El sol estaba bajo; inclinados uno junto al otro, parecían estar acarreando con dificultad sus dos ridículas sombras, que se arrastraban lentamente tras ellos por encima de las altas hierbas sin doblar una sola hoja
Antonio Muñoz Molina explora los límites de la novela en su trabajo más "experimental" por CARLOS AIMEUR [Valenciaplaza.com, 3 de diciembre de 2014]
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Mar Sanjuán Santonja [Métode, 21 de junio de 2013]
Cuestión de método, Muy interesante
La ciencia de lo imprevisible, Antonio Muñoz Molina [Muy interesante, 14 de septiembre de 2007]
Entradas de Escrito en un instante
VALENCIA.
Hubo tres momentos. El primero fue en Nueva York. Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956) se encontraba
un domingo en su apartamento en Manhattan leyendo una biografía de James Earl Ray,
el asesino de Martin Luther King,
cuando encontró el detalle de que entre el 8 y el 17 de mayo de 1968 este
criminal se escondió en Lisboa, donde trató de hacerse con un visado para
Angola y Rodesia. Aquello le movió a escribir un artículo que tituló ‘Días en Lisboa'
y lo publicó en El
País el 8 de mayo de 2010.
Era
sólo el principio. Dos años después, el 2 de diciembre de 2012 se
hallaba en Lisboa con su segunda esposa, la también escritora Elvira Lindo. "Hacía
diez años que no íbamos", recordaba este martes en Valencia.
"Al estar en Nueva York viajas menos por Europa", se excusa. Un hijo suyo [¡Otra vez el hijo suyo!] cumplía 26
años. "Habíamos ido a verlo Elvira [Lindo] y
yo. Volver a la ciudad era muy emocionante. Estaba esperando a mi hijo en un
café y pensé en la casualidad de que yo había ido a esa ciudad 26 años antes,
cuando él acababa de nacer, para escribir El
invierno en Lisboa", novela por la que ganaría el
Premio de la Crítica y el Nacional de Literatura. "Entonces
pensé en si no habría una conexión entre la historia
aquella de Ray, que me había servido para empezar un cuento, y la mía",
dice.
26 cumpleaños de Arturo y AMM y Elvira Lindo deciden pasar su cumpleaños con él. ¿A nadie le llama la atención ese dato? Uno no puede desatender a sus hijos porque sea escritor. Y dice: “la literatura se hace en un mundo que es real, en el que nacen niños y hay que trabajar”. Y esto me lleva a recordar a Alice Munro, que llevaba su casa, educaba a sus hijas y mantenía la puerta abierta de su “cuarto de plancha” mientras escribía. ¿Qué ha quedado de la “Torre de marfil”?
Hay responsabilidades que son ineludibles.
Entrada
de Escrito en un instante del 3 de diciembre de 2012:
Hace 26 años por ahora yo llevaba ya más de mediada la escritura de una novela que se titulaba El invierno en Lisboa y no había estado nunca en esa ciudad. Después de varios comienzos en falso, de meses perdidos en borradores estériles y callejones sin salida, la novela, su nuevo principio, había surgido como si me fuera dictada, como si yo no tuviera más que seguir un cierto tono de voz y unas estampas muy vivas visualmente que se enlazaban sin mucho esfuerzo en episodios de una historia. Por las mañanas hacía mi trabajo en el ayuntamiento de Granada y por las tardes escribía. Escuchaba ciertos discos de jazz antes de ponerme a la tarea. La trama avanzaba en dirección a Lisboa, y yo comprendía que tarde o temprano me haría falta ir allí para imaginar peripecias y encuentros que aún eran un espacio en blanco.El 2 de diciembre por la tarde, antes de escribir, estaba escuchando un disco de Gerry Mulligan y Chet Baker -la canción Lines for Lyons para ser exactos- cuando Marilena, entonces mi mujer, embarazada casi de nueve meses, me dijo que creía que se estaba poniendo de parto. Cruzamos Granada en un taxi, en el tráfico de la tarde, yo agitando sin desenvoltura un pañuelo por la ventanilla. Poco más de una hora después había nacido Arturo y una enfermera me lo dejaba entre los brazos.Ayer lo llamé para felicitarlo en su cumpleaños y estaba en el aeropuerto, esperando un vuelo para Lisboa. Desde principio de curso está viviendo allí, con Paula, su novia. Hace un curso intensivo de portugués y se gana la vida traduciendo y subtitulando películas. Internet y el portátil le permiten una itinerancia que en los tiempos en que él nació no era imaginable.Esta tarde nos vamos Elvira y yo a pasar unos días con ellos. He vuelto bastantes veces a Lisboa, pero el viaje que recuerdo siempre es el primero, los tres primeros días de 1987, cuando Arturo acababa de cumplir un mes y a mí ya no me quedaba más remedio que visitar la ciudad a la que estaba a punto de ir el protagonista de mi novela. Tres días solo, porque no podía faltar más al trabajo y porque mi hijo era muy pequeño, y su hermano mayor tenía poco más de tres años. Durante esos tres días de invierno luminoso caminé por la ciudad en un estado benévolo de sonambulismo. Tomé trenes de cercanías buscando escenarios posibles: un sanatorio en una ladera, una quinta entre árboles. Llegué por azar a una calle portuaria en la que había letreros luminosos que parpadeaban en la noche con nombres de lugares exóticos. Subí al barrio alto en el Elevador del Rossio y no me costó nada imaginar en él una persecución. Como de la banda sonora de una película me acordaba de una canción de Paquito D’Rivera que se titula Brussels in the Rain.Volví a Granada y seguí escribiendo, cada tarde, con más fluidez según se iba acercando el final. Cuando terminé la novela Arturo tenía justo dos meses y medio. Ahora se superponen en el recuerdo lejano la atmósfera de aquella ficción y las imágenes reales de mi vida de entonces.
Pero
de ahí no salió nada. La novela aún no estaba.
Fue
el año pasado cuando por fin comenzó a germinar. Muñoz Molina se encontraba
inmerso en otra novela. "Estaba muy dedicado a ella. Requería mucha
documentación y llevaba escrito mucho, unas 150 páginas, pero tuve que parar de escribir para ir a recibir el premio Príncipe de
Asturias. Tras todo
aquel ajetreo le dije entonces a Elvira: ‘Tenemos que irnos a Nueva York para
descansar de tanta presencia pública, tanta atención...'. Deberíamos habernos
ido allí a pasar el mes de diciembre. Pero ella me dijo: ‘¿Y por qué en vez de
ir a Nueva York no nos vamos a Lisboa?' Teníamos una amiga que nos alquilaba el
apartamento. Era una buena opción".
Finalmente
Muñoz Molina y Lindo llegaron a Lisboa en los últimos días de octubre del año
pasado. Cansado, el escritor, fiel a sus hábitos, lo primero que hizo fue
colocar el ordenador, sus libros y sus cuadernos sobre una mesa ("si es
posible de cara a la pared"). "Puse todos mis apuntes, recortes, cuadernos...
para empezar a escribir. Y justo cuando iba a
recuperar la novela, antes de nada, me vino el recuerdo de Ray, de mi hijo, de
mi historia... Y me dije: ¿Qué hago con todo esto?".
No
fue una noción. Fue un "pinchazo". Pero dudaba. ¿Cómo iba a dejar una
novela en la que llevaba meses trabajando? ¿Cómo iba a ponerse a redactar otra?
Dudando, se puso a bucear en internet. Y fue entonces cuando descubrió que el
magnicida estadounidense había estado alojado a muy pocos metros de dónde se
encontraba. No podía oponerse más. "Me puse a escribir pero sin saber qué era lo que podía hacer,
y además con la preocupación y la mala conciencia de que estaba abandonado un
proyecto que llevaba tiempo trabajando en ello. Era
tan poderoso que me dejé llevar".
¿No le ocurrió algo así también a Onetti, que estaba escribiendo otra novela cuando se le impuso “El astillero”?
Así fue cómo nació Como la sombra que se va, su última novela, publicada al igual que la mayoría de su obra en Seix Barral, su editorial de referencia junto a Alfaguara. Es insólita, su obra literaria más especial y al tiempo su ensayo más íntimo, todo a una. No es una biografía de Ray, aunque se nutra básicamente de hechos reales de su vida; no son unas memorias, pero contiene muchas vivencias personales; y no es tan sólo una ficción porque está llena de verdad.
"Es
una novela muy experimental en el sentido
más modesto de la palabra
porque yo no sabía realmente si lo que estaba intentando iba a
salir. Yo probaba y me decía: ‘Vamos a ver esto por dónde va'. Mi
idea al principio era más limitada porque se trataba de contar en paralelo el viaje de Ray y el mío.
Toda la
parte más personal no estaba prevista. Las cosas iban apareciendo
pero yo iba teniendo muy graves dudas. Yo escribía y me decía: ¿Se puede
conectar una cosa con la otra? ¿Qué sentido tiene esto?", confiesa.
"Llegó
la cosa hasta el extremo de que, en un momento en el que estaba muy muy
confuso, cogí los capítulos que llevaba escrito de Ray y los puse aparte. Y me
dije: ¿por qué no hago una novela que sea estrictamente esta historia? También
habría sido una cosa razonable. Además, yo tenía un prejuicio muy grave contra el regodeo
intelectual, el metalenguaje, me producía un rechazo muy poderoso
por dentro. La única manera de que eso fuera legítimo era poniendo carne en el asador,
que no fuera sólo un exhibicionismo de escritor", añade.
Así lo interpreté en mi lectura:
Voy a contarte el proceso de aprendizaje de un escritor, mi proceso de aprendizaje. Para que no me tomes por presuntuoso y pienses que me sitúo al nivel de un maestro, voy a contarte el proceso desde un caso concreto, mi segunda novela, “El invierno en Lisboa” y voy a hablarte no sólo de la novela, sino también de mí. Cómo era yo cuando tenía casi treinta años [la edad que ahora tienen mis hijos], cómo era mi vida entonces, qué pensaba sobre este oficio de escribir. Y cómo lo veía con esa edad no es desde luego cómo lo veo ahora, porque he cambiado.
La pregunta que me hago es, ¿para quién? ¿es un examen de conciencia? ¿Los exámenes de conciencia no son anacrónicos? ¿para dejar constancia? ¿para contar una experiencia que puede ser muy valiosa para quien empieza a escribir? ¿para conocerse uno mejor?
Uno quiere mirarse en un espejo no deformado.
Estaba pensando que yo sé muy poco de cómo eran mis padres con mi edad. En realidad, sé muy poco de sus vidas. Y no digamos de mis abuelos.
Qué sé de la vida de mi marido antes de que yo llegara. Y lo que él mismo cuenta y sus amigos cuentan, ¿fue así?
¿Uno es consciente de sus fabulaciones? ¿Yo podría contarle a alguien de forma objetiva cómo era yo con veinte años? ¿Me conocía lo suficiente cuando tenía esa edad? ¿No buscaría la imagen más autocomplaciente, la que mejor se ciñera a la adolescente que me gustaría haber sido: responsable, inteligente, atractiva, alegre, buena amiga, segura, aplicada, …? ¿Y si hiciera un muestreo entre las personas que me conocen? ¿Me reconocería en la imagen que tienen o tenían de mí?
Eso es algo en lo que pienso últimamente, desde que vivo aquí. En cómo me ven los demás si es que llegan a prestarme atención.
Sin
miedo, Muñoz Molina fue desnudándose y así se muestra en el libro, tal y como
es, con sus miedos de adolescente flácido y sus inseguridades de adulto. Al
libro se fueron añadiendo confesiones personales que una a una van aportando
una dosis de verdad muy de la narrativa anglosajona, la principal referencia de
Muñoz Molina para escribir esta novela.
Al
mismo tiempo, fue desmontando y recreando el mito del asesino hasta comprender
las motivaciones de este Eróstrato del siglo XX, este "canalla" según
lo describe, en un recorrido que le llevó hasta ver la bala que mató a Martin
Luther King ("como una flor deforme de escoria guardada entre
algodón", escribe de ella). Investigó pero no en la línea de Oswald. Un misterio americano
de Norman Mailer y Libra de Don de Lillo, sino más en la
de Capote en A sangre fría. Y cómo éste hizo,
rellenó los huecos de realidad con ficción.
En su caso las oquedades eran más numerosas, por lo que se ha visto obligado a,
como si fuera un rompecabezas, completar los vacíos con parches de ilusión, en
un juego en el que no se sabe distinguir al final lo que es verdad de lo que
es mentira, la simulación de la recreación.
El
libro incluye también personajes de ficción, que a su vez proceden de otras
ficciones, como un pasajero de avión gordo que remite inexorablemente al de la
adaptación cinematográfica del libro de Anne Tyler El turista accidental,
o han sido creados a partir de modelos extraídos de la realidad, como un
funcionario de Ultramar inspirado en un personaje real que conoció Muñoz Molina
en el Ayuntamiento de Granada. Hay documentos y datos recogidos in situ,
descripciones y construcciones.
Hay
algo de Paul
Auster, quizás también de Richard Ford y Tobias Wolff...
Ya lo había pensado al recordar las lecciones de Thomas Effing de El palacio de la luna.
La
influencia anglosajona en Como
la sombra que se va es notoria. Como en su vida personal. Y si bien
el propio Muñoz Molina reconoce que aún tiene su centro de gravedad en España,
señala que se ha "hecho mucho" en "ese ir y volver a
España". "Nunca sabes lo que habría
pasado por otro camino, pero honradamente creo
que estar fuera me ha obligado a tener un mayor rigor y una visión más amplia,
sin dejar de estar enraizada. Creo que como escritor me ha venido muy
bien", añade. Su última novela sería un buen ejemplo de ello.
Como la sombra que se va es pues un
poco de todo, tan vasto que tiene hasta su propio reverso literario, un making of realizado
por Elvira Lindo que se titula Memphis-Lisboa
y que
ha sido publicado por la recién nacida editorial
Lindo&Espinosa, con sede en Burjassot, la cual la ha creado
la propia Lindo junto con el editor valenciano Ximo
Espinosa (Oficio). Es el complemento perfecto para este paseo
sentimental por Lisboa, este retrato de un criminal, esta disertación sobre el
amor, la vida, el odio, el miedo y la muerte que dejará a muy pocos
indiferentes.
Entrada de Escrito
en un instante de 6 de diciembre de 2012:
Tengo una queja sobre los viajes: casi todos son demasiado cortos, en avión o en tren, salvo los que duran tanto que me disuaden de emprenderlos. A las diez y media de la mañana estaba yo en una sala de embarque del aeropuerto de Lisboa, absorto en una edición de los poemas oraculares de Álvaro Campos, ese heterónimo de Fernando Pessoa que está entre Walt Whitman y lo mejor del Poeta en Nueva York. Y poco más de dos horas después estaba ya en Madrid y en lugar de ser las doce y media o la una eran las dos, porque la velocidad del viaje la exageraba esa hora más que es una de nuestras fronteras sutiles con Portugal. Tan cerca, tan lejos. Cuánta distancia cabe en unos cientos de kilómetros, para bien y para mal: para mal por el desconocimiento estúpido de un país y una lengua que tenemos al lado y en los que tanto hay que mirar y aprender; para bien porque al cabo una hora en avión se disfruta de todas las ventajas de la lejanía, un exotismo templado a la vuelta de la esquina.Me gustaba y me daba envidia escuchar a Paula y Arturo hablar tan bien en portugués. Nos enseñaron el apartamento en el que viven desde hace unos meses, al final de un callejón que era también una escalera en la Alfama, donde sigue habiendo, igual que en mis primeros paseos de hace veintitantos años, un olor de sardinas asadas y de condimentos africanos. Me gusta escribir su dirección en alguna de las postales que les envío: Escadinhas das portas do mar.En el avión, camino de Madrid, seguía leyendo a Álvaro de Campos. Hay personajes, novelas enteras, que son autobiografías al revés, negativos exactos de la realidad del autor, confesiones íntimas no de lo que ha hecho sino de lo que no hará nunca: el sedentario Pessoa inventa en Álvaro de Campos a un viajero permanente, un portugués transterrado en Inglaterra, habituado a las travesías oceánicas, viajero por el canal de Suez. De este modo el personaje más autobiográfico de Stendhal sería el Fabrice del Dongo italiano y aristócrata del que se enamoran todas las mujeres, porque nada habría deseado más Stendhal que ser esas tres cosas.
Invento o recreo mi vida sobre el camino que no tomé. Cómo sería yo si o cómo me gustaría haber sido
"Vine a Madrid a matar a un hombre al que no conocía"
Te escondes tanto que te acabas mostrando. Supongo que también responde a la curiosidad por comprender. Conocer y explicar otras vidas que, desde luego, nada tienen que ver contigo. La vida de un asesino o de un líder carismático; la de un don nadie y la de un personaje ejemplar.
Ahora leo a Álvaro de Campos traducido por José Antonio Llardent y tengo al lado, para no perderme su música, el poema original:Al fin, la mejor manera de viajar es sentir,sentirlo todo de todas las maneras.Sentirlo todo excesivamente,porque todas las cosas son, en verdad, excesivas,y toda la realidad es un exceso, una violencia,una alucinación extraordinariamente nítidaque todos vivimos en común con la furia de las almas,centro hacia el que tienden las extrañas fuerzas centrífugasque son las psiques humanas en su armonía de sentidos.
Antonio Muñoz Molina explora los límites de la
novela en su trabajo más "experimental" por CARLOS AIMEUR [Valenciaplaza.com, 3 de diciembre de 2014]
¿Por qué cree que no hay apenas información sobre
ciencia en los medios de comunicación generalistas?
En primer lugar, la gente que trabaja
en ellos suele haber estudiado periodismo, que es una carrera muy superficial,
y además «de letras». En segundo lugar, los medios padecen en España un proceso
irreversible de trivialización que hace que cosas como la ciencia, igual que la
literatura, parezca que “no venden”. Eso contrasta mucho con un periódico como The New York Times,
por ejemplo, que publica cada martes un suplemento de ciencia extraordinario.
Hay excepciones honrosas, claro. En El
País, Alicia Rivera y Javier Sampedro escriben muy
bien de ciencia.
¿Cree que la relación periodistas-científicos, salvo algunas excepciones,
es irreconciliable? ¿Cuáles son las principales discrepancias entre ellos según
su punto de vista?
No tendría por qué. Los dos se supone que comparten la curiosidad como elemento fundamental de sus respectivos oficios. Hay una discrepancia de fondo, claro, y es que el científico en principio no tiene la prioridad de atraer el interés inmediato del público.
¿Por qué le interesa la ciencia? ¿Cómo empezó su interés por ella siendo
periodista?
Bueno, yo periodista no soy. Dejé la
carrera apenas empezada, y nunca he trabajado en una redacción. De joven me
llamaban mucho menos la atención esas cosas. Me importaba la literatura de ficción, y el
arte, y casi nada más. Las personas de mi generación, como teníamos
complejo de pueblerinos, queríamos ser muy urbanos, y solíamos tener la pose de
desdeñar la naturaleza. A eso se une que en la escuela y en los
primeros años del bachillerato que yo hice, la ciencia se enseñaba muy mal.
Las clases de física y química y de matemáticas en el colegio de curas al que
yo fui eran una pesadilla. Mi interés fue surgiendo poco a poco, creo que al
tropezar con la excelente
divulgación científica que se escribe en inglés.
En el artículo «Cuestión de método», que publicó en enero de 2012 en la revista Muy interesante, cree indispensable la cultura científica para evitar algunos desastres en la vida pública y crear una ciudadanía democrática. ¿Relaciona de alguna manera la ciencia con el sentido común, cree que la sociedad tendría más sentido común si hubiese una educación científica de mejor calidad?
Estoy seguro, aun teniendo en cuenta la propensión de la mente humana al delirio, al fanatismo y a las certezas indestructibles. La democracia se parece al método científico: se prueba un gobernante, y si no funciona se elige a otro. La transparencia sirve para que las decisiones erróneas se puedan corregir. Y cuanto mayor capacidad de razonamiento y mejor información sobre el mundo real tenga un ciudadano más difícil debe de ser, en principio, que los mensajes burdos de la política calen.
¿Cree que la metodología científica se podría aplicar en todos los aspectos de la vida?
En un cierto sentido, sí. Aprender a mirar el mundo tal como es y a distinguir entre los deseos y la realidad, y fijarse en los indicios que nos permiten comprender mejor a las personas.
¿Hay un distanciamiento generalizado entre los científicos y el resto del mundo? ¿Por qué cree que ha ocurrido eso y cómo se podrían acortar distancias?
Hay una falta de conciencia general de lo que significa el método científico, o la aproximación racional y empírica a lo real. Imagine todas las barbaridades que cree la gente sobre astrología, o sobre la historia de los pueblos. La mente humana es perezosa: prefiere acatar lo que le dicen y no esforzarse en ponerlo en duda. Pero una buena educación racionalista, que alentara la curiosidad, también innata en nosotros, serviría mucho.
La eterna batalla entre ciencias y letras, ¿está justificada? ¿Podríamos decir que luchar contra este conflicto es uno de sus propósitos cuando escribe «Las dos culturas»?
Esa batalla es una tontería sin fundamento. Las humanidades y las ciencias están unidas de manera inseparable en la conciencia humana. Los dos adjetivos que suelen usar los científicos para describir una buena teoría -elegancia y sencillez- aluden a principios estéticos. Niels Bohr decía una cosa impresionante, que el lenguaje sólo podía aludir al átomo en términos de poesía.
¿Cree que los científicos se preocupan demasiado en buscar la exactitud y la precisión de las cosas incluso de aquello que no es tan predecible?
Los científicos hacen lo que les es propio: medir, pesar, computar, formular hipótesis que han de ser corroboradas o desmentidas por una experimentación comprobable. A mí me fascina aprender que hasta lo indeterminado o lo caótico lo es de acuerdo con ciertos patrones predecibles. Claro que la ciencia también se ha equivocado muchas veces, precisamente por la creencia de que se podían medir o clasificar cosas inexistentes: las llamadas razas humanas, la predisposición al crimen, la aplicación de una versión espuria del darwinismo para justificar desigualdades sociales. También los científicos tienen que estar muy vigilantes.
En sus artículos suele incluir muchas anécdotas y experiencias propias. ¿Suele surgir de lo cotidiano su inspiración para escribir sobre ciencia?
Es que mi mente funciona así: mediante la asociación de ideas. Algo muy inmediato o trivial me lleva a otra cosa más general, o a otro campo del conocimiento, o a una lectura. Un artículo es una construcción literaria cuya modesta finalidad es que el lector lo lea entero.
Después de haber leído y escrito sobre tantos temas, ¿podría decir lo que más le ha impactado o algo que le haya resultado fascinante, en sentido negativo o positivo?
Lo que más me impresiona es lo poco fiable de la inteligencia humana, la manera que tiene de funcionar con procesos incompatibles entre sí. La cultura, el saber científico, pueden no servir de nada. Personas de una inteligencia deslumbrante en un campo son imbéciles en otro. Personas con una destreza suprema en el uso de la tecnología creen al mismo tiempo en brujas o en extraterrestres. Científicos brillantes tienen posiciones políticas brutales. Hace falta una vigilancia constante...
Hace falta una verdadera educación, quiero decir, una educación completa y, desde luego, crítica.
Curiosamente, la ciencia me ha ayudado a adquirir una idea del ser humano que se parece bastante a la de algunas sabidurías orientales, el budismo y el taoísmo sobre todo (que no tienen nada que ver con misticismos new age, por cierto): la primacía del devenir sobre el ser, la interconexión con otras especies animales y con la naturaleza, una humildad que es lo contrario de esa especie de monarquía sobre las criaturas que enseña la Biblia.
Entrevista a Antonio Muñoz Molina por Mar Sanjuán Santonja [Métode, 21 de
junio de 2013]
Cuestión de método, Muy interesante
En
el número de enero de la revista Muy Interesante, en la sección “Las dos
culturas” que firma Antonio Muñoz Molina, aparece un artículo que lleva
por título Cuestión de método. Me ha impresionado por su claridad y su
rigor. Especialmente viniendo de una persona de extensa cultura (además de
magnífico novelista) que en este país sería calificado como “de letras”. El
texto que recomiendo rebosa conocimiento de lo que es la ciencia y su método de
operar, su importancia en el mundo contemporáneo y su posición dentro de la
cultura universal. Felicito al autor y os recomiendo su lectura, un
imprescindible para empezar el año.
El
artículo empieza de forma brillante con el párrafo:
“Cada
vez estoy más convencido de que sin cultura científica no hay ciudadanía democrática.
Y por cultura científica no entiendo solo el conocimiento más o menos detallado
de los hallazgos fundamentales de las ciencias y de su lugar en el contexto de
la historia humana, sino también, y quizás sobre todo, una cierta actitud, un
talante cotidiano de curiosidad y un examen, una voluntad de aprender y de someter las
propias convicciones y creencias al contraste de la realidad. Lo que
se llama el método experimental es un impulso de descubrimiento que se ha
mantenido idéntico desde Arquímedes a Richard Feynman, por poner dos ejemplos
ilustres, pero no sirve únicamente para encontrar las leyes de la inmersión de
un cuerpo sólido en un líquido o las que rigen las partículas atómicas. Si
fuera así, bastaría con que a la ciencia se dedicaran los científicos. Pero sin el método
experimental difícilmente sabremos desenvolvernos con destreza en la vida
cotidiana, y es la falta de su aplicación la que hace posible una gran parte de
los desastres de la vida pública […].
Más adelante, Muñoz Molina nos recomienda unas palabras de Richard Feynman, que él dice emplear para “tomar una decisión, defender a alguien, defender una posición”:
“La ciencia es
una manera de enseñar cómo algo llega a saberse; qué es lo que no se sabe; en
qué medida las cosas se saben, puesto que nada puede saberse de manera
absoluta; cómo manejar la duda y la incertidumbre; cómo pensar acerca de las
cosas de modo que puedan formarse juicios; cómo distinguir la verdad del fraude,
la verdad del espectáculo”.
La ciencia de lo imprevisible, Antonio Muñoz Molina
[Muy interesante, 14 de septiembre de 2007]
Una vez inventado el fonógrafo, Edison
dejó de prestarle atención. Estaba obsesionado en esa época con una
búsqueda muy difícil, la de un material que permitiera la incandescencia en una
lámpara eléctrica, y en cualquier caso sospechaba que aquel aparato para
registrar las voces no tenía ni mucho interés práctico ni posibilidades
comerciales. Parece ser que los hermanos Lumière tampoco confiaban en la
utilidad de aquel aparato de fotografiar el movimiento que habían inventado, y
del que esperaban si acaso que serviría como entretenimiento menor en algunos
barracones de feria. En agosto de 1914, ningún experto serio en política
internacional conjeturaba que la guerra recién comenzada fuese a durar más allá
de diciembre, y en los últimos días de 1932, en sus predicciones para el año
siguiente, los periódicos liberales alemanes se felicitaban por el declive del
partido nacionalsocialista.
La capacidad humana para el vaticinio es muy limitada, prácticamente nula, pero la evidencia tenaz del error no disuade a nadie de seguir haciendo predicciones, ni de prestar atención a quienes se dedican profesionalmente a formularlas, sean éstos economistas o echadores de cartas. La compañía naviera Cunard completó sus instalaciones portuarias más ambiciosas en Nueva York a mediados de los años sesenta, justo cuando el transporte aéreo estaba a punto de dejar vacíos los transatlánticos. El gobierno de Alemania del Este tenía a punto una renovación completa del muro de Berlín, con toda clase de sistemas de vigilancia electrónica, unos meses antes de que el desplome del comunismo lo volviera irrelevante.
A este tipo de acontecimientos que nadie sospecha y que lo cambian todo de golpe y para siempre los llama "Cisnes negros" el profesor Nassim Nicholas Taleb en un libro recién aparecido -The black swan-, en el que estudia con erudición y sentido del humor la relevancia de lo inesperado y la obstinación humana por confiar en lo previsible. Durante varios milenios de observación, y en virtud de una evidencia abrumadora, se consideró en Europa que los cisnes sólo podían ser blancos. Pero bastó que unos navegantes llegasen por primera vez a Australia para que esa sabiduría aceptada por todos se quedara obsoleta: en Australia hay cisnes negros.
Pero lo peor, insiste el profesor Taleb, no es que nuestra inteligencia sea incapaz de predecir el futuro, de imaginar siquiera que en alguna isla o continente perdido existe una raza de cisnes negros que desmienten un principio largamente establecido de la Zoología; lo peor, y también lo más dañino y peligroso, es que una vez que el Cisne Negro ha irrumpido nos empeñamos en buscarle explicaciones que hacen inevitable su llegada: en profetizarla retrospectivamente. Una frase célebre del Oso Yogui se la escuché yo en la televisión a un experto militar durante la primera guerra del Golfo: "Es muy difícil hacer predicciones, sobre todo acerca del futuro".
Nadie predijo el ataque contra las Torres Gemelas
en Nueva York, ni el atentado de Atocha en Madrid, del mismo modo
que nadie supo predecir de verdad que la guerra de 1914 duraría más de cuatro
años y sería una matanza inconcebible, o que Lenin tomaría el poder en 1917 en
Rusia, o que el
31 de enero de 1933, contra toda probabilidad y contra la opinión de todos los
expertos, Adolf Hitler sería canciller de Alemania. Pero una vez que
esos hechos inconcebibles han sucedido, batallones de historiadores, de
economistas, de sociólogos, de politólogos, se ponen a la
tarea de descubrir las causas que los hicieron no sólo posibles, sino también inevitables, y de este
modo la ignorancia se disfraza a sí misma de rigor intelectual y la conciencia
humana apacigua el miedo atávico a lo desconocido. Por no hablar del
prestigio y de los ingresos que suele traer consigo el puesto de adivino, lo
mismo para los sacerdotes que auscultaban vísceras de animales en los templos
romanos que para los analistas políticos o los expertos en bolsa de ahora
mismo.
El profesor Taleb es despiadado en su ironía
hacia todos ellos, y quizá para curarse en salud dirige en la
Universidad de Massachusetts un departamento llamado de "Ciencias de la
Incertidumbre", cuyo objeto de estudio no es el conocimiento, como en
cualquier otra disciplina académica, sino su ausencia: no la seguridad más o
menos amodorrada de lo que se sabe o se cree que se sabe, sino la conciencia
aguda de la amplitud de lo que no sabemos y el estudio de los procesos mediante
los cuales aprendemos a engañarnos sobre nosotros mismos, sobre el mundo que
nos rodea, sobre el pasado y el porvenir. La nueva ciencia de la
Incertidumbrología, si se me autoriza el neologismo, debería enseñarnos no a
creer que podemos predecir los Cisnes Negros, sino a estar preparados en un
sentido amplio para su llegada, sea ésta dañina o beneficiosa. A cultivar la cautela escéptica, pero también la curiosidad entusiasta, porque un cisne
negro inesperado y benévolo ha venido a veces a cambiarnos la vida.
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