Partido Laborista Independiente, llega a la conclusión de que "un escritor sólo puede mantenerse honesto si se aparta de las etiquetas partidistas". De nuevo la palabra clave: honesto. Sin embargo, se propone y llega a ser vicepresidente de una organización no partidista llamada Freedom Defence Committee, en defensa de la libertad frente al imperialismo y al fascismo, por supuesto, pero ahora también, sobre todo, contra el comunismo.
En relación con esto, hay que hablar sobre la ya famosa lista de criptocomunistas y compañeros de viaje, que generalmente se piensa que entregó al servicio secreto británico. ("Icono socialista convertido en un delator", anunciaba a bombo y platillo el Daily Telegraph cuando divulgó la historia en primera plana en 1998). Lo que ocurrió realmente está resumido al final de este volumen. Orwell llevaba un cuaderno de color azul pálido en el que anotaba nombres y detalles de posibles agentes comunistas o simpatizantes. Habría que decir enseguida que el contenido de este cuaderno es preocupante, en cuanto a sus juicios afilados: "Casi seguro agente de algún tipo", "liberal decadente", "sólo pacificador", y especialmente sus anotaciones de carácter nacional y racial, como "¿judío?" (Charles Chaplin) o "judío inglés" (Tom Driberg), o bien "polaco", "yugoslavo", "angloamericano", y así sucesivamente. Hay algo inquietante -un toque del antiguo policía imperial- en un escritor que puede almorzar con un amigo como el poeta Stephen Spender, y después, al llegar a casa, anotar "simpatizante sentimental y no muy de fiar. Fácilmente influenciable. Tendencia a la homosexualidad".
Sin embargo, es necesario dejar claras dos cosas muy importantes a modo de explicación. Primera, eran los tiempos de la guerra fría. Había agentes soviéticos y simpatizantes por doquier, y eran influyentes. El ejemplo más expresivo es el hombre que Orwell tenía apuntado como "casi seguro agente de algún tipo". Su nombre era Peter Smollett. Durante la II Guerra Mundial fue director de la sección rusa del Ministerio de Información y, siguiendo su consejo, T. S. Eliot, nada menos, rechazó Rebelión en la granja para Jonathan Cape. Ahora sabemos que Smollett era, efectivamente, espía soviético.
Segunda, Orwell no entregó esta libreta al servicio secreto británico. Dio una lista, sacada de ella, de unos treinta y cinco nombres, al Information Research Departament, una rama semisecreta del Foreign Office que se ocupaba especialmente de atraer escritores de la izquierda democrática para contrarrestar la entonces bien organizada ofensiva propagandística comunista soviética. De manera absurda, el Gobierno británico no ha levantado el secreto oficial de esta lista y de cualquier carta que la acompañara. Así que aún no sabemos exactamente qué es lo que Orwell hizo. Pero por los datos de que disponemos está bastante claro que Orwell no estaba dando pistas a la policía del pensamiento [¡!] británica para que siguiera el rastro a estas personas. Todo lo que hacía, en realidad, era decir: "No utilicen a esta gente para la propaganda anticomunista porque probablemente son comunistas o simpatizantes comunistas".
Orwell, ya moribundo, pero todavía en pleno dominio de sus facultades, lo juzgó como un acto moralmente defendible para un escritor en un periodo de intensa lucha política, del mismo modo que antes había juzgado oportuno que un escritor comprometido políticamente tomara las armas contra Franco. Yo pienso que tenía razón. Ustedes pueden pensar que estaba equivocado. En cualquier caso, nos sirve de ejemplo -es así de ejemplar- del dilema del escritor político.
Por último, naturalmente, la lista de Orwell y la vida de Orwell son mucho menos importantes que su obra. Lo que importa es que no haya una contradicción flagrante entre la obra y la vida, como ocurre a menudo con los intelectuales políticos. La voz orwelliana, que sitúa la honestidad y los valores sencillos por encima de todo, se vería menoscabada. Pero lo que perdura es la obra.
Si tuviera que mencionar una única cualidad por la que es aún esencial leer a Orwell en el siglo XXI, sería su percepción del uso y el abuso del lenguaje. Si tienen tiempo de leer sólo un ensayo, lean Política y la lengua inglesa. En él se resume de forma brillante el argumento orwelliano de que la corrupción del lenguaje es una parte esencial de la política opresora y explotadora. "La defensa de lo indefendible" se sustenta en una serie de eufemismos, falsos periodos verbales, frases prefabricadas y toda una parafernalia de engaño que él apunta con toda precisión y parodia.
La versión extrema, totalitaria, que él satiriza como newspeak (neolengua), es menos frecuente en la actualidad, excepto en países como Birmania o Corea del Norte. Pero la obsesión de los gobiernos elegidos democráticamente, en especial en el Reino Unido y en Estados Unidos, por la gestión de los medios de comunicación y la tergiversación, es hoy día uno de los mayores obstáculos para comprender qué es lo que se está haciendo en nuestro nombre. Existen también distorsiones que parten de dentro de la prensa, la radio y la televisión, en parte debido a una tendencia ideológica oculta, pero cada vez más debido a la feroz competencia comercial y la necesidad implacable de "entretener".
Lean a Orwell y comprenderán que algo feo debe esconderse detrás del eufemismo usado por el portavoz de la OTAN durante la guerra de Kosovo: "Daños colaterales" (significa muertos civiles inocentes). Lean a Orwell y sospecharán que hay gato encerrado siempre que un periódico o un político británico una vez más pronuncie una frase prefabricada del tipo de "la inexorable marcha de Bruselas hacia un superestado europeo".
Orwell no sólo nos prepara para detectar estos abusos semánticos. También insinúa cómo los escritores pueden defenderse, ya que los que abusan del poder están usando, al fin y al cabo, nuestras armas: las palabras. En Política y la lengua inglesa incluso da algunas normas de estilo sencillas para lograr una escritura política honesta y eficaz. (Sabiduría ganada a duras penas, puesto que tuvo un pasaje pesado hasta llegar a esa claridad). Compara la buena prosa inglesa con un cristal limpio de una ventana. A través de esas ventanas, los ciudadanos pueden ver lo que sus gobernantes están haciendo realmente. En este sentido, los escritores políticos deberían ser los limpiacristales de la libertad.
Orwell nos dice y nos enseña cómo hacerlo. Por eso todavía le necesitamos, porque la obra de Orwell nunca estará terminada.

100 noticias del siglo - Centenario de EL CORREO


lunes, 26 de octubre de 2015

when the white man turns tyrant it is his own freedom that he destroys

En memoria de Jorge Semprún
George Orwell quiso ser "un escritor político, dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras". El placer de causar placer, es decir, la vocación de escribir, no anularía en él el interés político: la defensa de la justicia y la libertad. Pero aún menos se doblegaría a la manipulación política de la escritura: "El lenguaje político -y con variaciones esto es verdad en todos los partidos políticos, de los conservadores a los anarquistas- está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato parezca respetable, y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento". Luchar contra la tergiversación y la máscara es la primera tarea del escritor político. Su credo empieza por el mandamiento que prohíbe mentir, aún antes del que prohíbe matar.
Por supuesto, la ficción no es una mentira -siempre que se presente sin ambigüedades como tal- sino otra vía de aproximación a la verdad amordazada: pero en cambio la oscuridad del estilo, apreciada por los estetas y por las mentes confusas que elogian en cuanto no entienden, ya es un comienzo de engaño. La precisión y la inteligibilidad tienen un componente técnico (que Orwell analiza en La política y el lenguaje inglés) pero sobre todo son una decisión moral: "La gran enemiga del lenguaje claro es la insinceridad". También hace falta tener un ánimo poco sobrecogido, que no retroceda ante los anatemas de los guardianes de la ortodoxia ni ante la desaprobación hostil de los voceros de la heterodoxia: "Para escribir en un lenguaje claro y vigoroso hay que pensar sin miedo, y si se piensa sin miedo no se puede ser políticamente ortodoxo". Por supuesto, eso lleva a enfrentarse tanto con los partidarios a ultranza de lo establecido como con los ordenancistas de la subversión. Desde el frustrado viaje a Siracusa de Platón, la peor dolencia gremial de los intelectuales es no considerar poder legítimo más que el que parece instaurar las ideas que ellos comparten. Los demás son advenedizos o usurpadores. De aquí una gran dificultad para hacer digerir la democracia a quienes debieran argumentar en su defensa.
George Orwell (como Chesterton, como cualquiera que no asume la mentalidad reptiliana del "amigo-enemigo" en el plano social) aceptó la paradoja y se autodenominó "anarquista conservador" o si se prefiere la versión de Jean-Claude Michéa, "anarquista tory". Esto implica saber que "en todas las sociedades, la gente común debe vivir en cierto grado contra el orden existente". Pero también que las personas normales no aspiran al Reino de los Cielos ni a la perfección semejante a él sobre la tierra, sino a mejorar su condición de forma gradual y eficiente. Existe en la mayoría de las personas -y ésta es quizá la única concesión de Orwell a la peligrosa tentación de la utopía- una forma de common decency, una decencia común y corriente que consiste, según la glosa de Bruce Begout, en la facultad instintiva de percibir el bien y el mal, frente a cualquier forma de deducción trascendental a partir de un principio. Es lo que hace que, más allá de izquierdas y derechas, existan buenas personas en los dos campos o a caballo entre ambos. En cuanto prevalecen, el mundo mejora... Por cierto, siguiendo esta vena de benevolencia utopista, Orwell descubrió cuando estuvo en Cataluña durante la Guerra Civil que los españoles tenemos una dosis de decencia innata, tonificada por un anarquismo omnipresente, más alta de lo normal y gracias a lo cual nos salvaremos de los peores males...
Es bien sabido que Orwell combatió el totalitarismo, tanto nazi como bolchevique, pero su compromiso político no fue meramente negativo ni maximalista. Por supuesto, apoyaba la democracia pese a sus imperfecciones y se revolvía contra quienes decían que era "más o menos lo mismo" o "igual de mala" que los regímenes totalitarios: según él, una estupidez tan grande como decir que tener sólo media barra de pan es lo mismo que no tener nada que comer. Consideraba que el capitalismo liberal en la forma que él conoció era insostenible, además de injusto, por lo que siempre apoyó el socialismo, cuyo proyecto constituía a sus ojos la combinación de la justicia con la libertad. Y ello pese a que quienes se autoproclaman socialistas no sean siempre precisamente dechados de virtud política: "Rechazar el socialismo porque muchos socialistas son individualmente lamentables sería tan absurdo como negarse a viajar en un tren cuando a uno le cae mal el revisor". Pensaba que la mayoría de las escuelas privadas de Inglaterra merecían ser suprimidas, porque sólo eran negocios rentables "gracias a la extendida idea de que hay algo malo en ser educados por la autoridad pública". Se oponía a los nacionalismos en cuanto tienen de beligerante, disgregador y ficticio (para cualquier extranjero, por ejemplo, un inglés es indiscernible de un escocés... ¡y hasta de un irlandés!) y defendía el patriotismo democrático, reclamando que se uniera de nuevo a la inteligencia que hoy le volvía la espalda. Se escandalizaba porque "Inglaterra fuese quizá el único gran país cuyos intelectuales están avergonzados de su propia nacionalidad". Algo le podríamos contar hoy de lo que ocurre en otros lugares...
Orwell eligió lo más difícil: no escribió para su clientela y contra los adversarios, sino contra las certidumbres indebidas de su propia clientela política. No tuvo complejos ante la realidad, sino que aspiró a hacer más compleja nuestra consideración de lo real. Es algo que la pereza maniquea nunca perdona: siempre proclama que se siente "decepcionada" por el maestro que prefiere moverse con la verdad en vez de permanecer cómodamente repantingado en el calor de establo de las certidumbres ortodoxas e inamovibles. Esa decepción proclamada por los rígidos le parecía a Orwell indicación fiable de estar en el buen camino: "En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas". Esta toma de postura atrajo sobre él no sólo los malentendidos, quizá inevitables, sino también la calumnia. Estalinistas de esos que han olvidado que lo son le acusaron (a final de los años noventa del pasado siglo) de haber facilitado una lista de intelectuales comunistas a los servicios secretos ingleses. La realidad, nada tenebrosa, es que a título privado ayudó a una amiga que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores buscando intelectuales capaces de contrarrestar la propaganda comunista en la guerra fría, señalándole a quienes por ser sectarios o imbéciles le parecían inadecuados para la tarea. Los mismos que se pasan la vida denunciando agentes al servicio de la CIA o fascistas encubiertos no se lo perdonaron... ni se lo perdonan. Yo mismo tuve que defenderle no hace muchos años de esa calumnia en las páginas de este diario.
La actividad literaria de Orwell fue muy variada: novelista, desde luego, pero también perspicaz crítico literario, analista político y social, así como cronista de la guerra civil española y de la vida cotidiana de trabajadores y marginados en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Incluso puede considerársele sin exageración pionero de lo que luego se llamó "nuevo periodismo", con crónicas ensayísticas tan inolvidables como Matar a un elefante, evocación de su estancia en la India. Sin embargo, al valorar la actualidad de su obra, conviene no olvidar que estuvo muy apegada a la circunstancia histórica que vivió. Sus dos relatos de ficción más logrados, 1984 y Rebelión en la granja, se han convertido por mérito propio en mitos perdurablemente sugestivos de las amenazas de esclavitud espiritual y material que caracterizaron el lado siniestro de la pasada centuria. Como otros mitos, se han salido de lo literario para llegar a ser arquetipos que se acomodan a nuevas salsas políticas y más recientes inquietudes. Pero lo cierto es que ya hemos rebasado en más de un cuarto de siglo la fecha en la que Orwell situó su distópico futuro. Y su estupendo ensayo El león y el unicornio revela desde la primera frase el momento en que fue concebido: "Mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan sobre mi cabeza, tratando de matarme". De modo que no se le pueden pedir análisis sobre nuestros problemas actuales ni menos soluciones pertinentes a ellos. Lo que sigue vigente de Orwell es sobre todo su actitud de apego a la verdad, conciencia de lo colectivo y carencia de pose estetizante. No hay autor más alejado de la posmodernidad que él...
Frente a quienes le han denostado, otros tratan de beatificarle, lo que sin duda también habría rechazado. A propósito de Gandhi (a quien admiraba y detestaba a partes iguales) escribió: "A todos los santos deberíamos juzgarles culpables hasta que demuestren su inocencia". Por su parte él tuvo la inocencia más limpia y menos discutible, la del coraje. Aunque conoció los horrores de la guerra nunca fue pacifista (el pacifismo le parecía una curiosidad psicológica, no un movimiento político) y hubiera preferido la muerte en combate a ese otro destino sobrevalorado, la muerte llamada natural "que significa, casi por definición, algo lento, nauseabundo y atroz". George Orwell murió de tuberculosis en 1950, a los cuarenta y siete años.
Compromiso con la verdad, Fernando Savater [El País, 20 de agosto de 2011]

 
En Moulmein, en la Baja Birmania, fui odiado por un gran número de personas; se trató de la única vez en mi vida en que he sido lo bastante importante para que me ocurriera eso. Era subcomisario de la policía de la ciudad y allí, de un modo carente de objeto y trivial, el sentimiento antieuropeo era enconado. Nadie tenía agallas para promover una revuelta, pero si una mujer europea paseaba sola por los bazares, seguro que alguien le escupía jugo de betel al vestido. Como policía, yo era un blanco evidente y me atormentaban siempre que parecía seguro hacerlo. Si un ágil birmano me ponía la zancadilla en el campo de fútbol y el árbitro (otro birmano) hacía la vista gorda, la multitud estallaba en sardónicas risas. Eso sucedió más de una vez. Al final, los socarrones rostros amarillos de los chicos que me encontraba por todas partes, los insultos que me proferían cuando estaba a suficiente distancia, me alteraron los nervios. Los jóvenes monjes budistas eran los peores. En la ciudad los había a millares y ninguno parecía tener más ocupación que apostarse en las esquinas y mofarse de los europeos.

[Colonia británica: En 1886 se anexionó definitivamente la Alta Birmania al Imperio británico de la India, nombrándose un jefe comisario. Diez años después el gobierno británico nombró para Birmania británica un gobernador.
Durante la Segunda Guerra Mundial Birmania fue ocupada por los japoneses, pero fue retomada por el Reino Unido en 1945. En 1948, el Reino Unido se vio obligado a conceder la independencia.

República y estado socialista: En 1949 se produjo una sublevación comunista dominada por el Gobierno de U Nu. Desde 1962 se impuso un régimen militar encabezado por el general, Ne Win, que derrocó a U Nu. Tras aprobarse una nueva Constitución, que definió al país como república socialista en enero de 1974, dos meses después Ne Win fue elegido presidente y reelecto en marzo de 1978.]



Todo esto era desconcertante y molesto. Por aquel entonces yo había decidido que el imperialismo era un mal y que cuanto antes me deshiciera de mi trabajo y lo dejara, mejor. En teoría — y en secreto, por supuesto — estaba totalmente a favor de los birmanos y totalmente en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con mayor encono del que tal vez logre expresar. En una ocupación como ésa se presencia de cerca el trabajo sucio del imperio. Los desgraciados prisioneros hacinados en las jaulas malolientes de los calabozos, los rostros grises y atemorizados de los convictos con condenas más largas, las nalgas laceradas de los hombres que han sido azotados con cañas de bambú; todo eso me oprimía con un insoportable cargo de conciencia. Pero no podía ver la dimensión real de las cosas. Era joven, no tenía muchos estudios y me había visto obligado a meditar mis problemas en el absoluto silencio que le es impuesto a todo inglés en Oriente. Ni siquiera sabía que el Imperio Británico agoniza, y menos aún que es muchísimo mejor que los imperios más jóvenes que van a sustituirlo. Todo cuanto sabía era que me encontraba atrapado entre el odio al imperio al que servía y la rabia hacia las bestiecillas malintencionadas que intentaban hacerme el trabajo imposible. Una parte de mí pensaba en el Raj británico como en una tiranía inquebrantable, un yugo impuesto por los siglos de los siglos a la voluntad de pueblos sometidos; otra parte de mí pensaba que la mayor dicha imaginable sería hundir una bayoneta en las tripas de un monje budista. Sentimientos como éstos son los efectos normales del imperialismo; que se lo pregunten si no a cualquier oficial angloindio, si se lo puede pescar cuando no está de servicio.
Un día sucedió algo que, de forma indirecta, resultó esclarecedor. En sí fue un incidente minúsculo, pero me proporcionó una visión más clara de la que había tenido hasta entonces de la auténtica naturaleza del imperialismo, de los auténticos motivos por los que actúan los gobiernos despóticos. A primera hora de la mañana, el subinspector de una comisaría del otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un elefante estaba arrasando el bazar. ¿Sería tan amable de acudir y hacer algo al respecto? No sabía qué podía hacer yo, pero quería ver lo que ocurría, así que me monté en un poni y me puse en marcha. Me llevé el rifle, un viejo Winchester del 44 demasiado pequeño para matar un elefante, pero pensé que el ruido me sería útil para asustarlo. Varios birmanos me detuvieron por el camino y me contaron las andanzas del animal. Por supuesto, no se trataba de un elefante salvaje, sino de uno domesticado con un ataque de «furia». Lo habían encadenado, como hacen siempre que un elefante domesticado va a tener un ataque de «furia», pero la noche anterior había roto las cadenas y se había escapado. Su mahaut, la única persona que sabía cómo tratarlo cuando estaba en aquel estado, había salido en su busca, pero había errado el camino y se encontraba a doce horas de viaje. Por la mañana, el elefante había irrumpido de pronto en la ciudad. La población birmana no tenía armas y se veía bastante indefensa ante el animal. Ya había destrozado la choza de bambú de alguien; había matado una vaca, asaltado varios puestos de fruta y devorado la mercancía; también se había encontrado con el furgón municipal de la basura y, nada más bajar el conductor de un salto y poner pies en polvorosa, había volcado el vehículo y arremetido violentamente contra él.El subinspector birmano y algunos agentes de policía indios me estaban esperando en el barrio en que había sido visto el elefante. Se trataba de un barrio muy pobre, un laberinto de sórdidas chozas de bambú con tejados de palma que se extendía sobre la escarpada ladera de una colina. Recuerdo que era una mañana nublada, bochornosa, al principio de la estación de las lluvias. Empezamos a interrogar a la gente acerca de qué dirección había tomado el elefante y, como de costumbre, no logramos obtener ninguna información concreta. Eso es lo que ocurre en Oriente sin excepción; una historia siempre parece estar clara a cierta distancia, pero, cuanto más te acercas al lugar de los hechos, más confusa se vuelve. Algunas personas decían que el elefante se había ido en una dirección, otras afirmaban que había tomado una dirección distinta, otras manifestaban no haber oído hablar siquiera de ningún elefante. A punto estaba de creer que toda la historia no era más que una sarta de mentiras cuando oímos unos gritos no muy lejos de allí. Fue un berrido agudo y horrorizado de: «¡Fuera de ahí, niño! ¡Fuera de ahí enseguida!», y una vieja con una vara en la mano apareció de detrás de una choza, espantando con violencia a un montón de niños desnudos. La seguían algunas mujeres más, haciendo chascar la lengua y dando voces; era evidente que había algo que los niños no deberían haber visto. Rodeé la choza y vi el cadáver de un hombre que yacía extendido sobre el fango. Era un indio, un culí drávida negro, medio desnudo; no podía llevar muerto muchos minutos. La gente decía que, de repente, al doblar la esquina de la choza, el elefante se había abalanzado sobre él, lo había agarrado con la trompa, le había puesto la pata sobre la espalda y lo había enterrado en el suelo. Era la estación de las lluvias, el terreno estaba blando y su cara había dibujado una zanja de dos palmos de hondo y un par de metros de largo. Estaba boca abajo con los brazos en cruz y la cabeza bruscamente torcida hacia un lado. Tenía el rostro cubierto de fango, los ojos desorbitados, los dientes a la vista y apretados en una mueca de insoportable tormento. (Por cierto, que nadie me diga jamás que los muertos tienen una expresión apacible. La mayoría de cadáveres que he visto tienen un aspecto infernal.) La fricción de la pata de la enorme bestia le había arrancado la piel de la espalda con la misma pulcritud con que se desuella un conejo. En cuanto vi al muerto mandé a un ordenanza a la casa cercana de un amigo en busca de un rifle para elefantes. Ya había enviado de vuelta el poni, porque no quería que enloqueciera de miedo y me tirara al suelo si olía el animal.
El ordenanza regresó al cabo de unos minutos con un rifle y cinco cartuchos. Mientras tanto habían llegado algunos birmanos y nos habían dicho que el elefante se encontraba en los arrozales de más abajo, a sólo unos cientos de metros. Al emprender la marcha, casi toda la población del barrio salió de sus casas y me siguió en tropel. Habían visto el rifle y
exclamaban emocionados que iba a matar el elefante. No habían mostrado mucho interés en el animal cuando se limitaba a arrasar sus hogares, pero era diferente ahora que lo iban a matar. Para ellos se trataba de un momento de diversión, igual que lo habría sido para un público inglés. Además, querían la carne. Aquello me hizo sentir un poco incómodo. No tenía intención de matarlo -tan sólo había ordenado que trajeran el rifle para defenderme en caso de necesidad- y siempre resulta enojoso que te siga una multitud. Me dirigí colina abajo, con apariencia y sensación de idiota, el rifle echado al hombro y un creciente ejército de personas empujándose tras de mí. Una vez abajo, cuando las chozas quedaban atrás, había un camino de grava y, más allá, una lodosa extensión de arrozales de casi un kilómetro de ancho, aún sin arar, pero empapada por las primeras lluvias y salpicada de malas hierbas. El elefante estaba a unos ocho metros del camino, dándonos el flanco izquierdo. No le hizo ningún caso a la multitud que se acercaba. Arrancaba manojos de hierba, los golpeaba contra las rodillas para limpiarlos y luego se los llevaba a la boca.
Me había detenido en el camino. En cuanto vi el elefante tuve la absoluta certeza de que no debía matarlo. Matar un elefante útil para el trabajo es algo serio —es comparable a destruir una máquina enorme y cara— y claro está que no debe hacerse si hay forma de evitarlo. Además, a aquella distancia, comiendo apaciblemente, el elefante no parecía más peligroso que una vaca. Pensé entonces, y pienso ahora, que el ataque de «furia» ya se le estaba pasando, en cuyo caso se limitaría a vagar de forma inofensiva hasta que regresara el mahaut y lo capturara. Es más, no tenía la menor intención de dispararle. Decidí que lo observaría durante un rato para asegurarme de que no volvía a enloquecer y luego me iría a casa.
Sin embargo, en aquel momento miré alrededor, a la multitud que me había seguido. Era un grupo numeroso, de al menos unas dos mil personas, y crecía a cada minuto. Bloqueaba un largo tramo del camino en ambas direcciones. Contemplé ese mar de rostros amarillos sobre los ropajes chillones; semblantes felices y exaltados por ese instante de diversión, convencidos de que iba a matar el elefante. Me miraban como habrían mirado a un prestidigitador a punto de realizar un truco. Yo no les gustaba, pero con el rifle mágico entre las manos valía la pena mirarme por un momento. Y de repente me di cuenta de que al final tendría que matarlo. La gente esperaba que lo hiciera y debía hacerlo; sentí sus dos mil voluntades empujándome a actuar, de modo irresistible. Y fue en ese instante, estando ahí con el rifle en las manos, cuando comprendí por primera vez la vacuidad, la futilidad del dominio del hombre blanco en Oriente. Ahí estaba yo, el hombre blanco con su rifle, ante la multitud nativa desarmada, el presunto protagonista de la obra; pero, en realidad, no era más que una absurda marioneta manipulada por la voluntad de aquellos rostros amarillos que tenía detrás. Entendí en ese momento que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad la que destruye. Se convierte en una especie de monigote hueco y afectado, la figura estereotipada de un sahib. Porque es condición de su gobierno pasar la vida intentando impresionar a los «nativos», y por eso en cualquier crisis debe hacer lo que los «nativos» esperan de él. Se pone una máscara, y su rostro acaba por adaptarse a ella. Tenía que matar el elefante. Me había comprometido a hacerlo cuando mandé a buscar el rifle. Un sahib debe actuar como tal; debe parecer resuelto, saber lo que piensa y tomar decisiones. Haber recorrido todo ese camino, rifle en mano, con dos mil personas desfilando tras de mí, y alejarme luego sin más, sin haber hecho nada... no, eso era imposible. La multitud se reiría de mí. Y toda mi vida, la vida de todo hombre blanco en Oriente, era una larga lucha para evitar que se rieran de uno.
Sin embargo, no quería matar el elefante. Lo contemplé mientras golpeaba su manojo de hierba contra las rodillas, con ese aire de abuela ensimismada que tienen los elefantes. Me parecía que matarlo sería un asesinato. A mi edad no tenía ningún reparo en matar animales, pero nunca había disparado contra un elefante ni había tenido nunca ganas de hacerlo. (No sé por qué siempre parece peor matar un animal grande.) Además, había que tener en cuenta a su dueño. Vivo, el elefante valía por lo menos cien libras; muerto, sólo valdría lo que dieran por sus colmillos, quizá cinco libras. Pero debía actuar con rapidez. Me dirigí hacia unos birmanos que parecían tener cierta experiencia y que ya estaban allí cuando llegamos, y les pregunté cómo se había comportado el elefante. Todos respondieron lo mismo: no te hacía ningún caso si lo dejabas en paz, pero podía atacar si te acercabas demasiado.Tenía perfectamente claro lo que debía hacer. Debía acercarme, digamos, a unos veinticinco metros del elefante para poner a prueba su comportamiento. Si atacaba, podía disparar; si no me prestaba atención, resultaría seguro dejarlo tranquilo hasta que regresara el mahaut. Sin embargo, también sabía que no iba a hacer tal cosa. No era muy bueno con el rifle y el suelo era un fango blando en el que te hundías a cada paso. Si el elefante atacaba y erraba el tiro, tendría más o menos las mismas posibilidades que un sapo bajo una apisonadora. Pero ni siquiera entonces pensaba especialmente en mi pellejo, sólo en los atentos rostros amarillos que tenía detrás. Y es que, en aquel momento, con la multitud observándome, no sentía miedo de la forma habitual, como lo habría sentido de haberme encontrado solo. Un hombre blanco no debe asustarse en presencia de «nativos»; y por eso, en general, no se asusta. Lo único que podía pensar era que, si algo salía mal, aquellos dos mil birmanos me verían perseguido, atrapado, pisoteado y convertido en un cadáver con una mueca en la cara como aquel indio en lo alto de la colina. Y, si eso llegaba a ocurrir, era bastante probable que unos cuantos se rieran. No podía ser.

Sólo quedaba una alternativa. Cargué los cartuchos en la recámara y me eché al suelo en mitad del camino para apuntar mejor. La multitud se quedó en silencio e innumerables gargantas exhalaron un suspiro profundo, grave, emocionado, como el del público que ve por fin alzarse el telón en el teatro. Después de todo, iban a tener su instante de diversión. El rifle era un hermoso artefacto alemán con mira de precisión. Por aquel entonces
no sabía que para matar un elefante hay que disparar trazando una línea imaginaria de un oído a otro. Por lo tanto, ya que el elefante se encontraba de lado, debí haber apuntado directamente a un oído; en realidad, apunté varios centímetros por delante, pensando que el cerebro estaría algo avanzado.

Cuando apreté el gatillo no oí la detonación ni sentí el culatazo —eso nunca sucede si el disparo da en el blanco—, pero sí escuché el infernal rugido de júbilo que se alzó de la multitud. En aquel instante, en un lapso de tiempo demasiado breve, habría cabido pensar, incluso para que la bala llegara a su destino, un cambio misterioso y terrible le sobrevino al elefante.
No se movió ni cayó, pero se alteraron todas las líneas de su cuerpo. De pronto pareció abatido, encogido, inmensamente viejo, como si el horrible impacto de la bala lo hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de un rato que pareció larguísimo —me atrevería a decir que pudieron haber sido cinco segundos— le fallaron las rodillas y cayó con flaccidez. Babeaba. Una enorme senilidad pareció apoderarse de él. Podría haberse imaginado que tenía miles de años. Volví a dispararle en el mismo lugar. Al segundo impacto no se desplomó sino que se puso en pie con desesperada lentitud y se mantuvo débilmente erguido, con las patas temblorosas y la cabeza gacha. Realicé un tercer disparo. Ése fue el que acabó con él. Pudo verse cómo la agonía le sacudía todo el cuerpo y le arrebataba las últimas fuerzas de las patas. Al caer, no obstante, pareció por un momento que se levantaba, ya que mientras las patas traseras se doblegaban bajo su peso, se irguió igual que una gran roca al despeñarse, con la trompa apuntando hacia el cielo como un árbol. Barritó, por primera y única vez. Y entonces se vino abajo, con el vientre hacia mí, y produjo un estrépito que pareció sacudir el suelo incluso donde yo estaba tumbado.


Me levanté. Los birmanos ya me habían rebasado y se apresuraban a cruzar el lodazal. Era evidente que el elefante no volvería a levantarse, pero no estaba muerto. Respiraba de forma muy acompasada, con largos y sonoros jadeos, el enorme bulto de su flanco subía y bajaba con dolor. Tenía la boca muy abierta; alcancé a ver las profundas cavernas rosa pálido de la garganta. Esperé durante largo tiempo a que muriera, pero su respiración no se debilitaba. Por último descargué los dos tiros que me quedaban en el lugar donde pensé que estaría el corazón. La sangre espesa manó como terciopelo rojo, pero siguió sin morir. Ni siquiera se estremeció cuando lo alcanzaron los disparos, su torturada respiración continuó sin pausa. Se estaba muriendo, muy despacio y con gran agonía, pero en un mundo alejado de mí en el que ni siquiera una bala podía hacerle ya daño. Sentí que debía poner fin a aquel espantoso sonido. Era espantoso ver a la enorme bestia allí tumbada, incapaz de moverse y, aun así, incapaz de morir, y no lograr siquiera acabar con ella. Mandé a buscar mi rifle pequeño y le descerrajé un tiro tras otro en el corazón y por la garganta. No parecieron causar ningún efecto. Los torturados jadeos continuaron con tanta regularidad como el tictac de un reloj.
Al final no pude soportarlo por más tiempo y me marché. Más tarde oí que había tardado media hora en morir. Los birmanos acarreaban dagas y cestos incluso antes de que me fuese, y me contaron que por la tarde ya lo habían despojado de la carne casi hasta los huesos.
Después, cómo no, hubo interminables conversaciones sobre la muerte del elefante.
El dueño estaba furioso, pero no era más que un indio y no pudo hacer nada. Además, según la ley yo había hecho lo correcto, ya que a un elefante loco hay que matarlo, como a un perro loco, si su dueño no consigue dominarlo. Entre los europeos hubo división de opiniones. Los mayores me dieron la razón, los más jóvenes dijeron era una auténtica lástima sacrificar un elefante por haber matado a un culí, porque un elefante era más valioso que cualquiera de esos dichosos culís coringhee. Y después me alegré mucho de que el culí hubiese muerto; así la ley me ponía de su lado y me daba el pretexto suficiente para matar el elefante. A menudo me pregunté si alguno de ellos se dio cuenta de que lo había hecho sólo para evitar parecer un idiota.
Matar a un elefante, George Orwell. Traducción de Laura Manero y Verónica Canales [Saltana.org]


Fue entonces cuando Víctor Erice (San Sebastián, 1940) recordó en voz alta lo que para él fue el momento más extraordinario del filme y que no está en sus imágenes. Describió la escena como si de un cuento se tratara, mientras la sala se iba quedando cada vez más y más silenciosa. Fue el encuentro real entre Ana Torrent y el actor que hacía de Frankenstein. Era de noche, el bosque estaba ya iluminado por los proyectores y las luces, "siempre las luces", lo habían transfigurado. El actor estaba ya maquillado de Frankenstein. "Algo iba a pasar", recordó Erice. "Cuando llegó la niña estábamos cenando. También Frankenstein, que tomaba unos huevos fritos. De pronto, Ana reparó en el monstruo, dio un salto y se refugió en los brazos del primero que pilló, que era Teo Escamilla. Tuvo un ataque de pánico. Frankenstein no hacía más que sonreír y la niña no paraba de llorar. Fue un momento extraordinario. Pasados unos minutos, Ana y el monstruo empezaron a hablar. Ella le hizo entonces la pregunta fundamental: ¿Porqué mataste a la niña? Espero que la película en cierta forma respondiera a esta cuestión", finalizó Erice.
Víctor Erice: "Lo mejor de El espíritu de la colmena no está en sus imágenes", Rocío García [El País, 23 de septiembre de 2003]

La psicología de las multitudes nos dice que las masas son muy influenciables, y describe el carácter absoluto de sus juicios, la rapidez de los contagios emocionales, el debilitamiento o la pérdida del espíritu crítico, la desaparición del sentido de la responsabilidad personal, la subestimación o la exageración de la fuerza del adversario, su aptitud para pasar repentinamente del horror al entusiasmo y de las aclamaciones a las amenazas de muerte.
Anatomía del miedo, José Antonio Marina
 
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