Quienes hayan
frecuentado las páginas de Muñoz Molina, habrán observado una evolución muy
marcada, desde aquellas primeras novelas, respetuosas de los géneros
tradicionales y de cierta pulcritud formal (pensemos en El invierno en Lisboa o
Beltenebros) a esas otras que se internan en los meandros de la memoria
personal o colectiva (pensemos en El jinete polaco o Ardor guerrero). Con
Plenilunio, se corrobora el
compromiso del autor con la vida, en este caso con las vidas ajenas.
[Nunca he
entendido este tipo de comentarios. ¿El compromiso del autor con la vida? Y
eso, ¿qué quiere decir?]
-Se trata de
una evolución de la que yo no he sido muy consciente -dice-, pero que se da con
cierta frecuencia: cuando uno empieza a escribir, está
fascinado, sobre todo, por lo literario. Es muy frecuente, por
ejemplo, que a un escritor joven le deslumbre Borges, porque le ofrece el
máximo de literatura, del mismo modo que te enamoras de Hitchcock, porque en
sus películas estás viendo el cine dentro del cine.
Creo que eso está bien, pero con el tiempo van cambiando tus preferencias sin
que te des mucha cuenta. Yo, por ejemplo, escribí novelas que se alimentaban
de música, literatura y películas: después de haberme sumergido en
un mundo muy determinado me apetece salir de él. Sigo leyendo a Borges con
gusto, pero ahora entiendo de otra manera a autores como Baroja, o
incluso la literatura que se hace para los periódicos.
[Estaba pensando que hay que vivir para poder contar.
Cuando uno es joven no considera que lo que ha vivido sea material para
novelar. Está demasiado cerca de lo que ha experimentado. Necesita madurar
personal y profesionalmente para descubrir que no tienen que ocurrirle cosas extraordinarias
para tener una buena historia que contar.]
-Hay quienes afirman que literatura y vida son
incompatibles.
[Literatura y vida son incompatibles. Y esto, ¿qué significa? ¿Que hay
que renunciar a vivir para poder contar?, ¿que hay que encerrarse en una torre
de marfil para dedicarse en exclusividad a la literatura? Y no es más bien al
contrario. Que es necesario experimentar para poder contar, que es necesario “estar
en el mundo” y no apartado de él, que hay que compaginar la vida con el trabajo
[la actividad intelectual] para que la una no agote al otro y viceversa]
-Es ridículo
pensar que, para escribir, tienes que no vivir, o viceversa. Para mí, el acto de escribir, incluso cuando estoy plenamente sumergido en una
novela, no ahoga otros aspectos de mi vida: me gusta trabajar
durante una hora, pero luego me gusta estar con la persona que quiero, me gusta
pasear, me gusta cocinar o escuchar un disco. Cuando más he sentido que esa distinción
entre escribir y vivir era falsa ha sido cuando me he encontrado en
circunstancias muy difíciles: en esos momentos, escribir me ha ayudado a vivir.
Una de las fuentes de este mito absurdo procede de Flaubert,
que intentaba mostrarse como una persona retirada del mundo, cuando lo cierto
es que viajaba a París para enterarse de todos los chismes. A mí esta
conciencia de las renuncias que impone la literatura me marcó mucho de joven;
recuerdo que quedé impresionado con La orgía perpetua, de Mario Vargas Llosa,
donde se recoge aquella cita de Flaubert, que se
refiere al escritor como un ermitaño que ama la literatura como un cilicio...
-Aludía usted antes al interés que le suscita la escritura periodística.
-Para mí el
periodismo es un género soberano. Una de las grandes cosas que pueden hacerse
en la vida es escribir en periódicos: artículos, crónicas, reportajes,
entrevistas... lo que sea. Cuando tenía trece o catorce años, en la biblioteca
pública de Úbeda, encontré las obras completas de Julio Camba: leía muy
aplicadamente sus artículos y luego escribía yo otros calcados. En literatura
no hay otra manera de aprender que copiando al maestro.
El fruto de un arrebato
-¿Y dónde está el secreto de un buen artículo?
-Yo creo que la
clave del artículo, lo que le da su carácter específico, aparte del tamaño o su
carácter periódico, es la espontaneidad: no
puede ser una cosa elaborada, debe ser fruto de un arrebato.
[¿Escrito en un
instante?]
-Usted ha tomado posturas muy contundentes
ante asuntos sociales o políticos de estricta actualidad. No parece, desde
luego, obedecer a ese paradigma del escritor encerrado en su torre de marfil.
-La implicación
del escritor en la actualidad no es un fenómeno moderno. Piense en los grandes
nombres: Larra, Galdós, Ortega, Baroja y todo el 98
mantuvieron una presencia constante en la prensa. Pero con esto no
desdeño al
modelo contrario de escritor: uno no es lo que quiere ser, sino lo
que puede. Yo, si hay algo que detesto, es la figura del intelectual
oficialmente comprometido, ese intelectual estrella, al estilo francés, arrogante
y algo presuntuoso que se proclama bandera de causas remotas. Yo prefiero al
"hombre de letras", según el término acuñado por Henry James, y reivindico el
rescate del sentido común, esa virtud tan mal considerada: hoy en
día, quedas mucho mejor si defiendes a Sendero Luminoso que si defiendes una
seguridad social razonable, por ejemplo.
[¿por qué
andamos siempre clasificando: de estos o de aquellos, de los unos o de los
otros? ¿Por qué nos tenemos siempre que definir?]
Intensidad y precisión
-Si algo agradece el lector a Muñoz Molina, ahora que las posturas
literarias se enconan, es que haya sabido conciliar
el arte de contar historias con el decoro estilístico, esos dos compañeros que
algunos pretenden irreconciliables. ¿Cómo se obtiene esa rara alquimia?
[Otra dicotomía: forma o contenido, estilo o historia]
-Siempre he
tenido muy clara la idea de no querer elegir. Cuando empecé a escribir, recién
entrado en la universidad, sufrí algunas experiencias poco gratificantes: te
imponían, aparte de unas coacciones exteriores,
unas coacciones culturales terribles e innecesarias. Tenías que elegir entre
ser cosmopolita y ser castizo, una disyuntiva completamente falsa,
puesto que muy
pocos escritores fueron tan cosmopolitas como Galdós o Baroja.
Recuerdo que también había que elegir entre narrar historias y hacer
experimentación; había que elegir entre ser comprometido o frívolo...
-¿Y cómo cree usted que un escritor puede lograr ese impacto expresivo?
-Reuniendo intensidad y
precisión. Para ello, recomendaría leer obras que no sean novelas: a
mí me ha alimentado mucho, por ejemplo, la lectura de libros de poesía.
Como la novela, por naturaleza, tiende a un cierto desarreglo, la poesía actúa
de contrapeso y nos mantiene vigilantes. Por otro lado, me gusta leer cosas que
no tengan que ver con la literatura pero sí con la precisión, como los libros
de historia
o de ciencia. Aquí podríamos recordar a Stendhal, que afirmaba haber
aprendido a escribir leyendo el Código Napoleónico; o a Delibes, que confiesa
su deuda con el manual de Derecho Mercantil de Garrigues.
El desprecio al otro
-Plenilunio tiene un arranque de novela policíaca, pero deriva hacia una reflexión sobre la violencia y los
desarreglos vitales que su irrupción ocasiona en un grupo de personajes.
-Y es que esa
reflexión siempre me ha interesado mucho. En las sociedades cuando desaparecen los vínculos de
solidaridad, inmediatamente surge la violencia. Creo que ha
triunfado una ideología muy dañina, que es la ideología del desprecio al otro,
consistente en erigirse uno mismo en dueño de las cosas. Nunca había estado tan
claro como hoy que toda vida humana es sagrada y, sin embargo, parece que nunca
ha existido tanta complacencia en su destrucción.
[Esto no es muy
abstracto. “Nunca había estado tan claro como hoy que toda vida humana es
sagrada”. ¿Y esto? La verdad es que no parece una frase de AMM. ¿En base a qué
hace esa afirmación? ]
-En Plenilunio nos topamos con algún personaje
cuya vida se ha visto arruinada por un entendimiento nefasto de las ideologías
y el compromiso. Parece incongruente
que esto lo denuncie un hombre de izquierdas...
[La pregunta ya es una declaración de principios…¿parece incongruente que
uno tenga un sentido crítico?]
-Es que esa
denuncia no le corresponde a una persona de derechas. Las personas de izquierdas, que hemos
regido nuestro programa vital por aspiraciones de libertad y emancipación, con
demasiada frecuencia nos hemos dedicado a venerar monstruos. Durante mucho
tiempo, la reivindicación de la igualdad y de las causas nobles se produjo
mezclada siniestramente con la defensa de tiranías impresentables;
una vez que han desaparecido las tiranías, parece como si también hubiesen
desaparecido las causas: no, no, las causas siguen siendo las mismas, aunque
Stalin ya no exista. La izquierda española, si fuese crítica, debería repensar
sus posiciones. Ahora todos sabemos que Sendero Luminoso era una
pandilla de psicópatas, pero el otro día oí decir en la radio a una persona que
se proclamaba de izquierdas: "Hay que dejarse de social democracias, hay
que recuperar a Sendero Luminoso". Estas mamarrachadas se pronuncian desde
posiciones de un privilegio absoluto; era como cuando en los años 70 se rechazaba por
reaccionaria a una persona que hubiera huido de la Unión Soviética,
mientras tú vivías espléndidamente en Occidente. Hay una cierta obsesión en
muchas personas de izquierdas de mantenerse puros; yo me alegro mucho de no mantenerme puro, de
no pensar como pensaba hace veinte años.
[La autocrítica
de Ardor guerrero, El dueño del secreto]
-Los personajes de Plenilunio son hombres
y mujeres que han tenido que aprender a convivir con el miedo. ¿Una metáfora
de los tiempos que corren?
-En ese
sentido, yo creo que esta novela es bastante española ¿Quién que sea inocente o que sea débil
está protegido hoy contra el miedo? En España, sabemos que los únicos que están
a salvo son quienes lo provocan: los policías se protegen el rostro
con una capucha, los asesinos ejecutan con la cara descubierta. La redacción de
Plenilunio está influida por muchos acontecimientos presentes: me obsesionaba
esa idea de que la muerte, en sus múltiples
manifestaciones irracionales, puede irrumpir de pronto, sin que medie ningún
motivo. Nada retrata mejor el cáncer de nuestra sociedad que el miedo
del justo y el desvalido ante el fuerte.
[¿Qué ha pasado?
¿No era el Estado el que tenía el monopolio de la violencia en base a un
proceso de legitimación?
Según Weber, el Estado es la fuente de
la legitimidad del uso de la violencia. La policía y
los militares
son sus principales instrumentos, pero esto no significa que sólo la fuerza pública puede ser usada:
la fuerza privada (como en la seguridad
privada) se puede utilizar también, siempre y cuando sea autorizada por el
Estado. Es decir, la aplicación concreta de la violencia se delega o se
permite por el Estado.]
El alma del que sufre
-En su obra encontramos siempre una predilección por los más débiles, una
solidaridad inquebrantable con los desvalidos.
-¿Y no le
parece que eso ocurre siempre en literatura? Fíjese en la gran revolución que
significaron El lazarillo... o un libro tan fundamental como la Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del
Castillo, que erigen en centro de la narración al hombre vulgar y corriente. A
mí, el alma del fuerte no me interesa. Hace poco me
llamó un escritor que deseaba escribir un libro sobre un jerarca nazi: sabía
que yo tenía mucha bibliografía sobre el holocausto y me dijo que estaba interesado en las honduras del alma de esta
gente... ¿Qué honduras? Lo que
interesa en literatura es la hondura del alma del que sufre; la hondura del
alma del funcionario de la muerte carece de interés.
[Para empezar,
yo le habría recomendado los ensayos de Hannah Arendt: Los orígenes del
totalitarismo y Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la
banalidad del mal. Luego ya, si eso, seguimos hablando de Honduras, Nicaragua y
Guatemala.]
-¿Qué aspiraba a contarnos en Plenilunio?
[Vaya pregunta. ¿Qué aspiraba a contar? Así podré evaluar si lo ha
conseguido…Qué falta de empatía, ¿no? Parece que se sitúe por encima del
texto.]
-Acababa de
pasar una época en la que había indagado en el propio yo, en la memoria
personal, y aunque no sea una etapa que considere cancelada, me
apetecía contar muchas vidas, vidas ajenas e inventadas, al hilo de una
investigación policial. Yo, de entrada, sólo tenía un inspector y un misterio,
luego, se me ocurrió atribuirle un pasado al
inspector, y así surgieron los primeros personajes, el padre Orduña y
Susana. Algunos personajes, como el del forense Ferreras, que yo imaginé
intrascendentes, se convirtieron en sustantivos.
[Pues parece
que esa época, por fortuna para nosotros, no acaba de pasar. Siempre está uno tratando
de encontrarse, de conocerse a sí mismo, evaluando etapas, haciendo memoria,
repasando la Historia, la que cada día se escribe en los periódicos,…]
-¿Por qué ese título, Plenilunio?
-¿Usted sabe
por qué decidió Don Quijote que su amada se llamase Dulcinea? Porque le parecía
un nombre músico, peregrino y significativo;
con los títulos sucede lo mismo.
El alma de los
débiles. Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Juan Manuel de Prada, [ABC y La
Nación, 1997] Vivimos derrotados por el miedo, 28 de febrero de 1997.
Pura alegría
El tiempo de la
literatura se nos pasa muy rápido: los días en que escribía uno un libro,
aunque sea reciente, se le antojan enseguida muy lejanos. Hace algo más de tres
años, en el tiempo ahora remoto en que yo empezaba a adentrarme en mi libro Ardor guerrero,
a intentar
una narración sin ficción, encontré en un libro de Paul Theroux,
The Great Railway Bazaar, unas líneas que me impresionaron mucho, y
que apunté enseguida: "La diferencia entre la literatura
de viajes y la ficción es la misma que existe entre anotar lo que el ojo ve y
descubrir lo que la imaginación conoce. La ficción es pura alegría..."
El cuaderno
donde las apunté se me extravió sin que hubiera escrito nada más en él. Dos
años más tarde, buscando un sitio para anotar borradores, encontré ese cuaderno
casi intacto, y en él aquella frase de Paul Theroux que tanta impresión me
había hecho. Al releerla, más que nunca le di la razón: esta vez yo no estaba
escribiendo una
memoria personal, es decir, anotando lo que veía la mirada del recuerdo,
sino que me hallaba plenamente sumergido en lo que la imaginación conocía.
Abría el cuaderno, sentado junto a una mesa vacía, tomaba la pluma y empezaba a
escribir como al dictado de lo que mi imaginación ya sabía, aunque yo no
tuviera una idea muy clara de las palabras que iban a venir, y que fluían de la
tinta con una felicidad perfectamente material, con esa ligereza que sólo
consigue una buena pluma sobre un papel adecuado. Pura alegría. También
trabajaba con el ordenador, desde luego, pero el ordenador, incluso el
portátil, le da a veces a la escritura una especie de solidez administrativa,
como el hecho de escribir siempre en el mismo sitio, en el cuarto de trabajo
lleno de libros y papeles, la clase de habitación en la que parece que debe
trabajar un novelista. El cuaderno y la pluma tienen la ventaja de su
liviandad: escribe uno en la mesa del comedor, en la cafetería del aeropuerto, escribe sin
pararse a pensar en lo que lleva escrito, dejándose llevar. Después vendrá la
corrección, el cuidado, pero lo importante es encontrar un impulso y seguirlo,
no detenerse a cada instante pensando en la conveniencia o no de los adjetivos,
en esos pormenores que son importantes, desde luego, pero que no valen nada si
no son precedidos por un empuje de invención, de tentativa, hasta de cierta
insensatez.
Creo que en
cada novela que se escribe hay una serie de ocurrencias y sensaciones dispersas
y un
instante que se podría llamar de cristalización, y que es ése en el
que todos los datos hasta entonces inconexos y aun muchos que no tenían
relación con las ideas primitivas parece que cobran por sí mismos una forma
superior que los envuelve a todos. Una forma o la promesa firme de que esa forma
aparecerá. Yo eso suelo sentirlo, después de mucho marear historias o
fragmentos posibles, cuando encuentro un punto de partida, primero una línea,
luego una frase entera que va naciendo de ella, que origina otras, que se
extiende hasta esa palpitación de un punto final: se siente que hay algo que
podría ser un primer capítulo. En las novelas que yo escribo, además, los primeros
capítulos suelen tener algo de oberturas, en ellos se enuncian, de manera
consciente o inconsciente, los temas -en el sentido musical- que se
irán desarrollando luego a lo largo del libro. En el principio está
el final, podría decir, acordándome de unos versos de T. S. Eliot
que me gustan mucho.
Y el principio
verdadero suele estar mucho antes del principio. En el caso de Plenilunio, se
trataba de una brizna apenas, una noticia y una foto que vi en un
periódico americano, hace unos siete años. La información breve
sobre un juicio y la cara del acusado: una cara de perfecta bondad, un hombre
joven, con traje y corbata, con el pelo corto, con las manos cruzadas, tan
pulcramente que parecía más bien que estaba en una iglesia y no en la sala de
un juicio, sobre todo si uno no se fijaba en que las manos estaban esposadas.
Dos años más tarde algo me hizo acordarme de aquella historia. Estaba yo releyendo por entonces
La vida breve, en largas siestas calurosas de mayo, y me dio por
imaginar onettianamente a un inspector de policía que mira una plaza tras los
cristales de un balcón, y que buscando a un asesino de niños va por las tardes
a las salidas de los colegios y a los parques donde rondan los pederastas.
Pero la cosa no llegó mucho más allá, y además por entonces a mí empezó a
apasionarme un tipo de literatura ajeno a la novela, pero no a la narración,
términos que en España suelen confundirse, pero que en las letras anglosajonas,
sobre todo en las norteamericanas, disfrutan de espacios claramente definidos e
igualmente respetables. Entre otros muchos libros, las Memorias de un niño de derechas, de
Francisco Umbral, y This boy´s life de Tobias Wolff, me ayudaron a imaginar el
tono y la materia de una confesión personal que debería sostenerse
sin el andamiaje de una trama novelesca. Enseguida, algún crítico dictaminó
afectuosamente que ya no se me ocurrían argumentos de novelas, y que,
presionado por las exigencias comerciales, había tenido que improvisar aquella
cosa indigesta sobre la mili. Lo peor de la malevolencia literaria española es
que suele ir mezclada a la falta de lecturas.
Terminada
aquella memoir (es curioso que esa palabra, frecuente en inglés y pronunciada
siempre a la francesa, no se usa en la literatura francesa), me apeteció muy
fuertemente escribir por fin una novela. Una novela de verdad, quiero decir, sin contaminaciones
de autobiografía, una novela con todas las de la ley, con muchas
peripecias y puntos de vista, con historias cruzadas. Y con la apetencia volvió
el recuerdo de los antiguos recortes y de las anotaciones de años atrás. Un día
la imaginación descubrió el pasado de ese vago inspector onettiano; otro,
paseándome por el Retiro, vi como en un fogonazo su
posible final, el origen de su vergüenza. Un paso definitivo fue ver los
lugares en los que iban a suceder las cosas. Yo había pensado ambientar
la novela en Granada. Pero se me ocurrió que su espacio debía ser otro, una
ciudad cuyo nombre yo no necesitaría decir para que algunos de mis lectores la
reconocieran. Tampoco lo diré ahora.
Empecé a
escribir, logré más o menos la primera página que ahora va a conocer el lector,
abandoné, visité por casualidad y en circunstancias dolorosas una residencia
psiquiátrica regentada por monjas. Me volvieron recuerdos de aulas infantiles,
y en lo que escribía empezó a aparecer la misma lluvia que escuchaba mientras
estaba escribiendo, la lluvia magnífica de invierno en que por fin terminó la
sequía.
Todo fue
entrando en el libro: sin premeditación, sin mucho esfuerzo, dejándome llevar,
inventando cosas, conexiones, dibujando perfiles de personajes, algunos de
ellos retratos que intenté del natural. Pura alegría. Hubo páginas, capítulos enteros, que fueron
muy dolorosos de escribir, porque había que escribir sobre cosas atroces,
pero también hubo otros en los que la bondad aparecía sin que yo lo hubiera
calculado, en el modo en que un padre aprieta la mano de su hija, o en el
momento en que un hombre ve por la calle a la mujer de la que acaba de
enamorarse.
De todo eso
está hecha la novela: también del miedo y de la sinrazón de cada día, de los
hechos de la vida diaria. Es más larga de lo que yo imaginé al principio, pero me ha ayudado
mucho a vivir, me ha hecho compañía cada tarde, a la hora de
escribir, que es una hora que se nos va imponiendo por sí misma en cada libro,
y que para mí, en éste, era la del principio, del anochecer. Busqué lugares, conversé con policías, con jueces, con
abogados, con testigos atónitos del horror, leí sumarios, miré álbumes con
fotos de delincuentes. En la triste actualidad de cada mañana encontraba
rostros, indicios sobre lo mismo que yo estaba escribiendo.
Ahora,
terminado todo, me siento a esperar. Una calma me queda: la de haber disfrutado
escribiendo este libro como si fuese el primero, la de haber puesto en él todo
lo que tengo, lo que soy. Aunque sea malo, no voy a sentir remordimiento. Creo
que es el mejor libro que yo podía escribir.
Por Antonio
Muñoz Molina [ABC y La Nación, 1997]
[Ahora no
recuerdo si leí primero El jinete polaco o Plenilunio. Sé que una fue seguida
de la otra. No tenía ninguna referencia de esa novela antes de abrirla y
comenzar a leer. Con dos novelas me ha pasado que he tenido que interrumpir la
lectura por experimentar la sensación de que no voy a poder seguir leyendo, mi
imaginación se ha disparado y he pensado: “Tómate un respiro porque si
continúas, vas a sufrir”. Esa sensación de repugnancia y horror no se te
olvidan. Ensayo sobre la ceguera, Plenilunio. Ahora que hago memoria también me
ocurrió algo parecido con un capítulo de Gomorra en el que se describía qué le
habían hecho a una chica que había sido novia (o relación pasajera, no
prometida) de alguien a quien se la tenían jurada.
Tampoco soy
capaz de ver este tipo de escenas en el cine. No digamos documentales.
Me acuerdo
perfectamente del crimen de las niñas de Alcácer y del tratamiento que le
dieron los medios. Tan recientes los casos de Mari Luz Cortés y Marta del
Castillo. Cuando la ficción y la realidad se acercan demasiado es espantoso.
Nele me comentó
que le había pasado leyendo Dimensiones, de Alice Munro. Que se había pasado no
sé cuantas paradas de metro y había llegado a casa derrotada, con el ánimo por
los suelos. Que no podía quitárselo de la cabeza.
A mí eso me
pasa con la realidad, con la ficción solo en casos muy concretos.
¿En qué pensaba
yo cuando leía Plenilunio? En una de las vidas que podría haber tenido. Me veía
casada con un policía judicial, respirando la misma atmósfera que se describe
en el libro. Como no podía imaginarme viviendo en Úbeda, me reinventaba Madrid
o una ciudad mucho más al norte, …
Y también me
preguntaba: ¿Y qué tendrá que ver AMM con el inspector jefe de policía?
Ahora que ya he leído Ardor guerrero no me cuesta tanto imaginarlo.]
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