martes, 9 de diciembre de 2014

Hasta dónde se puede ir




Only those who will risk going too far can possibly find out how far one can go.

T. S. ELIOT, preface, Transit of Venus


Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Mikel Labastida, [Las Provincias, 3 de diciembre de 2014]
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Javier López Iglesias [Hoy es arte.com, 5 de diciembre de 2014]
Fotógrafo de guardia, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de febrero de 2012]
Conocimiento prohibido, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de abril de 1997]
Un acto de valor, Antonio Muñoz Molina [El País, 16 de abril de 1997]
Veteranos de guerra, Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1998]
El uso moral de la memoria, Carlos Castilla del Pino [El País, 25 de julio de 2006]



'Cómo la sombra que se va' (Seix Barral) es un libro en el que se encuentran varios libros. Por un lado uno sobre James Earl Ray, el asesino de Luther King; otro sobre Lisboa, la ciudad a la que Muñoz Molina acude para buscar inspiración para la obra que lo consagró, 'El invierno en Lisboa'; y otro sobre el propio Muñoz Molina, que por primera vez se desnuda en una novela, con no poco pudor, tal y como explicó ayer en Valencia, en una charla sobre literatura, dudas y miedos.
-¿Ha inventado un género a caballo entre la ficción y la no ficción con 'Como la sombra que se va'?
-Eso ya estaba inventado, forma parte de la latitud, de la flexibilidad de la novela. La novela desde su origen ha tenido ese juego entre lo que parece realidad y fábula. Cuando se publicó 'Don Quijote de la Mancha' qué pensaría la gente. Nunca se había visto que una novela tratase de vidas iguales a las de la gente corriente. Esto es muy antiguo. Por ejemplo 'Moby-Dick' se presenta como una novela de aventuras y luego se convierte en otras cosas.
-Pensaba que el juego entre realidad y fábula era una manera de sentirse cómodo para desnudarse como lo hace en este libro.
-Algo de razón tiene. Yo no habría sido capaz de escribir un libro con esas cosas estrictamente personales. Me costó encontrar la forma, fue viniendo sobre la marcha. Es un libro hecho con mucha inseguridad, sin saber hasta dónde llegar. Había un capítulo que dejé fuera, tenía dudas, se lo enseñé a mi mujer para que me dijese si creía que debía incluirlo. Ella me animó a hacerlo.
-Elvira Lindo ya mostró destreza para hablar con naturalidad de su propia vida en 'Lugares que no quiero compartir con nadie', donde usted también aparece.
-Ese libro es extraordinario, está construido sobre la pura narración, no tiene un género concreto. Es de una franqueza absoluta, empieza directamente confesando que va al psiquiatra, y eso es muy valiente. Ese libro ha tenido efecto sobre mí. Y también que Elvira fuese leyendo fragmentos y me aconsejase «aquí tienes que poner más carne, esto no puede ser todo literatura». Los dos nos hemos beneficiado de la naturalidad con que en Estados Unidos se escribe de la vida personal.


Personalmente creo que hay una -cada vez más notable- influencia mutua. Hay una enorme evolución desde Algo más inesperado que la muerte [2002] hasta Lugares que no quiero compartir con nadie [2011]. Ese mismo crecimiento profesional [desde un punto de vista literario] también se advierte en sus guiones: desde La primera noche de mi vida [1998] y El cielo abierto [2000] a La vida inesperada [2014]. Ha ganado en naturalidad, en verosimilitud, en profundidad sobre el tema que trata, en maestría en la manera de contarlo, en capacidad para emocionar y crear empatía. Recibes la sensación de autenticidad porque escribe sobre lo que sabe y de una manera muy honesta, me imagino que tal como ella es. Me parece que escribir uno como es [mostrarse] no debe ser fácil porque hay quién se lleva toda la vida alimentando un personaje, buscándose en los demás, buscando el tono, buscando el estilo, buscando sorprender, buscando vender, buscando seducir o convencer…y no se encuentra. No alcanza una voz propia que abarque tanto como ella.

-Los americanos son muy de catarsis, del psicoanálisis público...
-Allí hay como una tradición en la cual las personas cuentan experiencias de su propia vida, con naturalidad, con normalidad, sin morbo.
-Confiesan sus miserias sin disfraces. Aquí las adornamos más.
-Yo al fin y al cabo tengo una mala vida muy limitada, porque mi capacidad para la mala vida es muy limitada. Esa capacidad para contar lo que uno ha vivido me parece un tesoro enorme y yo lo disfruto mucho como lector. Es importante aprender de la experiencia de otros. El aprendizaje más importante de la vida es saber vivir conforme tú eres, aprender a aplicar en tu vida cotidiana lo que defiendes en abstracto, dedicar tu sensibilidad no sólo a emocionarte con 'Madame Butterfly' sino a fijarte en las personas cercanas. Esto lo he analizado poco a poco. Hay un momento en la novela en que cuento algo que me dijo mi primera mujer: «tanta sensibilidad que tienes para la literatura y no tienes ninguna para la vida real».

Igual deberíamos revisar el dicho: Nadie escarmienta en cabeza ajena. Pensaba que la experiencia de otro no era suficiente para desengañarnos. Y ese fenómeno de la filantropía telescópica es más frecuente de lo que parece. Y no digamos en lo que se refiere a la coherencia. Triunfa por doquier: haz lo que yo digo y no lo que yo hago. Parece que no nos demos cuenta de que lo importante es dar ejemplo.
Cuando reviso lo que he escrito percibo un tono moralizante que no me gusta.

-Eso es duro. No es lo único. Usted no sale bien parado con descripciones como «vivía angustiado por inseguridades sexuales propias de los 15, por un apocamiento físico de antiguo niño gordo». ¿Era muy exigente consigo mismo?
-Entonces no. Lo era con los demás, algo propio de las adolescencias tardías. Yo era víctima de conspiraciones, los demás no me comprendían... En realidad lo que yo hacía era no enfrentarme a la realidad y me refugiaba en la literatura o en beber.


Me acuerdo de la carta de Chéjov a su hermano Nikolai. No querer asumir responsabilidades y buscar culpables de nuestras frustraciones.

-Ya no le sonará embarazoso que le llamen escritor, como entonces.
-Eres escritor porque lo dicen los demás. A mí lo que me gusta es escribir, sí, y supongo que eso me convierte en escritor, pero me da pudor. Es como cuando la gente dice que es poeta. Eso, ¿cómo lo sabes? ¿eres siempre poeta?


Esto sí que es una novedad. Pensaba que era solo Elvira Lindo la que tenía dificultades para reconocerse como escritora y que incluso ocultaba a los demás que había escrito desde siempre. Escribir desde la incertidumbre. 

-Esta es una novela donde se habla mucho del oficio del escritor.
-Sí, de cómo se hace la literatura, de la parte que tiene de azar, de capricho. Me apasionan los caminos por los que llega a existir un libro. Hay algo en todos nosotros que nos conduce a construir historias de ficción, incluso dormidos seguimos inventando historias.
-¿Ha reflexionado sobre qué es lo mejor y lo peor de saber construir historias?
-Es algo que no puedo evitar así que lo reflexiono poco. El único peligro que le veo es perderte demasiado en abstracciones, prestar poca atención a la realidad.
-¿Eso es malo? Teniendo la realidad que tenemos...
-Mucho. Recuerda esa frase que dice que la ficción se basa en la suspensión temporal de la incredulidad. Cuando se cree empieza el problema, es el problema de las víctimas de las ideologías o de las religiones.


Cuando confundes lo que está escrito con la realidad, lo que le ocurre a Don Quijote.

-¿Es mejor vivir en la incredulidad?
-Claro, hay que vivir en la incredulidad ilustrada. Tenemos el impulso humano de creer pero hay que controlarlo.
-¿A usted le duele España como a Unamuno?
-Eso es retórica. Hay cosas que me preocupan, me indignan, pero soy poco partidario de la palabrería.
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Mikel Labastida, [Las Provincias, 3 de diciembre de 2014]



'Como la sombra que se va' (Seix Barral). Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) se ha servido de un salmo bíblico para titular su obra sobre la figura de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King. Habla Muñoz Molina de su ambicioso libro pero, sin poder evitarlo, su conversación se abre a temas varios entre los que lo relacionado con los derechos humanos emerge con especial fuerza. Buen momento para el autor de La noche de los tiempos, obra elegida por The Washington Post como uno de los diez mejores libros del año.
Como la sombra que se va… ¿Por qué ese título?
En principio y durante gran parte de su gestación, el libro iba a titularse El pasajero de Lisboa, pero cuando se lo comenté a mi mujer, Elvira Lindo, le pareció muy malo. “Desastroso”, me dijo. Así que decidí cambiarlo y en la Biblia encontré el salmo: “Mis días son como la sombra que se va y yo como la hierba que se ha secado”. Supe que ese era el título pues siempre he pensado que los títulos son parte esencial de lo que se narra y deben estar muy conectados al corazón de la historia que relatan.


En algún sitio he leído “El Pájaro de Lisboa” y he pensado dos cosas: ¡Menudo pájaro! [por lo de hombre astuto y sagaz que inspira recelo] y será por Pájaro Jack.

¿Cómo surge la idea de este libro?
Uno hace los libros y no sabe lo que está haciendo mientras lo hace. Una parte de la propia novela es el relato de ese proceso tan raro que es la propia escritura. Me gusta mucho todo eso que tiene que ver con lo previo a lo literario que entronca con los procesos del conocimiento. Cómo se forma el conocimiento en el cerebro. Cómo los relatos van cobrando forma de una manera casi inconsciente. Cómo a veces los sueños cobran forma. Hace años, leyendo un libro sobre James Earl Ray descubrí que este hombre había estado en Lisboa 10 días. Eso me produjo una emoción particular que no sabía explicar pero que en aquel momento era tan poderosa… Lisboa tiene una conexión muy importante con mi trabajo como escritor y con mi vida personal.


Saber mucho sobre lo que uno quiere contar para poder contarlo bien. ¿Estos son señuelos sobre la próxima novela, aquella que dejó interrumpida?

Novela de estructura compleja…
A veces, el lector piensa que la construcción de una novela es algo parecido a como se hace un edificio. Se hace un plano y después eso se convierte en realidad. Pero una novela es algo muy distinto, muy azarosa. Las novelas siempre están a punto de no existir. Eso es algo que parece baladí, pero que es muy importante. Las circunstancias que tienen que juntarse para que escribas una novela son muchas. Con el tiempo he comprendido que las novelas no las escribes porque te preocupe mucho un tema. Si te preocupa mucho algo escribes un ensayo o un artículo. Pero escribir una novela es una cosa muy distinta. Es un proceso de invención y de creación muy lleno de azares y de cosas inconscientes. Lo que uno tiene que hacer, más que poner en práctica un plano, es dejarse llevar un poco a ciegas. Cuando escribes estás completamente solo y tienes que estar completamente solo. Cuanto más aislado estés, mejor. Es un placer enorme estar solo y dejarte llevar por lo que tienes en la pantalla de tu ordenador o en el cuaderno que tienes delante. Después viene esa otra parte que parece mucho menos romántica pero que es preciso resaltar, en la que se ve que la literatura es un oficio en el que participa más gente. Es ese momento en el que terminas un primer borrador y se lo enseñas a personas cercanas que pueden darte una opinión certera y que te ayudan a mejorar tu obra. Y la asistencia profesional de los editores, que no sólo te dicen cuando se publicará, etc. sino que te animan a desarrollar más tal o cual parte, o a perfilar un personaje, o…
El trabajo de todas esas personas hace mucho mejor el texto que has escrito. Hay una idea entre perezosa y romántica de lo que llamamos creación. Pero en realidad hablamos de trabajo. Del trabajo de gente que sabe hacer su oficio. Gente que te aconseja y hace que tus libros mejoren.
Afirma que escribir es una tarea de frontera. ¿En qué sentido?
Hay una frontera siempre entre lo que se ha visto y lo que no se ha visto todavía. La frontera que establece el hecho de que acabas de escribir un día y no sabes exactamente por donde va a continuar la escritura al día siguiente. Es la frontera de la incertidumbre. La frontera en la que te sientas a trabajar y encuentras algo con lo que no contabas. Este libro, por su propia naturaleza, se ha hecho en buena parte en ese espacio fronterizo. La conexión entre el viaje a Lisboa de James Earl Ray y mi propio viaje para escribir El invierno en Lisboa. Y la conexión entre el trabajo literario y la vida cotidiana.
Tres discursos narrativos que se cruzan…
Así es. Quería escribir sobre cómo inventé El invierno en Lisboa porque me parecía interesante hablar de los procesos de la creación literaria. Pero cuando me senté a escribir caí en la cuenta de que la escritura de aquella novela se interrumpió por el nacimiento de un hijo mío. Cuando se habla de literatura parece que transcurre en una especie de nave interplanetaria. Pero la realidad es que estás en el mismo mundo en el que están los demás. Un mundo en el que nacen niños y hay conflictos interpersonales, un mundo en el que las personas tienen que trabajar. Las novelas no se escriben sobre las preocupaciones que uno tiene; es algo mucho más primitivo.
Tenía que decidir si seguía por ahí o abandonaba y elegí seguir. En relación con Como la sombra que se va también tuve que elegir, pues durante mucho tiempo, y especialmente en los momentos de desánimo, tuve la tentación de escribir únicamente sobre la historia del asesino de Luther King, pero después comprendí que era mejor el camino de conexión entre varias historias; entre varios viajes, el de Ray y el mío. El último capítulo del libro no estaba previsto. Una tarde estaba en Lisboa y al terminar de escribir salí a dar un paseo. Estaba muy metido en lo que estaba escribiendo y comprendí que ese paseo también tenía que formar parte de la novela y lo integré a la historia. Esos saltos entre lo imaginario y lo cotidiano también forman parte de la novela.
En ese sentido, ¿cuánto de ficción y de verdad hay en estas historias?
Lo que convierte estas historias en una novela son varias cosas. Una de ellas es la composición. En el momento en que juntas esos materiales estás creando algo que no existe en la realidad. Estás creando conclusiones artificiales a las que llamamos novela. Afortunadamente, la palabra novela es muy laxa. Ha servido a lo largo del tiempo para designar cosas muy distintas. Las cosas no necesitan ser inventadas para ser ficción. Como he dicho en alguna ocasión, la imaginación es muy limitada, no se alimenta de lo inventado sino de lo sucedido. Pondré un ejemplo: hay un momento en el libro en el que Ray encuentra en un quiosco un ejemplar de la revista Life en el que en la portada sale una foto de cuando él era niño. Eso no es ficción. Esa revista existe y sabemos que él la vio y se enfadó mucho. Pero en el momento en que yo cuento que Ray va por la plaza del Rossio de Lisboa y ve la revista estoy novelando, porque yo no sé como vio Ray la revista y todo me hace pensar, aunque no tengo la certeza absoluta, de que eso sucedió en Lisboa. O el capítulo en el que se habla del estado de ánimo de Luther King. Ahí toda la información procede de la realidad pues está documentada. Desde lo que había comido ese día o el nombre de la amante con la que había estado la noche anterior, la marca de la espuma de afeitar que utilizaba o lo que tenía en ese momento en los bolsillos. Incluso se sabe la canción que le pidió al músico cuando iba a salir hacia la cena… Ahora bien, yo invento un discurso de su conciencia, un retrato de su conciencia que, naturalmente, me lo he figurado. Si yo hubiera hecho un libro de no ficción, un reportaje por ejemplo, no hubiera tenido la libertad de meterme en la conciencia de Martin Luther King, sino que me hubiera tenido que ceñir a los datos que conocemos. Ese es el juego.
¿La documentación como algo esencial?
Es evidente que disponer de una gran documentación que, por otra parte, cualquiera puede consultar, me ha sido de enorme utilidad y me ha hecho concebir el libro de un modo distinto. Pero uno se lleva sorpresas. Por ejemplo, sabía que Ray había estado en Lisboa con una prostituta joven y me imaginé a esa mujer en una escena con él. La imaginación es, en realidad, muy pobre y me la imaginé escotada y con el pelo teñido. Pero a través de una amiga que me ayudó a recabar documentación descubrí en el periódico Sol un reportaje del año 2006 sobre esa mujer con un montón de fotos y cuando estuvo con Ray esa mujer no se parecía en nada al estereotipo que yo me había inventado. Para empezar no parecía una prostituta. Era una chica bastante atractiva y sencilla. Una vez más llegué a la conclusión de que a la imaginación, si la dejas sola, sólo inventa estereotipos muy manidos.
La transparencia y la accesibilidad de la documentación es clave. Leía ayer una cosa muy fea que había escrito alguien. Una de esas cosas que se escriben en España basadas en la mala fe y en la calumnia. Y pensaba que eso que decía ese canalla sería muy fácil comprobar que no es verdad, pero para eso es fundamental la transparencia absoluta de todo acto público y de todos los documentos públicos. Me enamora esa transparencia. Ese deseo de transparencia. Es una conquista que, aunque tardíamente, estamos logrando en España. Hasta ahora, por una parte, los que mandan han sido muy opacos y han ocultado todo lo que han podido, pero es que tampoco la sociedad les ha exigido transparencia.
Como la sombra que se va. Estamos ante un asesinato racista. Han pasado años pero, ¿sigue siendo racista la sociedad norteamericana? ¿Tiene cura el racismo?
Hay una cosa específica de la posición de los negros en la sociedad americana que es distinta a la posición de los hispanos o los chinos. El sello de la esclavitud es una cosa tan atroz que es muy difícil que se elimine. Es evidente que se han producido enormes progresos en torno a esta cuestión. Las cosas no son iguales hoy que entonces, cuando el líder negro fue asesinado. En Estados Unidos hay hoy un presidente de color y una clase media cultivada, etc. los avances han sido inmensos. Ahora bien, hace apenas unos días se publicaban los porcentajes de población negra que hay en Estados Unidos, que ronda el 13%, y los de las personas de esa raza que hay en las cárceles, que superan el 50% de la población carcelaria. Más de la mitad de los negros en las cárceles estadounidenses son negros. En los barrios negros pobres uno de cada tres varones ha tenido algún tipo de relación con el sistema penitenciario. Creo que, aparte del racismo, la pobreza es determinante. Una de las formas a través de las que los negros ascendieron socialmente, aparte de los derechos civiles, fue el hecho de que hubiera en el país muchos puestos de trabajo de obreros en las fábricas a los que ellos tenían acceso. Hoy ese tipo de industria prácticamente ha desaparecido y quien más ha sufrido la desaparición de esos puestos de trabajo dignos, de larga duración, con contratos fijos y con pensión de jubilación, han sido los negros. Eso ha contribuido al crecimiento tremendo de la desigualdad social en Estados Unidos, que es mucho peor ahora de lo que era hace veinte o treinta años. A ello hay que añadirle el carácter punitivo y clasista del sistema judicial y del sistema penitenciario, que es vengativo. La población carcelaria en Estados Unidos es mucho mayor que la que hay en cualquier otra sociedad occidental. Todo esto se junta y hace que la desigualdad aumente y la desigualdad y la pobreza son caldo de cultivo para el racismo.
¿Era el racismo el único móvil de James Earl Ray?
Mientras investigaba sobre este personaje pude ver su maleta. Al ver su cepillo de pelo de plástico de bajísima calidad y otras cosas que contenía te das cuenta de una manera táctil de la miseria de esa vida. La colcha sintética en la que envolvía el rifle o la radio cutre que tenía. Comprobé entonces físicamente la profunda miseria material de esa vida. Había vivido en una especie de chabola rodeado de hermanos cubiertos de piojos y con un padre y una madre violentos y alcohólicos que arrancaban las tablas del suelo para calentar la casa. ¿Qué pasa cuando te meten en la cárcel con 18 años?. Y, por otra parte, está el espanto del odio de los pobres hacia otros pobres. Los blancos pobres en lugar de sentir hostilidad hacia los dueños del mundo, la sienten hacia otros que son un poco más pobres que ellos, como son los negros pobres. Cuando Ray fue a Alemania destinado como soldado vio como las mujeres alemanas convivían y se casaban con soldados negros. Eso le ofendía. En el barco que volvía a Estados Unidos tras la guerra hubo un motín porque los soldados casados tenían derecho a ir en cubierta de primera clase y los que no estaban casados iban en las bodegas. Muchos de los casados eran negros que se habían casado con blancas alemanas y eso para los blancos solteros era una ofensa. Ese rencor destructivo que no sirve de nada estaba en Ray, como lo estaba una astucia mal entendida a la hora de mentir y de enredar que es a lo se dedicó los últimos treinta años de su vida. Al final de su existencia se dedicó a vender los carteles de “Se busca” firmados por él mismo. Es curioso que cuando llevaba veinte años en prisión se casase con una dibujante de los tribunales o cuando en Canadá engaña y tuvo una aventura prolongada con una mujer cultivada que no tenía absolutamente nada que ver con él. Es un personaje lleno de datos contradictorios que no concuerdan.
Con los datos de los que hoy se dispone y con la información que ha recabado para escribir Como la sombra que se va, ¿comparte la idea que algunos sostienen sobre el carácter difícil, incluso violento, de Martin Luther King?
Hay una carta que se hizo pública hace unos días que habla del carácter violento de Luther King. Conviene matizar pues hay que considerar que Hoover, el director del FBI, era muy violentamente racista. Además, Hoover estaba convencido de que había una conspiración comunista continuada y que Luther King era comunista, aunque nunca lo hubiera declarado. King tenía un asesor judío que en los años 30 había tenido alguna relación con el partido comunista. Pero eso era todo. Luther King nunca fue comunista aunque algunos se empeñasen y lo persiguiesen, como lo hizo Robert Kennedy, que fue un claro enemigo del Movimiento de los Derechos Civiles. Esa carta iba acompañada de una cinta magnetofónica que, anónimamente, alguien envió a la mujer de Luther King en la que se oían jadeos que supuestamente eran de su marido acostándose con otra mujer. El FBI mandaba anónimos de ese tipo continuamente.
También es cierto que cuando se produjo el atentado y el asesinato, el FBI cambió de actitud, por mandato del presidente Lindon B. Johnson, e hizo un gran esfuerzo para encontrar a Ray, aunque quien acabó por localizarlo fue la Policía Montada del Canadá. Por lo tanto, lo que se ha dicho, cuando no es directamente una infamia, hay que matizarlo.
¿Y respecto al Movimiento por los Derechos Civiles?
Desde siempre me ha interesado mucho ese momento de la historia americana en general, y el Movimiento por los Derechos Civiles, en particular, porque tienen que ver con mis propias convicciones políticas. Un Movimiento que aquí no se conoce bien y que, en muchos sentidos, es ejemplar, heroico, ambicioso y práctico. Se marcaba objetivos que eran factibles y buscaba alcanzarlos mediante la no violencia, cosa que en el sur de Estados Unidos tiene su mérito, y el sometimiento creativo a la ley. Es decir, obedecer las leyes, aunque fuesen injustas, de manera creativa, buscando resquicios que permitiesen eludirlas y cambiarlas. Lograron, además, algo novedoso, como era que un movimiento religioso, la iglesia baptista, se implicase en una liberación civil y alcanzar una gran alianza con la comunidad judía.
Por último, tengo que preguntar sobre la importancia del cine y la música en la escritura de Muñoz Molina y de su generación…
No creo que sea una cosa generacional. Lo visual siempre es muy poderoso. Acaso lo que ocurrió en mi generación es que de golpe a muchos de nosotros nos llegó todo el cine que había sido inaccesible hasta entonces. Uno de los grandes momentos de felicidad de mi vida fue cuando en Granada empezaron a llegar todas las películas que no habíamos podido ver. Películas como La naranja mecánica, El imperio de los sentidos, El conformista o El último tanto en París. El gran cine italiano, francés o americano y verlo en versiones originales. Y lo mismo pasó con la música, que fue un gran acicate para nuestro deseo de libertad y nuestro sentimiento antifranquista.
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Javier López Iglesias [Hoy es arte.com, 5 de diciembre de 2014]


Quisiera uno imaginar cómo era la mirada del niño Usher Fellig cuando vio por primera vez Nueva York, después de la travesía del Atlántico en la bodega de un barco lleno de emigrantes pobres de Europa, después de haber abandonado su ciudad natal, Lvov, que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro y ahora es parte de Ucrania, en ese territorio que el historiador Timothy Snyder llama con acierto sombrío The Bloodlands, las tierras de sangre asoladas por los genocidas nazis y los genocidas soviéticos. El niño Usher Fellig viajaba a Nueva York con su madre y sus hermanos para encontrarse con su padre, que había emigrado unos años antes. Lo que uno quiere imaginar se parece inevitablemente al comienzo de una de las grandes novelas americanas de la emigración, Llámalo sueño, de Joseph Roth, que empieza con el encuentro del niño recién llegado con su padre al que no recuerda, pero sin duda tiene mucha menos amargura. Nada más llegar, y cuando todavía solo hablaba yídish y hebreo, a Usher Fellig sus padres le cambiaron el nombre para que sonara algo menos judío y más americano. Ahora se llamaba Arthur, pero sus ojos vivísimos y oscuros, su pelo turbulento, sus rasgos exagerados, no engañarían nunca a nadie acerca de su origen, ni siquiera cuando se hizo célebre y volvió a cambiar de nombre para llamarse Weegee, Weegee The Famous, o cuando recibió una oferta de Hollywood y abandonó la mugre y la prisa de Nueva York para instalarse en California.
Su padre era un hombre piadoso que aspiraba a convertirse en rabino y se ganaba la vida vendiendo fruta en un carro ambulante por las calles pobres del Lower East Side. Con quince años el hijo no tenía la menor vocación religiosa. Se colocó muy pronto como ayudante de fotógrafo, haciendo recados, aprendiendo a revelar. Con una cámara de segunda mano y un pony alquilado salía los días de fiesta a hacer fotos a los hijos de los emigrantes, montados en el pony. Las saturaba de claridad al revelarlas, porque los emigrantes, judíos, italianos, polacos, quedaban más contentos cuanto más blancos salieran sus hijos en las fotografías.
Pero el pony era muy caro de mantener y en la casa no había dinero para mantener a tantos hijos. El padre vivía tan embebido en sus devociones que descuidaba el triste negocio de la venta ambulante. A los 17 años Arthur Fellig se marchó de casa y trabajó en lo que fuera, fregando platos, barriendo suelos de tabernas, buscando una oportunidad para dedicarse de nuevo a la fotografía. Dormía en albergues para indigentes, en bancos de parques, en las estaciones de tren. Si a partir de mediados de los años treinta supo retratar con tanta verdad las vidas de la gente extraviada y marginada fue porque había sido uno de ellos. El cuarto en el que vivía durante la época de sus mejores fotos nocturnas parecía el de un indigente, o uno de esos lugares a los que él mismo llegaba cuando acababa de suceder una desgracia o de cometerse un crimen.
Weegee era un Caravaggio de las fotos con flash, un tenebrista de la mala vida. En el International Center of Photography puede verse su gran cámara negra como un artefacto funerario y junto a ella un puñado de bombillas fundidas de flash. La exposición de Weegee que se inauguró hace unas semanas lleva un título que inventó y usó él mismo, Murder Is My Business. Imágenes muy familiares de malhechores, cadáveres y escenas de crimen son lo que espera uno encontrar, pero lo que distingue al talento es que siempre desconcierta o desborda nuestra expectativa.
Ni a Weegee ni a ningún gran artista hay que darlos por sabidos. Después de haber visto tantas veces sus fotografías solo hoy me he dado cuenta de la compasión que hay en ellas, de un fondo confesional que se vuelve evidente cuando se comprende que esas calles por las que Weegee corría queriendo llegar a la escena de un crimen antes que los demás fotógrafos y hasta la policía eran las de su mismo barrio, y que la gente que aparece en ellas, los muertos, los testigos, los transeúntes que se vuelven un momento a mirar, los curiosos que se asoman a una ventana o a una terraza, son emigrantes pobres como él. El cine de gangsters ha añadido un lustre mentiroso al crimen. La estética del cine negro le debe tanto a Weegee como a las películas del expresionismo alemán, pero Weegee, cuando se observan sus fotos con algo de atención, es el reverso de esas negruras lacadas de Hollywood. Los asesinatos que él retrata son asuntos de poca monta en los que la víctima suele ser un desgraciado, un cualquiera, un apostador sin éxito, un tendero de barrio que vende chucherías y cigarrillos sueltos, y que quizás no pagó a tiempo una pequeña deuda. Un cadáver yace en la acera sucia medio tapado con unos periódicos, y se ve que tenía los bajos del pantalón deshilachados, los calcetines cortos, los zapatos muy viejos. La pistola que tiró el asesino a sueldo al marcharse es una cosa irrisoria, casi como un llavero, una tosca imitación de pistola.
Y los ladrones, los asesinos recién detenidos, no son menos lamentables en su penuria. Son como esos borrachos antiguos que llevaban la ropa en desorden y el pelo sucio y quizás se habían reventado el labio o la nariz al caerse al suelo. Se les ve en las caras que vienen de la miseria y que van camino de la silla eléctrica, y que mientras tanto sirven de cebo para un titular de primera página o ni siquiera eso, para un suelto en la crónica de sucesos.
En sus autorretratos, con su palidez nocturna y su pelo tan oscuro imposible de peinar, con la corbata floja, con el traje arrugado, con el cigarro barato y salivoso en la boca, Weegee se parece a esa gente: alguna vez, por burla, se dejó fotografiar esposado, o de frente y de perfil delante de una cinta métrica, con un número de detenido colgando del cuello. Parte de su talento consistía en mirar lo que no era obvio, en estar atento a las posibilidades del azar. Delante de un cine, policías y curiosos rodean el cadáver de alguien que ha muerto en un accidente de tráfico, y Weegee retrocede para incluir en el plano la marquesina en la que se ve el título de la película, The Joy of Life. Un edificio arde y en mitad de la fachada, entre el humo y los chorros de agua de los bomberos, se ve un anuncio de salchichas: "Añadir solo agua hirviendo".
Y siempre hay gente que mira, gente asomada a todas las ventanas de una calle para ver el cadáver de ese tendero sin fortuna, rodeando a la víctima de un accidente, o a un gangster recién ejecutado, acercándose para ver mejor a alguien que lleva unas esposas, gente pobre fascinada por el espectáculo barato y accesible de la desgracia ajena, con esa avidez de las personas gastadas por el trabajo y la necesidad que no tienen muchas distracciones en la vida. Nadie ha retratado esas miradas codiciosas mejor que Weegee. Eran iguales a la suya.
Fotógrafo de guardia, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de febrero de 2012]


¿Es lícito saberlo todo, atreverse a todo? La pregunta, en estos tiempos, parece innecesaria, incluso ridícula. Los descubrimientos científicos y los avances de la tecnología sugieren un progreso constante que no sólo es inevitable, sino que además forma parte del orden natural de las cosas. El arte, desde la irrupción de las vanguardias, ha tomado del lenguaje de la ciencia la idea de la experimentación permanente, llegando a la paradoja de que se ha instituido lo que podría llamarse un conformismo o un academicismo de lo experimental, así que la provocación y la acomodación son simultáneas, y hasta indistinguibles. Un cuadro pintado al óleo, por ejemplo, tendrá serias dificultades para ser aceptado en una exposición de tendencias últimas: un pollo con o sin la cabeza cortada, o un individuo que se practique incisiones en la piel delante de una cámara de vídeo, son sin embargo tan indiscutibles, tan absolutamente canónicos, como podía serlo hace cien años una alegoría en mármol del comercio marítimo.
La ortodoxia aceptada nos dice que no puede haber límites para la heterodoxia, que todo nuevo saber, todo atrevimiento, lo mismo en el arte y en la ciencia que en nuestra propia vida, es legítimo y enriquecedor, puede ser comprendido, explicado, aceptado. Un indicio de esa ortodoxia intelectual es la canonización del marqués de Sade, a quien llamó Guillaume Apolinaire "uno de los espíritus más libres que han existido nunca", y de quien dijo Paul Eluard que era "más puro y más lúcido que cualquier hombre de su tiempo". Georges Bataille, que tuvo aquí mucho prestigio hace años, despreciaba la reivindicación del marqués de Sade que hacían los surrealistas, que según él se limitaban cobardemente a disfrutar imaginariamente de sus excesos en lugar de practicarlos. Se ve que el ídolo de Georges Bataille debía de ser el doctor Mengele.
Todo esto forma parte de una opinión intelectual establecida que nadie que se considere a la altura de los tiempos se atreve ni un instante a poner en duda. ¿No hemos heredado de los célebres graffiti de mayo del 68 aquella jaculatoria de "prohibido prohibir"? Las jaculatorias, como las máximas del catecismo, ni se ponen en duda ni se someten a reflexión, así que por eso resulta tan sorprendente la aparición de un libro como Forbidden knowledge, de Roger Shattuck, que es profesor de Literatura en la Boston University, y que ha llevado a cabo, en más de trescientas páginas densas de sabiduría, de irreverencia intelectual, de intuición estética y de coraje moral, la tarea de rastrear en las literaturas y en los mitos la interrogación siempre repetida sobre los límites del conocimiento y de la experiencia humana, la genealogía simultánea del atrevimiento y la precaución.
Roger Shattuck viaja con sagacidad y exactitud del fuego de Prometeo y la caja de Pandora al laboratorio del doctor Frankenstein, a las investigaciones sobre la bomba atómica o sobre el ADN, a la beatería intelectual francesa hacia el marqués de Sade, a una película de Woody Allen, al relato de los crímenes de Ted Bundy, asesino en serie norteamericano que tenía como lectura predilecta los libros de Sade y coleccionaba obsesivamente películas de pornografía violenta. Shattuck no es un profesor embalsamado en sus erudiciones universitarias: en los años sesenta participó en las marchas por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam, y guarda un recuerdo conmovido de los discursos de Martin Luther King. En 1945, a los 22 años, era piloto de un avión de guerra en el Pacífico. A principios de aquel verano supo que iba a participar en el asalto a Japón, y que probablemente moriría en combate: el alto mando preveía un 50% de bajas entre los aviadores. Un día llegó por sorpresa la noticia de que no habría invasión, porque los japoneses se habían rendido. "Las bombas atómicas arrojadas sobre Japón probablemente me salvaron la vida", escribe, con el remordimiento y el alivio todavía intactos, medio siglo después. Aquel mismo verano del 45 Shattuck cuenta que sobrevoló en su avión las ruinas de Hiroshima. De entonces procede su insistencia en esa terrible pregunta que ya nadie quiere hacerse, pero que no ha cesado desde los testimonios más antiguos de la experiencia humana, desde la tentación de Eva por probar la fruta del árbol de la ciencia y el ansia de Ulises por escuchar el canto de las sirenas hasta el momento en que uno de los científicos responsables de la bomba atómica, J. Robert Openheimer, escribió citando un poema hindú: "Ahora me he convertido en la muerte, destructora de mundos".
Pero Roger Shattuck no es un reaccionario hostil a la ciencia, ni un enemigo de la libertad de expresión o de costumbres: lo que hace en Forbidden knowledge es examinar desde muy cerca las narraciones de la literatura y las consecuencias muchas veces imprevistas o simplemente incalculables de la ciencia y de sus aplicaciones tecnológicas, en busca de una evaluación justa de los actos humanos, de los límites entre la libertad personal y el daño a los otros, de una dilucidación de la responsabilidad de cada uno en aquello que hace, que escribe, que investiga o descubre. El delito del doctor Frankenstein no es tanto fabricar una criatura monstruosa como desentenderse irresponsablemente de ella. Ni el científico ni el escritor viven, aunque quieran, en lo que Shattuck llama "un territorio moralmente libre de impuestos", y la literatura o el cine están tan lejos de la inocencia como la investigación científica. La vindicación literaria de Sade coincide con la institucionalización del sadismo como instrumento de control político y exterminio de masas. "Una lectura fundamentada de la historia apunta al hecho de que las más poderosas naciones de la Tierra han producido inconcebibles armas de destrucción al mismo tiempo que han desarrollado una cultura mediática que se recrea en imágenes de violencia destructiva", escribe Shattuck en la primera página de su libro. Leo hoy el periódico, donde se habla de una red de desalmados que comerciaban en la pornografía del sufrimiento infantil, y de un gamberro fascista que mató a alguien aplastándole la cabeza a patadas, y me parece aún más urgente que este libro de Roger Shattuck se publique entre nosotros. Nadie va a encontrar en él respuestas indudables, pero sí una serie de preguntas que ya no es posible seguir aplazando, seguir escondiendo por más tiempo.
Conocimiento prohibido, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de abril de 1997]


Llegar a un instituto siempre tiene para mí algo de regreso en el tiempo. Llego a una galería de arte la tarde de una inauguración y me ahogo enseguida, siento un deseo instantáneo de irme, o de volverme invisible, igual que cuando no tengo más remedio que asistir a un estreno de teatro o de cine, o a la presentación de un libro. Entro a un instituto, sin embargo, y no tardo nada en sentir que piso un territorio conocido, y me gana un sentimiento que es a la vez de vuelta en el tiempo y de asombro por toda la lejanía de los años. El recuerdo viaja a la velocidad, de la luz, y en un instante yo puedo estar de nuevo en el abril de hace veinticinco años, en el instituto donde estudiaba lo que se llamaba entonces sexto de bachiller: no me cuesta nada identificar esta misma claridad matinal de primavera excesiva, de mayo o junio adelantados, que nos deslumbraba al entrar en las aulas orientadas al sur; la prisa de la gente muy joven en las escaleras, el aire un poco desgastado de todo, el fondo de ansiedad brusca, de atención impaciente, con que se sientan los alumnos, el cuerpo echado contra el respaldo, las piernas separadas, los cuadernos abiertos y los bolígrafos preparados para tomar apuntes. Pero yo no soy uno de los que están sentados frente a la tarima, y la fidelidad del recuerdo es un engaño que me cuesta cierto trabajo disipar, porque aun siendo el tiempo la materia misma de la vida no somos capaces de medirlo de verdad usando tan sólo la inteligencia y los sentidos. ¿Cómo puede ser cierto que yo esté tan lejos de entonces, si me acuerdo con tanto detalle, si creo parecerme tanto a aquel estudiante de dieciséis años que apenas había salido de su pueblo y ni siquiera había visto aún el mar, pero que se sabía de memoria poemas de Neruda, de Lorca y de Bécquer y estaba decidido a convertirse cuanto antes en corresponsal de guerra, en novelista, en dramaturgo de vanguardia, en peregrino en autoestop por las carreteras de Europa? (Todo dependía del libro que estuviese leyendo: mi novela de cabecera entre los dieciséis y los diecisiete años era Las corrupciones, de Jesús Torbado).
He llegado a media mañana a un instituto que está en un barrio de Madrid, el Rey Pastor de Moratalaz, que ya tiene de entrada un hermoso nombre de matemático republicano, y en el vestíbulo, mientras saludo a algunos profesores y observo que algunos alumnos al entrar o al salir me miran de soslayo, pienso que cada vez estoy volviendo al mismo instituto donde yo estudié, y que por eso tengo una sensación tan fuerte de reconocimiento, de gratitud, de melancolía por el paso del tiempo, pero también me afirmo en mis convicciones sobre la dignidad imprescindible de lo público, de la Instrucción Pública, sobre todo, con sus mayúsculas de preeminencia y respeto. He venido a dar una charla sobre literatura a los alumnos de los últimos cursos, pero sobre todo a acordarme íntimamente y en voz alta del alumno que fui y de las fábulas de vida adulta y de huida que alimenté en otras aulas, y también para vindicar lo menos apreciado ahora, lo que Fernando Savater llama en su último libro el valor de educar, la tarea mutua de profesores y alumnos que ahora ya parece un desastre sin remedio o un propósito imposible.
Durante catorce años, a base de leyes incompetentes, de demagogia y arrogancia, de entrega a la palabrería ignorante de los temibles expertos, los Gobiernos socialistas lograron el doble milagro de degradar la enseñanza pública justo cuando se estaba logrando universalizarla y de fortalecer los privilegios de la enseñanza eclesiástica. Ahora la derecha viene a completar el trabajo, y la ministra y sus asesores (entre ellos el pintoresco, el reverdecido ex comunista Ramón Tamames) declaran que la escuela debe someterse a las leyes del mercado, lo cual viene a querer decir que habrá aún más dinero público para los colegios de los ricos y que las escuelas públicas tendrán menos profesores y más alumnos por aula, aún menos medios, todavía menos consideración social.
En el instituto Rey Pastor me acuerdo de aquella consigna de renuncia progresista al abatimiento que afirmó Antonio Gramsci: contra el pesimismo de los hechos, el optimismo de la voluntad. En un barrio de Madrid, en un centro público, a pesar de la desidia social y de la incompetencia de la Administración, a pesar del desaliento que suele ser el estado de ánimo más habitual entre quienes trabajan en la enseñanza, uno encuentra profesores que siguen disfrutando de su oficio, que aman la literatura, la historia, la física, el latín, que no se han rendido a la marrullería ni a la desgana, que aún insisten en transmitir a los alumnos una conciencia del delicado equilibrio entre la libertad y el deber, entre el respeto y la desenvoltura
A pesar de todos los pesares, la educación sigue siendo un acto de valor y de optimismo, porque se basa en la creencia ilustrada de que es posible y necesario hacernos mejores, llegar a ser plenamente humanos, frente al oscurantismo clerical o nacionalista del ser de nacimiento, de la predestinación para el infierno o el cielo, para, la pertenencia analfabeta y vegetal a unas presuntas -raíces. "Educar", escribe en su libro Fernando Savater, "es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas que pueden ser sabidas y merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento". En el instituto Rey Pastor, mientras les contaba a los alumnos el trato de mi adolescencia con la literatura, el gusto de aprender que me transmitieron algunos profesores, pensaba con algo de vértigo en quién había sido yo a los dieciséis años y me preguntaba en qué medida había llegado a parecerme a quien deseaba ser entonces. Al salir de allí se desvaneció el hechizo del tiempo y regresé al presente. Uno nunca sabe en virtud de qué mezcla de deliberación y de azar ha llegado a ser quien es ahora. Pero yo estoy seguro, con toda gratitud, sin ninguna nostalgia, que una parte indeleble de quien soy se formó hace veintitantos años en un instituto público.
Un acto de valor, Antonio Muñoz Molina [El País, 16 de abril de 1997]


Veo la cara del general Sáenz de Santamaría y me acuerdo de verla repetida en las paredes del País Vasco hace muchos años, en 1980, cuando el gobierno de entonces, impotente y asediado por el terrorismo más sangriento de Europa, lo envió como jefe máximo de las fuerzas de seguridad, o acaso con la intención simbólica de ofrecerles un signo de firmeza a los militares. En los muros sucios de pintadas y de grandes carteles con consignas en euskera y fotografías de etarras, la cara en blanco y negro del general Sáenz de Santamaría era como un signo añadido de alarma, como una prueba de que la escalada del terror estaba logrando su objetivo y de que muy pronto sería declarado el estado de guerra. Eran carteles firmados por el Movimiento Comunista y por la Liga Comunista Revolucionaria, residuos fanáticos de sectarismo iluminado que disponían, a pesar de su exigua militancia, de un lujo ilimitado en materiales de propaganda, y que aprovechándose de la frágil libertad española se dedicaban sobre todo, sin el menor riesgo, a un permanente hooliganismo del crimen. En las fotos de los carteles, el general Sáenz de Santamaría -la cabeza rodeada por un círculo de mira telescópica- tenía una estampa como de golpista sudamericano: gafas oscuras, brazos cruzados sobre la pechera del uniforme con medallas, mandíbula breve y arrogante debajo del bigote. Esta mañana, dieciocho años después, el general es un jubilado pulcro, saludable, fornido, pero aún se ve que la suya es una cara a la que no favorecen las fotografías. La barbilla sigue trazando un gesto de decisión debajo del bigote blanco, que exagera el tirón asiático de las facciones, un bigote que está entre la truculencia de Fu-Manchú y las deplorables modernidades capitales de los años setenta. Aunque el general, a lo largo de su declaración, no se dejara llevar tan gustosamente por el hábito de los recuerdos, a mí me bastaría mirar su cara para recobrar los tiempos en que la vi multiplicada por los muros del País Vasco, a la vez como un blanco de tiro y una efigie de amenaza: el general se acuerda de los muertos, de la provocación sanguinaria y metódica, de la ira cada vez más difícilmente contenida de los militares. Apunta a un subsuelo de heroísmos histéricos, tramas negras y golpes de venganza que se agitaba en la claustrofobia sitiada y malsana de los cuarteles y las comisarías. Nunca hubo dos ideologías hostiles que se complementaran tan eficazmente, con una sincronía tan perfecta, el abertzalismo etarra y el golpismo franquista, los pistoleros de la revolución y los del regreso a la caverna. Los soldados de aquel reemplazo, en los cuarteles vascos, vivíamos entre miedo al golpe militar y el miedo a las hazañas de los terroristas. Sonaban unos disparos en una calle céntrica, un pistolero huía tranquilamente a pie, un militar o un policía se desangraba en medio de la acera y a la luz del día sin que se le acercara nadie a prestarle ayuda.
A pesar de esos recuerdos y del aire fosco que suelen darle las fotografías, el general Sáenz de Santamaría no parece un hombre propenso a perder la calma. Como muchos que han conocido de cerca las crueldades de la guerra, desconfía de la pura fuerza como remediadora de nada, y es muy escéptico ante cualquier proclama sanguínea de valor: ninguna guerra se acaba matando al último soldado, dice, encarcelando al último terrorista. Uno intuye que esas actitudes le aproximan al talante de Rafael Vera, y que siguiendo esa pista sería posible delimitar dos posiciones o dos corrientes más o menos subterráneas en la política de los socialistas vascos, incluso dos caracteres humanos.
Pensé en eso al ver y escuchar esta misma mañana a Ramón Jáuregui, tan veterano de las guerras del norte como el general Sáenz de Santamaría y como cualquiera de los procesados, y sin embargo, en apariencia, nada estragado por los años de la adversidad, del inevitable desaliento, de la presencia constante del crimen. Ramón Jáuregui tiene cara de profesor de instituto o de empleado, no maltratada por el tiempo ni por la experiencia, si acaso con unas pocas canas que son un indicio como de prematura gravedad. Hasta esta mañana no se había sentado en la mesa de los testigos nadie que enunciara tan serenamente la posibilidad de la razón, que equilibrase tan sin ambigüedades el dolor y el asco por el terrorismo y la exigencia sagrada de la legalidad, la búsqueda de la eficacia en la persecución del crimen y la urgencia de una permanente lucidez política. Grave y reflexivo en sus palabras, cuidadoso en marcar distancias, Ramón Jáuregui da la impresión de haberse encontrado políticamente solo muchas veces, sobre todo en aquellos tiempos en los que era tan fácil sucumbir al necio y dañino heroísmo del ojo por ojo contra los terroristas. Es él quien por primera vez en este juicio da a entender un sigiloso descargo de conciencia: "Una sensación de no querer saber nos invadió a todos".
Veteranos de guerra, Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1998]


Los seres humanos se definen por lo que hacen y se les recuerda por lo que hicieron. Hay quien actúa con el solo propósito de dejar memoria de su existencia. La razón profunda de este comportamiento es que ser recordado es una forma de existencia, en vida pero también después de haber vivido. Sólo cuando se es olvidado por aquellos que nos recordaban, o cuando éstos han perecido, se puede afirmar que inexistimos. Por eso, aunque no podemos tener experiencia de lo que será el olvido en que quedaremos sumidos después de nuestra muerte, no lo deseamos de ninguna manera.
Aquellas actuaciones por las que se es recordado por un tiempo mayor o menor se llevan a cabo mientras vivimos (los muertos no hacen nada por ellos mismos). Si algunos de éstos merecen ser recordados, los que aún viven son los que han de hacer que se les recuerde. El olvido sella la muerte de todo ser que alguna vez existió. Por el contrario, sobrevive mientras se le recuerde.
La conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacer que sigan existiendo aquellos que ya muertos juzgamos que deben sobrevivir, se trata de subsanar de muchas maneras. Habitualmente con el luto (ya en desuso), la placa conmemorativa, el busto, el nombre de una calle o hasta una estatua ecuestre. También, y quizá lo mejor de todo, un montón de páginas como esta que el lector tiene en sus manos y no podrá abandonar. De esta forma, alguien murió, otros que lo recordaron morirán también, pero antes lo harán recordar a los demás. El sentido de la expresión, ya acuñada, "derecho a la memoria" va en esta dirección. Significa el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que se les negó esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros pueden, y en ocasiones deben, demandarlo por él. De este modo, la exigencia del derecho a la memoria se convierte en un problema moral para los que sobreviven. El vocablo "memoria" tiene en estas páginas, primero el significado de recordar, y segundo del deber de recordar para informar de lo recordado a los que vienen después, de manera que se constituya en ellos en recuerdo de los recuerdos de los demás. "Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", que decía Luis Cernuda.
La memoria es un instrumento de que dispone el sujeto para su actuación en la realidad. De tal instrumento se hace un uso muy vario, pero en el fondo subyace un componente moral. Podemos desde luego usar la memoria, como cualquier instrumento, para el bien o para el mal. La función de la memoria está intrínsecamente ligada a una de las características del sujeto: su dependencia del pasado, la imposible abdicación de su pasado, del saber indeclinable que uno es lo que "ha ido siendo" hasta ahora, momento, el de ahora, en que también "se está siendo" y que se añadirá a los que le precedieron. Así nos reconocemos en tanto que sujetos, esto es, entidades con experiencias de vida vivida, sujetos con historia (la nuestra), o más exactamente, con biografía. Por eso, la evocación tiene una estructura narrativa. Evocar es contar (o contarnos), de palabra o por escrito. Lo dramático de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a falta de palabras. En ocasiones, hay un décalage entre lo vivido y lo contado, hasta el punto de que contar es reconocer simultáneamente nuestro fracaso como narrador. Es mi convicción que el suicidio de Primo Levi derivó de su conciencia de la imposibilidad de decir la experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace, la misma que experimentó Kertész.
¿Por qué es moralmente imprescindible esta tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La memoria es personal, como lo son los hechos que se recuerdan, porque personal fue la experiencia del hecho cuando se vivió. Somos porque se ha hecho en nosotros nuestra historia, elaboración y reelaboración de nuestro pasado. La memoria es la condición necesaria para el logro de nuestra identidad, vocablo que, despojado de toda connotación moral, significa ser alguien, responder asimismo a la pregunta de quién soy (si se la hace uno a sí mismo) o quién es (si la hacemos respecto de otro). Somos, pues, porque tenemos memoria; es más, somos nuestra memoria. He aquí, a continuación, una demostración empírica de este aserto.
El número de longevos ha aumentado tan considerablemente en la actualidad que deben quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos de Alzheimer. Esta enfermedad constituye un experimento natural (como decía Claude Bernard de cualquier enfermedad) que nos hace ver cómo gracias a la memoria se construye nuestra identidad; y a la inversa, cómo la pérdida paulatina de la memoria disuelve la identidad. El paciente de Alzheimer que no recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya padre de él; cuando ya no recuerda haber sido médico o albañil no sabe la identidad social que mantuvo; y, al fin, si vive aún como para no recordar su nombre, no sabe quién fue, es decir, ha dejado de ser, no es ya (aunque aún vive). Su identidad se ha disuelto. Podemos decir quién fue (hablo desde el punto de vista psicológico, no jurídico), pero eso es función de nuestra memoria de él, no de la de él, que ha desaparecido. La memoria nos da, como decíamos antes, conciencia de que existimos y, con ello, de identidad. Mi memoria soy yo. En el estadio final del Alzheimer se dice de él que "vegeta", es la muerte del enfermo como sujeto, la disolución de su conciencia autobiográfica, aunque persista, sin embargo, la vida biológica que la hizo posible hasta entonces (circulación, respiración, metabolismo, es decir, las funciones autonómicas). Los que le conocimos y le recordamos somos los que sabemos quién fue. Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el Alzheimer cuanto el que ya pereció, sobreviven, pues, en nuestra memoria. Lo repito: una vez que uno muere sobrevive si sobrevive en el recuerdo de los demás. Cuando todos los que nos recuerden perezcan, hemos muerto definitivamente. Lo que significa que tener memoria del otro, recordarlo, es dotarlo de existencia. Todos ansiamos sobrevivir aquí -que se sepa, no hay ningún otro sitio donde esto pueda tener lugar-, y eso sólo podemos lograrlo en la memoria de los demás. Es lo que demuestra Agustín Santos, un superviviente de Mauthausen, cuando, refiriéndose a la muerte de Azuaga, su compañero de evasión, dice: "Su muerte engendró en mí la voluntad tenaz de sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos Azuagas". De esta manera, y en alguna medida, los ha hecho inmortales. En puridad, lo de "inmortales" es una metáfora. Ellos no son inmortales, somos nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues, inmortalidad; hay memoria. Ésta es la misión de "los que venimos después" en la sobrevivencia de aquellos a los que se les hizo morir, y de tal manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el anonimato) podría decirse que es como si no hubieran existido.
La implacable dictadura franquista duró tanto que muchos de los que la padecieron, incluso muchos que supieron del padecimiento del padre, la madre, el hermano o el vecino, murieron sin poder ofrecernos su versión, porque mientras vivieron estaban obligados al silencio. Y si bien una experiencia singular rara vez es útil para la construcción de lo que llamamos Historia, es irreemplazable para saber del drama, esto es, de la Biografía. Cuando hablamos de la recuperación de la memoria histórica, un apartado fundamental de la misma es la constancia ¡cuando menos! de los nombres y apellidos de los que vivieron el drama. No hay otra forma de subsanar, aunque en mínima parte, la oquedad dejada por aquellos a los que se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no sabríamos siquiera que existieron. Éste es el fundamento moral del recordarlos.
El uso moral de la memoria, Carlos Castilla del Pino [El País, 25 de julio de 2006]


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Chrome - Handwriting/>Chrome - Handwriting