lunes, 1 de diciembre de 2014

"Lo que no sabemos es cuánto tardó en morir"



Quienes hayan frecuentado las páginas de Muñoz Molina, habrán observado una evolución muy marcada, desde aquellas primeras novelas, respetuosas de los géneros tradicionales y de cierta pulcritud formal (pensemos en El invierno en Lisboa o Beltenebros) a esas otras que se internan en los meandros de la memoria personal o colectiva (pensemos en El jinete polaco o Ardor guerrero). Con Plenilunio, se corrobora el compromiso del autor con la vida, en este caso con las vidas ajenas.
[Nunca he entendido este tipo de comentarios. ¿El compromiso del autor con la vida? Y eso, ¿qué quiere decir?]
-Se trata de una evolución de la que yo no he sido muy consciente -dice-, pero que se da con cierta frecuencia: cuando uno empieza a escribir, está fascinado, sobre todo, por lo literario. Es muy frecuente, por ejemplo, que a un escritor joven le deslumbre Borges, porque le ofrece el máximo de literatura, del mismo modo que te enamoras de Hitchcock, porque en sus películas estás viendo el cine dentro del cine. Creo que eso está bien, pero con el tiempo van cambiando tus preferencias sin que te des mucha cuenta. Yo, por ejemplo, escribí novelas que se alimentaban de música, literatura y películas: después de haberme sumergido en un mundo muy determinado me apetece salir de él. Sigo leyendo a Borges con gusto, pero ahora entiendo de otra manera a autores como Baroja, o incluso la literatura que se hace para los periódicos.
[Estaba pensando que hay que vivir para poder contar. Cuando uno es joven no considera que lo que ha vivido sea material para novelar. Está demasiado cerca de lo que ha experimentado. Necesita madurar personal y profesionalmente para descubrir que no tienen que ocurrirle cosas extraordinarias para tener una buena historia que contar.]
-Hay quienes afirman que literatura y vida son incompatibles.
[Literatura y vida son incompatibles. Y esto, ¿qué significa? ¿Que hay que renunciar a vivir para poder contar?, ¿que hay que encerrarse en una torre de marfil para dedicarse en exclusividad a la literatura? Y no es más bien al contrario. Que es necesario experimentar para poder contar, que es necesario “estar en el mundo” y no apartado de él, que hay que compaginar la vida con el trabajo [la actividad intelectual] para que la una no agote al otro y viceversa]
-Es ridículo pensar que, para escribir, tienes que no vivir, o viceversa. Para mí, el acto de escribir, incluso cuando estoy plenamente sumergido en una novela, no ahoga otros aspectos de mi vida: me gusta trabajar durante una hora, pero luego me gusta estar con la persona que quiero, me gusta pasear, me gusta cocinar o escuchar un disco. Cuando más he sentido que esa distinción entre escribir y vivir era falsa ha sido cuando me he encontrado en circunstancias muy difíciles: en esos momentos, escribir me ha ayudado a vivir. Una de las fuentes de este mito absurdo procede de Flaubert, que intentaba mostrarse como una persona retirada del mundo, cuando lo cierto es que viajaba a París para enterarse de todos los chismes. A mí esta conciencia de las renuncias que impone la literatura me marcó mucho de joven; recuerdo que quedé impresionado con La orgía perpetua, de Mario Vargas Llosa, donde se recoge aquella cita de Flaubert, que se refiere al escritor como un ermitaño que ama la literatura como un cilicio...
-Aludía usted antes al interés que le suscita la escritura periodística.
-Para mí el periodismo es un género soberano. Una de las grandes cosas que pueden hacerse en la vida es escribir en periódicos: artículos, crónicas, reportajes, entrevistas... lo que sea. Cuando tenía trece o catorce años, en la biblioteca pública de Úbeda, encontré las obras completas de Julio Camba: leía muy aplicadamente sus artículos y luego escribía yo otros calcados. En literatura no hay otra manera de aprender que copiando al maestro.
El fruto de un arrebato
-¿Y dónde está el secreto de un buen artículo?
-Yo creo que la clave del artículo, lo que le da su carácter específico, aparte del tamaño o su carácter periódico, es la espontaneidad: no puede ser una cosa elaborada, debe ser fruto de un arrebato.
[¿Escrito en un instante?]
-Usted ha tomado posturas muy contundentes ante asuntos sociales o políticos de estricta actualidad. No parece, desde luego, obedecer a ese paradigma del escritor encerrado en su torre de marfil.
-La implicación del escritor en la actualidad no es un fenómeno moderno. Piense en los grandes nombres: Larra, Galdós, Ortega, Baroja y todo el 98 mantuvieron una presencia constante en la prensa. Pero con esto no desdeño al modelo contrario de escritor: uno no es lo que quiere ser, sino lo que puede. Yo, si hay algo que detesto, es la figura del intelectual oficialmente comprometido, ese intelectual estrella, al estilo francés, arrogante y algo presuntuoso que se proclama bandera de causas remotas. Yo prefiero al "hombre de letras", según el término acuñado por Henry James, y reivindico el rescate del sentido común, esa virtud tan mal considerada: hoy en día, quedas mucho mejor si defiendes a Sendero Luminoso que si defiendes una seguridad social razonable, por ejemplo.
[¿por qué andamos siempre clasificando: de estos o de aquellos, de los unos o de los otros? ¿Por qué nos tenemos siempre que definir?]
Intensidad y precisión
-Si algo agradece el lector a Muñoz Molina, ahora que las posturas literarias se enconan, es que haya sabido conciliar el arte de contar historias con el decoro estilístico, esos dos compañeros que algunos pretenden irreconciliables. ¿Cómo se obtiene esa rara alquimia?
[Otra dicotomía: forma o contenido, estilo o historia]
-Siempre he tenido muy clara la idea de no querer elegir. Cuando empecé a escribir, recién entrado en la universidad, sufrí algunas experiencias poco gratificantes: te imponían, aparte de unas coacciones exteriores, unas coacciones culturales terribles e innecesarias. Tenías que elegir entre ser cosmopolita y ser castizo, una disyuntiva completamente falsa, puesto que muy pocos escritores fueron tan cosmopolitas como Galdós o Baroja. Recuerdo que también había que elegir entre narrar historias y hacer experimentación; había que elegir entre ser comprometido o frívolo...
-¿Y cómo cree usted que un escritor puede lograr ese impacto expresivo?
-Reuniendo intensidad y precisión. Para ello, recomendaría leer obras que no sean novelas: a mí me ha alimentado mucho, por ejemplo, la lectura de libros de poesía. Como la novela, por naturaleza, tiende a un cierto desarreglo, la poesía actúa de contrapeso y nos mantiene vigilantes. Por otro lado, me gusta leer cosas que no tengan que ver con la literatura pero sí con la precisión, como los libros de historia o de ciencia. Aquí podríamos recordar a Stendhal, que afirmaba haber aprendido a escribir leyendo el Código Napoleónico; o a Delibes, que confiesa su deuda con el manual de Derecho Mercantil de Garrigues.
El desprecio al otro
-Plenilunio tiene un arranque de novela policíaca, pero deriva hacia una reflexión sobre la violencia y los desarreglos vitales que su irrupción ocasiona en un grupo de personajes.
-Y es que esa reflexión siempre me ha interesado mucho. En las sociedades cuando desaparecen los vínculos de solidaridad, inmediatamente surge la violencia. Creo que ha triunfado una ideología muy dañina, que es la ideología del desprecio al otro, consistente en erigirse uno mismo en dueño de las cosas. Nunca había estado tan claro como hoy que toda vida humana es sagrada y, sin embargo, parece que nunca ha existido tanta complacencia en su destrucción.
[Esto no es muy abstracto. “Nunca había estado tan claro como hoy que toda vida humana es sagrada”. ¿Y esto? La verdad es que no parece una frase de AMM. ¿En base a qué hace esa afirmación? ]
-En Plenilunio nos topamos con algún personaje cuya vida se ha visto arruinada por un entendimiento nefasto de las ideologías y el compromiso. Parece incongruente que esto lo denuncie un hombre de izquierdas...
[La pregunta ya es una declaración de principios…¿parece incongruente que uno tenga un sentido crítico?]
-Es que esa denuncia no le corresponde a una persona de derechas. Las personas de izquierdas, que hemos regido nuestro programa vital por aspiraciones de libertad y emancipación, con demasiada frecuencia nos hemos dedicado a venerar monstruos. Durante mucho tiempo, la reivindicación de la igualdad y de las causas nobles se produjo mezclada siniestramente con la defensa de tiranías impresentables; una vez que han desaparecido las tiranías, parece como si también hubiesen desaparecido las causas: no, no, las causas siguen siendo las mismas, aunque Stalin ya no exista. La izquierda española, si fuese crítica, debería repensar sus posiciones. Ahora todos sabemos que Sendero Luminoso era una pandilla de psicópatas, pero el otro día oí decir en la radio a una persona que se proclamaba de izquierdas: "Hay que dejarse de social democracias, hay que recuperar a Sendero Luminoso". Estas mamarrachadas se pronuncian desde posiciones de un privilegio absoluto; era como cuando en los años 70 se rechazaba por reaccionaria a una persona que hubiera huido de la Unión Soviética, mientras tú vivías espléndidamente en Occidente. Hay una cierta obsesión en muchas personas de izquierdas de mantenerse puros; yo me alegro mucho de no mantenerme puro, de no pensar como pensaba hace veinte años.
[La autocrítica de Ardor guerrero, El dueño del secreto]
-Los personajes de Plenilunio son hombres y mujeres que han tenido que aprender a convivir con el miedo. ¿Una metáfora de los tiempos que corren?
-En ese sentido, yo creo que esta novela es bastante española ¿Quién que sea inocente o que sea débil está protegido hoy contra el miedo? En España, sabemos que los únicos que están a salvo son quienes lo provocan: los policías se protegen el rostro con una capucha, los asesinos ejecutan con la cara descubierta. La redacción de Plenilunio está influida por muchos acontecimientos presentes: me obsesionaba esa idea de que la muerte, en sus múltiples manifestaciones irracionales, puede irrumpir de pronto, sin que medie ningún motivo. Nada retrata mejor el cáncer de nuestra sociedad que el miedo del justo y el desvalido ante el fuerte.
[¿Qué ha pasado? ¿No era el Estado el que tenía el monopolio de la violencia en base a un proceso de legitimación?
Según Weber, el Estado es la fuente de la legitimidad del uso de la violencia. La policía y los militares son sus principales instrumentos, pero esto no significa que sólo la fuerza pública puede ser usada: la fuerza privada (como en la seguridad privada) se puede utilizar también, siempre y cuando sea autorizada por el Estado. Es decir, la aplicación concreta de la violencia se delega o se permite por el Estado.]
El alma del que sufre
-En su obra encontramos siempre una predilección por los más débiles, una solidaridad inquebrantable con los desvalidos.
-¿Y no le parece que eso ocurre siempre en literatura? Fíjese en la gran revolución que significaron El lazarillo... o un libro tan fundamental como la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, que erigen en centro de la narración al hombre vulgar y corriente. A mí, el alma del fuerte no me interesa. Hace poco me llamó un escritor que deseaba escribir un libro sobre un jerarca nazi: sabía que yo tenía mucha bibliografía sobre el holocausto y me dijo que estaba interesado en las honduras del alma de esta gente... ¿Qué honduras? Lo que interesa en literatura es la hondura del alma del que sufre; la hondura del alma del funcionario de la muerte carece de interés.
[Para empezar, yo le habría recomendado los ensayos de Hannah Arendt: Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Luego ya, si eso, seguimos hablando de Honduras, Nicaragua y Guatemala.]
-¿Qué aspiraba a contarnos en Plenilunio?
[Vaya pregunta. ¿Qué aspiraba a contar? Así podré evaluar si lo ha conseguido…Qué falta de empatía, ¿no? Parece que se sitúe por encima del texto.]
-Acababa de pasar una época en la que había indagado en el propio yo, en la memoria personal, y aunque no sea una etapa que considere cancelada, me apetecía contar muchas vidas, vidas ajenas e inventadas, al hilo de una investigación policial. Yo, de entrada, sólo tenía un inspector y un misterio, luego, se me ocurrió atribuirle un pasado al inspector, y así surgieron los primeros personajes, el padre Orduña y Susana. Algunos personajes, como el del forense Ferreras, que yo imaginé intrascendentes, se convirtieron en sustantivos.
[Pues parece que esa época, por fortuna para nosotros, no acaba de pasar. Siempre está uno tratando de encontrarse, de conocerse a sí mismo, evaluando etapas, haciendo memoria, repasando la Historia, la que cada día se escribe en los periódicos,…]
-¿Por qué ese título, Plenilunio?
-¿Usted sabe por qué decidió Don Quijote que su amada se llamase Dulcinea? Porque le parecía un nombre músico, peregrino y significativo; con los títulos sucede lo mismo.
El alma de los débiles. Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Juan Manuel de Prada, [ABC y La Nación, 1997] Vivimos derrotados por el miedo, 28 de febrero de 1997.
Pura alegría
El tiempo de la literatura se nos pasa muy rápido: los días en que escribía uno un libro, aunque sea reciente, se le antojan enseguida muy lejanos. Hace algo más de tres años, en el tiempo ahora remoto en que yo empezaba a adentrarme en mi libro Ardor guerrero, a intentar una narración sin ficción, encontré en un libro de Paul Theroux, The Great Railway Bazaar, unas líneas que me impresionaron mucho, y que apunté enseguida: "La diferencia entre la literatura de viajes y la ficción es la misma que existe entre anotar lo que el ojo ve y descubrir lo que la imaginación conoce. La ficción es pura alegría..."
El cuaderno donde las apunté se me extravió sin que hubiera escrito nada más en él. Dos años más tarde, buscando un sitio para anotar borradores, encontré ese cuaderno casi intacto, y en él aquella frase de Paul Theroux que tanta impresión me había hecho. Al releerla, más que nunca le di la razón: esta vez yo no estaba escribiendo una memoria personal, es decir, anotando lo que veía la mirada del recuerdo, sino que me hallaba plenamente sumergido en lo que la imaginación conocía. Abría el cuaderno, sentado junto a una mesa vacía, tomaba la pluma y empezaba a escribir como al dictado de lo que mi imaginación ya sabía, aunque yo no tuviera una idea muy clara de las palabras que iban a venir, y que fluían de la tinta con una felicidad perfectamente material, con esa ligereza que sólo consigue una buena pluma sobre un papel adecuado. Pura alegría. También trabajaba con el ordenador, desde luego, pero el ordenador, incluso el portátil, le da a veces a la escritura una especie de solidez administrativa, como el hecho de escribir siempre en el mismo sitio, en el cuarto de trabajo lleno de libros y papeles, la clase de habitación en la que parece que debe trabajar un novelista. El cuaderno y la pluma tienen la ventaja de su liviandad: escribe uno en la mesa del comedor, en la cafetería del aeropuerto, escribe sin pararse a pensar en lo que lleva escrito, dejándose llevar. Después vendrá la corrección, el cuidado, pero lo importante es encontrar un impulso y seguirlo, no detenerse a cada instante pensando en la conveniencia o no de los adjetivos, en esos pormenores que son importantes, desde luego, pero que no valen nada si no son precedidos por un empuje de invención, de tentativa, hasta de cierta insensatez.
Creo que en cada novela que se escribe hay una serie de ocurrencias y sensaciones dispersas y un instante que se podría llamar de cristalización, y que es ése en el que todos los datos hasta entonces inconexos y aun muchos que no tenían relación con las ideas primitivas parece que cobran por sí mismos una forma superior que los envuelve a todos. Una forma o la promesa firme de que esa forma aparecerá. Yo eso suelo sentirlo, después de mucho marear historias o fragmentos posibles, cuando encuentro un punto de partida, primero una línea, luego una frase entera que va naciendo de ella, que origina otras, que se extiende hasta esa palpitación de un punto final: se siente que hay algo que podría ser un primer capítulo. En las novelas que yo escribo, además, los primeros capítulos suelen tener algo de oberturas, en ellos se enuncian, de manera consciente o inconsciente, los temas -en el sentido musical- que se irán desarrollando luego a lo largo del libro. En el principio está el final, podría decir, acordándome de unos versos de T. S. Eliot que me gustan mucho.
Y el principio verdadero suele estar mucho antes del principio. En el caso de Plenilunio, se trataba de una brizna apenas, una noticia y una foto que vi en un periódico americano, hace unos siete años. La información breve sobre un juicio y la cara del acusado: una cara de perfecta bondad, un hombre joven, con traje y corbata, con el pelo corto, con las manos cruzadas, tan pulcramente que parecía más bien que estaba en una iglesia y no en la sala de un juicio, sobre todo si uno no se fijaba en que las manos estaban esposadas.
Dos años más tarde algo me hizo acordarme de aquella historia. Estaba yo releyendo por entonces La vida breve, en largas siestas calurosas de mayo, y me dio por imaginar onettianamente a un inspector de policía que mira una plaza tras los cristales de un balcón, y que buscando a un asesino de niños va por las tardes a las salidas de los colegios y a los parques donde rondan los pederastas. Pero la cosa no llegó mucho más allá, y además por entonces a mí empezó a apasionarme un tipo de literatura ajeno a la novela, pero no a la narración, términos que en España suelen confundirse, pero que en las letras anglosajonas, sobre todo en las norteamericanas, disfrutan de espacios claramente definidos e igualmente respetables. Entre otros muchos libros, las Memorias de un niño de derechas, de Francisco Umbral, y This boy´s life de Tobias Wolff, me ayudaron a imaginar el tono y la materia de una confesión personal que debería sostenerse sin el andamiaje de una trama novelesca. Enseguida, algún crítico dictaminó afectuosamente que ya no se me ocurrían argumentos de novelas, y que, presionado por las exigencias comerciales, había tenido que improvisar aquella cosa indigesta sobre la mili. Lo peor de la malevolencia literaria española es que suele ir mezclada a la falta de lecturas.
Terminada aquella memoir (es curioso que esa palabra, frecuente en inglés y pronunciada siempre a la francesa, no se usa en la literatura francesa), me apeteció muy fuertemente escribir por fin una novela. Una novela de verdad, quiero decir, sin contaminaciones de autobiografía, una novela con todas las de la ley, con muchas peripecias y puntos de vista, con historias cruzadas. Y con la apetencia volvió el recuerdo de los antiguos recortes y de las anotaciones de años atrás. Un día la imaginación descubrió el pasado de ese vago inspector onettiano; otro, paseándome por el Retiro, vi como en un fogonazo su posible final, el origen de su vergüenza. Un paso definitivo fue ver los lugares en los que iban a suceder las cosas. Yo había pensado ambientar la novela en Granada. Pero se me ocurrió que su espacio debía ser otro, una ciudad cuyo nombre yo no necesitaría decir para que algunos de mis lectores la reconocieran. Tampoco lo diré ahora.
Empecé a escribir, logré más o menos la primera página que ahora va a conocer el lector, abandoné, visité por casualidad y en circunstancias dolorosas una residencia psiquiátrica regentada por monjas. Me volvieron recuerdos de aulas infantiles, y en lo que escribía empezó a aparecer la misma lluvia que escuchaba mientras estaba escribiendo, la lluvia magnífica de invierno en que por fin terminó la sequía.
Todo fue entrando en el libro: sin premeditación, sin mucho esfuerzo, dejándome llevar, inventando cosas, conexiones, dibujando perfiles de personajes, algunos de ellos retratos que intenté del natural. Pura alegría. Hubo páginas, capítulos enteros, que fueron muy dolorosos de escribir, porque había que escribir sobre cosas atroces, pero también hubo otros en los que la bondad aparecía sin que yo lo hubiera calculado, en el modo en que un padre aprieta la mano de su hija, o en el momento en que un hombre ve por la calle a la mujer de la que acaba de enamorarse.
De todo eso está hecha la novela: también del miedo y de la sinrazón de cada día, de los hechos de la vida diaria. Es más larga de lo que yo imaginé al principio, pero me ha ayudado mucho a vivir, me ha hecho compañía cada tarde, a la hora de escribir, que es una hora que se nos va imponiendo por sí misma en cada libro, y que para mí, en éste, era la del principio, del anochecer. Busqué lugares, conversé con policías, con jueces, con abogados, con testigos atónitos del horror, leí sumarios, miré álbumes con fotos de delincuentes. En la triste actualidad de cada mañana encontraba rostros, indicios sobre lo mismo que yo estaba escribiendo.
Ahora, terminado todo, me siento a esperar. Una calma me queda: la de haber disfrutado escribiendo este libro como si fuese el primero, la de haber puesto en él todo lo que tengo, lo que soy. Aunque sea malo, no voy a sentir remordimiento. Creo que es el mejor libro que yo podía escribir.
Por Antonio Muñoz Molina [ABC y La Nación, 1997]
[Ahora no recuerdo si leí primero El jinete polaco o Plenilunio. Sé que una fue seguida de la otra. No tenía ninguna referencia de esa novela antes de abrirla y comenzar a leer. Con dos novelas me ha pasado que he tenido que interrumpir la lectura por experimentar la sensación de que no voy a poder seguir leyendo, mi imaginación se ha disparado y he pensado: “Tómate un respiro porque si continúas, vas a sufrir”. Esa sensación de repugnancia y horror no se te olvidan. Ensayo sobre la ceguera, Plenilunio. Ahora que hago memoria también me ocurrió algo parecido con un capítulo de Gomorra en el que se describía qué le habían hecho a una chica que había sido novia (o relación pasajera, no prometida) de alguien a quien se la tenían jurada.
Tampoco soy capaz de ver este tipo de escenas en el cine. No digamos documentales.
Me acuerdo perfectamente del crimen de las niñas de Alcácer y del tratamiento que le dieron los medios. Tan recientes los casos de Mari Luz Cortés y Marta del Castillo. Cuando la ficción y la realidad se acercan demasiado es espantoso.
Nele me comentó que le había pasado leyendo Dimensiones, de Alice Munro. Que se había pasado no sé cuantas paradas de metro y había llegado a casa derrotada, con el ánimo por los suelos. Que no podía quitárselo de la cabeza.
A mí eso me pasa con la realidad, con la ficción solo en casos muy concretos.
¿En qué pensaba yo cuando leía Plenilunio? En una de las vidas que podría haber tenido. Me veía casada con un policía judicial, respirando la misma atmósfera que se describe en el libro. Como no podía imaginarme viviendo en Úbeda, me reinventaba Madrid o una ciudad mucho más al norte, …
Y también me preguntaba: ¿Y qué tendrá que ver AMM con el inspector jefe de policía?
Ahora que ya he leído Ardor guerrero no me cuesta tanto imaginarlo.]


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting