Con
más frecuencia de la deseada tuvo que escuchar el filósofo y matemático
Bertrand Russell la siguiente pregunta: “¿Qué le parece más importante, la ética o la religión?”. Con su
habitual desparpajo y contundencia, dejó caer la siguiente respuesta: “He recorrido
bastantes países pertenecientes a diversas culturas; en ninguno de ellos me
preguntaron por mi religión, pero en ninguno de esos lugares me permitieron
robar, matar, mentir o cometer actos deshonestos”.
De
esta forma tan gráfica defendía Russell una tesis a la que dedicó no pocas
energías: sin
religión se puede vivir; sin ética, no. No será difícil estar de
acuerdo con él. Pero probablemente él era consciente de que los mínimos éticos que señala —no
matar, no robar, no mentir, no cometer actos deshonestos— nos llegan, también, como legado de grandes
espíritus religiosos como Buda, Confucio, Moisés, Jesús o Mahoma. Es
decir: la
ética y la religión han tendido a darse la mano, a caminar juntas, a
aunar esfuerzos. De hecho, el 83% de los seres humanos vincula
su quehacer ético
con su pertenencia a alguna de las 10.000 religiones existentes en nuestro
planeta.
Esta
decidida voluntad de cooperación no ha evitado roces y trifulcas entre ética y
religión. Hace casi un siglo, en 1915, el filósofo neokantiano Hermann Cohen
se propuso zanjar la secular contienda entre ética y religión. Su propuesta fue
nítida: la
religión tiene que disolverse en la ética. Sería, afirmaba, el mayor
timbre de gloria de la religión. Es más: una religión será tanto más verdadera
cuanto más capaz sea de inmolarse y desaparecer en la ética. Desembocamos así
en la ética
como criterio de verdad de la religión, la tesis que ya había anticipado
Feuerbach, el crítico más severo de la religión: “La verdadera religión es la ética”.
Sin
embargo, tal vez todo sea algo más complejo. Desde luego, la ética no es un mal
destino para nada ni para nadie. ¡Bien que añoramos su presencia en el día a
día de nuestro país! Pero la religión no aceptará de buen
grado su autodisolución en ella. Preferirá continuar siendo su
compañera de viaje. En realidad, las dos vienen de muy lejos. Juntas han
recorrido difíciles etapas y conocido parecidos vaivenes y zozobras.
No
es cierto que la ética empiece allí donde termina la religión.
Tradicionalmente hemos responsabilizado a la ética del qué
debemos hacer y hemos reservado a la religión la tarea de
administrar el qué nos cabe
esperar;
pero es muy probable que tal división de tareas no sea pertinente. Lo que de
veras intentaron siempre tanto la ética como la religión fue presentar un cuadro inteligible de la vida sobre la tierra.
Ni
la ética trata solo de la rectitud de las acciones humanas, ni la religión se
refiere únicamente a la relación de los seres humanos con sus dioses. Ambas
apuntan hacia una inteligibilidad más global, más abarcadora. Ambas buscan, con
similar tenacidad, el sentido de la vida.
Alguien ha dicho que el término esperanza
las engloba a las dos. En efecto: quien se atreve a pronunciar la palabra
esperanza —“el sueño de un vigilante” la llamó Aristóteles— está hablando, al
menos implícitamente, de ética y religión. Estamos ante dos saberes, de tono casi melancólico, que
se atreven a insinuar frágiles esperanzas que nunca podrán fundamentar
plenamente.
Ni
la ética ni la religión se resignan, por ejemplo, a los acabamientos
definitivos. “Por dignidad personal” se rebelaba el filósofo marxista E. Bloch
contra la sangrante evidencia de que los seres humanos “acabemos igual que el
ganado”. Aducía, con enorme vigor antropológico, que en vida había sido
diferente del ganado: había escrito libros, por ejemplo. Consideraba, pues, justo que esa diferencia se hiciese
también presente más allá de la muerte. Y pedía ayuda a la ética y a la
religión, ayuda en forma de esperanza: El
principio esperanza es el título de su obra más decisiva. Eso sí:
siempre evocó una “esperanza enlutada”, es decir, incierta, frágil. La
esperanza “firme” del cristianismo le parecía una desmesura.
“Hay
capítulos de la ética”, reconocía Aranguren, el gran maestro de la ética en
España, “que no sabría cómo abordar si, de algún modo, no lo hago desde la
religión”. Y ponía como ejemplo la solidaridad, a
la que consideraba “heredera de la fraternidad cristiana”. Aranguren
defendió siempre, como lo hacía Bloch y gran parte de la tradición filosófica
occidental, la
apertura de la ética a la religión. Esto no significa que ética y
religión terminen por identificarse. Es cierto que, probablemente, todas las
religiones predican a sus fieles: haz el bien, evita el mal. Todas se atienen a
la regla de
oro: “Trata a los demás como desees que te traten a ti”. El rabino
Hillel condensaba el núcleo ético de todas las
religiones en una fórmula tan sencilla como grandiosa: “Sé bueno, hijo mío”. Pero no todo en la religión es ética o
moralidad. La actitud religiosa tiene que ver con el misterio, con el
sobrecogimiento, con la adoración, con la alabanza, con la entrega.
La
apertura de la ética a la religión tampoco significa que la ética no sepa caminar sola a la
hora de determinar y fijar los valores morales. La experiencia
muestra lo contrario: con frecuencia, las grandes conquistas
éticas de la modernidad se lograron a pesar de la oposición frontal de la
religión
—mejor sería decir de las Iglesias—. La
ética es autónoma, no depende de la religión; pero saldrá ganando si acepta los impulsos válidos que esta le
ofrezca.
[No tengo tan claro que salga ganando con
esta alianza.]
Finalmente,
esa apertura no
significa que la ética pida a la religión que le preste a su Dios para lograr así una
perfecta fundamentación de sus normas. Estos sueños teocéntricos nos
quedan lejos. La ética ha aprendido, no sin penalidades, a vivir sin una
fundamentación fuerte;
sabe que, como tantas otras parcelas importantes de la vida, no
puede probar científicamente los cimientos sobre los que se asienta. “Nada
digno de probarse puede ser probado ni desprobado”
repetía el bueno de Unamuno. La ética y la religión
han terminado aprendiendo que, además de lo
científico, existe lo significativo. Este último es el
único campo en el que ellas pueden lucirse.
¿En
qué consiste, pues, la apertura de la ética a la religión? Ante todo: existe
una ética de la inmediatez que puede
ir del brazo de la religión, pero que también se las apaña bien sin ella.
Preconiza una justa distribución de la cultura y de los
bienes disponibles. Constituye un intento realista de favorecer el equilibrio,
la convivencia y el diálogo. Y nunca olvida la utopía de la justicia
como revulsivo permanente.
[justicia
social. ¿Y nada dice de la igualdad?]
Pero,
junto a esta ética de la inmediatez, sobria y atenta a las urgencias
inmediatas, existe otra ética, que no sé cómo adjetivar, y que no se limita a procurar la mejor y más justa configuración del presente, sino que
pregunta insistentemente por los
ya-no-presentes. Vuelve su mirada,
con inevitable desasosiego, hacia los que nos precedieron, intentando
introducir sentido donde no lo hubo. Es una ética que, además de actuar sobre
el presente, medita
sobre el pasado de los injustamente tratados por la historia. Se acuerda de las
vidas dañadas y maltrechas. Es aquí donde la ética puede sellar alianzas con la
religión. La ética siente anhelo por una especie de finitud sanada,
evocada por la tradición cristiana, por un posible escenario futuro sin
víctimas ni verdugos. La sombría perspectiva de que todo pudiese quedar como ha
ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad movió incluso a pensadores
no creyentes a postular futuros escenarios de liberación. Unamuno ha tenido
muchos seguidores en su deseo de que “nuestro trabajado linaje humano sea algo
más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada”. Es,
tal vez, el momento de recordar a otro grande de la filosofía, Jürgen Habermas,
en el impresionante marco de la iglesia de San Pablo en Fráncfort. Lo más
inquietante, dijo, es “la irreversibilidad de los
sufrimientos del pasado —la injusticia infligida contra personas inocentes, que
fueron maltratadas, degradadas y asesinadas— sin que el poder humano pueda
repararlo”. Y añadió: “La esperanza perdida de resurrección” se siente a
menudo como “un gran vacío”.
[¿Para
hacer memoria histórica es necesaria la alianza de ética y religión? ¿Hay que
recurrir a una justicia en el más allá para “reparar el daño” que se infligió?
¿Hay que recurrir a Dios para dar sentido?]
La
religión espera contra
toda esperanza escenarios finales benévolos, salvados; la ética
interroga pertinazmente a la religión sobre el fundamento de esa esperanza;
la religión, a su vez, remite al misterio, al silencio; y, como la ética también conoce la palabra misterio y
sabe de silencios, ambas terminan llevándose bien.
Manuel Fraijó es
catedrático de Filosofía de la Religión en la UNED.
¿Vivir sin ética,
vivir sin religión? Manuel Fraijó, [El País, 8 de febrero de 2014]
[¿A qué se refiere
cuando dice que la ética también conoce la palabra misterio? ¿Se refiere a su
fundamentación?
Creo que de todos los
pensadores que ha citado, al que soy más afín es a Bertrand Russell.]
No
en vano la trayectoria del homenajeado en este libro, Manuel
Fraijó,
ha sido “un prolongado forcejeo con la religión, para intentar arrancarle su
mejores secretos”, según confiesa él mismo. Y esa trayectoria ha estado guiada
por una manera de presentar la religión, poco frecuente en España, que ha
acercado a filósofos y pensadores de toda condición al tema religioso. Son nada
menos que 37 autores los que, con peso docente de años en Universidades e
Institutos de Investigación, han colaborado en esta obra. Y han acudido a la
cita, primero de todo por amistad. Padezco, le escribe Fernando Savater, una enfermedad
profesional: el escepticismo, pero no soy escéptico en la amistad. Y
A. Torres Queiruga reconoce: “hemos permanecido juntos en esa sutil y
accidentada línea donde se encuentran la filosofía y la teología”.
[No sé si hay más encuentro que desencuentro, diría yo.]
Y
es que, y en esto el acuerdo es unánime, Fraijó es una de las personas que más
han contribuido en nuestro país a la clarificación, dentro de lo posible, del fenómeno
religioso.
Probablemente,
a nivel popular su obra no es muy conocida. El mismo escribe: “La religión es
un producto de gran circulación; la filosofía, en cambio, sólo conoce recintos
pequeños. Esto hace que su tarea sea casi imposible. Pero se trata de un
imposible necesario. La filosofía de la religión tiene poco pasado, pero
–esperemos- mucho futuro”. Y Fraijó añade: “Hace varias décadas que no surgen nuevos
planteamientos teológicos. Y también la filosofía sufre el mismo estancamiento. En
cambio, proliferan y florecen las religiones. Si esta apreciación es
correcta, los resultados pueden ser funestos. Ardientes credos religiosos, sin
instancias correctoras, desembocaron siempre en el fanatismo y la intolerancia.
Cuando los pueblos creen tener en sus manos el testamento literal de sus
dioses, sin
mediaciones críticas y atemperantes, se convierten en un peligro para la paz.
Nuestros días están conociendo este fenómeno”.
[Para
la mediación crítica hacen falta buenos educadores. No sé si estoy de acuerdo
con su afirmación. Todo el mundo tiene una filosofía de vida; otra cosa es que
uno tenga la formación para poder reflexionar sobre ello. No todo el mundo es
creyente pero todos nos pronunciamos o posicionamos en cuanto a la religión: la
propia y las ajenas. El problema de fondo está en la educación.]
Fraijó
señala que, en un mundo de rigor científico y conceptual, no es deseable creer sin razones;
la “fe del carbonero” no tiene futuro fácil después del reto de la modernidad,
pero siempre hemos sido más proclives a una religión “sentida” que a una
religión “pensada”. Tiene razón Fraijó: “Mientras creímos, lo hicimos sin
filosofía ni teología, es decir, sin saber muy bien en qué creíamos; y, cuando hemos
dejado de creer, de nuevo lo hemos hecho sin la conveniente y necesaria
reflexión, es decir, sin saber en qué hemos dejado de creer”.
Todo
esto invita a entrar en el pensamiento de Fraijó y a descubrir cuáles han sido
los temas que como filósofo de la religión más le han preocupado. Con otras
palabras: ¿cuál ha sido para él la función humanizadora de la religión y su
verdad frente a sus múltiples y perversas desfiguraciones?
A
esta pregunta responden brillantemente todos los autores que escriben en el
libro. Todos ellos abordan temas en los que analizan la obra de Fraijó y
profundizan en ella. No voy a comentar, como es obvio, las aportaciones de los
37 autores; prefiero subrayar el modo como Fraijó aborda los
temas de su especialidad. En eso es un maestro.Fraijó se ha ocupado de los grandes
asuntos de la filosofía de la religión en innumerables artículos y,
especialmente, en una quincena de libros; entre ellos subrayo los siguientes: Realidad de Dios y drama del
hombre; El futuro del cristianismo; Jesús y los marginados; El sentido de la
historia; Fragmentos de Esperanza; El cristianismo, una aproximación; A vueltas
con la religión; Dios, el mal y otros ensayos… Ya los títulos
indican el curso de su pensamiento.
El
lector advierte enseguida que Fraijó tiene una manera natural de hacer su
tarea: invita
a la reflexión serena, sin prejuicio, convocando a un diálogo abierto y
tolerante. Con él son muchos, cercanos o distantes, los que se
sienten invitados a pensar la religión, sin rechazo, sin ira ni
indiferencia, sino con ojos limpios y hasta con empatía; y así poder confrontarla
con la razón ilustrada y crítica, lejos de todo dogmatismo y fundamentalismo.
Surge
de esta manera el
diálogo, que tanto necesitamos, entre la razón y la religión; ambas
se interpelan y cuestionan: la razón emplaza a la religión a
resistir la tentación del dogmatismo; a su vez, la religión invita a la razón a
reconocer que, bajo el polvo de la tradición o del dogmatismo, existen aspectos
de verdad y sentido ocultos u olvidados.
Dicho
esto: ¿sobre qué temas centra Fraijó su interés y reflexión investigadoras? Los
enumeran con lucidez los dos autores, responsables de la edición del libro, J.
San Martín y J. José Sánchez: : “Los avatares entre religión y ética, el
problema del mal y el sufrimiento de las víctimas, el sentido o sinsentido de la vida y de la historia,
la desazonadora experiencia de la finitud y de la muerte, el problema de Dios o
de su ausencia, el limitado alcance la razón y del lenguaje humano, la
esperanza siempre fragmentada…”.
Resulta
imposible desarrollar detenidamente los temas citados. Pero no renuncio a
recordar algunos pensamientos del autor de gran fuerza evocadora:
“Ninguna
religión aclara qué puede haber movido a su Dios, o
a sus dioses, a crear un mundo presidido por tanto dolor y sometido a tanta
destrucción. Las más atrevidas, las monoteístas, nos invitan a
familiarizarnos con la idea de la resurrección de los muertos. Obviamente, la
filosofía no sabe qué hacer con semejante desmesura. Ni siquiera aceptó nunca
el término, aunque se le aproximó mucho acumulando pruebas a favor de la inmortalidad del alma.
San Agustín pensaba que la creencia en la inmortalidad suavizó considerablemente
el carácter de provocación
que, sin duda, fue siempre inherente al asombroso anuncio de la resurrección de
los muertos”.
[Presupuesto:
Creación del mundo. Voluntad de Dios. ¿Dolor y destrucción no tienen
generalmente causas humanas? En cuanto a las grandes catástrofes naturales, ¿no
tienen causa natural? ¿por qué buscar una causa en el más allá? La naturaleza
no tiene sentimientos.]
“En
muchos de mis escritos he evocado esas dos fuerzas que luchan en el fondo de
cada ser humano: el ímpetu del deseo, que se resiste al perecimiento y a la frustración
definitiva, y la pausada y serena interpelación de la razón que nos
recuerda permanentemente las obligaciones que tenemos contraídas con la
sobriedad y el límite”.
[Voluntad
que se resiste a la muerte. Hay una resistencia al dolor. Hay un instinto de
conservación, de mantenerse con vida. Pero en determinadas condiciones de casi
“no vida” uno desea morir. No entiendo lo de frustración definitiva. ¿Llama así
al disolverse en la nada, al acabarse del todo? La razón nos dice que todos
vamos a morir, que somos seres finitos. La razón nos señala la corrupción de
todos los cuerpos y también somos cuerpo. ¿Somos exclusivamente un cuerpo?
¿Somos un cerebro con funciones mentales? ¿Tenemos alma o se trata de una
confusión superada?]
Largo
peregrinar el de Manuel Fraijó por los lares de la filosofía y la teología, intentando descifrar
la verdad que proclaman las religiones y que es objeto permanente de su
búsqueda. Han sido muchas sus fuentes, desde que comenzó en Alcalá
de Henares y siguió luego por Nápoles, Innsbruck, Münster y Tubinga , lugares
donde encontró a los culpables
(Caffarena, Aranguren, Tornos, Rahner, Kasper, Kúng, Bloch, Moltmann,
Pannenberg –sobre él hizo sus tesis doctoral- y otros) de mis aportaciones
escritas sobre la esperanza, la filosofía de la religión, la fenomenología del
hecho religioso, el cristianismo, el diálogo interreligioso, la verdad de las
religiones, la utopía, el sentido de la vida, la resurrección, el mal y el
devenir histórico, la ética en confrontación con las
religiones, los proyectos ilustrados, las grandes teologías del
siglo XX, y tal vez algún tema más”.
[¿qué
verdad proclaman las religiones? Verdad=Dios=El Bien ¿hasta qué punto es
compatible con una verdad racional, objetiva, libre de dogmas? La verdad
religiosa es misterio y escapa a la razón.
La
fundamentación de un marco normativo que permita la convivencia está en otro
orden.]
He
intentado, dice, “recrear” lo que ví y oí en los escenarios que me tocó vivir.
Y concluye: “Con todo, si se me obligase
a destacar algún atisbo de originalidad propia tal vez los situaría en la actitud
intelectual con la que me aproximo al hecho religioso. Tal actitud
rehúye tanto la adhesión precipitada como el rechazo rotundo. Considero que
ningún Dios ha sido lo suficientemente explícito como para que le podamos
otorgar una confianza ilimitada. La verdad de las
religiones sólo se podrá contemplar, como suele decir el filósofo de la
religión J. Hick, cuando doblemos la “última curva”.
[La
tarea de un testigo. ¿Un testigo incómodo o complaciente?
Me
acuerdo ahora de Saramago: "Dios es el silencio del universo, y el ser
humano, el grito que da sentido a ese silencio".]
Fraijó
desearía mantener hasta el final el carácter interrogativo de su pensamiento:
“No me gustaría quedarme incluso sin preguntas. Pero sé que es el destino de
muchas filosofías. Y el filósofo de la religión, si
es radical, si atraviesa el desierto de la negatividad, es un firme candidato
al mutismo, al silencio”. Solía repetir Montaigne: “Yo no enseño,
narro”. Tampoco Fraijó pretende enseñar, pero su obra es un valioso relato
sobre los avatares de la religión y de la filosofía.
Pensando la religión. Homenaje
a Manuel Fraijó. Edición de Javier San Martín y Juan José
Sánchez. Trotta. Madrid, 2013.
Vieja religión, nueva
Teología por Benjamín Forcano, [El País, 7 de noviembre de 2014]
Siempre
ha existido un combate despiadado entre la Razón y la Fe. Algunos teólogos intentaron
convertir la Filosofía en sierva de la Teología, y los científicos
limitar la Razón a la verdad experimental. Sin embargo, el nuevo
cristianismo liberador y el pensamiento teológico actual buscan armonizar,
la racionalidad con el sentimiento de la fe. En este sentido, la obra Filosofía de la religión (Editorial
Trotta) es un valioso ejemplo de esta nueva tendencia. Aranguren, Bergamín,
Lacroix, Mounier, son los precursores de este renacimiento filosófico, humanista,
del cristianismo. Esta obra sabia, enciclopédica, constituye una
visión integradora de la problemática religiosa contemporánea. Dirigida y
coordinada por el teólogo y filósofo Manuel Fraijó, en su introducción nos
ofrece los conceptos básicos de toda la obra: las
antinomias del subjetivismo romántico religioso, el racionalismo medieval y
clásico, así como la quiebra del pensamiento dogmático. Pero lo más
original de sus concepciones es la aceptación de todas las críticas;
"importante realización de la filosofía de la religión y el cristianismo,
debe estar en deuda con los que pasan a ser sus más encarnizados
enemigos". Sorprende y entusiasma esta concepción que reafirma y esclarece
una visión teológica humanista de Dios como presencia terrestre. La
omnipotencia: de Dios era tan inmensa e ilimitada, que al hombre le parecía
imposible aproximarse a Él. Sin embargo, Dios está aquí, no en las alturas celestiales
como se creyó durante siglos. Como dice el gran filósofo García Bacca en su
obra Qué es Dios y
quién es Dios, ha dejado de ser Trascendente, el remoto
inasequible y es
el hombre encarnado. A su vez, la criatura. humana se diviniza, al crearse a sí misma
por la ciencia y la técnica transformadora del mundo. "Y el
mundo es, a ratos, en obras, humanamente divino". Pues bien, una filosofía
humanista de la religión es la esencia de toda esta obra profunda y
polifacética.
[No
entiendo nada. ¿Dios presencia terrestre? ¿El hombre se diviniza, se crea a sí
mismo? ¿la ciencia y la técnica permiten explicar “la creación”? Me parece que
aquí hay mucha ambigüedad, mucha palabrería.]
Arsenio
Ginzo Fernández se propone en su ensayo analizar el romanticismo sentimental, o sea, la
subjetividad como origen de la religión. Schleirmacher, en sus
discursos sobre la religión, afirma que el mundo es encantador, infinito, y la criatura humana
finita siente una fuerte dependencia de esa totalidad. Este es el
origen del sentimiento religioso auténtico, y para vivirlo hay que renunciar a
lo útil, pragmático, a los intereses particulares: "La esencia de la religión no es
pensamiento ni acción, sino intuición y sentimiento,". Llegar, pues, a la comunión con el universo es la
finalidad de todo verdadero espíritu religioso.
[¿Alcanzar
el Nirvana?]
El
profesor José María Valverde, en su ensayo sobre Kierkegaard, sostiene que el
pensador danés luchó contra la filosofía para purificar el cristianismo de la
razón pura, y como siempre pretendía ser cristiano combatió a una Iglesia
protestante que deforma la pureza del mensaje evangélico. Por esta
razón trata de salvar al individuo del propio cristianismo dogmático,
esclavizador. Ser lo que se dice, respaldar la palabra con la existencia
personal, es la autenticidad, lo que implica en cierto sentido la renuncia al
yoísmo. "De ahí su ataque a los prelados y profesores de teología,
disfrutadores de una vida fácil y regalada a costa de predicar a Cristo".
Las etapas en el camino de la vida llevan, según Valverde, al individuo
cristiano colectivizado o, universalizado a un Nosotros esperanzador. El problema
será amar al prójimo. Es el salto difícil a la alegría final.
[Los
protestantes también son cristianos. Justamente ellos dicen que pretenden
defender y “recuperar” el mensaje evangélico de la deformación católica.
¿Purificar
el cristianismo de la razón pura? ¿se refiere a dar ejemplo? ¿Por qué dice
renuncia al yoísmo y no al egoísmo o al individualismo? ¿Por qué expresarlo de
una forma tan oscura?]
En
su magnífico ensayo Nihilismo
y crítica de la religión en Nietzsche, el profesor Jacobo Muñoz
analiza el nihilismo como protesta contra la razón socrática, el platonismo y
el cristianismo ascético. De aquí nacen los distintos nihilismos negativos,
pasivos, para terminar en el activo que crea el entusiasmo dionisíaco por la
vida, la exalta y bendice con una voluntad de goce y de poder. "Todo está
para Nietzsche al servicio de la vida. Dios no es necesario"
El
teólogo Torres Queiruga estudia la obra de Karl Jaspers desde la desesperación
mundana de las situaciones límite. El hombre accede a la trascendencia
salvadora a través de los mensajes y signos que llegan del universo a su
conciencia. Y descubre que el valor religioso supremo es la comunicación humana, el
objetivo de toda filosofía y camino verdadero hacia la trascendencia:
"Yo sólo existo en compañía del prójimo, solo no soy nada".
[¿la
comunicación humana es el camino a la trascendencia? ¿la comunicación humana es
el objeto de la filosofía?]
José
A. Gimbernat descubre en Bloch un ateo cristiano que propugna la, revolución
verdadera, humana y político social. Toda su obra hasta Principio esperanza
es una vuelta a la escatología bíblica, al mesianismo, el paso de un Dios trascendente al
inmanente, al Cristo salvador. "Aunque Dios muera, vive siempre
místicamente en el impulso cristiano". Así, el ateo debe apropiarse del
contenido salvador de la religión cristiana. Bloch, al su primir El
Trascendente, no borra la religión, y afirma que cuando hay esperanza hay siempre religión,
porque la
finalidad de la existencia es el Bien, la Felicidad Universal.
[¿El
Bien no es un valor? Las acciones son buenas o malas pero, ¿existe el Bien?
¿La
existencia humana tiene una finalidad? ¿Cuál?]
Dios en la filosofía de Paul Ricoeur, del profesor
Manuel Maceiras, es un profundo y amplio ensayo sobre el simbolismo religioso
del pensador francés. El texto sagrado es el símbolo de Dios, y hay que
interpretarlo, pensándolo mucho" lo que hace posible crear el círculo
hermenéutico, es decir, la comprensión filosófica de la fe. Luego
estudia' la conciliación que opera Ricoeur entre la razón práctica de Kant y la
dialéctica del espíritu de Hegel, que abre la posibilidad de cumplir la moral
verdadera. Así, el postulado de la existencia de Dios viene a expresar el
concepto de Soberano Bien, de objeto íntegro de la voluntad, la esperanza
cumplida. Carlos París, en su espléndido, estudio sobre Unamuno, después de
analizar su ontología dialéctica, la lucha entre el Ser y el No Ser, afirmarse
y negarse, vida y muerte, descubre su filosofía espiritualista de la evolución,
una aportación importantísima para el conocimiento de la obra del filósofo
vasco. El fin de la evolución darwinista es crear
una conciencia colectiva social dentro de la cual viven las conciencias
individuales y forjan la conciencia universal cósmica.
La
crítica marxista de la religión la estudia profunda y lúcidamente Manuel Reyes
Mate, quien señala que la religión para Marx es positiva como protesta contra la
miseria real y negativa la alienación religiosa, o sea, el egoísta
afán de salvación individual. Por otra parte, la religión es idolatría a un
Dios sublime y poderoso, criatura del hombre. En el capítulo sobre el
proletariado, "sujeto universal de la historia", Reyes Mate descubre
que la idea de víctimas de la injusticia (vivos y muertos) es un topo bíblico.
"¿Quién hace justicia a esos muertos, a los vencidos?", interrogación
que sitúa a Reyes Mate en idéntica concepción histórica de la Escuela de
Francfort.
Por,último,
Ramón Panikkar analiza la religión del futuro, que concibe como una
religación, cohesión de todas las esferas de la realidad y la vida, sin estar
sujeta a ninguna institución. El vínculo es el espíritu que llena por
completo la faz de la tierra. La conclusión final y profunda coherencia de esta
obra sobre la filosofía de la religión sitúa la Trascendencia en el hombre y sus raíces en el
cosmos viviente. Carlos
Gurméndez es ensayista,
autor de Teoría del
humanismo.
Religión y Filosofía,
Carlos Gurméndez [El País, 26 de enero de 1996]
Dejó
dicho el filósofo alemán Hegel que los grandes hombres no son solo los
grandes inventores, sino aquellos que cobraron conciencia de lo que era necesario
en un determinado momento de la historia. Benedicto XVI ha considerado
necesario, como hace cinco siglos lo consideró el austero y piadoso monje
Celestino V, renunciar libre y responsablemente al pontificado. No es, por
cierto, su primera gran renuncia. Hace más de 40 años renunció a su cátedra de
Teología en la Universidad de Tubinga, una de las más prestigiosas de Alemania
y del mundo. En aquella ocasión también alegó “falta de fuerzas”. No se sentía capaz de comprender las exigencias de la
revolución universitaria de Mayo del 68;
confesó, además, que los aires teológico-filosóficos que soplaban en la hermosa
ciudad del Neckar, en la que el canto heterodoxo del filósofo marxista E. Bloch
a la esperanza recibía aplausos y parabienes de la teología católica y
protestante, no respondían a su propia articulación de la esperanza cristiana.
El teólogo Ratzinger sintió que Tubinga no era su casa y la cambió, en un gran
gesto de generosa renuncia, por Ratisbona, cuya modesta Facultad de Teología no
podía competir con la de Tubinga. No recuerdo ningún precedente similar. El
resto es bien conocido: de Ratisbona fue llamado por Juan Pablo II a los
honores y responsabilidades que todos conocemos y a los que renunciará el
próximo día 28 de febrero.
Benedicto
XVI ha alegado “falta de fuerzas” para realizar convenientemente su misión. Sin
embargo, papas con muchas menos fuerzas que él no contemplaron la posibilidad
de renunciar. Sin duda, también ellos lo hicieron desde su sentido de la
responsabilidad, pensando que era lo que la tradición de la Iglesia les exigía;
pero, sin ánimo de echar a pelear a unos papas contra otros, valoro
extraordinariamente el gesto de Benedicto XVI. Cuando fue elegido Papa, algunos
de los que habíamos tenido la suerte de escuchar, por poco tiempo, sus clases
comentábamos: “Es demasiado inteligente para
limitarse a ser un papa conservador”. Reconozco que, durante su
pontificado, no pocas veces nos tuvimos que “tragar” nuestro optimista
pronóstico. Cabizbajos concedíamos que su actuación
no respondía a lo que habíamos esperado, tal vez soñado.
Pero,
así como hay un tiempo para ejercer la crítica —Benedicto XVI la ha sufrido con
creces, unas veces con razón, otras sin ella—, llega también la hora de los
elogios. Esa hora acaba de sonar. Su renuncia al pontificado para retirarse, de
nuevo como Celestino V, a un convento a rezar, pensar y escribir marcará en la
Iglesia un antes y un después. Benedicto XVI ha quedado investido de la autoridad del “testimonio”, la que Jesús de
Nazaret más elogió. Y en sus libros, Ratzinger nos dejó la autoridad de la “argumentación”. Ambas autoridades sumadas
ofrecen un buen balance. Los alumnos de ayer estamos hoy contentos: el maestro está resultando ser algo más que un Papa
“conservador” o, al menos, conservador con un inaudito rasgo de genialidad: su
renuncia.
Permítaseme
un matiz más sobre su carácter conservador: no se debería olvidar que Ratzinger
pertenece a una generación de grandes teólogos alemanes “encariñados” con el
carácter absoluto del cristianismo. A ellos les estaba reservada la
nada fácil tarea de renunciar a un cristianismo
entendido como verdad absoluta, superior en todo a las restantes religiones.
De pronto se encontraron, a raíz del concilio Vaticano II,
con una especie de ONU religiosa en la que las grandes y pequeñas potencias de
la fe reclamaban el mismo derecho de voto. Karl Rahner habló del “escándalo”
que esta revolución suponía para el cristianismo. Pero se trató —hay que
consignarlo con agradecimiento— de una revolución pretendida y orquestada por
los grandes teólogos del Vaticano II, entre los que, junto al joven Hans Küng,
estaba el entonces también joven Ratzinger. Es verdad que después ha habido
retrocesos y añoranzas de viejos privilegios seculares; pero así es
la vida y así discurre la historia. Es comprensible, casi inevitable, que las
familias ricas venidas a menos añoren de cuando en cuando los privilegios de
antaño. La prohibición de mirar hacia atrás implicaría, pienso, un rigor
excesivo. Hay que permitir que los viejos recuerdos conforten a nuestros
mayores. No puede extrañar que los mismos teólogos que abolieron
el estatus privilegiado del cristianismo lo recuerden con cierta melancolía. Ha
sido, creo, el caso de Benedicto XVI.
Después
de esta especie de alegato en favor de la comprensión de los que, como
Benedicto XVI, vivieron y añoran otros tiempos, hay que añadir que ni las religiones ni sus representantes deben obviar un cierto
relativismo. Su compromiso con el pensamiento y con la búsqueda de
la verdad las introduce de lleno en la aventura relativista. A no ser, claro
está, que de nuevo se declaren poseedoras de la verdad absoluta. En tal caso
habría que recordarles las palabras de nuestro poeta José Ángel Valente:
“Murió, es decir, supo la verdad”. Pero, mientras tanto, mientras no llegue el
final, habrá que prestar atención a Lessing, que prefería la “búsqueda de la
verdad” a la “posesión definitiva” de esta. Ninguna religión
debería ahorrar a sus seguidores la dramática experiencia de la búsqueda de la
verdad. La verdad no se puede servir en bandeja. Solo su búsqueda
diaria nos va convirtiendo en ciudadanos de un mundo perplejo y cambiante. En
realidad, sin un cierto relativismo no es posible la convivencia.
La experiencia enseña que todo el que camina por la historia exhibiendo
absolutos deja un mal recuerdo. Lo humano es el ámbito humilde de lo relativo,
también en la esfera de las religiones. El mundo al que se asoma el creyente religioso es tan
misterioso, tan tremendo y fascinante, tan abierto e inseguro que deja poco
espacio para las convicciones fundamentalistas, esas que, según
Nietzsche, se convierten en “prisiones”. No conviene olvidar el “nada es
cierto” de Pascal. Por supuesto: nadie debería exigir a Benedicto XVI, ni a
ningún papa, que se convierta en un predicador del relativismo; pero se ha echado de
menos en su pontificado, dicho con la suavidad que exige la hora de
los elogios, una
cierta comprensión e indulgencia hacia el relativismo.
La
genialidad de la renuncia de Benedicto XVI, que ahora tendrá que ser imitada
por los escalones inferiores de la jerarquía católica, tiene muchas raíces,
pero me permito destacar la para él más importante: Ratzinger es un gran
creyente cristiano. Dentro del cristianismo, la oración desempeña un papel
decisivo. Y Ratzinger, hombre profundamente espiritual, rezó siempre, en la
cátedra y en el pontificado. Hondamente convencido de la verdad y bondad del
cristianismo, intentó siempre predicarlo como mejor sabe.
[¿Predicarlo
dando ejemplo?]
Su
renuncia, tan sorprendente, llega en un buen momento. Su reconocimiento de que
le “faltan las fuerzas” puede dar que pensar a un mundo de “poderosos”, casi de omnipotentes, en el
que casi nadie dimite, aunque tenga sobrados motivos para ello. Nos
puede recordar que tenemos una cita ineludible con la finitud, con los
acabamientos definitivos. Nadie se queda para siempre. Lo decía Bergamín: “¿Qué
más te da no saber a qué carta quedarte si después de todo no te vas a
quedar?”. Rahner insistía en que la definición cristiana de la muerte es “hacer
sitio”. Benedicto XVI ha decidido hacer sitio antes de que le llegue la hora
final. Algunos han manifestado ya su temor de que “un papa vivo” pueda
condicionar al futuro cónclave. Cualquiera que conozca un poco al dimisionario sabe
que eso no ocurrirá. Ratzinger no es, creo, de los que renuncian al poder para
seguirlo ejerciendo en la sombra. Además: no es poco poder el que
acaba de ejercer: romper con el tabú de que el papa debe morir papa. Benedicto
XVI, tan conservador, acaba de hacer un respetable guiño a la modernidad de la
Iglesia. No hay que excluir que su gesto ponga en marcha otras reformas necesarias y deseables.
Manuel Fraijó es
catedrático de Filosofía de la Religión de la UNED.
[Dimitir: Renunciar; Renunciar: hacer
dejación voluntaria,
apartarse de algo que se tiene.]
Elogio de una
renuncia, Manuel Fraijó [El País, 12 de febrero de 2013]
El
teólogo protestante
alemán Wolfhart
Pannenberg ha sido uno de los grandes pensadores de la segunda mitad
del siglo XX. Nacido en 1928 en Stettin —la actual Szczecin polaca—, solía
decir que su biografía intelectual se inició entre los escombros de la II
Guerra Mundial. Era una advertencia a quienes le acusaban de que su teología carecía de
sensibilidad al sufrimiento. Y les recordaba que quien de veras ha sufrido el mal “se siente más inclinado
a olvidarlo que a ensimismarse en él”. Eso sí: quien, como él, fue
testigo directo de tanta barbarie concentrará todo su esfuerzo en impedir
nuevas repeticiones de lo que nunca debió ocurrir.
La
irrupción de Pannenberg en el panorama teológico tuvo un cierto carácter
provocador. Se produjo, si queremos señalar una fecha indicativa, en 1959. En
aquel año publicó un extenso artículo lleno de originalidad y vigor conceptual.
Llevaba por título Acontecimiento salvífico e historia. Su autor solo
tenía 30 años, pero nos puso a “trabajar” a todos: enseguida se organizaron
seminarios y congresos para analizar el contenido y alcance de aquel fascinante
escrito teológico. Dos años más tarde, en 1961, tuvo lugar su consagración
definitiva mediante otra novedosa publicación: La revelación como historia.
Todos los frentes teológicos del momento se sintieron concernidos. El rechazo fue
bastante general. “Fue, recuerda Pannenberg, como si hubiéramos
cometido un sacrilegio”. Y es que la teología protestante alemana vivía días de
gloria y esplendor. No se sentía necesitada de proyectos alternativos. Los
nombres de Barth, Bultmann y Tillich lo llenaban todo; no había señales de
cansancio ni de crisis. Era, pues, inevitable que la nueva propuesta teológica
fuese considerada como algo gratuito y provocador. Además, su joven
protagonista, ya
en sus inicios de talante manifiestamente ecuménico, se aproximaba
“peligrosamente” al catolicismo. De hecho, se le puede considerar el Rahner de la teología protestante. Lo es en muchos
aspectos, pero desde luego en su reconocida capacidad filosófica.
[Ecuménico:
universal; Concilio ecuménico o general: Junta de los obispos de
todos los Estados y reinos de la cristiandad, convocados legítimamente.]
Afirmaba Hegel, uno de los
filósofos de cabecera de Pannenberg, que el creyente cristiano “dice la verdad, pero no sabe lo que dice”. A Pannenberg, hombre veraz, profundo y
coherente, le preocupó siempre que cristianos sinceros y comprometidos
enmudecieran si alguien les preguntaba qué es el cristianismo.
De ahí que decidiera consagrarse a las tareas de fundamentación de la
fe cristiana. El futuro del cristianismo depende, también, de que
sepamos qué es ser cristiano. Cita con frecuencia la
frase de Heidegger: “En el ámbito del pensamiento es mejor no hablar de
Dios”.
Casi se tiene la impresión de que Pannenberg se propuso como tarea
filosófico-teológica rebatir este aserto del filósofo de la Selva Negra. Centró
todas sus energías en hablar responsablemente de Dios. Constata con hondo pesar
que muchos cristianos han dado por perdida la batalla del pensamiento y se han
refugiado en la emoción, la liturgia y el
compromiso social. Se trata, sin duda, de buenos y nobles destinos; pero
el Areópago, señala melancólicamente Pannenberg, se ha quedado vacío. Y sin
Areópago, sin un
cristianismo “pensado” y argumentado, tampoco el cristianismo
“sentido” tiene larga vida asegurada. En los viajes a Berlín siempre será bueno
visitar dos tumbas: la de Hegel (religión pensada) y la de Schleiermacher
(religión sentida). Pannenberg se pasó la vida peregrinando, con la honda
serenidad que le caracterizaba, de una a otra.
Ahora,
desde el 5 de septiembre, fecha en la que falleció en Múnich, es ya posible
acudir también a la tumba de Pannenberg y agradecer a este gran pensador los
servicios prestados. Bloch dijo que lo bueno de las religiones es que producen
herejes. Es cierto, pero también dan lugar a grandes maestros, a
mujeres y hombres decisivos. Pannenberg es, sin duda, uno de ellos. En los
comienzos de su quehacer teológico privilegió un tema: la teología de la historia.
Bultmann había privatizado la historia reduciéndola a su dimensión existencial;
y Barth se había situado más allá de ella, en un cielo libre de tormentas. Pannenberg
recupera la historia, entendiendo por ella “la realidad total”. Y es
en ese marco impresionante donde se propuso descubrir las huellas de la trascendencia.
En sus primeras publicaciones las encontró casi con excesiva facilidad: llegó a relacionar a Dios con el término “evidencia”. Pero
bien pronto se dio cuenta de que la existencia de Dios será siempre más
hipótesis que evidencia, objeto permanente de debate. Si Dios tiene que ver con la realidad total y dicha
realidad no ha llegado aún a su final, habrá que concluir que “la forma de ser de Dios es el futuro”.
Jesús de Nazaret ha anticipado ese futuro, pero de una forma bien provisional y
velada. Nada ni nadie nos ahorrará la fe.
[¿Y
por qué ha de haber un final para esa realidad total?]
Como
todos los grandes espíritus, Pannenberg, en su ingente obra, supo evolucionar y
rectificar. Bien merece nuestro recuerdo y gratitud. Su trabajo ha sido muy
bueno.
Manuel Fraijó es
catedrático emérito de Filosofía de la UNED.
Wolfhart Pannenberg,
Manuel Fraijó [El País, 19 de septiembre de 2014]
Con frecuencia,
y con razón, se ha sostenido que, en España, el auge de la práctica
religiosa no siempre ha ido acompañado de la debida reflexión teológica.
Este dato confiere a nuestro pasado religioso un cierto aire de preocupante
desinformación. En efecto: creer sin teología
encierra el peligro de no saber exactamente en qué se cree; y, cuando se
abandona esa fe no ilustrada, tampoco se sabe propiamente
qué es lo que se deja atrás. Podría, pues, ser cierto que ni en el pasado sabíamos en qué creíamos,
ni en el presente sabemos en qué hemos dejado de creer. Entre
nosotros, la religión ha sido largamente practicada, pero escasamente pensada.
[¿Auge de la
práctica? Quizá vendría bien saber en qué creen los que no creen. Eso me parece
más sensato. ¿por qué analizar aquello en lo que no creo?]
Nuestro
catolicismo careció de figuras comparables a Kant o Hegel, grandes maestros en el arte de
pensar la religión. En los días de la Modernidad, tan pujantes
filosóficamente, el catolicismo se asfixiaba intentando mantener un pasado que
ya no podía ser futuro. Mientras los grandes pensadores europeos del momento
articulaban la rica tensión existente entre fe y razón, entre autoridad y
argumentación, la jerarquía católica se decantaba, ya desde el siglo XVI, por una
"mística de la autoridad" (Congar) y por un populismo
misionero bien intencionado, pero declaradamente timorato a la hora de afrontar
los debates teóricos.
FUNDAMENTALISMOS Y DIÁLOGO ENTRE RELIGIONES
Juan José
Tamayo
Trotta. Madrid,
2004
Problemas de este
género se dilucidan en la última obra de J. J. Tamayo. Toda ella es un bien
trenzado alegato en favor de un cristianismo pensado y sentido. Pero el
cristianismo no es el único protagonista de estas páginas, por cierto muy bien
escritas. Con soltura, con naturalidad, se va dando entrada a lo que solemos
llamar "las otras"
religiones. El lector recibe una información objetiva, serena y dialogante,
sobre las tres grandes religiones
monoteístas (judaísmo, cristianismo e islam), pero también sobre las
llamadas religiones místicas, como
el hinduismo y el budismo.
Tamayo inicia
su reflexión con una lúcida contraposición entre los logros de la
secularización y el nuevo despertar de las religiones. Quien en
décadas pasadas pensase que, por fin, nos íbamos a contentar con la austeridad
de lo secular se topa hoy con un variopinto resurgir de nuevas
prácticas y creencias religiosas atentas a las demandas de nuevas
sensibilidades. Con frecuencia se trata de sectas que se desgajan de su matriz originaria
y se abren a nuevos recorridos, a nuevas experiencias. No responden a lo que se
suele entender por un "concepto fuerte" de religión, pero ofrecen
cobijo y calor a los que desconfían de las grandes
tradiciones religiosas y se abren a los relatos breves, puntuales y
"débiles" de la posmodernidad.
[Secularizar:
Hacer secular lo que era eclesiástico; que no tiene órdenes clericales.
Laico:
Independiente de cualquier organización o confesión religiosa.]
Lo que Tamayo
propone es que todas las religiones se sienten a dialogar. La categoría central
de su obra es el diálogo interreligioso. Sólo él podrá evitar el choque de
civilizaciones, anunciado por Huntington. Un diálogo que, como la historia
muestra, es difícil, aunque no imposible. Todo empieza por conocerse mejor, por
estudiarse a fondo, por abandonar rancias e infundadas descalificaciones. Especialmente
complicado es el diálogo entre cristianismo e islam. Es más fácil entenderse
con el hinduismo o con el budismo, que nos quedan lejos
geográficamente y llegan hasta nosotros con una aureola de exótico encanto. Con
el islam, en cambio, casi siempre hemos andado a la gresca. Nos hemos
disputado la misma geografía, el mismo Dios, los mismos lugares sagrados.
Hemos procedido según el lema: "Quítate tú que me pongo yo".
El gran obstáculo para el diálogo interreligioso es,
naturalmente, el fundamentalismo. Son muy
atinadas y valiosas las reflexiones que Tamayo dedica a los fundamentalismos, sobre todo al religioso y al económico. El fundamentalista absolutiza su propia
verdad, su religión, su cultura, su sistema económico. El colmo del
fundamentalismo es pretender imponer por la fuerza la propia verdad. Y, sin
llegar a tanto, también el encumbramiento desmedido
de la propia tradición puede frenar el diálogo.
Ninguna
religión es la única religión verdadera. Y, desde luego, ninguna religión posee carácter absoluto. El
registro de la verdad puede ser ampliamente compartido, pero el carácter
absoluto no. En algún sentido, todas las religiones
son verdaderas. Acertadamente, Tamayo relaciona esa verdad con los derechos
humanos. Una religión será tanto
más verdadera cuanto más se comprometa con los derechos humanos. No es
el único criterio de verdad, pero sí uno de los más decisivos. Y algo muy
importante: el "pecado" de los movimientos fundamentalistas no se
localiza en su búsqueda del fundamento. Esa búsqueda es necesaria y esencial.
Sin ella se esfuma la identidad y se camina a la deriva. El paso al fundamentalismo se produce
mediante el olvido de la historia. Es fundamentalista quien
considera que la identidad es un producto enlatado, revelado de una vez para siempre
y libre de
los avatares del devenir histórico. El fundamentalista rechaza las
fatigas de la duda y el ejercicio de la razón crítica. Por lo general, los
fundamentalismos reniegan de la contingencia histórica.
A medida que se
avanza en la lectura de esta obra de Juan José Tamayo, uno piensa calladamente
que libros como éste tal vez podrían, en unas fechas en las que, una vez más,
el tema religioso parece dividir a la sociedad española, ayudar a serenar los
ánimos y a tratar
los asuntos referidos a la religión con cordura. En todo caso, el
lector de este libro tiene dos cosas aseguradas: por un lado, recibirá una
información rica y actualizada y, por otro lado, disfrutará con la elegancia
literaria en la que dicha información se le transmite.
Tolerancia frente a
fanatismo, Manuel Fraijó [El País, 12 de febrero de 2005]
Caminábamos
una mañana de enero de 2006 por las calles de Sevilla Pilar del Río, Sofía
Gandarias, José Saramago y yo en dirección al Paraninfo de la Universidad
Hispalense para participar en un simposio sobre Diálogo de civilizaciones y modernidad.
A las nueve de la mañana, mientras atravesábamos la plaza de la Giralda,
comenzaron a repicar las campanas alocadamente. "Tocan las campanas porque
pasa un teólogo", dijo con su habitual sentido del humor Saramago.
"No", le contesté en el mismo tono, "repican las campanas porque
un ateo está a punto de convertirse".
"Eso nunca", me respondió. "Ateo he sido toda mi vida y ateo
moriré". De inmediato recordé una poética definición de Dios que le recité
sin vacilación: "Dios
es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese
silencio". "Esa definición es mía", reaccionó
enseguida el premio Nobel. "Efectivamente, por eso la he citado", le
contesté. "Y esa definición está más cerca de un teólogo místico que de un
ateo". Se trata, a mi juicio, de una de las más bellas definiciones de
Dios, que merecería aparecer entre las veinticuatro -con ella, veinticinco- de El libro de los veinticuatro
filósofos (Siruela, 2000).
La
obra literaria de Saramago es una permanente lucha titánica contra Dios. Como lo fuera
la del Job bíblico, quien maldice el día que nació, siente asco de su vida y
osa preguntar a Dios, en tono desafiante, por qué
le ataca tan violentamente, le oprime de manera tan inhumana y le destruye sin
piedad. O como el patriarca Jacob, quien pasa toda una noche peleando a
brazo partido contra Dios y termina con el nervio ciático herido. No es el caso
de Saramago, que nunca se ha dado por vencido y ha salido siempre indemne del
combate. A sus 87 años sigue preguntándose y
preguntando a los teólogos y creyentes qué diablo de Dios es este que, para
enaltecer a Abel, tiene que despreciar a Caín.
[Yo
no lo entiendo así. Contra Dios, desde luego, no. Diría que es un intento por
comprender la condición humana. Un intento por comprender a los que creen que
el Dios del Antiguo Testamento es un Dios justo.]
Familiarizado
con la Biblia, la judía y la cristiana, recrea con
humor, un humor iconoclasta de lo divino y lo humano, algunas de sus
figuras más emblemáticas. Lo hizo hace veinte años en El evangelio según Jesucristo.
Vuelve a hacerlo ahora en la novela Caín,
donde recrea literariamente el mito bíblico. La Biblia presenta a Caín como el
asesino de su hermano Abel empujado por la envidia y a Dios como
"perdonavidas". Saramago invierte los
papeles del bueno y del malo, del asesino y del juez. Responsabiliza a
dios (siempre con minúscula) de la muerte de Abel y le acusa de ser rencoroso,
arbitrario y enloquecedor de las personas. Caín mata a su hermano no
arbitrariamente, sino en legítima defensa, porque dios le había preterido en su
favor. Y lo mata porque no puede eliminar a dios.
[A
mí no me parece que haya humor ni en El evangelio según Jesucristo ni en Caín.
En todo caso, ironía. Saramago no invierte los papeles porque no hay papeles.
No somos buenos o malos. Somos humanos. Y necesitamos el afecto del padre.
Trata de comprender por qué un ser humano mata a otro; por qué un padre justo
habría de preferir a un hijo sobre otro; por qué dos hermanos habrían de
odiarse…]
Se
comparta o no esta lectura de la Biblia judía, creo que hay que estar de
acuerdo con Saramago en que "la historia de los hombres es la historia de sus
desencuentros con dios: ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros lo
entendemos a él". ¡Excelente lección de contra-teología!
Cualquiera
que fuere la responsabilidad de Caín en la muerte de su hermano, queda en pie
la pregunta "¿dónde está tu hermano?". Y la respuesta no puede ser un
evasivo "no sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?", sino,
siguiendo con la Biblia, la parábola evangélica del buen samaritano.
Juan José Tamayo es premio
Mundial del Presidente de Túnez 2009 por su libro Islam. Cultura, religión y política
(Trotta, 2009).
Dios es el silencio
del universo, Juan José Tamayo [El País, 17 de octubre de 2009]
La personalidad de Kant
"Kant
era de complexión enfermiza y de menos que mediana estatura. Su pecho estaba
hundido, como puede verse en algunos de los retratos que de él se conservan.
En
su pequeña cabeza sorprendían su frente ancha y arqueada y la penetrante mirada
de sus ojos azules. Su cabello era rubio, fresco el color del rostro y todos
sus sentidos finos y muy despiertos aun en los últimos años de su vida. Su voz
era débil, pero capaz de grandes esfuerzos. El espíritu dominaba y gobernaba en
absoluto este cuerpo enfermizo. En una pequeña obra, testimonio de su energía y
de su tenacidad, nos habla de la manera como se sobreponía a su dolencia. La regularidad y
la sencillez de su vida sostuvieron aquel organismo enfermizo y
previnieron una grave enfermedad.
Los
últimos decenios de su vida estuvieron dominados por una idea fija, a la cual
lo subordinaba todo: la idea de su trabajo, de su creación filosófica. La
facilidad con que, sin más elementos que unas "escuetas noticias",
describía animadísimos cuadros de pueblos y países, demuestra la fecundidad y
viveza de su imaginación, por lo menos, en la esfera de la Historia. Sus
lecciones de Antropología y de Geografía física nos dan de ello elocuente
testimonio. Las lecturas
predilectas, que solazaban su espíritu en los ratos de descanso, eran las obras
de Ciencias naturales, de Medicina y, especialmente, las descripciones de
viajes. En el colegio describió en una ocasión con gran exactitud la
arquitectura del puente de Westminster, y un oyente inglés le preguntó cuándo
había estado en Londres, y si había hecho estudios especiales de arquitectura.
De su fantasía se servía igualmente para animar sus pensamientos y
elucubraciones filosóficas con acertadas comparaciones y vivas imágenes.
Su
memoria era también sumamente vasta. Aun en sus últimos años recitaba largos
pasajes de autores latinos y alemanes. A esta memoria, de acentuado carácter
mecánico, se asociaba otra memoria lógica, sumamente vigorosa. En sus lecciones
se servía, por precepto reglamentario, de textos como la Vernunftlehre, de
Meier, y la "Metafísica" de Baumgarten. Los ejemplares que usaba
estaban atiborrados de notas y correcciones, a las cuajes acomodaba sus
lecciones. Sus juicios demostraban que dominaba el curso del pensamiento, y fácilmente
sabía orientarse en la confusión, laberíntica a veces, de los detalles.
Meditaba y repasaba mucho sus obras antes de darles la forma definitiva. Cuando
reflexionaba sobre la solución de un problema, anotaba en hojas sueltas las
ideas que se le ocurrían, y, después, las incorporaba en el lugar
correspondiente. Este método de trabajo requería el auxilio de una memoria
viva, fiel y amplia".
(O.
Külpe, "Kant", ed. Labor, Barcelona, 1925)
La vida de Kant
(...)
"En 1783 compró una casa, que habitó hasta su muerte y que desapareció el
año 1893. Poco después habilitó un local, donde al mediodía solía ser
diariamente visitado por algunos convidados, cinco a lo sumo. Los días se
deslizaban desde entonces con la mayor regularidad: se levantaba a las cinco de la
mañana, daba sus lecciones de siete a nueve o de ocho a diez y hasta la una
hacía sus trabajos más serios. Gustaba pasar entretenido dos o tres horas de
sobremesa. Después daba su paseo diario, con tal puntualidad, que
servía a los vecinos para poner en hora sus relojes. A última hora se dedicaba a la meditación y
a lecturas amenas. A las diez se acostaba. Le molestaban las
interrupciones de esta distribución del tiempo, aunque fueran inevitables. Las
vacaciones, que hubieran podido modificar este sencillo plan de vida, eran
entonces muy cortas: no viajaba. Desde los tiempos en que se había dedicado a
la enseñanza privada, jamás salió de los estrechos términos de su ciudad
natal".
(O.
Külpe, "Kant", ed. Labor, Barcelona, 1925)
Kant y la censura
"La
vida retirada y laboriosa de Kant sufrió una ruda perturbación a consecuencia
de un conflicto con el Gobierno. En octubre de 1794
recibió Kant una orden, refrendada por el ministro Wöllner. En ella se decía "La más alta personalidad del Estado ha visto, desde hace
mucho tiempo, con gran desagrado, el mal uso que hacéis de vuestra filosofía,
desfigurando y menospreciando algunas doctrinas fundamentales de las Sagradas
Escrituras y del Cristianismo, como lo habéis hecho principalmente en vuestra
obra Religion innerhalb er Grenzen der blossen Vernunft ("La Religión en
los límites de la razón pura"), y en otros
folletos. No dudamos que vos mismo comprenderéis que de este modo procedéis
impunemente contra vuestro deber, como maestro de la juventud, y contra
nuestros paternales deseos. Apelamos al testimonio de vuestra conciencia y esperamos
que en adelante evitareis nuestro desagrado, y que, en cumplimiento de vuestro
deber, pondreis vuestro
prestigio y vuestros talentos al servicio de los altos intereses de la patria,
como es nuestro paternal deseo. En caso contrario, nos veríamos precisados
inevitablemente a adoptar medidas desagradables". Todos los profesores y docentes de Filosofía y de
Teología de la Universidad de Königsberg tuvieron que firmar, además, una
declaración, según la cual, se abstendrían de dar lecciones sobre la doctrina
religiosa de Kant.
La
rudeza del ataque a la libertad docente conmovió profundamente a Kant. Tal
atropello no hubiera sido posible sin un cambio radical de criterio en el
Gobierno. El ministro von Zedlitz, el gran colaborador de Federico II, había
sido uno de los más fervorosos admiradores de Kant y de su filosofía. Estudiaba
los extractos de sus lecciones, que con gran celo se proporcionaba, y escribió
a Kant cartas sumamente cariñosas, que demostraban su respeto y admiración.
Kant mostróse tan agradecido a estas deferencias, que le dedicó con nobles y
sentidas palabras su "Crítica de la razón pura". Al morir Federico el Grande, en 1786, le
sucedió en el trono su sobrino Federico Guillermo II, príncipe
afeminado, mojigato, dado a los placeres y débil de cuerpo y de espíritu. Ya en
1788 había desaparecido Zedlitz y fue sustituido por el predicador Wöllner, que
muy pronto impuso un dogmatismo cerril e intransigente a párrocos, estudiantes
y maestros de Teología.
En
relación con estos asuntos se estableció una mezquina censura. Una de las
principales causas fue el recelo con que se veía el interés que en Alemania despertaba la
Revolución francesa. Todos los espíritus avanzados la consideraban
como un acontecimiento trascendental para el progreso y para la humanidad. El
mismo Kant veía originariamente en ella un testimonio del poder incontrastable
de las ideas morales. La lucha de la libertad contra la fuerza, de la autonomía
contra la heteronomía y la autoridad, de la igualdad ante la ley contra la
injusticia y el capricho al uso en aquella época, se reputaba como empresa
digna de todo esfuerzo. Pero precisamente este interés público por la Revolución
francesa pareció sospechoso y lleno de peligros a los gobernantes prusianos.
Estas reprensiones a Kant fueron motivadas porque su obra sobre
la Religión apareció en su primera edición, a pesar de la prohibición de la
censura de Berlín, por intervención de la Facultad de Jena el año 1794; y ya en el
año siguiente se hizo de ella una segunda edición. Ya en marzo de 1794 escribía
Federico Guillermo II a Wöllner: "No debe consentirse
por más tiempo la publicación de los funestos escritos de Kant".
Wöllner prefería un procedimiento más suave, pero el Rey mismo le obligó a
proceder con más energía. Si no se hizo así ya en el mismo año 1793, fue debido
a la guerra con Francia. A ello contribuyó también un artículo de Kant sobre el Fin de todas
las cosas.
Kant
conocía perfectamente lo que en contra suya se tramaba en Berlín. Aunque
preveía su destitución de la cátedra, publicó el folleto, en el cual protestaba
enérgicamente contra el nuevo régimen de la Iglesia. Entre otras cosas, dice:
dondequiera que, una autoridad arbitraria trata de imponer violentamente el
Cristianismo, pierde éste completamente su fecundidad y simpatía. El Fundador
del Cristianismo no se dirigió a los hombres a título de tirano, sino de amigo
del hombre. Este folleto se publicó en el verano de 1794, y el rescripto del
Gobierno en octubre del mismo año.
Kant
contestó clara y noblemente a los reproches que se le dirigían. Como maestro de
la juventud no se había permitido jamás juicios sobre las Sagradas Escrituras y
sobre el Cristianismo. En sus lecciones se atenía a los manuales y
textos aprobados. Tampoco como maestro del pueblo, es decir, como escritor, se
había propasado a decir nada contra las órdenes y escritos de las autoridades,
porque su libro sobre la Religión era incomprensible para el gran público y
sólo iba dirigido a los profesores y sabios. Que las Facultades eran
libres para juzgarlo, según su leal saber y entender, y que ni aun por su
contenido merecía el libro semejantes censuras. La armonía que en él se establecía entre el Cristianismo
y las más puras y racionales creencias morales era precisamente su mejor y más
irrefragable apología, ya que tantas veces se había desfigurado el
Cristianismo y se continuaría desfigurándolo en el porvenir. Agregaba, además,
que se abstendría en delante de hacer
manifestaciones públicas sobre Religión. Me parece lo más seguro, decía,
afirmar solemnemente como fidelísimo súbdito de la eterna majestad real, que en
adelante me abstendré de hablar públicamente de Religión natural o revelada, ni
en la cátedra ni fuera de ella en mis escritos. Más adelante confesaba Kant que
había empleado deliberadamente la expresión "eterna majestad real"
para no renunciar a la libertad de pensamiento definitivamente, sino sólo
durante la vida de este rey."
(O.
Külpe, "Kant", ed. Labor, Barcelona, 1925)
[Curiosidades y
anécdotas sobre Kant , webdianoia.com]
Jueves, 5 de Abril
2012
En
algún lugar de la India. Una fila de piezas
de artillería en posición. Atado a la boca de cada una de ellas hay un hombre.
En primer plano de la fotografía, un oficial
británico levanta la espada y va a dar orden de disparar. No disponemos
de imágenes del efecto de los disparos, pero hasta la más obtusa de las
imaginaciones podrá 'ver' cabezas y troncos dispersos por el campo de tiro,
restos sanguinolentos, vísceras, miembros amputados. Los hombres eran rebeldes.
En
algún lugar de Angola. Dos soldados portugueses levantan por los brazos a un negro que
quizá no esté muerto, otro soldado empuña un machete y se prepara para separar
la cabeza del cuerpo. Esta es la primera fotografía. En la segunda, esta vez
hay una segunda fotografía, la cabeza ya ha sido cortada, está clavada en un
palo, y los soldados se ríen. El negro era un guerrillero.
En
algún lugar de Israel. Mientras algunos
soldados israelíes inmovilizan a un palestino, otro militar le parte a martillazos los
huesos de la mano derecha. El palestino había tirado piedras. Estados Unidos de
América del Norte, ciudad de Nueva York. Dos
aviones comerciales norteamericanos, secuestrados por terroristas relacionados
con el integrismo islámico, se lanzan contra las torres del World Trade Center y las
derriban. Por el mismo procedimiento un tercer avión causa daños enormes en el
edificio del Pentágono, sede del poder bélico de Estados Unidos. Los muertos,
enterrados entre los escombros, reducidos a migajas, volatilizados, se cuentan
por millares.
Las
fotografías de India, de Angola y de Israel nos lanzan el horror a la cara, las
víctimas se nos muestran en el mismo momento de la tortura, de la agónica expectativa,
de la muerte abyecta. En Nueva York, todo pareció irreal al principio, un
episodio repetido y sin novedad de una catástrofe cinematográfica más,
realmente arrebatadora por el grado de ilusión conseguido por el técnico de
efectos especiales, pero limpio de estertores, de chorros de sangre, de carnes
aplastadas, de huesos triturados, de mierda. El horror, escondido como un
animal inmundo, esperó a que saliésemos de la estupefacción para saltarnos a la
garganta. El horror dijo por primera vez 'aquí estoy' cuando aquellas personas
se lanzaron al vacío como si acabasen de escoger una muerte que fuese suya.
Ahora, el horror aparecerá a cada instante al remover una piedra, un trozo de
pared, una chapa de aluminio retorcida, y será una cabeza irreconocible, un
brazo, una pierna, un abdomen deshecho, un tórax aplastado. Pero hasta esto
mismo es repetitivo y monótono, en cierto modo ya conocido por las imágenes que
nos llegaron de aquella Ruanda- de-un-millón-de-muertos, de aquel Vietnam cocido
a napalm, de aquellas ejecuciones en estadios llenos de gente, de
aquellos linchamientos y apaleamientos, de aquellos soldados iraquíes sepultados vivos bajo toneladas de arena,
de aquellas bombas atómicas que arrasaron y calcinaron Hiroshima y Nagasaki, de
aquellos crematorios
nazis vomitando cenizas, de aquellos camiones para retirar cadáveres
como si se tratase de basura.
Siempre
tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres
humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de
inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la
simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las
civilizaciones, manda matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones,
todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los
hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos
inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales
que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia
humana. Al menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el valor de
proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero
la mayoría de los creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo,
sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes
Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo
a morir, le pusimos un día y que vendría a dificultar nuestro paso a una
humanización real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba
con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una
inteligencia y a un sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir.
Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo
respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha
permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente
lo más horrendo y cruel. Durante siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los
talibán, una organización terrorista dedicada a interpretar perversamente
textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso
connubio pactado entre la Religión y el Estado contra la libertad de conciencia
y contra el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el
derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la
palabra herejía significa.
Y,
con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha
existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para
colocar en él seres
capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que
son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos
se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás
que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción
de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las
páginas de la Historia. Los dioses, pienso yo, sólo
existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo
universo que los ha inventado, pero el "factor Dios", ese, está
presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un
dios, sino el "factor Dios" el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que
piden para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divina.
Y fue en el "factor Dios" en lo que se transformó el dios islámico
que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta
contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones. Se dirá que un
dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con
tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres
dioses sin culpa, ha sido el "factor Dios", ese que
es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea
cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y
abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino
aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la
bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.
Al
lector creyente (de cualquier creencia...) que haya conseguido soportar la
repugnancia que probablemente le inspiren estas palabras, no le pido que se
pase al ateísmo de quien las ha escrito. Simplemente le ruego que comprenda, con el sentimiento, si no puede ser con la razón, que, si
hay Dios, hay un solo Dios, y que, en su relación con él, lo que menos
importa es el nombre que le han enseñado a darle. Y que desconfíe del
"factor Dios". No le faltan enemigos al espíritu humano, mas ese es
uno de los más pertinaces y corrosivos. Como ha quedado demostrado y
desgraciadamente seguirá demostrándose.
El factor Dios, Otros
cuadernos por José Saramago, 5 de abril de 2012
Martes, 5 de Octubre
2010
Ni el arte ni la
literatura tienen que darnos lecciones de moral. Somos nosotros los que tenemos
que salvarnos, y sólo es posible con una postura ciudadana ética, aunque pueda sonar a
antigua y anacrónico. “Saramago: ‘Hay que resucitar el respeto y la
solidaridad”, El Mundo,
Madrid, 22 de mayo de 1996
Martes, 28 de Julio
2009
En la lista de las creaciones humanas
(otras hay que nada tienen que ver con la humanidad, como la del diseño
nutritivo de la tela de araña o la burbuja de aire submarina que le sirve de
nido al pez), en esa lista, decía, no he visto incluido lo que fue, en tiempos
pasados, el
más eficaz instrumento de dominio de cuerpos y almas. Me refiero al
sistema judiciario resultante de la invención del pecado, a su división en
pecados veniales y pecados mortales, y el consecuente rol de castigos,
prohibiciones y penitencias. Hoy desacreditado, caído en desuso como esos
monumentos de la antigüedad que el tiempo ha arruinado, aunque conservan, hasta
la última piedra, la memoria y la sugestión de su antiguo poder, el sistema
judiciario basado en el pecado todavía sigue envolviendo y
penetrando, con hondas raíces, nuestras conciencias.
Esto lo entendí mejor
a la vista de las polémicas causadas por el libro que titulé El Evangelio según
Jesucristo, agravadas casi siempre por insultos y otros desvaríos calumniosos
dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio solo una novela que se limita a
“reescenificar”, aunque de modo oblicuo, la figura y la vida de Jesús, es
sorprendente que muchos de los que se pronunciaron contra ella la vieran como una
amenaza a la estabilidad y fortaleza de los fundamentos del propio
cristianismo, sobre todo en su versión católica. Sería el momento de
interrogarnos sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la
antigüedad, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron,
esencialmente, a una especie de tropismo reflejo del sistema judiciario del
pecado que, de una manera u otra, llevamos dentro. La principal de esas
reacciones, por cierto también de las más pacíficas, consistía en argumentar
que el autor del Evangelio, no siendo creyente, no
tenía derecho a escribir sobre Jesús. Pues bien, independientemente del
derecho básico que asiste a cualquier escritor de escribir sobre cualquier
asunto, se añade, en este caso, la circunstancia de que el autor de El
Evangelio según Jesucristo se limitó a escribir sobre algo que directamente le
interesa y le toca, pues siendo efecto y producto
de la civilización y de las culturas judaico-cristianas, es, en todo y por
todo, en el plano de la mentalidad, un
“cristiano”, aunque a sí mismo filosóficamente se defina y en la vida
corriente se comporte como lo que también es – un ateo. De esta manera,
es legítimo decir que, como al más convicto, observante y militante de los
católicos, me asistía, a mí, incrédulo que soy, el derecho a escribir sobre
Jesús. Entre nosotros solo encuentro una diferencia, aunque importante, a la de
escribir, añadiré, que por mi cuenta y riesgo, otra que al católico le está
prohibida: el derecho a pecar. O, dicho con otras palabras, el humanísimo
derecho a la herejía.
Algunos dirán que
esto es agua pasada. No obstante, como mi próxima novela (esta vez no la
llamaré cuento) no será menos conflictiva, muy por el contrario, he considerado
que tal vez valiese la pena poner el parche antes de que salga el grano. No
para protegerme (cuestión que nunca me ha preocupado), sino porque, como se
suele decir en estos parajes, quien avisa no es traidor.
[Herejía: error en
materia de fe, sostenido con pertinacia.]
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