Only those who will risk going too far can possibly find out how far one can go.
T. S. ELIOT, preface, Transit of Venus
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Mikel Labastida, [Las Provincias, 3 de diciembre de 2014]
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Javier López Iglesias [Hoy es arte.com, 5 de diciembre de 2014]
Fotógrafo de guardia, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de febrero de 2012]
Conocimiento prohibido, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de abril de 1997]
Un acto de valor, Antonio Muñoz Molina [El País, 16 de abril de 1997]
Veteranos de guerra, Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1998]
El uso moral de la memoria, Carlos Castilla del Pino [El País, 25 de julio de 2006]
'Cómo
la sombra que se va' (Seix Barral) es un libro en el que se encuentran varios
libros. Por un lado uno sobre James Earl Ray, el asesino de Luther King; otro
sobre Lisboa, la ciudad a la que Muñoz Molina acude para buscar inspiración
para la obra que lo consagró, 'El invierno en Lisboa'; y otro sobre el propio
Muñoz Molina, que por primera vez se desnuda en una novela, con no poco pudor,
tal y como explicó ayer en Valencia, en una charla sobre literatura, dudas y
miedos.
-¿Ha
inventado un género a caballo entre la ficción y la no ficción con 'Como la
sombra que se va'?
-Eso
ya estaba inventado, forma parte de la latitud, de la flexibilidad de la novela.
La novela
desde su origen ha tenido ese juego entre lo que parece realidad y fábula.
Cuando se publicó 'Don Quijote de la Mancha' qué pensaría la gente. Nunca se había
visto que una novela tratase de vidas iguales a las de la gente corriente.
Esto es muy antiguo. Por ejemplo 'Moby-Dick' se presenta como una novela de
aventuras y luego se convierte en otras cosas.
-Pensaba
que el juego entre realidad y fábula era una manera de sentirse cómodo para
desnudarse como lo hace en este libro.
-Algo
de razón tiene. Yo no habría sido capaz de escribir un libro con esas cosas
estrictamente personales. Me costó encontrar la forma, fue viniendo sobre la
marcha. Es un libro hecho con mucha inseguridad, sin saber hasta dónde llegar. Había un
capítulo que dejé fuera, tenía dudas, se lo enseñé a mi mujer para
que me dijese si creía que debía incluirlo. Ella me animó a hacerlo.
-Elvira
Lindo ya mostró destreza para hablar con naturalidad de su propia vida en 'Lugares que no
quiero compartir con nadie', donde usted también aparece.
-Ese libro es
extraordinario, está construido sobre la pura narración, no tiene un
género concreto. Es de una franqueza absoluta, empieza directamente
confesando que va al psiquiatra, y eso es muy valiente. Ese libro ha tenido
efecto sobre mí. Y también que Elvira fuese leyendo fragmentos y me aconsejase «aquí tienes
que poner más carne, esto no puede ser todo literatura». Los dos nos
hemos beneficiado de la naturalidad con que en Estados Unidos se escribe de la
vida personal.
Personalmente creo que hay una -cada vez más notable- influencia mutua. Hay una enorme evolución desde Algo más inesperado que la muerte [2002] hasta Lugares que no quiero compartir con nadie [2011]. Ese mismo crecimiento profesional [desde un punto de vista literario] también se advierte en sus guiones: desde La primera noche de mi vida [1998] y El cielo abierto [2000] a La vida inesperada [2014]. Ha ganado en naturalidad, en verosimilitud, en profundidad sobre el tema que trata, en maestría en la manera de contarlo, en capacidad para emocionar y crear empatía. Recibes la sensación de autenticidad porque escribe sobre lo que sabe y de una manera muy honesta, me imagino que tal como ella es. Me parece que escribir uno como es [mostrarse] no debe ser fácil porque hay quién se lleva toda la vida alimentando un personaje, buscándose en los demás, buscando el tono, buscando el estilo, buscando sorprender, buscando vender, buscando seducir o convencer…y no se encuentra. No alcanza una voz propia que abarque tanto como ella.
-Los
americanos son muy de catarsis, del psicoanálisis público...
-Allí
hay como una tradición en la cual las personas cuentan experiencias de su propia vida,
con naturalidad, con normalidad, sin morbo.
-Confiesan
sus miserias sin disfraces. Aquí las adornamos más.
-Yo
al fin y al cabo tengo una mala vida muy limitada, porque mi capacidad para la mala vida es muy
limitada. Esa capacidad para contar lo que uno ha vivido me parece
un tesoro enorme y yo lo disfruto mucho como lector. Es importante aprender de la experiencia de
otros. El aprendizaje más importante de la vida es saber vivir
conforme tú eres, aprender a aplicar en tu vida cotidiana lo que defiendes en
abstracto, dedicar tu sensibilidad no sólo a emocionarte con 'Madame
Butterfly' sino a fijarte en las personas cercanas. Esto lo he analizado poco a
poco. Hay un momento en la novela en que cuento algo que me dijo mi primera mujer:
«tanta sensibilidad que tienes para la literatura y no tienes ninguna para la
vida real».
Igual deberíamos revisar el dicho: Nadie escarmienta en cabeza ajena. Pensaba que la experiencia de otro no era suficiente para desengañarnos. Y ese fenómeno de la filantropía telescópica es más frecuente de lo que parece. Y no digamos en lo que se refiere a la coherencia. Triunfa por doquier: haz lo que yo digo y no lo que yo hago. Parece que no nos demos cuenta de que lo importante es dar ejemplo.
Cuando reviso lo que he escrito percibo un tono moralizante que no me gusta.
-Eso
es duro. No es lo único. Usted no sale bien parado con descripciones como
«vivía angustiado por inseguridades sexuales propias de los 15, por un apocamiento
físico de antiguo niño gordo». ¿Era muy exigente consigo mismo?
-Entonces
no. Lo era con los demás, algo propio de las adolescencias tardías. Yo era
víctima de conspiraciones, los demás no me comprendían... En realidad lo que yo
hacía era no
enfrentarme a la realidad y me refugiaba en la literatura o en
beber.
Me acuerdo de la carta de Chéjov a su hermano Nikolai. No querer asumir responsabilidades y buscar culpables de nuestras frustraciones.
-Ya
no le sonará embarazoso que le llamen escritor, como entonces.
-Eres
escritor porque lo dicen los demás. A mí lo que me gusta es escribir, sí, y
supongo que eso me convierte en escritor, pero me da pudor. Es como cuando la
gente dice que es poeta. Eso, ¿cómo lo sabes? ¿eres siempre poeta?
Esto sí que es una novedad. Pensaba que era solo Elvira Lindo la que tenía dificultades para reconocerse como escritora y que incluso ocultaba a los demás que había escrito desde siempre. Escribir desde la incertidumbre.
-Esta
es una novela donde se habla mucho del oficio del escritor.
-Sí,
de cómo se hace la literatura, de la parte que tiene de azar, de capricho. Me
apasionan los caminos por los que llega a existir un libro. Hay algo en
todos nosotros que nos conduce a construir historias de ficción, incluso dormidos
seguimos inventando historias.
-¿Ha
reflexionado sobre qué es lo mejor y lo peor de saber construir historias?
-Es
algo que no puedo evitar así que lo reflexiono poco. El único peligro que le veo es
perderte demasiado en abstracciones, prestar poca atención a la realidad.
-¿Eso
es malo? Teniendo la realidad que tenemos...
-Mucho.
Recuerda esa frase que dice que la ficción se basa en la suspensión temporal de
la incredulidad. Cuando se cree empieza el problema, es el problema de las víctimas de
las ideologías o de las religiones.
Cuando confundes lo que está escrito con la realidad, lo que le ocurre a Don Quijote.
-¿Es
mejor vivir en la incredulidad?
-Claro,
hay que vivir en la incredulidad ilustrada. Tenemos el impulso humano de creer
pero hay que controlarlo.
-¿A
usted le duele España como a Unamuno?
-Eso
es retórica. Hay cosas que me preocupan, me indignan, pero soy poco partidario
de la palabrería.
Entrevista
a Antonio Muñoz Molina por Mikel Labastida, [Las Provincias, 3 de diciembre de
2014]
'Como
la sombra que se va' (Seix Barral). Antonio Muñoz Molina
(Úbeda, Jaén, 1956) se ha servido de un salmo bíblico para titular su obra
sobre la figura de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King.
Habla Muñoz Molina de su ambicioso libro pero, sin poder evitarlo,
su conversación se abre a temas varios entre los que lo relacionado con los
derechos humanos emerge con especial fuerza. Buen momento para el autor de La noche
de los tiempos, obra elegida por The Washington Post como uno de los
diez mejores libros del año.
Como la sombra que se va… ¿Por qué ese título?
En
principio y durante gran parte de su gestación, el libro iba a titularse El pasajero de Lisboa,
pero cuando se lo comenté a mi mujer, Elvira Lindo, le pareció muy malo.
“Desastroso”, me dijo. Así que decidí cambiarlo y en la Biblia encontré el
salmo: “Mis días son como la sombra que se va y yo como la hierba que se ha
secado”. Supe que ese era el título pues siempre he pensado que los títulos son
parte esencial de lo que se narra y deben estar muy conectados al corazón de la
historia que relatan.
En algún sitio he leído “El Pájaro de Lisboa” y he pensado dos cosas: ¡Menudo pájaro! [por lo de hombre astuto y sagaz que inspira recelo] y será por Pájaro Jack.
¿Cómo
surge la idea de este libro?
Uno
hace los libros y no sabe lo que está haciendo mientras lo hace. Una parte de
la propia novela es el relato de ese proceso tan raro que es la propia
escritura. Me gusta mucho todo eso que tiene que ver con lo previo a lo literario
que entronca con los procesos del conocimiento. Cómo se forma el conocimiento en el cerebro.
Cómo los relatos van cobrando forma de una manera casi inconsciente.
Cómo a veces los sueños cobran forma. Hace años, leyendo un libro sobre James
Earl Ray descubrí que este hombre había estado en Lisboa 10 días. Eso me
produjo una emoción particular que no sabía explicar pero que en aquel momento
era tan poderosa… Lisboa tiene una conexión muy importante con mi trabajo como
escritor y con mi vida personal.
Saber mucho sobre lo que uno quiere contar para poder contarlo bien. ¿Estos son señuelos sobre la próxima novela, aquella que dejó interrumpida?
Novela
de estructura compleja…
A
veces, el lector piensa que la construcción de una novela es algo parecido a
como se hace un edificio. Se hace un plano y después eso se convierte en
realidad. Pero una novela es algo muy distinto, muy azarosa. Las novelas
siempre están a punto de no existir. Eso es algo que parece baladí,
pero que es muy importante. Las circunstancias que tienen que juntarse para que
escribas una novela son muchas. Con el tiempo he comprendido que las novelas no
las escribes porque te preocupe mucho un tema. Si te preocupa mucho algo
escribes un ensayo o un artículo. Pero escribir una novela es una cosa muy
distinta. Es un proceso
de invención y de creación muy lleno de azares y de cosas inconscientes.
Lo que uno tiene que hacer, más que poner en práctica un plano, es dejarse
llevar un poco a ciegas. Cuando escribes estás completamente solo y tienes que
estar completamente solo. Cuanto más aislado estés, mejor. Es un placer enorme
estar solo y dejarte llevar por lo que tienes en la pantalla de tu ordenador o
en el cuaderno que tienes delante. Después viene esa otra parte que parece
mucho menos romántica pero que es preciso resaltar, en la que se ve que la literatura
es un oficio en el que participa más gente. Es ese momento en el que
terminas un primer borrador y se lo enseñas a personas cercanas que pueden
darte una opinión certera y que te ayudan a mejorar tu obra. Y la asistencia
profesional de los editores, que no sólo te dicen cuando se
publicará, etc. sino que te animan a desarrollar más tal o cual parte, o a
perfilar un personaje, o…
El
trabajo de todas esas personas hace mucho mejor el texto que has
escrito. Hay una idea entre perezosa y romántica de lo que llamamos creación.
Pero en realidad hablamos de trabajo. Del trabajo de gente que sabe hacer
su oficio. Gente que te aconseja y hace que tus libros mejoren.
Afirma
que escribir es una tarea de frontera. ¿En qué sentido?
Hay
una frontera siempre entre lo que se ha visto y lo que no se ha visto todavía.
La frontera que establece el hecho de que acabas de escribir un día y no sabes
exactamente por donde va a continuar la escritura al día siguiente. Es la
frontera de la
incertidumbre. La frontera en la que te sientas a trabajar y encuentras algo
con lo que no contabas. Este libro, por su propia naturaleza, se ha
hecho en buena parte en ese espacio fronterizo. La conexión entre el viaje a Lisboa de James
Earl Ray y mi propio viaje para escribir El invierno en Lisboa.
Y la
conexión entre el trabajo literario y la vida cotidiana.
Tres
discursos narrativos que se cruzan…
Así
es. Quería escribir sobre cómo inventé El invierno en Lisboa porque me
parecía interesante hablar de los procesos de la creación literaria.
Pero cuando me senté a escribir caí en la cuenta de que la escritura de aquella
novela se interrumpió por el nacimiento de un hijo mío. Cuando se habla de
literatura parece que transcurre en una especie de nave interplanetaria. Pero
la realidad es que estás en el mismo mundo en el que están los demás. Un mundo
en el que nacen niños y hay conflictos interpersonales, un mundo en el que las
personas tienen que trabajar. Las novelas no se escriben sobre las preocupaciones que
uno tiene; es algo mucho más primitivo.
Tenía
que decidir si seguía por ahí o abandonaba y elegí seguir. En relación con Como
la sombra que se va también tuve que elegir, pues durante mucho tiempo, y
especialmente en los momentos de desánimo, tuve la tentación de escribir
únicamente sobre la historia del asesino de Luther King, pero después comprendí
que era mejor el camino de conexión entre varias historias; entre varios
viajes, el de Ray y el mío. El último capítulo del libro no estaba previsto.
Una tarde estaba en Lisboa y al terminar de escribir salí a dar un paseo.
Estaba muy metido en lo que estaba escribiendo y comprendí que ese paseo
también tenía que formar parte de la novela y lo integré a la historia. Esos
saltos entre lo imaginario y lo cotidiano también forman parte de la novela.
En
ese sentido, ¿cuánto de ficción y de verdad hay en estas historias?
Lo
que convierte estas historias en una novela son varias cosas. Una de ellas es
la composición. En el momento en que juntas esos materiales estás creando algo
que no existe en la realidad. Estás creando conclusiones artificiales a las que
llamamos novela. Afortunadamente, la palabra novela es muy laxa. Ha servido a
lo largo del tiempo para designar cosas muy distintas. Las cosas no necesitan ser inventadas para
ser ficción. Como he dicho en alguna ocasión, la imaginación es muy limitada,
no se
alimenta de lo inventado sino de lo sucedido. Pondré un ejemplo: hay un
momento en el libro en el que Ray encuentra en un quiosco un ejemplar de la
revista Life en el que en la portada sale una foto de cuando él era
niño. Eso no es ficción. Esa revista existe y sabemos que él la vio y se enfadó
mucho. Pero en el momento en que yo cuento que Ray va por la plaza del Rossio
de Lisboa y ve la revista estoy novelando, porque yo no sé como vio Ray la
revista y todo me hace pensar, aunque no tengo la certeza absoluta, de que eso
sucedió en Lisboa. O el capítulo en el que se habla del estado de ánimo de
Luther King. Ahí toda la información procede de la realidad pues
está documentada. Desde lo que había comido ese día o el nombre de la amante
con la que había estado la noche anterior, la marca de la espuma de afeitar que
utilizaba o lo que tenía en ese momento en los bolsillos. Incluso se sabe la
canción que le pidió al músico cuando iba a salir hacia la cena… Ahora bien, yo
invento un
discurso de su conciencia, un retrato de su conciencia que,
naturalmente, me lo he figurado. Si yo hubiera hecho un libro de no ficción, un
reportaje por ejemplo, no hubiera tenido la libertad de meterme en la
conciencia de Martin Luther King, sino que me hubiera tenido que ceñir a los
datos que conocemos. Ese es el juego.
¿La
documentación como algo esencial?
Es
evidente que disponer de una gran documentación que, por otra parte, cualquiera
puede consultar, me ha sido de enorme utilidad y me ha hecho concebir el libro
de un modo distinto. Pero uno se lleva sorpresas. Por ejemplo, sabía que
Ray había estado en Lisboa con una prostituta joven y me imaginé a esa mujer en
una escena con él. La imaginación es, en realidad, muy pobre y me la imaginé
escotada y con el pelo teñido. Pero a través de una amiga que me ayudó a
recabar documentación descubrí en el periódico Sol un reportaje del año
2006 sobre esa mujer con un montón de fotos y cuando estuvo con Ray esa mujer
no se parecía en nada al estereotipo que yo me había inventado. Para
empezar no parecía una prostituta. Era una chica bastante atractiva y sencilla.
Una vez más llegué a la conclusión de que a la imaginación, si la dejas sola,
sólo inventa estereotipos muy manidos.
La
transparencia
y la accesibilidad de la documentación es clave. Leía ayer una cosa
muy fea que había escrito alguien. Una de esas cosas que se escriben en España
basadas en la mala fe y en la calumnia. Y pensaba que eso que decía ese canalla
sería muy
fácil comprobar que no es verdad, pero para eso es fundamental la transparencia
absoluta de todo acto público y de todos los documentos públicos. Me
enamora esa transparencia. Ese deseo de transparencia. Es una conquista que,
aunque tardíamente, estamos logrando en España. Hasta ahora, por una parte, los
que mandan han sido muy opacos y han ocultado todo lo que han podido, pero es
que tampoco la sociedad les ha exigido transparencia.
Como la sombra que se va. Estamos ante un asesinato racista. Han
pasado años pero, ¿sigue siendo racista la sociedad norteamericana? ¿Tiene cura
el racismo?
Hay
una cosa específica
de la posición de los negros en la sociedad americana que es
distinta a la posición de los hispanos o los chinos. El sello de la esclavitud es una cosa tan
atroz que es muy difícil que se elimine. Es evidente que se han
producido enormes progresos en torno a esta cuestión. Las cosas no son iguales
hoy que entonces, cuando el líder negro fue asesinado. En Estados Unidos hay
hoy un presidente de color y una clase media cultivada, etc. los avances han
sido inmensos. Ahora bien, hace apenas unos días se publicaban los porcentajes
de población negra que hay en Estados Unidos, que ronda el 13%, y los de las personas de
esa raza que hay en las cárceles, que superan el 50% de la población carcelaria.
Más de la mitad de los negros en las cárceles estadounidenses son negros. En
los barrios
negros pobres uno de cada tres varones ha tenido algún tipo de
relación con el sistema penitenciario. Creo que, aparte del racismo, la pobreza es
determinante. Una de las formas a través de las que los negros
ascendieron socialmente, aparte de los derechos civiles, fue el hecho de que
hubiera en el país muchos puestos de trabajo de obreros en las
fábricas a los que ellos tenían acceso. Hoy ese tipo de industria prácticamente ha desaparecido y
quien más ha sufrido la desaparición de esos puestos de trabajo dignos, de
larga duración, con contratos fijos y con pensión de jubilación, han sido los
negros. Eso ha contribuido al crecimiento tremendo de la desigualdad social en Estados
Unidos, que es mucho peor ahora de lo que era hace veinte o treinta años.
A ello hay que añadirle el carácter punitivo y clasista del sistema judicial y del
sistema penitenciario, que es vengativo. La población carcelaria en
Estados Unidos es mucho mayor que la que hay en cualquier otra sociedad
occidental. Todo esto se junta y hace que la desigualdad aumente y la desigualdad
y la pobreza son caldo de cultivo para el racismo.
¿Era
el racismo el único móvil de James Earl Ray?
Mientras
investigaba sobre este personaje pude ver su maleta. Al ver su cepillo de pelo
de plástico de bajísima calidad y otras cosas que contenía te das cuenta de una
manera táctil de la miseria de esa vida. La colcha sintética en la que
envolvía el rifle o la radio cutre que tenía. Comprobé entonces físicamente la
profunda miseria material de esa vida. Había vivido en una especie de chabola
rodeado de hermanos cubiertos de piojos y con un padre y una madre violentos y
alcohólicos que arrancaban las tablas del suelo para calentar la
casa. ¿Qué pasa cuando te meten en la cárcel con 18 años?. Y, por otra parte,
está el
espanto del odio de los pobres hacia otros pobres. Los blancos pobres en lugar
de sentir hostilidad hacia los dueños del mundo, la sienten hacia otros que son
un poco más pobres que ellos, como son los negros pobres. Cuando Ray
fue a Alemania destinado como soldado vio como las mujeres alemanas convivían y
se casaban con soldados negros. Eso le ofendía. En el barco que volvía a
Estados Unidos tras la guerra hubo un motín porque los soldados casados tenían derecho a ir en
cubierta de primera clase y los que no estaban casados iban en las bodegas.
Muchos de los casados eran negros que se habían casado con blancas alemanas y
eso para los blancos solteros era una ofensa. Ese rencor destructivo que no sirve
de nada estaba en Ray, como lo estaba una astucia mal entendida a la hora de mentir y de enredar que
es a lo se dedicó los últimos treinta años de su vida. Al final de su
existencia se dedicó a vender los carteles de “Se busca” firmados por él mismo.
Es curioso que cuando llevaba veinte años en prisión se casase con una
dibujante de los tribunales o cuando en Canadá engaña y tuvo una aventura
prolongada con una mujer cultivada que no tenía absolutamente nada que ver con
él. Es un
personaje lleno de datos contradictorios que no concuerdan.
Con
los datos de los que hoy se dispone y con la información que ha recabado para
escribir Como la sombra que se va, ¿comparte la idea que algunos
sostienen sobre el carácter difícil,
incluso violento, de Martin Luther King?
Hay
una carta que se hizo pública hace unos días que habla del carácter violento de
Luther King. Conviene matizar pues hay que considerar que Hoover, el director
del FBI, era muy violentamente racista. Además, Hoover estaba convencido de que
había una conspiración comunista continuada y que Luther King era comunista,
aunque nunca lo hubiera declarado. King tenía un asesor judío que en los años 30 había
tenido alguna relación con el partido comunista. Pero eso era todo.
Luther King nunca fue comunista aunque algunos se empeñasen y lo persiguiesen,
como lo hizo Robert
Kennedy, que fue un claro enemigo del Movimiento de los Derechos Civiles.
Esa carta iba acompañada de una cinta magnetofónica que, anónimamente, alguien
envió a la mujer de Luther King en la que se oían jadeos que supuestamente eran
de su marido acostándose con otra mujer. El FBI mandaba anónimos de ese tipo
continuamente.
También
es cierto que cuando
se produjo el atentado y el asesinato, el FBI cambió de actitud, por mandato
del presidente Lindon B. Johnson, e hizo un gran esfuerzo para encontrar a Ray,
aunque quien acabó por localizarlo fue la Policía Montada del Canadá.
Por lo tanto, lo que se ha dicho, cuando no es directamente una infamia, hay
que matizarlo.
¿Y
respecto al Movimiento por los Derechos Civiles?
Desde
siempre me ha interesado mucho ese momento de la historia americana en general,
y el
Movimiento por los Derechos Civiles, en particular, porque tienen que ver con
mis propias convicciones políticas. Un Movimiento que aquí no se
conoce bien y que, en muchos sentidos, es ejemplar, heroico, ambicioso y
práctico. Se marcaba objetivos que eran factibles y buscaba alcanzarlos
mediante la no violencia, cosa que en el sur de Estados Unidos tiene su mérito,
y el sometimiento creativo a la ley. Es decir, obedecer las leyes, aunque fuesen injustas,
de manera creativa, buscando resquicios que permitiesen eludirlas y cambiarlas.
Lograron, además, algo novedoso, como era que un movimiento religioso, la
iglesia baptista, se implicase en una liberación civil y alcanzar una gran alianza
con la comunidad judía.
Por
último, tengo que preguntar sobre la importancia del cine y la música en la
escritura de Muñoz Molina y de su generación…
No
creo que sea una cosa generacional. Lo visual siempre es muy poderoso. Acaso lo
que ocurrió en mi generación es que de golpe a muchos de nosotros nos llegó
todo el cine que había sido inaccesible hasta entonces. Uno de los grandes
momentos de felicidad de mi vida fue cuando en Granada empezaron a llegar todas
las películas que no habíamos podido ver. Películas como La naranja
mecánica, El imperio de los sentidos, El conformista o El último tanto
en París. El gran cine italiano, francés o americano y verlo en versiones originales. Y
lo mismo pasó con la música, que fue un gran acicate para nuestro deseo de
libertad y nuestro sentimiento antifranquista.
Entrevista
a Antonio Muñoz Molina por Javier López Iglesias [Hoy es arte.com, 5 de
diciembre de 2014]
Quisiera
uno imaginar cómo era la mirada del niño Usher Fellig cuando vio por primera
vez Nueva York, después de la travesía del Atlántico en la bodega de un barco
lleno de emigrantes pobres de Europa, después de haber abandonado su ciudad
natal, Lvov,
que entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro y ahora es parte de
Ucrania, en ese territorio que el historiador Timothy Snyder llama
con acierto sombrío The Bloodlands, las tierras de sangre asoladas por los
genocidas nazis y los genocidas soviéticos. El niño Usher Fellig
viajaba a Nueva York con su madre y sus hermanos para encontrarse con su padre,
que había emigrado unos años antes. Lo que uno quiere imaginar se parece
inevitablemente al comienzo de una de las grandes novelas americanas de la
emigración, Llámalo sueño, de Joseph Roth,
que empieza con el encuentro del niño recién llegado con su padre al que no
recuerda, pero sin duda tiene mucha menos amargura. Nada más llegar, y cuando todavía solo
hablaba yídish y hebreo, a Usher Fellig sus padres le cambiaron el nombre para
que sonara algo menos judío y más americano. Ahora se llamaba
Arthur, pero sus ojos vivísimos y oscuros, su pelo turbulento, sus rasgos
exagerados, no engañarían nunca a nadie acerca de su origen, ni siquiera cuando
se hizo célebre y volvió a cambiar de nombre para llamarse Weegee, Weegee The Famous,
o cuando recibió una oferta de Hollywood y abandonó la mugre y la prisa de
Nueva York para instalarse en California.
Su
padre era un hombre piadoso que aspiraba a convertirse en rabino y se ganaba la
vida vendiendo fruta en un carro ambulante por las calles pobres del
Lower East Side. Con quince años el hijo no tenía la menor vocación religiosa.
Se colocó muy pronto como ayudante de fotógrafo, haciendo recados,
aprendiendo a revelar. Con una cámara de segunda mano y un pony alquilado
salía los días de fiesta a hacer fotos a los hijos de los emigrantes, montados
en el pony.
Las saturaba de claridad al revelarlas, porque los emigrantes, judíos,
italianos, polacos, quedaban más contentos cuanto más blancos salieran sus hijos en
las fotografías.
Pero
el pony
era muy caro de mantener y en la casa no había dinero para mantener a tantos
hijos. El
padre vivía tan embebido en sus devociones que descuidaba el triste negocio de
la venta ambulante. A los 17 años Arthur Fellig se marchó de casa y
trabajó en lo que fuera, fregando platos, barriendo suelos de tabernas,
buscando una oportunidad para dedicarse de nuevo a la fotografía. Dormía en
albergues para indigentes, en bancos de parques, en las estaciones de tren. Si a partir de
mediados de los años treinta supo retratar con tanta verdad las vidas de la
gente extraviada y marginada fue porque había sido uno de ellos. El
cuarto en el que vivía durante la época de sus mejores fotos nocturnas parecía
el de un indigente, o uno de esos lugares a los que él mismo llegaba cuando
acababa de suceder una desgracia o de cometerse un crimen.
Weegee
era un Caravaggio de las fotos con flash,
un tenebrista de la mala vida. En el International Center of
Photography puede verse su gran cámara negra como un artefacto funerario y
junto a ella un puñado de bombillas fundidas de flash. La exposición de Weegee que se
inauguró hace unas semanas lleva un título que inventó y usó él mismo, Murder Is My Business. Imágenes muy familiares de
malhechores, cadáveres y escenas de crimen son lo que espera uno encontrar,
pero lo que
distingue al talento es que siempre desconcierta o desborda nuestra
expectativa.
Ni
a Weegee ni a ningún gran artista hay que darlos por sabidos. Después de haber
visto tantas veces sus fotografías solo hoy me he dado cuenta de la compasión
que hay en ellas, de un fondo confesional que se vuelve evidente
cuando se comprende que esas calles por las que Weegee corría queriendo llegar
a la escena de un crimen antes que los demás fotógrafos y hasta la policía eran las de su
mismo barrio, y que la gente que aparece en ellas, los muertos, los testigos,
los transeúntes que se vuelven un momento a mirar, los curiosos que se asoman a
una ventana o a una terraza, son emigrantes pobres como él. El cine
de gangsters
ha añadido un lustre mentiroso al crimen. La estética del cine negro le debe tanto a Weegee como
a las películas del expresionismo alemán, pero Weegee, cuando se
observan sus fotos con algo de atención, es el reverso de esas negruras lacadas
de Hollywood. Los asesinatos que él retrata son asuntos de poca monta en los
que la víctima suele ser un desgraciado, un cualquiera, un apostador sin éxito,
un tendero de barrio que vende chucherías y cigarrillos sueltos, y que quizás
no pagó a tiempo una pequeña deuda. Un cadáver yace en la acera sucia medio
tapado con unos periódicos, y se ve que tenía los bajos del pantalón
deshilachados, los calcetines cortos, los zapatos muy viejos. La pistola que
tiró el asesino a sueldo al marcharse es una cosa irrisoria, casi como un
llavero, una tosca imitación de pistola.
Y
los ladrones, los asesinos recién detenidos, no son menos lamentables en su
penuria.
Son como esos borrachos antiguos que llevaban la ropa en desorden y el pelo
sucio y quizás se habían reventado el labio o la nariz al caerse al suelo. Se
les ve en las caras que vienen de la miseria y que van camino de la silla
eléctrica, y que mientras tanto sirven de cebo para un titular de
primera página o ni siquiera eso, para un suelto en la crónica de sucesos.
En
sus autorretratos, con su palidez nocturna y su pelo tan oscuro imposible de
peinar, con la corbata floja, con el traje arrugado, con el cigarro barato y
salivoso en la boca, Weegee se parece a esa gente: alguna vez, por
burla, se dejó fotografiar esposado, o de frente y de perfil delante de una
cinta métrica, con un número de detenido colgando del cuello. Parte de su
talento consistía en mirar lo que no era obvio, en estar atento a las
posibilidades del azar. Delante de un cine, policías y curiosos
rodean el cadáver de alguien que ha muerto en un accidente de tráfico, y Weegee
retrocede para incluir en el plano la marquesina en la que se ve el título de
la película, The Joy
of Life. Un edificio arde y en mitad de la fachada, entre el humo y
los chorros de agua de los bomberos, se ve un anuncio de salchichas:
"Añadir solo agua hirviendo".
Y
siempre hay gente que mira, gente asomada a todas las ventanas de una calle
para ver el cadáver de ese tendero sin fortuna, rodeando a la víctima de un
accidente, o a un gangster
recién ejecutado, acercándose para ver mejor a alguien que lleva unas esposas, gente pobre
fascinada por el espectáculo barato y accesible de la desgracia ajena,
con esa avidez de las personas gastadas por el trabajo y la necesidad que no
tienen muchas distracciones en la vida. Nadie ha retratado esas
miradas codiciosas mejor que Weegee. Eran iguales a la suya.
Fotógrafo
de guardia, Antonio Muñoz Molina [El País, 4 de febrero de 2012]
¿Es
lícito saberlo todo, atreverse a todo? La pregunta, en estos tiempos, parece
innecesaria, incluso ridícula. Los descubrimientos científicos y los avances de
la tecnología sugieren un progreso constante que no sólo es inevitable, sino
que además forma parte del orden natural de las cosas. El arte, desde la irrupción de las
vanguardias, ha tomado del lenguaje de la ciencia la idea de la experimentación
permanente, llegando a la paradoja de que se ha instituido lo que
podría llamarse un conformismo o un academicismo de lo experimental, así que la provocación
y la acomodación son simultáneas, y hasta indistinguibles. Un
cuadro pintado al óleo, por ejemplo, tendrá serias dificultades para ser
aceptado en una exposición de tendencias últimas: un pollo con o sin la cabeza
cortada, o un individuo que se practique incisiones en la piel delante de una
cámara de vídeo, son sin embargo tan indiscutibles, tan absolutamente
canónicos, como podía serlo hace cien años una alegoría en mármol del comercio
marítimo.
La
ortodoxia aceptada nos dice que no puede haber límites para la heterodoxia, que todo
nuevo saber, todo atrevimiento, lo mismo en el arte y en la ciencia que en
nuestra propia vida, es legítimo y enriquecedor, puede ser comprendido,
explicado, aceptado. Un indicio de esa ortodoxia intelectual es la canonización
del marqués de Sade, a quien llamó Guillaume Apolinaire "uno de los
espíritus más libres que han existido nunca", y de quien dijo Paul Eluard
que era "más puro y más lúcido que cualquier hombre de su tiempo".
Georges Bataille, que tuvo aquí mucho prestigio hace años, despreciaba la
reivindicación del marqués de Sade que hacían los surrealistas, que según él se
limitaban cobardemente a disfrutar imaginariamente de sus excesos en lugar de
practicarlos. Se ve que el ídolo de Georges Bataille debía de ser el doctor
Mengele.
Todo
esto forma parte de una opinión intelectual establecida que nadie que se
considere a la altura de los tiempos se atreve ni un instante a poner en duda. ¿No hemos heredado de los célebres
graffiti
de mayo del 68 aquella jaculatoria de "prohibido prohibir"? Las
jaculatorias, como las máximas del catecismo, ni se ponen en duda ni se someten
a reflexión, así que por eso resulta tan sorprendente la aparición de un libro
como Forbidden knowledge, de Roger
Shattuck, que es profesor de Literatura en la Boston University, y que ha
llevado a cabo, en más de trescientas páginas densas de sabiduría, de
irreverencia intelectual, de intuición estética y de coraje moral, la tarea de
rastrear en las literaturas y en los mitos la interrogación siempre repetida
sobre los límites del conocimiento y de la experiencia humana, la genealogía
simultánea del atrevimiento y la precaución.
Roger
Shattuck viaja con sagacidad y exactitud del fuego de Prometeo y la caja de
Pandora al laboratorio del doctor Frankenstein, a las investigaciones sobre la
bomba atómica o sobre el ADN, a la beatería intelectual francesa hacia el
marqués de Sade, a una película de Woody Allen, al relato de los crímenes de
Ted Bundy, asesino en serie norteamericano que tenía como lectura predilecta
los libros de Sade y coleccionaba obsesivamente películas de pornografía
violenta. Shattuck no es un profesor embalsamado en sus erudiciones
universitarias: en los años sesenta participó en las marchas por los derechos
civiles y contra la guerra de Vietnam, y guarda un recuerdo conmovido de los discursos
de Martin Luther King. En 1945, a los 22 años, era piloto
de un avión de guerra en el Pacífico. A principios de aquel verano
supo que iba a participar en el asalto a Japón, y que probablemente moriría en
combate: el alto mando preveía un 50% de bajas entre los aviadores. Un día llegó por sorpresa la noticia de que no habría invasión, porque
los japoneses se habían rendido. "Las bombas atómicas arrojadas sobre
Japón probablemente me salvaron la vida", escribe, con el
remordimiento y el alivio todavía intactos, medio siglo después. Aquel mismo
verano del 45 Shattuck cuenta que sobrevoló en su avión las ruinas de Hiroshima. De
entonces procede su insistencia en esa terrible pregunta que ya nadie quiere
hacerse, pero que no ha cesado desde los testimonios más antiguos de
la experiencia humana, desde la tentación de Eva por probar la fruta del árbol
de la ciencia y el ansia de Ulises por escuchar el canto de las sirenas hasta
el momento en que uno de los científicos responsables de la bomba atómica, J.
Robert Openheimer, escribió citando un poema hindú: "Ahora me he
convertido en la muerte, destructora de mundos".
Pero
Roger Shattuck no es un reaccionario hostil a la ciencia, ni un enemigo de la
libertad de expresión o de costumbres: lo que hace en Forbidden knowledge
es examinar
desde muy cerca las narraciones de la literatura y las consecuencias muchas
veces imprevistas o simplemente incalculables de la ciencia y de sus
aplicaciones tecnológicas, en busca de una evaluación justa de los actos
humanos, de los límites entre la libertad personal y el daño a los
otros, de una dilucidación de la responsabilidad de cada uno en
aquello que hace, que escribe, que investiga o descubre. El delito del doctor
Frankenstein no es tanto fabricar una criatura monstruosa como desentenderse
irresponsablemente de ella. Ni el científico ni el escritor viven, aunque quieran, en
lo que Shattuck llama "un territorio moralmente libre de impuestos",
y la literatura o el cine están tan lejos de la inocencia como la investigación
científica. La vindicación literaria de Sade coincide con la institucionalización
del sadismo como instrumento de control político y exterminio de masas.
"Una lectura fundamentada de la historia apunta al hecho de que las más
poderosas naciones de la Tierra han producido inconcebibles armas de
destrucción al mismo tiempo que han desarrollado una cultura mediática que se
recrea en imágenes de violencia destructiva", escribe Shattuck
en la primera página de su libro. Leo hoy el periódico, donde se habla de una
red de desalmados que comerciaban en la pornografía del sufrimiento infantil, y
de un gamberro fascista que mató a alguien aplastándole la cabeza a patadas, y
me parece aún más urgente que este libro de Roger Shattuck se publique entre
nosotros. Nadie va a encontrar en él respuestas indudables, pero sí una serie
de preguntas que ya no es posible seguir aplazando, seguir escondiendo por más
tiempo.
Conocimiento
prohibido, Antonio Muñoz Molina [El País, 9 de abril de 1997]
Llegar
a un instituto siempre tiene para mí algo de regreso en el tiempo. Llego a una
galería de arte la tarde de una inauguración y me ahogo enseguida, siento un
deseo instantáneo de irme, o de volverme invisible, igual que cuando no tengo
más remedio que asistir a un estreno de teatro o de cine, o a la presentación
de un libro. Entro a un instituto, sin embargo, y no tardo nada en sentir que
piso un territorio conocido, y me gana un sentimiento que es a la vez de vuelta
en el tiempo y de asombro por toda la lejanía de los años. El recuerdo viaja a
la velocidad, de la luz, y en un instante yo puedo estar de nuevo en el abril
de hace veinticinco años, en el instituto donde estudiaba lo que se llamaba
entonces sexto
de bachiller: no me cuesta nada identificar esta misma claridad
matinal de primavera excesiva, de mayo o junio adelantados, que nos deslumbraba
al entrar en las aulas orientadas al sur; la prisa de la gente muy joven en las
escaleras, el aire un poco desgastado de todo, el fondo de ansiedad brusca, de
atención impaciente, con que se sientan los alumnos, el cuerpo echado contra el
respaldo, las piernas separadas, los cuadernos abiertos y los bolígrafos
preparados para tomar apuntes. Pero yo no soy uno de los que están sentados
frente a la tarima, y la fidelidad del recuerdo es un engaño que me cuesta
cierto trabajo disipar, porque aun siendo el tiempo la materia misma de la vida no somos
capaces de medirlo de verdad usando tan sólo la inteligencia y los sentidos.
¿Cómo puede ser cierto que yo esté tan lejos de entonces, si me acuerdo con
tanto detalle, si creo parecerme tanto a aquel estudiante de dieciséis años
que apenas había salido de su pueblo y ni siquiera había visto aún el mar, pero
que se sabía de memoria poemas de Neruda, de Lorca y de Bécquer y estaba decidido a
convertirse cuanto antes en corresponsal de guerra, en novelista, en
dramaturgo de vanguardia, en peregrino en autoestop por las carreteras de
Europa? (Todo dependía del libro que estuviese leyendo: mi novela de cabecera entre los dieciséis y
los diecisiete años era Las corrupciones,
de Jesús Torbado).
He
llegado a media mañana a un instituto que está en un barrio de Madrid, el Rey
Pastor de Moratalaz, que ya tiene de entrada un hermoso nombre de matemático
republicano, y en el vestíbulo, mientras saludo a algunos profesores y observo
que algunos alumnos al entrar o al salir me miran de soslayo, pienso que cada
vez estoy volviendo al mismo instituto donde yo estudié, y que por eso tengo
una sensación tan fuerte de reconocimiento, de gratitud, de melancolía por el
paso del tiempo, pero también me afirmo en mis convicciones sobre la dignidad
imprescindible de lo público, de la Instrucción Pública, sobre todo, con sus
mayúsculas de preeminencia y respeto. He venido a dar una charla
sobre literatura a los alumnos de los últimos cursos, pero sobre todo a
acordarme íntimamente y en voz alta del alumno que fui y de las fábulas de vida adulta y de huida
que alimenté en otras aulas, y también para vindicar lo menos apreciado ahora,
lo que Fernando Savater llama en su último libro el valor de educar, la tarea
mutua de profesores y alumnos que ahora ya parece un desastre sin remedio o un
propósito imposible.
Durante
catorce años, a base de leyes incompetentes, de demagogia y arrogancia, de
entrega a la palabrería ignorante de los temibles expertos, los Gobiernos
socialistas lograron el doble milagro de degradar la enseñanza pública justo cuando se estaba
logrando universalizarla y de fortalecer los privilegios de la enseñanza
eclesiástica. Ahora la derecha viene a completar el trabajo, y la
ministra y sus asesores (entre ellos el pintoresco, el reverdecido ex comunista
Ramón Tamames) declaran que la escuela debe someterse a las leyes del mercado,
lo cual viene a querer decir que habrá aún más dinero público para los colegios de los ricos y que
las escuelas públicas tendrán menos profesores y más alumnos por aula, aún
menos medios, todavía menos consideración social.
En
el instituto Rey Pastor me acuerdo de aquella consigna de renuncia progresista
al abatimiento que afirmó Antonio Gramsci: contra el pesimismo de los hechos, el optimismo de la
voluntad. En un barrio de Madrid, en un centro público, a pesar de
la desidia social y de la incompetencia de la Administración, a pesar del
desaliento que suele ser el estado de ánimo más habitual entre quienes trabajan
en la enseñanza, uno encuentra profesores que siguen disfrutando de su oficio,
que aman la literatura, la historia, la física, el latín, que no se han rendido
a la marrullería ni a la desgana, que aún insisten en transmitir a los alumnos
una conciencia
del delicado equilibrio entre la libertad y el deber, entre el
respeto y la desenvoltura
A
pesar de todos los pesares, la educación sigue siendo un acto de valor y de
optimismo, porque se basa en la creencia ilustrada de que es posible y
necesario hacernos mejores, llegar a ser plenamente humanos, frente al
oscurantismo clerical o nacionalista del ser de nacimiento, de la
predestinación para el infierno o el cielo, para, la pertenencia analfabeta y
vegetal a unas presuntas -raíces. "Educar",
escribe en su libro Fernando Savater, "es creer en la perfectibilidad
humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima,
en que hay cosas que pueden ser sabidas y merecen serlo, en que los hombres podemos
mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento". En el
instituto Rey Pastor, mientras les contaba a los alumnos el trato de mi
adolescencia con la literatura, el gusto de aprender que me transmitieron
algunos profesores, pensaba con algo de vértigo en quién
había sido yo a los dieciséis años y me preguntaba en qué medida había llegado
a parecerme a quien deseaba ser entonces. Al salir de allí se desvaneció el
hechizo del tiempo y regresé al presente. Uno nunca sabe en
virtud de qué mezcla de deliberación y de azar ha llegado a ser quien es ahora. Pero yo
estoy seguro, con toda gratitud, sin ninguna nostalgia, que una parte
indeleble de quien soy se formó hace veintitantos años en un instituto público.
Un acto de valor,
Antonio Muñoz Molina [El País, 16 de abril de 1997]
Veo
la cara del general
Sáenz de Santamaría y me acuerdo de verla repetida en las paredes
del País Vasco hace muchos años, en 1980, cuando el gobierno de entonces, impotente y
asediado por el terrorismo más sangriento de Europa, lo envió como jefe máximo
de las fuerzas de seguridad, o acaso con la intención simbólica de
ofrecerles un signo de firmeza a los militares. En los muros sucios de pintadas
y de grandes carteles con consignas en euskera y fotografías de etarras, la
cara en blanco y negro del general Sáenz de Santamaría era como un signo
añadido de alarma, como una prueba de que la escalada del terror estaba
logrando su objetivo y de que muy pronto sería declarado el estado de guerra.
Eran carteles
firmados por el Movimiento Comunista y por la Liga Comunista Revolucionaria,
residuos fanáticos de sectarismo iluminado que disponían, a pesar de
su exigua militancia, de un lujo ilimitado en materiales de propaganda, y que aprovechándose
de la frágil libertad española se dedicaban sobre todo, sin el menor riesgo, a
un permanente hooliganismo del crimen. En las fotos de los carteles,
el general Sáenz de Santamaría -la cabeza rodeada por un círculo de mira
telescópica- tenía una estampa como de golpista sudamericano: gafas oscuras,
brazos cruzados sobre la pechera del uniforme con medallas, mandíbula breve y arrogante
debajo del bigote. Esta mañana, dieciocho años después, el general es un
jubilado pulcro, saludable, fornido, pero aún se ve que la suya es una cara a
la que no favorecen las fotografías. La barbilla sigue trazando un gesto de
decisión debajo del bigote blanco, que exagera el tirón asiático de las
facciones, un bigote que está entre la truculencia de Fu-Manchú y las
deplorables modernidades capitales de los años setenta. Aunque el general, a lo largo de
su declaración, no se dejara llevar tan gustosamente por el hábito de los
recuerdos, a mí me bastaría mirar su cara para recobrar los tiempos
en que la vi multiplicada por los muros del País Vasco, a la vez como un blanco
de tiro y una efigie de amenaza: el general se acuerda de los muertos, de la
provocación sanguinaria y metódica, de la ira cada vez más difícilmente
contenida de los militares. Apunta a un subsuelo de heroísmos
histéricos, tramas negras y golpes de venganza que se agitaba en la
claustrofobia sitiada y malsana de los cuarteles y las comisarías. Nunca
hubo dos ideologías hostiles que se complementaran tan eficazmente, con una
sincronía tan perfecta, el abertzalismo etarra y el golpismo
franquista,
los pistoleros de la revolución y los del regreso a la caverna. Los soldados de
aquel reemplazo, en los cuarteles vascos, vivíamos entre miedo al golpe militar
y el miedo a las hazañas de los terroristas. Sonaban unos disparos en una calle
céntrica, un pistolero huía tranquilamente a pie, un militar o un policía se
desangraba en medio de la acera y a la luz del día sin que se le acercara nadie
a prestarle ayuda.
A
pesar de esos recuerdos y del aire fosco que suelen darle las fotografías, el
general Sáenz de Santamaría no parece un hombre propenso a perder la calma. Como muchos que
han conocido de cerca las crueldades de la guerra, desconfía de la pura fuerza
como remediadora de nada, y es muy escéptico ante cualquier proclama sanguínea
de valor: ninguna guerra se acaba matando al último soldado, dice,
encarcelando al último terrorista. Uno intuye que esas actitudes le aproximan
al talante de Rafael Vera, y que siguiendo esa pista sería posible delimitar
dos posiciones o dos corrientes más o menos subterráneas en la política de los
socialistas vascos, incluso dos caracteres humanos.
Pensé
en eso al ver y escuchar esta misma mañana a Ramón Jáuregui, tan veterano de
las guerras del norte como el general Sáenz de Santamaría y como cualquiera de
los procesados, y sin embargo, en apariencia, nada estragado por los años de la
adversidad, del inevitable desaliento, de la presencia constante del crimen.
Ramón Jáuregui tiene cara de profesor de instituto o de empleado, no maltratada
por el tiempo ni por la experiencia, si acaso con unas pocas canas que son un
indicio como de prematura gravedad. Hasta esta mañana no se había sentado en la mesa de los
testigos nadie que enunciara tan serenamente la posibilidad de la razón, que
equilibrase tan sin ambigüedades el dolor y el asco por el terrorismo y la
exigencia sagrada de la legalidad, la búsqueda de la eficacia en la persecución
del crimen y la urgencia de una permanente lucidez política. Grave y
reflexivo en sus palabras, cuidadoso en marcar distancias, Ramón Jáuregui da la impresión
de haberse encontrado políticamente solo muchas veces, sobre todo en
aquellos tiempos en los que era tan fácil sucumbir al necio y dañino heroísmo
del ojo por ojo contra los terroristas. Es él quien por primera vez en este
juicio da a entender un sigiloso descargo de conciencia: "Una sensación de
no querer saber nos invadió a todos".
Veteranos de guerra,
Antonio Muñoz Molina [El País, 18 de junio de 1998]
Los
seres humanos se definen por lo que hacen y se les recuerda por lo que
hicieron. Hay quien actúa con el solo propósito de dejar memoria de su
existencia.
La razón profunda de este comportamiento es que ser
recordado es una forma de existencia, en vida pero también después de
haber vivido. Sólo cuando se es olvidado por aquellos que nos recordaban, o cuando
éstos han perecido, se puede afirmar que inexistimos. Por eso, aunque no
podemos tener experiencia de lo que será el olvido
en que quedaremos sumidos después de nuestra muerte, no lo deseamos de
ninguna manera.
Aquellas
actuaciones por las que se es recordado por un tiempo mayor o menor se llevan a
cabo mientras vivimos (los muertos no hacen nada por ellos mismos). Si algunos
de éstos merecen ser recordados, los que aún viven son los que han de hacer que
se les recuerde. El olvido sella la muerte de todo ser que alguna vez existió.
Por el contrario, sobrevive
mientras se le recuerde.
La
conciencia de que tenemos la responsabilidad de hacer que sigan existiendo
aquellos que ya muertos juzgamos que deben sobrevivir, se trata de
subsanar de muchas maneras. Habitualmente con el luto (ya en desuso), la placa
conmemorativa, el busto, el nombre de una calle o hasta una estatua ecuestre.
También, y quizá lo mejor de todo, un montón de páginas como esta que el lector
tiene en sus manos y no podrá abandonar. De esta forma, alguien murió, otros
que lo recordaron morirán también, pero antes lo harán recordar a los demás. El
sentido de la expresión, ya acuñada, "derecho a la memoria" va en esta
dirección. Significa el reconocimiento del derecho a ser recordado a los que
se les negó esa posibilidad. Pero si ya no existen, otros pueden, y
en ocasiones deben, demandarlo por él. De este modo, la exigencia del derecho a la memoria se
convierte en un problema moral para los que sobreviven. El vocablo
"memoria" tiene en estas páginas, primero el significado de recordar,
y segundo del deber de recordar para informar de lo recordado a los que vienen
después, de manera que se constituya en ellos en recuerdo de los recuerdos de
los demás. "Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", que decía Luis
Cernuda.
La
memoria es un instrumento de que dispone el sujeto
para su actuación en la realidad. De tal instrumento se hace un uso muy
vario, pero en el fondo subyace un componente moral. Podemos desde luego usar
la memoria, como cualquier instrumento, para el bien o para el mal. La función de
la memoria está intrínsecamente ligada a una de las características del sujeto:
su dependencia del pasado, la imposible abdicación de su pasado, del
saber indeclinable que uno es lo que "ha ido siendo" hasta ahora,
momento, el de ahora, en que también "se está siendo" y que se
añadirá a los que le precedieron. Así nos reconocemos en tanto que sujetos, esto es, entidades
con experiencias de vida vivida,
sujetos con historia (la nuestra), o más exactamente, con biografía. Por eso, la
evocación tiene una estructura
narrativa. Evocar es contar (o contarnos), de palabra o por
escrito. Lo dramático de algunas evocaciones es que no pueden ser contadas a
falta de palabras. En ocasiones, hay un décalage
entre lo vivido y lo contado, hasta el punto de que contar es reconocer simultáneamente nuestro
fracaso como narrador. Es mi convicción que el suicidio de Primo Levi derivó de
su conciencia de la imposibilidad de decir
la experiencia en Auschwitz. Y sin ese desenlace, la misma que
experimentó Kertész.
¿Por
qué es moralmente imprescindible esta tarea? Lo sabemos por nosotros mismos. La
memoria es personal, como lo son los hechos que se recuerdan, porque personal fue
la experiencia del hecho cuando se vivió. Somos porque se ha hecho en nosotros
nuestra historia, elaboración y reelaboración de nuestro pasado. La memoria es la condición necesaria para el logro de nuestra
identidad,
vocablo que, despojado de toda connotación moral, significa ser alguien,
responder asimismo a la pregunta de quién soy (si se la hace uno a sí mismo) o
quién es (si la hacemos respecto de otro). Somos, pues, porque
tenemos memoria; es más, somos nuestra
memoria. He aquí, a continuación, una demostración empírica de este
aserto.
El
número de longevos ha aumentado tan considerablemente en la actualidad que
deben quedar pocos sin experiencia vivida de enfermos de Alzheimer. Esta
enfermedad constituye un experimento
natural (como decía Claude Bernard de cualquier enfermedad) que nos
hace ver cómo gracias a la memoria se construye nuestra identidad; y a la
inversa, cómo
la pérdida paulatina de la memoria disuelve la identidad. El paciente de
Alzheimer que no recuerda al hijo que tiene delante no se sabe ya padre de él; cuando
ya no recuerda haber sido médico o albañil no sabe la identidad social
que mantuvo; y, al fin, si vive aún como para no recordar su nombre, no sabe
quién fue, es decir, ha dejado de ser, no
es ya (aunque aún vive). Su identidad se ha disuelto. Podemos decir quién fue (hablo
desde el punto de vista psicológico, no jurídico), pero eso es función de nuestra memoria de
él, no de la de él, que ha desaparecido. La memoria nos da, como
decíamos antes, conciencia de que existimos y, con ello, de identidad. Mi
memoria soy yo. En el estadio final del Alzheimer se dice de él que
"vegeta", es la muerte del enfermo como sujeto, la disolución de su conciencia
autobiográfica, aunque persista, sin embargo, la vida biológica que
la hizo posible hasta entonces (circulación, respiración, metabolismo, es
decir, las funciones autonómicas). Los
que le conocimos y le recordamos somos los que sabemos quién fue.
Tanto el enfermo ya totalmente demenciado por el Alzheimer cuanto el que ya
pereció, sobreviven, pues, en
nuestra memoria. Lo repito: una vez que uno muere sobrevive si
sobrevive en el recuerdo de los demás. Cuando todos los que nos recuerden
perezcan, hemos muerto definitivamente. Lo que significa que tener memoria del otro, recordarlo,
es dotarlo de existencia. Todos ansiamos sobrevivir aquí -que se sepa,
no hay ningún otro sitio donde esto pueda tener lugar-, y eso sólo podemos
lograrlo en la
memoria de los demás. Es lo que demuestra Agustín Santos, un
superviviente de Mauthausen, cuando, refiriéndose a la muerte de Azuaga, su
compañero de evasión, dice: "Su muerte engendró en mí la voluntad tenaz de
sobrevivir a aquel infierno, para poder contar al mundo las muertes de tantos
Azuagas". De esta manera, y en alguna medida, los ha hecho inmortales. En
puridad, lo de "inmortales" es una metáfora. Ellos no son inmortales,
somos
nosotros los que los hacemos, se hacen inmortales en nosotros. No hay, pues,
inmortalidad; hay memoria. Ésta es la misión de "los que
venimos después" en la sobrevivencia de aquellos a los que se les hizo
morir, y de tal manera que, de hecho, de muchos de ellos (en el anonimato)
podría decirse que es como si no hubieran existido.
La
implacable dictadura franquista duró tanto que muchos de los que la padecieron,
incluso muchos que supieron del padecimiento del padre, la madre, el hermano o
el vecino, murieron
sin poder ofrecernos su
versión, porque mientras vivieron estaban obligados al silencio. Y
si bien una experiencia singular rara vez es útil para la construcción de lo
que llamamos Historia,
es irreemplazable para saber del drama, esto es, de la Biografía. Cuando hablamos
de la recuperación de la memoria histórica, un apartado fundamental de la misma
es la constancia ¡cuando menos! de los nombres y apellidos de los que vivieron
el drama.
No hay otra forma de subsanar, aunque en mínima parte, la oquedad
dejada por aquellos a los que se hizo desaparecer, de muchos de los cuales no
sabríamos siquiera que existieron. Éste
es el fundamento moral del recordarlos.
El uso moral de la
memoria, Carlos Castilla del Pino [El País, 25 de julio de 2006]
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